Filosofía en español 
Filosofía en español

cubierta del libro

[ Sebastián Cayetano Salvador conde de Guidi (1769-1863) ]
 

Carta sobre la homeopatía dirigida a los médicos franceses por el Conde S. Des Guidi traducida y dedicada a los Profesores Españoles por el Doctor López-Pinciano
 

Carta sobre la homeopatía
 
Propiedad del traductor.
 

Carta sobre la homeopatía dirigida a los médicos franceses
por el Conde S. Des Guidi, Doctor en Medicina y en Filosofía, Inspector de la Universidad en la Academia de Lyon, Miembro de varias Sociedades Literarias, &c.
 
Traducida y dedicada a los profesores españoles
por el Doctor López-Pinciano, del Gremio y Claustro de la Universidad de Montpellier; ex-Tesorero Archivero de la Sociedad Quirúrgica de Emulación de la misma Ciudad; Miembro de la Real Academia del Departamento del Gard; de la Sociedad Real de Medicina, Cirugía y Farmacia de Tolosa de Francia; del Círculo Médico, del Círculo Quirúrgico y de la Sociedad Anatómica de Montpellier; Corresponsal del Instituto Real de Ciencias de Turín; de la Real Academia Médico-Quirúrgica de Barcelona; ex-Médico en Jefe del Real Canal de Castilla, &c., &c.

Librerías de Hurtado, Calle de Carretas. Viuda de Cruz, frente a las Covachuelas. Sánchez: Calle de la Concepción Gerónima
 
Imprenta de D. M. Calero, Calle del Ave María núm. 2
 
Madrid 1835

 

Carta a los médicos franceses

Alius porró modus hic est.

Per similia morbus fit, et per similia adhibita ex morbo sanantur.

Hipoc. De locis in homine, § 51.

Señores,

Deseo vivamente llamar vuestra atención sobre una de las más importantes cuestiones que se os hayan podido presentar en ningún tiempo; pero desconocido a la mayor parte de vosotros, advierto la necesidad de adquirirme algún derecho a vuestra benevolencia, poniendo cuanto tengo que deciros bajo el irrecusable patronazgo de un médico que me honró con su amistad, y cuya hermosa reputación constituye una parte de vuestra gloria; hablo del difunto Dr. Santa-María. Darme a conocer a nombre de aquel práctico a quien la Facultad de Lyon proclamó como su príncipe, al tributarle los últimos honores por boca del sabio Prunelle ¿no es también presentarme a vuestra vista bajo los auspicios mismos de toda esta Facultad, de esta ilustrada corporación cuya conocida sabiduría se halla también fundada? Así, pues, citaré al Dr. Santa-María, y aun lo haré mas de una vez; pero no invocaré a otro alguno, concretándome todavía a la más modesta de sus obras, a un simple prefacio, que por sí solo, es verdad, vale tanto como un libro grande y bueno; bastante robustecido como este apoyo, evitaré por otra parte molestaros con una erudición tan fácil de ostentar, como poco necesaria a mi objeto.

“Es incontestable que curamos algunas veces obrando en el sentido mismo de la naturaleza, y completando con nuestros medios el impulso salutario que esta ha empezado, pero que no tiene la fuerza de acabar. De este modo es como curó Riverio, antes que se conociera la quina, fiebres atáxicas intermitentes soporosas, administrando opio en el intervalo de los accesos. J. P. Frank refiere una observación curiosa, relativa a este principio, y que me apresuro a transcribir aquí: Un hombre de 40 años se hallaba reducido al último grado de consunción por una diarrea muy antigua. El enfermo accedió a las sugestiones de un empírico, que le hizo tomar unos polvos drásticos, cuya composición ocultaba. El resultado de esto fue una superpurgación de las más violentas, que puso al enfermo a dos dedos de su ruina; pero cesó el desbarate con esta crisis, y se restableció bien luego la salud de un modo franco y completo (de C. H. M. Epítome, L. V. de profluviis, Diarrhoea). Con este motivo se pregunta Frank si serían capaces los drásticos de curar algunas veces las diarreas. Un hecho semejante ha ocurrido a mi presencia en 1817. Un diseñador de esta ciudad se hallaba aniquilado por una descomposición de vientre de diez meses de fecha, acompañada de ligeros dolores intestinales al tiempo de hacer las deposiciones. Ni el régimen más regularizado, ni la dieta más severa, ni los dulcificantes, ni los antiflogísticos de toda especie habían podido curarle. Ya al fin un día, sin consultarlo con nadie, tomó una fuerte dosis de jarabe o de elixir de Leroy. Vomitó muchas veces, y tuvo una horrible diarrea durante 24 horas. Creyó que iba a perecer, según lo débil y extenuado que se sentía. Mas terminada esta crisis, empezó a pronunciarse la convalecencia que continuó progresando con rapidez hasta completarse enteramente.

“El siguiente hecho me parece referirse todavía a este orden de consideraciones. Un empírico de las cercanías de Lyon ha conseguido desde 1803 alguna celebridad en el tratamiento de la epilepsia. No exige sus honorarios hasta dos años después de la curación, cuando todo el mundo ya la cree bien evidenciada. Consiste su secreto en unos polvos que hace tomar por la mañana, al mismo tiempo que obliga al enfermo a guardar cama todo aquel día, por temor de que no se diera algún porrazo mortal levantándose; y en efecto se observan violentos y repetidos accesos de epilepsia durante las primeras 24 horas. El enfermo se encuentra al día siguiente sumido en una debilidad profunda, con estupor o delirio; a esto solo se reduce el tratamiento y la operación del remedio. El mal desaparece por espacio de algunos años, y aun a veces para siempre. Es imposible que estos hechos procedan únicamente de una feliz casualidad, deben a no dudar referirse a alguna gran ley terapéutica que acaso he vislumbrado en el principio emitido anteriormente, pero que aún queda por determinar mejor que yo he podido hacerlo.” (Nuevo formulario médico y farmacéutico por Esteban Santa María. Paris y Lyon, febrero 1820. Prefacio, página 80.)

Pues bien, Señores, esta ley advertida ya en diferentes épocas del arte, presentida, e invocada en algún modo por el doctor Santa-María, esta gran ley terapéutica ha sido evidenciada, y formulada con la mayor exactitud por el doctor Samuel Hahnemann; es, en una palabra, la Homeopatía. De ella ha hecho felizmente innumerables aplicaciones, no de un modo bárbaro y peligroso como en los casos de que acabamos de hablar, sino por medio de una ligerísima exaltación del mal, y a beneficio de los remedios más suaves. En su rededor se ha establecido, se propaga y eleva cada día más una nueva ciencia, una medicina completa que justifica ampliamente las previsiones de su fundador, abre a los médicos una vasta carrera de brillantes trabajos, y promete a la humanidad incalculables beneficios.

Hablar de una nueva medicina en tiempos ordinarios sería, a no dudar, exponerse a no ser escuchado, mayormente cuando honrosos buenos éxitos, obra de vuestro celo y de vuestros talentos, os hacen perdonar más de una vez a la medicina de la escuela su vacío, sus incertidumbres y sus errores, y os indemnizan, al menos en parte, de las sensibles contrariedades que tan a menudo debéis a la imperfección de la ciencia, a la inexactitud del arte. Mas la invasión de un mal que ha desolado una parte del continente, y que aun amenaza lo restante de él, debe cambiar la disposición de los espíritus. Cuando la insuficiencia, por no decir la nulidad, de la medicina en voga os reduce a buscar por todas partes nuevas ilustraciones y nuevos medios contra el cólera ¿no podré prometerme obtener un momento de atención contestando a vuestro grito general y lastimoso con el nombre de la homeopatía? ¿Cómo desechar sin examen las promesas de otra medicina, cuando la vuestra hace tan poca cosa en mano misma de los hombres que mejor conocen todos sus secretos, y que los emplean con celo infatigable, con una adhesión heroica? ¿Quién podría lisonjearse de ser un práctico más feliz que Broussais, Recamier, Magendie, Marjolin, &c., no saliendo de los caminos trazados y seguidos por ellos?

Hahnemann, este ilustre anciano que, a la edad de 77 años, continúa todavía con increíble vigor su larga carrera de trabajos y servicios, es aquel mismo Hahnemann a quien hace mucho tiempo debemos una preparación farmacéutica muy importante. En estrecha relación con Lavoisier y con los demás grandes químicos de aquella época, se hallaba destinado a ocupar un honroso lugar en medio de ellos; más prefirió consagrarse enteramente al arte de curar, haciéndole el sacrificio de sus días, de sus talentos y de sus increíbles fatigas. La química no tenía necesidad de dos Lavoisier; la medicina esperaba uno. Hahnemann favorecido desde sus primeros pasos con la amistad y confianza de Quarin, recibió más de una vez por parte de este célebre profesor el honorífico encargo de visitar sus enfermos. Fue también el discípulo predilecto de Wagner. En 1790 empezó esta inmensa serie de investigaciones experimentales que han fundado la nueva ciencia, y que nada ha sido capaz de hacerle interrumpir hasta ahora.

Sus descubrimientos, despreciados y perseguidos en un principio como todas las grandes invenciones, comprendidos, adoptados y propagados después, reinan actualmente sobre una escuela compacta y numerosa, en Alemania, en Rusia, en Suecia, en Dinamarca, en Polonia, en Inglaterra, en Italia y en América. Los médicos de esta escuela dan la mayor publicidad a sus trabajos, y aun hoy mismo, en países de suspicacia y de censura, en medio de las ciudades donde residen rodeados de antagonistas y de rivales, han combatido victoriosamente en ellas el cólera, proclaman alta y manifiestamente sus éxitos felices contra este azote. Sus procedimientos curativos han sido con corta diferencia por todas partes los mismos, como trazados anticipadamente con una felicidad admirable en el código de su práctica, en la materia médica pura de Hahnemann.

¿Cuál es, pues, esta doctrina que se atreve a hablar de buenos éxitos en presencia de los médicos más hábiles de Europa, convencidos de impotencia en esta parte? ¿Cuál es, pues, esta doctrina tan desconocida todavía en nuestro país? Tal es, a no dudar, señores, lo que todos me preguntareis a la vez: permitidme consagrar algunas páginas a responderos.

Procuraré sobre todo hacerme inteligible. En las obras de Hahnemann y de sus discípulos es donde se hallará mayormente toda la ciencia, acompañada de su marcha metódica, de su lenguaje exacto y de sus demostraciones rigurosas. El objeto de esta carta no es otro que el de dar una idea muy genérica de la homeopatía, e inculcar la necesidad de estudiarla y de meditar profundamente en ella; si puedo conseguirle, se hallarán en un todo satisfechos mis deseos.

Dos hechos generales, y más o menos inesperados, dominan en la nueva escuela. Cree haberlos establecido indeleblemente a beneficio de millones de experimentos, segundados también por un número considerable de observaciones debidas a los médicos de todos tiempos, y manifiesta haber deducido de estos mismos hechos las consecuencias prácticas más extensas y más felices.

