Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro P. Francisco de Barbéns

La Moral en la Calle, en el Cinematógrafo y en el Teatro

Estudio pedagógico-social

Luis Gili, Barcelona 1914, viii+256 páginas.

[cubierta] “P. Francisco de Barbéns | La Moral en la Calle, en el Cinematógrafo y en el Teatro | Estudio pedagógico-social | Luis Gili Barcelona 1914”. [i] “La Moral en la Calle, en el Cinematógrafo y en el Teatro”. [ii] “Obras del mismo Autor | El cerebro, los nervios y el alma en sus mutuas relaciones. Estudio experimental de Psicología normal y patológica, dedicado especialmente a Médicos, Sacerdotes y Abogados. Un volumen de 12½ × 20 centímetros, de XVI-446 págs. En rústica, pesetas 5; encuadernado en tela, pesetas 6. | Los enfermos de la mente. Estructura, funcionamiento y reformas que se imponen en los manicomios. Opúsculo de 12½ × 20 cm. En rústica, pesetas 1. | En preparación. Introductio pathologica ad Studium theologiæ moralis, sive doctrina clinica rite comprobata pro confessariis, plurimis figuris illustrata.” [iii = portada] “La Moral en la Calle, en el Cinematógrafo y en el Teatro | Estudio pedagógico-social | por el P. Francisco de Barbéns, religioso capuchino | Con las debidas licencias | Luis Gili, Editor | Librería Católica Internacional | Clarís, 82 - Barcelona | 1914”. [iv] “Nihil obstat - El censor, Lic. D. Manuel Mestres, Pbro. Barcelona, 29 de Noviembre de 1913. | Imprímase - El Gob. ecc.º, s. p., José Palmarola. Por mandado de S. Sría. Dr. Eduardo Morera, Vicesecretario. | Imprimatur - Fr. Michael ab Esplugas, Min. Prov. | Es propiedad. Reservados todos los derechos. Queda hecho el depósito que marca la ley.” [v-vi] “Índice”. [vii-viii] “Al lector”. [1-256] texto.

Índice · Al lector · Preliminares · Parte primera. La calle · Parte segunda. El cine

Preliminares. Capítulo primero. Qué se entiende por moral, 1. Cap. II. Existe una ley moral. Sus caracteres, 4. Cap. III. El deber y la conciencia, 9. Cap. IV. Los obstáculos de la moral, 17. Cap. V. Situación crítica de la moral, 22. Cap. VI. ¿A quiénes falta el sentido moral?, 32. Cap. VII. Nuestras aspiraciones, 48.

Parte primera. La calle

Parte segunda. El cine

 

Índice

Al lector, VII

Preliminares

Capítulo primero. Qué se entiende por moral, 1

Cap. II. Existe una ley moral. Sus caracteres, 4

Cap. III. El deber y la conciencia, 9

Cap. IV. Los obstáculos de la moral, 17

Cap. V. Situación crítica de la moral, 22

Cap. VI. ¿A quiénes falta el sentido moral?, 32

Cap. VII. Nuestras aspiraciones, 48

Parte primera. La calle

Capítulo primero. La calle está desmoralizada, 53

Cap. II. La desorientación moral en las multitudes, 59

Cap. III. El despilfarro obrero, 67

Cap. IV. Moralización de la calle, 73

Cap. V. Limpiemos nuestras calles, 79
I. Vagabundos, 80
II. Blasfemos, 85
III. Alcohólicos, 87
IV. Escandalosos, 92
V. Hombres inútiles en la sociedad, 96
VI. El contagio inmoral en la calle y en el taller, 100
VII. Mujeres provocativas, 107
VIII. Mala prensa, 108
IX. La criminalidad y la prensa, 127

Cap. VI. Las dos aristocracias, 131

Parte segunda. El cine

Capítulo primero. Graves trastornos que produce en las facultades humanas, 135
I. El cine y la vista, 136
II. El cine y la imaginación, 147
III. El cine y la inteligencia, 155
IV. El cine y la autosugestión, 159
V. El cine y las emociones, 163
VI. El cine y las pasiones, 167
VII. El cine y la nervosidad, 173
VIII. El cine y la infancia, 180
IX. El cine y la pubertad, 190
X. El cine en todas las edades, 198
XI. El cine y la conciencia, 202
XII. Misión pedagógica del cine, 206
XIII. Ejemplos prácticos, 211
XIV. Resumen y conclusiones, 223.

Cap. II. En el teatro queremos arte y no pornografía, 231
I. Qué es pornografía, 233
II. Extensión de la pornografía, 235
III. Queremos arte, 238

Cap. III. Deberes de ciudadanía, 240

Cap. IV. La regeneración moral de un pueblo, 247

Cap. V. Terapéutica social, 254

Al lector

No creas, amable lector, que me forje la cándida ilusión de conseguir con este libro la moralización de lo que contiene el título. Harto sabemos que el mundo no se equilibra sólo porque se le muestre la necesidad de equilibrarlo; la sociedad no se cura sólo porque se le ofrezcan los remedios que la más elemental terapéutica aconseja; la gente no anda por el buen camino sólo porque se le señale; se requiere algo más que todo eso; es menester tener voluntad de reformar la vida para conseguir algo práctico; es preciso sentir el orden moral para respetarlo; y desgraciadamente es demasiado cierto que la sociedad padece una profunda abulia; es decir, su voluntad está enferma y su conciencia obnubilada. El yo social es mucho más complejo que el yo individual; no es una voluntad la que debe determinarse, sino un conjunto de voluntades; ni es tampoco un solo hombre el agente de nuestra restauración, sino un conjunto de espíritus delicadamente formados, quienes se encargan de estimular y adoctrinar a los hombres más bien enfermos, ignorantes e insuficientes, que maliciosos y criminales.

Sencillamente, creemos que no existe en la sociedad el Hombre-Providencia, como tampoco tenemos fe alguna en el Cirujano de Hierro y Hacedor de Pueblos. El trabajo individual es siempre incompleto: será individual la iniciativa, mas la obra reformista ha de ser compleja, ha de ser el producto de varias aptitudes y de una gran reunión de energías. Cada uno de los individuos debe trabajar y luchar cual si se hallase desesperadamente solo.

A esta razón debemos añadir: que nos mueve igualmente a escribir este tratadito la visión objetiva de las realidades, según veremos en la afirmación de los hechos, que por lo horribles dejan entrever un horizonte pavoroso, una perspectiva desesperante. ¡El porvenir! ¡El porvenir de una sociedad que desnaturaliza su conciencia, que pervierte el sentido de la ley, que prostituye impunemente las cosas más dignas y sagradas! Ese horizonte que parece replegarse sobre nosotros para descargar en furiosa tempestad; esa atmósfera preñada de electricidad, saturada de sensualismo, que necesariamente hemos de respirar: esos son los motivos eficaces que nos empujan y determinan a aportar nuestro granito de arena, a despertar energías latentes, a contribuir en la escasa medida de nuestras fuerzas a la obra de reconstitución moral, de regeneración, o, si se quiere, de civilización de la sociedad contemporánea.


preliminares

Capítulo primero

Qué se entiende por moral

Concepto de la moral

La idea que amolda el término moral es de un sentido muy fácil de comprender. La significación más restringida que el vulgo da a la moral es la que afecta al sensualismo. Otros, inspirándose en un criterio más conforme con los principios de esta ciencia, extienden la ley moral hacia cuanto lleve una nota de finalidad práctica o de costumbres; las ideas y los sentimientos que tiendan a traducirse en actos contrarios a las enseñanzas del decálogo son ideas y sentimientos inmorales. Así existe inmoralidad científica, inmoralidad artística, literaria, &c.

