Rodrigo Fernández-Carvajal: desde «Alférez»
a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

Juan Velarde Fuertes

Estudios de derecho constitucional
Homenaje al Profesor Rodrigo Fernández-Carvajal

Universidad de Murcia 1997, tomo 1, páginas 43-47
 

A las gentes de mi generación, la de 1947 o 1950, según se desee, les ha llegado el momento de rendir cuentas. A veces conviene explicar cada uno qué hizo y por qué lo hizo. A veces corresponde a los demás. En el caso de Rodrigo Fernández-Carvajal me parece que no es mala cosa el tomo de homenaje que se ha preparado en su Universidad de Murcia para plantearlo, quizá desde mis propias vivencias.

En 1947 yo acababa de terminar la carrera. No me gustaba mucho la realidad política que me rodeaba, pero aún menos me gustaban las actitudes políticas de los que se oponían a aquella realidad política. Parte de eso que no me gustaba de lo que me rodeaba, era una religiosidad intelectualmente mediocre, en la que predominaba lo sentimental y que, con mejor o peor fortuna, trataba de imbricarse en planteamientos integristas que cerebral y cordialmente me repugnaban. Por otro lado, no me gustaba del todo –aunque sí alguna novedad que imponía Ismael Medina– el foro de Juventud. En cambio comulgaba con la inmensa mayor parte del tono de la última etapa de La Hora, la dirigida por Jaime Suárez, a la que seguirían otros directores hasta culminar en el Alcalá de Marcelo Arroitia-Jáuregui. Pero esa música profunda de fondo, que encontraría en España como problema de Pedro Laín Entralgo o en la religiosidad que hallaba en Bloy, o en el benedictino Thomas Merton, que en parte se coordinaba con el descubrimiento de Bruce Marshall y de Graham Greene, ansiaba hallarla, capaz de inspirar un talante individual y político, en algún lado. El descubrimiento de Alférez fue, para mi, lo confieso, deslumbrador. Más concretamente, los artículos de Rodrigo Fernández-Carvajal, su director, fueron un continuo «esto sí es». Ya sabía que tenía a mi disposición un faro seguro y que, si lo seguía con fidelidad, no me equivocaría en lo importante. Naturalmente, todo iba a culminar con la lectura de Los diálogos perdidos, también de Rodrigo Fernández-Carvajal.

La fascinación que se desprendía así de la figura de Rodrigo Fernández-Carvajal se incrementó cuando a través de Alfredo Cerrolaza y como resultado de un trabajo en unas oposiciones a jefes de Administración Civil en el Ministerio de Educación Nacional, llegaron a mi poder unos apuntes manuscritos del profesor Fernández-Carvajal, de Derecho Político y de Derecho Administrativo. En relación con el profesor García de Enterría, Fernández-Carvajal nos ha aclarado paternidades de muchas de las partes de estos manuscritos. El que yo me haya convertido en un admirador del Derecho Administrativo se debe a un curso universitario previo del profesor Garrido Falla y a estos maravillosos apuntes, en los que parece que existen aportaciones y asimismo, espléndidas glosas, de Fernández-Carvajal a algo previo –oral en su mayor parte–, de García de Enterría. Con estos apuntes preparé la parte correspondiente a esas materias en la oposición al Cuerpo Nacional de la Inspección Técnica de Previsión Social. Obtuve el número 1, muchísimo más por estos brillantes temas que por mi preparación en Economía y en cuestiones institucionales de Derecho del Trabajo y de Seguridad Social. Con ellos en la mano, y con alguna ampliación colateral del profesor Fernández-Carvajal, me di cuenta de que no sólo tenía que admirar a éste como orientador básico de jóvenes de mi generación, sino también como pedagogo.

En la Universidad de Murcia acampó como catedrático. Alrededor de la tesis del profesor García Canales, en conversaciones que manteníamos cuando tenía que acercarme a Murcia, con él y con Pepi, más de una vez sentados en una terraza en Trapería, en otras ocasiones en Madrid comprendí que el profesor Fernández-Carvajal había encontrado su papel en la sociedad: convertirse en una pieza –por otra parte soberbia, maravillosa– del claustro murciano, sin que le atrajese lo más mínimo la idea de otra cátedra u otro puesto de más relumbrón. Con elegancia, apartó de sí a Madrid, por supuesto, y a otras aulas que podían resultar, desde el punto de vista del impacto social, de mucha más importancia. ¡Cómo me hablaba de sus clases, de sus colaboradores, de sus alumnos, en estas reuniones! Comprendí, un día, en el que yo era vehículo de una de estas tentaciones de alejamiento, que Fernández-Carvajal había escogido la mejor parte, y que era ridículo insistir.

A continuación, un catedrático se mide por su importancia como investigador y publicista. Fui un asiduo de sus textos. Tremendamente rigurosos, sus páginas obligan a estudiarlos a fondo, y el resultado es, después, inmensamente esclarecedor. Me los fue enviando puntualmente. Curiosamente el último fue el agotadísimo titulado La Constitución española. Había traspapelado yo el ejemplar que tenía y lo necesitaba para una obligada nota a pie de página. Con ese motivo le he releído hace poco. Conservaba toda su frescura, y nadie podrá historiar seriamente el régimen político de la Era de Franco sin conocerlo a fondo.

