Filosofía en español 
Filosofía en español

René Chaughi, Inmoralidad del matrimonio

René Chaughi

Inmoralidad del matrimonio

 
Traducción de L. Pahissa

 
Segunda edición
Precio: 10 cents.

 
Barcelona
Biblioteca Editorial Salud y Fuerza
Tapinería, 27 y 29 pral 1º
1908

 

Inmoralidad del Matrimonio

I

¿Llamáis a eso esponsales? Yo los llamo lazos de mierda.
Rabelais

¡Qué cosa tan estúpida y miserable es un día de boda!
Georges Sand

Dos seres, un hombre y una mujer, se aman. Pensáis acaso que serán lo suficiente discretos para no pregonar de casa en casa el día y la hora en que… Pensáis mal. Esta gente no parará hasta que hayan participado a todo el mundo sus propósitos: parientes, amigos, abastecedores y vecinos recibirán la confidencia. Hasta entonces no creerán permitida la cosa. Y no hablo de los matrimonios de interés, en los que la inmoralidad es flagrante desde un principio; me ocupo del amor, y veo que, lejos de purificarle y darle una sanción que no ha menester, el matrimonio lo rebaja y lo envilece.

El futuro esposo se dirige al padre y a la madre y les pide permiso para acostarse con su hija. Esto es ya de un gusto dudoso. ¿Qué responden los padres? Deseosos de asimilar su hija a estas damas tan necias, ridículas y distinguidas como ricas, quieren conocer el contenido de su portamonedas, su situación en el mundo, su porvenir, en una palabra, saber si es un tonto serio. No hay otra expresión mejor para calificar este tratante.

Ved a nuestro joven aceptado. No penséis que la serie de inmoralidades está cerrada: no hace más que comenzar. Desde luego cada uno va en busca de su notario, y tienen principio, entre las dos partes, largas y agrias discusiones de comerciante en las que cada uno quiere recibir mucho más de lo que da; dicho de otro modo: en que cada uno trata de hacer su negocio. La poca inclinación que los dos jóvenes pueden sentir el uno por el otro, los padres parecen empeñarse en desvanecerla emporcándola y ahogándola bajo sórdidas preocupaciones de lucro. Después vienen las amonestaciones en que se hace saber a son de trompetas que en tal fecha el señor X… [4] fornicará por primera vez con la señorita Y… Pensando en estas cosas, uno se pregunta cómo es posible que una muchacha reputada púdica pueda soportar todo esto sin morirse de vergüenza. Pero, sobre todo, el día de la boda, con sus ceremonias y costumbres absurdas, es lo que encuentro profundamente inmoral, digámoslo en una palabra: obsceno. Aparece la prometida arreglada –como los antiguos adornaban a las víctimas antes de inmolarlas sobre el altar– con vestimentas ridículas; esta ropa blanca y estas flores de azahar forman un símbolo completamente fuera de lugar; fijan la atención sobre el acto que se va a realizar y se hacen insistentes de una manera vergonzosa.

¿Hablaré de los invitados? ¿Os diré su modo de vestir tan pretenciosamente abobado, sus arreos tan risibles como enfáticos, sus maneras pomposas y tontas, sus juegos de una fealdad extraordinaria? ¿Os enumeraré todas estas gentes estiradas, empomadas, acicaladas, enfileradas, apretadas, rizadas, embutidas en sus vestimentas, los pies magullados en estrechas botinas, las manos comprimidas por los guantes, el cogote molido por el cuello postizo, todo este mundo preocupado de no ensuciarse, ansioso de engullir, «hambrones», como les dice el poeta, venidos con la esperanza de procurarse una de esas comidas que forman época en la existencia de un hombre gorrón?

¿Cómo pueden dos jóvenes resolverse, sin repugnancia, a comenzar su dicha ante una decoración tan abominablemente grotesca, a realizar su amor entre estas máscaras y en medio de tan asquerosas caricaturas?

En la calle se corre para verlos: talmente son cómicos; las comadres asoman a las puertas, los chiquillos gritan y corren. Cada uno procura ver a la desposada, los hombres con ojos de codicia, las mujeres con miradas denigrantes; y por todo se oyen soeces alusiones a la noche nupcial, frases de doble sentido que dejan entender –¡oh, tan discretamente!– que el esposo no pasará mal rato. Y ella, pobre muchacha, el dulce cordero, causa y fin de tan estúpidas bromas, cuyas tres cuartas partes llegan a sus oídos, sin duda alguna, ¿se esconde en un rincón del carruaje, tras la obesidad propicia de sus padres? ¡Oh, no! Ella, entronizada descaradamente en su carruaje, se asoma a la ventanilla, sonriente por atraer la atención de la multitud. Y lo que la vuelve radiante de alegría, mucho más que el amor del prometido y la legítima satisfacción fisiológica, es considerarse mirada y envidiada, es poder eclipsar –aunque no sea mas que por un día– a las peor vestidas, es burlarse de sus antiguas amigas que permanecen solteras, es crear en torno de sí celos y tristezas, y es, en fin, ostentar esa ropa impúdica que la ofrece a las risas del público y debían llenarla de vergüenza. Bien considerado, todo esto es de un cinismo que subleva.

Después, la alcaldía, donde oficia un señor cualquiera, sin otro prestigio que la ostentación de una banda azul, blanca y roja. Tras la desolante lectura de algunos artículos de un código idiota, humillantes e insultantes para la dignidad de los dos seres a quienes se aplican, el individuo de la banda patriótica pronuncia una alocución vulgar, pedestre, y todo está terminado. He ahí nuestros dos héroes unidos definitivamente. Sin esta algarabía preliminar, la fornicación de esta noche habría sido una cosa impropia y criminal; pero gracias, sin duda, a las palabras mágicas del hombre de la [5] banda tricolor, ese mismo acto es una cosa sana y normal… ¡qué digo! un deber social. ¡Oh, misterio ante cual aquello de la Trinidad no es más que un juego de niños!

