Humberto Piñera Llera, La filosofía en la crisis del mundo contemporáneo, Santiago de Cuba 1952

 
Universidad de Oriente

Departamento de Extensión
y Relaciones Culturales
Cuadernos, nº 21

 
La filosofía en la crisis
del mundo contemporáneo

 
por el
 
Dr. Humberto Piñera Llera
 
Presidente de la Sociedad Cubana de Filosofía

 
Conferencia ofrecida por el Departamento
de Extensión y Relaciones Culturales
de la Universidad, el día
2 de Marzo de 1951

 
 
 
 
Santiago de Cuba
1952


Si el lector interesado en los diálogos socráticos –lectura entre las más interesantes de todos los tiempos– conoce el que lleva por título Gorgias, o de la retórica, recordará al instante las palabras que transcribo de inmediato, dirigidas por Calicles a Sócrates en el diálogo aludido. Dice de esta manera Calicles: «Conviene tener un barniz de filosofía, el que se necesite para el cultivo del espíritu, y no me parece vergonzoso que un joven filosofe. Pero seguir filosofando en la edad viril me parece ridículo, Sócrates. Los que se consagran a la filosofía me hacen la misma impresión que los niños que todavía no hablan bien y no piensan más que en jugar... Esta es mi manera de pensar acerca de los que se ocupan de la filosofía. Un joven entregado a ella me complace y le encuentro muy en su lugar, y juzgo que tiene nobleza de sentimientos; si la desdeña, me parece un alma baja que jamás se creerá capaz de una bella y generosa acción. Mas cuando veo a un hombre de edad madura filosofando todavía y que no ha renunciado a este estudio, me parece, Sócrates, que este hombre se está haciendo acreedor a una buena tunda de palos».

¿Será, en efecto, la filosofía, como quiere Calicles, una actividad digna sólo de un aleccionador castigo? ¿Será cierto que no vale la pena ponerse a filosofar? Es precisamente esta pregunta la que implícitamente justifica nuestra disertación de esta noche. Porque también yo me he preguntado en alguna ocasión si de veras vale la pena ponerse a filosofar; y creo que esta pregunta se la ha formulado, por lo menos una vez en la vida todo aquél que filosofa en serio. Y por supuesto, me he respondido afirmativamente. ¿Por qué? Tal vez lo que subsigue permita ofrecer una adecuada respuesta.

La filosofía cobra especial importancia en los grandes momentos de crisis. Fue especialmente en la época del siglo V de Pericles y hasta las postrimerías del siglo III de la era cristiana, que la filosofía adquirió en Grecia extraordinaria importancia. Esto se advierte de muy particular modo en el carácter acusadamente antropológico de este período. Luego, [6] en el Renacimiento y durante los comienzos de la Edad Moderna, vuelve la filosofía a asumir el rango de actividad primera entre todas y a determinar, por consiguiente, lo que durante algunos siglos será el modo de vida occidental. Y también ahora ha vuelto la filosofía, de señalado modo, a situarse a la cabeza de las manifestaciones culturales del mundo occidental, a causa de lo que más adelante intentaremos señalar al respecto. Como se ve, la filosofía quizá sea un resabio del hombre, tal vez una desviación de la que el ser humano pudiera prescindir, como es la pretensión de Calicles, pero está ahí, tensa y pletórica de significado frente al hombre, ahora como en otros tiempos. Y siempre, lo cual es altamente significativo, con solemne oportunidad y sobra de razones. Por eso tenemos que contar con ella, pues, como vamos a precisarlo dentro de un momento, la filosofía es a la vez causa y efecto de las grandes crisis por las que ha pasado y actualmente pasa el mundo occidental.

Pero, antes de proseguir con el papel que hemos asignado a la filosofía en el concierto de la vida cultural de occidente, es preciso que nos refiramos a la crisis, no sólo a la de ahora, en la cual estamos ya plenamente sumidos, sino a lo que en general –dentro de lo que esta generalidad permite– puede ser entendido como crisis. Por lo pronto, como cuestión previa, vamos a señalar que el mundo ha estado y está constantemente en crisis. Crisis es el mundo en su totalidad, en el orden de lo existente, como crisis es igualmente la vida del hombre que en ese mundo habita. Y ambos son crisis, mundo y vida, porque, como lo entiende la filosofía existencial, entre la vida –vida humana, por supuesto, que es a la que me estoy refiriendo– y el mundo hay tal inextricable vinculación recíproca, que sería vana tarea intentar separarlos, si siquiera impulsados en ese empeño por una metódica finalidad.

