Rodrigo Fernández-Carvajal,
hace cincuenta años

Antonio Lago Carballo

Estudios de derecho constitucional
Homenaje al Profesor Rodrigo Fernández-Carvajal

Universidad de Murcia 1997, tomo 1, páginas 19-24
 

Rodrigo Fernández-Carvajal llegó a Madrid en octubre de 1943 para continuar y concluir los estudios de Derecho, cuyos dos primeros años había cursado en la Universidad de Oviedo. Desde el primer momento reside en el Colegio Mayor «Cisneros» en donde también vivía su amigo desde la infancia en el Gijón natal, Juan de Luis Camblor.

Inicia, entonces, Rodrigo Fernández-Carvajal su etapa madrileña que duraría hasta que en 1957 gana la oposición a la cátedra de Derecho Político de la Universidad de Murcia. Son años que vivirá intensamente tanto en las Facultades de Derecho –en donde se doctora en 1955– y de Ciencias Políticas y Económicas como en el «Cisneros», en el que se integra en el grupo de amigos formado en torno a Juan Carlos Goyeneche, profesor y escritor argentino de extraordinaria y sugestiva personalidad, grupo que en la primavera de 1947 se trasladaría, como núcleo fundacional, al Colegio Mayor Hispanoamericano «Nª Sª de Guadalupe» con Angel Alvarez de Miranda como director.

Este grupo –Angel, Rodrigo, Juan Ignacio Tena, José María de Labra, Juan de Luis, yo mismo, más José María Valverde y Miguel Sánchez Mazas que no eran residentes– dedicará horas y horas de tertulia –reflexión, debate, entusiasmo– a la tarea de proyectar una revista universitaria que sin ataduras oficiales ni dogmatismos políticos, fuese portavoz de lo que creíamos era una actitud nueva, unas ideas renovadoras y originales. La iniciativa tardaría meses y meses en cuajar en «fruto cierto». Como he contado en otra parte {(*) «Crónica y repaso de la revista Alférez» en Economía española, Cultura y Sociedad, Homenaje a Juan Velarde Fuertes, Eudema, Madrid 1992, Tomo III, págs. 489-510.} nos encontramos con las limitaciones impuestas por la normativa entonces vigente en materia de prensa, sobre todo para una publicación al margen de los cauces oficiales: el del S.E.U. en lo que a la universidad se refiere.

A todos nosotros nos faltaba tiempo y decisión para acometer la aventura de sacar una revista, cuya aparición tropezaba con la dificultad, que a veces parecía insalvable, de obtener la preceptiva autorización de la Dirección General de Prensa, aparte de la que suponía allegar los recursos necesarios para su financiación.

El retraso en la aparición de Alférez –este fue el nombre elegido, tras dar muchas vueltas al asunto, por que pretendíamos colocarlo bajo el patrocinio de San Miguel Arcángel cuyas virtudes invocábamos– nos permitió ensayar estilos, temas y criterios en las páginas universitarias del semanario Signo a algunos de los que meses más tarde iniciaríamos la andadura de Alférez. En aquel semanario publicó Rodrigo varios artículos: así los titulados «La novela católica», «La poesía de Carlos Bousoño» y «La segunda navegación de Ortega» aparecidos en la primavera de 1946.

Pero fue en las páginas de Alférez –cuyo primer número apareció en febrero de 1947 y el último en enero de 1949– en donde Rodrigo Fernández-Carvajal mostró en más de treinta artículos –muchos de ellos verdaderos ensayos en miniatura– su finura intelectual, su capacidad para el análisis y la disquisición, su limpia prosa en la que se ha reflejado siempre una excelente calidad literaria y un sutil empleo del lenguaje metafórico. La casi totalidad de esos artículos, más los publicados entre 1946 y 1952 en Signo, Cisneros, Alcalá y alguna revista más, los recogería en su libro Los diálogos perdidos, publicado en 1952. Libro extraordinariamente expresivo del mundo intelectual de su autor, de su valentía a la hora de enjuiciar situaciones y cuestiones de la vida intelectual y de la realidad social y política de la España de aquellos difíciles y complejos años, y expresivo también de su calidad ética y de sus profundas convicciones religiosas.

Lo que ha sido la obra y magisterio de Rodrigo Fernández-Carvajal a lo largo de su vida, se encontraba in nuce en aquellos artículos escritos en plena juventud. Tengo muy presente al hacer esta afirmación la reciente lectura en el Anuario de Derecho Constitucional y Parlamentario (Murcia 1996), de la extraordinariamente interesante conversación que meses atrás ha mantenido con el profesor Manuel Aragón.