Por mi parte hubiera creído todo lo contrario. Paréceme que un joven y una muchacha que, por primera vez decídense a ejecutar el acto sexual, antes hubieran procurado evitar la publicidad. El acto sexual, aun efectuado de incógnito, no deja de producir molestias; con mayor motivo ante testigos. Parece que esto es inmoral, y que lo moral, noble y delicado es ir a hacer confidencias a un cagatintas gracioso, obtener un permiso, hacerse inscribir y numerar en un registro, como los caballos de carrera cuya descendencia se vigila o el rebaño que se cruza sabiamente.

¿Cómo no ver que si el Estado requiere estas formalidades ultrajantes es sólo por propio interés, a fin de no perder de vista a sus contribuyentes, de conservarles en el espíritu de obediencia y de poder echar mano fácilmente sobre los futuros vástagos? Es preciso estar inscrito en alguna parte; y si no es en la alcaldía, será en la prefectura de policía. En lista, siempre en lista, no escapamos. El matrimonio es un medio de esclavizar más a los hombres. Defendedle, pues, como instrumento de dominación, como sostén del orden actual, si queréis. Pero no habléis de moral.

El cortejo se forma para ir a la iglesia.

La sanción que el matrimonio civil no ha podido otorgar a la unión de dos jóvenes, ¿la dará el matrimonio religioso? Sí, si ellos creen en un Dios y ven en el sacerdote su representante terrestre. En tal caso nada hay que decir. Esto admitido, puede admitirse encima todo cuanto se quiera, y es preciso no extrañarse de nada. Pero no ocurre esto la mayoría de las veces. Algunos no ponen los pies en ninguna iglesia después de la primera comunión. Y, si entran hoy, es para hacer como los demás, por conveniencia, y, sobre todo, para que la ceremonia sea más bella, la fiesta más completa, para ejecutar su ejercicio ante una luz más viva aún, más brillante.

Durante la misa, las damas murmuran, secretean, ordenando los pliegues de su vestido, procurando hacer valer sus gracias y salpicándose mutuamente, haciendo carantoñas bajo las miradas libidinosas de los hombres. Estos, mirando de soslayo, lanzan frases gordas, sintiendo impaciencia por cargar con tales mujeres.

Y mientras el cura con cara socarrona amonesta a los nuevos esposos, el sacristán ataca a los bolsillos de los asistentes.

Los jóvenes esposos han comenzado su unión mintiéndose a sí mismos y mintiendo a los demás, aceptando una fe que no es la suya, prestando el apoyo de su ejemplo a creencias que ellos juzgan quizás perjudiciales, seguramente erróneas y de las que se reirán entre bastidores. Este bonito debut de existencia en la mentira y la hipocresía parece ser la sanción definitiva de su unión, el sello misterioso que la proclama santa e irrevocable. Esta moral es para nosotros el colmo de la inmoralidad. Guardaos de ella.

Una vez hartos los invitados, toman de nuevo los coches, a fin de exhibirse por última vez ante el público. «Mirad bien a la desposada vestida de blanco, señoras y caballeros; todavía es pura; pero esta noche dejará de serlo. Es aquel joven gallardo quien se encarga de ella. Secaos los ojos que nada cuesta.» Por un momento se os [6] invitará a palpar. Los viandantes todos se animan ante la vista de esta bestia curiosa… que sueñan poseer.

¿De cuánta inconsciencia debe estar dotada una muchacha para aguantar eso sin saltarle el corazón?

La jornada, tan bien comenzada, acaba aun mejor. Se preludia el ayuntamiento de cuerpos por medio de una costumbre gráfica general. Algunos, en vista de la boda, ayunan muchos días. Se atiborran. El exceso de nutrición y de vinos hincha el rostro, inyecta los ojos, embrutece más los cerebros; los estómagos se congestionan y también los bajovientres. En un acuerdo tácito, todos los pensamientos convergen hacia la obra de reproducción; las conversaciones se vuelven genitales. Con velada frase se reproduce la buena picardía de nuestros padres; toda la deliciosa pornografía que floreció bajo el sol de Francia triunfa de nuevo. Las risas se mezclan a los eructos de la digestión penosa. Y todos los ojos acechan ávidamente la sofocación creciente de las mejillas de la esposa. En vano. La casta muchacha de frente pura parece tan desahogada ante esta ignominia como un viejo senador en una casa de citas. No chista. Y gracias que a los postres no venga algún couplet picaresco a excitar de nuevo el erotismo de los convidados y se haga necesario, en casa de la desposada, un simulacro de confusión. Parece como que se quiere envilecer, a los ojos de los nuevos esposos, la función por la cual se han unido; parece que quieren volverla más bestial de lo que ella es en sí, como si fuese necesario que su realización se acompañe de una indigestión, como si fuese indispensable que una tan delicada e importante revelación se inaugurase ante una asamblea de borrachos.

¡Ah! Mira, desgraciada, mira todas estas gentes honradas que devuelven por la boca el exceso de comida con que se atragantaron. Estas son las personas virtuosas que profesan una moral rígida. Están casados también; sus juergas han recibido la sanción legal y el sello divino; también los monos deformes que ellos engendran son de una cualidad superior a la de los demás. Míralos, este de aquí tiene queridas; la de allá tiene amantes; el uno tiene toda una progenitura en la ciudad, el otro se hace fabricar sus herederos por el vecino de encima; el señor y la señora X… se arañan diariamente; aquellos están separados, éstos divorciados; este vejete compró a buen precio a esta hermosa muchacha; este joven se casó con esta vieja por su dinero; en cuanto a aquel matrimonio de allá, todos saben que prospera, a pesar de ser tenido por modelo, gracias a las escapadas de la esposa y a los ojos, complacientemente cerrados, del marido. Y es, quizás, el menos repugnante de todos, puesto que, al menos, estos dos se entienden perfectamente. Pero todas estas gentes son honradas; todas ellas se han hecho inscribir. Sus porquerías han recibido el visto bueno del hombre de la banda tricolor y del hombre de la sobrepelliz. Por eso son bien recibidos en todas partes, mientras que las puertas se cierran para aquellos que han cometido la torpeza de amarse lealmente, sin número de orden y sin ceremonia alguna.

