José Campillo Rodríguez, Tesis doctoral, Madrid 1864
Tesis Doctoral
Los Godos.– Nuevos elementos de cultura que trajeron a la civilización española.– Etimología de la palabra Godo.– Noticias que acerca de su origen dan los historiadores contemporáneos a su aparición en el imperio romano.– Juicio de los historiadores modernos acerca del origen de este pueblo.
 
 

Discurso leído
en la Universidad Central
en el acto solemne de
recibir la investidura de Doctor
en la Facultad de Filosofía y Letras,
por el licenciado
 
Don José Campillo,
Catedrático de Latín y Griego
del Instituto de Ávila.

 
 
 
Madrid.
Establecimiento tipográfico de Civente, y Lavajos,
calle de Preciados, núm. 74.
1864.

 
Ilmo. Señor:

Para poder exponer con criterio fijo y determinado, y conforme a los grandes principios sociales, por que se rige la humanidad, los nuevos elementos de cultura que trajeron los godos a la civilización española, que es el punto principal del tema de mi discurso, creo de absoluta necesidad sentar ciertos precedentes históricos que quizá pudieran considerarse como narración de la proposición en otra clase de temas; pero que en el que será objeto de mí discurso me parece sumamente conveniente anticipar, porque de ellos se han de desprender las leyes históricas a que obedece aquel pueblo, los principios por que se rige, y nos han de dar la norma para apreciar en su justo valor lo que él mismo es y representa, manera la más provechosa de estudiar la presencia y desaparición de los pueblos en la historia de la humanidad, y el único medio de ver cómo contribuyen a los grandes fines que a todos en general, y a cada uno en particular, ha impuesto la Providencia.

Hay en la vida de la humanidad, como en la de los pueblos, y de los individuos, momentos solemnes, épocas críticas, en que al pasar del uno al otro período, al desarrollar en mayor grado sus fuerzas, o darles diferente dirección, para mejor llenar el fin a que están ordenadas, el organismo se perturba y sufre a veces convulsiones que ponen en grave riesgo su existencia. Observadlo en el individuo, y veréis cómo lo experimenta al pasar de la infancia a la pubertad, y de esta a la edad viril: reflexionad en los pueblos, y hallaréis en su progresivo desarrollo esos terribles sacudimientos que, alterando completamente su modo de ser, los revisten de nueva forma, presentándolos después [6] a veces con una vitalidad más vigorosa, fundiéndolos otras con diversas gentes para sacar de la reunión de estas fuerzas más energía, o modificar sus tendencias del modo más análogo al fin que han de realizar. Parad vuestra atención en la humanidad y en las invasiones de gentes contra gentes y en las irrupciones y desalojamientos de unos pueblos por otros; en la abolición de instituciones y creación de otras nuevas, en la caída de los imperios más soberbios y en el desquiciamiento de sociedades, que en el poder de sus armas, en la sabiduría de sus leyes y hasta en su misma posición en el globo, parecían tener largamente asegurada su existencia, encontraréis elocuentes monumentos de la ley de trabajo y contrariedad, afanes y zozobra porque el individuo en particular, y la especie toda en la humanidad, ha de llegar a los altos fines que le están señalados en los inescrutables juicios del que por tan diversos e incomprensibles modos sostiene, dirige y gobierna la admirable obra de su infinito saber. Aprovechad al propio tiempo esta ocasión de observar cómo de estas imponentes convulsiones, y no pocas veces del fondo mismo de destrucción en que parecía abismada, la humanidad ha reportado siempre la ventaja de dar un paso adelante en el camino de su perfección, o ha reparado los que una parte de ella pudiera haber dado fuera de aquel, y os persuadiréis de que rige al mundo la ley de perfectibilidad por medio del trabajo y la contrariedad porque purga a la vez los extravíos, que cediendo a su debilidad cometen desatentadamente los hombres y los pueblos.

Asistid con este criterio a presenciar la mayor catástrofe que en virtud de esta ley providencial experimentó el mundo, y entre los horrores que en ella presenció la humanidad, y entre las dudas y temores que asaltaron por su porvenir, y en medio de la congoja y ansiedad que trabajó al mundo en esta época y en el desenlace de tan terrible drama, hallaréis confirmada esta ley que el Supremo Hacedor impuso a todo lo creado.

Corrían los últimos lustros del siglo IV y primeros del V de la era cristiana. Por este tiempo, Roma, la animosa ciudad que al demarcar sus primitivos y reducidos límites halló en su superstición motivos para esperar que llegaría a ser la cabeza y señora del mundo, la arrogante república cuyas legiones, llevando ante sí la esclavitud de los pueblos en que ponían sus plantas, concentraban en la Ciudad Eterna (tal la creían ellas) el poder, las riquezas y el saber de la mayor parte del mundo entonces conocido: el poderoso imperio cuyas vencedoras águilas habían extendido por el orbe entero el pesado yugo de la dominación romana, siente que sus fuerzas desfallecen; que cesa [7] su actividad, que ha pasado su juventud, y se acerca la hora de pagar al destino el tributo de todo lo que es perecedero.

Con la perspectiva de este cuadro la humanidad se estremece y teme por su porvenir, creyendo que la destrucción de Roma envolvería en sus ruinas al mundo todo. Quid salvum si Roma perit? decía San Gerónimo, interpretando la general ansiedad. Sin embargo, la ruina de Roma estaba decretada en los altos fines de la Providencia. Y no es de extrañar: Roma había concluido su misión. Había soñado con el dominio universal, y este sueño de sus desvalidos fundadores le realizan los cónsules y le engrandecen sus sabios Emperadores. Al convertir en una todas las naciones del Universo, a la vez que satisface su soberbia ambición, cumple, sin saberlo, un fin providencial de trascendencia inmensa para el mundo todo, dando a la humanidad dispersa y sin vínculos que la ligaran, toda vez que los diferentes pueblos hasta se creían de distinto origen y con distinto fin, la unidad de que carecía; si bien lo hace de una manera imperfecta, incompleta, realizando solo esta idea en cuanto a la política y el derecho.

Era esto, sin embargo, un gran paso dado en el camino del bien y perfección a que tiende siempre la humanidad; pero este paso no bastaba. No podía satisfacerse el mundo con esta forzada unidad, dentro de la que anidaban elementos profundamente discordantes, creencias y aspiraciones diametralmente opuestas. En aquella informe amalgama de pueblos de distintas razas, climas y costumbres, se reflejaba la confusión y desorganización de la familia, que imprime el carácter a la sociedad: en las descreídas escuelas de los filósofos y sus opuestas tendencias, se veía claramente la insuficiencia de la ciencia humana para satisfacer las necesidades del espíritu. El Capitolio a donde habían concurrido en funeral procesión las más discordes representaciones de la Divinidad, era el caos religioso, y de este caos, y de tan desacordes elementos, no podía resultar unidad completa ni duradera.

Por eso la humanidad se agitaba ansiosa de nuevas ideas, nuevas instituciones, nuevas y más perfectas creencias, que en vano demandaba a la propagadora del derecho y la idea política. Sus arsenales están desprovistos, ha realizado su ideal, y no puede excogitar ya medio para satisfacer las nuevas necesidades que siente el mundo con irresistible instinto. Y como los pueblos y todas las cosas en tanto tienen razón de ser, en cuanto tienen un fin que realizar, para lo que siempre los depara medios la Providencia, se halla muy conforme a las leyes que gobiernan la creación que desaparezca del mundo este pueblo que ya nada puede hacer en bien de la humanidad. [8]

Pero el gran coloso, el gigante de cien brazos, con cada uno de los cuales sujeta un pueblo que un día fue nación libre, y llora ahora su perdida libertad, su dignidad ultrajada, el dominador y legislador del mundo no puede, no debe caer pacíficamente y por sola la fuerza de las ideas; que también la expiación es una ley histórica de la humanidad, y Roma había cometido muchos y grandes crímenes.

La nación que por solo satisfacer su ambición y sin fin ninguno humanitario ni digno había tiranizado tantos pueblos; que para invadir a cualquiera otra no necesitaba más motivos que ver si le convenía, al decir de los historiadores: que en tan poco había tenido a la humanidad que desatentadamente la ultrajaba desconociendo hasta la idea de personalidad fuera de los límites de su ciudad; aquel pueblo arrogante que embriagado con sus triunfos, ata al carro de sus capitanes a los reyes y caudillos de pueblos menos afortunados, que no habían cometido otro delito que defender valerosamente su religión{1}, su patria, sus hogares, santos objetos cuyo amor grabó Dios en el corazón de todo hombre que no reniega de su naturaleza: la nación, pues, que de este modo puso la razón y la justicia en el hierro, justo es que por el hierro sea juzgada, y que el ruido que haga al caer, guarde proporción con el horrible estruendo con que vilipendió a la humanidad. Este momento se acerca: multitud y variedad de causas le precipitan.

Ya no es Roma el pueblo varonil, robusto, sobrio, mandado por los Fabricios, Cincinatos y Camilos: no corren aquellos tiempos de austeridad y virtud en que la pobreza daba honor, en que la corona del triunfo se colgaba de la esteva del arado{2}: no eran sus legiones aquellas cuyos soldados, teniendo a gran recompensa la gloria que les resultaba de hacer adquisiciones para la patria, volvían después del combate a cultivar los campos para pagar las deudas que el servicio en la milicia les había ocasionado{3}. La molicie, la voluptuosidad, el refinamiento de los vicios, la más devoradora sed de oro ha sustituido a aquellas egregias virtudes{4}. Sus legiones son una fiera soldadesca, sin dignidad, sin disciplina, sedienta de pillaje y de dinero, que quita y pone en el solio al que más le halaga sus deseos. Son aquellos terribles pretorianos que elevaban al trono a monstruos como el [9] sanguinario y delirante Calígula, Claudio el Imbécil, Nerón el Feroz, el glotón Vitelio, y tantos otros cuya historia parece conservada para demostrar el grado de barbarie y desenfreno de que es susceptible el dominio de la fuerza: los mismos que para colmo de ignominia sacan a pública subasta aquella púrpura tan respetada, tan temida y tan difícilmente alcanzada en tiempos más bonancibles{5}.

En vano se acudiría a la religión en demanda de remedio a tantos males, el cristianismo ha puesto de manifiesto la ineficacia y vana superstición de la delirante idolatría romana. Llega por consiguiente la hora de la expiación para Roma, de la purificación por el hierro de tantos males como ella había causado con el suyo.

¿Quién es, dónde está el terrible ejecutor de esta dura, pero merecida sentencia, a que la justicia histórica y la divina han condenado a la orgullosa señora del mundo?

Desde el Tanais hasta el Danubio están desde hace ya muchos siglos como escalonadas y amenazando al imperio infinidad de tribus y poblaciones bárbaras, que el Asia parece haber vomitado en dirección al Norte de Europa.

De entre ellos saldrán con otra infinidad de pueblos que cual buitres hambrientos despedazarán sin piedad su presa los godos, que con su jefe Alarico a la cabeza parecen arrastrados por irresistible fuerza a ir a Roma y destruirla. El mismo Alarico, para animar a sus gentes, decía: «Siento dentro de mí una voz secreta que me grita: marcha, y ve a destruir a Roma.»{6} En vano Valente se opone a su devastadora invasión: los bárbaros le abrasan con la choza en que se guarecía:{7} Teodosio, más afortunado, los contiene; pero después Honorio huye ante el fiero aspecto de Alarico, y esconde en Rávena su ignominia. El Rey bárbaro entra en Roma, y la que fue señora del universo sufre la humillación de tener que despojar sus templos, vendiendo las alhajas que los adornaban para aplacar a su dominador. El bárbaro no se satisface sin embargo, y la ciudad de los Césares es saqueada y entregada a un pillaje universal.

A tan rudo golpe sigue la más terrible de las invasiones: aparecen los hunos con Atila, la más ruda personificación de los pueblos germánicos y sus tendencias. Ante el peligro común que traen consigo los hunos, romanos, godos, francos y cuantos pueblos habían [10] tomado asiento en el espirante imperio, unen sus fuerzas y los vencen en los campos Cataláunicos.

La barbarie es rechazada, mas no por eso se reanima el imperio: antes bien pierde su último elemento de vida al morir, su único sostén, el valeroso y entendido Aecio, y no mucho después ocupa el trono el bárbaro Odoacro, desposeyendo al tierno niño Augústulo, nombre sarcástico aplicado por irrisión al último jefe del imperio fundado por el gran Augusto. Tan ignominioso fin tuvo el más poderoso imperio que conoció el mundo. Con él desaparece la unidad política, y a su civilización sucede la barbarie germánica. Pero si de algunos de los pueblos que la representan, la historia no conserva más recuerdos que los de la muerte y destrucción que tras sí dejaban, pasando por nuestra nación como puede hacerlo el mortífero Simoun por las llanuras de África, otros, sin embargo, traían ciertos elementos de vida social, que habían de ejercer no escasa influencia en el ulterior modo de ser de nuestra patria. El principal de estos es el pueblo godo, del que voy a examinar los nuevos elementos de cultura que trae a la civilización española su origen y costumbres, el juicio que acerca de los mismos formaron los historiadores más próximos a su aparición en el imperio romano, y las opiniones de los historiadores modernos acerca del origen de este pueblo, con algunas noticias sobre la etimología del mismo.

I.

Aparecen los godos, como se ve por la precedente relación histórica, en el momento más solemne de la historia de la humanidad: cuando la decrépita y enervada Roma y su corrompida civilización van a desaparecer, pero no sin luchar a muerte con los encargados de rasgar en mil pedazos la ya carcomida púrpura imperial. Estos son aquellos terribles Germanos a quienes temió Alejandro, que horrorizaron a Pirro, y de quienes César decía que había que librarse{8}. Los mismos a quienes el imperio quiso encerrar dentro de sus tierras para evitar sus continuas irrupciones, para lo que Probo hizo levantar una muralla de más de doscientas millas desde el Rin hasta el Danubio{9}. Sin embargo, ellos luchan, son rechazados, se reorganizan y vuelven con [11] nuevos bríos al combate, y no cejan hasta aniquilar a su rival. ¿Qué representa este pueblo que tan constante y encarnizadamente lucha? Representa el elemento nuevo que va a sustituir al que regía al antiguo mundo: es el genio del porvenir que lucha contra el genio de lo pasado;{10} es el espíritu de libertad que viene a destruir el de la tiranía y opresión representados por Roma, es el amor a la personalidad, el espíritu de independencia que empuja al genio de la esclavitud, centralización y absorción de todas las nacionalidades con que Roma llegó al dominio universal. Es el espíritu de fraccionamiento y división para el mejor desarrollo de la actividad individual: es, en fin, el genio de las nacionalidades, la idea de emancipación, la rehabilitación del individuo, la proscripción de toda tiranía ejercida por derecho propio; que los pueblos germánicos no comprenden siquiera que haya un hombre que presuma tener derecho para mandar a los demás{11}.

Tal es la representación de los pueblos germánicos en general y la de cada uno en particular, y tales los nuevos elementos que los godos desarrollan en nuestra patria.

