Filosofía en español 
Filosofía en español

Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 99-121

Lección V
De nuestras relaciones con Inglaterra

sumario.– Objeto de esta lección.– Carácter de la política de Inglaterra respecto a España.– Reseña de nuestras relaciones.– Sucesos del siglo XVI. –Idem del siglo XVII.– Guerra de sucesión.– Política neutral de Fernando VI entre Inglaterra y Francia.– Guerras contra la Inglaterra por consecuencia del pacto de familia.– Alianza de 1809 para hacer causa común contra la Francia.– Digresión sobre el tráfico de negros.– Su historia.– Su abolición.– Tratados celebrados con la Inglaterra acerca del tráfico.– Conducta política de la Inglaterra en los últimos años del reinado de Fernando VII.– Cuádruple alianza.– Cooperación de la Inglaterra para terminar nuestra guerra civil.– Carácter que ofrece la política inglesa en el pasado y presente siglo.– Miras especiales que abriga hoy la Inglaterra respecto a la España.– Proyectos contra nuestras Antillas.– Estado industrial de aquellas colonias.– Cuestión de aranceles peninsulares.– Conatos de la Inglaterra para influir en nuestros negocios.– Rivalidad contra la Francia.– Política que conviene a España.– Conclusión.

señores:

Examinada en la lección anterior la política de Francia para con la España, y las relaciones que han mediado entre ambos pueblos, debemos ocuparnos esta noche de la Inglaterra. Esta nación es la que, después de la Francia, ha ejercido y ejerce en la actualidad mayor influencia en nuestros asuntos, por cuyo motivo y por ser una de nuestras aliadas del Mediodía, conviene que la demos preferencia en estos estudios. [100]

Por la reseña que, según nuestra costumbre, vamos a hacer de las relaciones en que hemos vivido con Inglaterra desde el siglo XVI, observaremos que esta nación no ha llegado a formarse un sistema fijo de conducta política en orden a la España hasta fines del siglo XVII. Ni podía suceder de otra manera si se atiende al estado de vacilación e inseguridad de la política europea en los tiempos anteriores.

Durante el período de la dinastía austríaca, la Inglaterra fue por lo común enemiga de la España, unas veces por celos de nuestra preponderancia europea, como sucedió en tiempo de Carlos V, y otras por diferencia de creencias religiosas, que fue la causa de nuestras guerras exteriores en la época de los Felipes. Carlos V, sin embargo, después de las largas y variadas contiendas sostenidas durante su reinado, descendió del trono en paz con aquella potencia, dejando casado a su hijo Felipe II con María, hija de Enrique VIII.

La buena armonía de Felipe con la Inglaterra no tardó en romperse, convirtiéndose en una lucha prolongada. Dio origen a las disidencias entre ambos pueblos el hecho de haber Felipe II prestado auxilios a los sacerdotes católicos ingleses, lo que llevó tan a mal la reina de Inglaterra, que quiso vengarse auxiliando a su vez, y por vía de represalias, a los insurgentes de los Países Bajos. Rompiéronse, pues, nuestras relaciones políticas y comerciales, y comenzó una larga cadena de hostilidades directas, que no cesó durante el reinado de Felipe II, y en la cual cúponos a los españoles la peor parte, habiendo experimentado grandes pérdidas y desastres.

Repetidas veces cometieron los ingleses depredaciones en nuestras colonias americanas, y el almirante Drake invadió y saqueó algunas ciudades litorales de la península. [101] Felipe II, justamente irritado con semejante conducta, resolvió vengarse tratando de realizar antiguas pretensiones al trono de Inglaterra, en virtud de la cesión de derechos que le había hecho la reina de Escocia María Estuardo. Al efecto, y contando además con el apoyo de los católicos de aquel país, hizo sus preparativos de guerra, tanto en España como en Flandes, y logró disponer en Lisboa la escuadra más poderosa que jamás se viera en España, y que mereció denominarse la Invencible. Componíase de ciento y cincuenta navíos de guerra, que montaban dos mil seiscientos treinta cañones, ocho mil marineros, veinte mil soldados, y todo lo más escogido de la nobleza española. Dióse a la vela el 21 de julio de 1588, dirigiéndose con el ejército de Flandes para atacar a las fuerzas navales inglesas. Trabado el combate, y aunque la escuadra inglesa era muy inferior a la española, el éxito nos fue desastroso, merced a una estratagema singular. Y fue que en medio de la oscuridad de la noche lanzaron los ingleses ocho brulotes que introdujeron en nuestra armada el espanto y la confusión general, y atacándola a favor de esta sorpresa, lograron dispersarla. Extraviada en los mares del Norte, sufrió después la furia de las tempestades, no habiéndose salvado más que cincuenta y tres navíos que pudieron arribar a las costas de Vizcaya. Este infausto suceso abatió la marina española, y a su vez la Inglaterra principió desde entonces a engrandecer su poder naval.