Nosotros, dada la índole de este trabajo, queremos comprender, dentro del orden y de la ley moral, todo cuanto se refiera a los derechos de la naturaleza humana, los cuales no pueden ser quebrantados sin evidente injusticia: el derecho y el deber son de un orden esencialmente moral. El hombre tiene derecho a formarse mental, moral y físicamente; es inmoral lo que atenta contra semejante derecho. El niño debe instruirse; el joven debe formarse; el adulto debe vivir: todos los agentes que estorban en una u otra forma semejante instrucción, formación o vida, respectivamente, cometen una punible inmoralidad. Por consiguiente, es inmoral el despilfarro de los padres que malgastan la herencia de sus hijos; es inmoral el desorden que reina en no pocas familias; es inmoral la traducción indecorosa del pensamiento por la palabra o por el escrito, el desacato sacrílego contra Dios, contra la religión y sus ministros; es inmoral la ignorancia y el abandono en que el Estado, los maestros y los padres dejan a la juventud; más claro: es inmoral, profundamente inmoral, el sostenimiento social de esa masa enorme de analfabetos que invaden los pueblos, los municipios y los cargos de la jerarquía.

Y al decir analfabeto téngase presente que no nos referimos simplemente a los que en nuestros pueblos no saben leer ni escribir; comprendemos, además, la gran muchedumbre de insuficientes, agrupados todos bajo esta expresión, que constituyó el tema de un celebrado discurso de entrada en la Academia de la Lengua: Analfabetismo analfabeto.

Extensión del concepto

Tenemos igualmente por inmoral la desmedida licencia y la injustificada protección del juego, de la prensa, del espectáculo y del vicio.

El sentido de la moral se extiende, pues, a la filosofía, al derecho, a la literatura, a la estética, a las bellas artes, de la misma manera y con igual propiedad que a la teología y a la religión. La ética es una ciencia que comprende elementos de casi todas las demás ciencias; y la ética es la ciencia de la moral, o sea, de las costumbres que deben distinguir y honrar la naturaleza humana.

Capítulo II

Existe una ley moral. Sus caracteres

No es nuestro ánimo presentar largas disquisiciones filosóficas sobre este punto. Dado el público al cual se destina este trabajo, nos contentaremos con apuntar las nociones más elementales e indispensables para hacerse cargo de la cuestión.

Concepto de la ley moral

La ley moral en realidad es la misma ley natural. La ley eterna e inmutable del orden establecido por Dios, en cuanto se hace manifiesta al entendimiento humano, se llama ley natural y moral. Se llama ley natural: primero, porque la bondad o malicia de las acciones que manda y prohíbe está fundada en su intrínseca relación de conveniencia o de repugnancia con la naturaleza humana; y segundo, porque tales relaciones son accesibles a las solas fuerzas de la razón humana.

Así como nuestro entendimiento, para que esté en posesión de la verdad, debe conformar sus actos a una idea superior, cual es la Idea divina, de la misma manera no se da un acto bueno o malo que no lleve una conformidad o disconformidad con la Voluntad divina. Esta se manifiesta por la ley moral: ordinem serva; guarda el orden establecido por la sabiduría de Dios; respeta los elementos que su bondad ha puesto en el mundo: la dignidad del espíritu, la subordinación del sentido, la fuerza del poder, el decoro de la familia, la superioridad de la religión, la pureza de la conciencia dentro de la observancia de la ley. Guarda estos y los demás elementos que manda o prohíbe la ley natural, que en realidad es la ley divina.

Existe la ley moral

No son necesarios largos razonamientos para demostrar la existencia de la ley moral, pues la llevamos escrita en el fondo de nuestro espíritu, y maquinalmente, instintivamente, juzga nuestra conciencia todos sus actos por el carácter de esta ley. Ante un trabajo honrado, ante un sacrificio desinteresado, ante una acción buena, espontáneamente aplaudimos el mérito; ante una infamia o una indignidad brota instintiva una reprobación del acto.

La existencia de la ley moral nadie la ha negado; los racionalistas y los positivistas se han contentado con deformarla cambiándole su origen, su naturaleza íntima y sus caracteres esenciales.

Sus caracteres

La ley moral es inmutable, porque inmutable es la relación que existe entre la naturaleza humana y el destino final del hombre. Es ley universal, que se extiende a todos los seres inteligentes y libres, a todos los países y a todos los tiempos, porque todos ellos deben conformar sus actos libres a la ley moral que brota de su naturaleza racional.

Si quisiéramos formular el sistema moral espiritualista, diríamos que sus elementos esenciales son: Dios, fin último y ordenador supremo, y el hombre, libre ejecutor. Dios manda de conformidad con los caracteres de nuestra naturaleza humana: es la ley eterna. El hombre conoce el mandato de Dios con sólo aplicar su razón natural; semejante promulgación de la ley eterna hecha al hombre se llama ley natural. Esta ley debe ser aplicada por el mismo hombre a los actos particulares de su vida, lo cual se verifica por medio de la conciencia. Los actos se verifican dentro o fuera de la ley por medio de la libre actividad. Dios, que ordena; la inteligencia humana, que promulga adquiriendo su conocimiento; la conciencia que aplica y la libre actividad, que ejecuta. Tal es nuestro sistema de moral.

Sus efectos

El efecto propio de la ley moral es el deber, la obligación, la necesidad moral de ejecutar o no ejecutar una acción. El cumplimiento del deber tiene una sanción. Por sanción entendemos aquí el conjunto de bienes anejos al cumplimiento del deber, a la observancia de la ley, y el conjunto de males anejos a su transgresión. En el sentido cristiano, la sanción de la ley moral principia en la vida presente y recibe su última perfección en la vida futura.

Su sanción

La satisfacción interna que acompaña un acto virtuoso y los remordimientos de conciencia que destrozan el alma del delincuente son, es verdad, la voz pura de la naturaleza que atestigua la existencia de la ley moral; pero ellos solos no pueden constituir la sanción completa de la ley moral. Es frecuente ver viciosos empedernidos que no sienten el menor remordimiento por sus actos inmorales: es un estado de insensibilidad o anestesia moral. La sanción, pues, de la ley moral ha de guardar proporción con los méritos y con las culpas de cada uno. Dios es justo; por lo tanto, entre la virtud y el premio, entre el vicio, el delito y la pena, debe mediar siempre una relación necesaria, una proporción conveniente.

Ahora bien: en la vida presente semejante proporción, lejos de tener efecto, acontece con frecuencia lo contrario: que la virtud y la justicia son vituperadas y el vicio y la iniquidad son recompensados y aplaudidos. La sanción, pues, de la ley moral debe darla en forma más absoluta y positiva el propio Legislador. El dogma cristiano ha comprendido y precisado esta sanción en las dos palabras que infunden pavor y arrancan protestas a los malos, como son de profunda consolación y alegría para los buenos: el cielo y el infierno.

Capítulo III

El deber y la conciencia

Falsificación de la conciencia

Tal vez uno de los conceptos más falseados, hoy en día, es el de conciencia. A nombre de la conciencia se quebrantan las leyes más sagradas de la religión, se conculcan los derechos más indiscutibles de la sociedad. Escudándose tras el honor y la conciencia, se atropellan la vida y la dignidad de nuestros prójimos; se sacrifican víctimas al egoísmo brutal y al interés más absorbente. Por el decoro de la conciencia se difunden doctrinas perturbadoras, que desquician la sociedad; sentimientos de escepticismo y de indiferencia, que extinguen la luz y el fuego del espíritu; instintos de injusticia y de inmoralidad, que llevan la desolación y la muerte a las familias y a los pueblos. Todo a nombre de un vocablo tan sagrado como es la conciencia.

Afirmemos desde un principio que la conciencia no es una cualidad arbitraria, sin ley que la regule, ni norma que la ordene. Por lo que hemos visto en el capítulo anterior, ese dictamen práctico de nuestra mente aplica la ley que ha promulgado la razón. Una conciencia sin ley entendemos que sería de lo más monstruoso que podría darse: la ley serían, en tal caso, los caprichos de una imaginación indómita, las inclinaciones de un sensualismo refinado, los dictados de una razón extraviada, las pasiones crudas y descarnadas, ora de una naturaleza depravada, ora de un alma malévola, ora de un ser degenerado. Eso sería forzosamente la conciencia sin ley objetiva y sobrehumana, sin carácter divino y permanente.