Vano empeño sería tratar de buscar el sistema de leyes o gobierno que van a importar a España. El godo en su vida de campamento y de continuo mudar, vive por las tradiciones de sus antepasados, y por las leyes que de común acuerdo se establecen en sus banquetes. En ellos se tratan las más importantes cuestiones, en ellos se decide la paz o la guerra contra los demás pueblos; allí se tratan y resuelven hasta las diferencias de los individuos entre sí; todo en el pueblo godo se hace por acuerdo y decisión de todos: nadie entre ellos osa levantarse ni erigirse en juez de los demás. Así, pues, en sus primeros tiempos y hasta que con más fijeza fueron asentándose en los nuevos reinos en que dividieron al colosal imperio romano, este pueblo como todos los demás de su origen, no tuvo códigos, ni políticos, ni civiles, ni penales, que sustituían por las tradiciones y los acuerdos tomados en sus juntas{12}. De ahí es que para apreciar la influencia que estos pueblos ejercen en la civilización y costumbres de aquellos en que se asientan, no se puede juzgar a priori, es decir, por los principios que profesan, porque sin tener ninguno bien determinado, llevan sin embargo el germen de todos o la mayor parte de los grandes principios que han de regir a las nuevas sociedades, haciendo cambiar el estado civil, político y religioso del mundo. Para llegar a este resultado final, es preciso [12] ir estudiando estos pueblos en su progresivo desarrollo, y en él se va viendo el principio generador de las sociedades modernas.

Así, pues, para llegar a ver claro el espíritu de personalidad, de independencia y nacionalidad, el carácter eminentemente religioso que los godos imprimen a nuestra nación, para ver asentada la unidad legislativa, la seguridad real y personal, el sistema monárquico representativo y el nuevo organismo en que se desarrolla la civilización española durante la edad media, cuyos principios se conservan y son como el espíritu de la moderna, es de absoluta necesidad seguir paulatinamente el lento y progresivo desenvolvimiento de este pueblo que con mucha razón pudiera llamarse nuestro predecesor, considerado política y socialmente, dado que nuestra organización política y social apenas viene a ser más que una consecuencia y como extensión de los principios que los godos asentaron.

II.

Cuando Alarico saqueaba a Roma a principios del V siglo de nuestra era, guiados por su espíritu de destrucción y rapiña, repasaban los Pirineos, y penetraban en nuestra Península los tres pueblos mas fieros y salvajes que después de los hunos se habían desgajado del Septentrión. Andalucía, Galicia y la provincia Tarraconense sufren los horrores de la devastadora huella de suevos, vándalos y alanos. España parecía que iba a perecer; el saqueo, el pillaje y el incendio la aniquilaron, y viene a completar tan sombrío cuadro una peste asoladora y un hambre que obliga a los moradores a sustentarse de la carne de sus propios hijos{13}. La nación española no merecía tanto castigo como ser víctima de tan salvajes señores, y Dios parece encargar la conservación de nuestro país a un pueblo menos indigno que ellos de ocuparlo. Forman este pueblo los visigodos mandados por Ataulfo, que en el saqueo de Roma sólo había tomado para sí a Gala Placidia, que había respetado los templos cristianos y a los que en ellos se refugiaban, y asistido a la procesión que conducíalos huesos de los mártires, y los vasos sagrados en que los sacerdotes cristianos celebran sus sacrificios{14}. Este pueblo que era como la vanguardia [13] de todos los germánicos, con las relaciones que por la guerra unas veces, por alianza otras, y no pocas como auxiliar a los mismos romanos, había tenido con ellos, había depuesto su primitiva rudeza, y era el más dispuesto a admitir la civilización, a lo que contribuía no poco el haber abrazado el cristianismo, si bien adulterado por la herejía arriana que recibió del obispo Ulfilas, a quien malentendió el encargo de predicársela.

Para la nación española, católica en su mayor parte, los godos y Ataulfo son una garantía, si bien incompleta, de sus creencias religiosas, y un iris de salvación contra la devastación ejercida por suevos, vándalos y alanos. Quizá Ataulfo viene a España dolido de las miserias que la afligen; acaso huyendo de las continuas hostilidades con que le molesta su rival Constancio, o más bien, como cree Jornandes, con intención de fundar en España un imperio gótico{15}, lo cierto es que hace cruda guerra a los vándalos, cuyo exterminio parecía ser su primer objeto, que la muerte no le dejó realizar, pero que llevaron a cabo Walia y Teodorico{16}.

En esta época los godos aún obran a nombre del pusilánime Honorio, a quien sonríen los triunfos de aquellos, que cree como suyos; pero que en realidad eran los primeros pasos para la emancipación de España del imperio y su erección en Monarquía independiente.

A Eurico le estaba deparado realizar el pensamiento iniciado por Ataulfo y continuado por Walia, Teodorico y Teodoredo. Eurico, después de apoderarse de las Galias, domina a España, y sus conquistas no son en nombre del imperio romano, sino en nombre propio, y llegando a someter a los suevos, la España se emancipa completamente del imperio, constituyendo una monarquía independiente, cuyo primer Rey es Eurico{17}. Aparecen, pues, los godos en esta época como los libertadores de España de la horrible devastación de los suevos, vándalos y alanos, y los fundadores de una monarquía que en no interrumpida serie de Reyes había de conservarse por espacio de 300 años, y servir después de modelo a la que, levantándose en [14] las ásperas montañas cantabro-astúricas, tanta gloria había de dar a la nación española.

Pero los fieros y orgullosos dominadores, aquellos altivos e independientes guerreros, para quienes el valor personal era todo, y cuya nobleza dependía del arrojo con que se lanzaban sobre los enemigos o defendían a sus príncipes{18}, los que tantos riesgos habían corrido en las batallas, obtenida la victoria no podían medirse de igual a igual con los débiles vencidos, y su gobierno es el de los privilegios y fueros para los vencedores, de la servidumbre y abyeccion para los vencidos. Bajo este principio social (mejor diríamos anti-social) empieza la monarquía goda a influir y ser influida por la civilización española. El monarca que debe su diadema a la elección de los jefes militares y a la aclamación del ejército, sabe que no es más que un capitán de reconocida superioridad, y de entre sus compañeros de armas nombra duques (duces) a quienes competía el mando y régimen de una provincia entera: condes (comites) que gobernaban una ciudad: Gardingos o lugar-tenientes de los duques, o acaso jueces encargados de la justicia militar{19}: vicarios que suplían a los condes: en cuyos títulos se resumían las principales autoridades. Al propio tiempo establecieron los monarcas otra multitud de títulos de honor y autoridad para los que ejercían algún cargo importante en la corte; tales eran el comes patrimonii o intendente de palacio: comes stabuli, jefe de las caballerizas: comes spatariorum, jefe de los guardias: comes notariorum exercitus, thesaurorum, largitionis, que venían a ser como secretarios de Estado, de la Guerra, de Hacienda y de Justicia, los que, en unión de los demás magnates, constituían el oficio palatino; a los que se unían los curiales, primates y próceres que componían la curia o corte del Rey. Las ciudades menos importantes eran regidas por un magistrado a sueldo del Rey, y el obispo y el conde reunidos elogian los numerarios o encargados de recaudar los impuestos.

De todos estos cargos estaba excluida la raza vencida; pero a medida que se va rehabilitando los desempeña, y no es menester gran esfuerzo de reflexión para ver hasta qué punto estas instituciones han influido en la organización ulterior de España, bajo un aspecto más equitativo y justo.

Y no fueron estos ni los mayores ni los más odiosos privilegios que [15] se arrogaron los vencedores. Los pingües frutos de las tierras que fertilizaban el sudor y la sangre de los españoles, excitaron su codicia, y llamáronse a posesión de las dos terceras partes del territorio, otorgando el resto a los naturales, quizá por conmiseración, acaso para agravar más la humillación del vencimiento; observándose estrictamente este despojo, que se elevó a ley en tiempo de Sisenando que estableció que «El departimienio que es fecho de las tierras e de los montes entre los godos e los romanos, en ninguna manera non debe ser quebrantado pues que podier ser probado; nin los romanos non deben tomar nada de las duas partes de los godos; nin los godos de la tercia de los romanos, si non cuanto los Nos diéremos: é los departimientos de los padres, sos fiyos, nin so linage non lo deben quebrantar.»{20} Este mismo despojo tiene además un fin político, que es abatiendo a la raza vencida, alejarla más y más de toda participación en el gobierno de la monarquía. Y como si no bastara tanta humillación, los godos, no estimando en nada los grandes genios que España había dado al imperio, sin tener en cuenta los títulos de respetabilidad que tenía la patria de Trajano, los Sénecas, Marcial, Columela y tantas otras lumbreras y apoyos del imperio, al verla abatida y asolada por las depredaciones de suevos, vándalos y alanos, se dedignan de mezclar su bárbara sangre con la ilustre sangre española, purificada y ennoblecida por la de tantos mártires de su libertad e independencia.

Pero no tenían en cuenta que el afianzar su poder por tan violentos medios, si bien conseguían mantener encendido el espíritu de raza y la natural fiereza de sus gentes, hacían imposible la unidad social, el engrandecimiento de la nación, y la prosperidad duradera: que nunca la iniquidad produjo grandeza de mucha duración.

Además nacía esta monarquía con vicios que la minaban desde su origen, y traía consigo creencias religiosas que, produciendo un completo antagonismo entre el pueblo vencedor y el vencido, los constituía en una constante lucha en el orden de las ideas, que había de producir un completo cambio de posición, toda vez que el triunfo no podía dejar de ser de la cultura sobre la barbarie, de la razón sobre la fuerza, y los españoles representaban la civilización del antiguo mundo, y los godos la barbarie en que apenas se vislumbraba la aspiración al moderno.

El pueblo, que aclamaba por Rey al que a la voz de: ¡Franja armai!{21} con más denuedo se arrojaba sobre el enemigo, y más [16] triunfos reportaba, no podía comprender las grandes ventajas de la monarquía hereditaria sobre la electiva; y en el copioso semillero de revueltas y trastornos que lleva consigo esta institución, porque da paso franco a todas las ambiciones, y porque las malas pasiones tienen con ella más expedito el camino de su satisfacción, encarnaba la monarquía visigoda un principio de descomposición que había de presentar no pocos obstáculos a su desarrollo y engrandecimiento.

Sin embargo, con caudillos tan sobrios y enérgicos como Teodorico, y reyes tan belicosos, afortunados y casi sabios como Eurico, llegaron los godos, a pesar de los defectos de su organización, a constituir la más poderosa monarquía que se fundó sobre las ruinas del imperio romano{22}. [17]

Orgullosos y ufanos con sus triunfos, quieren arrancar a los españoles el áncora de salvación, a que, asidos fuertemente, hablan de salir a puerto después de grandes borrascas. Los Reyes godos temen que la unidad religiosa de los vencidos ponga en riesgo su poder{23}, y no pudiendo destruirla por la persuasión y el halago, acuden al hierro para aniquilar a los católicos y al catolicismo. ¡Vana pretensión! La sangre corre a torrentes en tiempo de Eurico y Alarico II; pero esta sangre es semilla de cristianos, y no hace más que envenenar los odios de las dos razas, imposibilitando la unidad nacional, y acrisolar la fe de los españoles, que no decae aunque vea a sus pastores muertos o desterrados, y sus templos alimentando a los ganados de los godos con las yerbas que en ellos se criaban, como que estaban enteramente abandonados por el furor de la persecución{24}. De este modo pasa un siglo largísimo para los católicos de lucha más o menos fuerte, según que ocupan el trono reyes más o menos tolerantes; pero los católicos, que representaban la verdadera raza hispano-romana, la tan postergada y abatida por los godos, resisten, y con su resistencia protestan contra la tiránica opresión de los dominadores, y dan muestras de su rehabilitación, que llega hasta el punto de que en medio de tanta contrariedad ponen bajo su tutela la educación de los destinados al clero, que tanta influencia había de ejercer, como depositario que era del escaso saber de aquella época; haciéndolo con la prudencia y previsión que demuestran los Padres del segundo Concilio de Toledo, en que se establece a este propósito lo siguiente: «Respecto a los que la voluntad de sus padres destina al ministerio clerical desde sus primeros años, mandamos observar que, en cuanto se les corte el cabello o se los entregue al ministerio de los elegidos deben ser educados en la casa de la Iglesia por un superior, bajo la dirección del Obispo. [18] Mas, cumplidos los diez y ocho años, el Obispo, delante de todo el pueblo y clero, averigüe su voluntad acerca del matrimonio. Y si inspirándoles Dios la gracia de la castidad hacen profesión de ella, y prometen guardarla, estos, como que desean una vida más estrecha, sométanse al suavísimo yugo del Señor, y reciban el subdiaconado a los veinte años. Y si llegaran a los veinticinco en irreprensible o inofensiva vida, deben ser promovidos al diaconado si los halla el Obispo con ciencia para cumplir el cargo. Pero si al preguntarlos dijesen que desean casarse, no podemos quitarles la facultad que el Apóstol les concede; de modo que si al llegar a la edad perfecta dicen que renuncian a las obras de la carne, pueden aspirar a las sagradas órdenes.»{25}.

Este celo de los Obispos por la educación e instrucción del clero, y por sus buenas costumbres{26}, son una prueba evidente de que la raza vencida se va rehabilitando, y una garantía de su porvenir: y como Dios siempre depara medios para que se realicen las buenas causas, viene una nueva institución en apoyo de los católicos, que por medio de la instrucción y la fe, y por la constante lucha en el terreno de las ideas, habían de triunfar de los que por la fuerza los habían dominado.

El monacato, que representaba las altas aspiraciones de San Atanasio en la Tebáida, y San Gerónimo en el retiro de Betlheem, dirigido por los genios más esclarecidos de aquel tiempo, penetra en África por el impulso de San Agustín; en las Gálias, por el de San Casiano, a fines del siglo V, y por esta época o principios del siglo VI, creen muchos que tomó asiento en España con el instituto de San Antonio, planteado por San Atanasio{27}. Retirados a los monasterios que desde el siglo VI{28} se fundaron en nuestra patria, los hombres de ánimo apacible, lejos del estruendo de las armas, sin presenciar tantos horrores y exterminio como los tiempos traían consigo, libres de las ambiciones mundanales, y apoyados solo en la mansedumbre y caridad con que combatían contra la opresión y la barbarie, recogían y acumulaban con la paz y la piedad los restos de civilización que habían salvado del general naufragio, conservándola por el estudio de las letras [19] griegas y latinas, tan recomendado por los Padres de la Iglesia. Y aquella milicia del entendimiento, organizada por el ministro de Teodorico, Amalo, el gran Aurelio Casiodoro, a quien la Providencia parece haber colocado primero entre los ostrogodos para dulcificar sus rudos hábitos, santificando el estudio y el trabajo en armonía con la regla de Monte-Casino, que dio a la cristiandad Papas como Gregorio VI, justamente llamado el Magno, produjo en España sus naturales frutos, y los monasterios Dumiense, Máximo, Asaniense, Servitano, Agaliense, Victoriano, Cabanense, Antonino, y tantos otros, fueron poderosos centros de actividad, grandes focos de luz, cuyos rayos iluminaron y dieron vigor a los católicos españoles, que, reanimados y saliendo del abatimiento en que los había sumido la dominación visigoda, se preparaban a la victoria, hallando en el monacato auxiliares tan poderosos como Juan, abad dumiense; Eutropio, abad servitano; Juan de Biclara, y San Leandro, que en recompensa de su saber y virtudes subían a las Sillas de Dumio, Valencia, Gerona y Sevilla, sirviendo después de ejemplo a los Eladios, Eugenios e Ildefonsos.

