El pesimismo en el siglo XIX (1878) a b c d e f g h Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX

Un precursor de Schopenhauer, Leopardi
I

Hemos dicho que el pesimismo era un mal esencialmente moderno: es preciso entenderse. En todos los tiempos ha habido pesimistas, o lo que es igual, hay un pesimismo contemporáneo de la humanidad. En todas las razas, en todas las civilizaciones, algunas imaginaciones poderosas, fueron preocupadas por lo que hay de incompleto y de trágico en el destino humano, dando a este sentimiento la expresión más conmovedora y más poética. Grandes crisis de tristeza y de desesperación han atravesado los siglos, acusando la decepción de la vida y la suprema ironía de las cosas. Este desacuerdo del hombre con su destino, la oposición de sus instintos y de sus facultades con el medio en que vive, la naturaleza hostil o malévola, los azares [9] y las sorpresas de la suerte, el hombre mismo, lleno de duda y de ignorancia, sufriendo por su pensamiento y por sus pasiones, la humanidad entregada a una lucha sin tregua, la historia llena de los escándalos de la fuerza, la enfermedad, en fin, la muerte, la separación violenta de los seres que más se aman, todos estos sufrimientos y estas miserias forman como un clamor inmenso que resuena desde el fondo de las conciencias, en la filosofía, en la religión, en la poesía de los pueblos. Mas estas quejas o estos gritos de insurrección, por profundos y apasionados que sean, son, por lo general, en las razas y en las civilizaciones antiguas accidentes individuales: expresan la melancolía de su temperamento, la gravedad triste de un pensador, los trastornos de un alma bajo el golpe de la desesperación; no expresan, para hablar con propiedad, una concepción sistemática de la vida, la doctrina de la renuncia del ser. Job maldice el día en que ha nacido: «El hombre que nace de mujer vive pocos días llenos de miserias»; pero Jehová habla, deshace la duda ingrata, la injusta queja, la vana protesta de su servidor, lo levanta iluminándolo y lo salva de sí mismo. Salomón declara «que está enojado de la vida viendo todos los males que se encuentran bajo el sol, y que todas las cosas son vanidad y [10] la aflicción para el espíritu?»{1}, mas sería una interpretación bien superficial la que no quisiera ver en esta triste poesía del Ecclesiastes otro aspecto que el de la desesperación, sin percibir al mismo tiempo el contraste de las vanidades de la tierra que disgustan un alma grande, con los fines más altos que la atraen, y como la antítesis eterna que resume todas las luchas del corazón del hombre, sintiendo su miseria en la embriaguez de sus alegrías y buscando encima de sí lo que debe desvanecer su hastío.

Análogos sentimientos se encuentran en la antigüedad griega y romana. Se han observado rasgos de profunda melancolía, lo mismo en Hesiodo y Simónides de Amurgos, que en los coros de Sófocles y Eurípides, que en Lucrecio y Virgilio. De la Grecia ha partido esta queja conmovedora. «Lo mejor para el hombre es no nacer, y cuando ha nacido, morir joven.» Mr. de Hartmann no ha dejado de sacar un pasaje de la Apología, en que Platón le proporciona una imagen expresiva para comprobar la proposición fundamental del pesimismo, de que el no ser es preferible al ser: «Si la muerte es la privación de todo sentimiento, un sueño sin ensueños, ¡qué gran ventaja será morir! Porque, que [11] cualquiera elija una noche así pasada en un sueño profundo que no haya turbado ningún ensueño, y que compare esta noche con todas las noches y todos los días que han llenado el curso entero de su vida; que reflexione y que diga en conciencia cuántos días y cuántas noches ha tenido en su vida más felices y más dulces que ésta: estoy persuadido de que no tan sólo un simple particular, sino el mismo rey de Persia, encontraría un número bien pequeño y bien fácil de contar.» Aristóteles ha notado con profunda observación, que hay una especie de tristeza que parece ser la compañera del genio. Trata la mentira como fisiólogo; ¿mas no se podrá decir, bajo otro punto de vista, completando su pensamiento, que la altura a que se eleva el genio humano no sirve mas que para mostrarle con más claridad la frivolidad de los nombres y la miseria de la vida? Recordaremos, en fin, que hubo en Grecia como una escuela de pesimismo abierta por el famoso Hegérias, tan elocuente en sus sombrías pinturas de la condición humana, que recibió el nombre de Peisithanatos, y que fue preciso cerrar su escuela para evitar a sus oyentes el contagio del suicidio. El fondo de esta amarga filosofía, que no conocemos sino por algunas frases de Diógenes, Laerces y de Cicerón, permanece muy oscuro; es bastante difícil averiguar si este consejero, [12] harto persuasivo de la muerte, predicaba a sus discípulos el desprecio de la vida considerada en sí o solo en comparación de la vida futura, la muerte como una emancipación o como un progreso.