He aquí el primero. Jamás puede obtenerse la curación de una enfermedad sino por medio de una potencia morbífica capaz de producir síntomas semejantes, y algún tanto más intensos. La causa de esto estriba en las leyes eternas e irrevocables de la naturaleza que se han desconocido hasta ahora. De aquí resulta que el remedio adecuado a la curación de una enfermedad será precisamente aquel que tenga la facultad de producir otra semejante en el hombre sano. Dependa o no el desenlace curativo en que el medicamento agota el mal, en que completa los esfuerzos salutarios de la naturaleza, como se inclinaba a creerlo Santa-María, o en cualquiera otra cosa, no es por eso menos cierto que esta es la grande ley terapéutica invocada hace 12 años por dicho célebre escritor.

Hahnemann y sus intrépidos discípulos han ensayado sobre sí mismos, en estado de salud, más de 150 remedios, únicamente con la mira de estudiar bien esta ley, de consolidarla, de evidenciarla, y de obtener cada día de ella nuevos y brillantes resultados prácticos.

Nos parece hay un derecho para creer deberían cesar todas las prevenciones concebidas contra la única Escuela, que en medio de la jactancia de todas las demás, empieza por decir con la mayor franqueza: Mis agentes son todavía poco numerosos; solo es dado a los médicos poderlos completar; trabajen, pues, con ardor en esta importante empresa: la mina es muy fecunda, y los últimos que lleguen podrán acaso hacerse los primeros.

¿Qué doctrina se ha presentado jamás con mayor modestia? y sin embargo ¿qué doctrina ha poseído jamás un número tan considerable de experiencias y de trabajos en que poder fundar sus pretensiones?

Semejante serie de experimentos, aunque estuvieran enlazados por un principio ilusorio, aunque no fuesen todavía de una aplicación inmediata, ¿merecería acaso ser despreciada por nuestra Materia médica tan desprovista de exactitud y de filosofía en medio de su lastimosa abundancia? ¿no podría prometerse nuestra terapéutica sacar de ello algún fruto con el tiempo? ¿o tendrá ya la fatuidad de creerse perfeccionada en un todo? ¡Perfeccionada!

“La terapéutica es siempre para nosotros una ciencia nueva, atendido el espacio inmenso que se presenta a nuestra vista cuando consideramos los descubrimientos que el estado actual de cosas hace todavía dables o presumibles: esta consideración adquiere aun mayor fuerza por la incertidumbre que reina en las reglas ya establecidas, y que tenemos la presunción de creer las más fijas, más invariables, y más infalibles que puedan existir” (Santa María, loc. cit., p. 21).

He aquí el segundo hecho. Oponiendo a una dada enfermedad el medicamento conocido capaz de producirla, Hahnemann observó bien luego que nuestras dosis ordinarias no llenaban muchas veces su objeto, ya sea añadiendo demasiado mal al existente, ya excitando reacciones demasiado fuertes que hacían rechazar al agente curativo sin darle tiempo para producir su legítimo efecto, ya en fin por cualquiera otra causa (porque esta severa escuela no se paga de conjeturas). Esto le movió a pensar que, habiendo especificidad, analogía, correspondencia electiva entre los dos elementos que trataban de oponerse, el remedio y el mal, podía muy bien suceder que esta relación, procedente en el medicamento de su naturaleza y no de su masa, hiciese todavía bastante activas las menores porciones de él, a la manera que una gútula espermática, mientras no se altera su naturaleza, puede dividirse al infinito y fecundar así millones de millones de huevecillos, como resulta de las experiencias de Spallanzani. Finalmente, de trabajo en trabajo, Hahnemann llegó a convencerse de que los remedios homeopáticos exigían ser preparados de un modo particular, y administrados a una dosis extremadamente pequeña: en consecuencia, de esto, no tardó en dar a luz procedimientos fáciles y seguros que permiten emplear los medicamentos por centésimos, milésimos, millonésimos, &c., de grano.

Tales son, Señores, en la doctrina homeopática, los puntos fundamentales a que se refieren con la exactitud más rigurosa los innumerables descubrimientos y aplicaciones con que diariamente se enriquece esta escuela, en cuyo centro se eleva y domina siempre, como un Júpiter olímpico, el sublime talento que la ha fundado.

Si en vez de ser una ciencia del todo experimental, no fuese la homeopatía más que un ingenioso tejido de la imaginación, habría a no dudar excitado repetidas veces nuestra curiosidad, por el nombre, los antiguos servicios y los trabajos inmensos del autor, por el número siempre en aumento de sus discípulos, por los anuncios no interrumpidos de sus felices resultados terapéuticos y de sus escritos; se habría ciertamente deseado ver de cerca qué hilo de araña era capaz de sostener en el aire semejante edificio, y poner en movimiento tantas máquinas. Si aun suponiéndola verdadera, no fuese en el fondo la homeopatía más que una sabia doctrina, extraña a la práctica del arte, tampoco habría dejado de consagrarla algunos momentos libres el espíritu meditativo de muchos de entre nosotros: ¿en qué depende, pues, que con su triple carácter de doctrina profunda, de ciencia positiva, y de estudio eminentemente práctico nos sea todavía completamente desconocida? ¿Qué obstáculos pueden oponerse a que se propague entre nosotros?

Las mismas preguntas han debido reproducirse muchas veces respecto a todos los grandes descubrimientos: no tenemos la pretensión de pugnar contra la ley, acaso salutaria, que los condena todos a un periodo de humillaciones, de diatribas, y de pruebas; pero el tiempo estrecha, el peligro es inminente… ¿no podría abreviarse en tan graves circunstancias la duración de este periodo? ¡Cuán cruel sería para todos nosotros, señores, y qué vituperio no mereceríamos de la posteridad, si llegáramos a conocer algún día, demasiado tarde, que se hallaba en nuestra mano el medio de triunfar del cólera morbo, y que no hemos querido aprovecharnos de él por un criminal abandono!

Tres dificultades que vamos a evaluar se presentan casi siempre al pensamiento del médico que empieza a oír hablar de la homeopatía. Con el tiempo y una vez bien estudiada, podrá encontrar acaso otros obstáculos; pero nuestro actual objeto no es seguramente el de rechazar los ataques que todavía no se ha pensado en dirigirla: solo pedimos su examen, y nos limitamos a debilitar algunas de las causas que a él pueden oponerse.

El principio similia similibus curantur, que si estuviera demostrado, sería a no dudar de la primera importancia, ¿merece la molestia de profundizarle? ¿Existen en el estado actual de nuestros conocimientos, algunas probabilidades que nos animen, o por lo menos que nos autoricen a este trabajo?

No en verdad, si como ingeniosamente se ha dicho, y como con tanto placer se repite, Hanhemann nada encontrara mejor que un hachazo para curar un sablazo, o arrojar por un balcón al hombre que haya podido caer de una ventana. Mas se halla muy distante de ser este el procedimiento de Hahnemann; tiene demasiada sensatez para querer ostentar tanta agudeza.{1}

Si lejos de esto el principio homeopático, deducido de experiencias numerosas, severas y fáciles de repetir, enlaza por otra parte muchos hechos interesantes de que se han ocupado todos los médicos, y cuya ley han buscado en diferentes ocasiones; si este principio, por nuevo que parezca a primera vista, es menos una verdadera creación, que el desarrollo, que la promulgación de una doctrina que en todos tiempos ha existido en el arte, no vemos como pudiera un médico ilustrado dispensarse del examen referido. ¡Que nos diga en este caso qué objeto sería digno de su atención!

Dos métodos terapéuticos universalmente reconocidos y capaces de prestarse un mutuo apoyo, según las circunstancias, han constituido hasta ahora la principal fuerza del arte. Uno de ellos (el método revulsivo, derivativo) reemplaza ventajosamente un mal por otro mal, sustituye los sudores a una diarrea, una diarrea a una oftalmia, una rubefacción cutánea a una fluxión de pecho, &c.; cualquiera que pueda ser el resultado definitivo de estos procedimientos, nos basta comprobar que por su medio el mal es combatido a beneficio de otro mal diferente. Tal es lo que Hahnemann llama Alopatía.{2}

El otro método (el método directo o de los contrarios) ataca de frente a la enfermedad por una acción opuesta a la suya, o que se supone tal, contraria contrariis curantur; de este modo hace cesar la constipación de vientre con los purgantes, ciertas diarreas con los astringentes, el insomnio con los narcóticos; emplea la quina atribuyéndola una virtud contraria a la periodicidad; el mercurio suponiendo en él una fuerza antisifilítica; &c. Esto es lo que Hanhemann llama Enantiopatía.

Pues bien; al lado de estos dos métodos, árbitros de la ciencia y objeto de tantos esfuerzos, estudios y discusiones, existe desde la antigüedad más remota un tercero, que si no ha disfrutado de los honores, ha participado al menos de los trabajos hechos en favor de todos ellos; se oye diariamente decir, es necesario activar esta ulcera o este catarro para que marche; es menester dar a esta enfermedad cierto grado de agudez. ¿Quién no ha visto en los clásicos, en la práctica de los profesores más distinguidos, y aun en manos de la ignorancia o de la casualidad, curar a veces la diarrea con el ruibarbo o el aloe, ceder en otras los sudores al empleo de los sudoríficos, los vómitos al de los vomitivos, y los accesos comatosos de las fiebres graves a la administración del opio? Ambrosio Paré destruía un dartro, y Dupuytren cura una erisipela aplicando sobre la parte enferma un vejigatorio. Todos sabemos el partido que se ha podido sacar de la pimienta de cubebas contra las flegmasias de la garganta y de la uretra, &c. Se admira haber visto algunas veces en la práctica de los Brownianos o en las pequeñas aldeas, aplicar sobre el costado de un hombre robusto y vigoroso, anchos y ardientes vejigatorios al principio de una inflamación pectoral, sin que precediese la sangría: sorprende, aunque no puede desmentirse el resultado, por más que este procedimiento sea con frecuencia funesto.

Los hechos de este género son numerosos y diarios; se conocen, se citan al menos como ejemplos de una temeridad a veces feliz, se vislumbra que envuelven una importante verdad en medio de sus incertidumbres y de sus riesgos, se trata hasta de imitarlos con circunspección, pero en último resultado a nada se les refiere que se halle bien establecido; son como una especie de adrajas y forman en cierto modo una ley provisoria, excepcional, admitida más bien que promulgada en el arte: el vulgo de los médicos no ve en todo esto más que anomalías, y casos singulares; pero el hombre que piensa conoce sin dificultad que tantos hechos jamás podrían ser obra del acaso, y advierte la necesidad de atribuirlos a un principio más elevado. Nuestra primera cita del doctor Santa-María da una idea bastante exacta de la especie de perplejidad con que los verdaderos prácticos meditan sobre estos casos aislados, se preguntan dónde está la ley general a que se refieren, y cuál es el lugar que deberá ocupar en la medicina. Desafortunadamente ningún talento privilegiado había hecho de esta ley un objeto especial de meditaciones y de estudio; y la cuestión, enriquecida ya de largo tiempo con los materiales más propios para resolverla, era todavía nueva cuando Hahnemann salió a la palestra.

