Sermones12 de octubre de 1785José Patricio Fernández de Uribe (1742-1796)

Sermón de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza,
predicado en la Catedral de Méjico

Beati qui audiunt verbum Dei, et custodiunt illud.
Luc. Cap. II.

¿Y hasta cuándo llegará el hombre a conocer sus cortas luces, y a confesar humildemente que las obras del Todopoderoso no se pueden medir por las engañosas reglas de la humana prudencia? ¿Hasta cuándo una orgullosa crítica se contendrá en los estrechos límites que le prescribe su limitación, sin atreverse a discurrir libremente por los anchurosos espacios del Poder divino? Sí, señores, estos últimos siglos, en que los hombres se lisonjean de haber ilustrado al mundo con las luces de una severa [4] crítica, han dado bastantes testimonios de los funestos precipicios a que se expone una sabiduría presuntuosa, cuando pretende sujetar a sus leyes aquellos portentos que no tienen otras que las que establece una extraordinaria Providencia. Porque no contenta esta clase de sabios con seguir a la naturaleza por medio de sus experimentos hasta sus más ocultos retretes, con separar los preciosos monumentos de la historia de los engaños de la fábula; no satisfechos con haber inventado sistemas que dando, por decirlo así, nuevo curso a los astros, nuevo movimiento a los cielos, nueva situación a la tierra, casi han hecho mudar de semblante a todo el universo: pretendieron llevar su censura hasta los arcanos inescrutables del santuario. Crítica desgraciada, al par que atrevida, que pervirtiendo el espíritu en lugar de rectificarle, tropieza a cada paso en el escollo de una incredulidad irreligiosa, por huir el de una supersticiosa piedad. No se os oculta hacia donde se dirige mi justo sentimiento al comenzar esta mañana por una queja el elogio del incomparable beneficio que hizo a nuestra España la Madre de Dios apareciéndose en Zaragoza al apóstol Santiago. Ni ignoráis como la osada pluma [5] de algunos, movida o de un celo mal entendido, o de una pasión nacional, han querido sobre las demás débiles conjeturas poner en duda este beneficio. Duda irracional, por no decir impía, a que no dan lugar la respetable inmemorial tradición de las iglesias de España, el testimonio de escritores antiquísimos, y las memorias consagradas por la historia de los tiempos. Pero no imaginéis que yo venga hoy a formar una apología de este milagro: no, la verdad muchas veces se obscurece y deslustra a fuerza de querer sostenerla; y tal vez el defenderla de una leve calumnia, sirve de fomento a la duda. Antes por el contrario, siguiendo el ejemplo de Jesucristo y de la piadosa mujer del Evangelio, que a las calumnias con que los Escribas y Fariseos pretendían obscurecer su doctrina, no opusieron más que unas sencillas alabanzas; yo, a vista de la inefable dignación con que María establece en Zaragoza su trono, no haré más que exclamar bendita y feliz madre, a cuya protección debe España su firme fe. Bienaventurados españoles no menos dóciles en recibir, que constantes en mantener la fe recibida: beati qui audiunt verbum Dei et custodiunt illud. Porque, para que se [6] confundan los engañosos juicios de la humana prudencia, y para formar la más alta idea del beneficio inestimable de esta aparición, bastará contemplar sus raras circunstancias y la singular providencia con que Dios en todos los siglos ha confirmado esta maravilla. Yo he creído que venir María Santísima a Zaragoza a darle su imagen y a establecer allí su templo, fue para dar a todo el mundo un argumento el más eficaz de la verdad de nuestra Religión, y a España una segura prenda de la constancia de la fe entre sus habitantes: de suerte que la aparición y permanencia de María en Zaragoza ha sido un glorioso triunfo de la religión de Jesucristo. Triunfo de la religión, por ser este milagro argumento visible de la verdad de nuestra fe. Beati qui audiunt; y triunfo por haber venido María a dar a España una prenda de la permanencia de la fe en ella. Beati qui custodiunt. La misma Señora dichosa Madre de los creyentes, y firme escudo de la religión me de luz para un asunto digno de su amorosa beneficencia. Ayudadme a pedirla saludándola llena de gracia. AVE-MARÍA.