La vida humana, decimos, tiene por escenario el mundo en que se desarrolla, pero, a su vez, ese mundo es lo que es, para la vida que en él se desarrolla, porque la vida teje y desteje continuamente esa inagotable multiplicidad de heterogéneas relaciones que urden, por así decirlo, el mundo en el cual se desenvuelve la propia vida, La vida pues importa el mundo (vale decir que lo presupone y lleva consigo), como a su vez el mundo importa la vida. Y a esto se debe que haya crisis, que es, por lo que se acaba de decir, el inevitable resultado de la interacción de la vida humana en el mundo y de su correlativa del mundo en aquélla.

La inextricable relación de vida y mundo, en recíproca dependencia e interacción, es, pues, como manifestación concreta, una crisis constante, y constituye eso que se denomina con una palabra de todos conocida –la historia. Esta es, por lo tanto, la historia de esa crisis que ha comenzado con el hombre y es de suponer que termine al extinguirse éste por completo.

Importaba mucho, a los efectos de lo que se va a exponer después, esta previa dilucidación de un concepto que no ha estado muy bien aclarado que digamos en el curso de la cultura occidental –la única, por supuesto, de que vamos a ocuparnos esta noche–, sino hasta hace relativamente poco. Este relativamente poco alude al historicismo. El historicismo es la interpretación [7] de la historia fundada, por lo menos, en dos inalienables premisas, a saber: por una parte, que la vida humana, el primordial ingrediente de la historia, no se puede considerar en abstracto, es decir, que no hay nada a lo que pueda llamarse el concepto de lo humano, en el sentido en que se habla del concepto de fuerza en la física, o del concepto de número en la matemática, o del concepto de organismo en biología. Muy por el contrario, la vida humana y su mundo correlativo constituyen una manifestación concreta, y todo lo que sea tratar de aislar sus elementos, conduce a una inicial imposibilidad de entender lo histórico. Por otra parte, y como consecuencia de lo anterior, lo histórico hay que entenderlo, o al menos tratar de entenderlo, desde la totalidad de la tridimensionalidad de lo temporal, es decir, que el hecho histórico pertenece tanto al pasado como al presente y al futuro. No hay modo de entenderlo si le vemos en una sola dimensión, porque el presente de quien vive, lo mismo como simple ciudadano que como historiador, se comprende desde el pasado y proyectado hacia el futuro. Trate alguien de vivir exclusivamente su pasado, o su presente (cosa aun más difícil), o su futuro, y si lo consigue, hemos de agradecerle infinitamente que nos obsequie la receta...

Sin embargo, es precisamente algo de esto último lo que se ha venido haciendo hasta hace relativamente poco en lo que toca a la historia. Ha sido nuestra experiencia como estudiantes de historia –es claro que de una muy sedicente historia–, partir sin más de la ingenua presunción de que lo histórico es, o bien la narración del pasado, o bien la crítica del presente a base de ese pasado, o bien quizá la posible interpretación del futuro entendido como el progreso desde el pasado. Y de este modo, por cualquiera de los tres procedimientos aludidos, se llegaba siempre a cualquier resultado... menos a lo que se quería.

Las recientes conquistas de la historia han confirmado que si para algo puede y debe servirnos la historia es para entendernos a nosotros mismos. Y es por la historia por donde comenzó hace apenas medio siglo el nuevo modo de entender lo de las crisis. Por muy extraña que pueda parecer, ha sido el historicismo el responsable de la nueva manera de entender el problema de la crisis. Por muy extraño que pueda parecer, ha sido el historicismo el responsable del inicio de dicha revisión, aunque es ocioso advertir que la crisis actual no se debe al historicismo ni mucho menos, ya que a su vez él es una consecuencia de aquélla.

Vamos, pues, a partir en la pesquisa de lo que pueda ser la crisis del mundo contemporáneo, de una afirmación que es posible hacer sin peligro alguno de confusión, a saber, que la crisis constituye la verdadera naturaleza de lo histórico, entendido por crisis el hecho general y permanente de la inestabilidad esencial en que consisten la vida humana y el mundo que se dan inextricablemente unidos y en inagotable interacción. Pero, así concebida, la crisis vendría a ser, por su permanencia y generalidad, lo menos crítico de que se pudiera hablar. Lo cual es absolutamente indudable, pero no por ello deja de ser, en su comienzo, la crisis esta permanencia y generalidad. Tanto, que de ella surge lo que, como contracción general y permanente, se conoce [8] de consuno con el nombre de la crisis ésta o aquélla. Y aunque pueda parecer que he insistido excesivamente en este detalle, se verá después cuán conveniente era hacerlo, para entender bien lo de las crisis particulares.

Y vamos ya resueltamente al encuentro de la crisis contemporánea. Mas, ¿acaso hay que ir en busca de lo que nos envuelve y presupone? Este es otro de los aspectos, en el examen de la crisis tal o cual, que reviste extraordinaria importancia. Pues sin duda que resulta sobremanera llamativo que estando en la crisis, dentro de ella, formando parte de la misma, tengamos que salirle al encuentro, que enfrentárnosle, porque sólo en este encararse con ella es que podremos saber, si es que llegamos a saberlo, en qué consiste la crisis actual.