Los glotones debidamente satisfechos se informan cada uno cerca los sirvientes y vánse a encerrar en el excusado para vomitar copiosamente. Además, hay otro género de ejercicio: el movimiento de piernas después de haber tragado brutalmente. Durante horas [7] enteras, entre el polvo y el sudor, todo el mundo salta, rueda, habla, ríe, grita, chilla, se empuja, se golpea, se pisan, se desgarran la ropa, los cabellos dispersos, los ojos fuera de sus órbitas, la mente extraviada a punto de enajenarse. Así me imagino las tribus salvajes realizando la unión de dos de los suyos con danzas y cantos extravagantes.

Las manos grasientas estrechan los talles enfebrecidos; los labios llenos de tabaco y alcohol sorben el vaho y el sudor de los corpiños humedecidos. Y los bajovientres se calientan a más y mejor. ¡Oh! ¡La alegre, la graciosa, la exquisita preparación para el amor de dos desposados! ¿En qué se diferencia esta bacanal de la del gabinete particular donde se harta hasta los topes, se manotea el piano, se baila, se chilla, se desabrochan corsés y se levantan faldas?

…¡La cámara nupcial!

Teóricamente, la desposada nada sabe del misterio de los sexos; ignora el fin verdadero, único del matrimonio. Si sabe alguna cosa, es fraudulentamente y en menosprecio de las indicaciones maternales. ¿Qué vale, pues, entonces, este “sí”, que ha dado ante una demanda cuya entera significación desconoce? ¿Qué caso hacen, pues, de su personalidad en todo esto, disponiendo de su cuerpo sin su consentimiento, al dejarla, ángel de candor, flor de pureza, entre los brazos de un pimiento sobreexcitado e inconsciente? ¡Qué! ¿Vosotros daréis vuestra hija a un individuo cualquiera, que apenas os conoce, quizás plegado de vicios extraños, en el que la educación carnal, sensual, se ha hecho quien sabe dónde; vosotros la abandonaréis para que hagan de ella su fantasía secreta, y eso sin prevenirla? ¡Pues esto es monstruosamente abominable! ¡Pues esto es una esclavitud peor que las otras, más infamante y más horrorosa que ninguna! ¿Qué puede haber de más forzado para una mujer que ser poseída a pesar suyo? ¿El acto sexual no es, según que se consienta o no, la más grande de las alegrías o la más grande de las humillaciones? ¡Ah! Si la libertad está de acuerdo con la moral, debe existir en la cuestión del amor o en parte alguna. Vuestro matrimonio no es más que una violencia pública preparada en una orgía.

II

Después de haber reflexionado sobre el destino de las mujeres en todos los tiempos y en todas las naciones, me he convencido, al fin, que todo hombre debe decir a cada mujer, en vez de Buenos días: ¡Dispensa!, ya que los más fuertes han hecho la ley.
Alfred de Vigny

Consagrada a son de trompetas, paseada por las calles como una cosa rara, cínica o inconsciente, según que ella sepa o no sepa en qué consiste el matrimonio, la joven muchacha ha sido entregada ante testigos, a su “arrendador perpetuo”, y vedla ya mujer. De todas maneras, este principio ha sido sucio, deshonesto. Consciente, ella debió rehusar tal exhibición ignorante. ¿Cuál fue el papel de los padres? El papel de mercaderes de carne humana, ni más ni menos. [8] En buena justicia, toda vez que hay leyes, yo digo que debieran ser perseguidos y encausados por excitación al desorden, los padres, y el marido por ataque al pudor. ¡Cuántas personas sufren en la cárcel sin haber hecho tanto! ¿Paradoja? ¿Exageración? Jamás: es la triste y pura verdad. La promiscuidad incestuosa de las hordas primitivas, la que ocurre en algunos villorrios extraviados y en ciertos tugurios o chozas actualmente, es, ciertamente, mucho más moral que estas violencias o estupros –que se compran con dinero y no con cariño–cometidos en las vírgenes, mantenidas expresamente en la más crasa ignorancia, contraviniendo la ley escrita{1}.

¿Cuáles pueden ser las reflexiones de la muchacha al despertar? Yo comprendo que una recién casada reflexionará y se sentirá “alguien”. ¿Ha sido dada? No, ha sido vendida. Y pagada. ¿Y si desde el instante que así lo entiende no quiere? ¿Y si, aleccionada por una experiencia bruscamente revelada, pretendiese escoger el huésped de una intimidad tan grande? Imposible; está encadenada por toda la vida. Es preciso que se prostituya con el hombre que su familia le ha designado y que ha aceptado sin saber por qué. ¿Se prostituye? Sí. No hay que entender tan sólo por prostitución el hecho, por parte de la mujer, de abandonarse a un hombre nada más que por placer: la muchacha que efectúa un matrimonio de conveniencia, se prostituye; la esposa que por deber acepte a su marido, se prostituye. La mayoría de las “mujeres honradas” no son más que prostitutas.

Cualesquiera que sean sus reflexiones al día siguiente, y por más que repita en su corazón lacerado los “si yo lo hubiese sabido”, la mujer queda unida definitivamente al que (afrentosa palabra de propietario) la ha poseído. Siendo esto así, no se subleva nadie. ¡Cosa extraña! Aun despreciando a su marido, la mujer debe permanecer en su compañía; y acostándose sola para huir de su contacto, a los ojos del mundo, como en muchas cosas, ella pasa por su “mujer”. ¿No es esto denigrante para ella? Quizás algún día encuentre un hombre a quien se entregará franca, noble y justamente, a despecho de las hipocresías del mundo. Esto será para ella su rescate, la redención de su cuerpo y de su corazón. A los ojos de la verdadera moral, la mujer se rehabilita en brazos del amante verdadero; lo mismo ocurre cuando la meretriz ama a un hombre gratis, desinteresadamente: este día, se purifica su alma y su cuerpo. Las caricias del amante borran las manchas del marido.