Cuando, en 1974, me nombraron Rector de la Universidad Hispanoamericana de Santa María de La Rábida, decidí que el vicerrector ideal era el profesor Fernández-Carvajal. No pudo negarse, porque no perturbaba su docencia en Murcia y lo único que suponía era una pérdida de vacaciones de verano. Esta Semana Santa volví por aquellos lugares. Contemplé desde bajezas en relación con una lápida, a la pérdida absoluta del espíritu abierto, universitario de nuevo cuño, que intentamos llevar al centro. Fue la Universidad de «Alférez» en más de un sentido. Primero en el personal. Allí estaban, con nosotros, Juan de Luis Camblor en primera línea y, además, Antonio Lago Carballo, Juan Ignacio Tena, y un deseo extraordinario de servir a España desde la pulcritud científica.

De la península de La Rábida, todo eso, a fuerza de ramplonería seudoprogresista, se ha evaporado, pero no del ámbito académico. Un día el vicerrector Fernández-Carvajal me presentó un proyecto: –«Mira; insistir, a través de un conjunto minúsculo de alumnos, en mejorar la sociedad española, es inútil, porque lo que tenía sentido con el famoso viaje a Grecia, o con la Universidad Internacional de Verano de Santander, durante la II República, de lo que somos continuadores, nos guste o no, ya se ha perdido en la Universidad masificada de hoy. Pero no ocurre lo mismo con los profesores ayudantes, encargados y el resto del personal docente universitario, incluidos los catedráticos. ¿Por qué no dedicamos los recursos que tenemos a reuniones académicas en torno a cuestiones que apasionan a quienes enseñan, desde confrontar los unos con los otros sobre cómo dar las clases de Economía Política, o debatir los últimos avances en Biología molecular o cómo se plantea hoy la figura de Rousseau?»

Me pareció admirable. Reconvertimos La Rábida. En el verano de 1975 se inició el nuevo rumbo con una reunión de sesenta profesores para discutir cómo debía impartirse el primer curso en la Facultad de Derecho. Conviene señalar, por orden alfabético, quiénes fueron los ponentes de las reuniones: Elías Díaz, Jesús Lalinde, Angel Latorre, Nicolás López Calera, Luis Ramírez Jiménez, Luis Sánchez Agesta, Francisco Tomás y Valiente y Armando Torrent. Al espíritu del vicerrector –como al mío– le molestaba el sectarismo.

Después vinieron cursos, coloquios, reuniones. Rodrigo Fernández-Carvajal presentó la dimisión en 1977. Con el profesor Camilo Lebón, que le sustituyó, continuó su espíritu en 1978. Ese verano, tuvo lugar en La Rábida, una reunión dirigida por el profesor Fuentes Quintana, titulada Seminario Iberoamericano sobre Reformas Fiscales. Juan de Luis Camblor dirá sobre este acontecimiento: «Se celebró, del 21 al 26 de agosto de 1978 a instancias del Instituto de Estudios Fiscales, dirigido entonces por el profesor César Albiñana. El Rector Velarde no olvidó, sin duda, que el Plan Marshall fue lanzado por el General que le dio su nombre en la Universidad de Harvard el 5 de junio de 1947. Salvadas todas las distancias, se montó un Seminario, al que realmente no se ha dado la importancia y trascendencia que tuvo. Fue Director del Seminario el Profesor Fuentes Quintana, siendo entonces Ministro de Hacienda... Francisco Fernández Ordóñez, que no sólo asistió al Seminario, sino que lo clausuró solemnemente en el extraordinario Patio mudéjar del Convento de Santa María de La Rábida, con un mensaje», que significaba el primer toque de clarín de la puesta en marcha de una nueva estructura tributaria, cabalmente la actual.

Entre los asistentes al seminario estaba el profesor Teodoro López Cuesta. Cuando pocas fechas después se decidió el fin de esta Universidad Hispanoamericana y su transformación en un simple apéndice de la de Sevilla, al impulso de López Cuesta se debe la creación de una Fundación para que en el Palacio de La Granda, en Asturias, comenzase a funcionar la actual Escuela Asturiana de Estudios Hispánicos, procurando mantener el mismo espíritu que Fernández-Carvajal había creado en La Rábida. Haber conservado hasta ahora mismo ese mensaje, transmutado en espíritu de La Granda es algo de lo que nos enorgullecemos López-Cuesta –el condiscípulo de la Universidad de Oviedo que disputaba las matrículas de honor con Rodrigo Fernández-Carvajal hasta que éste se fue a Madrid– y yo.

Rodrigo Fernández-Carvajal fue elegido el 18 de enero de 1994 en la vacante de la medalla número 33 provocada por el fallecimiento de Jesús Fueyo, numerario de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, de la que ya era correspondiente en Murcia desde el 14 de noviembre de 1989. Tuve la satisfacción de ser uno de los firmantes de su candidatura, acompañado de Gonzalo Fernández de la Mora y Fernando Garrido Falla. Ingresó el 17 de octubre de 1995 con un discurso titulado Sabiduría y ciencias del hombre, al que le contestó, por la Corporación, Gonzalo Fernández de la Mora. Así es como le hemos vuelto a capturar, sin que deje Murcia, para que se disfrute en Madrid de su ciencia, de su capacidad intelectual, de su firmeza en las posiciones fundamentales y, al mismo tiempo, de su talante siempre liberal. Con él en nuestra Academia se percibe, sin duda de ningún género, el mensaje de otro gijonés ilustre, Jovellanos.

Juan Velarde Fuertes
Miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas


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  Rodrigo Fernández-Carvajal González