Filosofía en español 
Filosofía en español

Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 215-232

Lección XI
Sistema de política exterior que conviene a España

sumario.– Objeto de esta lección.– Resumen de los puntos más importantes expuestos en las lecciones anteriores.– Situación política general de España.– Necesidades actuales.– Objetos que deben constituir nuestra política para el porvenir.– Adquirir posición internacional en Europa.– Fomento de nuestro comercio con los pueblos de América.– Restauración de nuestra marina.– Necesidad de que la España recupere su poder naval.– Circunstancias favorables para esta empresa –Unión peninsular.– Engrandecimiento de España por las costas de África.– Antigua política de España en este punto.– Razones generales y especiales que nos aconsejan seguir este propósito.– Medios preparatorios que deben emplearse desde luego.– Obstáculos que nos oponen la Francia y la Inglaterra para desenvolver nuestro sistema político.– Deberes del gobierno español.– Conclusión.

señores:

Hemos llegado ya al término de nuestras tareas. Habiendo puesto fin la noche última al estudio de nuestras relaciones diplomáticas con cada uno de los pueblos civilizados, y conocida nuestra situación internacional dentro y fuera de Europa, sólo nos resta ya, a fin de que quede redondeado nuestro trabajo, exponer el sistema de política exterior que debe adoptar y seguir la España, [216] según se lo aconsejan todas sus actuales circunstancias. Tal es el objeto de que me propongo ocupar en la presente y última lección. Pero antes de entrar de lleno en esta materia, convendrá que reasumamos breve y rápidamente los puntos más culminantes que hemos tocado en estas lecciones.

Principiamos, señores, tendiendo nuestras miradas por los diferentes pueblos que constituyen la asociación europea. Remontándonos a su historia, observamos la obra lenta y trabajosa por que han pasado las naciones en su constitución desde la caída del imperio de Occidente hasta nuestros días. La Europa que no era en los tiempos primitivos más que un conjunto de tribus errantes y dispersas, se asentó pocos siglos después bajo el régimen feudal; se organizó en pueblos distintos durante la edad media bajo el omnímodo poder de los papas, y apareció en el siglo XV dividida en naciones independientes, fuertes y compactas. Entonces se inició un período de guerras generales, en las que la potencia más fuerte luchó por subyugar a las débiles. Reemplazóse en el siglo XVII el sistema de fuerza por el sistema de equilibrio, que no es otra cosa al fin que la fuerza misma, pero regulada y suavizada por la cultura de los tiempos; y este sistema ha seguido dominando con algunas modificaciones basta la época presente. Tal es la historia política de la Europa. Vengamos ya a España.

La España saliendo oscura de las montañas cantábricas, constituyó su nacionalidad a través de una guerra de ocho siglos contra el poder musulmán. Fuerte ya y robusta en el siglo XV, creció desmesuradamente en tiempo de Carlos V y Felipe II, llegando a ser señora de la mitad de Europa y del Nuevo Mundo. Pero declinando [217] de su elevada cumbre, cayó en la inacción en el siglo XVII, perdió sus dominios europeos en el XVIII, y vio escapársele sus posesiones americanas en el XIX.

Ahora bien, señores; conocida la situación general de Europa y el estado infausto a que hemos venido después de tanta grandeza, veamos la actitud de los diferentes pueblos con respecto a la nación española. En primer lugar está la Francia con sus constantes aspiraciones de dos siglos a esta parte a ponernos bajo su dependencia, a absorbernos en su personalidad, a fin de que no podamos figurar en el exterior sino como un satélite suyo. La Inglaterra, celosa de las producciones de nuestras Antillas, amenaza incesantemente aquellas posesiones, tiende además a convertir la península en un vasto mercado donde dar salida a sus manufacturas, procura por todos los medios abatir y debilitar nuestro poder, y combate sin tregua la influencia francesa en nuestro gobierno. Portugal, presa de los ingleses hace dos siglos, no ofrece a nuestros ojos sino el triste espectáculo de su dependencia y humillación, sin que haya remedio para este pueblo, ínterin no vuelva a unirse a su antigua familia española. Las potencias del Norte, divorciadas de la España hace ya 15 años, han persistido en esa actitud de desvío, que al fin les hará deponer por completo la fuerza misma de las circunstancias, pero que entretanto nos ha colocado en un aislamiento fatal para nuestros intereses. La corte de Roma ha abandonado también y dejado en la orfandad a la España católica por espacio de largo tiempo; hoy, empero, en que se asienta la sabiduría y la prudencia en la silla de San Pedro, vemos lucir ya el día de una reconciliación tan apetecida con el padre de los fieles. Los estados subalternos [218] de Europa no han seguido por lo común el ejemplo de las altas potencias del Norte, y viven en buena inteligencia con la España; pero su amistad no es poderosa para darnos el influjo que debemos adquirir en nuestro continente.