Se han jurado una porción de cosas: fidelidad, protección, ¡qué se yo! No hace falta tanto. Que se contenten con amarse, sin jurarse nada. El resto vendrá por sí solo.

También la joven desposada ha prometido fidelidad a este hombre, es decir, no hacer con ningún otro el acto que se le ha ocultado sigilosamente en las sombras del misterio. Ha prometido obediencia. Esta promesa, arrancada por la astucia, es un abuso de confianza, [9] y caería bajo los golpes de la ley si la ley fuese lógica. Menos mal si el compromiso fuese recíproco. Pero no. Chulo legal, sólo al marido se debe protección. Juramento, promesa ilusoria, por otra parte, que todos los códigos de la tierra son impotentes a garantir. Todo depende del asentimiento del marido. En verdad, él tiene todos los derechos; la mujer, ninguno{2}. La Iglesia y el Estado la ataron de pies y manos. Él es libre para tener una querida, diez queridas. Mientras no las acaricie en el lecho marital, la esposa no tiene derecho a quejarse; el Código nada tiene que ver. Convencido de haber “entretenido una concubina en la casa conyugal”, según dice el Libro de las Leyes, una simple multa invita al esposo ligero a mayor discreción. Por el contrario, el adulterio de la mujer es castigado con cárcel{3}. Parece un sueño. Esto es irrisorio. No se diría nunca que son los hombres quienes han hecho las leyes. ¡Castigar, y castigar con la cárcel, un ser, por haber –en la más estricta intimidad, y sin haber ofendido en nada la moral pública,– usado, como en un juego cualquiera, de lo que le pertenece! Es grotesco y monstruoso. ¡Atreverse a reglamentar semejante cosa! ¿Qué creer? ¿Son locos los legisladores o somos nosotros los idiotas? Los dos seguramente, ya que si ellos son locos al imponernos semejantes estupideces, nosotros somos unos idiotas al obedecerlas.

Contra tal tiranía, ¿busca la mujer un refugio en la huída? El marido, entonces, puede hacerla reintegrar en el domicilio conyugal{4}. Pero esto no ocurre recíprocamente. (En legislación no pasa como en matemáticas: los recíprocos no son jamás verdades.) La autoridad devolverá la rebelde al lecho del marido: y yo no dudo que la autoridad no permanecerá allí para comprobar la sumisión candela en mano, y también, en caso de resistencia, para prestar su apoyo. Pero es preciso que la última palabra la diga la ley.

Es siempre la antigua concepción, apenas transformada, del matrimonio por el rapto. La esposa no es la compañera, la amiga, el ser necesario que nos engrandece y nos completa, dualismo sagrado, unión de dos cerebros no menos fecunda que la de los sexos. Es la presa, el botín de guerra; es un objeto de consumo, casi una moneda de cambio, un exceso, la sobra destinada a mantener el fiel de la balanza de las transacciones. “Yo te doy tantos camellos, dicen los patriarcas de la Biblia, y mi hija además.” “Yo te cedo tanto territorio, dicen los reyes de la Historia, y mi hija para redondear el negocio.” “He ahí mi tienda, dice el patrono al primer oficial; yo te [10] la dejo: tómala, con mi hija.” Esta es menos que una bestia, un trozo de tierra, o una pieza de tela. ¡He ahí todo! ¡Qué desparpajo! Este estado de cosas es el que nosotros queremos que desaparezca y tenemos conciencia de tener una moral para todos{5}.

El hombre quiere pagarse la carne de virgen. Por esto conserva en la ignorancia a su futura mujer, y por lo mismo ha adicionado el deshonor a la entrega de la mujer fuera del matrimonio legal. El amor libre es una vergüenza para la mujer –pero no para el hombre– casi lo mismo que la pereza para el pobre –pero no para el rico. La una y el otro faltan a su obligación hurtando a su propietario. Y el furor de éste se concibe. Propietario: el marido no es otra cosa para la mujer. Propietario de su cuerpo, de su pudor, de su cerebro, de su libertad, de su salario, de su fortuna{6}, de su nombre, de sus hijos, hasta de los hijos que ella pueda haber tenido con otro{7}. Propietario de toda su personalidad, en una palabra. ¿Qué esclavitud física y moral ha habido nunca tan terrible, tan increíblemente terrible como ésta?

Nombre, familia, libertad, todo lo pierde la mujer al casarse. Le es preciso seguir por todas partes a su señor feudal. La expresión común es verdadera; su señor y su dueño. ¡Ella que creyó, al casarse, ser libre! ¡Pobrecita! No solamente no será ya más Isabel Ripaton, por ejemplo, sino que ni siquiera Isabel Croquenot. Será madama Atanasio Croquenot. Este simple cambio de palabras, en el que la mujer pierde hasta su nombre, en el que hasta parece perder su sexo, indica claramente que, entrando en el matrimonio, ha cesado de existir individualmente, para tornarse la cosa de Atanasio Croquenot. Casada, la mujer no es jamás una persona, es una dependencia, una anexa del marido.

¿De qué admirarse desde que él tiene derecho de vida y muerte sobre ella?{8} ¿Cómo admirarse de que, dadas las fatigas y sufrimientos de ella, los nacidos pertenezcan a él solamente?{9} Si las criaturas debieran pertenecer a alguien sería a la mujer, a la madre. El matriarcado es el más lógico de todos los agrupamientos familiares. [11]

Viuda, ¿puede ella adquirir poder, ser, en fin, una persona? Mucho menos. Será subyugada por los hijos, representantes de los derechos del marido, herederos del jefe de familia. Siempre será la señora viuda de Tal; no será jamás: una Tal. Todo cuanto podrá hacer, para disimular la forma de las antiguas cadenas, será someterse bajo un nuevo yugo.

Contrato financiero para tener a raya las picardías posibles de los dos cónyuges, para prevenir las sordas desconfianzas de los dos amados, la verdadera razón del matrimonio es el dinero. ¡Guerra al dinero! Muerto el interés, el vil metal, el matrimonio no tendría razón de ser. Que los ricos continúen asociando sus escudos, nada más natural; pero los pobres, ¿qué les obliga a sujetarse así, sino el propio amor a la esclavitud?