Teoría cristiana

La filosofía cristiana tiene una solución sobremanera sencilla: Dios instituye un orden en el mundo y manda guardarlo. Es la ley eterna y la ley revelada, la ley natural y la ley positiva humana que de ella deriva, que establecen un deber. Este es el que regula y educa la conciencia.

La comprensión y el sentido del deber inspirados en el conocimiento de la ley es lo que presta cierta indefectible rectitud a la conciencia. Podrá el hombre equivocarse en la interpretación de la ley, en la apreciación del deber; podrá su conciencia no ser verdadera, no responder a la realidad; pero constará su rectitud de intención, su buena fe; y obrando ex fide conscientiae salvará y justificará su acción.

Esta es la teoría cristiana de la ley, del deber y de la conciencia.

Reconozcamos sinceramente que no es muy simpático hablar de deberes a una generación que cada día se empeña más en emanciparse del imperio de la ley. El hombre naturalmente se inclina en favor de todo lo que garantiza sus antojos; el cumplimiento de la obligación supone una buena dosis de sacrificio, lo cual no deja de ser molesto y odioso para quien busque molicie y sensualismo. Y, no obstante, es necesario recordar una de las más fundamentales nociones de la vida humana.

Lo hemos dicho: no hay deberes sin ley que los fije; no hay ley sin Dios. El mismo que nos ha dado el ser nos ha fijado las prescripciones por las que debe regirse. Sólo Él tiene sabiduría para acomodarlas a nuestra necesidad y destino; sólo Él tiene autoridad para imponerlas y sancionarlas. La moral independiente y atea es una contradicción: no es posible ligar al hombre con leyes que proceden de convención humana. Rechazar a Dios, como se pretende, para erigir la razón humana en árbitra y fundamento de ley y de derecho, es darle una atribución que está superior a su naturaleza.

Los racionalistas creen poder ordenar debidamente las costumbres por las solas condiciones naturales y los principios de la equidad. Todo su derecho es hacer lo que no perjudica a otro, y todo su deber desarrollar las facultades todas para obtener la mayor suma de ciencia, salud, poder, felicidad. Cuanto a la bondad intrínseca de los actos, deducida de su objeto, fin y circunstancias, para nada la tienen en cuenta, y su regla de bondad consiste puramente en ejecutar obras o acciones que no dañen a otro. Como si fuera posible contener los excesos del egoísmo individual cuando el hombre camina sin ley, sin temor y sin represión. «Ni la sociedad ni el individuo olvidan impunemente, escribe Balmes, los eternos principios de la moral: cuando lo intentan con el aliciente del interés, tarde o temprano se pierden, perecen en sus propias combinaciones. El interés que se erigiera en ídolo se convierte en víctima. La experiencia de todos los días es una prueba de esta verdad: en la historia de todos los tiempos la vemos escrita con caracteres de sangre.»

La formación de la conciencia en el orden cristiano nos da el verdadero sentido de lo justo y de lo bueno; es, en este caso, el instinto ético y religioso que obedece a un impulso sobrenatural de Dios. Bajo esta influencia conoce y siente el hombre lo que es justo e injusto. Tiene la elección entre el bien y el mal; y, libre para escoger, adquiere, por esta razón, responsabilidad. La conciencia, ha dicho San Buenaventura, es el pregonero de Dios; ella nos da razón de la voluntad divina, nos testifica su cumplimiento, nos reprende la transgresión, nos afirma en el bien.

Sus caracteres

La conciencia no es circunstancial y transitoria: tiene un carácter permanente y universal, como universal y permanente es el carácter de lo bueno, de lo justo, de lo lícito. En todos los países y en todos los tiempos el matar, el apropiarse lo ajeno, el violar los derechos y el honor de los demás, &c., ha sido malo, injusto, ilícito. El deber radica en la índole misma de nuestra naturaleza, en nuestro carácter racional y moral.

La conciencia del deber infunde una fidelidad y constancia tal, que el hombre se expone y arrostra los peligros de muerte. Siempre recordaremos el pasaje histórico del centinela pagano que fue hallado en Pompeya muerto en su puesto durante el enterramiento de la ciudad bajo las cenizas del Vesubio, hace mil ochocientos años. Soldado obediente, disciplinado y fiel a su deber, no abandonó su sitio hasta quedar asfixiado por los vapores sulfurosos de las cenizas que caían. Su yelmo, su lanza y su coraza se conservan aún en el Museo de Nápoles. La historia de las guerras nos suministra abundancia de ejemplos de esta naturaleza, como la misma historia y la observación de todos los días nos muestra excelentes personas que cifran todos sus encantos en el cumplimiento del deber. Llevan tan arraigado este sentimiento en su alma, que proceden en toda su vida y en todos sus actos con una inmaculada honradez, con una irreprochable conducta. Son hombres de acción civilizadora en el pueblo, y de pacificación y bienestar en el hogar. Sinceros en su expresión y en sus actos, son incapaces de ser comprados ni engañados con el dinero, por el soborno y por la ambición. Hombres de firme convicción y de propósitos justos, influyen poderosamente en el espíritu y en la conciencia de los demás, imprimen un sello especial en los individuos que los rodean y se forman un hábito de perseverancia en las reglas del decoro y de la dignidad humana. En fin, son hombres honrados.

El hombre honrado

En el lenguaje corriente, hombre honrado es aquel de quien no puede decirse nada malo, que cumple con su triple deber para con Dios, para con nuestros semejantes y que respeta la dignidad de su naturaleza. La honradez no quiere decir simplemente verse libre de acusaciones y de enemigos, pues no pocas veces las lenguas astutas y malévolas atacan con preferencia a las gentes de valía. Tampoco significa vida tranquila e ignorada, puesto que con frecuencia se evita el contacto social y el bullicio del mundo por puro egoísmo y para rehuir los inconvenientes que ofrece el trato ajeno en la asistencia, en la caridad y en el sacrificio por nuestros hermanos. La vida de esos antipáticos egoístas afecta todas las apariencias de una existencia honrada, cuando en el fondo es altamente reprobable.

Debemos formarnos del hombre o de la conciencia honrada una idea más elevada, un concepto más digno: su fisonomía y su carácter son otros. El espíritu del hombre honrado se hace cargo de toda la amplitud de sus deberes; no abdica, no olvida sus deberes religiosos; no daña a nadie, respeta los bienes de todos como derecho sagrado y los defiende en la ausencia de los interesados. La honradez no conoce la injusticia, el abuso, el soborno, la mala fe, la traición; pero conoce la persecución, la calumnia, de las que es víctima repetidas veces. Los espíritus pobres, las conciencias medianas, los comprometedores, los aduladores, los que no reparan en los medios para cometer iniquidades, toda esa turba de gentes poco recomendables, odian al hombre honrado como un obstáculo a sus miras y como un vivo reproche: resalta más su negrura al lado de la nitidez y delicadeza de conciencia del otro.

Terminemos consignando que la figura ideal de la conciencia educada por el deber, el tipo simpático del hombre honrado, consiste en el sentimiento profundo de la religión, de la justicia y del deber; en creerse responsable, ante la conciencia y ante la humanidad, de todos los bienes que se poseen, y obligado a hacer de ellos el mejor uso posible; consiste en hacerse cargo de la interdependencia que existe entre todas las criaturas racionales, y, finalmente, la conciencia honrada es patrimonio del hombre enérgico y bueno, recto y escrupuloso, que dedica sus aptitudes, así como todos los medios espirituales y materiales de que dispone, al servicio de la bondad, de la justicia y de la fraternidad cristiana.

