Filosofía en español 
Filosofía en español

José Verdes Montenegro y Páramo, Nuestros hombres de ciencia, Madrid 1889

Camús *

Camús

¿Ustedes saben cómo se forjan esos grandes errores, a veces de tal importancia, de tanta trascendencia, que influyen poderosamente en la marcha de la humanidad?

Pues de un sencillo modo: hace falta nada o casi nada, una gota de agua, esto es, un hecho, cualquier cosa. La imaginación es un niño que sopla imprudentemente, y la bola se forma, se agranda y deslumbra con sus brillantes matices.

Luego aquella nadería que sólo tiene aire [108] en su interior, por su propia distensión fenece, y ¡ay! su desaparición deja un vacío y va precedida de un sacudimiento, cosas ambas a cuál más deplorables.

Yo había oído hablar del doctor Camús y sabía que era uno de nuestros primeros helenistas: esto fue la gota de agua. Sopló mi imaginación sobre tan exigua noticia, e imaginé al doctor un hombre como de unos cincuenta años, severo, de blanca barba, mirada dura y penetrante, imponente ademán y trazos aristofanescos.

Juzgué que conversaría con sus discípulos bajo un pórtico –o fuera de él pero teniéndole a la vista:– que por la calle le rodearían los jóvenes, que su casa trascendería a templo pagano, y su lenguaje a discurso socrático; como el dado a la parábola y al apotegma, e igualmente embozado y sibilítico.

Nada de eso: subí por la calle de la Luna, y me dijeron que en la tercera casa a la izquierda habitaba el doctor Camús el piso principal de la derecha. Entré en el portal, que me parecía elegante pero impropio, abrí la mampara de cristales, y allí donde soñé artísticas medias columnas sustentando el Júpiter de Fidias o la Venus de Praxiteles, me encontré con dos perros grandes, tan flacos como melenudos, [109] en actitud de arañar un queso de bola: extraña alegoría, grotesca agrupación escultórica que no sé a qué alude o qué significa, pero que por todas partes se encuentra en España.

Hubiera preferido un dragón o una hidra, o –¿qué menos?– un macho cabrío. Solo hallé una caricatura en los candelabros que iluminan la entrada de aquel Olimpo de construcción novísima.

Subí una escalera de anchura consoladora y de claridad agradable: no salió ningún esclavo a recibirme.

Llamé… penetré en el gabinete del maestro: allí, sentado junto a la vidriera, estaba el doctor Camús leyendo La Correspondencia.

Y era tan distinto de como yo le había imaginado… El doctor Camús es un hombre quo se cree más viejo de lo que realmente es: alto, grueso, robusto, de mirada dulce casi infantil, de sonrisa benévola y tranquila, de voz simpática. Su rostro afeitado a excepción de un poco de bigote que conserva, sin duda porque no digan, le da el aspecto de un exclaustrado.

Lo hallé leyendo La Correspondencia: al verme me saludó cariñosamente, y se sentó en un enorme sofá, en tanto que yo hacía lo propio en un sillón elegante: me habló de mil cosas distintas que escuché con singular deleite. [110]

Su conversación es animada y chispeante de gracia e ingenio: tiene una sal ática que nunca degenera en sátira de Juvenal, ni mucho menos en desenvoltura de Ovidio; todo lo contrario: si emite un concepto atrevido, nunca lo hace sino después de haber dado vueltas y rodeos para atenuar aquello que pueda ser objeto de una interpretación más radical de lo que él hubiera querido al expresarse.

Pero cuando estas meticulosidades e intranquilidades de espíritu alcanzan el grado máximo, es cuando se le obliga a hablar de sí mismo o se le habla mal de los demás. Si es esto último, siempre encuentra palabras para disculpar al ausente; si es lo primero, se le traba la lengua, se agita en su asiento, y se pone colorado de vergüenza como un colegial interrogado por el maestro sobre algo que no se relacione con un baile de máscaras.

La modestia del doctor Camús es proverbial: en su casa nada revela un momento siquiera de legítimo orgullo. En las paredes de su gabinete no hay retratos ni títulos ni diplomas, sino tres bustos de bronce, ninguno de los cuales le representa; y otros tantos grabados, copia uno de ellos de un célebre cuadro de Velázquez.

Libros es lo que se ve por todas partes en el [111] gabinete del maestro: dirigiendo la vista a la habitación contigua, no se ve otra cosa, libros. No hay desorden en su colocación, ni están arrugados, manchados o polvorientos: nuevos, flamantes, denotan el verdadero amor con que los trata su dueño.