Engreído el gobierno británico con esta victoria, acometió la empresa de colocar sobre el trono de Portugal al príncipe D. Antonio. Y aunque no pudo realizar su propósito por no haber encontrado simpatías en el pueblo portugués, aprovechó la ocasión para hostilizar nuestros puertos y saquear nuestras ciudades. Estos excesos, [102] irritando a Felipe II, le arrastraron a hacer una nueva tentativa contra las costas de Inglaterra, habiendo sido tan desgraciado como en la primera, y acabando de destruir la marina española.

Tales fueron los resultados aciagos de la no interrumpida lucha que mantuvo con la Inglaterra Felipe II durante su vida.

Los sucesores de este monarca continuaron el ya emprendido sistema de hostilidades contra los ingleses. Felipe III, aconsejado por el duque de Lerma, consideró la rebelión de Irlanda como una coyuntura a propósito para vengarse del gobierno inglés, y ordenó armar una escuadra que condujese seis mil españoles para favorecer a los insurrectos irlandeses; pero le fue adversa la suerte, y después de una batalla campal tuvo que hacer retirar sus tropas diezmadas a la península.

En cuanto a Felipe IV, también empleó alguna vez sus armas contra la Inglaterra, siguiendo siempre el propósito de proteger a los católicos.

Ya en el reinado de Carlos II cambió de aspecto la política europea. Las aspiraciones de Luis XIV no pudieron menos de alarmar a la Inglaterra, y cuando aquel monarca se mostró decidido a apoderarse de los Países Bajos, la Inglaterra, habiéndose aliado con la Holanda y Suecia, se puso de parte de la España para desbaratar tos proyectos de la Francia.

Tal es, en resumen, el aspecto que presentan nuestras relaciones con la Inglaterra antes del siglo XVIII. Su política en este período no fue una y constante, sino el resultado de los diferentes sucesos y circunstancias.

Llegando ya a una época más cercana, encontramos [103] formulado y seguido con perseverancia el sistema político de Inglaterra. Desde principios del siglo XVIII la Inglaterra ha tenido por blanco fijo y permanente de su política el impedir que se intimasen nuestras relaciones con la nación francesa, y sacar de la España todas las ventajas posibles para su industria y su comercio. Este es el pensamiento que se descubre siempre a través de las diferentes vicisitudes do sus relaciones con la España.

En tiempo de Felipe V, y durante la larga guerra de sucesión que ocasionó su advenimiento al trono español, la Inglaterra se alió con las demás potencias de Europa, y fue por consiguiente nuestra enemiga. Pero después de terminada esta sangrienta lucha por el tratado general de Utrech, volvimos a restablecer nuestras relaciones con la Inglaterra, habiendo celebrado varios tratados especiales, dirigidos ya a asegurar el nuevo estado de paz y amistad entre ambas naciones, por medio de nuevas alianzas, ya finalmente a arreglar diferentes puntos de comercio. Es de notar entre aquellos el celebrado en 26 de marzo de 1713, concediendo a la Inglaterra el asiento de negros para surtir a la América española, de cuya materia nos ocuparemos más adelante.

En tiempo de Fernando VI no experimentaron alteración alguna las relaciones de ambos pueblos. Dejamos ya manifestado en otra lección que Fernando VI, uno de nuestros más prudentes y cuerdos monarcas, en punto a la política exterior se propuso y llevó a cabo, durante los trece años de su reinado, el mantenimiento de la más estricta neutralidad respecto de las des potencias rivales Inglaterra y Francia. Así logró conservar la paz con gran provecho para sus estados. El [104] tratado que celebró con la Inglaterra en 1750, en el cual se acordó que los súbditos respectivos de ambos gobiernos gozasen iguales privilegios y franquicias en el comercio y tráfico, quedando al nivel de las naciones más favorecidas, es quizás el único de que han reportado ventajas nuestros intereses comerciales.

Pero nuestra situación respecto de la Inglaterra cambió fatalmente a la muerte de Fernando VI. El funesto pacto de familia que contrajo con la Francia Carlos III, nos envolvió sucesivamente en dos guerras desastrosas en que nos fue preciso luchar abierta y decididamente contra las armas inglesas. La primera de aquellas terminó en el año 1763 mediante el tratado de paz y amistad celebrado en París entre la Francia y la España por una parte, y la Inglaterra por otra; tratado en el que se estipuló la restitución recíproca de las posesiones de que se hubiesen apoderado las partes beligerantes durante la contienda. La segunda guerra que estalló en 1775 concluyó por el tratado de paz firmado en Versalles en 1783, habiéndose convenido en él que volviesen a recobrar su antiguo vigor todas las convenciones anteriores, así políticas como mercantiles, ajustadas entre la España y la Gran Bretaña, cuyos gabinetes acordaron además cederse respectivamente varias posesiones. Estos dos tratados dan a conocer suficientemente cuál fue el carácter de nuestras relaciones con la Inglaterra durante el reinado de Carlos III.