Con justa razón se ha dado a España el glorioso título de Patrimonio de María: [7] la madre de Dios, a quien por su excelsa dignidad se debía el principado sobre las gentes y las naciones, es la que, según las expresiones del Eclesiástico, siendo Señora de toda la tierra, escogió en ella un lugar señalado para su singular herencia: et in omni populo et in omni gente, primatum habui, et radicavi in populo honorificato. España (sin injuria de las demás naciones) era aquella porción de Jacob, aquella tierra bendita de Israel que Dios destinaba a su santa madre para lugar de sus cultos y asiento de su gloria; in Jacob inhabita, et in Israel hereditare, et in electis meis mitte radices. La devoción y amor a María, insignia y carácter de los españoles, su culto jamás interrumpido, los altares magníficos, los templos sin número que ha consagrado a su memoria, las maravillosas imágenes bajo las cuales ha querido ser venerada en España, han dado sólido fundamento a esta piadosa nomenclatura. Pero ¿en qué tiempo tomó primeramente posesión la Señora y radicó su herencia en España, sino cuando viviendo aun en carne mortal, pasó desde Jerusalén hasta Zaragoza para dejar en ella el tesoro de su santa imagen? No nos detengamos en tiernas consideraciones, ni nos dejemos arrebatar de un [8] afecto nacional representándonos ese beneficio como un favor dirigido solo a los españoles. Todo el mundo es interesado en este portento, cuyos altos fines hablan de servir a la común felicidad de los fieles. Vino María a Zaragoza y tomó posesión de España; pero vino para hacer al mundo patente el triunfo de nuestra religión con el argumento más visible de la verdad de nuestra fe.

Tres años solos, o poco más habían corrido desde la muerte de Jesucristo cuando Santiago, destinado para plantar la fe en España, después de visitar sus principales provincias, llegó por último a Zaragoza. Acostumbraba el santo apóstol retirarse fuera de la ciudad a pasar las noches en una alta contemplación. En una de ellas cuando el silencio de la hora, y la soledad del lugar ayudaban a este santo ejercicio, se le dejó ver en persona la gran madre de Dios. Había caminado desde Jerusalén la Reina de los ángeles, sirviéndole ellos mismos de trono, y revestida de hermosa majestad y grandeza, trayendo consigo su imagen entre armoniosos cánticos de alegría llegó a las orillas del Ebro donde oraba el apóstol. Se admiró, enmudeció, pasmóse y casi dudaba su espíritu lo que veían sus ojos. [9] Pero la madre amabilísima, descubriéndole desde luego el misterio de su venida, yo he venido, le dijo, apóstol amado, a nombre de mi hijo Jesucristo para que en este lugar fabriques un templo, donde colocada mi imagen, se venere mi nombre, y el de Dios se engrandezca y alabe. En cuyo testimonio levantarás sobre esta columna mi imagen, la que durará con la fe y religión hasta el fin del mundo. Si fue grande el extático júbilo de Santiago a vista de tan gran portento, cuáles son, señores, los vuestros al acordaros de esta amorosa dignación de María: haga allá vuestra piedad las reflexiones que como de tropel se presentan sobre las circunstancias de este favor. Venir la Reina del cielo en persona a visitar a España, dedicársele en ella un templo verosímilmente el primero de la cristiandad, ser la misma Señora la conductora de su imagen ¿no os parecen las más raras demostraciones de su amor? Pero tanto como esto demandaba el alto fin de su venida que eran el honor y defensa de la religión.

