Nicomedes Martín Mateos, Breves consideraciones sobre la reforma de la Filosofía, Salamanca 1853
Breves consideraciones sobre

la reforma de la Filosofía,

por D. Nicomedes Martín Mateos

Salamanca
Imprenta de Juan José Morán y Compañía,
calle de la Rua, número 45
1853


Al Excmo. Señor Marqués de Gerona
Ministro de Gracia y Justicia, &c.

Excmo. Señor:

Cuando los amigos del saber ven a un Ministro de Instrucción pública solícito por todas las reformas saludables, deben responder a un llamamiento tan trascendental como el contenido en la real orden de 4 de Octubre.

El que suscribe, Excmo. Señor, Director interino de la Escuela industrial de Béjar, y ocupado ha muchos años en el estudio de la Filosofía, ha creído de su deber exponer a V. E. su humilde opinión sobre la reforma de esta ciencia madre, que influye poderosamente en todas las creencias y en la marcha pacífica o turbulenta de las sociedades.

Dígnese V. E. acoger con benevolencia este breve opúsculo, si cree que sus principios pueden ser útiles en la reforma del Plan de Estudios.

Excmo. Señor
B. L. M. de V. E.
S. S. S.
Nicomedes Martín Mateos


No hay época que pueda pasarse sin cierto conocimiento de la Filosofía pura, sin cierta noción de esa ciencia sublime que indaga la esencia del hombre, de la que deducimos nuestro destino en la creación, la ley de nuestra existencia, el fin religioso de nuestra vida, y la autoridad competente para guiarnos a tal fin.

No hay por lo mismo ciencia alguna, cuyas raíces no bajen a alimentarse de la sustancia de esta ciencia, verdadero corazón que reparte la sangre a las arterias de todo el saber humano.

Y es muy natural, por tanto, que las creencias morales y políticas, como hijas de la noción metafísica, revelen en sus resultados, la suficiencia o ineficacia de esta noción, y que los verdaderos filósofos puedan aseverar anticipadamente la templanza o anarquía, que darán de sí tales o cuales sistemas filosóficos.

En confirmación de aserto tan trascendental de suyo, demos una ojeada a los siglos XVII y XVIII; y en este examen ligerísimo, que tanto desarrollo permitiera, palparemos la influencia de la filosofía, influencia que recomienda la necesidad de su reforma.

Se ha dicho: «el siglo XVI no se secó como un torrente, ni el XVIII brotó como un venero inesperado. Los dos se entrelazan y unen en el reinado de Luis XIV. Después del acontecimiento tumultuoso de las ideas, después de la edad del entusiasmo y de los sangrientos debates, era preciso que la idea fecunda saliese de la secta que la aprisionaba por el [6] fanatismo y se infiltrase por toda la vida social: era precisa una época de paz y de transacción entre la sociedad y los innovadores. El siglo XVII fue esa época en que el movimiento filosófico continuó con maneras discretas y poco temibles, abriéndose nuevas vías y tomando posiciones para nuevos combates.»

He aquí lo que han visto en el siglo XVII los partidarios del progreso continuo: una pacífica continuación del Protestantismo, así como su completo triunfo en el XVIII, lo que la historia desmiente y la filosofía reprueba, como reprobará siempre todos esos sistemas fatalistas que consideran la marcha de la humanidad, como consideran los astrónomos el curso de la tierra bajo los signos del zodiaco.

Nosotros por el contrario creemos, que todo lo que precede al siglo XVII es pura infancia, y lo que le sigue decrepitud filosófica.

Es un hecho indisputable que el citado siglo tuvo fuertes y poderosas convicciones, que hoy nos llenan de admiración, y de asombro. Viose levantar en él una sagrada legión de pensadores, que promueve una revolución filosófica, tan rápida en su marcha, como poderosa en sus efectos y como durable en su acción. Lucen entonces esas grandes inspiraciones que apasionan la naturaleza humana sin envilecerla y la entusiasman sin embriagarla. Es la edad de las acciones heroicas, de las grandes virtudes, de los sublimes remordimientos. En ella renacieron las costumbres de la primitiva iglesia, el conocimiento de la antigüedad sagrada y profana, y los principios de la fe auxiliaron a los de la razón, modificando hasta las reglas del lenguaje. Las almas ávidas de saber y de reformas encontraron sabios directores, como Nicole, Maistre, Sacy, Hermant, Tillemont: oradores elocuentísimos como Masillon, Bourdaloue; literatos inestimables como Bossuet y Fenelon; poetas de buen gusto como Racine, y profundos jurisconsultos como d'Aguessau y Domat.