Apartando la vista de Europa, se nos presentan los pueblos de la costa africana invitándonos a seguir la política de Cisneros y Carlos V, si la misma debilidad en que nos hallamos, no exigiese por ahora la concentración de toda nuestra vitalidad en nuestro propio territorio. Mas allá del Océano está aquel mundo nuevo descubierto por Colón, hoy emancipado ya de sus antiguos dueños, pero conservando aún nuestra lengua, leyes y costumbres, y ofreciéndonos un vasto mercado a nuestros productos, si alcanzamos pronto condiciones hábiles para aprovecharnos de tantas ventajas.

¿Cuál es, en suma, la situación política de la nación española? Considerada diplomáticamente, se encuentra excluida de la comunión europea, reducida al estrecho circulo de las naciones del Mediodía. Considerada económica y comercialmente, la vemos atrasada en la industria y falta de medios de comunicación y de transporte. Considerada geológicamente y atendida su situación entre los dos mares, carece de fuerzas navales, elemento indispensable para su vida: y se halla además privada de la integridad de su territorio peninsular. Considerada bajo el punto de vista de su influencia en los problemas que surjan en Europa, se presenta desalojada del litoral del Mediterráneo, campo de batalla para las guerras de los tiempos futuros. He aquí, pues, que del estudio mismo de nuestra situación se desprende naturalmente el sistema de [219] política exterior que deben seguir sin tregua ni descanso los gobiernos españoles, para que logremos levantarnos de la postración en que nos hallamos. Es necesario: 1.º tomar una posición internacional en Europa, procurando reintegrarnos en la comunión de todas las potencias; 2.º estrechar nuestras relaciones comerciales con las repúblicas de América, único medio de fomentar nuestra producción y riqueza; 3.º crearnos marina nacional y mercante; 4.º recuperar las proporciones naturales de nuestro territorio por la unión con Portugal, y 5.º prepararnos para las eventualidades del porvenir, adelantándonos a tomar posiciones en la costa de África. Tales son los puntos que deben constituir fundamentalmente nuestra política exterior. No todos, sin embargo, son susceptibles de realización inmediata, pero todos deben entrar en las miras de España, los unos para llevarse a cabo desde luego, los otros para prepararse y facilitar su ejecución cuando sea llegada la hora. Las naciones, como hemos dicho ya en otra lección, no pueden progresar ínterin vivan abandonadas al azar de las circunstancias, sin brújula ni rumbo fijo: es indispensable que abriguen un propósito determinado, y marchen con firmeza y constancia hacia su consecución. La España se ha encontrado hasta aquí y se encuentra todavía dentro de un círculo vicioso de que le es preciso salir a toda costa. Su escasa fuerza y la debilidad a que la han reducido sus quebrantos interiores, le impiden emanciparse por completo de las influencias extrañas, y las influencias extrañas son a su vez el obstáculo más fuerte que se opone a su restauración. Pero es necesario romper estas trabas y seguir sin vacilar un camino, ya que afortunadamente no nos faltan fecundísimos elementos para llevar a cabo [220] esta empresa. Pasemos ahora a desenvolver cada uno de los puntos que hemos indicado.