Viene ahora lo de la pertinencia de insistir en la crisis general y permanente como sustancia de la historia. Pues no siempre ha habido crisis en la historia de la vida de occidente, en el sentido de crisis de éste o aquel período. Es decir, no siempre ha habido –como podría consignarlo sentenciosamente Perogrullo– una crisis como la del siglo V de Grecia, o la del final del mundo antiguo, o la del Renacimiento, o la actual. Muy por el contrario, ha habido épocas que sin dejar, por supuesto, de vivir en esa permanente y general crisis que es la historia, no han sido críticas. ¿Cuándo, entonces, es que ocurre de veras una crisis? O, dicho tal vez más claramente, ¿qué es una crisis?

En vez de entrar en definiciones, que por lo general a nada conducen, vamos mejor a intentar un paralelo entre dos épocas, acrítica una y la otra crítica, para así ver en sus respectivos procesos la diferencia esencial y por tanto las características de una y otra época. Estas épocas son el tiempo que va desde los albores de la Edad Moderna hasta el filo del comienzo de nuestra centuria; la otra, lo que ha decursado de entonces a las fechas.

Comencemos, para lograr una impresión lo más directa posible, por aquellas manifestaciones que hoy día constituyen, por así decirlo, los fundamentos de la crisis. Si nos dirigimos a la ciencia podemos citar –y esto sin gran esfuerzo, por cuanto son de sobra conocidos–, la invención matemática de los conjuntos, la nueva mecánica del universo einsteiniano, las relaciones de incertidumbre de Heisenberg, las diversas teorías cuánticas, las aplicaciones imprevistas del cálculo de probabilidades, &c. Como igualmente en otros sectores, vbg. el de la lógica, donde actualmente no se sabe a ciencia cierta qué es lo que puede ser denominado el objeto de la lógica, pues sería preciso decidirse por la clásica, o la simbólica, o la matemática, o por la intuicionista –trivalente de Brouwer, o por la plurivalente de Reichenbach, o por la fundada en «la física del objeto cualquiera» de Gonseth, o tal vez por la lógica del «género dos» de Mlle. Février, &c. Podemos asimismo preguntarnos, sin posibilidad de respuesta, si la lógica fundamenta a la matemática, o viceversa; o si se funda en el objeto real o en el formal, &c. Por este motivo ha podido decir el gran historiador holandés Huizinga : «Si hoy despertara un Epiménides científico, que en 1879 se hubiera retirado a su cueva y hubiese estado dormido durante [9] cincuenta y seis años, no se hallaría ya en condiciones de entender el lenguaje científico en casi ninguna de sus ramas. Los términos de la física, de la química, de la filosofía, de la psicología, de la lingüística, para no mencionar sino pocas ciencias, le serían del todo desconocidos».{1}

Esto es, en efecto, lo que ha ocurrido en poco más de medio siglo. El cambio ocurrido es de tal magnitud que apenas si es posible percatarse de él, a menos que intentemos un conocimiento de dicho cambio a través de ciertas lecturas cuidadosas y sobremanera extensas y complicadas. Pero, puesto que el cambio se ha producido, y está ahí, ineluctable y tenso, oprimiéndonos con todo el peso de su presencia, tratemos al menos de explicar sucintamente por qué se ha producido esa transformación.

La mayoría de los manuales de filosofía –y esta es una de las razones de su indeseabilidad– acostumbran caracterizar el tránsito de la Edad Media a la Moderna en los términos de un pasaje de la interpretación ontológico-metafísica del mundo a otra fundada en la física y la experimentación. Afirman además, lo cual es extraordinariamente divertido, que así como la deducción caracteriza la ciencia medieval, la inducción es propia de la moderna. Que Bacon es la contrapartida de Aristóteles –Organon versus Novum Organum– y otras zarandajas por el estilo. Y lo terrible de todo esto es que no resulta del todo incierto, pero sí de una lamentable inexactitud, de una grosera forma de expresión de lo que es, en definitiva, lo realmente cierto. Pero, como sucede siempre, son las nociones groseras e imperfectas las que tocan vivamente y prenden con facilidad en el común de las gentes.