Pero, ¡ah!, existe el divorcio. Se ha concluido por comprender, al fin, que no es quizás muy humano dejar eternamente ligada una víctima a su torturador. Y se han especificado los casos en que la mujer podrá, después de una serie interminable de pruebas, romper sus hierros. Fuera de estos casos previstos y numerados, unirse a otro hombre es para ella una infamia, un «crimen de lesa sociedad», como dijo Prudhon{10}, enfadosamente inspirado el día en que tropezó con esta idea. Pero basta que gentes con patillas o calvos lo decidan desde el fondo de su gabinete para que la mujer pueda de repente, alta la frente, unirse a otro gentleman, con la aprobación de todas las personas decentes. Esto que, antes de la sentencia, era un deber frente a frente del primer caballero, será en lo presente una falta. Esto que hubiera sido una ignominia frente a frente del segundo gentleman, es ahora una obligación. Esto que ayer era blanco hoy es negro. Arreglad esto como podáis, y rebuscad, si es posible, en este pequeño juego de manos, en este embudo moralizador, en estas alforjas archilegales, por donde, como dicen los aldeanos, un cochino no hallaría sus retoños. ¿Puede uno no encogerse de hombros ante tales puerilidades? Hay, sin embargo, según parece, quien, tomando en serio todo esto, ensalza la importancia de las leyes.

No importa. El divorcio es un progreso, bien lo veo. Al menos para la opinión. Se comprende que el matrimonio puede romperse, que todo juramento es una mentira. Algo hemos ganado. Pero ¿por qué este ensayo tímido, rápidamente obstruido por las restricciones y los reglamentos? ¿Por qué no ir hasta el fondo? Permitir al Estado inmiscuirse en cuestiones de tal intimidad, entregarle todos los secretos de alcoba, todos sus pudores, dejarle interrogar, informar, examinar, suspender, discutir, epilogar y terminar, sin reírse o enrojecer, sus repugnantes oráculos, he ahí la verdadera infamia, la humillación más vergonzosa de todas, ante la cual el corazón se rebela y la moral se subleva. Vuestras debilidades y ternuras, ¡oh mujeres!, el amado misterio de vuestras existencias, todo esto es, de hoy más, conocido, inscrito, parrafado, anotado, copiado, conservado en los legajos que servirán de lectura erótica a los señores burócratas durante las horas de descanso. ¿No queréis reivindicar vuestra [12] dignidad, menoscabada en público, arrancar vuestro pudor de las manos de estos tunantes? ¿No queréis dejar de ser máquinas de fornicación patentada, carne del macho privilegiado, que se numera, que se mide, que se mira y se vigila como muchachas en tienda? El amor… he ahí lo que han hecho de ellos gobernantes: una cosa que se cataloga en los registros, que se obtiene con papel sellado, como un permiso de caza. ¡Vedlos! Desde que gira el mundo, los dogmas de todas las Iglesias, los códigos de todos los Estados, han cazado la mujer en la red de su prostitución. Por salir para siempre de este lodo nauseabundo, por salvar vuestro pudor de esta cloaca pestilente, sólo falta más que una cosa, ¡oh mujeres!; la libertad.

III

La moral pública es aquella que se ha escrito.
Félix Pyat

El matrimonio es una pura hipocresía. Volved los ojos en torno vuestro y os daréis cuenta: el matrimonio es monogámico y monoándrico, pero las costumbres son todo lo contrario. Para el hombre no cabe duda. Antes del matrimonio, más o menos, su poligamia es casi oficial. Mientras no trasciendan al público con escándalo, el mundo, la Iglesia misma cierran los ojos ante las pillerías del sexo fuerte. Un joven que se estime ha de haber tenido varias queridas, y yo sé de algunos que cambian de mujer más a menudo que de camisa. ¿En qué se diferencia esta poligamia desenfrenada de aquella de los harenes de los orientales? Me diréis que el europeo se casa con sus mujeres sucesivamente. Yo repito: ¿Donde está la diferencia? No nos paguemos de palabras: un turco, aunque fuese fuerte como tres turcos y no tuviese más que diez mujeres, jamás se me hará creer que las posea todas a la vez.

Después del matrimonio, ocurre lo mismo, la mayor parte de las veces con sordina, sin embargo. Hay maridos fieles, escrupulosamente fieles. Saludémosles. Pero la mayor parte no tienen este heroísmo; la mayoría no se descuidan, ante una ocasión propicia, de ofrecerse una cosa extra. Las buenas razones no faltan nunca: viajes, ausencias, indisposiciones… el deseo mismo las crea. No es esto un obstáculo. Para la mayor parte de los maridos, la esposa no es más que la favorita. A veces ni eso.

Se dirá lo que se quiera; pero un hombre que no haya conocido más que dos mujeres en toda su existencia, ya es un polígamo.

Hecha por los hombres, la opinión es mucho más rigurosa para el respeto de la virtud femenina. Sabemos la severidad de la moral burguesa y religiosa por aquello que llaman la falta de la mujer. No se tiene por menos que por un deshonor. Y por tanto… el sexo fuerte no puede usar de su privilegio, correr de la morena a la rubia, sin la condición de que el otro sexo haga otro tanto. ¿Por qué, pues, tal enojo? Esto no se explica, pero es así. El sentimiento es general. Aunque haya acomodamientos con el cielo de lecho, y que una buena dote baste para vencer escrúpulos, la mayoría de la juventud, en busca de esposa, repugna admitir una muchacha experta. [13] Y el buen pueblo clama favor para las solteras madres. A pesar de esto, el número de las que han faltado antes del matrimonio es considerable. Si las manchas a la vista son tantas, ¿cuántas no habrá clandestinas?