Resulte lo que quiera de esta singularidad filosófica, queda bien sentado que este género de sentimientos es raro entre los antiguos, y es un grave error del poeta del pesimismo, de Leopardi, el haber querido persuadirnos en pro de su causa, de que el pesimismo se hallaba, en el genio de los grandes escritores de Grecia y Roma: sistema o error, este punto de vista borra alguna vez en él el sentido tan penetrante y tan fino que tiene de la antigüedad. Nada más quimérico que esta Safo, meditando sobre los grandes problemas:

...Arcano é tutto
Fuor che il nostro dolor...

Ya no es la inspirada sacerdotisa de Venus la que aquí habla; es una blonda alemana que sueña con un Werther desconocido, y exclama: «Todo es misterio, exceptuando nuestro dolor.» Con el mismo sentido, y bajo el imperio de la misma idea, Leopardi fuerza la interpretación de las dos frases célebres de Bruto y de Theophrastes en el instante de morir; el uno, renegando de la virtud por la que muere; el otro, [13] renegando de la gloria por la que ha olvidado vivir. Aun suponiendo que estas palabras sean auténticas, y que no hayan sido recogidas en alguna vaga leyenda por Diógenes, Laerces y Dion Casio, no podían tener, de ningún modo, en la boca que las ha pronunciado, la significación moderna que les atribuye un comentario demasiado sutil e ingenioso. Por otra parte, Leopardi se corrige a sí mismo, entra en la verdad de la historia moral de las razas y de los tiempos, cuando dice de pasada en la misma obra, «que el origen de estos pensamientos dolorosos, poco esparcidos entre los antiguos, se encuentra siempre en el infortunio particular o accidental del escritor o del personaje puesto en escena, imaginario o real.» Mas da frecuentes mentís a esta observación tan justa. El fondo de la creencia antigua es que el hombre ha nacido para ser feliz, y que cuando no logra serlo, es por culpa de alguna divinidad envidiosa o por una venganza de los dioses. Lo que domina entre los antiguos es el gusto de la vida y la fe en la felicidad terrestre que persiguen con terquedad: cuando sufren parecen despojados de un derecho.

