Memorias de Fray Servando Teresa de MierJosé Servando de Mier Noriega y Guerra

Fray Servando Teresa de Mier

Memorias

< Primera parte >

 
III
Las pasiones, bajo el disfraz de censores, calumnian a la inocencia

Decían los conquistadores de los indios que eran esclavos a natura. ¿Será verdad de sus antecedentes? Siendo puestos en acción por algún europeo poderoso contra sus paisanos, no hay esclavos más leales, aduladores más viles, ni perseguidores más enconosos y rateros. Escogió el arzobispo por censor a Uribe, porque ya se sabía su opinión en lo que había escrito de Guadalupe y porque todos sabían que no podía decir, como San Pablo, nunquam fuimus in sermone adulationis, sicut scitis. Omaña tenía por imagen de su devoción un retrato magnífico del secretario del arzobispo, Flores; y, en efecto, se me aseguró que no había hecho más que conformarse con el dictamen de Uribe como una criatura. Su censura demostrará que fueron mandados hacer.

Apenas se pasó a su censura mi sermón en el borrador que había entregado, cuando representaron al arzobispo que no podía ser aquel el sermón que había predicado, porque absolutamente no había motivo para tanto escándalo, que seguramente habría predicado otras cosas, según decían varias personas. ¿Por qué no se compulsaba su testimonio? Serían del vulgo, que todo lo exagera y trastorna. ¿Qué tiempo había tenido para fabricar un borrador que ocupa siete pliegos en los autos, cuando no me alcanzó para hacer la primera parte del sermón que iba a predicar el domingo infraoctava en las Capuchinas? Yo no había predicado en un desierto, y con leer mi sermón a tres o cuatro canónigos de Guadalupe se sabría la identidad. El arzobispo la tenía ya averiguada, pues habiendo sabido que yo lo había leído antes de predicar al doctor [97] y maestro Alcalá, lo llamó, y no sólo le certificó que era el mismo, sino que le hizo ver al canónigo Bruno, comensal del arzobispo y encargado del negocio, por las señales de mis dedos estampados en el papel, que allí mismo lo había estudiado; pero que como orador ejercitado había dejado para el calor de la acción los últimos periquitos, como dicen. Efectivamente era así, y todos mis sermones, sin excepción, estaban en borradores, empero completos como el presente. La consecuencia, pues, verdadera que debía inferirse de la representación de los censores, era que por su propia confesión mi sermón no contenía ninguna cosa digna de escándalo; que el arzobispo fue quien lo excitó de propósito para motivar el proceso; y que si los censores hallaron después motivo de censura, obraron contra su conciencia para complacer a su comitente.

No obstante, desde que me quitaron mi borrador, había copiado el sermón de mi memoria, que, por consiguiente, estaba en limpio; y como se ve en los autos, no se distinguía del borrador sino en algunas expresiones más afinadas, y en una u otra especie que, como la copia era para mí solo, añadí de las que había suprimido en el pulpito por la brevedad. Cuando, pues, a instancia de los censores se me pidió otro sermón, lo entregué. Y para hacerles ver mi sinceridad, contra la que injustamente sospechaban, les entregué, sin que me lo pidiesen, los apuntillos que tenía de Borunda sobre los jeroglíficos que él creía ver en la imagen, todos mis borrones aún en tiras de papel, y hasta el pedazo de sermón que tenía para las Capuchinas. Tanto era el candor con que yo procedía, muy ajeno de imaginar que en eso había Uribe de ir a fijar su censura. Ya me habían dicho que era maligno; pero no lo creía tanto.

Entregado todo esto al notario, sacó un papel, y leyendo en él, todo pensativo y misterioso, comenzó a hacerme de parte de Uribe algunas preguntas tan insidiosas, que el notario se enredó, y me preguntó algunos absurdos, como si las pruebas que yo tenía del sermón eran de autores [98] infalibles, inmutables e invariables. Toda esa jerga se reducía a saber si tenía más pruebas, o si estaban en autores impresos, únicos que respetasen sus obras como el señor Don Quijote de la Mancha. Claro está que si el sermón merecía censura, no tenían más que darla; y en la respuesta sabrían mis pruebas. Pero, o me querían condenar sin oír, como lo hicieron, o se quería dar una censura, y se temía aventurarla contra las pruebas que yo pudiera tener (expediente de autores impresos, &c). También se me preguntó si sabía mexicano, aunque yo tenía más derecho para preguntar si lo sabían los censores para juzgar de un sermón todo fundado en frasismos de la lengua. Uribe dice en su dictamen que él no lo hablaba; pero que había estudiado la gramática, y que su compañero había sido cura de varios pueblos de indios. Es decir, que Uribe era como aquellos gramáticos macancones que han estudiado la gramática en el aula, y no hablan latín, ni lo entienden. Y Omaña sabía algunos términos machucados, que es lo que saben muchos curas para preguntar a los indios casaderos su consentimiento, y tomar los derechos. Si hubiese sabido más, no hubiera usado Uribe de este circunloquio. Pero asegura que según su gramática todos los términos de Borunda estaban bien explicados.

Llegándoseme a preguntar de Borunda, en lugar de decir que él me había instruido en aquellos términos e ideas, dije haberlas tomado de su obra, porque aunque no la había visto, sabía que las contenía. Viendo fraguado el rayo, quise más bien recibir yo todo el golpe, que hacerlo resentir sobre un infeliz padre de familia, que si me había sorprendido y engañado, era con buena intención. Borunda pagó mal la mía, porque en España vi en los autos una esquela a Uribe, en que procuraba echar el cuerpo fuera, cuando ni yo había imaginado en mi vida tal sistema, ni me hubiera atrevido a predicarlo sin sus pruebas incontrastables. Aún se atrevía a llamar a mi sermón rudis indigestaque moles, cuando confiesan los censores que sin la clave de mi sermón, que contenía la quinta esencia [99] de la obra de Borunda, les hubiera sido imposible penetrar en su inextricable laberinto. Acaso por su lectura yo tampoco hubiera hallado salida; pero él hablaba mejor que escribía, y mi sermón era sólo análisis de lo que le oí.