Cuando leemos atentamente las peregrinaciones y los sucesos de la predicación de Santiago en España nos sorprenden los escasos frutos que logró en aquel tiempo de sus trabajos. Nueve según algunos, [10] quince según otros fueron solos los discípulos que en aquella Península convirtió a la religión de Jesucristo. Al paso que los demás apóstoles arrastraban tras si a los pueblos y provincias enteras: al paso que en las otras regiones nada resistía a la imperiosa fuerza de su predicación, Santiago parece que solo venía a España a ver frustrados sus afanes. Y lo que es más cuando los otros apóstoles regaban con su sangre, y santificaban con su muerte los países principales de su misión, Santiago luego que funda el templo de María se retira de España y pasa a Jerusalén donde muere. Notable diferencia que da fundamento para discurrir que el fin de la venida de Santiago a España fue principalmente servir de instrumento que publicara la aparición de María en Zaragoza, y que sus trabajos y empresas, si parecieron al principio poco fructuosos, serían después los más fecundos, y darían al mundo en la imagen santa del Pilar el testimonio más glorioso para confundir la idolatría. Así quiso mostrarlo la Providencia de los siglos venideros por medio de un continuado milagro, bastante a reducir los más rebeldes y obstinados espíritus. ¿Porque en qué tiempo se consagró casa a María, y se [11] levantó aquel templo en Zaragoza para los públicos cultos del Salvador? Puntualmente en aquel en que estando aun la religión en sus cunas, conspiraban a sofocarla desde sus primeros alientos los enemigos más poderosos. Todo el mundo era una sangrienta campaña contra Jesucristo y sus cultos, empleando los emperadores para destruirlos el poder, las armas, la industria y los tormentos más atroces. Anegada en sangre de cristianos la tierra, pobladas las ciudades de innumerables templos de inmundos ídolos, no tenía la religión asilo sino entre las tinieblas y en los más ocultos rincones. En Roma, en la capital de la religión, les era necesario a los fieles huir a los montes, y a las cavernas a esconderse entre los cadáveres en los sepulcros y catacumbas. Pero o sea que la fe de los españoles más valiente e intrépida irritara más el furor de sus enemigos, o que debiese ser más sangriento el combate donde se preparaba a la religión el más glorioso triunfo; España era el teatro más cruel de la persecución, y la idolatría derramó sobre su suelo tanta sangre que hasta los balbucientes niños fueron esforzados héroes del martirio. Y ¿cuántos vio en un solo día Zaragoza, aquella patria de los Mártires, [12] cuando enfurecido Daciano quitó casi de un solo golpe innumerables vidas, y cruel más allá de la muerte hizo quemar sus cuerpos, y esparcir por el aire unas cenizas sacrosantas? ¡Pero o poderosa irresistible fuerza del brazo de Dios! ni las armas, ni el poder, ni la industria se atreven al templo de María donde ha puesto su asilo la religión. Los emperadores del orbe, empeñados en consumir hasta las reliquias del cristianismo, parecían más solícitos en destruir los términos de la iglesia, que en propagar los del imperio: los cultos de Jesucristo eran condenados como abominable delito, nada se escondía al falso celo de unos jueces que por espacio de tres siglos y medio no permitieron a los cristianos que levantaran templos, y en medio de tanta persecución, no allá entre las remotas naciones de la India o la Scitia, sino casi en el centro de España, no cubierto de las tinieblas, o al abrigo de ocultas grutas, sino en una capital numerosa a vista de sus mismos enemigos se venera la imagen de la Madre del Salvador en un templo público en donde concurre innumerable pueblo a adorar el nombre de Jesús.

Bastaría esto para confesar la milagrosa [13] Providencia que conservó la imagen de María del Pilar. Pero Dios quiso dar argumentos más poderosos de aquella singular protección que había de servir de triunfo a la fe cristiana, como si de las cenizas de la idolatría nacieran nuevos monstruos contra la iglesia cuando ésta gozaba de la paz más tranquila, vio salir de su seno bastardos hijos para despedazarla. Al tiempo mismo que el infierno vomitó contra la religión la furia pestilente de el arrianismo, de los últimos rincones del norte salieron para dominar a la Europa las bárbaras gentes de vándalos, suevos, y alanos: estableciéronse en España los godos e inficionados del error de Arrio, la hicieron infeliz esclava de esta herejía. Yo no quiero lastimar vuestros católicos corazones con refrescar las tristes memorias de los escándalos, los cismas y las divisiones que causó el arrianismo hasta hacer que casi titubeara a sus golpes el firme edificio de la iglesia. Pero no puedo dejar de acordaros lo que o por un efecto de inhumanidad y odio contra la fe, o por una oculta disposición de aquella Providencia que sabe servirse de nuestra malicia para su gloria ejecutaron los arrianos en Zaragoza. Entraron en ella cerca de los fines del siglo V [14] armados de furor contra los católicos, y sin respetar edad ni sexo, resueltos a destruir la ciudad hasta los fundamentos, no perdonaron aun a los edificios. Caían estos a una parte desplomados, y lo que la fuerza no podía, lo acababa el voraz incendio: ardían a otra parte los templos, y a todas partes entre los ayes y los gemidos, entre el ruido de las armas y los suspiros de los moribundos se oían confusamente mezcladas las blasfemias contra el hijo de Dios y su Santa Madre. La imagen del Pilar y su templo eran el blanco a que principalmente se dirigían: y apurando sus últimos esfuerzos la impiedad ¿qué no hizo para sepultar entre sus ruinas la casa donde se veneraba la celestial copia de la Madre de Jesucristo? Pero en vano: tomó a su cargo María el defender su imagen y el templo. Dejóse ver de sus perseguidores, y a su vista, llenos de espanto, se pusieron en precipitada fuga, confesando, a pesar de su furia, que nada podían contra la religión cuando cuidaba María de sus triunfos.