La España, hemos dicho, necesita salir del círculo estrecho de sus alianzas meridionales, y procurarse de una manera digna la reintegración en la comunión europea. Hasta aquí llevamos 15 años sometidos alternativamente a la influencia de la Francia y de la Inglaterra; es preciso, pues, buscar un apoyo con cuyo auxilio podamos mantenernos neutrales en medio de estas dos grandes potencias. Este apoyo debemos buscarle naturalmente en el centro o Norte de Europa, y no debe tardar en presentarse una ocasión propicia en medio de la revolución que hoy agita y descompone todos los estados. Antes de ahora no nos ha sido fácil obtener tan importante objeto. Las potencias del Norte lanzándonos un entredicho absurdo, han permanecido desviadas de nosotros causándonos sin duda alguna graves males, y creando una situación de que quizás se arrepientan ellas mismas. La España no podía mendigar la amistad del Norte sin abdicar su dignidad, y sin renunciar a sus más bellas conquistas morales. Pero el tiempo mismo se ha encargado de hacer justicia a nuestra causa, y de patentizar la sin razón con que procedieron aquellas naciones con nosotros. La revolución política y social del Mediodía ha pasado al Norte para disolver aquellos imperios sostenidos sobre el abuso y la tiranía. Pronto se ofrecerán circunstancias favorables en las que si no nos falta previsión y tino, podamos contraer ventajosamente las alianzas que nos convienen.

Restaurada nuestra condición internacional en Europa, y puesta la España en posesión de una política exterior más libre y desembarazada, fuéranos más fácil [221] observar un sistema de estricta neutralidad en las contiendas de las dos naciones vecinas, o en caso necesario aprovecharnos de sus mismas antipatías en provecho de nuestros intereses. Eventualidades pudieran ocurrir en que nos aunásemos con la Inglaterra para combatir a la Francia en África, o en que nos uniésemos a la Francia para contrarrestar las ambiciosas miras de la Inglaterra contra nuestras colonias, industria y marina.

Pero si nuestras alianzas políticas están en el centro de Europa, nuestras alianzas mercantiles deben buscarse en América. Nada es más indispensable para el fomento y desarrollo de la riqueza que la libre y amplia salida de los productos. La España se encuentra decaída en la industria y en el comercio, y en cuanto a sus producciones agrícolas carece de medios de comunicación y de transporte, y de mercados a donde llevar con ventaja los frutos de su suelo. Nuestro país necesita antes que todo caminos y canales, vías de comercio y de transporte. Pueblos hay dentro de España, en los que se pierden las cosechas almacenadas por falta de compradores, a tiempo mismo que otros carecen de los primeros artículos por no tener quien se los proporcione. Tal sucede con Extremadura y Cataluña, con Castilla y Galicia, provincias que pudiera decirse viven en completa incomunicación dentro de España. Pero si a la administración incumbe allanar todos estos obstáculos para el comercio interior, también le corresponde en el exterior proporcionar mercados a las producciones de nuestro fecundísimo suelo, que sólo han menester el estímulo de la exportación para crecer y desarrollarse aumentando prodigiosamente nuestra riqueza. Y lo repetimos, nuestros mercados naturales están en los pueblos americanos [222] que bajo este concepto pueden sernos un día más útiles como amigos y aliados, que pudieron serlo en otros tiempos como súbditos. Ya lo hemos dicho en la lección anterior: las repúblicas americanas habitando un feracísimo terreno rico en preciosos y raros productos, conservando además con la España identidad de idioma y de costumbres y hasta de gustos en los consumos, reúnen todas las circunstancias más a propósito para hacer el comercio con la España, y se encuentran en el caso de preferir nuestros cambios a todos los demás de los pueblos de Europa. Por desgracia carecemos de marina mercante para hacer el tráfico, y la marina mercante necesita para progresar el apoyo de la marina de guerra. Y esto nos conduce naturalmente a desenvolver otro de los puntos indicados como necesario para recobrar nuestra fuerza en el exterior: el fomento de la marina.