El dictamen de Uribe, en su mayor parte, está sobre el género de la impugnación del padre Isla al cirujano, que es una burla continuada, sin decir un ápice de substancia. Asienta que Borunda desbarraba sobre el punto de antigüedades americanas, como Don Quijote sobre caballerías, y se ocupa en comparar varios pasajes de su obra con las aventuras del caballero de los Leones. Es necesario hacerse cargo que la obra de Borunda no está más que en borradores. No hay duda que hay pasajes muy ridículos, como también en nuestras leyes de partida hay etimologías ridículas. Esta es una pensión anexa a la profesión de etimologistas y anticuarios, sin que por eso dejen de hacer útiles descubrimientos, ni sus yerros de conducirnos a grandes verdades. Es condición del entendimiento humano tocar siempre los extremos antes de opinar con el medio. A mí me parece que Uribe, en todo su dictamen, da también tales tropezones, que se le podría comparar con el caballero de los Espejos{1}.

Pondré tres ejemplos, dos en el género serio y uno en el jocoso. Sea el primero sobre decir que Borunda adopta el desatino de Paw de una inundación en nuestro Continente. Paw, que parece escribió sus investigaciones americanas dentro del círculo polar, según su absoluta ignorancia de las cosas de América, y a sugestión de un español escribió contra los americanos (como dice Carli), con una pluma teñida en sangre de caníbales, dijo que la América entera es un continente acabado de salir de las aguas. [100] Por consiguiente, todo lleno de pantanos y lagañas hediondas y mortíferas, incapaz de madurar ninguna fruta y sólo capaz de producir juncos, reptiles y espinos; que de sus corrompidos estanques ha saltado una casta de ranas llamadas indios, especie media entre los hombres y los monos orangutanes. Estos son delirios dignos de una jaula.

Pero que en el terremoto violentísimo de veinticuatro horas que sumergió la isla Atlántida, casi tan grande como la Europa, la inundación alcanzase a algunas partes bajas o de nuestro Continente, está muy lejos de ser un desatino. Si Uribe hubiera leído la Atlántida de Baily, las cartas sobre la misma del eruditísimo conde Carli, y hubiese visto las cartas hidrográficas de los ingleses sobre el mar Atlántico, considerado los ángulos entrantes y salientes de las Antillas, que se corresponden, y la dirección de sus ríos todos de hacia el Continente, hubiera creído que no son sino las partes más altas del terreno sumergido, las medallas de su inundación.

Cuando los nuestros arribaron a las Antillas hallaron en ellas la tradición de haber pertenecido al Continente; y Hervás lo prueba por analogía de sus lenguas con las de las costas vecinas. Así como prueba con las lenguas de América lo mismo que consta de sus monumentos, que se pobló de gentes del Asia por una parte, y por la otra de gentes que subieron de la Atlántida. Aún se conserva en mexicano la palabra atl para decir agua. ¿De qué nación pueden venir las columnatas de mármol sepultadas en los arenales de la costa de Veracruz? ¿Cuál puede ser la cuarta de las cuatro célebres épocas de los mexicanos?

Pero esto no tiene relación alguna con mi sermón. Tiene alguna el segundo ejemplo. Borunda, para disculpar lo maltratado de la imagen de Guadalupe, sin perjuicio del milagro que él creía de la conservación, imaginó que tal vez aquello provenía de haberla maltratado los apóstatas cuando la persecución de Huemac, a lo que puede aludir la fábula del desuelle de la madre de los dioses, o Tetehuinan, [101] antigua reina de los mexicanos, porque está claro que esta es una alegoría.

Uribe comienza por equivocar enteramente la fecha de la época del desuelle de la Tetehuinan, y luego dice que aunque es cierto que ahora ya la imagen no se conserva, los colores están saltados todos, y todo el lienzo no poco lastimado; no estaba así en 1666. Y ¿de dónde consta? Lo hubieran dicho los pintores y médicos de entonces. O no lo hubieran dicho, pues lo callaron Bartolache y sus pintores, aunque en sus inspecciones, a que asistió Uribe, vio el descalabro de la imagen. Hay en todo esto, por temor del vulgo, más superchería de lo que se piensa, indigna de cristianos en materia de religión, en que la mentira no es pecado leve. Así como Bartolache confiesa que se han puesto, sin duda, en la imagen manos atrevidas, corrompiendo el divino original, y restan (dice) rasgos, pintorrajos, &c., así el padre Florencia, que asistió a las inspecciones de 1666 para disculpar lo maltratado del lienzo, dice que le contaron que antiguamente alguno imaginó pintar una orla de ángeles alrededor de la imagen, para que le hiciesen compañía, y despintándose como de pincel humano, quedó la imagen descascarada, satisfacción no pedida, acusación manifiesta. Estos cuentos prueban que la imagen estaba ya de antiguo maltratada, y se le han querido hacer retoques. Y no se debía hacer un crimen a Borunda de buscar siquiera en el país de las fábulas algún ripio con que tapiar los agujeros que por todas partes minan la pretendida tradición.

El dictamen de médicos y pintores de 1666 fue dado más por entusiasmo que por juicio en un tiempo que no se conocían ni la buena crítica ni la buena física. El de los pintores ya está reprobado por los de Bartolache, y el de los médicos causa compasión. No digo de ciento treinta y cinco años, de trescientos años se conservan en México muchísimas pinturas intactas, de que en Santo Domingo hay varias, a pesar de la humedad salitrosa del aire. Aquellos médicos habían oído cantar el gallo sobre [102] el milagro de la conservación de los cuerpos de los santos; pero ni ésta se admite a prueba, sino después de haber probado las virtudes heroicas, ni se da por milagrosa, sino la conservación de las partes moles, porque la desecación, dice Benedicto XIV, es una verdadera corrupción. Deberían, pues, primero probar lo sobrenatural de la pintura, y después, para probar algo, probar que en la imagen se conservaban frescos los colores. En lo demás, ¿qué milagro se había de probar con la conservación de ciento treinta y cinco años, si es pintura de indios, cuyos colores se conviene en que eran indelebles, y vemos sus pinturas anteriores o coetáneas a la conquista que han andado rodando con colores tan vivos hasta hoy que pasman?