Bien conozco que corriendo ligeramente este dilatado campo de maravillas, no hago sino tocar de paso portentos de los que cada uno demandaba los más [15] serios discursos. Pero ¿qué puedo hacer si a vista de tantas y tan grandes victorias de la fe ni tengo tiempo para ponderarlas según su mérito, ni debo omitir su memoria? Y a la verdad parece que Dios en los doce primeros siglos de la iglesia quería poner a España a prueba de las más rigorosas persecuciones, para radicar en ella su fe, y que cuando permitía a la impiedad que la atacara más vivamente, soto era para que por medio de María en Zaragoza triunfara a vista de todos la religión. A un enemigo sucedía otro; acabado un peligro seguía un nuevo riesgo; pero cada combate era un triunfo. Sucedió a la idolatría la arriana perfidia; y no quedando de estas sino apenas el nombre, vino a ocupar su lugar el mahometismo. Tiempos funestos en que España se llamó esclava del moro africano, no sé si fuisteis más infelices por vuestros males o más dichosos por haberse manifestado entonces el singular poder de María. El delito torpe de un Rey y la traidora venganza de un padre ofendido, o lo que es más cierto, la cólera de Dios irritada por los pecados de los españoles introdujo en España los moros. A excepción de uno u otro pequeño lugar, todo estaba sujeto a [16] su dominación. Pero Zaragoza, capital de uno de los mas célebres reinos, vino a ser por su situación una de las cortes más distinguidas de su poder y de sus armas. ¿Y cuál entre tanto, buen Dios, era el triste estado de nuestra religión? Los cristianos unos esclavos, y otros huyendo por los montes: abolidos los cultos de Dios y ritos de su iglesia: los templos unos convertidos en sucias mezquitas, otros en inmundos establos: las imágenes destruidas y holladas: en una palabra, eclipsado el sol del catolicismo por las menguantes lunas africanas. Y en este abatimiento del nombre cristiano ¿la imagen de María del Pilar se oculta como otros simulacros, o yace sepultada en alguna caverna como las santas imágenes del Sagrario, del Almudena y de Covadonga para que no la profane la impiedad? Nada menos, a vista de los moros que la respetan, se adora públicamente en Zaragoza y privilegiada entre las demás imágenes de María permanece triunfante por más de doscientos años en una de las capitales del mahometismo. Si, podremos con razón decir: Non accedet ad te malum; et flagellum non apropinquabit tabernaculo tuo. No llegarán hasta el tabernáculo de María en [17] Zaragoza los golpes de la idolatría; destruirá el arriano la ciudad, colocarán en ella los moros sus armas; pero respetando a su pesar el templo y la imagen por medio suyo triunfará la fe de Cristo y su religión.

Ahora bien: discurrid conmigo brevemente sobre lo que hasta aquí hemos dicho. ¿No es este un argumento el más claro de nuestra de, y un irrefragable testimonio de que los cultos de nuestra religión son los verdaderos? No hay duda que los milagros han sido en todos tiempos la voz de que se ha servido el Señor para enseñar al hombre la verdadera religión: obedecer los elementos a la voz de una criatura, recobrar la salud los enfermos, los muertos la vida han sido, entre otros, los eficaces argumentos que convencen a los más incrédulos la verdad de nuestros infalibles misterios. Pero estas maravillas o se han escaseado al paso que el evangelio se ha propagado, o sin hacérsenos patentes a los sentidos las conserva una incontrastable tradición. A España, señores, destinaba Dios para depósito de un testimonio de todos tiempos y presente a los ojos de todos: desde los primeros pasos de la iglesia hasta nuestros días ha triunfado la imagen del Pilar del [18] error y de la impiedad tanto, que a faltar otras portentosas maravillas, aunque Dios no hubiera obrado otro milagro bastaría este solo para confundir la incredulidad más obstinada. Porque si no pudo ser efecto ni del acaso, ni de la industria, ni del arte que rodeada la imagen de María en Zaragoza de enemigos, no menos poderosos que crueles, empeñados en acabar con el culto de Jesucristo y de su santa madre se mantuviera por muchos siglos tanto más victoriosa, cuanto más perseguida: luego es un Dios omnipotente el que a costa de maravillas la ha defendido: luego sola la religión cristiana que prescribe estos cultos es verdadera, y las demás sectas falsas y fantásticas. La inconstancia y revolución de los tiempos, que todo lo trastorna, después de diez y siete siglos respeta la imagen del Pilar: los idólatras poderosos por todo el mundo persiguen el nombre cristiano, y a sus mismos ojos se tributan adoraciones a María: el implacable odio de los arrianos destruye a Zaragoza sin poder tocar a esta imagen: los moros establecen allí su dominio, y solo María no se rinde a su esclavitud. De suerte que a pesar del tiempo y su voracidad, sobre las ruinas del gentilismo, de la herejía y del alcorán [19] triunfó la religión de Cristo en la imagen celestial del Pilar.