Afirmaciones hechas en su dorada madurez por el profesor Fernández-Carvajal, estaban ya apuntadas en sus reflexiones de cincuenta años atrás. Nada mejor para demostrar este aserto que recordar y citar alguno de los textos entresacados de los artículos publicados en las revistas antes citadas, y en el caso de Alférez tanto los que llevaban su firma como los anónimos editoriales, casi todos salidos de su pluma. Cuatro temas capitales cabe fijar para centrar en ellos este aproximado inventarlo de lo que medio siglo atrás constituían las primordiales preocupaciones de nuestro amigo: el atinente a la situación religiosa, tanto en el orden individual como en el colectivo; el de la educación; el de la política; y el de la vida intelectual en España.

En lo que al primero se refiere, muy expresivo de su talante intelectual y espiritual fue el artículo, sin firma, en el que presentaba el propósito de la Revista en su primer número: «Cristianos somos, y por tanto nada humano puede sernos ajeno: ni el cine, ni la poesía, ni la vida diaria. Pero, naturalmente, aspiramos a respetar las estructuras varias del ser, y no veremos en el cine un instrumento de educación moral, al menos de primer intento, sino un principio de arte, y no nos derretiremos ante la literatura ejemplar, que con desgraciada frecuencia suele ser la peor. Querer meter la vida en una moraleja, borrando de ella el elemento intelectual y dejando solamente el ético, es profundamente anticristiano, e implica una renuncia a la edificación de un auténtico orden.»

Esta preocupación va a aparecer en varios de sus artículo. Así en el que, bajo el título de «La hora de San Agustín» (nº 3), reflexionaba acerca del deber que para los cristianos es vivir en el curso del tiempo y crear obras propias sin caer en mimetismos. «Hay que recelar de los que creen que la fórmula para instaurar una política y una cultura cristianas es verter vino viejo en odres nuevos, o vino nuevo en odres viejos. Estas astucias nunca serán el paso inicial de una Cristiandad. Es necesario que el vino y el odre sean del mismo año, del que fluye bajo nuestros pies, como ocurría en los años de buena vendimia, y que en el jugo hirviente echemos por única solera la que brote de las vides de la eternidad.»

En su artículo «La novela católica» (Signo, 18 de marzo de 1946), encontramos este párrafo, tan expresivo de la actitud de su autor: «La espiritualidad católica, vena de agua siempre fluyente, puede brotar a luz a través de la roca de la belleza cuando hay un Moisés que cumple el milagro. Pero cuando el pecado o el débil clima de la religiosidad colectiva no hacen al hombre digno de este divino alumbramiento la religión y el mal gusto traban monstruosos pactos. Advienen entonces esos Sagrados Corazones muy devotos, pero plásticamente deplorables, esa ajada retórica de tantos escritores cristianos, esa falta absoluta de sentido estético que lastra tan pesadamente las exteriorizaciones literarias o plásticas del catolicismo contemporáneo.»

Otro tema capital en la preocupación de Fernández-Carvajal ha sido el de la educación. A este respecto puede afirmarse que cuando en 1950 hizo y ganó las oposiciones al Cuerpo de Técnicos de la Administración Civil del Ministerio de Educación Nacional, no lo hizo como un modus vivendi transitorio, sino respondiendo a un serio interés del que es testimonio el largo artículo que publicó en el número 5 de Alférez (junio de 1947) titulado «Educación y casticismo», y en el que partía de la comparación entre dos libros: Los apologistas españoles, de Rafael García de Castro, y Les éducateurs de l'Espagne contemporaine, de Pierre Jobit. Mientras en el primero caben todos los escritores españoles conscientes y profesionalmente católicos desde hace un siglo, todos ellos militantes en el campo de la defensa y de la polémica, en el segundo libro figuran los krausistas discípulos de Sanz del Río y maestros de la Institución Libre de Enseñanza. «Unos son exactamente sofistas –esto es, eruditos oradores–, y otros, socráticos. Unos trabajan con ideas y sentimientos, y otros con almas. Lo que, en último grado, prueba que éstos vivían su fe de una manera viva y optimista, y aquéllos la tenían hecha un montón de pequeños –o grandes– prestigios que era necesario a toda costa defender.»

Sería vana la pretensión de resumir en pocas líneas un texto tan rico de ideas, pero debo omitir las consideraciones que hace a propósito de la labor llevada a cabo por la Junta de Ampliación de Estudios, suprimida en la inmediata posguerra civil, y de los criterios entonces imperantes en la ordenación educativa: «Se me dirá que la función pedagógica que cumplía la Junta es satisfecha ahora por otras vías y otros organismos. Pero la realidad es que hoy nos vamos por las ramas de los siete cursos de latín y no hemos meditado seriamente sobre los métodos y condiciones de una educación humanística. Implantamos la enseñanza obligatoria de la religión en la Universidad y administramos apologética en vez de teología a una generación cristiana en lo hondo...»