En efecto: la restauración de nuestra marina es la condición más indispensable para que la España pueda salir de su postración actual. La España es una nación esencialmente marítima. Sus antecedentes, su posición, sus recursos, sus circunstancias todas la destinan a ser fuerte en los mares. Hace tres siglos nuestras escuadras eran las más numerosas de Europa. Ellas derrotaron las invencibles armadas de Selin II. Ellas en tiempo de Felipe II y en épocas posteriores bloquearon las costas de la Gran Bretaña. Ellas en la primera mitad del siglo pasado condujeron nuestros soldados a las expediciones de Italia. Y en cuanto a tiempos posteriores, sabido es el estado brillante que alcanzó en los reinados de Carlos III y Carlos IV. La historia en este como en otros puntos nos enseña la política que debemos seguir. Pero aun cuando la España no hubiese sido en época [223] alguna potencia marítima, debería forzosamente aspirar a serlo, so pena de resignarse a la más insignificante nulidad. Su posición geográfica no le permite figurar como nación continental, mayormente habiendo perdido todos los dominios europeos. Nuestros doscientos mil soldados pudieran ejercer una influencia decisiva en las guerras del continente, si a las márgenes del Rhin tuviéramos un campo de batalla en que poder presentarlos; pero nada significan, nada pueden hacer en las márgenes del Ebro. Por otra parte la España tiene 98 puertos que defender en la inmensa extensión de su costa peninsular, tiene posesiones marítimas que necesitan su protección y amparo, tiene además comercio escaso hoy, grande quizás un día pero que exige como elemento de vida y desarrollo el apoyo de la marina nacional. De donde resulta que la España no puede ser nación influyente, no puede defender sus puertos, poner a cubierto sus colonias, ni fomentar su comercio, sin que sea una nación fuerte en marina.

Pero sobre estas razones peculiares a la posición de España se eleva una razón general que es la tendencia común de todos los pueblos. Hoy las contiendas internacionales tienen al mar por campo de batalla y se resuelven por medio de escuadras. Cualquiera diría que en medio de la fiebre industrial que agita a los pueblos modernos, se quiere economizar la tierra para las producciones y para caminos de hierro, lanzando fuera de ella a los ejércitos y destinándoles el mar para teatro de los combates. La verdad es que todas las naciones tienden sin descanso a multiplicar sus fuerzas navales. La Francia va aumentando progresivamente sus escuadras. La Inglaterra funda su superioridad en ejercer la soberanía de los mares. Al propio tiempo la Rusia y los [224] Estados-Unidos han llegado a un grado de pujanza tal que inspiran ya serios temores a la Gran Bretaña. Y lo mismo puede decirse respectivamente de otros estados secundarios, en quienes se observa igual tendencia a ser poderosos en los mares. En vista de esto ¿cuáles no deberán ser los esfuerzos de la España para restaurar su poder naval, cuando su posición peninsular, aparte de otras circunstancias, la destina a ser la segunda potencia marítima de Europa?

Excusado es hablar de nuestro actual decaimiento y de las causas que le han producido. Derrotadas nuestras escuadras en Trafalgar, ha sobrevenido después una serie de calamidades que no han permitido a la España consagrar su atención a reparar aquel quebranto. La guerra de la independencia, la guerra civil del año 22 y 23, la guerra dinástica por que acabamos de pasar, han sido otros tantos acontecimientos infaustos que distrayendo estérilmente las fuerzas y la atención de los españoles, les han impedido cuidarse de la restauración de su poder naval. Y en medio de estos turbulentos años hemos olvidado nuestras tradiciones marítimas y dado otro rumbo a nuestros instintos marciales. Aun pudiera designarse un hecho que ha contribuido también a mantener a los gobiernos españoles descuidados en un punto de tanta trascendencia: tal es la posición que ocupa la corte de España.

Y en efecto, señores, aunque parezca frívola esta observación, puede asegurarse que sería otra la suerte de nuestra marina, si en vez de estar situada la capital de España en el centro de la península, se hallase en las márgenes del Guadalquivir, en la embocadura del Tajo o en cualquiera otro punto ventajoso de nuestra costa. La presencia del mar con todos sus [225] accidentes, el movimiento continuo de los distintos elementos del comercio y otra multitud de circunstancias peculiares a toda ciudad marítima serían necesariamente un estímulo perenne para que el gobierno dedicase su atención al aumento de su poder naval, y para que la vitalidad nacional tomase ese nuevo rumbo. La historia viene en confirmación de nuestro juicio. Las naciones que en todas épocas han alcanzado un gran poderío marítimo, han tenido por lo común situada su capital en un puerto. Tiro, Cartago, Siracusa, Atenas y Alejandría entre las antiguas; Constantinopla, Venecia, Génova y Lisboa en tiempos posteriores, y Londres en nuestros días, acaso deban en gran parte su supremacía a aquella circunstancia.