No fuimos más dichosos en tiempo de Carlos IV. Obligados también a ser auxiliares de la Francia en virtud del tratado de San Ildefonso, volvimos a constituirnos muy pronto en estado de hostilidad con los ingleses, habiéndonos costado esta nueva guerra el quebranto [105] de nuestra marina en el cabo de San Vicente. Se restableció la armonía entre ambas naciones, por el tratado ajustado en Amiens en 27 de marzo de 1802; pero aún sufrimos la irreparable derrota de Trafalgar. Poco después tomaron ya nuestras relaciones con la Inglaterra un carácter pacífico, que no se ha alterado hasta nuestros días.

La nación que había luchado con nosotros en cuanto favorecíamos los intereses de la Francia, se nos unió para abatir el poder francés cuando Napoleón trató de subyugarnos y realizar su dictadura europea. El tratado que en 1809 celebramos en Londres con el gabinete inglés, tuvo por objeto estrechar nuestras relaciones y unir nuestras fuerzas para hacer causa común contra la Francia.

En su consecuencia, luchamos juntos contra los ejércitos franceses, hasta que fueron arrojados de nuestra península y se restableció la paz general.

Tal ha sido el carácter de nuestras relaciones políticas con la Inglaterra hasta el reinado de Fernando VII y fin de la guerra de la independencia.

Desde esta época no ha vuelto a turbarse la paz entre ambas naciones. El nuevo monarca español la aseguró por medio de varios tratados dirigidos a reparar los trastornos naturales que había ocasionado la guerra. Entre estas diferentes estipulaciones políticas, es muy digno de notarse el tratado celebrado en 23 de setiembre de 1817, acordándose la abolición del tráfico de negros que se hacía desde África a nuestras Antillas. Sobre este asunto debemos detenernos a hacer algunas explicaciones.

El tráfico o transporte de negros bozales principió a conocerse en el siglo XVI, y fue su inventor un religioso español, Fr. Bartolomé de las Casas. Deseando [106] este religioso dar impulso a la producción de nuestras colonias y sacar todas las ventajas posibles de la fecundidad de su suelo, sin abusan excesivamente del trabajo de sus naturales, volvió los ojos a la costa de África y promovió la compra y transporte de los negros de aquellos países. La esclavitud existía ya muchos siglos antes en África, en donde millares de infelices negros gemían bajo el yugo de una multitud de reyezuelos. Así, pues, lo que se hizo fue aprovecharse de ella como de un hecho preexistente para fomentar la producción de nuestras colonias. Comenzó, pues, el transporte de negros desde África a las Antillas sin que ocurriese reclamar contra él a ninguna nación de Europa. Lejos de eso, no sólo lo toleraron todas impasibles por espacio de tres siglos, sino que las más poderosas en fuerzas navales tomaron parte en el trafico, celebrando al efecto contratos o asientos con la España. Los gobiernos de Europa procuraban adquirir para sus súbditos el privilegio del tráfico negrero, no sólo por las crecidas ganancias que el mismo reportaba, sino porque a su sombra introducían los asentistas en sus buques otros efectos de comercio. Así es que, desde principios del siglo XVI, fueron muy frecuentes y repetidas las contratas o asientos celebrados con el gobierno español. Contrayéndonos a la Inglaterra, observamos que fue precisamente la nación que en el siglo pasado tuvo en su favor el privilegio del tráfico. Por el tratado de 26 de marzo de 1713 adquirió la reina de la Gran Bretaña un privilegio en favor de la compañía real inglesa para que hiciese el trasporte de negros, con exclusión de toda otra nación, por espacio de treinta años, y bajo las 42 condiciones expresadas en dicho convenio. Este traslado fue objeto de varias aclaraciones posteriores, [107] acordadas en 26 de mayo de 1716; mas como se hubiese confirmado en su parte esencial, continuó el tráfico por parte de la compañía real inglesa.

Pero el tráfico negrero que había sido mirado con indiferencia por la Europa, comenzó desde mediados del siglo XVIII a ser considerado justamente como inmoral e inhumano. La nueva filosofía, propagándose por los pueblos, despertó el sentimiento de la dignidad del hombre, y presentó la esclavitud, y por consiguiente el comercio de esclavos, con los colores más odiosos y repugnantes. Por un fenómeno raro y extraordinario, la Inglaterra, la nación misma que años antes había adquirido para sí el privilegio exclusivo del tráfico negrero, fue la que alzó la bandera de la abolición. No haremos a la Inglaterra la injusticia de atribuir en su origen esta conducta a miras mezquinas e interesadas. Para nosotros es innegable que los sentimientos religiosos del pueblo inglés influyeron más que otra causa alguna en la adopción de este sistema, siquiera sus gobiernos le hayan seguido después por hallarle conveniente y provechoso para sus intereses industriales y mercantiles.