Tercer ejemplo. Para interpretar los jeroglíficos mexicanos se necesita un conocimiento profundo de la lengua y una grande lectura de los maestros de los indios, únicos que puedan enseñarnos algo, porque se ha perdido la clave; y a dar una general (si es posible) ha dirigido Borunda sus esfuerzos. Uribe, que no tiene ni aquel conocimiento ni esta lectura, se puso a refutar con las armas del ridículo la manera con que Borunda descifra los jeroglíficos. Y para esto, como eco del vulgo escogió un pasaje que le había chocado en mi sermón. Descifrando conforme a Borunda los jeroglíficos de la imagen, dije que representaba la Encarnación, como lo indicaba el vientre abultado de la imagen, y sobre él el nudo de su cintura, llamado en mexicano tlalpi-li, que por sus partes componentes significa el principal de la tierra. No sé por qué chocó tanto al vulgo. ¿No ha estado preñada la Virgen? Nunca ha sido más digna de veneración que cuando tuvo el Hijo de Dios en sus entrañas: de ahí le vienen todas sus prerrogativas, como ella lo confesó en su cántico: Ex hoc beatam me dicent omnes generationes. Y ¿no dicen que está pintada conforme a la mujer del Apocalipsis y aún se lo hicieron decir a la Congregación de Ritos in ea fere specie? Pues la mujer del Apocalipsis no como quiera [103] está encinta, sino de parto. Signum magnum apparuit in caelo: mulier amicta sole, et luna sub pedibus eius: et in capite eius corona stellarum duodecim: et utero habens, clamabat parturiens.

Pero, ¿qué dice Uribe?; que se seguiría (porque todo el dictamen es de consecuencias) que toda india fajada que llevase el nudo encima del vientre sería Virgen Madre de Dios, lo que sería la herejía más heretical del mundo. ¿De veras? ¿Con que no se podría decir que la corona que lleva Uribe en la cabeza, indica que es sacerdote de Jesucristo, porque se seguiría que los sacerdotes de los ídolos, que también llevaban corona, y por eso las prohibió el Concilio Iliberitano a los sacerdotes cristianos, eran sacerdotes de Jesucristo? No se podía tampoco decir que las coronas imperiales y reales puestas a las imágenes de la Virgen indican que lo son de la Madre de Dios, Emperatriz y Reina de los cielos y la tierra, porque se seguiría que todas las emperatrices y reinas lo eran de cielos y tierra como Madres de Dios.

Seguramente yo no soy un nahuatlato; y creí a Borunda que lo es, porque peritis in arte credendum est; por lo que había leído en Torquemada, Boturini y Clavijero, no me pareció tan irracional el modo borundiano de interpretar los jeroglíficos, y mucho menos me parece racional el método uribiano de refutarle. Que se presente, por ejemplo, una pintura de los emperadores Acolhuas o de Tezcoco. ¿De quién es esta primera figura? Del emperador Xólotl. No, diría Uribe, porque se seguiría que todo tuerto casasola es el emperador Xólotl. ¿De quién es esta otra figura? Del emperador Netzahuatlcoyotl, porque tiene al lado una cabeza de coyote boquiabierta, que es como decir coyote hambriento, y eso significa Netzahuatlcoyotl. No, porque se seguiría que todo coyote que viene a robar gallinas porque está hambriento es el emperador Netzahuatlcoyotl. Dice el jesuita autor de la historia del verdadero Quetzalcohuatl que alcanzó a ver en el colegio de San Pedro y San Pablo los retratos de los reyes [104] mexicanos, y a lo último estaba Cortés con su nombre también en jeroglífico mexicano, y era una jicarita de palo, en mexicano caoctl, con unos pececitos dentro, en mexicano ahuatli: de suerte que el nombre de Cortés nacionalizado era Cohuatli. No, porque se seguiría que toda batea de india con ahuautli es Hernán Cortés. Dice Torquemada que como los primeros misioneros enseñaban a los indios el pater noster en latín, ellos, para retenerlo en la memoria lo escribían a su manera, y pintaban una banderita que es pantli y una tuna que es nochtl. No, porque se seguiría que dondequiera que haya bandera y tuna hay pater noster. Fraseando a lo Uribe, ¿hay desatino más desatinado que este modo de impugnar la interpretación de los jeroglíficos mexicanos?

Pero vengamos a la censura que me toca directamente, y se divide en particular y general. Quien oyó al arzobispo predicar en su edicto que según los censores mi sermón contenía errores, blasfemias e impiedades, creería que, en efecto, se habían hallado esa mina de carbón: Pero ya los oímos confesar no haberlos hallado, ¡cosa digna de escándalo!, en el borrador. Tampoco hallaron nada en el sermón; y aún creo que a su influjo los frailes saquearon los papeles de mi celda en busca de carne podrida sobre qué picar. No encontrándola, se pusieron a escarbar en el fárrago de mis borrones y los apuntillos que entregué de Borunda. En éstos vieron una proposición, a la cual creyeron se podía dar un mal sentido, y otra en una tirilla de papel, donde yo había puesto unos tres renglonsuchos, inexactos y abandonados. Sobre ambas se pusieron a revolotear escolásticamente los dos cuervos para saciar su hambre de podredumbre. Esto era lo mismo que querer probar que un hombre hiede, porque huele mal alguno de sus amigos, o los excrementos que dejó en las secretas. Veamos, sin embargo, cuáles son las proposiciones y la censura.

Ya dije que Borunda, hallándose con la luna negra de la imagen, que pintaban así los indios por alusión a su [105] génesis mitológico, convirtió su color ingeniosamente en jeroglífico que simbolizaba el eclipse de la muerte de Cristo; pero añade en sus apuntes que los indios lo ponían a los cinco días de luna nueva. Yo omití esta erudición en mi sermón, porque no me hacía al caso, porque no sabía cómo Borunda sacaba este cálculo, y porque siempre había oído decir que aquel eclipse fue en plenilunio. La censura es que de ponerlo en luna nueva se seguiría que no fue milagroso; y eso es contra la fe. Lo que sigue, en verdad, de tal censura, son cuatro defectos en mis censores: malignidad contra mí, malignidad contra Borunda, falta de Física y falta de Teología.

Malignidad contra mí, porque censuran esto como si se hallase en mi sermón, y no se halla ni en el borrador. Malignidad contra Borunda, porque no dice que el eclipse fue a los cinco días de luna nueva, sino que así lo ponen los indios, y esto puede ser una verdad santa. Es herejía negar que Jesucristo es consustancial al Padre; pero es una verdad santa decir que Arrio lo negaba. Falta de Física, porque, según ella, no se sigue que tal eclipse no fuese milagroso, lo primero, por universal, y ningún eclipse de sol lo puede ser naturalmente en la tierra. Proviene de la interposición de la luna entre ella y el sol, y como la luna es menor que la tierra, no puede ocultarle enteramente la luz del sol. Lo segundo, duró tres horas, y ningún eclipse de sol puede naturalmente exceder de un cuarto de hora, por la rapidez con que un planeta pasa bajo del otro. Lo tercero, porque para que se verifique un eclipse natural es necesario que sea en lo que astronómicamente se llama nodos, y era necesario probar que en el quinto día de la luna nueva del mes y año en que Cristo murió se habían encontrado aquellos planetas en sus nodos para que el eclipse pudiese haber sido natural. Falta, en fin, de Teología, porque lo que enseña la Escritura fue que hubo tinieblas en la muerte de Cristo, y los padres de la Iglesia las explican sin recurrir a eclipse, como San Crisóstomo, que dice provinieron de nubes opacas y [106] espesas que se pusieron sobre Jerusalén, porque no todos los padres opinan que fueron las tinieblas universales. Por estas sentencias de los padres y los argumentos de los filósofos, que objetan habría habido un trastorno general en los calendarios de las naciones, &c. Benedicto XIV dice que para salvar la Escritura basta decir que el sol contrajo sus rayos. La especie de un verdadero eclipse se hizo común en la Iglesia, porque en los siglos bajos se hicieron comunes las obras atribuidas a San Dionisio Areopagita, que dice lo vio; hoy ya no se tienen por suyas.