Ocupado en traducir la Materia médica de Cullen, y fastidiado al extremo de las suposiciones y desvaríos científicos que se habían aglomerado en ella para explicar la acción de los remedios, quiso ensayar sobre sí mismo, en perfecta salud, el poder de la quina; en su lugar nosotros habríamos razonado, y estaríamos razonando acaso todavía; Hahnemann experimentó.

¿No era esta tentativa prudente, sabia, laudable y digna por su naturaleza de un Hipócrates, un Galeno, un Boerhaave, un Sydenham, un Baglivio y de todos los grandes médicos del universo? Y si de esta experiencia resulta un hecho, por inesperado que sea; ¿no deberá entrar con todas sus inducciones en el dominio de la ciencia y estar autorizado a hacer valer en ellas sus derechos?

Ciertamente no sería más que un desatino necio y bárbaro la medicina racional que reusase dispensarle esta justicia, y no es de este modo, Señores, como Vmds. la entienden y la honran; la verdadera medicina, la que Vmds. cultivan, la que Hahnemann cultiva como Vmds., la medicina de la experiencia y de la razón no puede proscribir hecho alguno. Así pués aprobáis el ensayo de Hahnemann, aceptáis todas las legítimas consecuencias que emanen de él por extrañas que puedan pareceros; las aceptáis aunque pudiesen repetiros lo que por demás sabéis, lo que no dejan vuestros maestros de aseguraros sobre la insuficiencia de las teorías en boga, sobre la imperfección y la pobreza de la terapéutica, tal como los siglos nos la han dejado hasta ahora.

Hahnemann advirtió sobre sí mismo que la quina tiene la virtud de excitar una fiebre intermitente, análoga a la que mejor suele curar. Este resultado imprevisto{3} le hizo recordar que el antisifilítico por excelencia tiene también la propiedad de producir síntomas sifilóides, y que el azufre ocasiona igualmente una especie de sarna, en medio de ser un antipsórico tan poderoso.

¿Debía quedar inútil esta aproximación, bajo una misma ley, de las tres sustancias cuya acción salutaria proporciona a la medicina sus resultados más constantes y más ciertos? ¿se habrían Vmds. mismos limitado a esto? ¿y podía acaso Hahnemann dispensarse de reunir a estos tres primeros hechos, los hechos numerosos de que acabamos de hablar, y que del mismo modo que la quina, el azufre, y el mercurio ofrecen también el admirable fenómeno de una virtud curativa, estrechamente adherida a una potencia análoga a la del mal? ¿podía tampoco olvidar la grande semejanza que existe entre la vacuna y las viruelas que tiene la virtud de precaver? ¿podía olvidar, en fin, que la fuerza medicatriz, la fuerza instintiva de conservación de los seres organizados se manifiesta ordinariamente por un aumento de la enfermedad, y que, en las afecciones curadas por la naturaleza sola, no empieza la curación hasta que el mal toca a su apogeo?

Tantos datos evidentes imponían rigurosamente al observador la obligación de averiguar si las sustancias capaces de producir un mal, no eran igualmente aptas a curar los males que se le asemejan; y la clínica de Hahnemann vino a comprobar que en efecto el cobre, por ejemplo, que determina deposiciones sanguinolentas y convulsiones, es un poderosísimo recurso para combatir tales enfermedades; que la coloquíntida, el ruibarbo, el veratrum curan perfectamente muchas especies de diarreas y de disenterías; que algunos átomos de cantáridas bastan a extinguir ciertas inflamaciones de la vejiga, &c.; en el curso de estas experiencias tan nuevas, tan hermosas y tan necesarias a nuestra informe Materia médica, fue donde Hahnemann advirtiendo en la belladona, por sí mismo y por antiguas observaciones, la propiedad de excitar en el hombre sano síntomas semejantes a los de la escarlatina, debió esperar, y pudo demostrar bien luego con miles de tratamientos, que la belladona era verdaderamente específica de la escarlatina, y aun podía emplearse con plena seguridad como medio profiláctico de ella. Este descubrimiento que bastaría por sí solo a conceder la inmortalidad, y que hace largo tiempo se halla adoptado en Alemania por los prácticos de todas las escuelas, parece una pequeñez en medio de los extraordinarios trabajos e innumerables descubrimientos de este hombre prodigioso.

Exigía otro ensayo que se comprobase si los medicamentos que tienen la virtud curativa más constante, y mejor determinada, podrían también dar al hombre sano las mismas afecciones de que desembarazan al hombre enfermo; y se supo bien luego que el beleño, por ejemplo, y el asafétida excitan en efecto neuroses parecidas a aquellas de que triunfan con más seguridad.

Robustecido con sus propios trabajos, y segundado por las observaciones de la medicina de todas las naciones y de todos los tiempos, ¿podía dejar de inferir que el método que cura por un aumento del mal, que cura reasumiendo en cierto modo a sí solo todo el peso de la enfermedad, para dejarle después caer sin apoyo, que este método anónimo, excepcional, origen de tan felices acasos para el ignorante, objeto de las investigaciones y de la solicitud habitual de los prácticos consumados, la homeopatía en fin, era el método curativo por excelencia, la verdadera fuerza del arte, que a ella se debía el honor de tantas curaciones portentosas, la esperanza de hacer completamente inútiles los auxilios del método derivativo, y de proporcionar la deseada solución del problema propuesto por Celso y buscada por espacio de tanto tiempo en vano: Cito, tuto et jucunde?

¿Quién de nosotros, señores, hallándose al lado de Hahnemann, siguiendo paso a paso el progreso de sus ideas, familiarizándose sucesivamente con los numerosos hechos que cada día revelaba al infatigable experimentador, no habría llegado sin poderlo evitar a las mismas conclusiones que él? Y porque hayamos estado durmiendo, mecidos por nuestros antiguos sueños, durante estos gigantescos trabajos; porque la medicina haya marchado sin nuestro concurso, ¿no la habremos de reconocer ya, no creeremos que sea la medicina, y tendremos valor para preguntarnos si puede merecer una de nuestras miradas?

Es a no dudar inmenso el intervalo que ha colmado Hahnemann ¿mas volveremos a ver nuevamente a Colón puesto en prisiones, por haber pasado el Atlántico de una sola zancada? ¿Se halla solo reservado a los pigmeos hacer progresar la ciencia? ¿Y por qué olvidar desde luego que si bien el paso es grande, no nos conduce al menos a países extraños? Todos conocíamos ya la homeopatía mucho tiempo antes que Hahnemann la hubiese dado la investidura de tal, la hubiera llamado por su nombre; en este mismo momento se emplea el vomitivo en París contra los vómitos del cólera, del mismo modo que se empleó en otro tiempo en Inglaterra el sudorífico contra los funestos sudores de una epidemia acaso más mortífera; del mismo modo también que diariamente se administra el dormitivo contra los adormecimientos, y el epiléctico contra la epilepsia. ¿Quién nos impide, siguiendo esta misma dirección que seguimos hace ya cuatro mil años, quien nos impide, repito, oponer el sedativo a las sedaciones, el convulsivo a las convulsiones, &c.? y hétenos aquí completamente homeopatistas sin salir de nuestra propia casa. Toda la diferencia estriba en que Hahnemann, uno de nuestros compañeros, con un solo brinco del ingenio, y en el limitado tiempo de una vida ordinaria, ha llenado todo el espacio que acaso no habríamos recorrido nosotros en siete u ocho siglos; salvada esta diferencia, que ciertamente no es una desgracia para la humanidad, Hahnemann es de los nuestros, y todos nosotros somos de los suyos.

Sería vergonzoso insistir más largo tiempo sobre esta cuestión: los hechos que han conducido a Hahnemann a su descubrimiento son tan numerosos, entran de tal modo en el dominio de la medicina Hipocrática, han excitado tanto la solicitud de los médicos reflexivos, y aun Hahnemann mismo ha puesto tal cuidado en reunirlos, que en vez de hallar la homeopatía tan extraña a nuestros conocimientos y a nuestros estudios, se debe admirar más bien que hayan pasado a su lado, sin conocerla, tantos siglos que poseían sin embargo el conjunto de hechos mas ventajoso para hacerla aparecer con brillantez.

Concluyamos, pues, que todo médico ilustrado, lejos de hallar en sus conocimientos un motivo que le prohíba el examen de la homeopatía, se entregará más bien a él con tanto mayor interés cuanto mejor conozca la medicina, su historia, sus debates, sus vacíos y su tendencia.

Pasemos a hablar de otra dificultad. Cualquiera se pregunta si el poder curativo, atribuido por Hahnemann a las dosis infinitesimales, es bastante probable, o por lo menos bastante posible, para que un médico regular se atreva a ver en esta pretensión un hecho confirmado y no una extravagancia indigna de examen.

Sería desde luego injusto poner en paralelo las cosas adoptadas por las dos Escuelas, sin considerar la cantidad de acción que cada una de estas se promete.

La antigua medicina administra sus remedios, o para crear simplemente un nuevo trastorno (diarrea artificial, vómito, diaforésis, &c.), o para combatir directamente un mal con agentes que le cree opuestos (la constipación de vientre con purgantes, la aridez de la piel con sudoríficos, &c.). Tiene siempre, pues, que producir un hecho por entero, sin predisposiciones que la favorezcan en el primer caso, y contra predisposiciones adversas, en el segundo; tiene siempre, pues, una grande y aun excesiva obligación que llenar; y puede muy bien suceder que sus dosis estén perfectamente en armonía con sus necesidades.

Por el contrario, la homeopatía solo tiene la modesta pretensión de aumentar nada más que de un grado infinitesimal el desorden que ya existe, y que por esto mismo la ofrece una predisposición muy conveniente, teniendo tan poco que hacer y hallando unas condiciones orgánicas tan ventajosas, es igualmente justo concederla que puedan ser proporcionadas sus dosis al efecto que desea obtener; no puede haber una razón para formalizarse en general de sus débiles dosis, cual si se prometiera de ellas una acción mayor de la que entra en sus miras.

Añadamos a esto que se necesita también tener presente el modo particular de preparación de los medicamentos homeopáticos. Puede verse en las obras de Hahnemann, y comprobarse fácilmente por la experiencia, en el momento que se quiera, la admirable energía que desarrolla en la materia este método de preparación; pero hasta que llegue aquel momento, recordemos algunos hechos conocidos que puedan disponernos a mirar como posible lo que aseguran en esta parte los homeopatistas.