Por lo demás, y supuesto que la restauración de nuestro poder naval es la condición indispensable de nuestro porvenir político y material, este asunto debe ocupar desde luego la atención del gobierno español. Ni es obra imposible, ni muy difícil: sólo se necesita que haya bastante fuerza de voluntad para llevarla a cabo. Recuérdese el estado de aniquilamiento a que queda reducida nuestra marina después de la guerra de sucesión, y sin embargo, un corto número de años y la acción de un ministro celoso y enérgico fueron suficientes para reparar tanta desgracia, y Alberoni tuvo todavía la fortuna de conquistar varios estados de Italia, conduciendo nuestros soldados en naves españolas. Hoy tenemos que luchar en esta empresa con los celos de la Inglaterra, que se opone constantemente a cuanto tienda a menoscabar su dictadura marítima; pero su oposición no sería bastante eficaz para neutralizar completamente nuestra obra. La España encierra en sí misma medios para elevarse fácilmente a su antiguo rango de nación marítima. [226] Sus posesiones coloniales, sus puertos en la costa africana, las islas Baleares tan ventajosamente situadas, son otras tantas circunstancias favorables que le ayudarán en esta empresa. Ni carecen los españoles de genio y aptitud para los ejercicios navales, como lo prueban, entre otras, las provincias de Cataluña, de Galicia y de Vizcaya. Sólo falta, pues, que la España se decida con empeño y voluntad firme a salir de su actual abatimiento, consagrando a este objeto preferentemente sus recursos. El fomento de nuestro poder naval es una necesidad urgente, y no debe tardarse un momento en emprender esta obra como medio indispensable para realizar en su día los otros grandes fines de nuestra política exterior.

Ya en otra lección nos ocupamos oportunamente de la necesidad de que se unan España y Portugal, constituyendo ambos pueblos una sola nación. Parece excusado repetir las razones que indicamos entonces para demostrar cuán importante es que preparemos por todos los medios posibles este acontecimiento. Verdad es que siempre tropezaremos con la Inglaterra; pero es tal la necesidad que experimenta la España de redondearse en todo su territorio para desplegar desembarazadamente sus fuerzas como nación peninsular, que no pudiendo pasar por otro camino, no debiera retroceder ante un acomodamiento con la Gran Bretaña, siempre que fuese dirigido con entereza y dignidad. Después de un período de preparativos en que hubiésemos logrado desvanecer muchos de los obstáculos y antipatías que se levantan entre ambos pueblos peninsulares, de ningún modo creeríamos humillante para la España un tratado de indemnización con la Inglaterra, en cambio de los intereses que esta potencia ha llegado a crearse sobre Portugal.

La integridad territorial de España, sobre ser la [227] condición de su propia vida, mejoraba muy considerablemente la organización política, y aseguraba más y más la paz general de Europa. Fraccionada hoy en dos porciones, es harto difícil que se emancipe de la influencia de sus vecinas poderosas, lo cual contraria la ley de organización y equilibrio europeo; pero, unida en un solo cuerpo, pudiera funcionar por sí libre e independiente y no serviría para aumentar la fuerza de las potencias mencionadas. Entre tanto la tarea de nuestros gobiernos debe ser facilitar la realización de este suceso, que es lógico y natural en el orden del tiempo, y que si hoy parece superior a nuestras fuerzas, acaso no lo sea al trabajo de la generación que ha de sucedernos ni a las contingencias que pueden sobrevenir en un período más o menos lejano. Porque ¿quién sabe si en medio del flujo y reflujo de los acontecimientos de los pueblos no será muy pronto sencilla y fácil la obra que ahora se nos ofrece como imposible? Nuestro deber es estar dispuestos para cuando llegue ese día.

Réstanos hablar de la conveniencia de tomar posiciones en la costa africana, otro de los objetos a que debe encaminarse nuestra política exterior. En la lección última nos ocupamos de esta materia; pero a lo que entonces dijimos, vamos a añadir algunas otras consideraciones, mirando la cuestión bajo un punto de vista más general.