Capítulo IV

Los obstáculos de la moral

Como no es éste un tratado científico ni filosófico de la moral, nos abstendremos de entrar en cierto orden de consideraciones que andarían muy lejos de nuestro propósito. No queremos, por consiguiente, exponer los varios sistemas que dentro de la moral se han excogitado, sino simplemente señalar los obstáculos principales que en la práctica de la vida dificultan el ejercicio de la moral. Estos son, entre otros: el interés, el egoísmo y el sensualismo.

El interés

Sabido es que la ley cristiana afirma el sentido de justicia en toda su extensión: No codiciarás los bienes ajenos; no hurtarás; no debes retener lo que no es tuyo contra la voluntad de su dueño. Más aún: de lo tuyo da a los pobres lo que te sobre. Esta es la ley y éste su espíritu.

El avaro y el usurero, cuyo corazón metalizado no se ablanda ante el infortunio, ni cede ante la necesidad y la miseria, no se avienen con esta doctrina, protestan de estas enseñanzas de justicia y de caridad. Jesucristo enseñó a no poner el corazón en las riquezas, ni el efecto desmedido en los bienes de la tierra. Sírvase de ellos el hombre para satisfacer sus necesidades y preparar a la vez un porvenir decoroso a sus hijos; pero no ponga en ellos de tal manera el corazón, que parezca el último término de sus aspiraciones, el único dios de su culto.

Pero hay hombres que no se descubren, no se rinden sino ante el dinero. La bolsa es su templo; el oro su ídolo; el corazón su altar. Para estos infelices, a quienes está vedado entrar en el santuario de la justicia y de la caridad, es sumamente difícil la práctica de la moral cristiana; no ven, no pueden ver las ventajas que reporta la moderación y el oportuno desprendimiento de los bienes perecederos y quebradizos del mundo. No saben contener sus ansias excesivas dentro de los límites de la ley; por eso la quebrantan con suma facilidad.

El egoísmo

El egoísmo lleva también un sello, cuando adquiere ciertos caracteres morbosos o excesivos, que acredita su procedencia inmoral y su desarrollo pernicioso.

La voluntad humana queda polarizada por estos dos términos, que constituyen la raíz de dos palabras famosas: ego y alter, de los cuales arrancan y se forman el egoísmo y el altruismo.

Es ley de la voluntad que cuanto más intensamente se ame el ego, más débil y remiso es el aprecio al alter; y viceversa. Los santos, que amaban profundamente a Dios y al prójimo por Dios, sacrificaban el yo personal con todos sus afectos, comodidades y necesidades en aras de su objeto predilecto. Los mártires sacrificaron sus vidas por Dios; los héroes se olvidaron que eran hombres por el amor intensísimo que profesaron a su patria; el amigo verdadero expone su vida para salvar a su alter.

En el egoísta sucede lo contrario: aprecia de tal manera el yo, que por él sacrifica los otros. El ambicioso no reparará en infamar, en hundir y en aplastar al prójimo, mientras pueda medrar y realizar sus criminales propósitos. Este afecto pecaminoso al yo explica las víctimas que vienen sacrificando la ambición, el orgullo, la soberbia y la vanidad.

No entra, no puede entrar el sentido moral del respeto debido al prójimo, ni la consideración de su dignidad personal, ni el concepto de la igualdad evangélica en el alma del egoísta. Es vil y es orgulloso; por su condición especial intercepta toda luz que podría irradiar hacia su razón el foco perenne de la verdad religiosa; apaga e inutiliza el fuego sagrado de la fraternidad universal y de la caridad cristiana.

El sensualismo

El sensualismo, digámoslo muy alto, es donde palpita casi por entero el corazón de la sociedad moderna. Por todas partes se respiran efluvios de molicie, de comodidad, de sexualismo; vienen extremándose de tal manera las comodidades de la vida, que pronto el espíritu del mal agotará su inventiva contra la virtud cristiana; pronto la naturaleza quedará tan enervada y el sentido tan estragado, que se imposibilitarán para toda obra grande y elevada.

Las dos leyes que rigen todo el mundo, así de la economía como de la política, de la religión y de la moral, son: el sensualismo y el espíritu de sacrificio. Todo lo que en el mundo de las costumbres no es sacrificio, es, en forma más o menos sutil y paliada, sensualismo. Sensualismo el utilitarismo, que viene dominando las varias esferas de la economía; sensualismo crudo la corrupción de costumbres, que invade las varias capas de la sociedad; y sensualismo los espectáculos, el lenguaje, el vestido, las formas provocativas, que forzosamente hemos de ver y lamentar en nuestra época, en la actual generación.

Todos estos son obstáculos que encuentra por el camino de la vida la práctica del bien, de la moral. Si la doctrina de Jesucristo encuentra tantas dificultades en el progresivo desarrollo de sus conquistas es, no cabe duda, porque, además de legislar sobre la inteligencia proponiendo dogmas y enseñanzas, legisló también sobre el corazón y las costumbres imponiéndoles la ley moral.

Capítulo V

Situación crítica de la moral

No creemos nosotros que la moral desaparezca, porque la acción de la gracia divina y de la Iglesia católica puede incomparablemente más que los agentes de corrupción. La sociedad, además, tendrá siempre en su seno un núcleo selecto de ciudadanos que la honrarán con su acrisolado sentido moral.

Acabamos de ver cómo la moral se halla rodeada de enemigos y obstáculos en todos los terrenos y por todas partes. Si hubiéramos de formular el proceso de las construcciones morales contemporáneas, empezaríamos por el amoralismo e inmoralismo de Nietzsche, y seguiríamos por la moral exclusiva de la lucha por la vida; del positivismo humanitario, que exige el sacrificio sin género alguno de compensación; del utilitarismo bajo todas sus formas; de la moral sociológica, de la moral de la solidaridad y del individualismo libertario.

Por otra parte, en el terreno práctico se encuentra que el hombre ha de luchar contra las pasiones, contra un ambiente muy denso y contra una herencia de influencia fatídica y perniciosa. Esta serie de elementos colocan a la moral en situación crítica y la hacen más difícil de ser observada.

Quedan todavía por consignar dos posiciones falsas de la moral, cuales son: la moral independiente y la moral evolucionista. En libros adocenados que circulan por nuestras ciudades se defienden tamaños errores y penetran sutilmente en la inteligencia de la juventud, la cual asiente, en gran parte, porque semejantes enseñanzas encuentran un terreno abonado por predisposiciones pasionales.

Si este trabajo tuviera una finalidad puramente teórica, expondríamos las corrientes principales de la moral evolucionista, siquiera fuese para que se vieran las proporciones alarmantes que en filosofía han adquirido. Mas no es nuestro ánimo entretener al lector en consideraciones estériles, en lucubraciones áridas que a nada práctico nos habían de conducir. Después de todo, este movimiento de moral disidente, a pesar de la propaganda de que ha sido objeto, no arraiga, ni aun entre sus partidarios, por defecto de preparación científica y filosófica.

Defectos de nuestra cultura moral

Si hubiéramos de delinear en pocas palabras los defectos más importantes de nuestra cultura moral, diríamos que el sentido moral ha sufrido tremendos desvíos, según tendremos ocasión de ver desde estas páginas; el sentido de justicia en las relaciones sociales aparece con frecuencia completamente desfigurado; nuestra formación espiritual es sumamente imperfecta, faltan pensamientos elevados, faltan grandes ideales; no sabemos utilizar las fuerzas sociales que por todas partes nos brindan su concurso; falta fe natural en el esfuerzo de la propia voluntad, y no tenemos tampoco fe sobrenatural en la eficacia de la gracia de Dios. Se ha comprometido la situación del arte, empleando ciertas formas de refinado sensualismo, hasta el punto de provocar náuseas, lo cual dista mucho de ser arte; es más bien un síntoma de podredumbre moral que de habilidad técnica.

Consecuencias

Fácilmente pueden calcularse las consecuencias que acarrean semejantes desvíos de los sentidos religioso, moral y de conciencia social; es decir, el lamentable retroceso que marcan a la obra de civilización humana.