Muchos prácticos han dado en todos tiempos la mayor importancia a reducir ciertos medicamentos, los antimoniales por ejemplo, en polvos de una tenuidad extremada; todo el mundo recuerda haber oído preconizar, en Inglaterra sobre todo, el empleo de una quina que solo difería de las demás en estar a tal punto pulverizada de tal modo alcoholizada, que humedeciendo la sola punta de un cuchillo, se adhería a ella la bastante cantidad de estos polvos para destruir una fiebre intermitente. Los hechos de este género, antiguos, numerosos e incontestables, se hallan comúnmente muy descuidados, poco conocidos; ¿mas tiene derecho el médico de negar anticipadamente, por esta sola razón, todo el partido que habrían podido sacar los que hubiesen hecho un particular estudio de ellos? Nos limitamos a señalar esta injusticia, y dejamos hablar en nuestro lugar al práctico distinguido a quien ciertamente nadie se reusará escuchar en una cuestión que solo podemos tratar aquí por alto:

“Hablaré primeramente de un efecto singular y apenas observado, aunque sucede todos los días; esto es, del aumento de actividad que adquieren varias sustancias cuando se mezclan con agua en ciertas proporciones; este líquido, lejos de enervar su virtud, como podría creerse a primera vista, no hace más que desarrollarla. ¿Consistirá esto en que deslíe el principio activo, en que le hace más penetrante, y permite que llegue, por medio de un vehículo sutil, a mayor número de partes y de tejidos, que no podría hacerlo sin esta circunstancia? Cullen había ya notado que las terneras están mejor alimentadas y engordan con más facilidad, cuando se mezcla una mitad de agua con la leche que las sirve de sustento, que cuando se las da esta última enteramente pura. Yo mismo he experimentado muchas veces que una dada cantidad de vino, capaz de producir un ligero grado de embriaguez, conduce más prontamente a este estado, cuando se la toma envuelta con partes iguales de agua, que sin esta mezcla… Varias personas muy capaces de observarse con inteligencia, me han asegurado que se hallaban más estimuladas por una taza de café dilatado con otro tanto y aun con un doble de leche, que por una taza de café puro” (S. M., ibid, p. 56).

Examinemos ahora de una manera genérica hasta qué punto, cuanto ya sabemos, pueda impedirnos creer en la potencia de dosis mucho más pequeñas que las nuestras, y autorizarnos a desechar, sin quererlo oír, todo cuanto pudiera decírsenos respecto a esta potencia.

¿Será acaso en los hechos que diariamente vemos, o más bien en los hechos fundamentales, en los principios, en el espíritu de la ciencia médica donde podamos hallar medios de convencer a priori a estas dosis de impotencia?

Lejos de ser tratadas de este modo por los hechos que llenan nuestros anales, estas dosis encuentran por el contrario entre ellos innumerables antecedentes, mucho más propios a disponernos en favor de la fuerza de que Hahnemann las cree animadas, que a prevenirnos contra ella.

No existe un solo curso de física elemental que no haya empezado demostrándonos la extremada divisibilidad de la materia, con el ejemplo de este eterno grano de almizcle, que puede sin disminuirse llenar con su olor espacios y tiempos ilimitados. En este lugar común de la Escuela no es ciertamente culpa del hecho, que nunca hayamos pensado ver en él más que la demostración de una propiedad de los cuerpos, mientras nos estaba indicando del modo más evidente una ley fisiológica de la mayor importancia y fecundidad. ¡No! el olor del almizcle, del ámbar, o del junquillo, no es solamente materia dilatada, es además una potencia que obra fuerte y profundamente sobre el organismo: aquí se limita a causar una percepción más o menos viva y duradera; allí determina desmayos; unas veces produce vómitos, insomnios, vértigos, abortos; otras puede también llegar hasta extinguir la vida. ¿No tendía todo esto a hacernos descubrir la potencia de las dosis infinitesimales?

Sé muy bien que semejantes olores, fragantes, etéreos, pareciendo obrar especialmente sobre el cerebro, dirigirse en cierto modo francamente al alma, se ha podido ir adquiriendo poco a poco la costumbre de no considerarles mas que como una especie de potencia metafísica, donde el olor era todo, y la materia nada; potencia de la cual nadie se atrevía a inferir existiese otra u otras del mismo orden en átomos igualmente imperceptibles: es necesario tan poca cosa, se decían acaso, para trastornar la economía, obrando sobre el cerebro! Unas cosquillas, una palabra, una mirada, una sorpresa tienen este poder; ¿cómo no le tendrían olores tan penetrantes, aunque estuviera mil veces más atenuada la materia que les trasporta? Mas detener una hemorragia, resolver un flemón, cortar unas cuartanas, todo esto es muy diferente: la materia hace tan importante papel en estos desarreglos corporales y subalternos, que para ejercer alguna influencia sobre ellos, se hace también necesario emplear mucha materia.

En lugar de la severa lógica, del lenguaje exacto y riguroso que se han creado al fin la física, la química, y casi todas las ciencias, existe tanta ambigüedad en los razonamientos, tantas inexactitudes y metáforas en la lengua vaga y versátil de los médicos, que no les ha permitido ver en este olor clásico del almizcle más que átomos diseminados, en vez de considerarle especialmente, bajo el punto de vista de la alta potencia inherente a dichos átomos, y de continuar estudiando éste hecho en todas las aplicaciones de que era susceptible. Olores no cefálicos y de un efecto más sustancial, si debemos hablar así, les daban por otro lado la misma lección, de que sin embargo no se han aprovechado mejor. Aquí el olor del maná o de las hojas de sen puede llegar a ser purgante; allí el del alcanfor combate por sí solo la influencia perniciosa de un vejigatorio sobre las vías urinarias: nada de esto importa, se han visto todavía en la precisión de decir; estas son anomalías, hechos singulares de que no se podría deducir cosa alguna: además que tales resultados se verifican también a no dudar por la mediación del cerebro, por el disgusto o el bienestar excitado en el centro sensitivo. Así se ocupan constantemente del olor y jamás de la materia olorosa; suponen siempre inherente a la membrana pituitaria el más exclusivo de todos los privilegios, y la conceden arbitrariamente unas atribuciones ilimitadas, en menoscabo de las innumerables papilas nerviosas que se despliegan en todos los tejidos, donde manifiestan una sensibilidad tan exquisita, y donde están destinadas a llenar funciones tan delicadas, tan variadas y tan sutiles.

Mas abandonemos los olores, pues que a pesar de la frecuencia, la energía y la diversidad de sus fenómenos, no pueden de modo alguno convenceros. Abandonémosles, y no se huela ya esta esencia de trementina; tóquese solamente con la extremidad de un dedo, volviendo la cabeza, y bien luego una de las funciones más subalternas, más materiales del cuerpo, testificará el poder de los átomos que han obrado en este débil contacto. Ya estamos separados de los olores, y sin embargo en presencia de la energía de las dosis infinitesimales; prosigamos ahora, en nosotros depende únicamente; innumerables hechos se hallan prontos a dirigirnos y sostenernos a estos hechos son tan antiguos como el mundo, no es ciertamente Hahnemann el que los ha creado. ¿Qué cantidad de materia despide una rama de delfinio, que con solo tocarla se halla acometido el sujeto de convulsiones dolorosas? ¿Qué lleva consigo el formidable contacto del rhus toxicodendron?, ¿Dónde está el mínimum de la dosis vacunal, de esta dosis que debe triunfar toda la vida, y mediante una sola pústula, de una potencia capaz de producir miles de ellas y de extinguir la existencia? ¿dónde se halla tampoco el mínimum del virus hidrofóbico, del veneno conservado en un diente roto y seco de un reptil, o del que contiene la flecha eternamente mortífera de un salvaje? ¿dónde hay balanzas para pesar este aliento del pantano que destruye los ejércitos y desola provincias dilatadas?

Recórrase todo, y por todas partes se encontrará lo mismo: el pueblo, a veces tan prudente y tan verdadero, como prueban los debates que constantemente ha sostenido para salir victorioso de los sabios desdenes de nuestros Académicos, a propósito de las piedras caídas del cielo (este es el nombre que las había dado el inventor, y que se ha hecho necesario abandonar por honor de la ciencia): el pueblo ha puesto en todos tiempos una varilla de azufre en el bebedero de los animales domésticos enfermos, y no se ha atrevido la ciencia a proclamar la nulidad de semejante medicación. El pueblo ha conservado la costumbre de hacer vermífuga el agua de fuente, cociendo en ella algunos glóbulos de mercurio, consagrados en las familias a este uso hereditario; y una multitud de prácticos distinguidos, de autores de materias médicas, han recomendado el empleo de este medio. ¿Qué diremos de estas aguas minerales, que con átomos de sal neutra, demostrados difícilmente por la química, determinan mayores efectos diuréticos y laxantes que las mismas sales administradas por nosotros a manos llenas?

Si la medicina en masa no ha considerado bastantemente estos hechos, no ha conocido todo el partido que podía sacar de ellos estudiándolos y generalizándolos, debe sin embargó decirse, en honor de la verdad, que no todos los médicos se han dejado dominar por las dosis comunes de nuestros repertorios, una o dos onzas, una o dos dracmas, uno o dos granos, singular lecho de Procusto, y a que parecía debían acomodarse todas las susceptibilidades vitales. Muchos prácticos han empleado, en efecto, dosis muy inferiores a las que generalmente proclamaba la ciencia; muchos también, después de haber largo tiempo opuesto inútilmente algunas onzas de quina a las fiebres intermitentes, concluyen por suspenderlas mejor con solo una o dos dracmas. Se administra el sulfato de quinina a la dosis de seis u ocho granos, cuando frecuentemente suelen bastar dos. Se emplea algunas veces el sublimado por cuarentésimos o cincuentésimos de grano, contra sífilis inveteradas. ¿No se hace en varias ocasiones vomitar con la cuarta parte de una pastilla que solo contiene un veintésimo de ipecacuana? ¿no se ha fraccionado el opio, la belladona, el acónito, por veintésimos y treintésimos de grano? Tales ejemplos son reales y numerosos; testifican desde luego que si nada hay de bien establecido relativamente a los límites de las dosis, muchos médicos tratan por lo menos de disminuirlas considerablemente; que es una necesidad conocida, un camino abierto, y que si en medio de todas estas tentativas aisladas e imperfectas, llega a presentarse un hombre fuerte, que ha elaborado la cuestión durante 40 años, todos tenemos ya en esta parte los bastantes antecedentes para escucharle con respeto y conocer cuan útiles deben sernos sus trabajos.

Mas aun cuando nos faltasen a la vez todas estas noticias ¿no bastarían las experiencias de Spallanzani sobre la difusibilidad del esperma de rana, para obligarnos a no mirar como increíble la potencia de las dosis homeopáticas? El líquido fecundante, dilatado en agua, ha podido, a presencia de este incomparable observador, dividirse, sin perder cosa alguna de su virtud, a punto de no existir casi un trillonésimo de grano de esperma en la gútula, cuyo contacto fecundaba un huevo.{4} ¿Por qué la virtud narcótica de tal sustancia, la virtud febrífuga de tal otra, tan misteriosas, tan incomprensibles en su esencia como la virtud fecundante de un fluido animal, y dirigidas como ésta a las fuerzas vitales, igualmente misteriosas, no podrían obedecer a la misma ley? ¿No es este al menos el pensamiento de Spallanzani cuando, dirigiendo sobre la cuestión su vista penetrante, invita a los observadores a proseguir el camino que ha trazado, y exclama cual si hubiese admirablemente previsto los descubrimientos de Hahnemann: “Oltre alla luce ché spanderebbero sull"oscuro divisato problema, non v’ha dubbio ché fossero, per rischiarire altripunti diversi del mondo animale?