Lo contrario es justamente lo cierto. La Edad Moderna es una época de la cultura de occidente que se caracteriza por su resuelto modo de ser metafísico. Y lo es porque el giro por el cual se pasa de la consideración de las cosas a la consideración del pensamiento implica inevitablemente la vuelta a la metafísica. Y esto se ve claro, con suma claridad, en la transición de la lógica aristotélica a la de Descartes y Leibniz. En efecto, aunque la lógica aristotélica parte del juicio, mientras que la cartesio-leibniziana se funda en el concepto, la primera remite sin más al concepto implicado en el juicio, en forma tal que su intelección es autónoma respecto del juicio mismo. En tanto que para la segunda el concepto adquiere significación y se hace explícito a través del juicio. Todo esto se debe a que, a partir de Descartes, lo que se entiende por la verdad no es la concordancia de la cosa con la mente que la conoce (la famosa adaequatio rei et intellectus), sino la concordancia del pensamiento consigo mismo. Mas, ¿qué quiere significar eso de que el pensamiento concuerde consigo mismo? Y, además, ¿cómo puede estar la realidad, que no la verdad, alojada en esa concordancia? Aproximadamente, la respuesta puede formularse diciendo que ahora no es la realidad la que puede señalar algo al pensamiento, sino que, [10] por el contrario, éste es el que tiene que indicar a la realidad lo que de ella es posible saber. Que el pensamiento concuerda consigo mismo quiere, pues, decir, que para que no haya contradicción, no de la realidad con la mente, sino ni siquiera de ésta consigo misma, es preciso que la realidad se dé en un modo de ser sui-generis, que por lo mismo se confunda con el pensamiento. Y esto, por muy asombroso que pueda parecer, lo resuelve Descartes mediante el artificio de las ideas claras y distintas, es decir, descomponiendo toda la realidad en ciertas notas últimas –las naturalezas simples–, de imposible descomposición en otras, y las cuales, articuladas en el juicio, hacen aparecer de nuevo la realidad. Y a tal punto es esto así, que luego Leibniz dirá que estas últimas ideas son los disparates, es decir, aquello que, tomado cada elemento en sí, carece de significación y sentido respecto del conjunto, y lo adquiere por consiguiente en la articulación del juicio.

Y de esta suerte, por medio de tal artificio se llega a la formulación de una lógica estrictamente formal, como se comprueba después en las respectivas lógicas de Kant y Hamilton, por no citar sino las más destacadas de este período. Pero esta lógica, ¿a qué aspira sino a imponer un cierto orden en la realidad, a revestirla de una determinada legalidad? Y sin duda que lo consiguió, como se comprueba en la revisión crítica de sus fundamentos.

Veamos, por otra parte, lo que ha sucedido con la física, que es otra de las grandes formulaciones de los inicios de la Edad Moderna. Dicha física es, como se sabe, la exacta inversión del proceso que tenía lugar en Grecia y la Edad Media, pues en tanto que éstas se preguntaban afanosamente por el ser de la realidad, la ciencia moderna abandona tal infructuoso género de pesquisa. Galileo intuye –y es su incuestionable mérito– que «de frente» la realidad jamás entregará su secreto. Advierte genialmente que la verdad no está en el ser de las cosas, sino que es la respuesta que estas dan a quien las interroga. Y para conseguir aprehenderla, piensa Galileo, es menester dar de lado a la vieja y batallona pregunta ontológica y metafísica del qué son las cosas, para conformarse con otra menos ambiciosa, a saber, la pregunta acerca de cómo se comportan esas cosas, qué género de apariencia exhiben al que por ellas se interesa –su fenomenicidad en sentido kantiano. De esta suerte, la física deja de ser ciencia de causa de cosas, para convertirse en ciencia de variaciones de fenómenos. Y es aquí donde comienza realmente la distinción que es posible establecer entre la física clásica-medieval y la moderna. A diferencia de lo que se ha venido postulando, la física moderna no se funda en el experimento; pues el punto de partida del físico moderno es la hipótesis, es decir, la construcción a priori, de tipo matemático. Si bien, a diferencia de la matemática, esta física requiere el experimento, es simplemente como confirmación parcial y relativa de lo que la construcción racional y apriorística en que consiste la hipótesis aporta independientemente y con anterioridad al experimento. El caso del plano inclinado es un ejemplo –un tanto abultado– que permite comprender lo que querernos significar en este caso. Una bola que rueda por una superficie inclinada [11] jamás satisfará plenamente la ley del plano inclinado, porque la imperfección del plano y de la bola, como asimismo el roce, la inercia y la resistencia del aire, impedirán que se cumpla dicha ley, salvo muy aproximadamente. Y además, nunca podremos saber no sólo qué es el movimiento, sino que el ofrecible en la caída vertical de un cuerpo, cuya comprobación empírica persigue Galileo, se da sólo imperfecta y relativamente.

Y hemos llegado con esto al nudo mismo de la cuestión de la crisis contemporánea en el campo de la ciencia física que procede de la Edad Moderna, crisis que afecta de igual modo a las restantes ciencias, es decir, al hecho probado de su fundamentación en las dos premisas que son su talón de Aquiles, a saber: 1) el movimiento de un a priori (la hipótesis) a un a posteriori (el experimento) y 2) en consecuencia, el inevitable lastre metafísico.