Empeñada ya la Inglaterra en este camino, supo aprovechar la primera coyuntura favorable para dar al tráfico de negros un golpe de muerte. Cuando el congreso de representantes de las naciones se reunió en Viena con objeto de arreglar la paz de Europa, la Inglaterra utilizó hábilmente la buena disposición de sus ánimos agradecidos a los esfuerzos británicos en la lucha que acababa de pasar. Así fue que solicitó y obtuvo del congreso la solemne manifestación firmada en 8 de febrero de 1815, en la que anatematizaba a la faz de la Europa el comercio conocido con el nombre de tráfico de negros de África, declarándolo «contrario a los principios de la [108] humanidad y de la moral universal», y obligándose a hacer todo lo posible hasta conseguir su completa extinción.

Aunque la España no firmó por entonces aquel manifiesto, como ni tampoco el tratado general de Viena, sabido es que dio su accesión en 7 de mayo de 1817. Por cuya virtud, en setiembre del propio año celebramos con la Inglaterra un tratado especial, en el que se acordó que desde el día 30 de mayo de 1820 quedaría abolido el tráfico de negros en todos los dominios de España. Una grave falta, sea dicho de paso, cometió nuestro gobierno al determinar las condiciones relativas a la ejecución del tratado. Por el artículo 9.º se convino en que los buques de guerra de ambas marinas tuviesen recíprocamente derecho de visita, o sea de registrar los buques mercantes de cualquiera de las dos naciones, cuando se sospechase, con fundamentos razonables, que llevaban a su bordo esclavos de ilícito comercio; y se les autorizó para que pudiesen detenerlos y llevarlos, a fin de que les juzgasen los tribunales establecidos al efecto. Fácil era de prever que la concesión recíproca del derecho de visita había de sernos onerosa, y acarrearnos graves perjuicios y vejaciones, como ha sucedido efectivamente, supuesta la desigualdad de fuerzas navales entre ambas partes contratantes: pues al paso que la España carece de buques, la Inglaterra se halla en disposición de bloquear con los suyos todas las costas de África.

Pero dejando a un lado esta digresión sobre el tráfico negrero, y volviendo a seguir el curso de los sucesos, observamos que en los restantes años del reinado de Fernando VII continuaron nuestras relaciones con Inglaterra en la mejor armonía y buen acuerdo. A este propósito debemos hacer mérito de un hecho honroso para aquella nación, cualquiera que por otra parte [109] hubiese sido el móvil que la impulsara. Tal es la protesta solemne que hizo en 1822 en el congreso de Verona, cuando los plenipotenciarios de las naciones europeas acordaron enviar fuerza armada dentro de nuestro territorio, para abolir el gobierno constitucional. La Inglaterra en aquella ocasión declaró por medio de su representante Wellington que protestaba contra semejante acuerdo como atentatorio al derecho más sagrado de los pueblos. Y aun llevó su oficiosidad hasta el punto de proponer a Luis XVIII una mediación para terminar pacíficamente nuestras discordias. Nos es enojoso penetrar en las miras reservadas que pudiese tener la Inglaterra al dar este paso, y preferimos limitarnos a consignarlo como altamente moral y digno a los ojos de la razón pública.

Poco después, en los años 23 y 28, ajustamos con la Inglaterra dos convenios especiales que tuvieron por objeto indemnizar las diferentes reclamaciones que sobre perjuicios se hicieron por los súbditos de ambos países con motivo de apresamientos de buques y otros efectos.

Muerto Fernando VII, nuestras relaciones con la Inglaterra no experimentaron alteración alguna, supuesto que aquella nación reconoció desde luego a Isabel II como reina legítima de España. Así es que habiéndose encendido la guerra civil en nuestra península, y hallándose amenazado el trono y las instituciones, la Inglaterra tomó la iniciativa para negociar el tratado de la cuádruple alianza, de que nos hemos ocupado más extensamente en la lección anterior, y en el que se obligó harto eficazmente. Dice así el artículo 3.° de este tratado: «S. M. el rey del reino unido de la Gran Bretaña e Irlanda se obliga a cooperar empleando una [110] fuerza naval en ayuda de las operaciones que han de emprenderse, en conformidad de las estipulaciones del presente tratado, por las tropas de España y Portugal». En los artículos adicionales al tratado de la cuádruple alianza, firmados en Londres a 18 de agosto del mismo año de 1834, se obligó la Inglaterra por el artículo 2.° «a dar a S. M. C. los auxilios de armas y municiones de guerra que necesitase, y ayudarle además, si fuere necesario, con una fuerza naval». Preciso es confesar que la Inglaterra cumplió religiosamente estos compromisos. No sólo nos auxilió con una legión de soldados británicos, sino que llenó de cruceros nuestras costas siempre que fue necesario, ora para su defensa, ora para el transporte de las tropas españolas, y socorrió al gobierno con armas y municiones, cuyo valor, según documentos presentados a la cámara de los comunes en junio de 1839, ascendió a 616.489 libras esterlinas o sea 60.460.434 rs. y 17 mrs.