Segundo punto.

Pero si la venida de la madre de Dios a España fue un beneficio de todo el mundo católico para testimonio de nuestra fe, reservaba a los españoles un privilegio singular dándoles en su imagen una segura prenda de la permanencia de esta misma fe. A mi me bastaría para prueba de este inestimable beneficio el acordaros la promesa que la madre santísima hizo a Santiago, asegurándole que a la sombra de su imagen se conservaría en España la religión hasta el fin de los siglos. Pero (ved cuanto fió de la verdad de este privilegio) yo os permito por ahora que suspendáis el asenso a un rasgo de historia tan comprobado, y quiero exponerle a la censura de la crítica más severa. Juzgad pues por los sucesos de la verdad de la promesa, y decidme, ¿si ser efecto sino de esta singular protección aquella permanencia de la fe entre los españoles que jamás ha sufrido que herejía alguna la obscurezca por mucho tiempo? Es verdad que se ha visto acometida, y aun sujeta al error; pero [20] este como ligera y caduca exhalación que apenas nace cuando se disipa, o como breve noche a quien sucede un claro día, ha entrado en España; pero o no ha establecido en ella su imperio, o si ha inficionado los países, no ha corrompido largo tiempo los corazones. Cuando el mundo gemía inconsolable al contemplarse todo arriano, cua= ndo España podía temer irreparables sus ruinas, por ser sus mismos soberanos tenaces protectores del arrianismo; casi de un golpe le abjura y detesta, no sin envidia de las otras naciones. Cuando la dominación de los moros por el espacio de doscientos años, y su comercio por casi ochocientos que pasaron hasta su total expulsión de España, amenazaban que siempre quedaría inficionada de esta peste, que se conserva hasta el día en sus fronteras; libre enteramente del contagio del Alcorán sólo se acuerda de él para un eterno oprobio. Cuando ve España abortados de su seno el priscilianismo, los errores de Elipando y de Félix; ve también que sofocándose casi en sus cunas mueren primero adonde tuvieron su origen. ¿Mas qué mucho? el augusto patrimonio de María no admite en sus términos las tropas enemigas de Jesucristo: la tierra que escogió para herencia, [21] fecunda de todo, sólo es estéril para producir heresiarcas. Ciertamente estos han sido en España tan raros que al cotejo de las demás naciones bien podíamos decir, que la nación española no engendra estos monstruos. Como suele en un ameno y florido jardín, cultivado por una diestra mano, brotar una u otra venenosa planta que sin confundir la hermosura y fragancia de las demás, solo sirve de hacer más cuidadoso el desvelo del jardinero, y apenas se descubre cuando o se seca o se arranca, para que no perjudique a las otras: así en el jardín hermoso de España, cultivado a sombra de María, si alguna vez entre las fragantes flores de religión ha brotado algún venenoso tronco de herejía, o presto se ha secado, o ha ido a trasplantarse a otro terreno. Si Prisciliano español comienza a esparcir sus errores, al punto el obispo de Córdoba Higinio le hace condenar en Zaragoza. Si Miguel Serveto debe a España sus cunas, no sembró sus errores sino en Alemania, y en Francia. Si el alucinado Molinos deslustró a España con su nacimiento, no hizo muestra de sus perniciosos dogmas sino en Italia. Si otros… Pero para qué es fatigaros? Así era preciso que fuese habiendo establecido en Zaragoza su trono [22] la que destruye las herejías todas del mundo. Así lo habéis admirado en todos los siglos, y así lo lloráis aun en el presente tan funesto a la religión y a la iglesia. ¡Ay! que como en un universal diluvio no ya rotas las cataratas del cielo, sino abiertas espantosamente las bocas del abismo han vomitado torrentes impetuosos de errores, que inundan los más altos montes que servían de defensa al orbe católico. Considerad una por una las partes del mundo, sus reinos, sus provincias anegadas en este diluvio; y si entre ellas no descubrís a España, ni a la América (séame licito discurrir por un dulce pero sólido amor a la patria) es que si España la antigua debe la pureza de su fe a la celestial imagen del Pilar, debe igual beneficio la nueva España a su imagen milagrosa de Guadalupe. Porque ¿qué veis en la Asia sino cismas y errores? ¿qué en la África, sino sueños y delirios del Alcorán? ¿qué en gran parte de Europa sino los engaños de Socino, las impiedades de Calvino y Lutero, los artificiosos perversos dogmas de Jansenio y Molinos, los desvaríos de unos nuevos filósofos sin Dios, sin Religión, sin Rey que publican descaradamente cuanto les dicta su capricho al abrigo de unos sistemas amigos de la carne y de sus pasiones? [23] Feliz España, si, lo diré sin que me arrastren o una ciega pasión o una sacrílega lisonja. Feliz España que en este universal diluvio, cual arca dichosa en que se reservan los restos preciosos de la fe, nada triunfante sobre las aguas del error. Sus olas si la acometen, no la bañan: sus avenidas la cercan, pero no la inundan. Vea pues ahora la incrédula crítica de los que condenan la piedad española de supersticiosa devoción, que esta permanencia de la fe en España es un efecto visible de la promesa que hizo María a Santiago al dejar en Zaragoza su imagen. Quizá para representárnosla hizo que la sirviera una columna de basa; para que este símbolo de la firmeza y de la constancia, lo fuera también de la perpetua duración de la fe en aquella tierra escogida.