Así la raza hispano-romana, tan postergada y envilecida, llega por fin a medir sus fuerzas con la arrogante visigoda, venciéndola en el terreno de la inteligencia. Tan sorprendente y trascendental cambio, al catolicismo era debido en su mayor parte: por eso los Obispos españoles aunaron sus fuerzas para robustecer la fe de sus hijos, y procurar el triunfo del catolicismo. Sus esfuerzos no fueron vanos, toda vez que venciendo la obstinada resistencia, y aun los rudos ataques del arrianismo, prepararon la gran revolución religiosa que había de cambiar completamente la fisonomía y tendencias de la monarquía visigoda, y sus relaciones con la raza hispano-romana.

A este fin iban encaminadas las tareas de los hermanos Justo, Nebridio, Justiniano y Elpidio en la provincia Tarraconense: las de Severo en la Bética, las del elocuente Apringio en la Lusitana, y en la Cartaginense las de Liciniano, que supo arrostrar la persecución y el destierro en que murió con la entereza y valor que le inspiraba la pureza de su fe. Estos esfuerzos, que no pueden recordarse sin gratitud, producen resultados que si inmediatamente ocasionan algunos males a los católicos, con el fervor religioso que los inspira, lo que aumenta su número, lo que se robustece su fe con los ejemplos de virtud y constancia que de ellos emanan, habían de ser a la larga, y en época no muy remota, fecundos para la causa de la nacionalidad y del catolicismo que simbolizaban.

Dominaba por esta época en España Leovigildo, uno de los más [20] grandes monarcas que tuvo el imperio godo, gran soldado, hábil político, de carácter enérgico, que había aniquilado a los suevos y enfrenado a los imperiales y francos, Rey afortunado que contaba sus victorias por las empresas acometidas; pero que si en las políticas y militares fue tan feliz, no así en las religiosas. Era fanático defensor del arrianismo, sobre el que quería asentar la unidad religiosa de la nación, ya que le había dado la unidad política. Con este fin, o por el temor que le inspirara el catolicismo, que veía propagarse más cada día, y elevarse y penetrar en regiones a que pareciera que nunca hubiera osado llegar, como que hasta en la misma familia real tenía denodados adalides, empieza por emplear con los católicos el soberano los halagos, el engaño de que tan buenos resultados había obtenido como político. Convoca un Concilio de obispos arrianos para Toledo en 580, y estos procuran encubrir con artificio el error de su secta, esperando introducir el desaliento y la discordia entre los católicos por medio de una fórmula capciosa bien dispuesta para alucinarlos. Pero de entre los que profesaban la fe del primer Concilio de Nicea, poquísimos fueron los que, cegados por el cebo de las riquezas y honores que Leovigildo les prometía, olvidaron sus juramentos y aceptaron el odioso dictado de apóstatas{29}. El mocarca, a quien cegaba el brillo de sus conquistas, pudo haber visto en este efímero triunfo los indicios de su derrota. Considerando que los obispos arrianos por lisonjearle habían adulterado en parte su creencia, y que para cohonestarla habían acudido al engaño, pudo comprender que aquel dogma no era verdadero ni sólido, ni podía llegar a dominar todos los corazones. El arrianismo quedaba moralmente vencido en esta lucha, como toda doctrina que se desnaturaliza hasta mendigar de su contraría fórmulas para encubrirse.

Los Obispos católicos apenas se repusieron de la primera impresión del amaño, protestan con nuevos bríos, y al ver Leovigildo frustrado su plan, e inútilmente derramados los tesoros que con mano pródiga dio a los apóstatas, trata de sostener por la fuerza lo acordado en el conciliábulo de Toledo. La situación del arrianismo era [21] desesperada; de nada habían servido el engaño, la sugestión ni el halago, sino para poner de manifiesto su futilidad y su impotencia. Y el esclarecido y afortunado guerrero, el hábil político y astuto negociador no quiere tolerar este desaire, y va a acudir a la última razón de los Reyes. Se va a empeñar en una lucha que ha de conmover los fundamentos mismos de aquella sociedad, en que chocaban contrarios elementos, opuestos intereses de las distintas razas que con distinta religión ocupaban la Península. Gentiles, arrianos, judíos y católicos presenciaban con pavor el tremendo cuadro que presentaban el fraude y la violencia, aspirando a apoderarse del dominio de las inteligencias.

En la terrible lucha que va a empeñarse entre el arrianismo y catolicismo, lucha sin transacción, a muerte, porque solo puede cesar por la extinción de una de las dos ideas, ya no va a ser sola la raza hispano-romana la que sostenga la idea católica, no van a ser los abyectos vencidos los únicos que la defiendan; la verdad se ha abierto paso por entre los mismos que quisieran verla desaparecer, y ha llegado hasta las gradas del trono, desde que se lanzaba la voz de esterminio contra ella. Y el impetuoso Leovigildo halla frente a su temeraria consigna la de Hermenegildo su hijo, que era «triunfo del catolicismo,» y Hermenegildo estaba asociado al trono y era su heredero. Es decir, que los católicos y el catolicismo, humillados y abatidos, desheredados de la participación en el gobierno de la nación y del desempeño de todo cargo honorífico, tienen ya una importantísima y alta significación en el Estado, como que los representa y patrocina el que debía regirle. Que no es de escasa importancia la posición que ocupan los católicos, como que revela que se han rehabilitado, lo demuestra el triunfo que han obtenido en el orden de las ideas, y la fuerza que representan, como que se atreven a disputar el campo a los orgullosos dominadores; y cuando Hermenegildo tremola el estandarte del catolicismo, agrúpanse en torno suyo los hispano-romanos, y las ciudades de la Bética dan señales y pruebas inequívocas de que sienten la nueva vida a que han nacido por aquella idea salvadora, y Sevilla y Córdoba se presentan con una energía tal, que en breve hace olvidar su pasado abatimiento. Pero aún no había sonado la hora del triunfo completo; aún tienen que luchar los defensores de la verdad, para que esta se depure y se acrisole su fe, quizá para que en el destierro se aumente el caudal de su ciencia y se robustezca su virtud; acaso para que con la sangre de los nuevos mártires renazcan como de fecunda semilla nuevos adalides de la gran idea que alimentaba y sostenía y había de salvar a la nación oprimida. Y si en [22] todos tiempos la sangre de los mártires fue semilla de cristianos, según la feliz expresión de Tertuliano, la que ahora va a derramarse tiene que ser mucho más fecunda, porque no es la de un oscuro y envilecido siervo, no la de algún ignorado e insignificante creyente; empieza por la de un príncipe a quien su mismo padre persigue por su firmeza en la fe católica más que por sus extravíos políticos: es la de San Hermenegildo, que por no querer abjurar su fe, aun después de prisionero, ni recibir sacramentos de mano del obispo arriano que le manda su padre, ve de orden de este al bárbaro Sisberto descargar el hacha sobre su cuello, que no se había doblegado a la sugestión ni al halago{30}.

Después de tan fiero golpe, claro es que el desalentado Leovigildo, con el ímpetu de la desesperación, hará sentir su enojo a todos los creyentes del símbolo de Nicea, y ven los católicos de España bajo un príncipe cristiano renovados los tiempos de Tiberio y Diocleciano, y lloran de nuevo a sus obispos encarcelados y proscritos, y a los más nobles ciudadanos perseguidos y despojados de sus bienes, que pasan a aumentar el fisco de su cruel perseguidor{31}. Pero así como los horrores de las persecuciones de los Emperadores gentiles prepararon los bonancibles tiempos de Constantino, así los del inflexible Leovigildo son una señal de que pronto van a lucir para España días como los que Constantino dio a la cristiandad. El arrianismo se revuelve con la rabiosa furia de la agonía, pero su inmunda baba no mancha la límpida fe de los españoles, que de su misma persecución sacan recursos para su definitivo triunfo. De ella salió desterrado a Constantinopla el gran Leandro, hijo de Severiano, natural de Cartagena{32}, el ilustre prelado [23] de Sevilla, la más clara lumbrera de la Iglesia en aquellos tiempos. El obispo consumado en la prudencia, templado y justo en las deliberaciones, piadoso con el pobre y el afligido, fuerte para con los soberbios, y acérrimo defensor del catolicismo: el hombre eminente que por tan relevantes prendas, que daban nuevo valor a su privilegiado talento, se había conciliado el respeto de todos y el afecto y consideración de amigos y enemigos; el maestro de San Fulgencio y San Isidoro, la personificación de la energía y vitalidad del catolicismo en aquel tiempo, es para Leovigildo un peligro, y le aborrece además porque ha prestado hospitalidad al que era como el brazo suyo en el orden religioso, al ínclito Hermenegildo, pidiendo para él auxilios en Constantinopla, a donde la furia de Leovigildo le obliga a volver.

Mas el ilustre proscrito lleva el laurel de la victoria que su rabioso enemigo, mal que le pese, le coloca sobre las sienes en fuerza de tanta injusticia. Leandro, hispano-romano de origen, y bizantino porque la provincia de Cartagena pertenecía a los bizantinos desde Atanagildo, que había recibido una esmerada educación literaria, con un alma nacida para lo grande y sublime, va a Constantinopla, cuando era esta el emporio de la civilización por la especie de renacimiento promovido por Justiniano, y el común asilo de los perseguidos católicos. Allí tuvo ocasión de admirar a San Cirilo y San Juan Climaco, y de penetrarse de los vivos resplandores de las doctrinas de San Basilio, San Juan Crisóstomo y San Gregorio Nacianceno. Este nuevo mundo que se abre a su poderosa inteligencia, exalta su robusto espíritu, que, libre de las zozobras de la persecución, se dedica al estudio y produce libros llenos de erudición sagrada, en los que tritura, por decirlo así, la herejía arriana, demostrando cuánto dista de sus errores la Iglesia católica{33}. Desde allí exhortaba y confortaba a los prelados católicos de España para que dieran cima feliz a la obra magna en que estaban empeñados, el triunfo del catolicismo.

No eran perdidos sus desvelos, ni vanas sus exhortaciones; los prelados españoles las recogen y están dispuestos a soportar toda clase de penalidades y martirios; y a los prelados auxilian los abades de los monasterios de mayor importancia. Entonces aparece un hombre de no escasa valía entre los godos, que le respetaban por su saber y por [24] pertenecer a su raza, y que, aleccionado con el ejemplo de San Leandro, va, como él, a robustecer su fe en el destierro, y a fecundar desde allí la causa de la verdad. Es Juan de Biclara, que cediendo a los rigores de Leovigildo va desterrado a Barcelona para ser el protector y amparo de los afligidos bajo la opresión del fanático arriano. Desde allí se retira a las vertientes del Pirineo, funda el monasterio que le dio nombre, y desde allí escribió sus crónicas, que tan útiles habían de ser para esclarecer la historia de aquellos tiempos, estimulando al ilustrado obispo de Zaragoza a que escribiera la historia de los godos{34}, proclamando por todas partes la verdad católica, exhortando y confortando a sus defensores.

Tales eran los resultados de la implacable persecución de Leovigildo: el principio católico se robustece, se aumenta el número de los creyentes, y salen de entre ellos verdaderos apóstoles a quienes no intimida la cólera de los tiranos, porque la verdad y el bien son mucho más poderosos que las potestades de la tierra, y esperan su triunfo de los auxilios que reciben de las celestiales mansiones de que han salido. Por eso triunfa el catolicismo de Leovigildo, que al querer extirparle le aumenta nuevos trofeos, y que, en medio de su inextinguible odio, llega acaso a ser penetrado de sus fulgores, y quizá le abraza y adora{35}. El arrianismo ha hecho su último y desesperado esfuerzo, y ha reportado de él la más desastrosa derrota; el triunfo del catolicismo es completo, y nada debe contenerlo ya en su gloriosa marcha. El mismo Leovigildo que tanto le aborrecía, parece, según la opinión más probable, que le abrazó{36}, encargando a su hijo Recaredo que hiciera lo mismo{37} y lo hiciera públicamente. Pero aunque no fuera así, aparece fuera de toda duda que esta idea ha adquirido un desarrollo y fuerza tal, que dominando todos los corazones viene a ser ya una necesidad social su adopción; y cuando una idea llega a hacerse social, pronto se la ve representada por una institución. Por eso, y porque el catolicismo era la ancha base en que sólidamente podía cimentarse la potestad real, porque era el depositario del saber y la virtud, porque en torno suyo [25] se agrupaba la parte inteligente de la nación, porque era la única idea capaz de dar unidad a las diferentes razas, sin la cual no era posible en manera alguna la prosperidad nacional, ni la paz interior, ni la consideración exterior; porque el pueblo en general veía con dolor a los obispos desterrados o perseguidos, y sus iglesias en la más lastimosa orfandad y humillante servidumbre, era indispensable que se modificara la opresora política de Leovigildo, que tan pocos resultados había dado en orden a la unidad nacional deseada por aquel Rey,

III.

Su hijo y sucesor, el apacible Recaredo, lo comprendió así, y tuvo la gloria de ver coronados del éxito más lisonjero sus altos deseos. Este príncipe aparece como el iris de paz y bienandanza para los católicos y sus justas aspiraciones. Bajo su reinado vuelven a ocupar sus Sillas los proscritos prelados españoles, y San Leandro y Masona son con Recaredo el genio tutelar y la esperanza de la nación. Dado el primer paso en el camino del bien, no era fácil contenerse, y el piadoso monarca que oía con veneración y sagrado respeto los sabios consejos de San Leandro, no quiere dejar incompleta su obra, y abjura el arrianismo, moviendo más por el consejo que por la fuerza, a que hicieran lo mismo los obispos arrianos que había convocado a la asamblea en que hizo la abjuración{38}. Ha sonado, pues la hora de la restauración para el catolicismo, de la reparación y rehabilitación para los hispano-romanos, que son sus verdaderos representantes. En vano la viuda de Leovigildo, capitaneando un escaso bando de descontentos y ambiciosos arrianos, pone asechanzas a la vida de Recaredo; esta leve resistencia es un aviso de que la obra no está consumada, y una advertencia de que los godos podrían volver a caer en el error que tan dócilmente abrazaron en tiempo de Valente, y por consiguiente que aún era posible la renovación de las persecuciones de Leovigildo.