La ilustración, la sensatez y el buen gusto del siglo XVII son hechos que nadie contradice. Pero ¿cuál fue su causa? La impulsión dada a la filosofía por Descartes, el retorno [7] del pensamiento sobre sí mismo, revolución que se asemeja en todo a la socrática, hija del mismo principio.

¿Qué era la filosofía antes de Descartes? Una ciencia de statu quo, una abstracción de clasificaciones impertinentes, una ciencia de palabras. El Parlamento había prohibido enseñar máximas contra los autores antiguos y disputar contra los aprobados por los doctores y por la facultad de Teología. El escolasticismo había olvidado la sana filosofía de San Agustín que enseñaba: «que hay dos vías para conducir las almas, la autoridad y la razón: que si la autoridad es la última en el orden de excelencia, es la primera en el orden del tiempo» &c. &c... La autoridad por tanto se había extralimitado, y cuando con ella arguyen a Descartes, responde: ¡¡autoridades a mí, que dudo hasta si hay hombres!!

He aquí la emancipación del pensamiento. –Pero emancipado el pensamiento, gritaron los partidarios de la autoridad, va a perecer la fe; la tradición y la religión no pueden consentirlo. –No; responde Descartes: la razón puede ayudar a la fe, y yo encuentro en la sección 8ª del concilio de Latran tenido bajo León X, un expreso mandato a los filósofos cristianos de combatir a los que niegan la espiritualidad del alma. Yo la pondré en evidencia y no podré evidenciarla sin dar la misma certeza a la existencia de Dios. Porque no puede el hombre conocerse a sí mismo sin conocer a Dios, un objeto implica al otro, es imposible el uno sin el otro, y los dos constituyen el centro de la metafísica.

«Yo pienso, luego existo», dijo el padre de la filosofía moderna. Conoció entonces el hombre que la primera verdad, la realidad primitiva es su pensamiento, que no tiene ser sino en tanto que tiene inteligencia. Ante la irresistible evidencia del pensamiento, reculó el escepticismo; ante la autoridad de la conciencia y de la razón, perdió sus exclusivos fueros el principio de autoridad, que tenía avasallada la filosofía.

Tornó el hombre a estudiarse a sí mismo y volvió a estimarse en su justo precio el programa del templo de Delfos: nosce te ipsum: el pensamiento despertó del largo sueño de la edad media; y a la voz de Descartes aparecieron, [8] Malebranche, Leibniz, Newton, Bossuet, Fenelon, Arnauld, Pascal, Borelli, Euler, &c. &c.

La filosofía y la religión contrataron la más cordial alianza, y sola esta alianza puede explicar esa actividad intelectual del gran siglo, que hoy nos asombra. Por todas partes, se discute: todos consultan los principios y todos buscan ideas claras y evidentes. Teólogos, oradores, moralistas, políticos, físicos, literatos justifican el método de Descartes y la proclamación de los derechos del pensamiento.