Si esto es así antes del matrimonio, ¿qué será después? Os lo dejo a vuestra consideración. Dada la reprobación para el que se dedica a este género de sport, comprenderéis que las esposas infieles no divulguen su infidelidad a gritos, sino que, por el contrario, tomen todas las precauciones imaginables; y se sabe que el cerebro de la mujer, envilecido por largos siglos de esclavitud, es fecundo en recursos. Añadid que, en la mayoría de los casos, los mismos maridos o las familias se cuidan de ahogar el escándalo y de extender, sobre su respetabilidad en peligro, un velo propicio Esto es decir que los adulterios que se descubren deben ser una ínfima minoría. Lo que no impide que llenen la gacetilla de los diarios que son la comidilla diaria de las comadres y porteros. ¿Cuál debe ser, pues, el número de irregularidades conyugales ignoradas? Espantoso.

Empiezo a creer que la poliandria es demasiado extendida en casa de las damas; es lo que decía Montaigne: «Las mujeres dan sus caricias a su marido difícilmente, pero a los buenos mozos tantas como se quieran.» Y no hablo de las prostitutas, porque, nueve sobre diez son poliándricas por necesidad, sino que voy mas lejos. Si hay deshonor para una mujer en conocer a dos hombres, tal como lo indica la guía del perfecto moralista, la viuda se deshonra al casarse de nuevo. Cuando se trata de la virtud se han de llevar las consecuencias hasta el extremo. Este es mi parecer. Sin embargo, las más virtuosas damas no hallan inconveniente en casarse siendo viudas. Bajo la salvaguardia de la Forma, no ven nada vergonzoso en acostarse sucesivamente con dos hombres o cuatro. Lo mismo que si dijéramos con cien mil, toda vez que la moral no puede ser una cuestión de cifras. Y si concedéis que una mujer puede cambiar de varón cada diez años, debéis admitir que pueda variar cada diez horas también. No veo la menor diferencia en estos dos casos, como no sea en la psicología de nuestra heroína. Pero esto a ella sólo le interesa. El hecho material es el mismo.

En verdad que la monogamia y la monoandria son contra natura. Quedan destruidas ante el simple hecho de que jamás, en un momento dado, existen un número igual de individuos de ambos sexos. Forzoso es buscar por encima de toda preocupación su correspondiente pareja entre ellos o ellas, ya en acto de ayuntamiento carnal. Al menos para algunos miembros de la sociedad esto se hace necesariamente imprescindible. ¿Con qué derecho haréis un crimen de lo que no es más que el resultado imperioso de las circunstancias? Aquí sí que se manifiesta la perfecta inutilidad de las leyes. Desde que existen, las reglamentaciones matrimoniales y otras, nunca han impedido al individuo seguir sus pasiones; las leyes se limitan a hacerle más desgraciado, a imputarle crímenes que no existen más que en la imaginación depravada de los legisladores, para torturarle en su pensamiento y en su carne, para poder arrancarle la dulce alegría de vivir. Es preciso que esto acabe. Es necesario que la dicha de cada uno no esté a merced de un puñado de locos y de pillos.

Si hay una cosa que debe ser, antes que todo, de orden privado, es muy natural que sea el amor. Tan delicadas y especiales son las [14] relaciones sexuales, que se vacila en hablar de ellas. ¿Con qué derecho el Estado se atreve a intervenir en esta suerte de cosas, con su pata pesada y sucia? El Estado es el gran vigilante. Este zamborotudo se lo permite todo. Pronto, por poco que los colectivistas se junten, habrá, no lo dudéis, un ojo en el fondo de todo servicio de alcoba, y veréis como seremos conminados, bajo pena de muerte, a limpiarnos con papel sellado. Nuestra paciencia es mucha, pero se abusa de ella.

La pretensión de querer regir los menores actos de la vida de las personas, es irrisoria, cuando no es abominable. ¡Oh moral, qué de crímenes se cometen en tu nombre!

En cuestiones del amor, más que en otras, esta pretensión es absurda. Dejemos la moral tranquila y no conduzcamos la virtud por senderos que no debe conocer. La moral es no oprimir a las personas; la virtud es respetar la libertad ajena. Que plazca a algunos unirse definitiva o provisionalmente es asunto propio. A nadie le importa, y mucho menos al Estado.

Se sabe ya que la moral nada tiene que ver con las relaciones sexuales. El amor es una función fisiológica, como la de comer o excretar. Es un acto independiente que no trae consigo ni el honor ni el deshonor, y nada tiene de vergonzoso frotar su vientre contra el vientre de A o B como no lo hay en chocar su vaso contra el de X o Z. «El amor no tiene más importancia que el comer o el andar. Solamente bárbaras costumbres, establecidas sobre el principio de la esclavitud de la mujer, propiedad del macho, pudieron dificultar esta verdad. Se aplacan a su debido tiempo los apetitos del estómago y los deseos de la locomoción; éstos no tuvieron en la vida humana el lugar absurdo que ocupa la lujuria, cosa prohibida, misteriosa, ilícita para las leyes de veinte siglos que conceden a un macho la propiedad absoluta de la mujer conquistada, o reservándola desde un principio para sí solo. El amor guarda, en las imaginaciones, la supremacía, porque suscita las rebeldías, los excesos y las pasiones enfáticas, siempre en torno de una ley restrictiva de los apetitos humanos. Los primeros vencedores bárbaros se atribuían el derecho de dispensar la vida, los honores y el amor. La humanidad ha reconquistado su derecho a la vida. El proletariado reconquista su derecho a la nutrición. Los pueblos acabarán por reconquistar el derecho de reproducción.»{11}

Donde aparece la moral ultrajada es cuando el amor deja de ser libre, es cuando se convierte en una obligación para el individuo, sea por otro individuo como en el caso de la violencia, sea por las convenciones sociales, como ocurre hoy día en la mayoría de los casos: muchachas que, ante la imposibilidad de ganarse la vida, son obligadas a venderse (por la prostitución o por el matrimonio); obreras y sirvientas se prestan a los caprichos del patrono para no perder su plaza, etc. Aquí la moral está por los suelos, ya que donde hay violencia hay crimen.