Pero, aun supuesto verdadero eclipse, ¿de dónde le consta al Sr. Uribe que fue en plenilunio? Dirá que la Escritura mandaba celebrar entonces la Pascua. También nosotros la debemos celebrar en plenilunio, y como en tiempo del Concilio Niceno concurría éste en el domingo siguiente al día 14 de la luna de Marzo, se mandó que entonces se celebrara. Mas separándose poco el plenilunio de ese día, venimos a celebrar la Pascua muchos siglos tan distante del plenilunio, que en 1586 la celebramos hasta diez días después, que se suprimieron en la corrección gregoriana. Todo por falta de Astronomía. Así no basta tampoco que la Escritura mandase celebrar la Pascua en plenilunio. Era necesario probase Uribe que es de fe que los judíos eran buenos astrónomos, para tomar bien el punto del plenilunio. No eran puntualmente sino muy malos, según su método, que ha publicado Camedi, y hoy convienen los mejores teólogos en que el año de la muerte de Cristo, que dicen fue el año 787 de la fundación de Roma, estaban equivocados, pues ese año no cayó el plenilunio en viernes. Así el eclipse central y pleno, donde está es en el saber teológico de mis censores.

Yo quisiera ver qué responden al argumento del color mitológico de la luna guadalupana, porque si no lo satisfacen, hay que quitar la imagen, conforme al segundo Concilio Mexicano, que prohibió las imágenes en que los [107] indios habían mezclado rasgos de su mitología. O a lo menos es necesario platearle o borrarle la luna, como se hizo por decreto del cuarto Concilio Mexicano, con el dragoncito, a la imagen de la Luz, porque podía inducir a error. Y harían bien aún en cambiarle la postura de la luna, pintándole los cuernos para abajo, porque advierten los teólogos y expositores del cap. XII del Apocalipsis que así se ve en la conjunción con el sol, y que así debe pintarse, para que la mujer que está sobre la luna quede iluminada. No parece que los Ángeles pintores hubieran incurrido en esa falta de física perspectiva.

Sigamos a ver si libran mejor mis censores sobre la otra proposición que censuran. Se halla en una tirilla de papel de tres o cuatro renglones incompletos y desechados por inexactos, como ya dije: no se halla tal proposición en el sermón, ni en el borrador. Se trataba de los monumentos excavados en la plaza; y en suposición de contener las épocas de la Escritura, decía el borrón que eran una prueba la más irrefragable de la religión. Esta proposición, aun cuando se hubiese hallado en el sermón, se debía entender oratoriamente, es decir, con rebaja, entendiéndose que era una grande prueba. Así distinguimos aún en los escritos de los padres lo que dijeron oratoriamente o en un sermón de lo que dijeron en sus obras doctrinales. Pero Uribe, que lo que quería era hacerme mal, toma el compás, como si se tratase de una proposición geométrica, y arguye: «Si quiere decir que más irrefragables que la revelación contenida en las divinas Escrituras o las tradiciones apostólicas, es una blasfemia; si se quiere decir que es más irrefragable que los milagros y la doctrina de los padres o el testimonio de los mártires, es un error; si quiere decir», &c. Y si no quiere decir nada de eso, Sr. Uribe, o admite algún sentido católico, ¿no pide la caridad y la justicia, y aun la crítica, que se interpreten en el mejor sentido las proposiciones de un sacerdote y doctor católico? Ahí está la maldad de los teólogos que llamamos consecuenciarios, es decir, titereros de [108] la profesión, cuyo oficio es heretificar a quien se le antoja y alborotar la Iglesia, como hicieron en la de Francia con herejías imaginarias, hasta que el Sumo Pontífice Inocencio IX le dio la paz, definiendo, como ya dije, que aunque se asienten principios de que se infieran consecuencias heréticas, no se deben atribuir al que las niega, por más que se sigan de sus principios.

El sabio jesuita Teófilo Rayunado, para hacer ver la sutileza de semejantes calificaciones, se puso a censurar el credo y le echó a cuestas todas las notas teológicas, desde impío y herético hasta temerario y escandaloso. El símbolo de nuestra fe. Sí, y no hay una palabra falsa en toda la censura del jesuita. ¿Por qué química, se me preguntará, se puede hacer una semejante transformación? Es el huevo juanelo para un teólogo mal intencionado. Se coge una proposición, se le dan todos los malos sentidos que se le pueden dar, y se va calificando en cada uno; pero se calla el sentido bueno que admite, y que tal vez es el obvio y natural. El pueblo, que ignora las trampas del arte y oye tanta herejía, error, impiedad, &c., cree que ha desembarcado una legión de demonios en la barriga de aquel infeliz, y lo acocota o aplaude su tema, cuando el que merecía ser cien veces reducido a cenizas era el maldito teólogo hipotético, consecuenciario, seductor del pueblo y calumniador del prójimo. Claro está el objeto que yo tenía presente cuando escribía esa proposición acerca de los monumentos descubiertos: eran los filósofos incrédulos. Estos se burlan de la revelación y de las Escrituras, de los Padres, de los mártires y los milagros, que impugnan de mil maneras; pero son hombres racionales que no se niegan a los monumentos visibles, ni pudieran sin desacreditarse enteramente, porque todos están en estado de juzgar de la prueba. La fuerza de las pruebas es respectiva. A un judío no se le arguye con el Evangelio, porque no le admite, sino con el Antiguo Testamento, ni a un protestante con la Vulgata, aunque para nosotros sea auténtica, porque sólo da crédito a los textos originales. [109] Santo Tomás escribió su Suma contra gentiles a petición de San Raimundo de Pennafort, contra los moros de España; y aunque al fin de sus artículos cita algunos textos de la Sagrada Escritura para mostrar la consonancia de la fe con la razón, el nervio de sus artículos consiste en razones filosóficas tomadas muchas veces de Aristóteles, Averroes y Avicena.