Una filosofía verdaderamente grande llama y atrae a todos los espíritus eminentes del siglo en que aparece, y como a estos espíritus, dice un filósofo de nuestros días, pertenece de hecho y de derecho la dirección de las sociedades, la filosofía que los posee, por ellos posee y gobierna el mundo. Tal fue, por cima de toda otra, en el siglo XVII, la suerte de la filosofía de Descartes: ninguna ejerció en su tiempo una acción más poderosa ni reunió a su causa nombres más ilustres en todas clases. Apenas fundada, se difundió su espíritu por la sociedad francesa, penetrando y animando a todos los que pensaban y marcando su sello en todas las obras de este siglo tan maravillosamente fecundo: comentada e interpretada de mil modos, aplicada a todas las formas que puede vestir el pensamiento, relatada hasta por las mujeres de espíritu, mientras que por un lado enseñaba a los sabios el poder del cálculo, y les daba el precepto y el ejemplo de este método a la vez riguroso y osado que sobrepuja a la observación siempre lenta y siempre estéril a fuerza de prudencia, por otro lado inspiraba con su espíritu esa inmortal literatura que reflejaba en la pureza de su lenguaje, en la sabia sencillez de sus reglas y en la nobleza desinteresada de los sentimientos, toda la elevación, toda la severidad moral y todo el rigor metafísico que hay en el fondo del espiritualismo cartesiano. En fin, para que nada faltase a su buena suerte, esta filosofía revolucionaria en su principio y casi escéptica en su punto de partida, esta filosofía al parecer hostil a la antigua autoridad, ganó a la iglesia, arrastró a sus vías a las grandes comunidades religiosas y los dos jefes del episcopado, Bossuet y Fenelon, [9] apoyaron en sus fundamentos sus convicciones cristianas, e hicieron resplandecer a su luz el fervor de su celo evangélico.

Tal fue el siglo XVII, merced al impulso de la buena tendencia de la filosofía de Descartes. Pero desgraciadamente Descartes, por no haber profundizado lo bastante la teoría de las ideas, dice el profundo Bordas Demoulin, tiende a todos los sistemas y da armas a todos los partidos.

Como Descartes afirma que las ideas, generales, exceptuando las de Dios y el alma, proceden de la contemplación de los objetos físicos, dio margen al sensualismo de Hobbes, Gasendi, Locke, Condillac y Tracy. Y como siglo alguno puede pasarse sin filosofía, el XVIII tuvo la de éstos, que su gran maestro Voltaire proclamó en estos dos versos:

Et ce Locke en un mot dont la main courageuse
A de l'esprit humain posé la borne hereuse.

El feliz término, el dichoso límite que Locke fijó al espíritu humano, ¡fue la sensación! ¡¡Qué filosofía tan sencilla!! Tan sencilla como el mismo Locke afirma, que compuso el Ensayo sobre el entendimiento humano: «Arrojé sobre el papel, dice, algunos pensamientos indigestos, formulados a la ligera, escritos a trozos, despreciados algún tiempo y vueltos a tomar según el humor me lo permitía.» ¡Extraño modo de filosofar! Y Tracy añade: «Yo he estudiado con la pluma en la mano, e ignoraba la ciencia cuando comencé a escribir porque la ciencia no existía en ninguna parte.» ¡Oh Sócrates! ¡qué hubieras dicho de estos padres de la filosofía del siglo XVIII!

Como las ideas se trasforman pronto en actos, pronto apareció el naturalismo revolucionario del pasado siglo, que no vio en la humanidad más que seres aislados, productos de la nada y asociados por acaso como los átomos de Epicuro. No hay que extrañar por tanto que el partido Girondino exclamase por boca de su jefe Brissot: «si el carnero tiene derecho a devorar millares de insectos que pueblan las yerbas de las praderas, si el lobo tiene derecho a devorar al carnero, si el hombre tiene derecho a alimentarse de otros animales, ¿por qué el carnero, el lobo y el hombre, [10] no tendrán derecho a destinar a sus semejantes para sus apetitos?» ¡Homo hominis lupus, había ya aseverado Hobbes! Tales fueron los frutos de la filosofía sensualista.

Que los políticos se desvelen en el examen de la historia de los partidos, nunca podrán conocerla si no advierten que los hechos políticos están siempre injertos en algún sistema del espíritu humano; si no advierten que en cada sistema político hay una tendencia metafísica.

El sensualismo oscureció la ciencia más elevada, la mas vasta, la que domina a las otras y las dirige, la filosofía. Eclipsada esta hermosa estrella polar, la religión fue despreciada y envilecida. «La época en que desaparece del alma de los hombres el sentimiento religioso, está siempre cercana a la de su esclavitud» decía Benjamín Constant.

El siglo XIX ha escuchado esta verdad y apetece la reacción espiritualista. Pero ¿por dónde ha de llegarse a ella? También por desgracia Descartes había dicho, que las ideas generales no existen más que en el momento de su percepción, y de aquí el Idealismo, que la docta Alemania y la escuela Escocesa difunden por toda Europa, y que en sus últimas consecuencias remeda en todo al materialismo del pasado siglo.