Es de notar que en todos los actos de política exterior ha revelado la Inglaterra marcada adhesión al principio liberal; Y en corroboración de este aserto debemos citar, por lo que hace particularmente a España, las gestiones que practicó cerca de la Turquía a fin de obtener de esta potencia el reconocimiento de la legitimidad de Isabel II, como asimismo las negociaciones entabladas con la Prusia en 1839 dirigidas igualmente al propio objeto. Semejante conducta de parte de la Inglaterra se explica por el interés que naturalmente ha de reportarle el establecimiento de un régimen liberal, a cuya sombra es más fácil se desenvuelvan la libertad religiosa y sobre todo la libertad comercial, principal objeto de sus miras.

Terminada la guerra civil de España, la Inglaterra ha permanecido constantemente aliada nuestra, siquiera [111] su influencia en nuestros negocios haya seguido las diferentes vicisitudes de nuestros cambios políticos. En cuanto a las negociaciones que han mediado entre ambos pueblos durante el reinado de Isabel en orden a intereses materiales, debemos hacer mérito de un tratado importante celebrado en 28 de junio de 1835 y relativo a la abolición del tráfico de negros. Queda atrás expuesto que en el año 17 se estipuló la abolición en los dominios españoles, pactándose que este acuerdo debiera principiar a ejecutarse desde el año de 1820 en adelante; pero como no se hubiese llevado a efecto con el rigor que deseara la Inglaterra, aprovechóse ésta en 1835 de nuestra situación precaria motivada por la guerra civil, y explotando la gratitud que naturalmente le debíamos en calidad de protegidos suyos, consiguió ajustar un nuevo convenio para corroborar y hacer más valedero el de 1817. Obligóse, pues, la España nuevamente a adoptar las medidas más eficaces para impedir el tráfico negrero: ofreció publicar dentro de dos meses después del canje de las estipulaciones una ley penal para castigar a los que tomasen parte en aquel comercio ilícito; y lo que no deja de ser extraño, volvió a confirmar nueva y más explícitamente la concesión del mutuo derecho de visita.

La ley penal no se publicó, sin embargo, dentro del plazo convenido; y sólo en consecuencia de varias reclamaciones hechas por la Inglaterra, se decretó por las cortes y fue sancionada por la corona en 2 de marzo de 1845. Esta ley fue el complemento y término de los convenios sobre abolición del tráfico, y el último documento diplomático que se conoce hasta hoy entre Inglaterra y España. Tal ha sido la historia de nuestras relaciones con la Inglaterra. [112]

Dirigiendo ahora una mirada sobre las diferentes vicisitudes que se nos ofrecen en el período que hemos recorrido, hallaremos que la política de Inglaterra respecto a España fue varia e indeterminada hasta principios del siglo XVIII; pero que desde esta época ha seguido ya un norte fijo de conducta, dirigiéndose así en sus guerras como en sus alianzas y en sus tratados, lo primero a impedir que se estrechasen nuestras relaciones con la Francia su perpetua enemiga, y lo segundo a arrancarnos las concesiones más favorables para su engrandecimiento fabril y comercial. Hoy mismo y a pesar del cambio natural de los tiempos y de las circunstancias no han dejado de ser estos los dos puntos capitales de su política en orden a la España. Por eso se ha dicho con razón que la Inglaterra es entre las naciones de Europa la que con más decisión y perseverancia viene siguiendo, hace dos siglos, un pensamiento constante en sus relaciones exteriores. Verdad es que la naturaleza misma de su posición ha contribuido poderosamente a ello. Asegurada como se halla de invasiones extrañas, y habiendo tenido hasta aquí más consolidado que ningún otro pueblo su gobierno interior, las circunstancias mismas han determinado el sistema que con tanto éxito ha ido realizando, y que no es otro que el de extender su comercio por todos los países, convirtiendo al mundo en un mercado inmenso para sus manufacturas, y ensanchando por este medio su influjo y dominación universal.

Conviene que nos detengamos ahora a examinar más prolijamente las miras especiales que abriga hoy la Inglaterra con relación a la península española.