M. de Hartmann señala con rasgos precisos esta idea del optimismo terrestre que rige el mundo antiguo (judío, griego, romano). El judío añade un sentido temporal a las bendiciones del [14] Señor: la felicidad para él, es que sus graneros estén llenos, y sus lagares no puedan soportar el vino{2}. Sus concepciones de la vida nada tienen de trascendentales, y para llamarle a este orden superior de pensamientos y de esperanzas, es preciso que Jehová le hable por sus profetas o le avise castigándole. La conciencia griega, después que ha agotado la noble embriaguez del heroísmo, busca la satisfacción de esta necesidad de dicha en los placeres del arte y de la ciencia, se complace en una teoría estética de la vida{3}. La existencia es el primero de los bienes; recuérdese la frase de Aquiles en la Odisea, hallándose en los infiernos: «No trates de consolarme de la muerte, noble Ulises: quisiera más cultivar como mercenario el campo de un pobre hombre, que reinar sobre toda la muchedumbre de las sombras. Dice también el Eclesiastes: «Más vale un perro vivo, que un león muerto (IX, 4).» La república romana introduce o desenvuelve un elemento nuevo; ennoblece el deseo de la felicidad, trasportándola, señalando al hombre ese objeto todavía humano, pero superior, al cual el individuo debe inmolarse; la felicidad de la ciudad, el poderío de la patria. He aquí, salvo [15] algunas excepciones, los grandes móviles de la vida antigua: las bendiciones temporales en la raza de Israel, los goces de la ciencia y del arte entre los griegos; entre los romanos el deseo de la dominación universal, el sueño de la grandeza y de la eternidad de Roma. En estas diversas civilizaciones no hay lugar sino por accidente para las inspiraciones del pesimismo. El ardor viril en el combate de la vida en estas razas enérgicas y nuevas, la pasión de las grandes cosas, el poder y el candor, virgen de las grandes esperanzas que la experiencia no ha destruido el sentimiento de una fuerza que no conoce aun sus límites, la conciencia reciente que la humanidad acaba de adquirir de sí misma en la historia del mundo, todo esto explica la fe profunda de los antiguos, en la posibilidad de realizar aquí abajo la mayor suma de felicidad. Todo esto se halla en contraposición con esta moderna teoría que parece ser la triste herencia de una humanidad decrépita, la teoría del dolor universal e irremediable. En cambio, y por contrastar con el mundo antiguo, no es posible negar que existen influencias y corrientes pesimistas en el seno de la doctrina cristiana, o al menos en ciertas sectas que la han interpretado. ¿Puede dudarse, por ejemplo, de que tal pensamiento de Pascal o tal página de las Veladas de San Petersburgo no [16] deben ocupar un lugar como ilustraciones de idea o de estilo al lado de los análisis más amargos de la Filosofía de lo Inconsciente o entre las canciones más desesperadas de Leopardi? Esta aproximación no parecerá forzada a los que saben que el pesimismo del poeta italiano ha revestido desde un principio la forma religiosa. Existe en el cristianismo un aspecto sombrío, dogmas temerosos, un espíritu de austeridad, de abnegación, hasta de ascetismo, que sin duda no es toda la religión, pero que es una parte esencial de ella, un elemento radical y primitivo anterior a las atenuaciones y a las enmiendas que la imponen sin cesar las complacencias del yo o los desmayos de la fe. Por otra parte, cada cual hace un poco la religión, a su imagen y la imprime el sello peculiar de su espíritu. El cristianismo, visto exclusivamente de este lado y bajo este aspecto, como una doctrina de expiación, como una teología de lágrimas y de espanto, puede muy bien herir las imaginaciones enfermas e inclinarlas a una especie de pesimismo. No está lejos, en efecto, esta manera de comprender el cristianismo del jansenismo. La naturaleza humana corrompida, la perversidad radical puesta al desnudo, la incapacidad absoluta de nuestras facultades para lo verdadero y lo bueno, la necesidad de distraer este pobre corazón que [17] quiere huir de sí mismo y de la idea de la muerte agitándose en el vacío, y sobre todo esto el perpetuo pensamiento del pecado original que arroja sobre esta miserable alma con sus consecuencias más extremadas y más duras, la unión continua y casi sensible del infierno, el pequeño número de los elegidos, la imposibilidad de salvación sin la gracia, –¡y qué gracia! «no sólo la gracia suficiente que no basta»– por último, este espíritu cruel de mortificación, este desprecio de la carne, este terror al mundo, la renuncia de todo lo que constituye el precio de la vida, un cuadro semejante extraído de las Provinciales y de los pensamientos, era muy propio para agradar al futuro autor del Bruto minore y de la Ginestra, en sus sombrías meditaciones de Recanati. Pero esta analogía de sentimientos no dura. ¿Quién no percibe la diferencia entre las dos inspiraciones desde que se entra en una conversación familiar con el alma grande de Pascal tan dolorida y tan tierna? El pesimismo de Pascal tiene por fondo una ardiente y activa caridad; quiere atemorizar y consternar al hombre. ¡Pero qué profunda piedad en esta violenta lógica! Cierra todas las salidas a la razón, mas es para llevarla de un vuelo recto al Calvario y trasformar estas tristezas en eterna alegría. Tortura su genio para descubrir nuevas demostraciones [18] de su fe; se diría que sucumbe bajo la responsabilidad de las almas que no ha podido convencer, de los espíritus que no ha iluminado.

