Filosofía en español 
Filosofía en español

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¿Cuál es la educación física y moral de la mujer más conforme a los grandes destinos que le ha confiado la divina Providencia?

Discurso leído ante el Claustro de la Universidad Central por don Francisco Meléndez Herrera en el solemne acto de recibir la investidura de Doctor en la Facultad de Medicina y Cirugía.

Imprenta de Pascual Conesa, Justa 25, principal
Madrid 1866

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Excmo. Sr.:

En todos los tiempos, aun en los más remotos, y en todos los pueblos, hasta en aquellos que por su índole especial y sus costumbres parecen más enemigos del concierto que debe reinar entre los sexos humanos, tanto en la vida interior de la familia como en la de la misma sociedad, se observa, a poco que profundicemos en el conocimiento de esta, que la mujer, el ser pasivo por excelencia, es sin embargo una de las bases principales de su sostén y desenvolvimiento. Cierto es también que la superficialidad a veces y a veces las preocupaciones han desconocido o negado esta verdad; lo cual se explica considerando la vanidad en que con tanta frecuencia incurre el hombre, a quien se ofrecen ocasiones sin cuento en sus grandes facultades y proezas para apellidarse rey de la creación, creyéndose absoluto arbitro y único poseedor y director del mundo. Pero estos conatos de omnipotencia, estos arranques de la soberbia varonil, han hallado en todo tiempo, más o menos fuerte, un freno bienhechor en la religión y en la filosofía, en el sentimiento y en la razón, que jamás dejan completamente abandonada a la humanidad en su camino de progreso. Así se observa que para la redención de la mujer, donde quiera que se ha visto oprimida, se han levantado voces elocuentes y protectoras, ya invocando la importancia de su misión en la vida, ya la respetabilidad de su carácter y, sobre todo, la santidad de su origen. Confucio, Zoroastro y Manú; Moisés, el divino legislador; los sabios sacerdotes del Egipto; los filósofos y los poetas más esclarecidos de la Grecia y, hasta los mismos romanos, no obstante las prescripciones contrarias estampadas en su derecho, fueron otros tantos redentores de la mujer antigua, de esa esclava de la fuerza; y Jesús, el destructor de todas las tiranías, el quebrantador de todas las cadenas, el que combate la fuerza con el amor, la saña con la caridad, la injusticia con el bien, Jesús, erige a la mujer un altar y hace que el hombre, postrado de hinojos ante ella, la adore como a su madre y la respete como a su compañera. La venida del Salvador abre una nueva etapa en la existencia y misión de la mujer, transformándola para la sociedad en persona, en providencia para la familia y para el hombre en parte de su ser, en carne de su carne, según la gráfica expresión del Evangelio. Y desde entonces, la que, aparte de esas misiones que por lo indispensables impone con irresistible poder la naturaleza, solo se educaba para la utilidad grosera o el placer liviano de los pueblos politeístas, comenzó a ser educada en las prácticas de la religión y moral divinas para la dignidad de esposa, la grandeza de madre y la sublime condición de persona humana, tan importante en su esfera de la vida doméstica, que es la mitad de la vida, como la del varón, su compañero, en la vida y en los negocios públicos.

Pero el tiempo pasa, la humanidad progresa y extiende los límites de su acción en esfera cada vez más dilatada; el hombre aspira a dominarlo y dirigirlo todo, y la mujer sigue todos los pasos del hombre y siente las mismas aspiraciones que aguijan su espíritu, por lo cual es hoy tarea que preocupa a muchos sabios y especialmente a los filósofos y médicos, la de investigar: Cuál sea la educación física y moral de la mujer más conforme a los grandes destinos que le ha confiado la Providencia que es el tema, tan vasto e importante, como superior a mis fuerzas, que sirve de objeto a este discurso.