Animada siempre la Inglaterra por el propósito de fomentar sus producciones y engrandecer su comercio, [113] no puede mirar impasible la competencia que le oponen nuestras Antillas. De aquí sus conatos repetidos por apoderarse de nuestras colonias, o ya que esto no sea tan fácil y hacedero, por aniquilar la producción de su suelo. Así se comprende el empeño con que ha solicitado y obtenido en los últimos tiempos la abolición del tráfico de negros bozales, principales agentes de la riqueza de Cuba, y he aquí también el motivo por el que el gobierno inglés se negó obstinadamente en los últimos años a admitir en sus mercados los azúcares elaborados por manos esclavas, a pesar de faltar en ello a los convenios vigentes en materia de comercio. Esto nos conduce naturalmente a considerar la esclavitud en sus relaciones con la organización social y económica de nuestras Antillas.

La esclavitud no puede justificarse a los ojos de la razón y de la moral religiosa. No necesita, pues, combatirse: porque se siente mejor que se explica todo lo que este hecho encierra en sí mismo de inmoral, de inhumano y degradante. No han faltado en verdad escritores que han pretendido disculpar la esclavitud de la raza negra, como si la naturaleza misma hubiese querido marcar a esta con un sello de inferioridad que la destina a servir a la blanca. Cierto es también, y de ello nos da testimonio la historia contemporánea, que existe una invencible repulsión entre ambas razas, y que es difícil lleguen a unirse y vivir en igualdad de condiciones. Ejemplo de ello tenemos en la república de los Estados Unidos, en donde a pesar de ser igual para ambas la legislación del país, es más poderosa que las leyes la prevención pública contra los negros, a quienes no permite disfrutar de los privilegios civiles ni menos de las consideraciones sociales. [114] Los individuos de la raza negra no pueden sin riesgo de su vida hacer uso de sus derechos políticos. No les es permitido votar ni sentarse en el jurado. Sus hijos no pueden concurrir a la escuela en que se educan los blancos. No pueden asistir al teatro ni a otros espectáculos a su lado. Hasta tienen un templo separado donde orar, y por último después de su muerte son arrojados sus huesos a distintos cementerios, pudiendo decirse que la prevención de la raza blanca contra la negra se perpetúa aun más allá de la tumba.

Es un hecho además que la esclavitud de la raza negra ha existido siempre, y desde el momento en que se ha puesto en contacto con la blanca; y este fenómeno se ha revelado en los últimos siglos tan pronto como las circunstancias de los tiempos, los progresos del comercio o la conquista han reunido a las dos razas que habían vivido hasta entonces, y parecen estar destinadas a vivir bajo climas distintos y separados. Pero a pesar de todo, sin que deje de comprenderse el sentimiento de repugnancia que se levanta entre ambas razas, nunca podrá justificarse la esclavitud a los ojos de la razón y de la humanidad, y fuera inútil raciocinar sobre la necesidad de abolirla, pues que su duración es un padrón de infamia para el siglo presente.

Esto sentado, debemos observar que la abolición repentina e instantánea de la esclavitud en nuestras colonias extinguiría en el acto mismo su producción y su riqueza. Los principales artículos que allí se producen, a saber: el azúcar, tabaco y café son cultivados y elaborados únicamente por los hombres de color. Aquellos vastos ingenios que dan alimento a millares de familias, caerían arruinados el día en que cesase el trabajo de los esclavos. Baste pensar en que el número de [115] negros asciende a más de las dos terceras partes de la población, para inferir lo que sucedería si repentinamente fuesen emancipados. Y si consideramos este acontecimiento en sus consecuencias políticas y sociales ¿qué fuera de la isla de Cuba el día en que amaneciesen dueños de sí mismos setecientos mil esclavos viciosos e indolentes acostumbrados a trabajar únicamente por el miedo del castigo? ¿Y qué sería de la población blanca, cuyo número no asciende a la tercera parte de almas, cuando tuviese enfrente de sí a la numerosa raza emancipada, sin propiedad, sin medios de sustentarse, y .quizás ansiosa de venganzas? La emancipación repentina por lo tanto sobre arruinar completamente la riqueza de nuestras colonias, pondría en un grave conflicto a aquellas sociedades, y sería tan funesta para los mismos esclavos como para sus señores. De todo esto se infiere que si bien la esclavitud debe desaparecer, graves consideraciones y poderosos intereses exigen que su abolición no se haga repentinamente, sino que se prepare para el día y momento oportuno.

Por lo demás la esclavitud dejará de existir fatal y necesariamente dentro de un número de años. El tráfico de negros que la fomentaba y sostenía en los siglos anteriores, ha cesado casi del todo, y cesará completamente dentro de poco; porque hasta el escaso contrabando que aun después de los tratados de abolición se ha introducido por diferentes buques negreros, se hará imposible a través de los cruceros ingleses de que están obstruidas las costas de África. Ahora bien, una vez extinguido el tráfico, la raza negra se extinguirá forzosamente, porque sabido es que agobiada por el peso del trabajo, por los sufrimientos de su condición y hasta por los vicios, apenas se multiplica. Y para convencerse [116] de ello, basta considerar que desde la introducción del tráfico negrero nunca ha bajado de veinticinco mil el número de esclavos exportados de África e importados anualmente en nuestras colonias.