—Señor Santo Tomás, usted prefiere la autoridad de un gentil y dos sarracenos a la Escritura, a los milagros, a los padres y concilios, &c.

—Es que no los creen los moros.

San Pablo, citado al Areópago para dar razón de su doctrina, comenzó alegando la inscripción de una piedra: Al Dios desconocido. Lo que vosotros, les dijo, adoráis sin conocerlo, eso os anuncio yo.

—Señor San Pablo, usted prefiere una piedra a los Profetas, a los milagros de Jesucristo, &c.

—Es que no los creen los atenienses.

¡Ah San Pablo y Santo Tomás!, si en su tiempo hubiese habido canónigos de México, habrían ido al quemadero.

Los señores canónigos sabían muy bien que estaban jugando títeres para complacer a su comitente, pues resumiendo luego su dictamen aseguran que nada había reprensible en el sermón si no se hubiese negado la tradición de Guadalupe. Luego no creían que había en él nada de eso que estaban diciendo, porque si lo hubiese, siempre sería muy reprensible, aun cuando no se hubiese negado la tradición. Pero son reprensibilísimos por haberse puesto a jugar títeres delante de manchegos expuestos a encalabrinarse y tomarlos por realidades, como le sucedió a D. Quijote con el totili mundi de maese Pedro. Al ruido de los atabales, moros, gaiferos, Melisendas, &c., el hombre se creyó en obligación de acudir en su calidad de caballero andante, sacó su tizona y no dejó títere con cabeza en el retablo; y si maese Pedro no agazapa tanto la suya, se la taja, como me ha cortado a cercén mi honor el redactor del edicto. No hay a fe mía en toda la censura otra cosa a que pueda aludir la descarga de errores, blasfemias e impiedades que, según los censores (dice el arzobispo), [110] contiene mi sermón, sino las dos citadas proposiciones, tan inocentes como las dos manadas de ovejas que D. Quijote tomó por dos ejércitos de moros. Y así se quita la honra en materia gravísima a un sacerdote de Jesucristo con tanta solemnidad. Obstupecite caeli super hoc!

No es más justa la censura general que dieron a mi sermón. Se reduce a decir que en España se dio una censura contra la negativa de la tradición del Pilar, la cual cita el padre Risco. Es así que la tradición del Pilar y de Guadalupe son iguales; luego se puede aplicar a mi sermón, en el cual suponen se negó la tradición de Guadalupe. Este silogismo anda en cuatro patas, y todas las patas lisiadas. Suponen lo primero que yo negué la tradición de Guadalupe, y esta suposición es falsa. Ya lo tengo probado. ¿Con qué la prueban? ¡Cosa admirable! Siendo esta la principal causa de mi condena, y que se clamoreó tanto en los pulpitos, no se toman la pena de probarla, sino que la suponen como clara y pasan de largo, sin hacerse cargo que como las claridades son respectivas, y en calidad de doctores nada nos vamos a decir, a su gratuita afirmativa redonda satisfaría demasiado con una negativa rotunda. ¡Pobrecitos canónigos aduladores! Cómo habían de atreverse a desmentir a su amo, que ya había hecho predicar en México que yo había negado la tradición. Así suponen la culpa para justificar la proyectada pena.

Suponen falsamente también que la tradición del Pilar y la de Guadalupe son iguales. Pues la Congregación de Ritos sólo dice de ésta que cuentan y dicen fertur dicitur, y de la del Pilar que cuenta una antigua y piadosa tradición, pia et antiqua traditio fert, y en eso me parece que hay alguna diferencia. Mayor me la ministra el mismo Uribe, pues dice que al canónigo penitenciario le aseguró el padre jesuita López, postulante del rezo de Guadalupe, que habiendo suplicado a Benedicto XIV se sirviese conceder que se hiciese mención de la Aparición en la [111] oración del oficio, le respondió que demasiado había hecho ya por los mexicanos. Esto cuenta Uribe, creyendo poner una pica en Flandes, y es su cabeza que ha puesto sobre ella por su ignorancia litúrgica. Dice Gravina, autor del primer voto en la materia, que no se necesita mucho para una mención hipotética y relativa de algún suceso en las lecciones de un oficio; pero para relegárselo a Dios cara a cara en la oración por razón de concedernos lo que le pedimos, es menester tener una certeza cuanto quepa racionalmente en la materia. No la tenía, pues, Benedicto XIV de Guadalupe cuando se negó a mencionarla en la oración, y tan no la tenía, que no habiendo concedido en las lecciones sino que cuentan y dicen (verdad de Perogrullo, que no necesitábamos que la dijese el Papa), todavía le parecía haber concedido demasiado a los mexicanos. Ciertamente hizo mucho, porque concedió el oficio sin actas, que se habían perdido. Pero digo yo: es así que de la tradición del Pilar se hace mención en la oración del oficio; luego la de Guadalupe no es igual.

Falsificadas ya las dos suposiciones antecedentes, queda inaplicable a mi sermón la censura dada en España contra la negativa del Pilar. Pero hay más: dicha censura fue un hato de desatinos, pronunciados políticamente por un covachuelo estúpido, que la redujo luego a polvo el sabio doctor Ferreras, cura de Madrid y célebre historiador de la nación.

Había dicho éste en una de sus obras que se desearían mejores pruebas de la tradición del Pilar. Bastó esto para que algunos fanáticos de Zaragoza alborotaran al pueblo, afirmando que el doctor Ferreras había negado la tradición, ni más ni menos que otros lo han hecho en México conmigo. El pueblo se enloqueció hasta quemar en estatua al doctor Ferreras, y aun hubo devoto que se destinase a ir a matarlo piadosamente. Se sacó de la Corte una orden real, que no hizo ningún honor al que la dio ni al que la sacó, para sosegar al populacho, y en que se dice que la negativa del Pilar es contraria a la piedad, a la [112] devoción de toda la Europa, injuriosa a la Santa Sede y a gravísimos autores españoles y extranjeros, según y como la ha copiado el arzobispo en su edicto, en virtud de la cédula dada por mis censores de que se podía aplicar a mi sermón. Pero el doctor Ferreras tomó la pluma, pulverizó aquellos dislates e impugnó de propósito la tradición del Pilar, sin que ni de lo primero ni de lo segundo se le siguiera ningún perjuicio, como se me ha seguido a mí.