Al enumerar las anteriores deficiencias no nos referimos propiamente a los huecos que se notan en la obra del progreso científico, ni a la lentitud con que las sociedades marchan hacia su estabilidad y firmeza; nos fijamos simplemente en el aspecto moral de los hombres, de las instituciones y de las cosas. Harto sabemos que semejantes trastornos no son consecuencia de la regla moral, sino de su aplicación. En todos los tiempos han habido hombres de mérito excelente, instituciones de reconocida bondad que han pecado por debilidad, por falta de vigor en sus determinaciones.

«No olvidemos una verdad que está escrita a cada paso en toda la historia del humano linaje, dice Balmes en sus Escritos políticos (pág. 10); lo que falta, por lo común, al hombre y a la sociedad no son buenas reglas, sino su aplicación; no son buenas leyes, sino su cumplimiento; no son buenas instituciones, sino su genuina realización. La mano del hombre es terrible para estropear y falsear: dejadle que toque una cosa cualquiera, o la quebranta o la tuerce… No son las mejores instituciones las que entrañan más perfección, sino las que llevan mejor escudo.»

Nuestra cultura o civilización está muy lejos de ser impecable; ella se resiente profundamente de nuestra pequeñez; somos muy limitados y muy lentos en el desarrollo de las facultades mentales y ejecutivas; la falta de resolución se nota en la mayor parte de los actos de nuestra vida. En las quince horas diarias que deberíamos vivir vida consciente, con frecuencia sufre nuestra voluntad otras tantas variaciones. El fenómeno en sí tiene mucha importancia, pero la tienen aún mucho mayor las causas que lo explican. Semejante estado acusa o falta de claridad en la inteligencia y de precisión en las ideas, o falta de interés por las cosas, o también pobreza de voluntad y de hábitos para la realización de los ideales y destinos de la sociedad.

Uno de los defectos de nuestra civilización creemos que es el haberse preocupado más de la evolución progresiva de la materia que de la formación sólida, robusta y madura del espíritu; es decir, se han consagrado más energías para desarrollar las ciencias físicas y biológicas, que para el mejoramiento de nuestra raza y de nuestra psicología. Las consecuencias que inevitablemente han acarreado estos fenómenos al modo de ser de las sociedades son deplorables, pues se ha acentuado un desequilibrio tal entre los varios elementos y factores que componen la vida social, que la materia ha adquirido un predominio funesto sobre el espíritu; éste no ha conseguido encauzar ni ha logrado sacar todo el partido posible de su fecundidad. En otro capítulo exponemos detalladamente los optimismos que podían prometerse de la acertada combinación y dirección de ambos elementos, el material y el formal, la materia y el espíritu.

Nuestra falta de preparación

Rindámonos ante la realidad de los hechos: el hombre no está suficientemente preparado para resistir las tres concupiscencias indicadas por San Juan: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. La ley y las pasiones, disputándose el imperio de la conciencia, ofrecen un espectáculo digno de ser estudiado por cuantos se preocupan e interesan por el problema moral.

Efectivamente: todos sabemos la fuerza que en los actuales procedimientos de educación adquiere en el espíritu la convicción moral y religiosa. No se nos oculta que en la actualidad se opera entre nosotros una plausible reforma en los procesos educativos. Así como al hijo se le formaba superficialmente, sin valor propio, sin vida propia, considerándole como una simple prolongación de la personalidad de sus padres, sin iniciativas, sin pensamientos, sin personalidad individual, en el presente, gracias a la labor meritísima de doctos maestros en el arte de educar, hay interés en que la juventud suba y se forme con más ayuda propia, con más valor personal.

En los primeros años de nuestra vida se nos enseñaron los rudimentos de religión y de moral, mejor dicho, se almacenaron en nuestra memoria una serie de palabras y de frases que debían ser los materiales para una ulterior formación de la conciencia espiritual. Con todo, este período de construcción no ha llegado aún, y aquellos materiales se han ido acrecentando, y el espíritu, ante los nuevos conflictos creados por las condiciones de la vida, se ha visto inepto para elaborar un pensamiento, para resistir con una firme convicción. El joven sucumbe ante la fuerza arrolladora de las concupiscencias. El apetito sensual se encarga de desalojar, de remover de la conciencia los pocos o muchos materiales que no han conseguido arraigar en ella; el apetito desmedido de interés llega a falsear el sentido de justicia, y el orgullo y la soberbia, inspirándose en sentimientos equivocados de una superioridad ridícula, osan despreciar la ley y su autor.

Naturalmente que tamaña fatuidad y la deplorable psicología del joven que acabamos de describir, nos dan la razón de las causas porque se acentúa la crisis moral en su conciencia. Privado de dignidad moral, queda imposibilitado para toda obra grande, para todo concurso importante en la obra de reconstitución del orden moral. Es un hombre débil de espíritu, el cual sucumbe ante la menor hostilidad que puedan oponerle las antedichas concupiscencias.

Hay también crisis de la moral en la familia. No es nuestro propósito en este capítulo tratar del elemento constructivo de las cosas y de las instituciones, sino simplemente señalar los puntos negros, mostrar las lagunas que la civilización ha dejado en los individuos, en las familias y en los pueblos; en una palabra, queremos poner de manifiesto los vicios y los defectos de nuestra cultura moral; y téngase en cuenta que si levantamos el apósito que cubre tantas úlceras como se ocultan en el cuerpo social, no es, en modo alguno, por la torpe complacencia de mostrar repugnantes asquerosidades, sino para que se vea el mal que debe ser curado, el defecto que debe ser corregido.

La moral en la familia no es tan pura, desgraciadamente, como pide semejante institución. Si fuéramos a examinar los motivos que inducen, no pocas veces, a la realización de tan digno sacramento, veríamos cómo están muy lejos de ser la fiel expresión del espíritu cristiano. La pasión y el interés acrecentados por la irreflexión son dos factores que entran en mucho en la producción de las desgracias domésticas. La falta de preparación para la maternidad; la exageración de los sentimientos de vanidad; el modo de ser frívolo, superficial, excesivamente susceptible; el poco interés por los bienes de la familia y por la vida del hogar; la perversión o degeneración que ha sufrido el sentido del buen gusto en la literatura y en las artes; estos y otros varios que expresamente omitimos, son los vicios y defectos que por parte de la mujer señalan el nivel ínfimo de moralidad de una familia. ¿Qué fruto pueden dar de sí una cabeza y un corazón cuya única imagen son las cintas y los encajes, cuya única aspiración son la vanidad, la provocación, el placer, el sensualismo?

Así la mujer frívola, que no ha adquirido o ha abdicado ya de toda delicadeza moral, abre tranquilamente sus brazos, franquea espontáneamente sus puertas a objetos que degradan sus sentimientos, se familiariza con toda suerte de debilidades, de flaquezas, de miserias y, nos es lícito decirlo, prepara sus malos instintos, que han de elaborar en su alma el odio al marido, la indiferencia a los hijos y la repulsión al hogar.

Lo mismo proporcionalmente cabe decir del marido. La falta de sentido moral y de sentido económico les lleva al despilfarro por el juego, por el vicio y por los licores; el alcoholismo les embrutece y les degrada, creando un estado de miseria fisiológica y de desequilibrio mental; la inmoralidad enerva sus naturalezas, les prepara como candidatos para el crimen, les familiariza con el delito y el infanticidio y les hace ineptos para la formación de una raza vigorosa y robusta en la persona de sus hijos. La indiferencia, por fin, y la irreligión que descaradamente ostentan, les deja mutilados en su vida espiritual, les separa de la ley moral que debe amoldar todos sus actos, que debe dirigir su conducta, les aísla de toda comunidad espiritual y arroja sobre ellos una de las notas más infamantes que degradan a un individuo de la especie humana. Un hombre sin religión alguna positiva es de lo más desgraciado que pueda darse, si vive en el seno de una nación civilizada. No hay precedentes en el gentilismo; solamente se encuentran casos en países completamente salvajes.