Gloriaos pues, venturosísimos españoles, de que la madre de Dios se dignó enriqueceros con una prenda que os hizo dóciles para recibir, y constantes en mantener la fe recibida: Beati qui audiunt et custodiunt. Y ¿cuál debe ser en este día vuestra satisfacción, militares esforzados{*} y generosos, por haber [24] elegido para patrona de vuestras armas a la que es escudo de la fe española? Si vuestros modestos encargos no me cerraran en este día los labios yo haría ver los dichosos frutos de esta elección en vuestro valor y vuestra destreza militar acreditada en mil ocasiones; y sobre todo en la pureza con que observáis vuestra religión. Sensible prueba nos dais de ella en la augusta lucida ceremonia con que venís hoy a consagrar, con una especie de renovación, las insignias de vuestro cuerpo. Presentad en buena hora ante las aras del Dios de los ejércitos esos trofeos tanto más gloriosos, cuanto más destrozados de vuestras empresas, y recibid de la mano del gran sacerdote las nuevas banderas para protestar que toda la gloria de las armas se debe a Dios, y mana de Dios. Sepa el mundo al veros desenvainar las valientes espadas cuando al cantarse el evangelio se anuncian en él los misterios de la religión, y las reglas de la virtud, que el primer objeto de un buen soldado es defender a la [25] fe y a la iglesia, y declarar la guerra a los vicios. A los vicios que afeminan los espíritus, y debilitan las fuerzas; a los vicios que deshonran las armas: y vosotros, señores, llenaréis sin duda el objeto de esta solemne protestación, pues militáis a la sombra de María santísima de la Columna, de la protectora de las armas y de la fe de España, de la madre del Todopoderoso Rey de la Gloria.

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{*} Predicóse este sermón el año 1785 día 12 de octubre, en que celebra la catedral de Méjico a su singular patrona la Virgen del Pilar, y en el mismo día su Ilustrísimo Arzobispo bendijo las banderas del regimiento de la Corona con asistencia del Excelentísimo Señor Virrey Conde de Gálvez, que fue oficial de dicho cuerpo.

 
José Patricio Fernández de Uribe, Sermones de la Jesucristo, de la Virgen y de otros Santos..., por Ibarra, Impresor de Cámara de S. M., Madrid 1821, 3 tomos; tomo II, páginas 3-25.

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