Su actitud ante la política es reflejada en distintos artículos y con diversos motivos. Así en el artículo editorial del octavo número afirmaba: «Toda política, quiérase o no se quiera, supone un diálogo, y en saberlo mantener con dignidad está una de las claves del éxito de un régimen.» Y líneas después precisaba: «El éxito del diálogo está, sobre todo, condicionado por la autenticidad y competencia de los dialogantes. Y aquí tocamos el punctum saliens de la política actual: la organización del régimen representativo. Mientras la pura ejecución tiene un entrenamiento histórico respetable, logrado a través de toda la vida del Estado moderno, la representación sigue siendo hoy, según los casos, el enfant terrible o el niño tonto de la vida pública; siempre está oscilando entre una demagogia esterilizante y una artificial mansedumbre.»

Y en el número 10 bajo el título «Lecciones de José Antonio» publicaba un artículo dedicado a interpretar y esclarecer una figura entonces, y ahora, demasiado empañada y malentendida: «La mayor traición a su recuerdo sería hacer de esta bandera una cucaña; un palo seco de dogmas petrificados, incapaces de dialogar con el viento que sople cada día.» Y añadía, con un lenguaje casi en clave, como si se dirigiese a un lector «buen entendedor» al que le bastasen unas pocas palabras; «Si José Antonio viviera hoy en España, es seguro que sin despreciar los sonetos, amaría el verso libre, y esto con todo su cortejo de repercusiones extrapoéticas. En política, por ejemplo, amaría el verso de las formas representativas eficaces.»

Lenguaje casi en clave... el lenguaje hábil y, en ocasiones, casi críptico, que permitiese pasar sin cortes ni rechazos por el cedazo del censor de turno. El propio Rodrigo Fernández-Carvajal escribió en un artículo: «Va a ser grave tarea para los historiadores de dentro de dos o tres siglos reconstruir la figura de la España actual –marzo de 1947– a base de los jeroglíficos de la prensa», tras explicar cómo cada artículo tenía su sombra y sólo uniendo uno y otra cobraba sentido lo escrito.

Y por último, y aquí una vez más tiene sentido la conocida frase inglesa last but not least, hay que subrayar la actitud de Fernández-Carvajal respecto de la vida intelectual, no ya en abstracto sino referida a la circunstancia española de los años aquí recordados. En muchos artículos suyos encontramos testimonios de su preocupación relativa a esta delicada cuestión, pero nos parece muy expresivo este pasaje tomado de su breve ensayo «Las tentaciones de la vida intelectual» publicado en La Hora (20 de mayo 1949): «La vida intelectual está entrando, quiérase o no, en una etapa dramática, que... ...tiene sus específicos peligros y falsificaciones. Si antes se sobreestimaban la habilidad colorista y la audacia, hoy corremos peligro de sobreestimar la seriedad desangelada y la cautela. Si antes se caía en el virtuosismo de la problematización, hoy podemos caer en una especie de santa simplicidad engañosa, sobre todo en esta nuestra España, tan propicia a interferir, dentro de la pura labor intelectual, motivos éticos. Concretando más: la vida intelectual española que ahora se inicia tiene el peligro de no filtrarse a través de la obra de Ortega, el gran maestro de nuestra última etapa lúdica. Los historiadores jóvenes, por ejemplo, ¿se han preocupado de examinar y recoger lo mucho que para ellos hay en la obra y en el estilo mental orteguianos? Este gran filtro de Ortega, puesto en mitad del agua viva del pensamiento español moderno, no se puede escamotear en nombre de la fidelidad a Donoso y a don Marcelino. Acaso sea el instrumento que Dios nos dio para limpiar al catolicismo español de arenillas castizas.»

Otros muchos textos podrían ser citados, todos ellos publicados en el libro Los diálogos perdidos, excelente ejemplo de una clara vocación intelectual manifestada en la juventud y mantenida a lo largo de «toda una vida dedicada a enseñar, a decir lo que se piensa y a vivir como se piensa», como, en feliz y justa frase, ha calificado Manuel Aragón la de nuestro admirado amigo Rodrigo Fernández-Carvajal.

Antonio Lago Carballo
Profesor de la Escuela Diplomática


filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2003 filosofia.org
  Rodrigo Fernández-Carvajal González