Por eso ha sucedido en otras colonias extranjeras, que tan pronto como ha cesado el tráfico, se ha visto extinguirse la población esclava. Pero aun aparte de estas causas especiales, y sobre todas ellas, hay una general, y es el espíritu de la época que acelera y precipita la emancipación en todos los países civilizados.

Considerada, pues, la abolición de la esclavitud en nuestras Antillas como un suceso fatal e irremediable en época más o menos lejana, y teniendo en cuenta que la raza negra es la que sostiene hoy la riqueza de aquellas islas, forzoso es que se piense en los medios de sustituir convenientemente su falta.

Cuando un cambio de esta naturaleza tuvo lugar en algunas islas extranjeras, se dedicaron cuidadosamente sus metrópolis o sus gobiernos a procurar el aumento de la población blanca, y a introducir máquinas con cuyo auxilio se pudiese impedir la decadencia de la producción. El gobierno español tiene más desatendido que fuera de desear este punto. Verdad es que existe en Cuba una junta denominada de Fomento, cuya misión consiste en promover la colonización blanca, teniendo asignado al efecto un capital anual de 80.000 pesos; pero hasta ahora no ha obtenido muy lisonjeros resultados. No hay proporción alguna entre la disminución que experimenta la raza negra, y el aumento que recibe la blanca, y los artículos de producción principian ya a resentirse de esta falta de brazos. Por lo mismo es obligación urgente de nuestros gobiernos promover la inmigración blanca por medios más eficaces que los empleados [117] hasta aquí. La importación directa es un recurso limitado e infecundo. Es necesario poner en juego medios indirectos, creando estímulos y garantías para que las familias blancas vayan espontáneamente a establecerse en aquellos países. El ofrecimiento de terrenos, los auxilios pecuniarios, y ciertas reformas indispensables en el régimen económico y administrativo, serían otros tantos alicientes que atraerían por sí mismos la inmigración blanca, ya nacional, ya extranjera. Y una vez promovida con éxito la colonización blanca por los medios indicados, y por otros que fuera fácil excogitar, y de que ofrecen ejemplo las naciones que nos han precedido en este camino, podría ensayarse sin riesgo un sistema de emancipaciones lentas y sucesivas que, sin dañar a la producción ni a la industria de nuestras colonias, pudiesen preservarlas de toda clase de accidentes en el porvenir.

Nos hemos detenido demasiado quizás en la consideración del estado social y económico de nuestras Antillas. Pero por lo dicho pueden comprenderse bien los deseos que abriga la Inglaterra, de acabar, si fuese posible, de un golpe con la esclavitud de las colonias españolas, puesto que en este acto conseguiría, si no emanciparlas de nuestra tutela a vuelta de graves perturbaciones, por lo menos aniquilar su producción, que tantos celos causa a los gobiernos británicos. Por eso la Inglaterra ha sido y será siempre el enemigo más declarado de nuestras posesiones coloniales; pero enemigo tenaz y perseverante, porque cifrando su poder en el monopolio mercantil, no podrá consentir jamás de buen grado la rivalidad que le suscitan nuestras feracísimas colonias.

Continuando el examen de los designios de la Gran Bretaña respecto a nuestra nación, encontramos que otro [118] de sus pensamientos fijos es el de obtener de nuestro gobierno un tratado de aranceles que facilite la importación de sus manufacturas y especialmente de sus algodones.

Esta exigencia ha hecho surgir dentro de España una grave contienda, en la que pugnan en teoría el principio de libertad con el principio de restricción, y en la práctica los intereses de nuestras provincias manufactureras con los de las demás provincias y señaladamente las Andalucías. Y es tan ardua la solución de este problema, que a pesar del largo tiempo que hace se está debatiendo entre nosotros, no se ha arrojado ningún gobierno a resolverlo en uno o en otro sentido. Pero cuestiones de esta índole son harto frecuentes en toda nación de grande extensión territorial, y en que por lo mismo se ejercen industrias diferentes. En Francia hemos presenciado no ha mucho un caso análogo. Allí han debatido largo tiempo algunos de sus departamentos en que se fabrica el azúcar de remolacha con los demás en que no se cultiva, sobre la libre introducción del azúcar de caña de las colonias; y la misma contienda existe en otros muchos países de que pudiéramos aducir ejemplos.