La carga metafísica se esconde en un concepto que es la espina dorsal de todo el proceso de la ciencia en la Edad Moderna, es decir, el concepto de necesidad. Este concepto, absolutamente metafísico, es el punto de partida de todo el saber moderno, pues sólo mediante dicho concepto es posible adscribir a la realidad un orden racional que concuerde ne varietur con la razón del hombre. El concepto de necesidad implica que todo acontecer del mundo físico está inevitablemente encaminado a una determinada finalidad, es decir, que la realidad es necesariamente teleológica, y que este finalismo se resuelve y expresa en un determinismo que involucra a toda manifestación real, cualquiera que sea. Y aquí llegamos a la tesis básica de la ciencia moderna, al concepto de determinismo. En el orden físico como en el social rige inalterable e indiscutible el más ciego determinismo causal, a tal punto, que en la formulación kantiana de la ética aparece este determinismo en la forma del llamado imperativo categórico, pues así como es inexplicable, por consiguiente inexistente, el mundo fenoménico sin el concurso del determinismo causal, también, en el orden moral, para que se dé la persona como manifestación de la realidad en su otro sector fundamental, es preciso que se cumpla la manifestación del determinismo causal que es, en este caso, el imperativo categórico. O sea que, o se da el imperativo, o la persona no existe. Esta es, pues, posterior a su causa sui, a su finalidad insoslayable – el deber ser.

Tal concepción determinista de toda la realidad prospera y prevalece mientras no se hubo profundizado lo suficiente en el interior de ambas, en lo físico como en lo espiritual. Es a partir de la física microscópica, como igualmente a partir del pasaje de la concepción exteriorista a la interiorista de lo humano, en el orden individual como en el social, que se empieza a ver claro en el problema. Vamos entonces a intentar una sumaria caracterización del proceso en que consiste el cambio a una nueva concepción en ambos aspectos de la realidad.

En las postrimerías de la pasada centuria la tónica general prevaleciente es la que da el positivismo. Es claro que aquí no intentamos una rigurosa caracterización de lo que fue el positivismo en sus diversas manifestaciones. Sólo haremos un cierto escorzo que permita verlo a la vez [12] en sus tres dimensiones, es decir, en su corporeidad.

Pese a las notorias y a veces escandalosas deformaciones del positivismo original, puede afirmarse que este mantiene desde sus orígenes hasta su liquidación el mismo ánimo filosófico y científico. Este ánimo viene dado por la ciega convicción de que en la plenitud de su totalidad, la realidad está regida por un insoslayable determinismo causal que a su vez proviene de ese teleologismo o finalismo de que ya se habló. Y de tal modo tiene que ser esto así, que también en el orden social encontramos la expresión de ese finalismo bajo la especie de la ley que rige el desarrollo de la sociedad, a saber, el progreso. Los procesos sociales son, pues, en todo caso y sin posible excepción manifestaciones de un continuo fluir hacia la meta de una suma perfección. Esto explica el auge alcanzado por el evolucionismo darwinista en la segunda mitad del siglo pasado, puesto que dicha teoría servía para explicar y de paso comprobar, por obra y gracia de la evolución, que una ineluctable necesidad rige tanto el acontecer físico como el social, la cual impone un comienzo y a la vez un fin, es decir, que todo proceso, por cuanto lo es, tiene un comienzo y se encamina hacia un fin, porque lo rige una interna necesidad finalista. Y este fin tiene que ser un fin de perfección, de progreso, pues la evolución hay que entenderla como quería Hegel que se entendiera lo de su famosa Aufhebung –como parcial cancelación superadora de estados intermedios disparados, en un proceso dado, hacia una meta implícita desde antes del comienzo.

De las enternecedoras simplicidades evolucionistas, que hicieron las delicias de nuestros antepasados, no cabe hablar ahora. Pero sí destacar que en su virtud llegó a identificarse proceso con progreso. Pero, hay todavía algo de mucha mayor importancia, por las consecuencias que llegó a tener. Me refiero a la clasificación jerárquica de las ciencias propuesta por el mismo Comte y aceptada a lo largo del siglo XIX. Nótese que la física es pura mecánica (traducida en todo momento a esquemas numéricos de correlación de fuerzas –el paralelogramo de las fuerzas); que la biología es física y química, y que esta última se muestra sensiblemente cuantitativa, con lo cual se asimila notoriamente a la física mecánica; que la psicología es biología, y la sociología es un intento de interpretación de la unidad atómica del individuo, y ya dijimos lo que era la psicología. En cuanto a la moral, es puro evolucionismo biologista. Y es que si el mundo implica un progreso, y este ha de ser posible, puede serlo sólo a base de una congruencia de sus diversos aspectos, que, en el fondo –de qué, no lo sabemos, ni lo supieron jamás a ciencia cierta los ochocentistas– resulta una y la misma realidad vista de diferente modo a través de sus expresiones fenoménicas. Pero si ha de haber un progreso, es preciso eliminar las contradicciones y proseguir hasta un fin. Mas, en tanto en cuanto existan contradicciones, no aparentes sino esenciales, de esas que anulan todo posible monismo, ya no cabe hablar de progreso, vale decir de perfección. Para que la ciencia avance, con lo cual el progreso se cumple, y con ello se arribe a la más completa felicidad del género humano, es preciso que la unidad presida la variedad, que al azar se superponga y lo venza la necesidad. Y el hombre puede confiar en el progreso, no porque [13] se lo diga ninguna fe, ya sea ésta inmanente (en él) o trascendente (fuera de él), sino que de suyo se ofrece en la raigal unidad de las ciencias.