Es corto de vista quien no percibe que Kant tiene el mismo carácter que la Constituyente: que Fichte es el genio abstracto de la Convención; que Schelling se asemeja a los sueños del Imperio, y que Hegel refleja en todo la santa alianza. Una sucesión casi impalpable de ideas, de teorías y de abstracciones ha visto el presente siglo, que no han engendrado más que apostasías y programas; pomposas ofertas, sistemas improvisados ayer y desacreditados hoy, con los que el escepticismo, enemigo mortal de la filosofía y de la religión, va ganando terreno, que la educación filosófica debe recuperar a toda prisa.

Y cuantos libros sirven hoy de texto en las cátedras de filosofía conducen al panteísmo, al materialismo, o al idealismo, y en nuestra humilde opinión deben ser seriamente examinados. Si alguien opina que hay más arrogancia que humildad en este modo de aseverar, estamos dispuestos a sostenerlo por medio de la imprenta. [11]

Pensamos que las pocas líneas anteriores demuestran la poderosa influencia de la filosofía. No es por tanto una ciencia de lujo o de pasatiempo: es indispensable para formar al hombre y al ciudadano; y el hombre y el ciudadano formado por la filosofía de Leibniz y Fenelon, no se asemeja ni en un perfil a los discípulos de Locke, Tracy, Kant y Hegel. La verdadera filosofía es la que engrandece el alma y la inclina al progreso y la perfección: la falsa filosofía es la que le enorgullece y le hace soñar en una independencia quimérica para él y funesta para sus semejantes. La verdadera filosofía es la que descubre al hombre que es una planta celeste, como Platón decía: «la falsa filosofía es la que le enseña que es hijo de la tierra como Anteo.» La verdadera filosofía nos lleva por la mano hasta el vestíbulo del sagrado templo de la religión y nos dice, sic itur ad astra; la falsa filosofía es la que no nos deja levantar la vista de los intereses materiales, más que para ver el terrible rótulo de Dante, Lasziate ogni speranza.

Tenía por tanto razón Malebranche al decir: De todas las ciencias humanas, la más digna del hombre es la del hombre mismo. Sin este conocimiento el hombre abdica su naturaleza moral, su vocación y su destino.

Dichoso por tanto el Gobierno que saque a la filosofía del caos ecléctico en que se encuentra. Mas ¿por qué medios podrá conseguirlo? Mandando que en el nuevo plan de Estudios se supriman esas viejas y arbitrarias divisiones de lógica y metafísica, de metafísica general u ontología, y metafísica particular o teología y psicología, triste herencia del escolasticismo y del idealismo moderno.

La filosofía es una como su objeto, y no soporta más división que la de un todo en sus partes. He aquí la división que hace el filósofo Huet, que en nuestro concepto es la más adecuada.

La filosofía es la ciencia del espíritu humano prescindiendo de su existencia terrestre. Este estudio constituye la filosofía pura o la verdadera metafísica, y abraza todo lo que hoy se llama arbitrariamente Psicología y Teología racional. [12]

El espíritu humano no vive solamente en sí mismo y en Dios: habita en un organismo conexionado con el mundo exterior. En este mundo encuentra otros espíritus sujetos a las mismas condiciones, y debemos estudiar por tanto la vida del alma en el seno de la naturaleza; tal debe ser el objeto de la Fisiología.

Viene la Lógica enseguida, que indaga las variadas producciones de la actividad del alma, la formación de todos los conocimientos y de las leyes a que están sujetos.

Después que el hombre conoce su espíritu, su organismo, y las leyes de su inteligencia, procura indagar su origen, y la teoría de la creación y la misteriosa cuestión del mal, objeto de la Teodicea.

Viene la Moral, por último, que examina cuál es nuestro destino en esta vida y en la futura, desenlace de la actual.

En cinco partes puede dividirle la filosofía: en Metafísica, Fisiología, Lógica, Moral y Teodicea.