Yo hubiera querido saber de Uribe qué lugar de argüir en Teología son las órdenes reales. No digo éstas que pone un covachuelo bárbaro, porque se le antoja o porque se lo manda un ministro ignorante, que muchas veces hacen reír a los magistrados y se deshacen muchas veces con una contradicción tan fácilmente como se expiden. Las cédulas, las leyes mismas, las decisiones del Derecho civil no son gran argumento para un teólogo, porque Jesucristo no encargó a los reyes ni los tribunales el depósito de su doctrina. Este es el alfabeto de la Teología. Así como la Iglesia cuando se sale de aquel fondo del dogma y la moral confiado a su custodia y cuidado pierde su infalibilidad, así cuando los magistrados salen del círculo de la Legislación a la Teología, a la Historia, a la Medicina, &c., no merecen más fe que la de los peritos a que consultaron, y los otros peritos quedan con derecho de llamar a revisión el dictamen de sus compañeros, que no son infalibles, y reprobarlo sobre mejores razones. Examinemos la censura citada, y no contiene más que palabrotas y tonterías, por no decir superstición y fanatismo.

Dice que negar la tradición del Pilar es contrario a la piedad. ¿En qué sentido se toma la piedad? Sin duda por culto debido a los santos o sus imágenes. Pero el culto que se debe a las imágenes solamente se funda en que son representaciones de Dios o de sus santos, y tanto lo son las aparecidas como las que no lo son. Puede el decirse que son aparecidas hacerlas más apreciables, pero no más dignas de un culto religioso. En el cielo no hay [113] ni colores ni pinceles. Contraria a la devoción de toda la Europa. Aquí hay una palabrota y una necedad. La palabrota es lo de toda la Europa, porque en ésta hay ocho millones de turcos que tiene la Turquía europea, y unos setenta millones de protestantes; es decir, casi la mitad de la Europa, y unos y otros detestan las imágenes como otros tantos ídolos. Esto se le puede pasar a un covachuelo ignorante; pero es intolerable en un arzobispo y un deán, mucho más teologales. Necedad, porque la devoción propiamente hablando no se tiene a las imágenes, pues es (según Santo Tomás) una prontitud de ánimo de hacer cuanto sea agradable a la persona a quien se tiene, y las imágenes son pinturas o estatuas insensibles. Aun tener más devoción con una imagen que con otra, como que esté allí la Virgen o Dios más presente, o tenga una más virtud que otra, o se ponga más confianza en una que en otra, es idolatría. Si se hacen en un Santuario más milagros que en otros, no es porque Dios oiga mejor los memoriales que se le presentan ante un retrato suyo, que ante otro, como que se prende más de un pedazo de madera o unos rasgos de pincel que de otros, lo cual hasta en un rey humano sería locura; sino porque se ora con más fervor en un Santuario que en otro, dice Muratori en su devoción arreglada, aprobada por Benedicto XIV como el verdadero espíritu de la Iglesia. Así no siendo la aparición de una imagen razón para mayor devoción con ella, negarla no es contrario a la devoción.

Injuriosa a la Sede Apostólica: palabrota y tontería. El Papa no es la Sede Apostólica, porque, como dice San León, aluid est Sedes, et aliud Sedens. La Silla Apostólica es el Papa en medio de su presbiterio, que son los cardenales sentados deliberando también con él, y no una congregación de teólogos comisionados sobre ritos, unas veces sabios y otras no tanto, y hay muy grande diferencia de los decretos de la Sede que llamamos ex cátedra, a un motu proprio, &c., que basta en la Iglesia de Francia para hacer una bula abusiva. Y el Papa y la Congregación [114] de Ritos están tan lejos de ofenderse de que se refuten con buenas razones los puntos históricos del Breviario, que estimulan, alaban y premian a los que se ocupan en esas discusiones. Adelante hablaré sobre esto con más extensión. Por ahora sólo diré que Benedicto XIV niega redondamente la del Pilar, como Natal Alejandro, y la negaron, por consiguiente, los cardenales Baronio y Belarmino, que en la Congregación, bajo Clemente VIII, para la corrección del Breviario, se opusieron a la predicación de Santiago en España, y excluyeron del Breviario la mención positiva que de ella se hacía, con aprobación del Papa.

Injuriosa a gravísimos autores españoles y extranjeros. También hay gravísimos autores por la contraria: con que aquellos también serán injuriosos a otros. El covachuelo de la censura había oído campanas, porque hay obras que se prohíben por injuriosas, o porque son libelos o contienen injurias personales y denuestos, o porque censuran con notas graves las doctrinas de autores respetables, como el Sr. Covachuelo lo hace con el Dr. Ferreras, y el redactor del edicto arzobispal conmigo, que en calidad de sacerdote y doctor soy respetable, y es lo que llamamos prohibirse una obra propter acerbitatem censurae. Pero es necedad llamar injurioso el oponerse un autor a la opinión de otro, porque no hay autor que convenga con otro en todo, y lejos de ser esto condenable, cuando uno cree que otro yerra es muy laudable. Contentio, dice Santo Tomás, quando est impugnatio falsitatis cum debito acrimoniae, laudabilis est. Lucidos estábamos con que fuesen injuriosas las disputas de las escuelas. Claro está que esto es rebuznar. Pero es rebuznar mucho más fuerte aplicando esta censura a la negativa de Guadalupe, porque aquí no hay más que cuatro folletos, copias del M. S. de un indio, lleno de anacronismos, contradicciones y falsedades; ellos mismos están plagados de esos defectos, por no decir de superstición y hasta de idolatría. Pondré un ejemplo: el padre Florencia, que es el más voluminoso y más leído, [115] cita una autoridad seguramente apócrifa de un B. Amadeo, que no sé cuál es, porque hay varios y ninguno de autoridad en la Iglesia, en que cuenta que la Virgen, yéndose al cielo, les dijo a los Apóstoles: «Aunque me voy, me quedo en mis imágenes, así de pintura como de escultura, y en ellas estaré presente, principalmente donde viereis hacer milagros: Praecipue ubi miracula fieri videbitis.» De donde infiere Florencia que haciéndose más milagros en las imágenes de Guadalupe y los Remedios, allí está más presente, y debemos ocurrir con más confianza. ¿Y tales autores se llaman gravísimos en un edicto pastoral? Pase el dislate de haber habido imágenes desde los tiempos apostólicos, y principalmente de talla, que no se conocieron hasta el siglo X; pero todo lo demás es enseñar la idolatría, y es una blasfemia poner tal doctrina en la boca de la Virgen. El Concilio de Trento manda a los curas y obispos enseñen a los pueblos que en las imágenes no hay virtud ni divinidad alguna por la cual se les dé culto ni pongan confianza en ellas como hacían los idólatras. ¿Y cuáles son los autores gravísimos extranjeros a favor de Guadalupe? El padre Florencia es el que cita uno u otro jesuita colector de milagros, que ha hecho mención de oídas: que el padre Cuchicaco le dijo al padre Cochinilla que el padre Cochabamba, procurador de México, le había contado que había una imagen en su tierra; así y asado. Estos no son autores gravísimos, sino revendones de hojarasca en la Iglesia de Dios, que merecen tanta fe como la leyenda áurea del bendito arzobispo Jacobo de Vorágine. Concluyamos que toda la censura dada en España contra Ferreras es una ensarta de desatinos, y aplicada a mi sermón, desatinadísimos.