Desde las postrimerías de la pasada centuria comienza a perfilarse la crisis que actualmente es ya parte de nuestra cotidiana circunstancia. Esta crisis tiene al menos dos aspectos igualmente importantes. De una parte, lo que en el campo puramente científico constituye la crisis como tal; de otra, la crisis en cuanto afecta a la vida social. Vamos, pues, a ensayar una somera caracterización de ambos aspectos.

Por lo pronto, en el orden científico se ha renunciado decisivamente a algo así como el determinismo causal afirmado por la ciencia moderna. Este determinismo no tiene cabida desde el momento que la ciencia ha tenido que apelar, para las más finas elaboraciones de la física microscópica, al recurso metódico de la verificación probabilitaria o ley de estadística. Y esta es la convicción de los más eminentes físicos del presente. «La previsión del hecho futuro –dice Sir James Jeans– mediante las circunstancias del momento presente –basada en dicho determinismo–, que daba lugar a la llamada probabilidad subjetiva, ha cedido el paso, incluso en la propia física, a una probabilidad objetiva, por la cual la relación de presente y futuro en la previsión está debilitada por un margen de incertidumbre dentro de la propia naturaleza, al menos en los fenómeno cuánticos, en la escala de lo infinitamente pequeño»{2}. Sir Arthur Eddington, por su parte, dice: «Creemos que, en la nueva Física, las así llamadas probabilidades son, en realidad, los entes objetivos, la materia prima del universo físico»{3}. Para Hans Reichenbach «la regularidad de los procesos estadísticos... significa un rasgo propio del acontecer natural»{4}. Y a este respecto podríamos seguir citando opiniones a cual más autorizada.

Vemos, pues, que lejos de haber un determinismo causal, lo que hay es más bien, como afirma la física contemporánea, cierta íntima incertidumbre o indeterminación, que se hace resueltamente a un lado con toda creencia en una necesidad y finalidad, postulada por los físicos que, según el humorístico calificativo de Eddington, resultan unos metafísicos incorregibles.

Con el principio de indeterminación cuántica de Heisenberg culmina la crisis de la noción de correspondencia precisa y absoluta entre el pensamiento y la realidad a la cual aquél prescribe sus leyes, creyendo ingenuamente que en ella las descubre. Se viene estrepitosamente a tierra el edificio racionalístico construido por la metafísica del idealismo de la [14] Edad Moderna y en cuyo frontis bien pudo inscribirse la famosa sentencia spinoziana: ordo et conexio rerum eadem est ac ordo et conexio idearum (el orden y la conexión de las cosas es igual al orden y la conexión de las ideas). Elementos tenidos como observables, tales como el éter, el espacio y el tiempo absolutos, que ya han sido condenados por Einstein, se suman a la audaz tesis heisenbergiana de que la medida equivale a una perturbación de lo medido, como se comprueba en la infructuosa aplicación de las mediciones de espacio y tiempo, energía, impulso y velocidad a la esfera atómica. «Nuestra manera habitual de describir la naturaleza y en particular nuestra creencia en la existencia de leyes rigurosas entre los fenómenos naturales, reposan sobre la hipótesis de que es posible observar los fenómenos sin influenciarlos sensiblemente».{5} Así como la trayectoria de una estrella se mide por un sistema de coordenadas, la medición completa de un electrón exige diversas mediciones: posición, velocidad, impulso (masa por velocidad). Pero ocurre que estas mediciones no pueden hacerse simultáneamente, y cada nueva medida perturba el objeto observado. Así, una vez medida su posición, no sabemos al practicar otra de las medidas, cuál será la nueva posición del electrón, &c.