Detengámonos: hechos incontestables, tomados de la naturaleza, del arte, de los usos vulgares, se agolpan alrededor del médico ilustrado, para hacerle concebir la potencia de las más leves dosis de medicamentos, e incitarle vivamente a prestar toda su atención a la doctrina que las propone.

¿Será acaso por cima de todos estos hechos, en hechos más elevados, más dominantes, en aquellos que constituyen los principios y el genio de la ciencia, donde se hallará trazada a priori la condenación de estas dosis? todavía mucho menos. La medicina es la ciencia de la vida; ¿y sabemos por ventura bastantemente qué viene a ser esta vida, para atrevernos a decir que las fuerzas capaces de obrar sobre ella deban necesariamente estar lastradas con tantas libras, tantas onzas, tantos granos de materia? ¡La vida! ¿mas no son por el contrario las potencias imponderables, un gesto, una mirada, un sonido de voz, un rayo de calórico, de luz, una corriente eléctrica, las cosas que más enérgicamente la someten a su imperio? ¡La vida! Obsérvese cuan poca materia exige algunas veces, aun para desempeñar la función más estrecha y servilmente encadenada a la materia misma, es decir, la nutrición: cuando un hombre sucumbe al hambre y al cansancio, es absolutamente necesario que el sosiego y un copioso sustento reparen sus pérdidas enormes, den vigor a sus órganos secos y empobrecidos; ¡pues bien! un solo bocado de pan, un terrón de azúcar, un sorbo de vino, un verdadero átomo alimenticio, si se compara con las necesidades del caso, va a reponer instantáneamente su cuerpo abatido y a permitirle caminar todavía algunas horas, difundiendo un soplo de vigor en esta vasta máquina desmoronada y pronta a aniquilarse.

¡La vida! No la confiamos ya, es verdad, a palancas, a cables, a cuñas y a garruchas ¡más cuánto no influyen todavía sobre nuestras ideas, sin advertirlo, los bárbaros recuerdos de estas teorías boerhaavianas! Porque vemos órganos tirantes, desfigurados y gravados de peso, nos parece imposible sustraer la vida doliente a las masas de materia que la oprimen, sin recurrir a copiosas evacuaciones, o sin darla en sus combates, auxiliares ponderables y macizos contra un enemigo tan materialmente conmensurable. Mas examinemos la cosa un poco más de cerca, busquemos la vida, tal como la concebimos en realidad, busquemos el origen vital de estos desórdenes en la pulpa elemental donde reside; allí es donde se encuentra el mal; no es ciertamente con un hacha o con una maza como podremos tocarle; la más fina de nuestras agujas nos servirá mejor, porque se halla escondido entre solo dos átomos. La materia de algunos granos de quinina, al lado del vasto aparato, del formidable vestido en que se envuelve la vida en un acceso de fiebre perniciosa ¿es acaso más que esta misma aguja y se mirará como un delito que se hayan aguzado para nuestro servicio otras muchas, todavía más finas?

Todos los médicos convienen en que los medicamentos solo pueden obrar en razón de las susceptibilidades vitales a que se dirigen, cualquiera que puedan ser por otra parte las masas de materia que se trate de conmover, de agitar, de disolver; todos conocen también que la escala de las susceptibilidades vitales se halla todavía muy incierta y apenas bosquejada. Varios observadores de Italia, sobre todo, vinieron a prolongar esta escala y por un extremo, curando enfermedades mortales con increíbles dosis de veneno. Las Escuelas, indignadas en un principio de tanta audacia, no tardaron sin embargo en reconocer que nada había en todo esto que no estuviese muy conforme con sus nociones acerca de la vida, y con las leyes generales de la terapéutica; que sólo era una aplicación nueva e inesperada de los principios universalmente recibidos. A su vez, otros médicos de Alemania acaban de prolongar la escala por el extremo opuesto, y nos advierten, que el agente más débil puede no ser siempre débil, en virtud también de esta variedad de aptitudes vitales en que se ha visto consiste que el veneno no sea siempre venenos.

¿No es todo esto en el fondo una ilación de los principios de la más rancia y más constante medicina? Y si por no haber aún caído en ello, nos sorprende y nos confunde una aplicación de nuestras propias máximas ¿no admirará todavía más a nuestros nietos semejante inconsecuencia de nuestra parte? ¿Podrán persuadirse que nos hayamos aferrado por espacio de tanto tiempo en estos límites vulgares, que la rutina más insensata prohíbe a las dosis pasar, en nombre de la medicina racional, y que hayamos oprimido miserablemente, entre cadenas materiales tan estrechas y tan pesadas, estas sublimes ideas de la vida que sin embargo hemos admirado tantas veces con Hipócrates, Vanhelmont, Stahl, Barthez, Bordeu y Bichat?

Concluyamos, pues, conviniendo en que la exigüidad de las dosis homeopáticas, considerado sobre todo su fin y el modo con que se preparan, nada tiene que no sea conforme con un número muy considerable de hechos consignados por los médicos de todos tiempos y con los principios más sensatos de la ciencia. No es ciertamente con astrología, no lo es tampoco con química, con mecánica o con álgebra, como Hahnemann, uno de nuestros compañeros, acaba de amplificar la ciencia de que se ha alimentado como todos nosotros: ha sido sí con buena y verdadera medicina, nada más; ha sacado sí, con los mismos instrumentos que todos empleamos, inmensos tesoros de la tenebrosa mina en que trabaja: ha hecho lo que todos hacemos, con sola la diferencia que se ha dicho a sí mismo y nos ha gritado: ¡Miremos más de cerca, vayamos más lejos!

Médicos que os estimáis en algo, que respetáis la ciencia y la humanidad: médicos a quienes juzgan los pueblos como juzgan a sus reyes y a sus sacerdotes ¿desecharéis largo tiempo todavía la herencia de un nuevo mundo que acaba de conquistar uno de vuestros hermanos, bajo vuestras mismas banderas?

Mas se presenta otra dificultad: ¿es posible se dirá, que una doctrina dada a luz en 1790, y apenas sospechada entre nosotros en 1832, sea digna de la menor atención?

De que ignoremos un descubrimiento hecho ya de largo tiempo entre nuestros vecinos, no creo que haya en esto un motivo de alabarnos, y mucho menos todavía un derecho para recriminarle: nemini patrocinetur iniquitas sua. Durante más de 50 años solo hemos conocido a Goethe como autor de Werther ¿y qué prueba esto contra Goethe? Cuando de-Villers habló de Kant a nuestros filósofos sorprendidos, y Madama Staël nos reveló un mundo entero en esta Alemania tan nueva para nosotros, aunque ocupada por nuestros ejércitos y visitada en todas direcciones por los Daru, los Percy, los Cadet, los Segur, ¿hemos acaso dicho a de-Villers y a Madama Staël: hace ya mucho tiempo que todas estas cosas nos serían bien conocidas si mereciesen la pena de serlo? ¿Hemos hecho la misma acogida al doctor Gall, cuando vino a protestar en persona contra nuestra injusticia a París mismo, donde sin este viaje, se le estaría, aun silbando sobre nuestros tablados?

Mas tomemos con seriedad la cuestión, puesto que hay un fundamento para creer que ha sido promovida muy seriamente. Un descubrimiento tan extraordinario y tan importante ¿no habría ya en 40 años dado vuelta al mundo, si fuese verdadero? ¿Mas de dónde venís, pobres gentes, para creer que lo salutario y lo hermoso no necesita más que manifestarse sobre la tierra para encontrar por todas partes altares? Abrid los ojos y veréis con qué trabajo se hace recibir, con qué lentitud se propaga la cosa más útil del mundo, la más positiva y más inmediatamente ventajosa. Para naturalizar en Francia las patatas ¿no le ha sido necesario a Parmentier todo el ascendiente de un hombre superior, toda la destreza de un cortesano, toda la paciencia de un predestinado? Evaluad la fuerza de los intereses, de las costumbres, y de las ideas que hablan contra una innovación, aun a los sujetos que más motivos tienen para adoptarla; calculad las mil resistencias que la suscitarán aquellos que tienen, o creen tener algo porque temerla; y concebiréis por qué tantas cosas excelentes marchan con tanta lentitud, o no progresan de modo alguno; por qué, por ejemplo, la educación popular, las casas de misericordia, y otras muchas instituciones cuya necesidad está universalmente reconocida se hallan todavía entre nosotros tan distantes de lo que deberían ser. ¡Oh! enhorabuena por lo que hace a intereses de este género; pero cuando se trata de la existencia misma, no podría tardar mucho en triunfar completamente la verdad; todo el mundo se miraría mucho en ello antes de resistirla. Nada menos que eso: la vacunación se halla todavía escandalosamente descuidada por infinitas madres, a pesar de los constantes esfuerzos de los filántropos y de los médicos, a pesar de los anuncios y de los premios ofrecidos por el gobierno, y a pesar de las terribles notificaciones que de tiempo en tiempo viene a hacer por sí misma la variola a tantas obcecadas familias. Existen aún muchas minas donde, a riesgo de las más funestas detonaciones, se desdeña todavía esta lámpara de Davy que nada cuesta, y que tan magnífica y noblemente ha pagado la Inglaterra. Las fumigaciones güitonianas, anunciadas en otro tiempo y recomendadas con estrépito por el gobierno, han quedado desde entonces por más de 30 años en el olvido, hasta que C. Smith, empleándolas en la marina inglesa, nos recordó nuestros derechos a este descubrimiento y nos le hizo generalmente utilizar. No han sido ciertamente los médicos, ni los predicadores los que han hecho abandonar el funesto uso de las cotillas; se debe a lo más este resultado a J. J. Rousseau y a Bernardino Saint-Pierre; o acaso simplemente a otra moda que valió más, y podía valer menos que la que reemplazó. En todo esto va sin embargo la vida, ¿pero quién tiene tiempo de pensar en ello?

Si bien se inmolan con demasiada frecuencia los intereses de la vida a las más ligeras conveniencias, a las más frívolas costumbres, no dejan sin embargo estos intereses de hacerse también escuchar seriamente más de una vez. Nos apresuramos a reconocer tanto más su poder, cuanto que ha sido hasta ahora casi el solo motivo que nos haya inclinado en favor de la homeopatía. No es ciertamente por sus inmensos trabajos, por su genio, por sus largos y penosos estudios, como la nueva doctrina exige que se la considere; tampoco pide atención por las incalculables economías que proporciona. Semejantes títulos solo se dirigen a los sabios, y los sabios están ocupados en otras cosas. La homeopatía se da simplemente a conocer por los servicios plebeyos que dispensa a los infelices de todas clases y condiciones, por las numerosas curaciones de que se rodea; los aplausos de la multitud y el grito del reconocimiento público la abren paso y protegen su marcha en el camino quebrado por donde progresa con lentitud; solo en fuerza de beneficios es como gana cada día un poco de terreno en que poder sembrar otros nuevos.