Si valiera censurar por comparación y semejanza a censuras ajenas dadas en diferentes tiempos, pocas cosas, aun de las más asentadas hoy, escaparían sin notas muy graves, y hasta de error y herejía. El primero que saldría con las manos en la cabeza era el señor arzobispo de México, porque no hay duda que el Papa condenó solemnemente [116] el sistema de Copérnico, y la Inquisición de Roma hizo retractar a un célebre astrónomo que lo enseñaba, por lo que el padre Roselli aun hoy defiende por conclusión que es temerario defenderlo. Y con todo, el señor arzobispo ha mandado enseñar nada menos que en su Seminario el sistema de Newton, que no es sino el de Copérnico, físicamente explicado. Todos los españoles leen las obras de la monja de Agreda, permitidas en España por la defensa del obispo Samaniego, y los Padres franciscanos la citan hasta en los pulpitos como Santo Padre, y en todo no sólo sabios obispos como Amort las han impugnado letra a letra, sino que la Sorbona, después de haberle condenado cuarenta y ocho proposiciones, las prohibió todas a instancias del gran Bossuet; y lo mismo ha hecho el Papa, con aplauso de los obispos de Italia. En una palabra: no podríamos ni decir que estamos en México sin ser herejes y excomulgados, pues San Agustín creyó que era contra la fe decir que había otras tierras dentro del Océano, distintas del antiguo Continente, y el papa Zacarías fulminó los rayos del Vaticano contra el presbítero Virgilio, que creía haber Américas. Desengañémonos: todo lo que se hizo contra mí no fue más que una intriga y maniobra de iniquidad.

Ahora sigue Uribe a probar la tradición de Guadalupe y se desempeña tan bien como en la censura. Nada de esto hace contra mí, que tengo probado que no la negué; pero diré algo por honor de la verdad y abatir la presunción de este Catón censorino. Porque dice que en ella concurren con la debida proporción las mismas condiciones que exige la Iglesia para las apostólicas, y cifró San Vicente de Lerins en aquel célebre proverbio quod ab ómnibus, quod ubique, quod semper, esto es, la que fue creída por todos en todas partes y siempre. La de Guadalupe se creyó por todos, y todos guardaron sobre ella absoluto silencio ciento diez y siete años, y los que hablaron como el virrey Enríquez, Sahagún y Torquemada fue para contradecirla. En todas partes, y no se sabía en el [117] Santuario, como confesó su capellán en 1648. Siempre, y no la sabía tres o cuatro años después el obispo de Tlaxcala.

¿Qué pruebas da contra esto? Las informaciones que con testigos de oídas se hicieron a los ciento treinta y cinco años, después de veinte años de pregón en su favor con obras impresas y sermones. No hay fábula que no se pudiera probar con testigos de oídas si se fuesen buscando y entresacando acá y allá, como se practicó aquí, y especialmente en materias piadosas, en que tantas gentes, y especialmente las vulgares, creen piadoso el mentir y aun hacen escrúpulo de proceder en esto con una crítica rigurosa. Lo que sobra son ejemplos de semejantes informaciones, como las de las flores de San Luis en Asturias, que examinadas después con un poco de crítica fueron reprobadas.

No hay que cansarse; nada prueban testigos contra el silencio universal de unos autores y los testimonios positivos de otros. Lo único que pueden probar cuando más es algún rumor o fama, tam ficti pravique tenax, quam nuncio veri. De mil maneras puede equivocarse con el tiempo, y ya yo tengo probado cómo, cuándo y con qué se equivocó.

Aún temo que la gran fama de Uribe no estuviese equivocada, porque prosiguiendo a apoyar la tradición con la autoridad del rezo, comienza por decir que no intenta hablar de aquella certeza metafísica que da la Iglesia a los dogmas de la fe. No dijera tal un pasante de Teología. ¡Certeza metafísica! ¡La Iglesia dar certeza metafísica! Esta es evidencia de razón, y la razón de un artículo de fe es no tenerla, por lo cual dice Santo Tomás que la existencia de Dios no es un artículo de fe, porque se pueda demostrar con la razón. Los artículos de fe son sobre ella; y por eso define San Pablo a la fe sperandarum substantia rerum, argumentum non apparentium. Otro desacierto es llamar autoridad de la Iglesia a la del Papa o la Congregación de Ritos. El Papa es el primero [118] de los obispos, y la Congregación de Ritos una Junta de teólogos, unas veces sabios y otras no tanto, que muchas veces han errado en sus decisiones, pues muchas veces las han reformado. Pero si la Iglesia misma universal, única infalible de fe en materias de dogma y moral, credo sanctam ecclesiam catholicam, no lo es en puntos de historia particular, ¿qué autoridad quiere que dé la Congregación a un punto histórico como el de Guadalupe? Todo se reduce a una mención hipotética de cuentan y dicen.

En fin: concluye el Sr. Uribe su defensa guadalupana con un golpe de maestro siempre consecuenciario. Si se negase la tradición, dice, después de habérsela estado predicando al pueblo, como el resto de la religión, creería que ésta tampoco era verdadera. No se puede negar la inventiva al Sr. Uribe, porque en tantas disputas sobre tradiciones e historietas piadosas como se agitan y se han agitado en el cristianismo, a nadie le ha ocurrido una reflexión semejante; porque ya se ve: con ese argumento no habría abuso que no se pudiera escudar, y porque se ha obrado algún tiempo mal se ha de obrar siempre, y una vez que algún pueblo se engañó ha de seguir engañado. ¿Para qué tantas Congregaciones para discutir puntos históricos del Breviario, en que ya se quitan oficios y lecciones enteras, ya se restituyen, ya se corrigen; tantas actas de los santos, tantas disertaciones que llenan volúmenes inmensos? Y lo peor que dice Calmet, alabado de Benedicto XIV, que la Iglesia, lejos de llevarlo a mal, alaba y premia a los autores de las investigaciones, y cuando descubren la verdad se da prisa a adoptarla y corregir su Breviario. ¿No ve la Iglesia que inferiría el pueblo que lo demás de la religión es falso?