Ahora bien, esto sitúa frente a frente, en antagónica actitud disyuntiva la nueva física y la lógica tal como se ha entendido hasta ahora. ¿Cuál debe prevalecer? «¿Es preciso continuar presentando el principio de lleisenberg –dice Gastón Bachelard– como un principio físico y conservar, respecto a una lógica inmutable, su aspecto de irracionalidad? ¿O es preciso, por lo contrario, incorporarlo al sistema mismo de la razón, en tanto que principio lógico? Ya es muy interesante el simple hecho de que pueda ser planteado este dilema».{6}

Aquí está, mostrada en uno de sus flancos básicos, la gran crisis de la cultura en el presente. Implica nada menos que a la razón del mundo y a la razón humana. En el conflicto, ¿por cuál decidirnos? Si Heisenberg tiene razón –y hasta el presente se confirma que la tiene–, la lógica tal como se ha concebido hasta ahora, no es ni mucho menos la teórica expresión del mundo real. No hay modo entonces de seguir hablando de la lógica como expresión de la legalidad de la realidad. Hemos vuelto, pues, a encontrarnos en un momento de la historia en el cual, dentro de tamaña crisis, es preciso algo más que lógica o que ciencia, y esto más, indispensable a los efectos de orientarnos en el problema de la crisis, es lo que aporta la filosofía.

Pero, ¿cuál es la parte que en este problema corresponde a la filosofía? Ante todo, creo que sería conveniente decir algo acerca de la índole general de la filosofía en la actualidad, pues creo que del modo de ofrecerse [15] en conjunto puede depender, en considerable medida, lo que es y significa hoy día, la filosofía. Lo cual resulta de suma importancia, no sólo porque la filosofía –en cuanto afecta a su contenido– no ha sida siempre lo mismo, sino que, para apelar a dos fundamentales maneras de caracterización, unas veces ha sido esencialmente crítica y otras esencialmente constructiva. Es claro que estoy forzando excesivamente los conceptos, pero, de todos modos, para lo que ahora me propongo hacer ver, puede aceptarse este esquema. En efecto, ha habido épocas como la del escepticismo griego, la renacentista y la actual en que la filosofía aparece como actividad primordialmente crítica, es decir, como una suerte de agente que precipita y luego sublima los compuestos de la cultura en general, llevada por no sé qué misterioso empeño de verlos a la luz de cierto análisis espectral. En cambio, épocas como la de Platón y Aristóteles, el medievo y la Edad Moderna aparecen como manifestaciones filosóficas constructivas, optimistas, dotadas de una vigorosa confianza en sí mismas. Y ya esta doble manera de producirse la filosofía nos está indicando, muy a las claras, el papel que toca a la filosofía en el concierto de la cultura. Así pues, la filosofía refleja la crisis –cuando la hay–, de un modo peculiar privativo que consiste en hacer que se manifieste a su través, y puesto que la crisis es desintegración de lo que hasta entonces se mantenía unido, precipitación de elementos estables y choque de lo ya definido con lo que surge, la filosofía polariza esos estados (le máxima tensión, de incongruencia y excitabilidad y nos ofrece, es claro que hasta donde le es dable hacerlo, lo que pudiera llamarse un esquema de la crisis.

Ahora bien, las épocas de crisis exhiben, por lo menos, estas tres notas: 1) Una sensible ausencia de optimismo, producida por la imposibilidad de confiar en la estabilidad de lo que constituye nuestra circunstancia. 2) Un acusado relativismo, que todo lo condiciona, en el orden del saber como en el de la conducta. 3) Una propensión analítica (con un impulso retrospectivo), que se contrapone a la propensión sintética (cuyo impulso es prospectivo), por la cual no sólo se rehuye toda posible construcción, sino que, todavía más, se aspira a llevar al máximo posible la indagación acerca de la capacidad de creencia en el hombre.

Los más destacados pensadores de la filosofía contemporánea coinciden en las notas apuntadas. El existencialismo señala como elementos constitutivos de la existencia humana su radical inseguridad y su consiguiente angustia metafísica (la preocupación de Heidegger y la náusea de Sartre). Para Bergson, el azar y la improvisación son esenciales ingredientes de la vida. Spengler defiende el relativismo historicista cuya refutación no es tan simple ni tan simplista como se colige de algunas críticas. El perspectivismo circunstancialista de Ortega y Gasset propugna que la vida humana es algo que se integra según decursa sobre sí misma. El empirismo lógico del Círculo de Viena postula la imposibilidad de alguna forma lógica que exprese la realidad como tal (es decir, una suerte de lógica en el vacío). Y, ¿para qué seguir?