Yo nunca he creído que un libro descuadernado y sucio, quemado por el cigarro o salpicado de tinta, hable muy alto en pro de la aplicación del que lo posee; antes al contrario, he visto que los muchachos desaplicados –y perdonad el ripio, pues muchacho y desaplicado son palabras sinónimas– he visto, digo, que los que no aman el estudio son los que martirizan y señalan, embadurnan y desfiguran, mutilan y despedazan sus libros: no así los que buscan su compañía como la de un amigo cariñoso; que estos los cuidan y miman, temen por su salud –saltad el vocablo– y sólo lléganse a ellos después de repetidos maniluvios y puestos los guantes, ni más ni menos que si se tratare de estrechar la mano de una señorita lo suficientemente púdica para avergonzarse de todo carnal contacto.

Cada libro provisto de su etiqueta, si el doctor tiene, y lo tendrá indudablemente, un catálogo ordenado, buscar cualquiera de las obras de la colección debe ser cosa de un momento. [112] En el gabinete hay un estante grande atestado de esos macitos que decía no sé quién, y un velador condenado al propio tormento: y al revés de lo que pudiera esperarse, los del estante asomados al borde mismo de las tablas, parecen la primera fila de un escuadrón que se prepara a formidable acometimiento; y los del velador echados de costado y unos sobre otros, más que soldados dispuestos a la lucha palpitante al combate del momento, tienen la apariencia de cadáveres apilados indistintamente y esperando cristiana sepultura.

Sentado junto a la chimenea, que nunca se enciende para que no padezcan los libros, yo, que soy de ordinario si no un cronómetro a lo menos una máquina que funciona regularmente, no tuve que echar en cara a los remontoir de cinco duros con que nos apedrea Alemania. Cuando creí que habría gozado unos quince minutos de la conversación del helenista incomparable, llevaba una hora platicando con el.

El Dr. Camús es en la facultad de filosofía punto menos que una institución. Catedrático desde tiempo inmemorial (!), por sus aulas han pasado multitud de jóvenes, hoy ya próximos a dejar de serlo, y que han llegado a diputados, consejeros, senadores o ministros; él no ha pasado de catedrático. [113]

Las generaciones novísimas da sus discípulos, como todas las anteriores, respétanle al primer día de conocerlo, hállanle agradable al segundo, y se encariñan con él al tercero. El, como nadie, posee el admirable secreto de hacer grata al alumno la exposición de la doctrina científica, hasta el punto de que aguarde la hora de cátedra con impaciencia.

Aislado de la política, en la creencia de que no es posible seguir el movimiento científico contemporáneo y preocuparse al propio tiempo de otras cuestiones, y mucho menos de las arduas que la gobernación de un Estado exige, el doctor Camús contempla con benévola sonrisa la altura a que se han elevado algunos de sus discípulos y los esfuerzos que otros hacen para elevarse: y él deja a unos y a otros, y asiste todos los días a su cátedra, no preocupándose de otra cosa, y no deseando tampoco tener otra cosa de que preocuparse.

Y así este hombre, que ha llenado tantas inteligencias con los sublimes sueños de las leyendas helénicas: este hombre, que ha sacrificado toda su vida a la ciencia, en la que ha hecho ilustre su nombre ¡á pesar suyo! ya que él, siempre modesto, no ha puesto nada de su parte –hablo de los medios que otros emplean– para que su nombre sea traído y llevado; este [114] hombre vive para sus discípulos y encuentra en las caricias de sus hijos esa felicidad que otros buscan en la satisfacción de sus vanidades mundanas.

——

En el formalismo del censo universitario el Doctor Camús será prontamente sustituido. Un nuevo catedrático ocupará en breve el puesto del helenista insigne. No es envidiable la situación de ese individuo no determinado todavía, dada la profunda huella que una personalidad tan saliente ha dejado en el corazón y en la inteligencia de sus discípulos.

* Estando en prensa el presente libro, ha fallecido este hombre por tantos conceptos ilustre. Los muchos que le amaban han tenido el buen gusto de llorar en silencio su muerte, sin importunar a los demás con esas descompuestas alharacas propias solo de los rebuscadores de éxitos; y la paz de su sepulcro sólo se ha visto turbada por los ahogados gemidos de sus compañeros y de sus discípulos

Transcripción íntegra de las páginas 107-114 del libro Nuestros hombres de ciencia
Establecimiento tipográfico de Lucas Polo, Madrid 1889.
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