Es cierto que el pueblo raciocina así; pero no por eso se ha de seguir a la multitud para hacer mal, dice el Espíritu Santo: se le ha de instruir.

Es cierto que así han corrompido al pueblo de Francia los filósofos, haciéndole ver los abusos, los milagros falsos [119] y las historietas fingidas; y eso lo que prueba es gravísima culpa en los sacerdotes que se los predican como pertenecientes a la religión, no teniendo que ver con ella para nada. Daña mucho a la religión, dice Santo Tomás con San Agustín, dar como cosas pertenecientes a la religión y doctrina sagrada lo que a ella no pertenece, porque es hacerla ridícula ante los ojos de los incrédulos, que se mofan de ver cosas tan flacas. Pues que el pueblo, como dicen los censores, arguye tan mal, y de la naturaleza de la fábula es que al cabo se haya de descubrir, lo que se infiere es que se debe prevenir y decir al pueblo que la religión de Jesucristo estriba en los cimientos santos de las Escrituras y las tradiciones apostólicas, no en tradiciones populares, que serán o no verdaderas, según los fundamentos en que se apoyen, y la religión prescinde de ellas: Que si las permite a los pueblos es hipotéticamente, y porque el objeto del culto siempre es Dios, en lo que no cabe error: Que la Iglesia, como hija del Dios de la verdad, que aborrece la mentira y detesta la ficción, también las aborrece, y por eso hace todas las diligencias que puede para averiguarla en los puntos de historia particular, sobre que su Divino Maestro no le concedió ninguna infalibilidad, porque no era necesaria para la salvación de los hombres; y si, no obstante, su diligencia algunas veces es sorprendida, al momento que descubre la verdad hasta en esos puntos indiferentes, la abraza y corrige su Breviario: Que ni Dios ni su Madre se complacen sino de la verdad en todo; y querer agradarles con mentiras de nuestra invención es insultarlos y poner el incienso de los demonios en el turíbulo del Santuario: Que lejos de estar obligados a cautivar nuestro entendimiento por cosas que no son de fe, estamos obligados a no hacerlo, para no confundirlas con opiniones humanas, sino que debemos examinar éstas con rigor y crítica, para no atribuirle a Dios cosas que no ha hecho, porque sería un grave pecado, dice Santo Tomás, por más gloriosas que parezcan a su omnipotencia, pues no [120] sólo no necesita de nuestras mentiras, sino que las tiene prohibidas. Así, aun cuando la resurrección de Jesucristo, prosigue, sería siempre muy gloriosa a su poder, si no fuese cierta, dice el apóstol, y nosotros la predicásemos, seríamos falsos testigos y diríamos un testimonio contra Dios. No hay que iludirse con el título de piedad: ésta es una virtud, y la falsedad un vicio; así nada es piadoso, sino lo que es verdadero. No hagamos consistir la religión en nuestras fantasías. El sabio nos manda examinar todas las cosas, y sólo retener lo que es bueno, y, por consiguiente, verdadero, porque las virtudes están íntimamente conexas.

En fin: como los sermones de misión se concluyen con un acto de contrición, los canónigos concluyen su dictamen con un acto de caridad; y pasando de consultores a fiscales, piden la publicación de un edicto, e instan repetidas veces para que el asunto pase a la Inquisición. En tiempo que dominicos y franciscanos se consumían en disputas y ningún género de municiones escaseaba en el campo seráfico-querúbico, un chulo pintó dos perros, que los simbolizaban por sus colores, despedazándose a mordiscones, y al pie puso aquellas palabras de San Pablo: haec est charitas canonica. ¿No se podría poner al pie de los señores canónigos echándome al quemadero, haec est charitas canonica? ¡Pedir que intervenga la autoridad pastoral para un cuento popular, indiferentísimo a la religión, e invocar para lo mismo el tribunal de la fe! Él respondió con su acostumbrado juicio que eso no pertenecía a la fe. No, sin duda; pertenece al fanatismo, y al amor que me tiene. No bastaba deshonrarme con un edicto; era necesario aún infamarme con un proceso de Inquisición.

Hablaré claro: todo esto no es más que una comedia con dos actos y un entremés. Uribe sabe que los gachupines están siempre hablando contra la tradición de Guadalupe, que no creen; y sabiendo que el arzobispo no se para en barras desde que pega contra uno de los criollos, [121] que son sus encantadores follones y malandrines, valiéndose de la ocasión ha tirado a echarles un candado en la boca con el peso de la autoridad episcopal y el terror de la Inquisición, y páguelo el fraile. Los europeos, sin creer la tradición de Guadalupe, han gritado más alto que los criollos para destruir la especie de la predicación de Santo Tomás, porque creen que les quita la gloria de haber traído el Evangelio, y los iguala con los indios en cuanto a la imagen del Pilar. Desgraciadamente, ha tocado la tecla un criollo brillante, y S. I. ha embrazado el escudo con furor para exterminar de una vez mi honor y dejarme confundido para siempre con el polvo. Este es el ruido ordinario que en el asunto han metido las pasiones encontradas en un punto. De ahí la chusma de mis émulos armados, como otros tantos monos orangutanes, de los palos que les ha suministrado la envidia, han acudido sobre el caído, que los frailes le han entregado a discreción con una mordaza en la boca y atado de pies y manos. A moro muerto, gran lanzada. Pero me sucedió lo que al león, postrado con la vejez y la cuartana: que nada sintió tanto en la sublevación de los brutos, como que el jumento hubiese venido también a darle coces.

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{1} El Sr. Uribe, que en la oración fúnebre de D. Bernardo de Galves, tomó a Panzacola por isla, Insulae Panzacolae, siendo la capital de la Florida occidental en nuestro Continente, lo que sólo podría ocurrir a Sancho Panza, no debía pretender que lo tomásemos por oráculo sobre antigüedades de nuestra América.

Memorias de Fray Servando Teresa de Mier

[Editorial América, Madrid 1917, páginas 96-121.]

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José Servando de Mier Noriega y Guerra
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