Lo mismo sucede bajo cierto aspecto, aunque por diferentes razones, con lo que podría llamarse el terrorismo religioso de José de Maistre. Es muy cierto que a primera vista parece una especie de pesimismo esta lúgubre apología de la Inquisición, este dogma de la expiación, aplicado a la penalidad social, esta teoría mística y feroz del sacrificio sangriento, de la guerra considerada como institución providencial, del cadalso colocado en la base del Estado. El corazón se encoge ante el espectáculo de la vida humana, presa de poderes formidables, y de la sociedad sometida a un yugo de hierro bajo un amo, que es un Dios terrible, servido por ministros sin compasión. Pero este aparato de terror no puede resistir un instante de reflexión. Bien pronto se advierte que todo esto son paradojas de combate, apologías y afirmaciones violentas, opuestas a los ataques y a las negaciones de otros. José de Maistre es más bien un polemista que un apologista del cristianismo; la batalla tiene sus arrebatos; la elocuencia, la retórica, tienen también su embriaguez en medio de la lucha; a M. de Maistre le arrastran sin que tenga fuerzas para gobernarlas. Los argumentos [19] no le bastan, los lleva hasta la hipérbole. Es un gran escritor a quien falta un poco de razón, un gran pintor que abusa del efecto: su pesimismo tiene un valor extremado.

En vano se buscaría en la historia del cristianismo, salvo quizá en algunas rectas gnósticas, nada semejante a esta nueva filosofía. En la India es donde el pesimismo tiene sus verdaderos abuelos; así lo reconoce él mismo y se vanagloria de ello. La afinidad de las ideas de Schopenhauer con el budismo ha sido mostrada con frecuencia. Nosotros no insistiremos sobre este punto; recordaremos tan sólo que el pesimismo ha sido fundado en la noche solemne en que sentado bajo la higuera de Gaja, meditando sobre la miseria del hombre y buscando los medios de libertarse de estas existencias sucesivas, que no eran más que un cambio sin fin de miserias, el joven príncipe Cakya exclama: «Nada es estable sobre la tierra. La vida es como la chispa producida por el frotamiento de la madera. Aparece y se extingue sin que sepamos de dónde viene ni a dónde va.

...Debe de haber una ciencia suprema, en la cual podríamos encontrar el reposo. Si yo la alcanzase podría llevar a los hombres la luz. Si yo fuera libre podría libertar al mundo... ¡Ah!, desgraciada juventud, que la vejez ha de destruir. [20] ¡Ah! desgraciada salud, que tantas enfermedades destruye. ¡Ah! desgraciada vida, en la cual el hombre permanece tan pocos días...! ¡Si no hubiera vejez, ni enfermedad, ni muerte! ¡Si la vejez, la enfermedad y la muerte fuesen para siempre encadenadas!». Y la meditación continúa extraña, sublime, desolada. «Todo fenómeno es vacío, toda sustancia está vacía; fuera no hay más que el vacío.» Y también, «El mal es la existencia; lo que produce la existencia es el deseo; el deseo nace de la percepción de las formas ilusorias del ser. Todos estos son efectos de la ignorancia. Así, pues, la ignorancia es, en realidad, la causa primera de todo lo que parece existir. Conocer esta ignorancia es al mismo tiempo destruir los efectos»{4}. La ciencia suprema es la ignorancia cuando cesa de engañarse a sí misma. Es al mismo tiempo la libertad suprema, la cual posee cuatro grados recorridos sucesivamente por el Buche moribundo: conocer la naturaleza y la vanidad de todas las cosas, abolir en sí el juicio y el razonamiento, alcanzar la indiferencia, llegar, en fin, a la desaparición de todo placer, de toda conciencia, de toda memoria. Aquí es donde comienza el nirvana: toda luz se extingue, es la noche, la nada; pero la [21] nada se consuma únicamente en la más alta esfera del nirvana, donde no existe ni aun la idea de la nada: ni ideas, ni ausencia de ideas, nada.