Por lo que hace a la cuestión española, envuelve pretensiones demasiado encontradas para que sea fácil conciliarlas. El interés de la agricultura reclama atención para sí: el interés de la industria exige por su parte prohibiciones protectoras, y en medio de estos opuestos intereses se levantan los del consumidor, que desea se le proporcionen cómodamente los productos alimenticios e industriales; y como todas estas exigencias sean atendibles y dignas de consideración, la cuestión no puede menos de complicarse y hacerse difícil de resolver.

No es de este lugar exponer el medio de salir de semejante [119] conflicto, de que sólo accidentalmente hacemos mérito. Si consideramos por una parte cuán grande es nuestro atraso en medios de transporte y de comunicación, y la dificultad de que nuestros productos agrícolas puedan, por razón de los gastos de su exportación, sostener la concurrencia en los mercados extranjeros: si se reflexiona sobre los graves e inmediatos perjuicios que, una vez admitidos libremente los géneros ingleses, se seguirían a la multitud infinita de brazos ocupados hoy en nuestras fábricas, naturalmente nos inclinaremos en favor de las leyes restrictivas. Pero si atendemos a que la España es un pueblo esencialmente agricultor, y que por consiguiente los intereses agrícolas son los de la mayoría de sus provincias; si observamos que, a pesar del actual sistema restrictivo, la Inglaterra inunda de contrabando nuestros puertos, importando por este medio una cantidad de géneros ocho veces mayor que la que se introduce por las vías legítimas, y que además se ocasionan gastos de protección, y se da pábulo a la inmoral ocupación del contrabandista, la resolución no deberá ser dudosa en favor de la libertad del comercio. Y esta es, en efecto, la solución que se prepara, y a la que nos conducen necesariamente las tendencias y el espíritu de la época. La libertad de comercio triunfará al fin, porque este es su destino; pero queda reservado al gobierno conciliar hasta donde sea posible los opuestos intereses que hoy luchan entre nosotros.

Conocidas ya las miras de la Inglaterra respecto de la España en punto a sus intereses materiales, veamos las que permanentemente la animan en orden a la política. La Inglaterra no ha abandonado su sistema tradicional de contrarrestar la preponderancia francesa en nuestra península. Jamás podrá mirar impasible que la Francia [120] cuente asegurada en su favor esta parte del continente para las eventualidades que puedan sobrevenir en la Europa. Esto explica naturalmente su oposición al enlace de nuestros príncipes con los de la dinastía francesa, y los medios que incesantemente pone en juego para disminuir el ascendiente de la Francia en nuestro país. A esto se añade que las antipatías de Francia e Inglaterra no tienen a España por único campo de combate ni son de época reciente, sino que se revelan en todos los países del mundo y cuentan siglos de duración.

La Inglaterra además no puede mirar sin disgusto que la nación española prospere en el interior ni adquiera influjo en el exterior, y por lo mismo se halla interesada en fomentar nuestras discordias intestinas y en mantenernos en un estado perpetuo de debilidad y postración. Por eso mismo se opone siempre a cuanto tienda a fomentar nuestra marina, que es el elemento más poderoso para nuestra rehabilitación. Por eso se opondrá igualmente a nuestra unión con Portugal, reducido hoy a una dependencia suya, por medio de la cual tiene abierto el paso a nuestro territorio.

Esto supuesto, y conocidas las intenciones de la Inglaterra, ¿cuál será la conducta que deba observar la España para contrarrestarlas y para impedir sus funestos resultados? Desde luego, en el estado actual en que nos encontramos, no puede la España menos de procurar vivir en paz con la Inglaterra. Su enemistad podría sernos funesta, atendida la facilidad con que, en caso de guerra, le es dado hostilizar nuestras inmensas costas y poner en riesgo nuestras colonias.

Pero, aun viviendo en paz con la Inglaterra, debemos estar prevenidos para contrariar sus designios.

Si nuestra situación internacional no fuese tan precaria; [121] si contásemos con un punto de apoyo en Europa, la rivalidad misma entre la Francia y la Inglaterra pudiera ser un elemento de que nos sirviésemos para combatir alternativamente sus tendencias dominadoras. Entonces podríamos ayudarnos de la Inglaterra para oponernos a la Francia en sus aspiraciones de protectorado, y señaladamente en sus proyectos de conquista por la costa africana; y a su vez de la Francia para imponer a la Inglaterra en sus maquiavélicas intenciones. Esto no nos es fácil hoy en el estado de debilidad y aislamiento en que nos hallamos. Pero tal es, sin embargo, la política que nos está indicada, y a cuya realización debemos aspirar hasta donde nos sea posible, resistiendo entre tanto, por los medios que nuestra actual condición nos permite, toda clase de conatos hostiles. Además de que, en la descomposición que experimenta el sistema político de Europa, las circunstancias harán quizás fácil un día lo que hoy es para nosotros tarea ardua y penosa.