Después de haber mostrado lo odioso que es el matrimonio, hemos evidenciado su inutilidad, puesto que no impide que las costumbres sean como son. Lo que un día serán, nadie lo sabe. [15] La humanidad, habiendo empezado la promiscuidad, da lugar a entender que tiende a todo lo que significa amor libre, de la misma manera que tiende a la paz, por haber comenzado con las luchas. Pero cualesquiera que sean sus destinos, no serán las miras estrechas de algunos legisladores las que adoptará, fruta seca de todas las profesiones, fracasados de todas las carreras.

Dejemos, pues, a las personas libres moverse a su gusto, y cambiar de compañía todas las semanas si así les conviene. Hay naturalezas volubles, las hay constantes. Cada uno seguirá su camino, aquel que le indique su temperamento, y, no chocando con barreras inútiles, estúpidas, y reglamentos absurdos, el mundo andará mejor.

Pero, al grito de libertad, el rebaño de los serviles se agita. Parece que, privados de sus cadenas, no pueden vivir; que el aire no entrará en sus pulmones si la autoridad no acude a poner orden; que la comida se estacionará en su garganta si el magistrado de enfrente no acude para decir: «¡Alimentos, pasad!» La autoridad les ha petrificado de tal modo, que nada saben hacer sin ella; y, parecidos a la mujer de Sganarelle, quieren ser castigados. ¡Pobres gentes, que se imaginan que las leyes les protegen! ¿Acaso todos los códigos de la tierra han impedido jamás que un marido abandone a su mujer? Por el contrario, le conceden terribles derechos, y éstos saben hacerlos respetar siempre en favor del hombre. La ley no es buena más que para castigar; es impotente para consolar y para curar. Es impotente para cambiar la naturaleza del hombre. Afortunadamente, porque esto sería desastroso. Y, no pudiendo cambiarla, se contenta con cubrirla con el velo de la hipocresía. ¿Para qué? Carecemos de sinceridad.

El espíritu de propiedad es el que ha hecho todo el mal{12}.

El hombre no puede resolverse a decir a la mujer: «¡Eres libre! No me perteneces, tú no perteneces a nadie más que a tí sola». Mucho mejor que compañera, ha creído ventajoso reducirla a bestia de carga, sin que se le ocurra otra cosa. Se habla del respeto de la mujer, pero yo no lo veo en parte alguna, antes, por el contrario, veo a la mujer envilecida, ultrajada, destinada a los más bajos oficios. Los mejores de entre los hombres ven en ella una sirvienta, buena para todo (aquí está bien aplicada la palabra), que repasa la ropa, que les evita los trabajos enojosos o sucios, se ocupa en la cocina durante el día, siendo complaciente por la noche. Así no se ha de [16] pegar una sirvienta y una querida; la misma asume las dos funciones. Es una considerable economía. ¿Mujer casera o cortesana? Las dos cosas. Pero esclava de todas maneras.

Lo más enojoso del asunto es que, deprimida por la religión, y venal por una tan larga servidumbre, consolada de todas sus vergüenzas por medio de cintas y abalorios, la mujer apenas es consciente de la iniquidad que pesa sobre ella y acepta su suerte voluntariamente. El dinero, que desmoraliza todas las acciones humanas, pervierte, sobre todo, las relaciones sexuales. Entre los amantes introduce su olor de podredumbre, y los más desinteresados no escapan del todo a su contagio. Mientras el dinero exista, no esperéis que la unión libre, franca y pura sea posible; tanto fuera como dentro del matrimonio, el hombre no puede escoger más que entre dos actitudes igualmente impropias: pagador o pagado, entretenedor o entretenido. La sociedad se ha portado bien con nosotros, ha puesto su argolla de hierro sobre nuestros hombros y nos ha dicho sonriendo: «¡Menéate un poco!» Imposible para el hombre honrado vivir indemne de toda mancha. No nos libramos de un yugo más que para caer en otro, y no evitamos el matrimonio sino para caer en esa cosa equívoca estigmatizada con una palabra despreciada: concubinaje.

Esta moral que nos ahoga, y que es todo lo contrario de la verdadera moral, ¿es otra cosa que la supervivencia tenaz y desesperada del prejuicio religioso, con su mentiroso menosprecio para los goces de la carne? Hemos echado a Dios del cielo, pero existe entre nosotros bajo la forma de gobierno. Desterremos la autoridad de la tierra y fundemos la gran moral humana, sin más fin que uno: la felicidad de los individuos. «Murieron los dioses: y ahora, queremos que el hombre viva.»{13}

——

{1} Todos los matrimonios en que la futura mujer no haya sido expresamente instruida de las cosas de la reproducción son, a los ojos de la ley misma, nulos, puesto que el consentimiento de la desposada no ha sido dado. «No hay matrimonio, porque no hay consentimiento.» (Código civil francés, art. 146.)

{2} Por ejemplo: sin la autorización o concurso del marido, la mujer no puede estar facultada para dar, enajenar, hipotecar, adquirir; cosas estas que el marido puede hacer por si solo.

{3} Este artículo (337 del Código penal) es tan odioso que raramente es aplicado por los jueces.

Este es un ejemplo, entre otros, de la inutilidad de las reformas. Importa poco que las peores injusticias estén inscritas en el Código, si el público no las consintiera. Los magistrados se guardarían bien de indignar a la opinión. Por otra parte, las reformas más humanas serán letra muerta si el público no se interesa por ellas. No es en los votos de una asamblea donde las leyes encuentran su apoyo o su acogida: es en el cerebro de la multitud. A esta precisa reformar, pues.

{4} «La mujer queda obligada habitar con su marido y seguirle por todo donde él juzgue a propósito para residir.» (Código civil, art. 214.)

{5} «Entre los Afghanes, la mujer es una cosa talmente venal, que el valor “hija” se ha trocado en una unidad monetaria equivalente a sesenta rupias.» (Diccionario de las ciencias antropológicas: artículo Mujeres.) La mujer fue un objeto de consumo; muchos de los primitivos comían, y comen aún, sus mujeres. En fin, es considerada aún casi en todas partes como una bestia de carga, a ella es a quien se la aplican los trabajos más enojosos, los más denigrantes y siempre los más pesados.