«El mal es la existencia», he aquí la primera y la última palabra del pesimismo. He aquí el extraño pensamiento en el cual se abstrae en este momento algún piadoso indio, buscando la huella de los pasos de Cakya-Monni sobre el mármol del templo de Benares. He aquí el problema sobre el que meditan vagamente a estas horas millares de monjes budistas en la China, en la isla de Ceilán, en la Indochina, en el Nepal, dentro de sus conventos y de sus pagodas, ebrios de sueños y de contemplaciones infinitas. He aquí el texto sagrado que sirve de alimento intelectual a todos estos anacoretas, a todos estos sacerdotes, a todos estos teólogos del Triptaca y del Lotus de la buena ley, a estas multitudes que piensan y que oran en torno suyo, y que se cuentan por cientos de millones. Tal es también el lazo misterioso que une estos pesimistas del extremo Oriente, desde el fondo de los siglos y a través del espacio, a estos filósofos refinados de la Alemania contemporánea, que después de haber atravesado todas las grandes esperanzas de la especulación, después de haber agotado todos los sueños y todas las epopeyas de la metafísica, vienen saturados de ideas [22] y de ciencia a proclamar la nada de todas las cosas, y repiten con sabia desesperación la frase de un joven príncipe indio, pronunciada hace más de veinticuatro siglos en las orillas del Ganjes: «El mal es la existencia.»

Ahora se comprende en qué sentido y hasta qué punto la enfermedad del pesimismo es una enfermedad esencialmente moderna. Es moderna por la forma científica que ha tomado en nuestros días, es nueva en las civilizaciones del Occidente. ¡Qué cosa tan extraña es este renacimiento del pesimismo budista al que asistimos, con todo el aparato de los más doctos sistemas, en el corazón de la Prusia, en Berlín! Que 300 millones de asiáticos beban a grandes sorbos el opio de estas fatales doctrinas que enervan y embotan la voluntad, es ya muy extraordinario; pero que una raza enérgica, disciplinada, tan admirablemente constituida para la ciencia y para la acción, tan práctica, y al mismo tiempo tan calculadora, belicosa y dura, lo contrario seguramente de una raza sentimental; que una nación formada de estos robustos y vivos elementos, haga una acogida triunfal a estas teorías de la desesperación, resucitada por Schopenhauer, que su optimismo militar acepte con cierto entusiasmo la apología de la muerte y de la nada, es cosa que a primera vista parece inexplicable. [23] Y el éxito de la doctrina nacida en las márgenes del Ganjes, no se detiene en las orillas del Spreo. La Alemania entera tiene fija su atención en este movimiento de las ideas. La Italia con un gran poeta se había adelantado a la corriente; la Francia, como veremos, la ha seguido hasta cierto punto: también tiene sus pesimistas. La raza eslava no ha escapado a esta extraña y funesta influencia. Mirad esa propaganda desenfrenada del nihilismo, de la cual se asusta, no sin razón, la autoridad espiritual y temporal del Zar, y que esparce por toda la Rusia un espíritu de negación desvergonzada y de fría inmoralidad. Mirad, sobre todo, esa monstruosa secta de los Skopsy, de los mutilados que «haciendo, como dice Leroy-Beaulier, un sistema moral y religioso de una práctica degradante de los harenes del Oriente, materializando el ascetismo y reduciéndolo a una operación quirúrgica», proclaman por este vergonzoso y sangriento sacrificio, que la vida es mala y que es conveniente secar la fuente de ella. Esta es la forma más degradante del pesimismo; pero es también su expresión más lógica. Es un pesimismo para uso de las naturalezas groseras y arrebatadas que van derechas al fin del sistema, sin detenerse en las inútiles elegías y en las elegantes bagatelas de los espíritus cultos que pasan la vida lamentándose.

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{1} Ecclesiastes, II, 17.

{2} Proverbios, III, 10.

{3} Filosofía de lo Inconsciente.

{4} Max Muller, Ensayo sobre las religiones.

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Armando Palacio Valdés Erasmo Caro · El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1878], páginas 8-23