Pero Vmds. saben muy bien, Señores, que numerosas poblaciones no han podido durante siglos enteros hacer dar ni un solo paso más allá de sus fronteras a esta misma vacuna de que se servían después de tanto tiempo; a esta misma vacuna que la sola mano de Jenner ha extendido con tanta rapidez en ambos mundos. Así pues, por mucha gloria y fuerza que puedan dar a la homeopatía las bendiciones de los pueblos, necesita sobre todo más bien de la aprobación médica; en efecto, solo los médicos pueden darla un completo desarrollo, emplearla en el bien general del modo más sólido y más extenso; en una palabra, solo ellos pueden refrendar sus despachos de naturalización; porque ni los servicios dispensados a los enfermos, ni el aura popular son siempre el camino más corto para obtener esta aprobación.

Nos abstendremos bien, Señores, de establecer una diferencia entre lo que es útil al enfermo y lo que es útil al médico; estimamos demasiado la noble corporación a que tenemos el honor de pertenecer, para dejar de estar persuadidos a que en general todo cuanto es ventajoso a los enfermos es mirado por el médico como igualmente ventajoso para él; sí, pero la naturaleza del hombre o más bien su debilidad, tiene también sus leyes, que tampoco nos es posible desconocer; estas parecen eternas y se reproducen en todas las épocas del arte, de todos los artes, de todas las cosas mundanas; en virtud de estas leyes sucede que una innovación médica, lejos de progresar en proporción de su utilidad y de sus éxitos populares, encuentra más bien en ellos causas capaces de retardar su marcha hasta cierto punto.

Mientras una innovación de este género no llegue a una provincia, a una academia, a una capital, o a un pueblo por conducto de los sujetos más distinguidos y en boga, aquel que la presenta al público, inventor o propagador, atrae casi siempre sobre ella este primer grado de descrédito que nos aleja con frecuencia, sin advertirlo, de todo cuanto procede de nuestros émulos o de nuestros inferiores. El profesor Pinel se abstenía siempre de hablar en su clínica de la percusión pectoral, jamás la empleaban sus discípulos, al menos en su presencia: ¿y por qué razón? porque Corvisard se había ocupado mucho, como todo el mundo sabe, de este medio semeiótico. Si el venerable Pinel no se halló al abrigo de semejante debilidad ¿quién de nosotros se atrevería a creerse enteramente exento de ella? Pinel, a su vez, apenas ha sido citado por Corvisard o Portal; Corvisard, Pinel y tantos otros no han apreciado la obra de las flegmasías crónicas de Broussais; Chaussier casi nunca habló de Bichat en vida, sino con cierta sonrisa, ¿y qué decían de este grande hombre entonces Richerand y Alibert? esto pertenece a la historia. Abandonad las alturas de la ciencia y descended por grados hasta la más humilde aldea, y hallareis la misma ley por todas partes, y convendréis sin dificultad en que presentándose el homeopatista con una doctrina y una práctica tan nueva, no puede evitar por lo menos, cualquiera que puedan ser sus ventajas, este primer grado de descrédito; ¿qué no sucederá, si, aislado todavía entre los médicos, se halla bien luego circundado de felices éxitos, y abrumado de clientes? Apelo a la conciencia de todos, y a la historia universal ¿no incomodará tanta dicha a las numerosas susceptibilidades, y no llegará hasta excitar con demasiada frecuencia pasiones poco generosas, sobre que nos sería muy sensible insistir? Pero si la cosa pasa más adelante, si acaba la homeopatía por inspirar al público el mayor interés, por reinar al fin sobre la opinión de todas las capacidades sociales ¿no es casi inevitable que más de un médico, impelido con violencia por las oleadas populares hacia esta misma homeopatía, desdeñada en un principio, y odiosa en adelante para él, se entregue largo tiempo acaso a una oposición brutal, al ciego rencor de un orgullo profundamente herido?

No creáis ver, Señores, en este lenguaje, que yo tenga la indiscreción de entreteneros de algunas miserables recriminaciones personales; lejos de mí esta idea; solo hablo del modo más general, y aun me atrevo a decir más absoluto; refiero lo que ha sucedido siempre, lo que sucede necesariamente, y lo que hay lugar de creer sucederá largo tiempo todavía. Existen pocos de nuestros mejores libros donde no se hallen amargas quejas en esta parte, ya sea en el cuerpo de la obra, ya en el prefacio, ya por lo menos en algunas notas. De consiguiente, si en la época en que se han presentado sobre la escena los Harveo, los Bordeu, los Bichat, los Desault, los Baumes, los Barthez, los Dumas, y tantos otros se han atraído muestras de despecho, sordas oposiciones, hostilidades manifiestas, o persecuciones crueles, a pesar de su superioridad relativa, o más bien a causa de ella; si ha salido demasiado tarde, o no ha salido jamás su nombre de la boca de sus condiscípulos que se creían sus iguales, de sus antecesores que se creían sus maestros ¿de qué derecho podréis creer que sea mejor tratado el homeopatista en el grande o pequeño círculo que haya elegido?{5}

Los médicos fisiologistas (tal es el nombre que se han dado) pueden muy bien hacer resonar todas las trompetas en el seno de París; los hospitales, las prensas y los anfiteatros de que disponen, les proporcionan los medios más propios de dar a luz cuanto creen salutario; y sin embargo ¿no acaban de proclamar por boca de su jefe que se halla muy distante su doctrina de dominar alrededor de ellos? ¿Y quién es este jefe? Un hombre superior, práctico consumado, escritor distinguido, orador persuasivo, concienzudo, amado de los numerosos oyentes que le rodean hace diez y seis años. Médicos fisiologistas, fundados o no en vuestras pretensiones, vosotros al menos estáis convencidos de que la mejor medicina, aquella que de mucho tiempo a esta parte mejor cura, no se propaga con mucha rapidez entre los médicos, aun cuando se halle apoyada de todos los medios de asegurar su reinado: así no seréis vosotros los que digan a la homeopatía: ¡tú no has dado todavía vuelta al mundo; luego tu nada eres!

Tampoco se lo diréis vosotros, médicos de todas las doctrinas y de todas las opiniones, que habitáis las ciudades o las aldeas; porque cada uno de vosotros presenta también inútilmente a sus émulos, a sus vecinos, a sus amigos, una teoría, un procedimiento, una idea, o por lo menos una fórmula que cree bien o mal ser de grande importancia, y que tiene el desconsuelo de no verla adoptar: ¿quién será pues aquel que pueda tirar esta piedra a la homeopatía? Únicamente el médico que, no habiendo jamás propuesto nada útil, tiene la buena fe de mirar sinceramente la cosa de este modo. Pues bien, no es ciertamente a este a quien debemos una respuesta, ni de quien nos debemos ocupar.

Mas en último resultado ¿a qué justificar tan de lejos la tardía llegada hasta nosotros de la homeopatía, siendo así que trae consigo misma la más honrosa respuesta de las detenciones de su viaje? Cuanto más grande, extraordinario, e inesperado es un descubrimiento, tanto más dispuestos debe hallar los espíritus a sublevarse contra él. Copérnico se creyó obligado a ocultar durante cuarenta años sus magníficos trabajos; y aun no se atrevió, en su hora postrera, a permitir se publicasen sino poniéndolos bajo la protección del Padre Santo, “a fin de que no se me acuse evitar el juicio de las personas ilustradas, y para que la autoridad de vuestra Santidad, si es que aprueba esta obra, me garantice de los ataques de la calumnia.”

Los acontecimientos demostraron sobre la tumba de este grande hombre cuan fundados eran sus temores. Necesitaron muchos más años todavía los meditadores más independientes y más intrépidos para resolverse a ver volar en el espacio cuerpo y bienes, con una rapidez espantosa, sobre esta ancha tierra, antiguo prototipo de toda gravedad, de toda inmovilidad; la sola idea de este impetuoso arrastre trastornaba las mejores cabezas que ciertamente no faltaban entonces. Parecía que todo debiese a cada instante pegar un estallido.

¿Podía hallar menor resistencia el descubrimiento de Hahnemann cuando tan extraordinario, más inesperado acaso que el de Copérnico, y no limitándose como él a trastornar el cuadro de algunas ideas, a mudar algunas cifras, a romper algunos epiciclos imaginarios, viene a destruir opiniones universalmente recibidas, radicadas y profundas; a atacar en medio de sus trabajos a corporaciones alertas y poderosas; cuando, en una palabra, viene a regenerar un orden social casi entero, y alarmar los suspicaces intereses de la pereza, del orgullo y de la fortuna? ¡Honor a la época en que no sirven ya las cadenas y las hogueras a favorecer semejantes intereses contra los bienhechores del mundo! ¡Honor y reconocimiento al príncipe de Anhalt-Coethen a cuyo lado ha encontrado Hahnemann el noble apoyo que pedía al Padre Santo el gran Copérnico!

La propagación de una nueva doctrina exigirá también a no dudar más tiempo, si en vez de un todo único y completo se halla reducida en su origen a un solo principio generador hallado, si la mayor parte de los hechos que trata de enlazar necesitan ser comprobados por nuevas experiencias, y si se hace indispensable añadir hechos nuevos para corroborar dicho principio y generalizar su aplicación; en este caso se deja conocer en efecto que el inventor y sus primeros discípulos tendrán algo más que pensar que en hacer predicaciones. ¿Acusaréis de nulidad a la homeopatía únicamente porque se haya empleado más tiempo en consolidarla que en darosla a conocer?

¿Qué diréis pues si este descubrimiento debido a un pueblo de los menos interesados en llamar la atención, pasa a otro pueblo acaso el menos dispuesto a informarse de lo que sucede en los demás, y se admira de no haberlo sabido aun?{6}… Franceses, todos vosotros sabéis demasiado la brillante reputación de que gozáis en el imperio intelectual del género humano. Ninguna idea llega a hacerse común a todo el mundo sino cuando la habéis adoptado; a la gloria de vuestros propios descubrimientos añadís el poder de generalizar y extender por todas partes los que os vienen de fuera. El príncipe de los físicos, Volta, se presentó a elevar su inmortal pila delante de vuestro instituto; Humbold no sería acaso considerado como un talento universal, si no emplease vuestro idioma, como lo ha hecho también Cuvier, y si no hubiera casi adoptado vuestro cielo; Leibnitz os consagró su Theodicea; Federico II su prosa y sus versos. Sobre vuestro Sena ha sido donde ha preferido respirar el primogénito de los barcos de vapor, y solo con el mayor sentimiento, traspasado de dolor por vuestras afrentas, es como se ha visto obligado a ir a enriquecer con su numerosa posteridad los ríos de la América antes que los de la Francia. Hijos mimosos de las naciones, tantas condescendencias, tantas caricias os hacen exigentes, pero no podrían haceros neciamente injustos. No, por más que la homeopatía no haya aun venido en posta a colocarse al pie de vuestra escalera, tampoco la diréis: ¿qué pretendes Teutón? No te conocemos; debías haber llegado antes. ¿Y aun de que derecho se lo podríais decir, cuando Bigel, médico del gran duque Constantino, os ha dedicado, hace ya seis años, un  examen de la homeopatía que se ha hecho clásico, y que solo vosotros no habéis leído?