Ahora bien, debe ser esto la filosofía? Es decir, ¿debe ser expresión de una radical angustia y de un escepticismo que en forma alguna podría ir más allá de donde parecer haber llegado? Si descontamos el detalle [16] de que la filosofía del presente está inevitablemente constreñida a ser dramática en grado eminente, sí cabe decir que, por su esencia, la filosofía tiene que ser la expresión de una radical inquietud e inconformidad integradoras de la vida humana. Pues la filosofía es un peculiar quehacer humano que se diferencia totalmente de los demás quehaceres. El resto de las manifestaciones culturales –ciencia, arte, moral, política, religión, &c.– es siempre, de algún modo, un medio para un fin, no importa lo noble que este resulte, y no hay dudas de que en muchas ocasiones lo es. Pero la filosofía es por modo impar una actividad en sí misma, cuya finalidad no puede ser sino la de reobrar constantemente sobre su propia actividad. Por eso se ha dicho que la filosofía no tiene objeto propio, sino que lo engendra inacabablemente en su propio quehacer. Entonces, ¿qué busca la filosofía? Sin duda, se busca a sí misma, y al hacerlo está implícitamente incluyendo en esa afanosa busca de si propia al ser que la hace, es decir, al hombre,

Esto último es peculiarmente importante, pues en tanto que es posible separar la actividad científica, o la política, &c., de quienes la realizan, no cabe hacer lo mismo con la filosofía, o sea que el filosofar es consustancial con quien filosofa. Ya lo dijo Kant: es posible aprender filosofía, lo que no se puede es aprender a filosofar.

La incomprensión o el desconocimiento de que el filosofar es el hombre y recíprocamente, ha engendrado, ahora como en otras ocasiones, esas pueriles críticas de si tal o cual filósofo ha sido responsable de una situación política o social en un momento dado de la historia. Esto no es exacto en el grado que debe serlo, aunque desde luego no cabe duda de la influencia de la filosofía en el medio en el cual se produce. Pero las «críticas» respecto a sí, por ejemplo, Spengler, Heidegger y algunos otros han sido los "fabricantes" de la crisis política europea de estos últimos años, es de un simplismo conmovedor. Muy por el contrario, lo que han hecho estos hombres ha sido más bien expresar, tal vez con demasiada crudeza, pero con impresionante precisión, la crisis ya presente en su tiempo y aun las consecuencias en un futuro más o menos inmediato.

Es, pues, la filosofía, por una parte, radical inconformidad, y por otra, como consecuencia de esa inconformidad, expresión de la imposibilidad de encontrar la verdad por sí misma, de que esta se nos revele por sí misma. Ahora bien, la imposibilidad como tal va generando por parte del hombre un conjunto de resistencias con las cuales trata de superar la realidad, inasible por principio, de sobreponérsele, y esto es, visto en sus múltiples y heterogéneos detalles, el cuerpo de doctrinas de una época dada –su ciencia, su arte, su política, su moral, &c. Pero jamás la ciencia, la moral, el arte, &c. Y ahí está la inmensa mole de la historia para comprobarlo. Pero la filosofía aspira, si no a la aprehensión de la realidad radical, sí al menos –y esta es su dramática nobleza–, a despertar de continuo la sospecha de esa imposible aprehensión. Esta ha sido la filosofía de Sócrates, sin duda el gran corruptor de su época, o de Giordano Bruno, o del propio Descartes, pese a su extraordinaria cautela; o de Heidegger, &c. Non ridere, non lugere, neque detestari, sed comprehendere, escribió impresionantemente Spinoza. Es cierto: no reir, no llorar, no odiar, sino comprender. [17] Nuestra filosofía ha de ser fatalmente lo que tiene que ser, lo que de hecho está siendo –expresión de una dramática época de aguda crisis. Lo demás, las recetas para curar los males de la época, para allegar soluciones y producir bienestar para el hombre, es digno y debe alcanzarse aun a costa del mayor esfuerzo. Pero no podemos pedirle a la filosofía que se vuelva un recetario o un pliego de demandas, como se dice ahora. ¿Recuerdan ustedes las palabras de Sócrates, respecto de la filosofía, a su discípulo Critón instantes antes de su muerte? Vale la pena volver sobre ellas: «Procura examinarla verdaderamente y bien; y si resulta mala, procura apartar de ella a todos los hombres, pero si resulta lo que yo creo que es, entonces síguela y sírvela y ponte alegre».

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{1} J. Huizinga: Entre las sombras del mañana, Rev. Occ., Madrid 1936, pág. 58.

{2} Sir J. Jeans: Nuevos fundamentos de la ciencia, 1933, Espasa-Calpe, 1936, cap. VI: Mecánica ondulatoria.

{3} Sir A. Eddington: La filosofía de la ciencia física, Ed. Sudamericana, 1944, VI.

{4} Hans Reichenhach: Átomo y Cosmos, Rev. Occ., 1931, pág. 244.

{5} W. Heisenberg: Los principios físicos de la teoría de los quanta, trad. francesa, Champion et Hochard, pág. 51.

{6} G. Bachelard: Actualités scientifiques, H. y Cie., nº. 849, 1939, pág. 60.


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  Humberto Piñera Llera