Estas son las notas crudas que nos ofrece, o mejor dicho, que descubrimos en la conciencia individual y en la conciencia doméstica de aquellos que han olvidado su verdadera condición.

Capítulo VI

¿A quiénes falta el sentido moral?

Crisis del sentido moral

Las ideas del orden moral sufren en nuestros días una extraordinaria confusión, un profundo desorden. En vez de desvanecerse, cada día se acentúa más la impresión en los espíritus pensadores ante las nubes que siguen ensombreciendo el horizonte. Se propagan y se aceptan doctrinas subversivas de toda moralidad; se fomentan espectáculos que repugnan a lo más elemental del decoro; las muchedumbres asisten a ellos con fruición y aplauden con frenesí. Simples trabajadores que apenas pueden alimentarse, sacrifican las satisfacciones más legítimas de la naturaleza física ante el momentáneo placer que les proporciona una repugnante desnudez, una frase de mal gusto, una acción provocativa. Los infelices no alcanzan a comprender que es más noble y más digno para la naturaleza racional sujetarse al imperio y al cumplimiento de una ley moral, que a la esclavitud de la pasión.

Han aparecido en estos últimos decenios algunas escuelas que han venido a atacar en sus propios cimientos toda noción de moralidad: un ser humano, escribe uno, no es responsable de sus virtudes, como no lo es de sus vicios. No depende de él el ser San Vicente de Paúl o Marat, un San Francisco de Asís o un Robespierre, un Régulo o Catilina, un Newton o el último de los pedantes. Aquello es moral, dice otro, que satisface todo género de inclinaciones, que proporciona mayor cantidad de gustos; en fin, la moral no tiene ley, enseñan los demás, es arbitraria, es subjetiva; nada de responsabilidad, nada de falta, nada de moral.

Estas son las ideas que hay interés en difundir: proclamar el imperio de las pasiones, la negación de la ley, la legitimidad del crimen. Decir al que siente revolverse sus pasiones pujantes y avasalladoras, al que se siente impulsado con violencia, con fuerza al crimen, al robo, a la violación, que todos estos actos son lícitos, son honestos, son morales; que el crimen no es una cosa odiosa y repugnante, es una mera consecuencia natural de su organización, de su idiosincrasia. Si eso se enseña, si eso se escribe a diario, si eso se predica en el ateneo, en el club, en la calle, ¿cuál podrá ser la energía de ese hombre para luchar contra sus viciosas tendencias, contra sus criminales inclinaciones, contra sus groseros apetitos?

Así va formándose, así viene prostituyéndose la conciencia pública, constituida esencialmente por las ideas, los sentimientos y las costumbres; ideas erróneas y absurdas acerca de los objetos más trascendentales y sagrados de la vida humana; sentimientos los más degradantes que colocan al hombre en esfera inferior al animal; costumbres y hábitos depravados que acusan una profundísima degeneración y pérdida de sentido moral: todo eso van respirando una gran muchedumbre de infelices que se empeñan en extinguir la llama divina que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Naturaleza

El sentido moral, que han abdicado o perdido unos y que nunca han llegado a poseer otros tiene algo objetivo y real que en modo alguno depende de la arbitrariedad humana; se funda en un orden de relaciones que constituyen el orden moral. Dios, hombre, libre actividad y ley moral que la encauza, son términos reales que fundan todo el sistema de moral, según exponemos detalladamente en otro lugar. Si el orden moral está fundado sobre la verdad, su principio no puede ser otro que aquel de donde procede toda verdad: Dios. Este, que como causa eficiente da la existencia a las criaturas racionales, y como causa ejemplar es el tipo a que su naturaleza se conforma, como causa final es el principio supremo de las acciones morales. Es absurdo el querer prescindir de Dios en esta cuestión, puesto que en tal caso desaparecería el principio de donde saca todo su vigor y fuerza la actividad moral.

El hombre es el segundo principio del orden moral en cuanto que debe alcanzar su fin supremo con conocimiento y amor. Las relaciones sobre que se funda el orden moral son objetivas e independientes del humano albedrío. Si la voluntad humana se conforma al obrar con el conjunto de estas relaciones y particularmente con la ley, eterna en cuanto procede de Dios, natural en cuanto conocida y promulgada por la razón humana, su acto será moralmente bueno; si no se conforma será moralmente malo. Demostrar, pues, la realidad objetiva del orden moral es afirmar la diferencia intrínseca entre el bien y el mal, lo cual es de razón la más elemental y de sentido común.

Por lo que precede se ve claramente que las relaciones morales son la consecuencia necesaria de la naturaleza humana relacionada con Dios, inmutables y universales, como respectiva y proporcionalmente universales e inmutables son las naturalezas que las fundan.

Para la regla de conducta del individuo no basta el nuevo conocimiento de la ley, es preciso, además, aplicarla por la conciencia. La ley regula, mas la conciencia obliga; es el juez que hace obedecer la ley. De ambos elementos se origina lo que se llama sentido moral, o sea la facultad de distinguir lo lícito de lo ilícito en nuestros propios actos; es la intuición íntima e innata de lo bueno y de lo malo, y el dictamen práctico que nos obliga a abrazar el primero y a repeler el segundo. El sentido moral es la comprensión o íntima penetración del sentido de la ley y del decoro de la naturaleza; es la percepción y el interés en amoldar la conducta a la norma que conduce al fin. Semejante sentido, según se desprende de la más elemental observación de los hechos, es el que no alcanzamos a ver en una masa considerable de la sociedad. No nos referimos simplemente a la clase obrera, la cual, por sus escasos conocimientos y pobrísima educación, no ha modelado ni formado el sentimiento; sino que, además, entran las esferas más elevadas de la sociedad, que con su ejemplo inducen a las inferiores al quebrantamiento de la ley, al poco respeto al prójimo y a la relajación de costumbres. En el concepto de moralidad comprendemos, no la simple noción de honestidad en su vulgar acepción, sino también el sentido de veneración a Dios y a la Religión, el respeto a los derechos de nuestros prójimos, y cuanto entra en la vastísima órbita de nuestros deberes.

A quiénes falta

No poseen el sentido de moralidad, en consecuencia, los que por sistema abdican de todo sentimiento religioso, los que profieren habitualmente palabras indecorosas contra Dios, los que no se preocupan ni les interesa fórmula alguna positiva y exterior para honrarle. Adulteran el sentido moral los que faltan a las leyes de la justicia, apropiándose sin el debido título lo que no es suyo; prostituyen el sentido moral del espectáculo, del vestido, del ornato y del arte, los que le dan formas provocativas, contornos indecentes, maneras indecorosas. Han perdido el sentido moral los que sacrifican víctimas a su egoísmo, a su pasión, a su interés; los que, privada o públicamente, trabajan la ruina de una nación, de una provincia, de una ciudad, de un pueblo; los que dan espectáculos de inmoralidad en la administración y en el soborno. No entra, no puede entrar, el sentido del decoro en aquellos que coadyuvan y favorecen con su asistencia y su dinero para el sostenimiento y para el fomento de empresas que viven a costa de la inmoralidad del público. Estos, todos éstos, carecen de sentido moral, que en lenguaje tal vez menos técnico, pero sí más expresivo, equivale a calificarlos de menos hombres y nada cristianos.

El sentido moral en la clase obrera

Si concretamos nuestra atención en la clase obrera, se verá fácilmente que un siglo de naturalismo y sensualismo le ha robado la poca fe y la poca moral que recibió de la tradición y de los ejemplos populares. Le ha sido muy fácil suprimir los Mandamientos de la Ley, después de los ejemplos y la corrupción que le han venido de lo alto. El hombre del pueblo es el producto, en parte irresponsable, de una civilización que diviniza la naturaleza y sus instintos más crudos y descarnados. El obrero recibe del medio en que nace, se desenvuelve y debe vivir, un conjunto de máximas, demasiado cómodas para que él las discuta y quiera substraerse a su influencia.