No pasó desapercibido este peligro para el bondadoso Recaredo ni el sabio San Leandro, cuyos consejos de tanto peso eran en el ánimo del piadoso monarca, y deseoso este de precaverle y establecer sobre indestructible fundamento la unidad de la Iglesia que simbolizaba la [26] unidad nacional, con un pensamiento tan profundamente político, como sinceramente piadoso, el nuevo Constantino de España convoca para Toledo una augusta asamblea de prelados españoles, así convertidos como católicos, a cuya sabiduría encomienda el afianzamiento de la paz y quietud de sus dominios. Magnífico espectáculo iba a presenciar la imperial Toledo: grande, porque de gran valía eran los personajes que en él tomaban parte; sublime y admirable, porque representaba el triunfo de la verdad y del bien, la poderosa fuerza de las ideas, y era el símbolo de la nacionalidad española. Tal era la significación de los sesenta y dos obispos que ocupaban la basílica de Santa Leocadia en los primeros días de mayo de 589; a quienes acompañaban cinco metropolitanos, entre los que se contaba San Leandro, alma y lumbrera de aquel Concilio, a que asistieron también no pocos próceres y magnates de los visigodos. Difícilmente los españoles, representados en esta venerable asamblea por los obispos, pudieran en su entusiasmo imaginarse que llegaría un día en que los soberbios dominadores se postraran de hinojos y les demandaran una fórmula que significara la identidad de creencias y aspiraciones de ambas razas, y que envolviera el principio de la igualdad de derechos entre vencidos y vencedores, apagara los inveterados odios para sustituir a ellos una cordial fraternidad. Sin embargo, ese día ha llegado, que no otra cosa representa Recaredo inaugurando un Concilio de obispos católicos españoles, y después de exhortarlos a que imploren los auxilios del cielo por medio de la oración y el ayuno, presentando su profesión de fe en armonía con la de los Concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, y cual si esto no bastara, ratificándola después y firmándola, estimulando a hacer otro tanto a la reina Bada, su esposa, a los próceres y prelados españoles.

Tan extraordinario resultado proclama muy alto el más glorioso triunfo de la idea católica, que resplandecía con tanto más fulgor, cuanto era como faro y puerto de salvación a que se acogió la civilización en la borrascosa y nebulosa marejada de la edad media.

La elocuencia de San Leandro, a que en su mayor parte fue debido tan brillante resultado, celebró, como era natural en tan solemnes momentos, la universal alegría con que grandes y pequeños, el humillado pueblo y los soberbios y orgullosos magnates, condes, duques y nobleza de todo género, y los antes perseguidos obispos, prelados, abades y vicarios veían la nueva era que iba a empezar para la causa de la grandeza y civilización española. El ilustre metropolitano de Sevilla, embriagado de santo placer al ver cómo concurrían en un solo [27] pensamiento los pueblos de diferentes razas, lenguas, climas y costumbres, y se daban un ósculo de paz los que tan encarnizadamente se odiaban y perseguían, considerando que a la Iglesia y sus salvadoras doctrinas se debía tan admirable resultado, exclama lleno de sagrado entusiasmo: «Alégrate y regocíjate, pues, Iglesia de Dios: gózate y levántate, cuerpo único de Cristo: vístete de fortaleza y salta de contento, porque tus tristezas se han trocado en placeres; el vestido de dolor se ha trocado en traje de alegría. He aquí que, olvidada de repente de tu esterilidad y pobreza, en un solo punto diste a tu Cristo innumerables pueblos. Aprovéchate en verdad de tus laboriosos afanes y cicatriza tus heridas; tal es, en suma, tu reposo, cuyo imperio has de gobernar, que si consiente que seas depredada en lo más leve, le devolverá duplicada tu presa y te conquistará tus enemigos. Así, pues, el agrícola, así el pescador, mientras espera las futuras ganancias, no imputa los daños a las cosas que siembra, ni a las empresas que en adelante acomete. No llores ya ni te vistas de luto por los que viste separarse de ti temporalmente, los cuales miras volver a ti con grandes ganancias.»

«Levántate, pues, fortificada en la fe y en el merecimiento de tu Cabeza. Sé tú misma fe robusta; pues en los dones que hoy recoges ves realizadas las promesas en otro tiempo repetidas. Dice en el Evangelio la misma Verdad: Convenía a Cristo morir por la gente. Y no solo por la gente, sino también porque los hijos de Dios que andaban dispersos, fuesen congregados en uno. Y tú lo proclamas realmente en los salmos, dando paz a los que te odian, y diciendo: Magnificad al Señor conmigo, y exaltemos su nombre en uno. Y añades: Congregando los pueblos y los reinos en uno para que sirvan al Señor. ¡Cuan dulce es la caridad, cuan deleitable la unidad, no ignorando por los vaticinios de los profetas, por los oráculos del Evangelio, por las enseñanzas de los apóstoles, que no otra cosa predicas, sino el enlace de las gentes, ni siembras otra cosa más, sino los bienes de la paz y la caridad entre los hombres!...»

«Alégrate en el Señor, pues que no fuiste defraudada en tu deseo: porque a los que habías concebido en tanto tiempo con lágrimas y en medio de continua oración, ahora tras el hielo y crudo invierno, tras la dureza del frío, tras la aspereza de las nieves, como el encanto y fruto de los campos, como las gayas flores de primavera, o los rientes pámpanos de las vides en sus tiernos vástagos, los diste a luz de improviso.»

«Ea, pues, ¡oh hermanos!.... Sublimémonos con toda caridad en [28] el Señor, y regocijémonos en Dios, salud nuestra. Creamos por las cosas ya consumadas, que son verdaderas y se han de cumplir aquellas que se esperan todavía; aquellas que fueron anunciadas por el Señor, diciendo: Otras ovejas tengo que no son de este redil, y me conviene juntarlas para que haya un solo rebaño y un solo pastor. Consideremos que fueron ya colmadas; por lo cual no dudemos que todo el mundo pueda creer en Cristo y abrazar una sola fe, según en el mismo Evangelio aprendimos: Y será predicado este Evangelio en todo el universo, para testimonio de todas las gentes, y entonces vendrá la consumación de los tiempos.»

«Si queda, pues, alguna parte del mundo o alguna gente bárbara no iluminada por la fe de Cristo, no dudemos que al cabo ha de creer y venir a una sola Iglesia, si tenemos por verdaderas las palabras de Dios. Ya, pues, ¡oh hermanos! ha recobrado la bondad el puesto que la malignidad le tenía usurpado, y al error ha sustituido la verdad, para que, si la soberbia tenía separadas las gentes con la diversidad de las lenguas, las junte y llame otra vez la caridad a un solo gremio de hermandad, y así como es el Señor único posesor del mundo, de igual modo para que su posesión sea un solo pensamiento y un solo corazón: Ven a mí, dice, y te daré la gente por herencia, y para tu posesión los confines del mundo. Por esta causa se propagó el género humano de un solo hombre, para que los quede uno solo procedieran, tuviesen un solo consejo y buscasen la unidad y la amasen{39}.

El júbilo de San Leandro ni era infundado ni desmentido, porque el solemne acto a que asistía, aquella transformación religiosa, era el principio y base del cambio que había de experimentar la política de los reyes visigodos, y la puerta del ancho campo que se abría a la civilización española. El catolicismo, como principio, y el monacato como medio, habían sido los más poderosos elementos que habían contribuido a tan feliz resultado, y debían reportar de ello sus ventajas, asegurando en la raza hispano-romana el fruto de la ciencia y doctrina católica que los obispos y los monjes habían acumulado en medio de las tribulaciones por que hubieron de pasar mientras duró el conflicto. Por eso el sabio metropolitano de Sevilla, pasada la primera emoción con que comunicaba a Gregorio el Grande la fausta nueva de la conversión de los godos, volvía a la Bética a fecundar la semilla que había derramado al fundar las escuelas de educación para el [29] clero, conforme a los antiguos Cánones{40}. El docto prelado, que con tanto afán había combatido contra el arrianismo, y que tantos auxilios había prestado a los hispano-romanos con su palabra, obtenido el triunfo y rehabilitada aquella raza, dirige sus esfuerzos a ver de atraer al terreno de las ciencias y las letras a la más selecta juventud visigoda; en la seguridad de que si al ejemplo se añadían la ciencia y la virtud, no faltarían quienes descaran imitar a Hermenegildo y Recaredo. No era vana su esperanza. Sisebuto, Bulgarano, Chindasvinto, y tantos otros magnates visigodos que ocupan el trono, o ilustran con sus hechos y sus escritos la época visigoda, colman sus deseos, y demuestran su alta penetración. De Claudio, uno de los duques más poderosos de la Bética, del Oficio Palatino de Recaredo, decía San Isidoro: «Acuérdate de nuestro común doctor Leandro, e imita con todas tus fuerzas su fe y su doctrina{41}.» Esto prueba bien cuánta influencia ejercía en la vida social de los visigodos el poderoso ascendiente alcanzado por el representante de la raza hispano-romana, el sabio hermano y maestro de Fulgencio, Isidoro y Florentina, y la gran transformación verificada en aquella sociedad.

Se había dado el paso más importante en orden a la unidad nacional tan deseada; pero no podía llegarse a ella de repente, y como de un golpe, y no se obtuvo aun por la adopción del catolicismo la fusión entre ambas razas, como algunos con mejor buen deseo que sana crítica han asegurado; la existencia de la servidumbre de que nos dan claro testimonio los subsiguientes Concilios de Toledo{42}, y que recaía únicamente sobre los hispano-romanos; la forma expoliatoria dada por los godos a la propiedad, que se conserva en lodo vigor, como lo demuestra la ley de Sisenando que dejamos citada; la distinta legislación representada por el Código de Eurico y el Breviario de Aniano, o Código de Alarico; la prohibición y alejamiento de los [30] hispano-romanos de los cargos públicos, y especialmente de los políticos, porque jamás un hispano-romano se hubiera atrevido a sentarse en el trono de los Reyes visigodos, ni hubieran consentido estos nunca que le ocupara un romano, que así, y como por desprecio, llamaban a los españoles; la bárbara ley de raza, que ni de hecho ni de derecho se había abolido, pues por más que se empeñan la mayor parte de los historiadores en demostrar que Leovigildo la abolió de hecho casándose con una española y católica, nosotros, con el P. Flórez, creemos que tanto menos fundamento tiene la noticia, porque la primera mujer de Leovigildo fue Rinchide, hija de Fredegunda y Chilperico{43}, y San Leandro no tuvo la tal hermana Teodosia, con quien se supuso casado a Leovigildo; por todas estas razones, no fue bastante la adopción del catolicismo para verificar la fusión de las dos razas, que solo con el tiempo, y de una manera incompleta, había de realizarse.

Era, sin embargo, un gran paso hacia la unidad nacional; porque, apagados por ella los odios religiosos, las dos razas podían acercarse más, haciendo ya imposible la ley que prohibía su reunión, que en breve había de ser abolida. Además inaugura una nueva era política en que los Reyes, perdiendo algo de su absoluta autoridad, someten a los Concilios la deliberación de cuestiones políticas de alta importancia, y desde este momento la raza española, alejada de la política y la gobernación del Estado, va, por medio de los Obispos, a tomar una parte importantísima en ella, a los que vemos desde Recaredo ungiendo a los Reyes con el óleo santo, para dar mayor respeto e inviolabilidad a sus personas; pero recibiendo en cambio la facultad de reformar el derecho de elección a la corona, y de sancionar las leyes políticas, como aparece de las actas de varios Concilios, y de los tomos regios que en los mismos presentaban los Reyes. Así, pues, la elección de príncipes hecha hasta ahora tumultuariamente por el más osado, por los jefes militares, o por el que más partido tenía entre la nobleza y el ejército, sufre una saludable modificación que atenúa en parte sus defectos, evitando en lo posible los regicidios y asesinatos, que tantas veces habían ensangrentado las gradas del trono, y que aún las habían de ensangrentar, si bien con menos frecuencia. Al propio tiempo los Reyes tenían templada su autoridad por la de los Obispos y los Concilios, en que se establecían las reglas a que se habían de atener para gobernar a los pueblos, advirtiéndoles que su potestad [31] no era absoluta, ni eran Reyes sino en cuanto obraban como tales, es decir, en cuanto practicaban las leyes en orden al bien, como se había establecido en el Concilio VII de Toledo, en que se asienta esta severa doctrina: «Doncas faciendo derecho el Rey debe haber nombre de Rey: Onde los antiguos dicen tal proverbio: Rey serás, si derecho feceres, é se non feceres derecho non serás Rey{44}.» Verdad que cuando disponían de fuerza suficiente los Reyes, solían pasar por encima de este consejo; pero siempre será cierto que existía, y no pocas veces enfrenaba la soberbia de los príncipes. No es menos notable lo que acerca de la elección de los mismos ordena el IV Concilio de Toledo, en que los Padres sientan esta doctrina, que luego pasó como ley al Fuero Juzgo: «Nos debemos raigar e toller la cobdiza que es raiz de todo mal: el avaricia que es servidumbre de los ídolos: é toller la de los curazones de los homes que son membros de Christo el que es é fó Cabeza dellos. Doncas establescemos que daqui adelantre los Res deben ser esligidos o en a Cidat de Roma, o en aquel logar o (donde) morir el otro Rey; é debe ser esligido con conseyo de los Obispos é de los Ricos homes de la Corte o del Pueblo, é non debe ser esligido de fuera de la Cibdade, nen de conseyo de pocos nen de vilanos de Pueblo; é los principes deben ser de la Fe Christiana{45}.» Continuando los consejos respecto a la mansedumbre y piedad de que deben estar adornados, el buen juicio que deben tener, y varias advertencias acerca de su peculio como particulares y como príncipes.

Esto, con la infinidad de leyes promulgadas en los Concilios, de lo que están llenas todas las colecciones, y el Fuero Juzgo lo acredita, demuestra la gran importancia política y social de estas juntas, y la transformación que había experimentado la organización política de los visigodos, que por precisión hubo de hacerse esencialmente teocrática desde que el piadoso Recaredo sometió al tercer Concilio de Toledo su Tomo régio. Nosotros no diremos hasta qué punto fuera ventajosa esta inmisión de la Iglesia en la política con relación al imperio visigodo; pero sí diremos que fue necesaria e inevitable, dado que en la Iglesia estaba concentrado el saber y la virtud, y que en aquellos tiempos de tanta piedad, los príncipes y el pueblo no podían menos de ser deferentes con ella. Por este medio, y sentándose a discutir puntos en los Concilios godos y españoles, desapareció el odio que separaba a vencedores y vencidos, y las dos razas unidas por la religión, tendían naturalmente a intimarse por la política y el derecho, intimidad que [32] nunca se hubiera verificado sin la saludable influencia ejercida por la Iglesia.

Pero no era posible esta íntima y deseada unión, mientras las dos razas tuvieran distinta legislación y estuviera prohibido mezclarse por los matrimonios, absurda doctrina, inconcebible, desde que los dos pueblos unidos por la fe se llamaban hermanos en Jesucristo. Por eso, y cediendo a lo imperioso que se hacia reformar en esta parte la legislación, Recaredo quiso igualar a todos sus súbditos en derechos, y si no abolió el Breviario de Aniano, publicó muchas leyes que mandó fuesen obligatorias para ambas razas sin distinción{46}, echando de este modo los cimientos de la unidad legislativa fundada en la religiosa, asentando los dos principios sobre que habían de girar la sociedad y civilización modernas. De este modo empezó la fusión entre ambas razas, y las costumbres góticas perdieron también su primitivo carácter, tomando una marcada tendencia a la imitación de las hispano-romanas, manifestándose así en los títulos de Flavios y Augustos que toman los Reyes a imitación de los Emperadores Bizantinos, como en los que adoptaron muchos de los magnates visigodos. Contribuía poderosamente a excitar este espíritu, y con él la asimilación de las dos razas, la inmensa influencia ejercida por el discípulo y hermano de San Leandro, y como él, obispo de Sevilla. San Isidoro, aquel portentoso talento que abrazó todos los ramos del saber humano, la lumbrera del mundo que tanto brillo y lustre dio a la monarquía visigoda, a quien el Concilio VIII de Toledo llamó Doctor escelente, la gloria de la Iglesia católica, el hombre más sabio que se hubiese conocido para iluminar los últimos siglos y cuyo nombre no debe pronunciarse sino con mucho respeto; el autor de la Crónica é Historia de los godos; de los Comentarios sobre la Escritura Sagrada; de los tres libros de Sentencias; de los Oficios eclesiásticos; de los Orígenes y las Etimologías que con razón puede llamarse Enciclopedia del siglo VII. Este hombre, por tantos títulos admirable, arrastraba en pos del amor a las ciencias, a que tanto impulso había dado, no solo a los españoles, si que también a los magnates y Reyes visigodos, que sintieron el deseo de participar de la ilustración que anidaba en el seno de la Iglesia y del sacerdocio, contribuyendo así al saludable cambio iniciado por el Concilio III de Toledo, preparando no poco la unidad social y [33] amansando la ferocidad de los visigodos, en lo que consistía el principal lauro de los obispos, y la mayor gloria de la idea católica.