La ocupación de la costa septentrional africana hemos indicado ya que entró en las miras políticas de Cisneros y de Carlos V, siquiera el fin que se propusiesen fuese únicamente garantir por completo nuestro territorio contra las invasiones de los moros. Pero aquel monarca que debiera haber seguido el proyecto de apoderarse de todo el litoral, lo abandonó para consumir la energía de su [228] genio en las guerras que provocó dentro de nuestro continente. Sucedió que, despreciando una empresa de grandes y trascendentales resultados para el porvenir, prefirió Carlos V hacer conquistas en el centro de Europa, lo cual sin duda lisonjeaba más su amor propio; pero con lo que únicamente consiguió legarnos a su muerte el Franco-Condado y los Países Bajos, dominios cuya conservación no podía menos de sernos embarazosa y acarrearnos guerras funestas. Los sucesores de Carlos V no se curaron tampoco de extender nuestra dominación por África, ya porque necesitaban emplear sus fuerzas para defender los dominios europeos, ya porque la actividad española había tomado dirección en aquellos tiempos hacia las regiones de América. Bien se comprende que al mirarse los monarcas españoles dueños de un mundo nuevo, consagrasen preferentemente la atención a aquellas vastísimas y ricas posesiones; pero nunca debieran haberse deslumbrado hasta el punto de desconocer lo inseguro y eventual de su dominación en tan lejanos países. El tiempo ha hecho ver cuán grave falta se cometió al abandonar con desdén nuestra comenzada empresa, en el territorio de África, que debió continuar siendo el teatro de nuestras armas. Posesionados del litoral africano, y dueños como éramos a la sazón de varios estados de Italia, nos hubiéramos enseñoreado sin rival en el Mediterráneo. Nuestras escuadras hubieran podido recorrer libremente y como dominadoras absolutas desde el estrecho de Gibraltar hasta las costas de la Siria. La Grecia y el Egipto habrían rendido forzoso homenaje a nuestro poder, convirtiéndose en provincias o colonias de la monarquía española.

Pero como quiera, si se desperdició aquella ocasión tan propicia, no han cesado, sino que militan con más [229] fuerza que nunca, las razones que nos aconsejan extendernos por la costa septentrional africana. Ya no podemos pensar en la América, emancipada de su antigua metrópoli; tampoco nos es dado intentar ningún género de empresa por el continente europeo; por consiguiente, y aun aparte de la conveniencia, no queda a la España para ensancharse otro campo abierto que las regiones africanas. Y luego las naciones todas de Europa van aumentando prodigiosamente sus estados, su población y sus recursos; y la tendencia a engrandecerse es tan pronunciada como no se ha conocido en época alguna. ¿Será sólo la España la que quede estacionaria en medio de este movimiento universal? ¿Descenderá todavía más en su rango, cuando ninguna otra nación se halla en condiciones tan ventajosas para engrandecerse, cuando el país que está destinado a ser su lote la convida más que nunca por la debilidad misma que consume a aquellas caducas sociedades? Y en efecto, señores, el África tiene que ser invadida pronto por la civilización europea. Murió ya el fanatismo de los antiguos habitadores de aquellas regiones, en donde sólo reina hoy la inercia y el fatalismo, y la Europa está llamada a regenerar aquellos dilatados países. El Mediterráneo, centro en tiempos antiguos de la actividad y de los combates de los pueblos, abandonado después cuando el descubrimiento de la América lanzó a la Europa en las expediciones del Océano, tiene que volver a reemplazar muy pronto su primitiva importancia, convirtiéndose en el teatro de los grandes acontecimientos de esta parte del globo. En vista de tan poderosas consideraciones y de tan próximos sucesos, ¿mirará la España con indiferencia su porvenir? ¿Dejará que otras naciones apartadas le arrebaten un país que está tocando con sus manos? La proximidad geográfica, la mayor afinidad [230] de carácter y costumbres entre las naciones europeas, los recuerdos históricos y otras mil circunstancias, señalan a la España para extenderse antes que ningún otro pueblo por la costa africana. Y sin embargo, la Francia se nos ha adelantado en este camino, y dueña ya de gran parte de Argel, amenaza posesionarse del territorio marroquí. Nuestro deber urgente y premioso es oponernos a los progresos de la Francia. Porque ya lo hemos dicho en la última noche, el día en que la Francia consiga posesionarse de la costa de Marruecos, circundándonos por el Mediodía como nos tiene circundados por el Pirineo, aquel día peligra no sólo nuestra independencia, sino hasta nuestra subsistencia material.