Dejemos a un lado mil otros incidentes, tan fáciles de hallar para el que conoce un poco la historia de los descubrimientos, la naturaleza de las cosas, el corazón humano, el carácter de las naciones, y no vacilemos en admitir que las tardanzas de la homeopatía lejos de motivar una prevención contra ella son más bien un argumento en su favor. La extrañeza de su primer aspecto ¿no es un indicio de su elevación?  Su tardía promulgación ¿no es también el de los grandes trabajos que han absorbido sus tiernos años? La lentitud de su marcha al fin ¿no es igualmente el de los resultados positivos, prácticos e inmediatos que por todas partes promete y que deben por todas partes suscitarla resistencias? En este concepto ¿existen acaso muchos descubrimientos cuya rápida difusión les haga tanto honor como a la homeopatía las lentitudes de la suya?

Pasemos más adelante, y comprobemos por el relato de lo que a nosotros mismos nos ha sucedido, que si el sello de la veracidad existe respecto a la homeopatía en la lentitud de sus primeros pasos, este sello se pronuncia mayormente en la rapidez de su vuelo siempre que consigue tomarle al aire libre.

Manifestando los incidentes sin cuyo motivo acaso nunca habría yo estudiado la homeopatía, y los resultados que han indemnizado después amplia y prontamente lo poco que me ha sido dado hacer para utilizarla y extenderla, creo hallarme de tal modo en el asunto, que cualquiera me dispensará la indiscreción de hablar un momento acerca de mí.

Mi esposa, atacada de larga fecha de una enfermedad grave, había agotado inútilmente todos los auxilios de la medicina. Excelentes prácticos de Lyon, Paris, Grenoble, Montpellier, me habían prodigado en favor de ella con el mayor afecto sus hábiles consejos; pero a alivios pasajeros sucedían fácilmente nuevas recaídas, a veces alarmantes, y que testificaban siempre una constitución profundamente alterada. Medicina expectante, medicina muy activa, régimen, farmacopea, viajes, aguas minerales, nada se había descuidado, nada había proporcionado un éxito duradero, cuando ensayé como última tentativa conducirla a los baños de Pozzuoli, esta antigua Serapis, tan famosa por la virtud casi divinizada de sus aguas. La enferma se halló mucho más agravada en dicho establecimiento, y una fiebre cerebral llegó a poner su vida en peligro. En esta angustia hice inmediatamente suplicar al médico del hospital de dicho pueblo, se dignara reunirse al de los baños para ayudarme ambos a dos con sus pareceres. Afortunadamente el médico del hospital era el doctor Cimone, uno de mis antiguos amigos cuya suerte ignoraba. Corrimos todos tres a la cabecera de la pobre enferma, y después de algunas determinaciones generales, Cimone, habiéndose quedado solo conmigo, me habló con corta diferencia en estos términos.

“A V. amigo mío, para quien nada debo tener oculto, le manifestaré que estoy practicando aquí, tanto en el hospital, como a domicilio, una medicina enteramente nueva; me gobierno como puedo sin que nadie sepa cosa alguna; obtengo resultados que me sorprenden; el público me atribuye el honor de ellos, pero es indudable que este honor pertenece por entero a la nueva Escuela de quien todavía no soy más que un ligero discípulo. Esta medicina extraordinaria puede salvar a vuestra esposa. –¡Qué! ¿habláis de ese remedio secreto de un extranjero que, se dice, cura en Nápoles con pequeñas dosis y con venenos? ¿Como podéis querido amigo dirigirme en esta posición tan crítica a secretos, juglarías y sueños, y aun como podéis vos mismo dejaros así engañar? –Amado compañero, siempre me habéis creído hombre de probidad, de algunas luces y de sensatez, y solo porque os hablo de una cosa extraña a vuestros estudios y a vuestras ideas, de una cosa que no sabéis, ¿mereceré la injusticia de ser mirado como un impostor, o por mucha indulgencia, como un mentecato? Escuchadme. Este extranjero no es un vendedor de amuletos, es un médico muy estimable e instruido, es el doctor Necker, empleado en el ejército de ocupación; su doctrina tampoco es un secreto; es una ciencia entera, fuerte, compacta, creada y publicada en obras alemanas y latinas por un talento de primer orden, por Samuel Hahnemann, que ha consagrado a esto su larga vida y sus inmensos trabajos. Esta medicina cura aumentando el mal, cura con millonésimos de grano; es uno de estos descubrimientos que se hacen necesarios de tiempo en tiempo sobre la tierra; a menos que creáis que el entendimiento humano haya tocado ya a sus límites, que deban cristalizarse las ciencias a la altura en que se encuentran, y que nacidas la mayor parte ayer, deban ser todavía a vuelta de cinco mil años lo que actualmente son: en una palabra, es uno de estos descubrimientos de que no es menos permitido a nuestra época ser testigo, que tampoco lo fue a los tiempos de Colón y de Galileo. En un siglo de escepticismo y de investigación cual es el nuestro; en un siglo en que se hallan acumulados tantos materiales, señaladas y reconocidas tantas imperfecciones, y en que el entendimiento humano trabaja en todos sentidos con más energía, método y perseverancia, que nunca ha podido hacerlo; en un siglo que produciría a Lutero y a Newton, si hubiera podido existir sin que estos le precedieran, ¿sería pues de admirar que la más difícil, la más importante, la más atrasada de todas las ciencias, la medicina, en fin, consiguiera también su turno, y tuviera igualmente su gran revolución? Esta, idea os molesta; mas también a mí me ha molestado, y aún debe molestar a infinitos otros. ¿Creéis que Maquer, Sage, Baumé, Serao, sujetos por otra parte muy honrados y químicos distinguidos, que habían visto nacer a Lavoisier, pudieron suscribir fácilmente a vivir sin flogístico y a respirar oxígeno? ¿Deberán ser siempre para nosotros lecciones perdidas las preocupaciones y la ceguedad de nuestros antepasados? ¿Habrán de empezar siempre los contemporáneos de todos los descubrimientos por rechazarlos? Escuchad, el tiempo urge: pasad a visitar al doctor Romani; os es bien conocida su brillante reputación de práctico, de literato, de filósofo y sobre todo de excelente sujeto. Este posee a fondo la nueva doctrina, y aun ha publicado la traducción de algunas obras de Hahnemann. El doctor de Horatiis, médico de la corte, entra también en sus miras. Gracias a este último que trata homeopáticamente al duque de Calabria, la nueva Escuela se ve menos rechiflada que en un principio. Nos prometemos igualmente que antes de poco se nos permitirá abrir una clínica en uno de los hospitales de la capital. Id inmediatamente a ver al doctor Romani.”

El bravo Cimone,{7} en el exceso de su celo por la homeopatía y por mí, no se habría limitado a esto; pero yo estaba ya enteramente decidido. Apasionadamente dedicado casi desde la infancia a los estudios médicos, y practicando la medicina por espacio de muchos años, con algún buen éxito, no había sin embargo dejado de quejarme como todos Vmds., Señores, de sus incertidumbres y de su pobreza, que repetidas veces habían sido igualmente para mí un objeto de serias reflexiones; pero estas reflexiones que solía hallar también llenas de amargura y de verdad en todos nuestros clásicos, lejos de sumirme, como a tantos otros prácticos, en el desaliento y la incredulidad, me habían dejado siempre lleno de fe y de esperanza. Sí; creía firmemente en la medicina; mas no en aquella que con tanta frecuencia faltaba a sus promesas y que, a pesar del esfuerzo de los mejores talentos de todas épocas, solo sabía debatirse en medio de una eterna infancia; sino en la medicina que aún nos ocultaba la naturaleza, y cuyo secreto debía arrancarla tarde o temprano la perseverancia de los hombres. Después de haber interrogado ávidamente el brownismo, el contra-estimulismo, y todas las demás teorías, me hallaba en el caso de conocer que a todas ellas debía algunas más verdades, algunos menos errores, pero que ninguna era la medicina que buscaba ardientemente. Ahora bien; un hombre de honor, un médico ilustrado, un amigo verdadero acababa de anunciarme el término de mi viaje; me hablaba de descubrimiento, de experiencia, de clínica; me prometía una curación que en ninguna otra parte se habían atrevido a prometerme. ¿Podía yo vacilar? Me apresuré pues a ver al doctor de-Romani.

Este médico, lleno de miramientos por mi cruel situación, vino inmediatamente a visitar a la enferma y la administró en seguida un remedio homeopático; era un decillonésimo de grano de belladona, dado con plena confianza, y aun casi con promesa de buen éxito. ¡Júzguese, de mi ansia! La enferma, molestada en un principio, experimentó bien luego un notable alivio que me alentó algún tanto. El tratamiento fue largo y difícil; pero en último resultado admirablemente feliz. Sin embargo, solo a vuelta de algún tiempo fue cuando reaparecieron en ella el sueño, el color y las fuerzas, acompañado todo esto de un sentimiento general de bienestar que hacía veinte años no experimentaba; entonces conocí realmente toda la verdad, todo el poder de la homeopatía; porque, ¿a qué otra cosa podía atribuirse una curación tan inesperada? La fuerza de la imaginación, medio que tantas personas emplean para explicar todo y salir fácilmente del apuro, no tuvo parte alguna en este hecho. ¿El clima? no había producido por espacio de mucho tiempo las menores ventajas, y aun la enferma se hallaba ya atormentada de un primer grado de nostalgia durante el tratamiento. ¿El régimen? ¡se habían agotado tantas veces todos sus recursos! ¿La naturaleza? no se deseaba otra cosa, pero nada había anunciado la época, en que debía despertar; nada me decía por qué había aguardado, por espacio de veinte años, el día y la hora de empezar un tratamiento homeopático, para venir a socorrerme. De exclusión en exclusión volvía siempre a recaer en la homeopatía; ¡pero átomos…! ¡Nada…! El remedio de Leroy, la freza de cabras, las telas de araña; todos los arcanos del mundo me habrían puesto a mis anchuras, porque todos son alguna cosa, y aun todos tienen bastante energía, origen de varios brillantes éxitos que explican y motivan su fugitivo crédito; mas ¿qué hacer con millonésimos de grano? Y sin embargo ¿cómo dispensarse de ello? Me fue pues necesario concluir por confesar que un hecho nuevo increíble para mí, no dejaba por eso de ser un hecho, y que la medida de mis ideas era un poco corta para apreciar las fuerzas de la naturaleza y los descubrimientos del genio. Hice experiencias sobre mi mismo, sobre otros, y mi convencimiento llegó bien pronto a ser constante e inalterable. Me dediqué dos años consecutivos a seguir el curso de clínica abierto en Nápoles, en este entretanto por los doctores de-Romani y de-Horatiis, este interesante curso cuyos resultados han desfigurado tantos periódicos. Estudié en fin con todas mis fuerzas y no sin algún fruto, gracias sobre todo a los escritos, a las luminosas lecciones y a las infinitas bondades del caballero Romani por quien no podría tener límites mi reconocimiento.