Si a esto se añaden otras circunstancias que acompañan y explican la desmoralización de la clase obrera, tal vez sentiremos la necesidad de reformarla y actuar su saneamiento. Desde el hogar, primera capa geológica de formación moral, la escuela y la calle, hasta el taller y el centro, el proletario y el hijo del arroyo no encuentran más que focos de corrupción, ambiente desmoralizador. Es preciso haber visto ciertos alojamientos obreros para darse cuenta de la imposibilidad en que están de guardar las más elementales conveniencias y las formas más rudimentarias de decoro. Y si el hogar ha respetado su inocencia, la calle se encarga de llevar a cabo la obra de destrucción. Hombres sin preparación cristiana, mujeres débiles y vanidosas, jóvenes de fácil seducción y accesibles a los halagos de la concupiscencia, forman todos juntos un balance de moralidad bastante desconsolador. La decadencia del pueblo en el orden moral es pública y notoria; desde las más altas a las más humildes esferas de la sociedad, el sentimiento de delicadeza y del buen gusto ha sufrido, en estos últimos tiempos, un descenso fatal y casi increíble. Es preciso llamar la atención de las personas que se preocupan aún por la dignidad humana y por la pureza de los sentimientos cristianos, para que formen una cruzada vigorosa y extensa contra el alud de errores y falsedades que se difunden por la inteligencia del pueblo; contra la serie de espectáculos y otras manifestaciones públicas de inmoralidad, y, finalmente, contra todas las fases del amoralismo contemporáneo.

Si una gran muchedumbre de seres racionales están privados de sentido moral, como decíamos anteriormente, otros, que lo poseen por educación, por profesión cristiana o por convicción, proceden en la práctica en abierta contradicción con el mismo. Semejante antinomia del sentido moral explica una serie de aberraciones o anomalías que la estadística sobre un gran número de personas cristianas sigue aumentando cada día con proporciones más alarmantes. Consignemos los hechos y estudiemos su naturaleza.

En personas piadosas

Es cierto que un número considerable de personas piadosas, o sea que frecuentan los Sacramentos y se dedican a obras de piedad y caridad cristiana, no tienen el menor escrúpulo en asistir a espectáculos o marcadamente inmorales o de dudoso decoro. Es indudable que personas las cuales examinan cuidadosamente todas las noches su conciencia, no se dan cuenta, o no quieren dar importancia a ciertos escándalos que dan al público por lo extremado o indecente de su vestido, por las palabras y conversaciones, por los ademanes y provocaciones del más refinado sensualismo.

Un industrial defrauda al comprador en la calidad, en la cantidad y en el precio de sus productos. A fin de sincerar su injusto proceder y de tranquilizar las recriminaciones de su conciencia, procura convencerse a sí mismo de que Dios quiere que prospere en sus negocios, y dado el funcionamiento actual de la industria, es imposible adelantar nada sin esta defraudación. Y tranquilo y satisfecho, con la misma mano que ha pasado las cuentas de su rosario, merma en la forma más astuta el peso de lo que vende, o lo altera, mezclándolo con la substancia nociva de menor precio. Con la misma conciencia que protesta observancia de la ley, consuma una manifiesta injusticia.

En el teatro

El teatro es un agente poderoso que debe desarrollar una tesis moral; y en este concepto puede llamarse escuela de costumbres, que infiltra sutil y delicadamente en las conciencias las pasiones de lo bueno y de lo justo. Los grandes maestros del arte escénico han sido los mejores educadores de las muchedumbres. Pero sucede con respecto al teatro algo parecido al periodismo: o dirige o es dirigido; es decir, o tiene criterio propio y elevado por encima de las miserias humanas, o tiende a complacer incondicionalmente a los espectadores, acomodándose a los gustos más estragados, a las pasiones más exaltadas y a las costumbres evidentemente depravadas. En el primer caso resulta el verdadero teatro, la institución literaria y moral, la escuela de formación social; en el segundo tendremos una plaga, una monstruosidad, un foco de corrupción, un centro de exaltación pasional. La decadencia moral del teatro y del cine marca fatalmente la degeneración de un país, mientras que la grandeza de los mismos lleva a las conciencias ideas de justicia, de derecho, de honradez, de fraternidad, de virtud, lo cual constituye un conjunto de elementos de progreso social.

Pues bien, no pocas personas que se precian de poseer el sentido moral y religioso asisten, sin rubor, a teatros y cines en los cuales se sacrifica a una gracia de subido color el pudor y la virtud de una mujer; por hacer un chiste se enseñan y justifican los procedimientos nada decentes de un tutor poco escrupuloso; se pone en ridículo la honradez de un esposo engañado; se aplauden frases y retruécanos de equívoca significación, y se dan, en fin, una serie de lecciones de irreligión e impiedad.

En el baile

Otro de los hechos o fenómenos en donde se ve claramente el espíritu del mundo en oposición al de Jesucristo es el baile (artístico en otros tiempos), que ha venido prostituyendo el espíritu sensual de nuestra época. En todos los pueblos, desde los que se encuentran en el estado semisalvaje hasta los que han llegado a un alto grado de cultura, ha sido siempre la danza, como recuerda la historia, uno de los medios de manifestarse el espíritu popular con sus diferentes formas de danza guerrera, danza pastoril, danza religiosa, &c. Actualmente no subsisten más que el baile popular y el de sociedad. La plaza, la calle o el salón en que se celebran estas reuniones se ven pronto invadidos por una muchedumbre bulliciosa e inquieta, dispuesta a responder a las rápidas cadencias de vertiginosa danza. En aquellos momentos las conciencias se nublan, los buenos instintos se sofocan, los deberes más sagrados y respetables se olvidan, y frecuentemente se mancilla el santuario de la conciencia. En los llamados bailes de sociedad no siempre se ve un estímulo sano desde el punto de vista moral, pues las formas y grados de exhibición femenina suscitan una porción de envidias, celos, veladas enemistades y, principalmente, ofensas al decoro, de los cuales la moral de Jesucristo sale bastante mal librada. Y no obstante, a ambas danzas asisten no pocas veces personas que se precian de poseer el sentido moral, el sentido religioso, y más aún, el sentido de piedad.

En la moda

Poco conforme con el espíritu de la moral evangélica es, además, la manifestación extremada de la moda. Esta, para ser racional, debería ser la aceptación de todo lo que en el vestido, en la habitación y en la mesa fuera conveniente para nuestra salud, conducente a la felicidad y bienestar del que lo emplea, y acompañado de cierto carácter estético. Debemos lamentar que generalmente ocurre lo contrario: la moda está casi siempre en la exageración; y de ahí que presente casi siempre notas antiestéticas, incómodas y nada conformes con la higiene. Muy fácil sería demostrar con la estadística en la mano los fatales resultados que en el organismo humano han producido ciertas extravagancias y enormidades de la indumentaria femenina. Y las infelices esclavas no advierten que, a más de menoscabar la salud, malgastan el dinero y arruinan la familia. Todo lo cual repugna al más elemental sentido cristiano.

Causas de esta pérdida

Estos son los hechos que todo buen cristiano debe lamentar. La explicación obvia y clara de semejantes fenómenos la encontraremos en el elemento pagano y sensual, que tanta influencia ejerce en nuestras costumbres; en ese naturalismo predominante hasta en las mismas manifestaciones de piedad; en ese formulismo huero que traduce la inconsciencia religiosa de numerosos católicos. Este conjunto de errores y mezcla de costumbres, en el lenguaje cristiano se llama modernismo religioso. De tendencias marcadamente antievangélicas, de espíritu a todas luces mundano, semejante modernismo se empeña en confundir la admirable ley del Sinaí con los dictados de la naturaleza extraviada, el carácter sobrenatural y deífico del cristiano con el naturalismo crudo y el refinado sensualismo del mundo pagano. Por las costumbres, verdadera fisonomía moral de los individuos y de las colectividades, puede juzgarse en su justo valor la naturaleza, el carácter y las tendencias morbosas de semejantes espíritus.