No es obra del momento la ocupación del territorio africano. No hemos de declarar la guerra al emperador de Marruecos, ni ir a conquistar sus dominios. Por otra parte, la postración en que se encuentra España no le permite acometer una empresa que exige desde luego grandes esfuerzos y recursos. Pero sin llegar a este extremo, estamos en el caso de emplear todos los medios y aprovechar todas las circunstancias que nos sea posible, si no para ocupar desde luego aquellas regiones, para facilitar la ocupación cuando sea llegada la hora.

Todavía conservamos en aquel litoral posiciones militares que pueden servirnos de ventajoso apoyo. Importa sobre manera que procuremos darles la extensión posible, hasta el punto de convertirlas en factorías mercantiles. Este puede ser el principio y la base de nuestras futuras operaciones.

De cualquier modo, y sin descender a señalar prolijamente los medios que debe aprovechar el gobierno español [231] para llevar adelante el proyecto de que nos ocupamos, bástanos consignar, no ya su conveniencia, sino su necesidad indeclinable. En esta parte debemos repetir lo que dejamos dicho respecto a nuestra unión con Portugal. El gobierno debe mirar ambos puntos como el blanco de su política, procurando no perderlos jamás de vista en cuantas complicaciones internacionales puedan ofrecerse. La razón y la experiencia demuestran que basta seguir un propósito con perseverancia y decisión para conseguirlo más tarde o más temprano. Haya, pues, esta perseverancia y esta energía en el gobierno español, y la obra llegará a consumarse.

He aquí, señores, el sistema de política exterior que las circunstancias aconsejan seguir a España para levantarse de su abatimiento actual, y para recuperar un día el poder y el rango que le pertenecen. A este sistema deben subordinarse todas nuestras alianzas y pactos, toda nuestra conducta en las relaciones exteriores.

Hemos indicado repetidas veces que a la realización de nuestra política se oponen los intereses de las naciones vecinas con quienes estamos en contacto. El fomento y desarrollo de nuestras relaciones comerciales y la restauración de nuestra marina encontrarán siempre un obstáculo en la Inglaterra, interesada sobre todo en no perder su cetro mercantil y marítimo en el mundo. Nuestro engrandecimiento por la costa de África tropezará forzosamente con la política de la Francia, que aspira a asediarnos por el Mediodía para tenernos enteramente circunvalados y sometidos a su tutela. De donde resulta, que nuestras aliadas del Mediodía son las más declaradas enemigas de la prosperidad nacional de España. Pero de situación tan difícil y peligrosa es necesario salir a toda costa, procurando crearnos nuevas alianzas y emprendiendo [232] con su ayuda una política más libre e independiente, y bastante fuerte para contrarrestar los designios hostiles de las naciones vecinas. Demasiados años hace que estamos siendo, ora el campo de batalla, ora el campo de la diplomacia entre estas modernas Roma y Cartago: tiempo es ya de que seamos sólo españoles.

Volviendo a nuestro propósito, diremos en resumen que el desarrollo del comercio y el fomento de la marina son dos puntos de política de actualidad, a cuya ejecución debe consagrarse nuestro gobierno sin perder un momento. La unión con Portugal y la ocupación de África pertenecen a la política del porvenir en cuanto a su consumación; pero en cuanto a sus medios preparatorios, caen también bajo el dominio de la política presente, y debe trabajarse desde luego en aquellas empresas. No importa que no hayamos de recoger nosotros los frutos de nuestro trabajo. Jamás debe servir de desaliento a los gobiernos esta consideración. En el campo de la política suelen ser siempre tardías las cosechas; pero el árbol que hoy plantemos nosotros podrá dar un día sombra a nuestros nietos.

Hemos concluido, señores, nuestros estudios. En ellos he procurado dar a conocer la situación internacional de España, comparando su pasado con su presente, y deduciendo la importancia de su porvenir. ¡Ojalá que nuestros trabajos pudieran influir en el destino de esta nación, tan grande en otro tiempo, y hoy tan abatida!