A poco de profundizar en la primera vemos, que lo que hay de fijo y permanente en nuestro espíritu, es de una parte la actividad con las ideas de perfección, y de otra la cantidad con las ideas de grandeza: que estos dos elementos inseparables se completan entre sí y por su reunión hacen del espíritu una verdadera sustancia: que estudiados de por sí, dan origen a la Metafísica y a las Matemáticas, tan estrechamente enlazadas que ambas significaron etimológicamente ciencia en general. Por esto ha dicho nuestro citado maestro Bordas Demoulin: «Sin matemáticas no se puede entrar en filosofía; sin filosofía no se puede entrar en matemáticas, y sin matemáticas y sin filosofía, no se puede entrar en ciencia alguna.»

Estudiado el pensamiento en su esencia, en su actividad, en sus elementos y facultades, en sus productos de certidumbre o error: reconocida la existencia de Dios a la vez que la de nuestro espíritu, y examinadas las sublimes teorías de la sustancia y del infinito, la filosofía pura nos conduce a la Fisiología.

La Fisiología estudia nuestro organismo en el seno de la naturaleza y de la sociedad. La existencia de los cuerpos, [13] los diversos reinos de la naturaleza, las relaciones de lo físico con lo moral, la distinción de la sensación y del pensamiento, las pruebas del espiritualismo y el examen del sensualismo, del idealismo y del escepticismo, así como el origen de la sociedad, del lenguaje, de la autoridad, de la fe y de la tradición, dan a esta parte de la filosofía una importancia asombrosa.

La Lógica nos lleva después al estudio del juicio, de la proposición, del razonamiento, de la dialéctica y de la gramática que se encuentran hoy en un retraso lamentable y que por sus divisiones y subdivisiones arbitrarias y ridículas, apagan en la juventud el deseo de saber. La clasificación de los métodos y de las ciencias, las causas y remedios del error y el criterio de certidumbre tienen lugar en esta hermosa parte de la filosofía.

Viene enseguida la Moral que se ocupa del desarrollo de la voluntad, de los sentimientos, de las afecciones, de la virtud, del vicio, del libre albedrío y de todas sus conexiones y consecuencias.

La Teodicea en fin examina el origen del mundo, la teoría de la creación, la noción de Dios creador y conservador, el optimismo, el origen del hombre, su caída y alteración y la imposibilidad de explicar la misteriosa cuestión del mal sin la degradación del hombre.

Sólo un tratado de toda esta extensión merece el nombre de Filosofía. Y tratada esta a la luz de los principios de Platón, Plotino, San Agustín, Descartes, Leibniz, Bossuet y Fenelon, es como puede satisfacer las necesidades de un siglo, que engañado por tantos y tan ridículos sistemas, va cayendo en el escepticismo, seguro precursor de la ruina de los pueblos. El industrialismo por sí solo no curará los males sociales, porque escrito está que no vivirá el hombre del pan que coma.

Quien esto afirma, ha pasado por todos los sistemas. Principió por el Escolasticismo capaz de matar el gusto del saber por la algarabía de sus vacías palabras. Se aficionó después al sensualismo, no menos superficial y mucho más peligroso, porque impele a burlarse de las creencias más [14] necesarias y provechosas: saciado de la mistificación de la sensación, se aplicó al Eclecticismo, que fue reemplazado por la filosofía alemana y por el conceptualismo de la escocesa. Estudió después con ahínco la doctrina del progreso continuo, madre del socialismo... ¡Qué tiempo tan mal gastado! Pero no tanto que no le permita hoy un examen de conciencia que le revela la certeza de la máxima de Pascal: la doctrina se conoce por los efectos y los efectos por la doctrina. ¡Ojalá que su experiencia pudiera aprovechar a otros!

En nuestra humilde opinión sólo la filosofía puede conciliar la iglesia y la revolución, la fe y la razón, el progreso y el pasado: ella sola puede dar una solución a las cuestiones que la política no suministra más que un expediente. Trabajemos todos por tan suprema conciliación, y quiera el cielo que el Sr. Ministro de Instrucción pública, animado de tan buenos deseos, logre escuchando a todos, reformar la filosofía, que por sí sola reformará después todos los conocimientos humanos.