Las circunstancias me condujeron un año después a Crest, donde mis tratamientos homeopáticos fueron acogidos con interés y justificados por incontestables buenos éxitos (véase, Efemeridi di medicina omiopática. Napoli, 1829, 1830).

Otro tanto me ha sucedido en Lyon, capital que el más justo reconocimiento me obligaba a elegir para establecer en ella el primer foco de la homeopatía en Francia, y donde multiplicadas curaciones, ejecutadas por la mayor parte sobre las personas más distinguidas por sus luces y su posición social, hace veinte meses que deponen del modo más brillante en favor de esta doctrina. Semejantes hechos no podían menos de fijar la atención de una facultad tan juiciosa y tan instruida, como la de Lyon: muchos médicos de la ciudad y de las cercanías, después de un serio examen de varias curaciones de las que he obtenido, se han consagrado con un interés siempre en aumento al estudio de la nueva doctrina; muchos de ellos la ejercen ya también con el mejor éxito: siempre me he hecho un deber sagrado en poner a la disposición de estos Señores libros, manuscritos, medicamentos y todo cuanto mis débiles consejos podían proporcionarles de útil; muchas veces me han dispensado el honor de asistir a mis consultas públicas del domingo,{8} y me felicito de haber podido contribuir así a dar en ellos a la homeopatía unos apoyos tan dignos de ella.

Invitado igualmente a dirigir por escrito el tratamiento de enfermedades graves o rebeldes en París y en otras ciudades distantes, me he hallado bien luego en relación con un gran número de médicos diseminados por toda la Francia, y los países limítrofes, y a quienes me he apresurado a transmitir todas las ilustraciones que se me han pedido. Así la homeopatía puede ya contar celosos amigos, propagadores prácticos, en París, en Nimes, en Burdeos, en Bourg, en Macon, en Besanzon, en Vevey, en Lausana, y sobre todo en Ginebra. Entre las muchas enfermedades que he tratado con buen éxito en esta última ciudad, curé dos afecciones de las más graves a presencia misma del doctor Dufresne, de un modo tal que excitó singularmente su sorpresa y su interés. Desde entonces empezó a favorecerme con sus cartas, y me creí muy dichoso en poderle poner también en relación directa con Hahnemann mismo. Médico distinguido de la antigua escuela, y dotado del espíritu más investigador y más independiente, el doctor Dufresne, después de haber comprobado por una serie de experiencias metódicas y rigurosas toda la verdad de la homeopatía, se ha dedicado a estudiarla con el calor de su edad y el vigor de su talento. Su nueva práctica es ya de las más felices y de las más extensas, y acaba de fundar secundado por algunos amigos un diario homeopático del mayor interés.{9} Así Ginebra, esta noble ciudad que entre tantos otros títulos cuenta igualmente el de haber contribuido con todas sus fuerzas al establecimiento de la vacuna sobre el continente, tendrá también el honor de secundar poderosamente la propagación de la homeopatía en la europa francesa.

Me detengo confuso de haberme visto obligado a hablar tanto tiempo de mí; pero se hacía necesario recordaros acontecimientos que demuestran cuantos obstáculos embarazan los primeros pasos de la homeopatía, y de cuantos eventos puede necesitar para atraer sobre sí las primeras miradas; finalmente, como después de esto basta la menor chispa para dar luz a muchos ojos y encender multiplicadas antorchas. ¿Qué no habría sucedido si en mi lugar y a través de los incidentes variados que me han conducido a las lecciones de los doctores Romani y de Horatiis, hubiese puesto la suerte a uno de estos genios superiores destinados a comunicar grandes impulsos, a un émulo de los Bichat, de los Broussais? ¿Y por qué no habría podido ser a Broussais mismo? Un hombre de esta fuerza no se ha hecho para retroceder delante de ninguna verdad; puede empuñarse más de un cetro en el vasto imperio que ha fundado Hahnemann.

He procurado, Señores, debilitar las prevenciones que más pueden oponerse en Francia al examen de la homeopatía. ¡Ojalá tenga yo la dicha de interesaros y de moveros a este examen! ninguna otra cosa exige la homeopatía. No necesitará seguramente ni de mi débil voto, ni del de otro alguno, tan luego como pueda presentarse por sí misma a vuestra vista.

Leipsic, Coethen, Berlin, están a vuestras puertas; si ha podido el doctor Chervin hacer viajes extraordinarios solo por ilustrar una cuestión secundaria, por examinar una enfermedad ignorada en nuestros climas, y por reunir documentos de que ningún partido hemos sabido sacar aun ¿no tendrá imitadores respecto a la homeopatía este admirable y obsequioso sacrificio? La más importante de las cuestiones médicas, la que comprende todas ¿no encontrará también sus Chervin para un viaje tan corto, para unos documentos tan fáciles de obtener, y aun todavía más fáciles de hacer triunfar?

Por lo menos el camino de las experiencias directas se halla al alcance de todo el mundo; es fácil, seguro y sin riesgo. ¿Quién de Vdms., Señores, reusará entrar en él sobre todo en un siglo en que el martirio de tantos animales, la ligadura de tantos nervios, la mensuración de tantos glóbulos, el ensayo de tantas drogas y procedimientos os impelen diariamente a trabajos inauditos, cuyos resultados al fin y al cabo son muy limitados y muy subalternos? El mismo cólera, en los países que desola ¿no os ofrece una de estas circunstancias en que el médico más extraño a la homeopatía debe sin titubear recurrir a ella? El agua y el vino, el frío y el calor, lo seco y lo húmedo, todo lo habéis puesto en contribución, habéis empleado todos los tratamientos curativos de la Europa y del Asia, los de los sabios de todas las opiniones, los de los ignorantes, los de los bárbaros; todavía buscáis otros; ¿y desechareis solo aquel que Hahnemann e innumerables médicos del Norte os proponen con incontestables y brillantes testimonios de buen éxito? ¿podría ser este acaso peor que todos los demás?

Franceses, destinados a ilustraros en todos sentidos, a engrandecer y fecundar todos los descubrimientos, ¿os haríais por la primera vez insensibles a la invitación de las ciencias y de la humanidad doliente?

Médicos franceses, vuestros variados y profundos conocimientos en todos los ramos del arte, vuestro ardor experimental, el feliz espíritu de análisis que os distingue, la claridad filosófica de vuestro idioma, todos estos dones de que os ha colmado el cielo, solo desea utilizarlos la homeopatía en beneficio de la humanidad; ¿os cerrareis por más tiempo un camino que os promete a la vez tanta beneficencia y tanta gloria?

Pero no quiero abusar por más tiempo de vuestra atención. ¡Ojalá que perdonando a este escrito sus numerosas imperfecciones, no desdeñéis las palabras de un médico a quien una feliz experiencia y el convencimiento más profundo conducen a vuestra vista, de un anciano cuya más dulce esperanza es la de ver eclipsados desde mañana sus trabajos por los vuestros, en una carrera donde os esperan brillantes y gloriosas palmas que le es tan grato poderos mostrar!

Conde S. Des Guidi, Doctor en Medicina.

——

{1} Un átomo de árnica es lo que ordinariamente se asocia al tratamiento quirúrgico que pueden reclamar dichos casos. Se emplea esta sustancia, porque se ha evidenciado que produce en el hombre sano, la mayor parte de los síntomas que acompañan a las caídas, las conmociones y las heridas, y porque miles de tratamientos han comprobado que hace desaparecer prontamente estos síntomas en los sujetos que han experimentado tales accidentes. Lo que es semejante, no es idéntico.

{2} El uno hace dar generalmente el nombre de Alopatistas a todos los médicos que no son Homeopatistas.

{3} Y sin embargo aún este hecho capital, de quien solo Hahnemann ha conocido todo el alcance, existía en las tradiciones en los archivos del arte. Santa-María, extraño a los trabajos de una escuela cuya existencia no parece haber sospechado ni aun en 1820, dice formalmente: “Se administran débiles dosis de quina, dosis de algunos granos, para llamar una fiebre intermitente, imprudentemente suprimida… Se ensaya la sangre, si puedo expresarme así, respecto al mal venéreo, excitando la diátesis sifilítica, cuando se halla oculta y latente, por medio de dosis refractas de una sal mercurial cualquiera” (Santa-María, ibid. p. 39.)

{4} ¿Qué sería pues, y hasta qué punto no podría aun disminuirse esta dosis si se exaltase accidentalmente en el huevo la susceptibilidad, de un modo indefinido, como sucede en el hombre enfermo?

{5} Es verdad que en medio de todos estos obstáculos lo útil y lo verdadero tampoco queda sin defensa. Hay a no dudar muchos intereses y pasiones que se armarán en su favor; así también no decimos que juega ser jamás dudoso el triunfo de lo útil y lo verdadero, sino únicamente que hay fuertes razones para no contar sobre el tan pronto.

{6} El mismo Santa-María, uno de nuestros médicos más eruditos, parece haber ignorado completamente la existencia de la nueva Escuela: ya contaba esta treinta años de trabajos cuando él manifestaba formalmente los deseos de verla nacer.

{7} Acabo de ver con la mayor satisfacción que se habla en los archivos homeopáticos publicados en Leipsic, de los trabajos de estos excelentes amigos Cimone y de-Romani.

{8} Mi ilustre y antiguo amigo el catedrático Foderé, tampoco se ha desdeñado de asistir a esta especie de clínica hebdomadaria.

{9} Me apresuro a citar con este motivo el siguiente fragmento de la última carta que el ilustre fundador de la homeopatía me ha dispensado el honor de escribirme. “Estaba bien persuadido que habría V. visto con placer la publicación de la biblioteca homeopática de Ginebra; yo también me hallo muy satisfecho del primer cuaderno. Los que escriben de este modo son verdaderos amigos de la homeopatía y dignos de contarse en el número de mis discípulos. Debe agradar generalmente esta obra.” (22 de mayo de 1831).

Se hallan de venta en las mismas librerías

Ideas químicas, de R. López-Pinciano, Madrid 1828, en 8.° - 3 rs.

Del resorte de la vida, trabajo fisiológico químico del Dr. López-Pinciano, Madrid 1834, en 8.° - 4 rs.

Manual dietético de la homeopatía, escrito en francés por el Dr. Bigel, traducido al español y adicionado con la célebre Apreciación del arte de Curar, por el Dr. López-Pinciano, un tomo en 8.° - 10 rs.

Organon del arte de curar o Exposición de la Doctrina Médica Homeopática, por S. Hahnemann, traducida de la 5.ª edición alemana y de la 2.ª francesa, por el Dr. López-Pinciano, un tomo en 4.° - 24 rs.

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Farmacopea homeopática, de Hartmann, en 8.° (incesantemente).

Examen teórico-práctico de la doctrina médica homeopática, por H. C. Gueyrard, un fuerte tomo en 8.°

Memorial del método homeopatista, o Repertorio alfabético de tratamientos y de experiencias homeopáticas, por M. Haas, un tomo en 16.°

Tratado de la materia médica, o de la acción pura de los medicamentos homeopáticos, por S. Hahnemann (el tomo primero).

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso, de 53 páginas más cubiertas.}