Muy poco comprenden su misión en este mundo los que de este modo falsean el sentido moral y cristiano de la vida. El hombre y la mujer, el esposo y la esposa, el padre y la madre, deben ser consecuentes con la norma y carácter que les impone su condición. Deben sujetarse a la ley moral que plasma los actos todos de su conciencia; deben santificar el hogar constituyendo de él un santuario; deben formar y nutrir a los hijos en las enseñanzas de la religión cristiana. Es en el hogar doméstico, santuario inviolable, donde el hombre honrado encuentra los tranquilos goces, la calma y las dulzuras de un cariño leal y sincero, como compensación a las amarguras y decepciones que a cada paso se encuentran en el continuo batallar de la vida; es allí, digo, donde se desliza lo mejor de nuestra existencia; es en el hogar donde encontramos el ideal de grandeza y de prosperidad espiritual, si en vez de arruinarlo con el inmoderado modo de proceder, ponen a contribución todos sus elementos, las aptitudes y cualidades de que les dotara la divina Providencia. La ternura, la debilidad, la delicadeza de una sensibilidad exquisita que aporta una esposa y una madre; la inteligencia, la robustez, la saludable energía del esposo, que sostiene, vigoriza, corrige las aberraciones y marca a cada elemento el camino que le corresponde para cumplir con su destino dentro de la familia, todo contribuye a formar ambiente de felicidad en el hogar.

En este sentido padecen una lamentable equivocación los que presentan a la mujer, principalmente, como instrumento obligado del mal, como elemento necesario de perversión. La misión providencial de la mujer es santa, es moral, inolvidable, digna de religioso respeto. Es el hombre generalmente, es la sociedad quien la pervierte y desnaturaliza, quien la degrada y envilece. La mujer no es ni puede ser la colaboradora de Satanás; es sencillamente la compañera del hombre y la madre de sus hijos: ella ejerce irresistible y dulce poder, ya en el hogar doméstico, educando, consolando, endulzando las amarguras de la vida, haciendo llevaderas y soportables las rudas luchas de la existencia; ya mostrándose modelo de modestia, de piedad y de caridad. Es esta la verdadera condición moral de la mujer, como no puede ser otra tampoco su actuación social. El día en que así lo sienta la sociedad respetará su honor, la asociará a la obra del progreso humano, compartiendo la dominación que se ejerce por medio de la ciencia y de la virtud y afirmará más en ella el verdadero sentido moral.

Capítulo VII

Nuestras aspiraciones

En un periódico de nuestra capital escribíamos el año pasado este artículo de verdadera actualidad: Queremos menos materia y más espíritu.

En el programa de la reconstitución espiritual de las sociedades ha de constar necesariamente este punto: los pueblos no se regeneran con abundancia, o mejor aún, con exceso de materia y escasez de espíritu; es preciso dar a cada elemento el valor que realmente tiene.

No, la finalidad de nuestro linaje no puede consistir en el puro desarrollo y perfeccionamiento de los órganos corporales; en el simple conocimiento e interpretación de los hechos que afectan a los sentidos; en el goce exclusivamente material de la vida. Nuestra significación social no puede obtenerse afirmando y sosteniendo que la ciencia se limita a los fenómenos visibles de la vida, reduciendo así tan bella cualidad a un estéril empirismo; que la moral resulta de una combinación casual de moléculas y energías propias de la materia; y que la justicia y el derecho son puro convencionalismo de nuestra civilización. Este concepto de la humanidad lanzado al mundo por los que no la comprenden ni aman, con objeto de engañar a los incautos, a más de ser sumamente pobre y desconsolador, tiene el gravísimo inconveniente de mutilar nuestra naturaleza en lo que tiene de más esencial, que es el espíritu, y de dejar sin base firme los órdenes moral y social.

No es ése el verdadero punto de vista en que debemos colocarnos; la humanidad tiene destinos superiores; el hombre entiende, ama, desea y siente, y debe dar a esas inclinaciones y tendencias naturales una finalidad en el conocimiento de la verdad, el amor hacia lo bueno y lo justo y el sentimiento de todo lo verdaderamente bello. Ese impulso propio e inseparable de la naturaleza humana, y que constituye la nota característica de la racionalidad, el signo inequívoco y diferencial que nos separa de los que más se nos aproximan en la escala o serie zoológica; ese impulso, decimos, que el hombre siente hacia lo grande y elevado que hay en la racionalidad humana, tiene como finalidad providencial el perfeccionamiento o mejoramiento de las condiciones materiales y espirituales en que vivimos.

Nos sugieren estas observaciones las condiciones y las tendencias de nuestra vida actual. Parece que nuestra sociedad pasa uno de los períodos más críticos de su historia. Por todas partes aparece la materia como objeto de supremas aspiraciones. Materia en el teatro, en el cine y en las bellas artes; materia en la calle, en el sport y en los espectáculos; materia en los pensamientos, en los deseos, en las palabras y en las relaciones más respetables de la vida humana. Ante tamaña invasión de materialismo invocamos la condición racional de nuestra naturaleza, las leyes morales que deben regir la sociedad. Abominamos y execramos ese materialismo impuro que inficiona las buenas costumbres, que ahoga y mata los buenos instintos del corazón humano, que encona y embravece las pasiones contra el espíritu. Detestamos con toda el alma lo que intercepta y apaga la luz espiritual que debe iluminar la humana inteligencia; lo que extingue el fuego sagrado de la religión, de la justicia, de la caridad y de la moral; lo que desnaturaliza todo sentimiento de belleza y de honesto placer. Queremos espíritu, más espíritu para nuestra sociedad; un pensamiento más elevado, un concepto más digno de nuestra condición social.

Efectivamente, sin esa elevación de aspiraciones, sin esa alma espiritual que informe toda nuestra vida en sus varios aspectos, es imposible hacer obra sólida de progreso y de cultura. Muy al contrario, sin el espíritu se embotan los buenos sentimientos y queda el hombre rebajado hasta la condición de los seres puramente materiales o sensitivos. Es necesario provocar constantemente en el hombre el triple amor de donde nacen las obras más hermosas de la ciencia, del arte y de la moral, esto es, el amor a lo verdadero, el amor a lo bello y el amor al bien. Tres sentimientos absolutamente imprescindibles para llevar a cabo toda obra civilizadora.

El amor a lo verdadero se manifiesta por el deseo de saber y de comprender lo que puede ser útil a la sociedad. Ese amor es esencialmente activo y benéfico, porque nos lleva a extender cada vez más nuestros conocimientos y nuestras convicciones reflexivas, aun a costa de los mayores sacrificios. Amar lo bello, dado su incontestable valor moral, es prepararse para amar el bien, y no es frecuente que las pasiones bajas y viles encuentren un apacible refugio en el corazón de aquel que siente y que admira vivamente la belleza. El influjo que el ideal de la belleza, una vez concebido, adquiere sobre el desarrollo del espíritu, sobre su orientación y sobre sus obras es notorio y manifiesto, y ello sólo basta para justificar la importancia cada vez mayor que a la formación estética se concede en las naciones civilizadas. Todos esos esfuerzos tienen un valor propio, y otro valor que, en último análisis, tiende a afirmar el amor al bien. No debe éste confundirse con el amor al placer y a lo útil, como lo prueban las luchas frecuentes que entre ellos se entablan. El bien es tal, porque tiene razón de fin. El amor al bien es el amor al propio fin. La verdad pura nos atrae, como nos atrae la belleza; pero el atractivo de la bondad sobre el espíritu y el corazón es superior al de la ciencia y el arte. El bien concebido como obligatorio obliga a realizarle aun a costa de grandes sacrificios.

La sociedad necesita, pues, menos materia y más espíritu. Y éste debe reflejarse desde las altas esferas de la aristocracia espiritual, en donde se da culto al buen gusto, a lo verdadero y a lo bueno. Esta clase privilegiada es la destinada por la divina Providencia para salvar todo cuanto en la sociedad contenga un átomo de verdad y de vida sana que vigorice su organismo.