Digno de estudio y consideración es por más de un concepto el espectáculo que presentaba la raza visigoda. Aquellos fieros guerreros y orgullosos magnates, que un siglo antes despreciaban la ilustración de los españoles y tenían a deshonra todo enlace y comunicación con el pueblo a que por escarnio llamaban romano, acuden ahora con veneración y respeto a participar de aquella misma ilustración que San Isidoro había recogido en su admirable libro de los Orígenes.

IV.

A tal llega esta influencia, y tanta es la consideración que los españoles llegaron por la virtud y el saber a merecer a los visigodos, que deseosos estos de que desapareciera toda diferencia entre ambos pueblos, y apreciando en lo que valían a los antes humillados y vencidos, rompen la mayor traba que se oponía a su sincera reconciliación, y en desagravio de las injustas pasadas humillaciones ofrecen a los españoles sus hijas para esposas, pidiendo las de estos en igual concepto a Recesvinto cupo la gloria de echar los cimientos para la constitución de una gran familia compuesta de ambos pueblos, para lo que promulgó la ley 1ª del libro III del Fuero Juzgo, que dice: «El «coidado de los príncipes es estonce comprido, quando elos piensan del provecho del pueblo, nin elos non se deben poco alegrar quando la sentenza de la ley antigua es quebrantada, la qual quiere departir el casamiento de las personas que son iguales por dignidad, é por linaje. E por esto tolemos nos la ley antigua, é ponemos otra mejor é eslablcscemos por esta Ley (que ha de valer siempre) que la moyer romana pode casar con home godo: é la moyer goda pode casar con home romano: é todavía que se demanden antes como deben, é que el home libre pode casar con a moyer libre, qualquier que sea convenible é por conseyo é por otorgamiento de sos parientes.»

La suma trascendencia de esta ley se comprende fácilmente: aspira a intimar las dos razas, de modo que no haya entre ellas línea divisoria, toda vez que unidas por los matrimonios parece que deben tener comunes intereses y mutuas aspiraciones. Por este medio quería Recesvinto poner cima a la grande obra de la fusión empezada por Recaredo. El medio no podía ser más conducente, si aquella hubiera [34] sido posible, sin otras alteraciones que no podían hacerse en la organizacion visigoda. a no dudar que si a esta ley hubiera acompañado o seguido otra por la que los españoles hubieran sido igualados en derechos con los godos, si se hubiera mejorado el miserable estado a que habían venido aquellos por la avaricia de los dominadores, entonces sí que la unión hubiera sido sincera e indisoluble; pero los godos no habían cambiado radicalmente su organización, ni habían modificado la expoliación con que se enriquecieron al posesionarse de la nación, sumiendo en la miseria a sus moradores, que continuaban alejados de los cargos públicos, especialmente de los políticos, viéndose en la dura necesidad de declararse a sí mismos inhábiles para ellos, por más que toman una gran parte en la gobernación del Estado por medio de los Concilios. Esto no obstante, los mismos Concilios en que tanta representación tenía la raza hispano-romana desde el IV en adelante, repiten esta prohibición obligados por la fuerza imperiosa de las circunstancias. Es notable lo que a este propósito establece el IV al final de su Canon XVII, donde, después de condenar la tiranía y la usurpación que tantos males había causado a la monarquía visigoda, dicen los Padres: «Mas muerto el Rey, nadie trate de apoderarse del reino por tiránica presunción, nadie que al recibir hábito religioso haya sido privado del cabello, o ignominiosamente decalvado, o sea de origen servil o de nación extraña, sino que únicamente pueda ser elevado al trono hombre de origen godo y digno por sus costumbres.» Teniendo en cuenta que la mayor parte de los obispos que suscriben este Concilio eran españoles, se comprende fácilmente que la raza española, no obstante el triunfo que moralmente había alcanzado, y a pesar de identificada en creencias religiosas con la visigoda, en el orden político yacía en la mas deplorable abyección, dada la cual, no era posible la fusión por solo la ley de razas, que promulgada cuando aún no estaba preparado el terreno, o quizá demasiado tarde, reflejaba tan solo un noble deseo por parte de Recesvinto, y ponía de manifiesto el cambio de opinión verificado en los godos respecto a los españoles, cambio tanto más digno de atención, cuanto que era debido a solos los esfuerzos de la inteligencia.

La civilización obtenía el más completo y decisivo triunfo, toda vez que hasta los mismos visigodos se someten a ella, acatando y practicando lo que el profundo saber del episcopado católico les aconsejaba, y aspirando a recabar para sí alguna parte de aquella gloria por el cultivo de las ciencias que la daban. Pero el pueblo, cuya grandeza estaba fundada en el valor personal, porque tan temible se había [35] hecho y tanto había ensanchado su dominación, aquella monarquía compuesta de tan desacordes elementos, que solo podían estar unidos mientras sobre ellos estuviera levantada la poderosa espada de los fieros guerreros visigodos, al deponer sus hábitos belicosos y cambiar el ensangrentado laurel de las batallas por la apacible yedra del saber, debilitaba en sus cimientos su temido imperio, y caminaba a una ruina inevitable.

Raro espectáculo presentaba España en esta época: ocupábanla dos pueblos, de los que el uno tenía únicamente el dominio de la inteligencia sin disponer de fuerza para realizarle: el otro, que siempre había tenido el de la fuerza, desprestigiado al rendirse a la cultura ajena, pierde parte de aquella, y no puede sostener su soberanía. En tal estado, y puesto que la fusión no era posible por las leyes, una sola institución hubiera podido evitar que ambas razas acabaran de debilitarse, y aplicada a tiempo hubiera prevenido su disolución. Indudablemente que si se hubiera adoptado la monarquía hereditaria, las dos razas no hubieran malgastado tan inútilmente sus fuerzas en las continuas luchas que la elección traía consigo. Los Reyes visigodos no hubieran tenido que humillarse tanto ante el episcopado que algunos más parecieran obispos que Reyes, como sucede a Chintila{47}, ni el episcopado en recompensa hubiera tenido que incurrir en la contradicción de tener que disculpar y aprobar en los Reyes vencedores lo mismo que condenaba y anatematizaba en los vencidos; y los que tan enérgicamente habían condenado la usurpación en el IV Concilio de Toledo y fulminado tan terribles penas contra los usurpadores{48}, no presentaran el lamentable espectáculo de ungir con el óleo santo al infame usurpador Ervigio, que privó a la monarquía visigoda del Rey más enérgico, más sabio y más justo que había tenido, del hombre que con mano fuerte así contuvo las demasías de los que con el conde Paulo perturbaban la paz interior, como de los osados sarracenos, que, anticipándose, y como presintiendo que estaban llamados a destruir aquel mal avenido imperio, hallaron en Wamba el castigo de los que se impacientaban por adelantar los sucesos; del hombre que había sabido excitar el espíritu militar de los godos, con solo el cual podía sostenerse aquella desorganizada monarquía. Pues este hombre tan ejemplar, que solo por la fuerza admitió el trono, bajó de él porque el miserable Ervigio, [36] haciéndole caer por medio de un narcótico en un profundo letargo, le corló el cabello, y le vistió el hábito de monje, y los obispos del Concilio IV de Toledo hubieron de declarar legítima su elección, conminando con excomunión a los que no le reconociesen. Los Concilios toledanos están, es verdad, llenos de Cánones en que con mucha y merecida energía se prohíben la usurpación y la tiranía{49}; pero en sus actas se hallan estas sancionadas casi tantas veces como prohibidas: porque de ordinario los usurpadores lo primero que hacían era reunir un Concilio para legitimar su elevación, y los Padres, no pudiéndose negar a sus exigencias, las sancionaban, y como en desagravio de su conciencia establecían nuevas penas contra los que en adelante cometieran el mismo delito{50}.

¿Qué transformación había sufrido el clero quede este modo olvida los ejemplos de San Leandro, Masona, Juan de Biclara, y tantos como sufrieron las persecuciones y el destierro por no acceder a las tiránicas exigencias de los Reyes? Indudablemente que su organización ha sufrido un cambio que le imposibilita de seguir tan egregios ejemplos. Mientras duró el largo período en que el arrianismo infestaba a la Iglesia, el clero católico, desdeñado y vilipendiado por la raza visigoda, era exclusivamente latino, hijo e intérprete de la raza hispano-romana, que armada con la elocuencia, la ciencia y la virtud, con la fe y la caridad, pugnaba por salvar la antigua civilización modificada por el cristianismo; con la lucha acrisolaba sus creencias y robustecía su espíritu; el alejamiento de la política y los intereses mundanales, le preservaba de la inmoralidad y corrupción que aquellos envuelven de ordinario; su fin era el triunfo del catolicismo y de la civilización, por cuyo medio se rehabilitara la raza hispano-romana que representaba, en cuyo santo propósito era poderosamente auxiliado por el monacato. Pero cuando la adopción del símbolo de Nicea abrió la puerta del sacerdocio católico a los visigodos, viendo estos en él un camino de medro por la justa influencia que ejercía, ambicionaron las dignidades eclesiásticas a que más que el celo por la religión los atraía el mayor influjo que desde ellas ejercerían en la corte de los Reyes por su representación en los Concilios, y cuando los Reyes, despreciando la virtud y la ciencia, colocaban en las sillas episcopales a hombres de [37] su raza, de quienes esperaban seguro patrocinio de sus iniquidades, convirtieron las que habían sido cátedras de moralidad y virtud en puestos políticos y mundanales, ambicionados por los magnates visigodos, y la Iglesia tuvo que llorar el ver ocupadas estas sillas por hombres como Sisberto, a quien el Concilio XVI de Toledo hubo de condenar por profanar las reliquias de los Santos y atentar contra la vida del Rey, y a obispos como Sinderedo y Don Oppas, ciegos instrumentos de Witiza y sus traidores hijos.

Creciendo progresivamente el número de godos que entraban en el sacerdocio católico{51}, con sus ambiciones y su corrupción política y moral, con su espíritu de bandería y de intrigas cortesanas, el sacerdocio llegó a inficionarse de estos males, y el que había dulcificado la barbarie y rudeza visigoda, viose contagiado por ella a fines del siglo VII hasta el punto que solo es creíble, leyendo los Cánones de los Concilios en que se condenan sus prevaricaciones, su desprecio de las cosas santas, su ambición, su incontinencia{52}. Aquellos magnates [38] visigodos que habían abandonado la espada de sus antepasados para, a la sombra de la mitra, lograr sus indignos deseos en las tramas y conjuraciones palaciegas, despreciando los modelos de virtud que la raza hispano-romana les presentaba en San Leandro, San Isidoro, San Braulio, San Ildefonso y San Eugenio, desnaturalizaban el sacerdocio católico, arrastrándole por la senda de postración y envilecimiento en que iban cayendo aquella sociedad y aquella monarquía. El benéfico impulso dado por San Leandro, y el renacimiento iniciado por San Isidoro y sus discípulos salvaron a la nación y a la Iglesia de nuevos conflictos, mientras el clero le interpretó fielmente, y los Reyes y magnates visigodos le patrocinaron con sinceridad; pero cambiando el espíritu de la nación por la fatal influencia de los godos en el sacerdocio y el Estado; desnaturalizadas las ideas y desenfrenadas las pasiones, la anarquía, que era consiguiente, agostó en flor el hermoso fruto que debió producir la preciosa semilla arrojada por los hispano-romanos en la larga lucha para su restauración.

En tal estado de desorganización, aquella sociedad, debilitada en el orden político, porque en su afán por llegar a la unidad se olvida y rechaza el principal medio de conseguirla{53}, debilitada y enflaquecida por las numerosas y encontradas banderías ocasionadas por la igualdad de derechos a ser elegidos todos los magnates godos, mal organizada en la familia, porque la raza hispano-romana, que constituía la parte mayor de la nación, y la más inteligente, humillada por los poderosos visigodos, alejada y sin participación activa en el gobierno del Estado, perdido el amparo del clero, perdía toda esperanza de engrandecimiento, y acostumbrada a la miseria, yacía sumida en la más lastimosa postración: careciendo así los godos de la cohesión y fuerza que una íntima unión con ella les hubiera dado, con aquella [39] nobleza que, olvidada de la severa austeridad y sufrimiento de sus antepasados, buscaba en el suicidio el remedio del más leve contratiempo{54}; la sociedad, que con tales elementos contaba, y a ellos agregaba la liviandad y enmuellecimiento de sus Reyes y príncipes, no estaba bien preparada para sostener el rudo ataque con que ya más de una vez la habían amenazado los sarracenos, que con ánimo más varonil, con más fe en el porvenir, y más entusiasmo por sus creencias, parecen ser los ejecutores de la divina Justicia que había decretado la destrucción de aquel pueblo, que, sumido en sus prevaricaciones y afrentosos vicios, buscaba en el suicidio el remedio de sus males.

En vano, llegado el supremo trance del combate en que junto a Jerez de la Frontera se jugaba el futuro porvenir de la nación godo-hispana, recuerdan los godos su antiguo valor, y pelean como pudo hacerlo Atila en los Campos Cataláunicos; había llegado su última hora, y si en ella no los abandonó el valor, perdiólos la inmoralidad, hija de sus propios vicios. Don Oppas y los vengativos hijos de Witiza, pasándose al enemigo en el momento más solemne del combate, dieron la última muestra de la degeneración moral a que había llegado su raza, y por satisfacer su insaciable ambición, su odio inextinguible a D. Rodrigo, echaron sobre ella la pesada coyunda musulmana que no habían de sacudir jamás. Así concluyó en 711 la monarquía visigoda, fundada por Ataulfo en 411, y que elevó a monarquía independiente Eurico en 469.

V.

Epílogo.