La necesidad de verificarlo así es grande, y el convencimiento íntimo que de ello tenemos, nos ha movido a dirigir la excitación que precede. Desde antiguo viene sufriéndose en cierto modo la fatalidad de considerar el estudio de la filosofía como de escasa importancia, asignándole en el cuadro de la enseñanza una especie de lugar subalterno, siendo así que es el cimiento en que todo descansa. Poco diremos respecto a la aplicación de la anterior doctrina. Trazar un plan de estudios es asunto arduo: porque un plan de estudios debiera figurar la armazón de una enciclopedia. Una enciclopedia es el círculo del conocimiento que principia por el juicio, pasa por el razonamiento y concluye por las ciencias. Las ciencias no son más que combinaciones de ideas: y las ideas, propiedades del espíritu, son de perfección o de grandeza. Las primeras crean la filosofía pura; las segundas las matemáticas. Pero unas y otras tienen su tipo en el absoluto, y en este no hay más que una ciencia. Es el conjunto de todas las ideas, de todas las leyes, de todas las relaciones, la razón, la verdad, la luz, el orden.

El hombre no puede abarcar este absoluto, así como no [15] le es dado examinar el sol sin separar uno de sus rayos. Desmembrándole, conoce, que tantos son los objetos del conocimiento, cuantos son nuestros medios de percibir: Que tantas son las ciencias, cuantos son los objetos del conocimiento.

La inteligencia tiene dos aplicaciones fundamentales o dos maneras de percibir: la razón pura y la experiencia. La razón pura percibe las ideas en su generalidad absoluta, como propiedades del ser necesario. La experiencia las percibe encarnadas en los seres contingentes, subordinadas a las primeras. Las ciencias deben dividirse por tanto en puras o racionales y experimentales.

Las racionales tienen un solo objeto, el pensamiento absoluto; de aquí la teología.

Como el pensamiento tiene dos órdenes de ideas, de perfección y grandeza; de aquí dos ciencias; Metafísica y Matemáticas.

La experiencia deriva, o de la conciencia, o de la excitación del mundo físico, o de la reunión con nuestros semejantes, o de la memoria y la fe, que son una experiencia indirecta.

Llamamos la 1ª experiencia interna; física la 2ª; social la 3ª y tradicional la 4ª.

La experiencia interna no puede ser separada de la razón pura; nuestra razón particular no puede funcionar sin la razón absoluta; por eso la Metafísica y Matemáticas tienen ese doble origen.

La experiencia física crea las ciencias físicas y naturales.

La social, las sociales; y la tradicional las históricas.

Al tenor de estas consideraciones, y limitándolas a sola la filosofía, dividiríamos su enseñanza en cuatro secciones: 1ª sección moral; 2ª sección física; 3ª sección social; 4ª sección histórica.

La moral comprendería los estudios de Matemáticas, Metafísica, Fisiología, Moral y Teodicea. La física los de matemáticas, física, geografía, historia natural y principios de astronomía y de química. La social tendría por objeto la ciencia de administración en todos sus ramos, Estética y [16] Literatura. La histórica las lenguas, principios de la tradición, principios de la fe e historia sagrada y profana.

Cada una de estas secciones contiene el germen, los principios cardinales de esos otros ramos del saber humano, que por aplicarse a las necesidades de los pueblos constituyen el conjunto de la instrucción pública. Ni son todas necesarias para cada uno de aquellos, ni es conveniente embarazar a los jóvenes con su estudio simultáneo. La sección moral debe ser obligatoria para los teólogos y jurisconsultos; la sección física para médicos, profesores de ciencias naturales, arquitectos &c., y las secciones social e histórica, para los empleos administrativos, señalándose especialmente la última a los que hayan de organizar y cuidar nuestros olvidados archivos y bibliotecas. La gran ventaja de este arreglo será facilitar a cada profesión conocimientos fundamentales, análogos a ella, sólidos y lógicamente ordenados. Cruzar estudios que pertenecen a diversas categorías, la experiencia lo ha señalado como poco útil. La experiencia superior del gobierno podrá también apreciar y desenvolver estas indicaciones, mejor que el autor de ellas a quien entre otras cualidades, faltan los datos y pormenores precisos para toda aplicación práctica.


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Sobre la reforma de la Filosofía (1853)