{6} «El marido es el solo administrador de los bienes de la fortuna.» (Código civil, art. 1549.) «El marido administra solo los bienes de la comunidad.» (Art. 1421.) «El marido tiene la administración de todos los bienes personales de la mujer.»

{7} Es axiomático en derecho que: Is pater est quem nuptiae demostrant; dicho de otro modo: Padre lo es el marido.

{8} «En caso de adulterio, la muerte de la esposa cometida por el esposo, así como la del cómplice, hecha en el instante en que les sorprende en flagrante delito dentro de la casa conyugal, es excusable.» (Código penal, art. 924.) ¡Y tampoco es recíproca esta exención de pena tratándose de la esposa!

{9} «Sólo el padre ejerce autoridad sobre el hijo.» (Código civil, art. 373.) Por eso los hijos aman más a su madre.

{10} El adulterio es un crimen de lesa sociedad. (¿Qué es la propiedad?, página 220.)

{11} Paul Adam, L'Année de Clarisse, cap. VIII.

{12} La fidelidad conyugal es una cuestión de propiedad: no de moral, y esto que llamamos celos no es más que un instinto de propietarismo. La prueba mejor es que, en la mayor parte de las naciones salvajes –depositarias tardías de las costumbres de nuestros antepasados–, la hija es libre de entregarse a quien le parezca. ¿Por que? Porque ella a nadie pertenece aún. Una vez casada, por ejemplo, le es impuesta la fidelidad más rigurosa: el marido tiene derecho a castigar a la adúltera por medio de la muerte… a menos que él consienta este desahogo corporal prestándola al amigo o al huésped.

El parecido de la mujer con un objeto poseído es enteramente igual. En nuestras costumbres actuales, hijas de las costumbres primitivas, este parecido es atenuado, disimulado por una porción de convencionalismos y hermosas palabras, pero existe. Y eso del honor nos viene de una tradición de las edades prehistóricas, conservada en nuestros códigos y que da al marido moderno el derecho de vida y muerte sobre sus esposas.

{13} Nietzsche, Así hablaba Zarathustra.

Proletarios: Se os recomienda que leáis y déis a leer a vuestros compañeros

¡Huelga de Vientres!

Medios prácticos para evitar las familias numerosas

De las comparecencias del autor ante los tribunales resultan las resoluciones judiciales siguientes que declaran que estos medios:

«No constituyen ofensas a la moral pública.» Juicio por Jurados, 16 Marzo 1906.

«No son pornográficos.» Juicio por Jurados, 7 Junio 1906.

«La publicación de los medios preventivos de la fecundación no producen escándalo público.» Juicio por Jurados, 2 Julio 1908. (Audiencia de Barcelona, Sección de lo Criminal).

Es un breve pero muy instructivo folleto de propaganda neo-malthusiana, más eficaz que cualquier tratado teórico; está escrito en sentido claro, conciso y sincero para alcanzar un fin práctico.

El solo hecho de haber sido ya traducido a varios idiomas muestra claramente la utilidad de la lectura de este folleto que, en muy corto espacio de tiempo, ha adquirido popularidad universal, a juzgar por las varias ediciones que rápidamente se han agotado.

Va dedicado muy especialmente a los proletarios y ningún trabajador consciente ha de dejar de leer y practicar la ¡Huelga de Vientres! 10 céntimos ejemplar.

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Biblioteca Editorial Salud y Fuerza

Obras publicadas

1. En pro del trabajo, 10 cénts.

2. Crimen y Criminales, C. S. Darrow.
3. Exposición de doctrinas neo-malthusianas, L. Bullfi.
4. Aplicación del obturador uterino, ilustrado con tres figuras en el texto. Un tomo [2+3+4], 10 cénts.

5. Individualismo e individualismo, M. Dubinsky, 10 c.

6. Las bases Morales y sociológicas de la Anarquía, P. Gori, 10 c.

7. La unión Revolucionaria, J. Grave. 10 c,

8. La libertad, B. Lazare, 10 c.

9. ¡Huelga de Vientres! Medios prácticos para evitar las familias numerosas, L. Bulffi, 4ª edición aumentada, 10 c.

10. Inmoralidad del matrimonio, R. Chaugui, 10 c.

11. La mujer desde el pasado al porvenir, J. Sergi, 10 c.

12. Crescite et multiplicamini (Creced y multiplicaos), Juan de l'Ourthe, 10 c.

13. El problema de la población, S. Faure, 10 c.

14. La mujer esclava, R. Chaughi, 5 cts.

15. Generación Consciente, Obra ilustrada con 18 grabados y figuras anatómicas, aparatos y objetos de preservación sexual, F. Sutor, 50 c.

16. La mujer pública, P. Robin, 5 c.

17. El individuo y la masa y La educación de la libertad, A. Pellicer, 10 c.

18. Malthusianismo y Neo-Malthusianismo, M. Devaldés, 10 c.

19. Las guerras y la densidad de la población, Dr. J. Rutgers, 10 c.

Dignidad, Libertad e Independencia, Dr. Ch. Drysdale, 10 c.

Salud y Fuerza
Revista Neo-Malthusiana ilustrada. Aparece mensualmente.
Precios de suscripción anual: ptas 2,00

Colección completa del número 1 al 12, ptas. 2,00
Colección completa del número 13 al 24, ptas. 2,00
Año corriente de suscripción: del número 25 al 36, ptas. 2,00

En prensa: Compendio de la Historia del Socialismo, por A. Hamon

Los pedidos acompañados de su importe en libranza del giro mutuo o sobre monedero, diríjanse al administrados de Salud y Fuerza. Calle Tapinería 27 y 29, pral. 1º. Barcelona, o a sus agentes y representantes en el extranjero.

[contracubierta]

[Transcripción íntegra del texto de un opúsculo de 16 páginas. Se han renumerado las notas a pie de página.]