Tal es la historia de la dominación goda en España trazada a grandes rasgos, y solo con relación a los hechos que más influencia ejercieron en la ulterior organización y manera de ser de nuestra nación. En [40] atención a estos, ¿podremos decir que la dominación goda, si no fue un verdadero retroceso, fue un paréntesis en la historia de nuestra nación, como lo fue toda la Edad Media para la humanidad, según la apasionada crítica de muchos de los autores del Renacimiento? Los hechos que llevamos referidos nos autorizan para negar tan temeraria proposición, y nos confirman en las ideas que emitimos al empezar este discurso, a saber: que los godos, sin tener ningún determinado sistema político ni social, en el espíritu de libertad e independencia que traían, en la alta idea que tenían de la personalidad, en su espíritu de fraccionamiento y división, en su régimen monárquico, y en sus juntas y banquetes, encarnaban los fundamentales principios sobre que había de girar la edad moderna, perfeccionando y mejorando el impulso y desarrollo que ellos les dieron. Bajo este aspecto apenas ha desenvuelto la España moderna ningún principio que no iniciaran los godos. Porque, a la verdad, si la España actual se gloria con el dictado de nación, y nación independiente, en que funda su principal título de consideración, ¿quién proclamó por primera vez esta idea en nuestra nación, sino el pueblo visigodo? Antes de él, fenicios, griegos, cartagineses y romanos, ocuparon la Península Ibérica y la dominaron más o menos, como punto de comercio unos, como posición estratégica otros, como país de que extraer grandes riquezas todos; pero ninguno de estos pueblos pensó jamás en hacer de España una nación fuerte e independiente; muy al contrario, estaba en sus intereses no dejarla ni aun concebir esta idea, con la que era incompatible su logrera dominación. La palabra nacionalidad española es por primera vez pronunciada por Ataulfo y llevada a cabo por Eurico, en cuyo tiempo España salió del catálogo de las provincias romanas. Dada la idea de nacionalidad, las dos principales bases en que se asienta el magnífico edificio de la civilización moderna, y en especial la española, son la unidad política representada por la monarquía hereditaria, y la unidad religiosa simbolizada en el catolicismo como única religión del Estado. ¿Y de quién sino de los godos tomó la España estos dos grandes principios? Precisamente toda la dominación goda está resumida en ellos, que fueron su principal aspiración. En vano se buscaría la idea monárquica hasta que la importó Ataulfo a nuestro suelo, y Eurico y Leovigildo la elevaron a la grandeza y esplendor que revelan las descripciones de Sidonio Apolinar{55} y los cronistas contemporáneos de aquellos Reyes. Los atributos del poder real, que tan bien se representan por el [41] trono, el cetro, el manto y la corona, antes que en la cabeza de nuestros Reyes, los vieron nuestros antepasados en la de Leovigildo, que fue el primer Rey de España que se presentó en una asamblea pública adornado con ellos; el mismo que sentado en un magnífico solio recibía en audiencia a los magnates, los obispos, y el pueblo{56}. Verdad que no logró esta institución su perfeccionamiento en la idea hereditaria, que contrastaba con los hábitos de elección e igualdad que de sus bosques importaron los godos a España; pero no les fue desconocida esta idea, y en la asociación al trono que de alguno de sus hijos o parientes solían hacer los monarcas reinantes, de lo que dan claro testimonio Leovigildo, Recaredo, Suintila y tantos otros, revelan su tendencia a esta institución, conforme con las prácticas antiguas de los godos, de que hace mención Juan Magno en su Historia de Reg. Gothor. et Suevor., por la que se ve que la elección recae casi siempre en algún hijo o pariente del monarca anterior, especialmente si este había sido del agrado del pueblo.

Si tal es el origen de la unidad política de España, el mismo, y no otro, es el de la religiosa. Si nuestra nación se envanece de ser católica por excelencia, si a la sombra de esta idea salvadora se cobijó durante la dominación árabe, si el catolicismo le inspiró el santo entusiasmo que le dio fuerzas para luchar por espacio de ocho siglos, hasta colocar el estandarte de la Cruz en los altos minaretes de Granada, donde por tanto tiempo ondeara el de la orgullosa media luna; si a la poderosa fuerza de esta idea cedieron después los piadosos Reyes españoles, cuando se desprendían de sus alhajas para recabar un mundo en premio de su fe; si ella viene siendo la base angular de nuestra actual sociedad, ¿a quién sino a los godos se lo debemos? Hasta que el piadoso Recaredo proclamó el catolicismo por religión del Estado, escasa influencia social había tenido este en España. Después acá, todos saben que esta institución revela el voto unánime de la nación que la aclama y la adora.

Para buscar el origen de las nuevas instituciones que garantizan los derechos de los ciudadanos en las sociedades modernas, y especialmente en España, por la participación que tiene el pueblo en la [42] gobernación del Estado y en la formación de las leyes por medio de sus representantes en las Cortes, también hay que remontarse a los tiempos de la dominación goda, hallándole en los Concilios de Toledo, que si no pueden considerarse como verdaderos Estados generales de la nación, o Congresos políticos, como pretende el ilustrado autor de la Teoría de las Cortes,{57} porque hasta en el tercero no se trató en ellos de asuntos políticos, y aun después la manera de celebrarse distaba mucho de la de las Cortes o Estados generales, porque hasta en el VIII no tomaron parte en ellos los nobles como deliberantes, siendo estos pocos en número, nombrados por el Rey y con mandato expreso de este que se sometieran a las decisiones de los obispos, como se ve por el Tomo régio de Recesvinto, sin que tuvieran voto en los asuntos eclesiásticos y firmando los últimos en los políticos y civiles; no pudiendo por consiguiente contrapesar la influencia y poder de los obispos, porque el pueblo no tenía representantes o diputados en estas juntas, ni las aprobaba, porque la fórmula omni populo assentiente que en las actas de algunos Concilios se lee, no puede significar otra cosa que el asentimiento a la confirmación y promulgación que de los mismos solían hacer los Reyes en el templo, a cuyo acto no siempre podía asistir el pueblo; que en ellos era nada, y los nobles poco, siéndolo todo el clero y los obispos; si por estas razones los Concilios de Toledo no pueden considerarse como verdaderas Cortes o Estados generales; sí se tiene en cuenta que el Rey los convocaba y sancionaba, que en ellos presentaba su Tomo régio, que en cierto modo venía a ser lo que en las actuales Cortes el Discurso de la Corona; que tomaba en ellos alguna parte la nobleza, y que sus decisiones eran obligatorias, así en lo eclesiástico como en lo civil, por la concurrencia de los dos poderes a su formación; se ve en ellos cierto germen de representación nacional que brotó luego y produjo las actuales Cortes, según que andando el tiempo fue la sociedad civil perfeccionándose, y salió de la tutela en que el sacerdocio la tuvo, cuidándola y defendiéndola durante su infancia.

Si en la actualidad nos gloriamos de tener una legislación civil que por lo justa y lo sabia puede competir con la de los pueblos que se tienen por más civilizados, sus fundamentales principios y no pocas de sus leyes fueron sancionadas por los Reyes visigodos y trasmitidas a nuestra generación por el respetable Código de las Leyes o Fuero Juzgo, del que si Montesquieu en un momento de vértigo de [43] clasicismo, por un refinamiento y exageración de crítica erudita, ya que no por otros menos dignos motivos pudo decir que «sus leyes son pueriles, torpes e idiotas: que no llenan su objeto: que están cargadas de retórica y vacías de sentido: que son frívolas en el fondo y gigantescas en la forma,»{58} Gibbon no dudó en contradecirle, asegurando «que la jurisprudencia del Fuero Juzgo revela una sociedad más culta y más ilustrada que la de los borgoñones y aun la de los lombardos,»{59} y Mr. Guizot, tan franco como justo, adelanta más, diciendo: «Ábrase la ley visigoda y se verá que no es una ley bárbara, evidentemente la hallaremos redactada por los filósofos de la época, es decir, por el clero; abundando en ideas-generales, en verdaderas teorías, y en teorías plenamente extranjeras a la índole y costumbres de los bárbaros. La ley visigoda lleva y presenta en conjunto un carácter erudito, sistemático, social;»{60} y a esto añade Romey: «Aun con todos sus defectos, el Código de los visigodos no deja de ser un monumento glorioso; por otra parte, es el solo Código de la época bárbara en que se han proclamado altamente los grandes principios de moral. Ningún cuerpo de leyes de los siglos medios se ha aproximado tanto al objeto de la legislación, ninguno ha definido mejor y más noblemente la ley.»{61}. Después de juicios tan respetables y poco apasionados acerca del mérito de este Código, con decir que ha sido y es ley del reino en lo que no está derogado, se comprende fácilmente la influencia que la legislación visigoda ha ejercido en nuestra unidad legislativa.

Si de aquí pasamos a la organización de la familia, que es la base principal de los Estados, hallamos igualmente grabado en la nuestra el carácter que los godos imprimieron a la suya. Desde ellos desaparece en la familia la absorbente y despótica figura del paterfamilias romano; el jefe de la familia goda es protector, pero no señor de los miembros de aquella; no tiene entre los godos derecho de vida o muerte; desaparece entre ellos la esclavitud por derecho natural, y el siervo es respetado hasta el punto de no poder ser castigado arbitrariamente por su señor, y menos muerto; no como en la sociedad romana, en que, considerados como cosas, el paterfamilias disponía de su vida a su capricho; lo que no es de extrañar, si se tiene en cuenta que aquel pueblo estimaba en tan poco la personalidad, que llegó el bárbaro caso en que las leyes facultaron a los acreedores para dividirse en trozos al [44] deudor insolvente. Esto era incompatible con el espíritu de personalismo que traían consigo los godos, el cual les inspiró tanto respeto hacia la familia. La mujer en ella fue considerada como igual al marido en derechos, saliendo de la perpetua tutela a que estaba sometida la romana. Los hijos conservan la propiedad de sus peculios, teniendo los padres solo el usufructo hasta que aquellos tomaban estado, sin que pudieran quitársele por frívolos pretextos, como entre los romanos; la mujer era siempre dueña de lo que aportaba al matrimonio, si bien la administración era una, y llevada por el marido en favor de la familia y en interés de la comunidad, no pudiendo disponer libremente de los bienes de aquella, ni aun de los suyos, si estaban afectos, o como si dijéramos hipotecados a la dote de la mujer. Siendo tal la constitución de la familia visigoda, ¿quién no ve en la actual familia española reflejados los principios por que se regia aquella? Y pasando de aquí a la organización oficial del Estado en nuestros duques, condes, intendentes de palacio, caballerizos mayores y jefes de alabarderos, en los gobernadores de provincia, ¿quién no ve el desarrollo de las autoridades y dignidades de los visigodos representadas por los Duces, Comites, Stabuli, Spathariorum, Largitionis, los Gardingos, Numerarios y demás altos dignatarios de que dejamos ya hecha mención?

Si pues todo esto es verdad, como lo demuestran los datos presentados y lo acreditan las crónicas e historia de la dominación visigoda, y resulta de la comparación de los principios e instituciones por que se rige la sociedad actual, con las bases asentadas por los visigodos, con razón decíamos al desarrollar el principal punto del tema de nuestro discurso que los godos, sin tener ningún principio social ni político bien determinado, traían a España los gérmenes de todos o la mayor parte de los grandes principios que habían de regir a las nuevas sociedades, grabando en el corazón de los españoles el espíritu de personalidad, de independencia y nacionalidad, un carácter eminentemente religioso y católico, echando las bases de la unidad legislativa, de la segundad real y personal, del sistema monárquico-representativo, y como resultados de todas estas instituciones de la unidad política y religiosa, que son como el eje sobre que gira nuestra actual organización. [45]

VI.

Etimología de la palabra Godo. Noticias y diversos juicios de
los historiadores acerca del origen de este Pueblo.

Con esto creemos haber desarrollado suficientemente el punto capital de nuestro tema, o sea lo relativo a los nuevos elementos de cultura que trajeron los godos a la civilización española. Y puesto que por la mayor importancia que tiene este epígrafe, y lo difícil que es ponerle en claro sin entrar en las investigaciones históricas que hemos recorrido, no hemos podido reducirle a menos espacio, y los límites de un discurso de esta clase no nos permiten tratar con igual extensión los demás que abraza el tema, expondremos con la mayor brevedad posible las noticias que acerca del origen de este pueblo hemos podido adquirir, examinando las que dan los escritores contemporáneos acerca del mismo, explicando a la vez el origen etimológico del nombre de este pueblo.

La palabra godo ha venido al castellano indudablemente de la latina gotho, cambiándose la t latina en d, como afines que son estas letras por pertenecer a un mismo órgano: del mismo modo que de virtutes se formó virtudes y piedades de pietates. Y aunque es creíble que antes de que los latinos llamaran gothi, estos pueblos en su lengua tendrían su nombre particular, antes que este debió pasar al español el que les daban los romanos, toda vez que por ellos fueron conocidos de los españoles que los denominaron como vieron que lo hacían los romanos, godos. Antes, según Willichio, se llamaron gothinos y gothones, de donde vino el nombre godo que aún se conserva en la isla de Gothland. Esta misma etimología da Cantú, a la palabra godo{62}. San Isidoro en sus Etimologías deriva esta palabra de Magog, indicando que primitivamente se llamaban excitas: he aquí sus palabras: «Scithia sicut et Gothia à Magog filio Japhet fertur cognominata.» Atendiendo al origen teutónico de la palabra godo, parece derivada de Got, que significa fuerte, bueno, nombre que sin duda por antonomasia adoptaron estos pueblos que ponían en la fuerza y valor personal toda su gloria. Es sin embargo aventurado asegurar que esta o cualquiera de las anteriores sea la verdadera etimología de la palabra godo, y tanto más [46] difícil, si se atiende a que estos pueblos, según Juan Magno{63}, siguiendo en esto su propensión al cambio y mudar, con frecuencia variaban de nombre, tomando el de los pueblos quo conquistaban, de ahí las denominaciones de escitas, getas, numidas, y otras varias con que en la historia se hace mención de ellos{64}. Por lo cual, y porque la etimología, si bien puede ser un dato, por lo que tiene de incierta y arbitraria, nunca sin otros más fehacientes llega a constituir una prueba, y en el caso presente es menos que en otros necesaria, nos conformamos con exponer lo que llevamos dicho, sin manifestar empeño en que prevalezca ninguna de las opiniones.

Acerca del origen de este pueblo tampoco están acordes los autores, asegurando unos que es de origen septentrional y otros de origen asiático. Entre los que siguen la primera opinión merece ser colocado en primer lugar Tácito, cuya autoridad, tanto por la profundidad y sana crítica que reina en sus escritos, cuanto porque cuando él escribía, los godos y demás pueblos germanos vivían en las fronteras del imperio y aun presenció algunas de sus frecuentes correrías en las provincias fronterizas, tiene un valor especial en estas materias. Pues este sabio autor asegura que los godos son naturales de las provincias septentrionales, y no solo esto, sino que se conservaron sin mezclarse con otras gentes por los matrimonios. En su apreciable libro Del sitio y costumbres de los germanos se expresa así hablando del origen de estos pueblos: «Yo creeré que los Germanos tienen su origen en la misma tierra, y que no están mezclados con la venida de otras gentes, porque los que antiguamente querían mudar de habitación, la buscaban por mar y no por tierra, y de nuestro mar van muy pocos navíos a aquel grande Océano, que, por decirlo así, está opuesto al nuestro. Y quien quisiera dejar el Asia, África o Italia y por medio de los peligros de un mar horrible y no conocido ir a buscar la Germania, tierra sin forma de ello y de ruin habitación y triste vista, sino es para los que fuere su patria?» «Yo soy de la opinión de los que entienden que los Germanos nunca se juntaron en casamientos con otras naciones, y que así se han conservado puros y sencillos sin parecerse sino a sí mismos. De donde procede que en número tan grande de gente, tienen casi todos la misma disposición y talle, los ojos azules, los cabellos rubios, los cuerpos grandes y fuertes.»

En verdad que las razones en que se funda Tácito para creer a los [47] germanos, y por consiguiente a los godos, de origen septentrional, no dejan de tener fuerza, porque ciertamente que la navegación por el Océano en aquellos tiempos ofrecía dificultades y peligros casi insuperables; por otra parte, en ninguna historia se hace mención de la flota que debió conducir a los germanos del Asia a las provincias del Norte de Europa, si la expedición fue por mar, ni consta tampoco el tiempo de su inmigración en Europa, ni el camino que siguieron y guerras que tuvieron que sostener con los diferentes pueblos que atravesaron, si la emigración se verificó por tierra, cosas todas de demasiada importancia para que alguno de los historiadores antiguos dejara de hacer mención de ellas.

Y es muy de notar que así como se carece absolutamente de toda noticia de las expediciones de los pueblos germanos en su emigración del Asia a Europa, las hay, y muy detalladas, de las que los godos en especial hicieron desde la Europa al Asia antes de establecerse en el imperio romano, lo cual es inconciliable con el origen asiático de este pueblo. Juan Magno, autor respetable, tanto por su elevado carácter de arzobispo, cuanto por ser de origen godo y hombre de extensos conocimientos, como lo demuestran las diferentes comisiones que obtuvo cerca del Papa León X, fundado en la autoridad de Ablabio, historiador godo, de Dion, griego, y de Jordán, latino, da acerca de esto las siguientes noticias{65}:

«De las regiones septentrionales, a saber, de la península Escandiana (Escandinava), salieron innumerables gentes del reino de los Godos en especial. Fueron los primeros los Ostrogodos y Vestrogodos, acompañados de los Suevos, Vinnulos, Turcilingos y Hérulos, los cuales por mar se dirigieron al Oriente, y con el trascurso del tiempo se apoderaron del Asia, del Egipto y la Cilicia. De entre ellos, en su larga permanencia en Asia, salieron las Amazonas. Después de esto, Telefo, hijo de Hércules, rey de los Godos, casándose con la hermana de Priamo, hizo la guerra a los Troyanos, matando a su rey Teseo: a Teseo sucedió Eurifito, que según dichos autores murió en la guerra de Troya. Pasado algún tiempo, fue elegida reina de los godos Tamyris, en compañía de su hijo, la cual en la guerra contra los persas mató a su rey Cyro. El hijo de este, Darío Idaspes, fue vencido y puesto en fuga por Antino, príncipe godo; y Jerjes, hijo de Darío, a pesar de su gran ejército, nada pudo contra el admirable poder de los godos. Después, el padre del Gran Alejandro se casó con [48] Meduppa, hija de Gúdula, Rey de los godos, para captarse por este medio la amistad de aquellos. Durante la dominación de Sila en Roma, era Rey de los godos Boroista, que subyugó gran parte de la Sarmacia. A este sucedió Commósito, rey prudente y sabio que se apoderó de la Dacia, la Mesia y la Tracia. Y como era tan grande entonces el imperio godo en Asía y otros puntos, formaron dos reinos: el Oriental y Occidental{66}, que con el tiempo sufrieron varios ataques por parte del imperio romano, que había aumentado mucho su poder; pero que, no obstante, no pudo destruirlos. En tiempo del Emperador Domiciano, Oppio Lavino y Fusco, generales romanos, murieron a manos de Darponeo Rey de los godos, en dos distintas batallas: y Omba (o Cimba), sucesor de Darponeo, mató igualmente en combate al emperador Decio. Pasado algún tiempo, los godos tuvieron por Rey a Amanarico, tan noble, que igualaba en poder al Gran Alejandro.

Los visigodos que ocupaban la Mesia en tiempo del Emperador Valente, recibieron la fe cristiana, y su rey Frutigermo se apoderó de las regiones del Danubio, derrotando a Lupicino y Máximo, generales romanos: y el emperador Valente fue abrasado por ellos dentro de una choza al tratar de contenerlos. Esta victoria los hizo dueños de la Tracia, Acacia, Tesalia, la Pannonia y demás pueblos comarcanos. Graciano hizo alianza con Frutigermo y Teodosio con Atanarico, sucesor de aquel. Muerto Atanarico en Constantinopla, Alarico se encaminó derechamente a Italia, llegando hasta Rávena. Habiendo obtenido del Emperador Honorio las Galias y las Españas, casi destruidas por los vándalos, se dirigía apresuradamente hacia las Galias, cuando Estilicon, patricio romano, le atacó el día de Pascua. Viéndose precisado a retroceder, se apoderó de la Liguria, Emilia y Tuscia; y por último de la misma Roma, cabeza del mundo, perdonando a los que se habían refugiado a los templos. A este sucedió Ataulfo, que a ruegos do su mujer Gala Placidia, abandonando la Italia, se dirigió a las Galias, y haciendo a los vándalos huir al África, se apoderó de las Galias y las Españas. Muerto a los tres años, le sucedió Sigerico, a este Walia, y a este Teodorico, de quienes se derivó la noble sucesión gótica en España por los piadosos Reyes Ricardo (Recaredo), Sisenando, Recesvinto y Chintila, de tal modo que el pueblo de las Españas se llamó también godo

Aunque de estas noticias pueda ponerse en duda algo de lo que se refiere a las grandes virtudes y hazañas de los godos, porque la [49] prudencia aconseja que deben acogerse con reserva las alabanzas que el interesado hace de su causa, y por imparcial que fuera el arzobispo de Upsala, es muy posible que exagerara algún tanto las proezas de su raza: la crítica no encuentra en esto motivo para negar la emigración de los godos de Europa al Asia, que era lo que tratábamos de hacer ver para demostrar que la opinión de los que creen a este pueblo de origen septentrional, tiene más fundamentos históricos que la de los que le suponen de origen asiático, como lo demuestran las siguientes noticias del mismo autor tomadas del Génesis, de Diodoro, de Filón hebreo, de Jordán y de los fragmentos de Catón. De ellas resulta que las regiones septentrionales de Europa fueron habitadas 108 años antes que la Italia, especialmente la Gothia, Laconia y Finingia. Desde esta época hasta su emigración al Asia, tuvieron los godos trece Reyes en su país. En tiempo de Bericon, 386 años después del diluvio, los godos pasaron en gran número al Asía. El resto, sin embargo, continuó gobernándose por sus Reyes en su país, y el citado autor cuenta por sus nombres hasta 100, de los cuales parece derivarse el reino y monarquía de Suecia.

Los que emigraron al Asia, también allí tuvieron hasta diez y seis Reyes, y en tiempo del último de estos, Antino, volvieron a Europa atravesando el mar Negro y apoderándose de la Macedonia y parte de la Grecia. La sucesión de estos se conservó en cincuenta y dos Reyes hasta Alarico, del que provienen indudablemente los visigodos, que ocuparon nuestra península, haciendo de ella una nación independiente{67}.

Seguida como está la sucesión de estos Reyes, y citados cada uno por sus nombres y su historia propia, fácil nos sería presentar un cuadro cronológico de los Reyes godos dentro y fuera de su patria, si no temiéramos aparecer difusos; pero los datos anteriores son bastantes en apoyo de la opinión de los que sostienen que los godos son de origen septentrional y no asiático, lo cual cuenta en su favor la razón filosófica de todas las emigraciones: en ellas, los pueblos se han propuesto siempre mejorar su posición, descubriendo mejores horizontes y tierras más fértiles y sanas, o parajes más seguros contra los ataques de otros pueblos, o defensa contra cualesquier otro peligro que los amenazara. ¿Cuál de estas cosas se pudieron proponer los pueblos germánicos para abandonar las fértiles y risueñas mesetas del Asia por tomar asiento en las heladas regiones del Norte de Europa, tierra ruin [50] y sin forma de ello, como la llama Tácito? ¿Ni qué mayor seguridad se prometían en Europa, teniendo por vecino al poderoso y absorbente imperio romano? Estos pueblos guerreros y pastores, ¿qué ventajas podían reportar para sus ganados ni para sus empresas, de las regiones septentrionales de Europa? ¿Cómo, a no ser su suelo natal, le hubieran preferido al rico y abundante suelo asiático? Estas razones nos parecen de bastante peso, y no extrañamos que por ellas, o siguiendo la tradición general, supusieran a estos pueblos de origen septentrional nuestros antiguos cronistas, y lo mismo el ilustre Mariana{68}.

Los historiadores modernos, sin embargo, no siguen esta opinión; y entre los nacionales, Lafuente y Cantú; entre los extranjeros, afirman unánimes que estos pueblos son de origen asiático. El primero se expresa así: «Ya no se duda que el movimiento de emigración de esas grandes masas de hombres que inundaron el Norte de Europa para desde allí derramarse por el Mediodía y Occidente, partió del Asia, cuna y semillero del género humano.»{69} Como se ve, esta opinión no tiene en su apoyo más autoridad que la del respetable autor que la emite, y que hace creer que habrá tenido poderosas razones para creer así, toda vez que es tan reconocida su ilustración, y no suele emitir juicios infundados.

Sin embargo, la razón en que al parecer se funda, esto es, que el Asia es la cuna y semillero del género humano, no nos parece de gran fuerza, porque es de las que por probar demasiado, a nuestro modo de ver, no prueban nada. Si valiera esta razón, no hay pueblo ninguno que no pudiera llamarse de origen asiático, porque el Asia fue la cuna y semillero del género humano: y los antiguos iberos y los primeros romanos, y los habitantes de la Australia y los del centro del África, todos serian asiáticos, lo cual no nos parece muy admisible. Nosotros también decimos que el Asia fue el semillero del género humano; pero no por eso creemos que de allí salieran pueblos enteros a habitar las demás partes del mundo, sino pequeñas colonias, de las que, con el tiempo, se fueron formando pueblos por su propia actividad y con sus propias costumbres, sin conservar rastro alguno de su origen asiático, ni poderse por consiguiente llamar asiáticos, como le sucedió al pueblo griego, que cuando apareció en la historia lo hizo con una manera de ser exclusivamente suya, por lo que a nadie se le ha ocurrido llamarle asiático.

Además, la sublime historia del Génesis nos enseña que los tres [51] hijos de Noé poblaron las tres partes del mundo entonces conocidas, y es muy posible, y así lo creen los autores, que dan a los godos origen septentrional, que provenga este pueblo de la descendencia de Jafet, que, según la citada sagrada Historia, pobló la Europa; y esto mismo parece indicarlo la denominación de Scythia o Gothia, que, según San Isidoro, viene de Magog, hijo de Jafet. En cuyo caso no hay que recurrir al Asia como a origen de este pueblo.

César Cantú en el libro sétimo, época sétima, después de haber hablado de los imperios y pueblos del Asia, en especial de Persia y China, pasa a ocuparse de los germanos, y dice: «Hermanos de aquellos pueblos orientales los del Norte, debían ser más funestos a Roma que los cuarenta millones de hombres que prestaban obediencia al Rey de los reyes. Desde el origen de las sociedades, la raza indo-germánica se extendió sobre la faz de la tierra en diferentes direcciones. Encaminándose hacia la Persia, la India y el Thibet... Otros, costeando el mar Negro y el mar Cáspio, se diseminaron desde la Siberia hasta el Ponto Euxino, e inundaron la Europa por tres puntos, cruzando parte de ellos las montañas de la Tracia, la Macedonia y la Iliria, llegaron a fijar su asiento en medio de los olivares y los laureles de la Grecia.»{70} Estas noticias parece que podrían acomodarse a las que da Olao Magno al hablar de la vuelta de los godos a Europa después de su emigración al Asia, quedando por consiguiente en todo su vigor la opinión de dicho autor, que con Tácito y todos los cronistas, fundado además en la opinión de Dion, de Ablabio, Jordán, la narración del Génesis, y en los monumentos góticos que asegura haber visto, sostiene que los godos son de origen septentrional.

Nosotros, no pudiendo por una parte dejar de considerar en mucho estas razones, y por otra respetando, como no podemos menos de hacerlo, la merecida autoridad que en estas materias tienen Lafuente, Cantú, Masdeu y demás autores, que suponen a este pueblo de origen asiático, nos conformamos con haber expuesto los fundamentos de ambas opiniones; y aunque nos sentimos inclinados a la primera, no nos atreveremos a asegurar que sea la verdadera, ni menos a exigir de los demás que la consideren como tal. –He dicho.

Madrid 1º de Febrero de 1864

José Campillo y Rodríguez

——

{1} Véase en la Historia Rom. del abate Bertot el fin de la guerra de Yugarta en el lib. VIII.

{2} Gaudebat, tellus vomere laureato, dice Plinio.

{3} Bertot, Historia de las revoluciones de la República Romana, libro VIII.

{4} El mismo, y los más de los historiadores romanos.

{5} Lafuente: Historia general de España. Cantú, tomo II.

{6} Lafuente: Disc. prel., 391.

{7} Juan Magno. Gothor et Sueon, Historia, lib. XVI.

{8} Hi (gothi) sunt quos Alexander timuit, Pyrrus exhorruit, Cesar vitandos scripsit. San Isidoro, Historia de los Reyes Godos.

{9} Lafuente: Historia de España, parte 1ª, lib. III, pág. 153.

{10} Lafuente en el citado libro.

{11} Tácito: De Morib. Germ., parte 1ª, edición de Madrid.

{12} Ibidem: De morib. germ., pág. 936 de la edición de Madrid.

{13} Idacio: Chronica.— Orosio, lib. VII.

{14} Lafuente, Cantú, Mariana, obras citadas.—Juan Magno, lib. XVI de sus historias, pág. 136.

{15} Lafuente, lib. IV. Mariana, lib. V, cap. 2.

{16} Orosio dice a este propósito, hablando de Ataulfo: Si imprimis ardentèr inhiasse ut obliterato romano nomine, romanum omne solum Gothorum imperium et placeret et vocasset, essetque (ut vulgaritèr loquar) Gothía quod Romania fuisset, fieretque nunc Ataulfus quod quondam Caesar Augustus, lib. VII, cap. 14.

{17} Mariana, lib. VI. Lafuente, parte 1ª, lib. IV. Amador de los Ríos, parte primera, cap. 7. Laserna: Elementos de derecho civil y penal, tomo I, página 24.

{18} Era ignominioso para los godos salir vivos del combate, muriendo el príncipe que defendían a toda costa, considerando como suyas las hazañas de este. Tácito: De mor. germ. Juan Magno: Historiae Gothor et Suevor.

{19} Lafuente, Historia general, lib. IV.

{20} Fuero Juzgo, lib. X, tít. I, ley VIII, edición de Madrid, 1792.

{21} Señor, piedad.

{22} Contribuirán no poco a formar una idea clara del grado de cultura y civilización de los godos por este tiempo las siguientes noticias que de Teodorico nos da Sidonio Apolinar. «La estatura de Teodorico es mediana; su cabeza, redonda; su cabellera, espesa y crespa, se levanta desde la frente hasta la coronilla; espesas cejas coronan sus ojos, y cuando baja los párpados, sus largas cejas llegan casi hasta la mitad de las mejillas; sus orejas, según la costumbre de su nación, están cubiertas, y como azotadas por los bucles de sus largos cabellos; su nariz forma una graciosa curva; tiene poblada barba bajo las sienes; pero todos los días se la afeita por debajo de la nariz y en las partes inferiores del rostro; su cuello y su barba son regularmente gruesos, y su tez de un blanco de leche, se colora algunas veces de un sonrosado juvenil.

En cuanto a su método de vida, Teodorico se levanta antes del día, para asistir, con poco séquito, a las oraciones de sus capellanes con el respeto y asiduidad convenientes; pero se conoce fácilmente que es un tributo que paga más bien a la costumbre que a la convicción.

El resto de la mañana le dedica a los cuidados del Gobierno. El conde que lleva sus armas, está de pie cerca de su silla. Hácense presentes algunos guardias vestidos de pieles, que permanecen a cierta distancia por no hacer ruido, y murmullan sordamente excluidos de las salas interiores, y encerrados entre cancelas. Entonces se da entrada a los embajadores extranjeros. Teodorico responde en pocas palabras a sus largos discursos. A las ocho se levanta, y va a visitar sus tesoros o sus establos. Cuando sale de caza, se creería poco digno de la dignidad real llevar él mismo su arco; mas al presentarse la caza, tiende la mano por detrás, y un esclavo se le alarga, sin que esté la cuerda armada de antemano, porque se tendría por una molicie indigna del hombre; después, armándola él mismo, os pide le indiquéis el punto dónde ha de herir, y no bien se le indica, ya está acertado.

Su mesa ordinaria es la de un simple particular; su más sabroso manjar es la conversación seria, y formal por lo común: el arte, no el precio, constituye el valor de lo que se le sirve: la copa circula pocas veces, y los convidados tienen derecho a quejarse de ello. Sólo el domingo en sus banquetes de ceremonia se encuentra la elegancia de la Grecia, la abundancia de la Galia, y la actividad de la Italia.

Después de comer, duerme muy poco, o nada. Entonces se le lleva el tablero de los dados. En el juego invoca alegremente la fortuna, o la espera con paciencia: si gana, calla; si pierde, se sonríe. Suele deponer en el juego la reserva de Rey, y excita a todo el mundo a la franqueza y la familiaridad; le [17] complace ver las emociones del que pierde, y necesita que se enfade el vencido para creer en su propio triunfo: muchas veces esta misma alegría, cuya causa es tan frívola, favorece a otros negocios más graves... Yo mismo, cuando tengo algo que pedirle, me procuro una feliz derrota, y pierdo la partida para lograr mi pretensión.

A las tres vuelve a cargar sobre él el peso de los negocios: reaparecen los pretendientes, y este impertinente cortejo se agita en derredor suyo hasta que la noche y la hora de la cena le hacen dispersarse. Algunas veces, durante las comidas, se introducen farsantes y bufones; pero sus mordaces chistes deben respetar a los convidados. Nada de música ni de coros: los únicos aires que agradan al Rey son los que despiertan el valor bélico. Finalmente, cuando se retira a descansar, por todas partes hay centinelas armados a las puertas del palacio.

{23} César Cantú, época VIII, cap. X.

{24} Mariana, t. I, lib. V, cap. VI, edición de Madrid.

{25} Conc. Tol. II, Canon II, Aguirre, tit. V, cap. V.

{26} Conc. Tol. II. cap. II.

{27} Berganza, fundado en las autoridades de los maestros Yepes, Vivar, y Navarro; citados por el Sr. Amador de los Ríos. Historia crítica de la literatura española, parte primera, cap. VII.

{28} Conc. Tol. III.

{29} Juan de Biclara, testigo presencial de estos hechos, dice a este propósito: Per hanc ergo seductionem aliqui nostrum cupiditate potiùs quam impulsione in arrianum dogma declinant. El engaño consistía en unir las tres Personas de la Trinidad en la glorificación, sin que al parecer pudieran apercibirse los católicos, por medio de la fórmula Gloria Patri per Filium in Spiritu Sancto, en vez de Gloria Patri, et Filio et Spiritu Ssncto. (Crónica del Biclarense, año 580, citada por el Sr. Amador de los Ríos, parte 1ª, cap. VII de su Historia crítica de la literatura española.).

{30} Lafuente, Historia de España, Parte 1ª, lib. IV. Mariana, lib. I. Cantú, Época VII.

{31} San Isidoro, Historia de los godos, año 585, dice de Leovigildo: Fiscum quoque primus iste locupletavit primusque arrarium de rapinis civium, hostiumque manubiis auxit.

{32} Son dignas de notarse las observaciones que el erudito e ilustrado autor de la Historia crítica de la literatura española hace respecto al padre de San Leandro. Muchos de los historiadores extranjeros, y no pocos nacionales, le suponen gobernador de la provincia Cartaginense del imperio bizantino. Noticia que aparece por primera vez en el siglo XIII en la Crónica de don Lucas de Tuy, de donde la tomó Mariana, Historia general de España, lib. V, cap. XII, y de él Lafuente, Historia general de España, parte 1ª, lib. IV, cap. III; pero si se considera que San Isidoro en la vida de San Leandro asienta que era hijo de Severiano, de la provincia Cartaginense, geninus patre Severiano Cartaginiensis provinciae (De viris illustribus, cap. XLI), que ni San Ildefonso en la vida de San Isidoro, ni San Braulio, discípulo predilecto de San Isidoro, cuya vida esclarece, ni el mismo San Leandro en el libro que dedicó a su hermana Florentina, hacen mención de semejante jerarquía, se deduce fácilmente que no la tuvo, y que esto se alega por dar prestigio y realce al ilustre metropolitano [23] de Sevilla con una elevada alcurnia, y que le resulta mejor de las bellas cualidades de su carácter, de la pureza de su fe y de la fuerza incontrastable de las doctrinas que defendían, que estas fueron las causas del inmenso prestigio que adquirió y le hizo arbitro de la suerte del catolicismo. (Parte 1ª, cap. VII).

{33} San Isidoro, De viris illustribus, cap. XLI.

{34} San Isidoro, De viris illustribus, cap. XLVI.

{35} Lafuente, Historia general de España, parte lª, lib. IV. Mariana, lib. V, cap. XIV. Cantú, Época VIII, cap. X.

{36} Gregorio Turón dice a este propósito: Ut quidam adserunt paenitentiam pro errore haeretico agens in legem catholicam transiit, lib. VIII, cap. XLVI.

{37} El arzobispo D. Rodrigo, lib. II, cap. XIV, dice: Sed dum infirmitate acritèr torqueretur, praecepit filio Recaredo ut Episcopos ab exilio revocaret. Citado por el Sr. Amador de los Ríos: Historia crítica de la literatura española, parte 1ª, cap. VII.

{38} Amador de los Ríos. Obra cit. Lafuente, Mariana ut supra. Juan de Biclara dice: Ratione potiús quam imperio converti ad catholicam fidem facit. Año 1º de Recaredo, 586 de J. C.

{39} Aguirre, tomo IV, pág. 236, citado por el Sr. Amador de los Ríos en su Historia crítica de la literatura española, parte 1ª, pág. 323.

{40} Véase el que dejamos citado del Conc. II de Tol.

{41} San Isidoro, Epístola ad Claudium.

{42} El IV, en el Canon 68, habla de la manera de manumitir a los siervos de la Iglesia para que no testifiquen contra ella, imponiéndoles la pena de servidumbre si lo hacen. En el 70 se establece la profesión que deben hacer los libertos de la Iglesia. En el 71 se declara írrita la manumisión si abandonan el patrocinio de la Iglesia. En el 72 se habla de los libertos entregados al patrocinio de la Iglesia. En el Concilio VI, Canon 9°, se establece que los manumisos de la Iglesia presenten a los obispos las tablas de su manumisión, so pena de incurrir otra vez en servidumbre. En el IX, Canon 11, se establece que los obispos deben dar libertad a los clérigos serviles, y en el canon 20 se les prohíbe vender ninguna de sus cosas. (Véase la colección de Aguirre, tít. V, De servis Ecclesiae, 5ª edic. de Madrid de 1784).

{43} Flórez, España Sagrada, t. ix, pág. 213, fundado en la autoridad de Adon; sus palabras son: Leovigildus Rex filiam Chilperici et Fridegundis nomine Rinchidem, dabit uxorem.

{44} Fuero Juzgo, Ley 1ª del Exordio.

{45} Fuero Juzgo, Ley 2ª del Exordio: edición de Madrid de 1792.

{46} Lafuente. Ob. cit., parte 1ª, libro IV. D. Lucas de Tuy dice: Anno regni sui sexto gothicas leges compendiose fecit abreviari, antiguos hispanos et romanos sibi subditos, una cum gothis ejusdem conditionis esse instituit. (España ilustrada, tomo IV, pág. 50).

{47} Lafuente, Historia general de España, parte 1ª, lib. IV.

{48} Véase el Canon LXXIV, del Concilio IV de Toledo, en que por tres veces se condena al fuego eterno, en compañía de Judas Iscariote, a Suintila, su mujer y sus hijos.

{49} Véase la ley 5ª del F. J., hecha en el Concilio V de Toledo: la 6ª del mismo: la 7ª del VI: la 8ª del IV: la 9ª del VII: la 10ª hecha en el XVI: la 12ª en el VI.

{50} Véanse las confirmaciones de Sisenando y Ervigio en los Concilios IV y XII de Toledo, en que esto aparece con claridad.

{51} Para que se vea cómo se fue verificando esto, conviene tener presente los siguientes datos que arrojan las colecciones de los Concilios. En el III de Toledo compuesto de sesenta y ocho prelados, y en que se abjuró el arrianismo, solo tomaron parte como católicos cinco obispos y un arcipreste de raza visigoda: en el IV, de sesenta y nueve, hubo ya trece suscritores católicos visigodos: en el V, compuesto de veinticuatro, siete fueron godos: en el VI, de cincuenta y dos obispos, diez y siete eran de aquella raza: en el VII, de los treinta y siete obispos y vicarios que suscriben, trece son de origen godo: en el VIII, de setenta y cuatro prelados, veintisiete son godos: en el IX provincial, compuesto de veinticuatro, ocho: de los cincuenta que compusieron el X, lo fueron veintidós: en el XI, de veintiséis prelados, eran godos doce: en el XII, hubo trece godos entre los cuarenta y dos que le firmaron: en el XIII, celebrado por ochenta y tres obispos, cuarenta son godos: en el XIV, de diez y siete obispos, seis abades y diez vicarios, doce son godos: en el XV, de sesenta y siete que suscriben, lo son treinta y cinco: y en el XVI, último de que se conservan las firmas de los prelados, de sesenta y ocho, son godos treinta y dos. (Aguirre, tomo II, págs. 350 y 51. Flórez, España Sagrada, tomo VI). En mayor proporción aumenta el número de visigodos en el clero bajo, siendo natural que le arrastraran por el fatal camino que ellos seguían. (Véanse sobre este punto a Amador de los Ríos, Lafuente, Cantú, obras citadas: Flórez, España Sagrada, tomo VI, y la mayor parte de las historias eclesiásticas).

{52} Así lo demuestran el Concilio IX de Toledo, que casi no se ocupa de otra cosa que de los defraudadores de los bienes de la Iglesia: el Canon IV del XVII, que condena la nefanda costumbre de algunos sacerdotes que destinaban a sus particulares usos las cosas sagradas: la acusación que en el mismo Concilio se hizo al obispo Sisberto de haber profanado la casulla de San Ildefonso: el Canon X del Concilio IX que dice: Quilibet ab episcopo usque ad subdiaconum, deinceps vel ex ancíllae vel ex ingenuae detestando connubio in honore constituti filios proecreaverint; illi quidem ex quibus geniti probabuntur, canonica censura damnentur; prles autem tali nata pollutione, non solum parentum haereditatem nusquam accipat, sed etiam in servitutem ejus Ecclesiae, de cujus [38] sacerdotis vel ministri ignominia nati sunt, jure perenni manebunt: los cánones VIII y IX del Concilio IX de Toledo, en que se decretaron penas aflictivas contra loa presbíteros simoníacos y los obispos que consentían la simonía: las siguientes horribles cláusulas del canon III del Concilio XVI: At nunc, quoniam haec funesta actio, et sodomiticae operationis malum multos sancisse perpenditur; adeò nos ob hujus faedissimae causae extirpandam consuetudinem, zelo Domini ardentes, omnes in communi sancimus, ut quicumque hujus nefariae, actionis patratores extiterint, quique in turpitudinibus sese implicari permiserint, et contra naturam masculi in masculos hanc turpitudinem operaverint, siquidem episcopus, presbyter aut diaconus fuerit de proprii honoris gradu dejectus, perpetui exilii manebit damnatione perculsus.

{53} La monarquía hereditaria que en vano quisieron ensayar Recaredo, Suintila, Chindasvinto y Recesvinto, cuyos esfuerzos se estrellaron contra la turbulenta y ambiciosa aristocracia goda y la influencia del clero.

{54} El Concilio XVI de Toledo en el Canon IV, decía a este propósito: «Quorumdam hominum tam grave inolevit desperationis contagium, ut dum fuerint pro qualibet negligentia aut disciplinas censura mulctati, aut pro sui purgatione sceleris, siib pmnitentiae satisfactione custodiae mancipati, incumbente desperationis incomodò, se ipsos inalunt aut laqueo suspendio enecare, aut ferro vel aliis ncquissimis casibus interimere.» ¿Quién duda que una sociedad, de tal manera contagiada, que tan poca fuerza y resignación tenía en los reveses, ni en política, ni en el campo de la ciencia, ni en el de batalla, podía presentar fuerzas para contrarrestar el más pequeño embate, cuanto más el vigoroso que le esperaba?

{55} Lafuente, obra citada, lib. IV.

{56} He aquí sus palabras describiendo la asamblea de Burdeos en que los embajadores de los diferentes pueblos rendían homenaje a Eurico: «Vemos allí al sajón de ojos azules al viejo Sicambro, que rapado después de la derrota deja crecer de nuevo su cabellera hacia el occiput: al hérulo de mejillas verduzcas como los golfos del Océano que habita, al borgoñón alto, de siete pies, que dobla la rodilla para pedir la paz.» Citado por Lafuente, Historia general de España, parte 1ª lib. IV.

{57} Marina, cap. II, Ensayo sobre la Legislación, pág. 25, edición de Madrid de 1846. Lurdizabal, Discurso sobre la legislación de los visigodos.

{58} Esprit des lois, livre XXVIII, chapitre I.

{59} Historia de la decadencia y destrucción del imperio romano.

{60} Curso de Historia de la civilización europea.

{61} Historia de España, tomo II, cap. XVIII.

{62} Historia Universal, Época VIII.

{63} Historia Gothor. Et Sueon.

{64} Juan Magno, obras citadas, Julio César les da el nombre de Germanos y este es con el que más de ordinario se los designa.

{65} Histoira Gothor. Et Sueon, lib. XVI.

{66} De aquí su división en ostrogodos y visigodos.

{67} Juan Magno: Historia Gothor. et Sueon. desde el lib. 1 al XXV.

{68} Historia general, lib. V.

{69} Historia de España, parte 1ª, lib. IV,

{70} Lib. VLI, edición de Madrid.

 
Transcripción del opúsculo de 52 páginas publicado en Madrid 1864,
en la que se han renumerado al final las notas que figuraban a pie de página.

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José Campillo Rodríguez
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