De la investigación de la segunda parte del tema, Excmo. Sr., depende el poder determinar con exactitud los conceptos exigidos en la primera; y el orden lógico aconseja proceder a aquella para fundar con algún rigor la doctrina correspondiente; que no podrá ser mucha ni buena, si se considera que el asunto sobre que ha de versar, no ha podido hasta aquí ser plenamente dominado ni por los antiguos ni por los modernos; ni por los filósofos ni por los moralistas; ni por los políticos, ni por los cultivadores de las ciencias sociales, hallándose para todos en el día en el estado de cuestión vital, que es tan difícil como urgente resolver. Nos llevaría muy lejos la reseña crítica que pudiera hacerse sobre los trabajos de los referidos sabios encaminados a resolver el gran problema, y nos abstendremos de hacerla; pero conste que en ellos están contenidas las principales premisas, y que estudiados con imparcialidad severa Platón y San Agustín, como filósofos; Fray Luis de León, y nuestro ingenioso Feijoo, como moralistas; Parent Duchatelet, como higienista, y Julio Simon y Michelet como políticos, los más altos destinos confiados a la mujer por la Providencia y por la sociedad pueden ser reconocidos y en su vista adoptada la educación física y moral que corresponda a su cumplimiento .

En efecto, la Providencia, al crear al hombre, puso a su lado otro ser dotado de la misma esencia que él y de las mismas facultades, que participara de sus goces, que compartiera sus fatigas, que conservase su especie y representara la gloria de su Creador. Seres racionales ambos y ambos destinados a cumplir la misma misión, necesitaban para llenarla debidamente, estar siempre unidos por un lazo indestructible, y este es el de la sociabilidad, fundamento de toda agrupación humana, en cuya virtud se constituye primero la familia, luego la tribu, el pueblo y la raza después, y por último la humanidad, que también tiende visiblemente a estrechar como aquellas las relaciones de vida entre sus distintos miembros. Pero la sociedad del hombre y la mujer, que es la primera y más perfecta, hasta el extremo de que los seres que la componen se armonizan y aun expresan en uno, pues «el hombre completo es, como dice uno de los escritores citados, (1. Mr. E. Pelletan, La Mére; Introduction) el hombre y la mujer,» se funda en la igualdad esencial de los asociados, por una parte, y en la desigualdad de sus aptitudes e inclinaciones por otra. No de otra suerte se perfeccionarían y completarían entre sí, ni podrían corresponder a los fines de la Providencia sirviendo el uno para ayuda y sostén del otro, y ambos para compartir equitativamente los goces y penalidades de una existencia, que al cabo es limitada e imperfecta.

Por esto es indispensable partir de la distinción que existe entre el hombre y la mujer, del verdadero conocimiento del papel que cada cual desempeña en el concierto de la naturaleza y de la sociedad, tanto para la averiguación de los destinos de la segunda, que son a los que nos referimos especialmente, como para investigar por qué medios hayan de cumplirse, que no pueden ser otros en último caso que la educación física y moral.

Compañera del hombre, esposa y madre: he aquí los tres papeles encargados a la mujer en el drama de la vida, y he aquí en general resumidos sus destinos, pues todos sus fines parciales, que serían innumerables, se hallan comprendidos en ellos y a ellos responden necesariamente.

Ahora bien, considerando a la mujer como compañera del hombre, que es su misión más constante y universal: ¿Cuál debe ser su educación, ya en el concepto físico, ya en el orden moral, y qué importancia puede tener? Si cogiéramos en una mano la Historia de la Medicina y en otra la Historia de la humanidad, veríamos en aquella escrita con lágrimas y en esta escrita con sangre, la importancia que tiene la educación de la mujer, y con la más cruel de las enseñanzas, que es con la del castigo, aprenderíamos a enderezarla por el buen camino. Los atractivos con que a la Naturaleza plugo dotar al sexo que por lo delicado llamamos débil y que con tanta frecuencia ofrece señales de fortaleza suma; las dotes de su genio, flexible, agudo y penetrante; su sentimiento, que puede desenvolverse basta el prodigio en lo violento de la pasión o en lo apacible de los afectos más naturales y tiernos; el gran resorte del amor que tan a menudo dirige las acciones humanas, y que por lo regular se batía al arbitrio de la mujer, le han dado en todo tiempo y, más o menos, en todos los pueblos, una influencia en los destinos de estos, que a ser tan benéfica como decisiva, en gracia de ella hubiera volado la humanidad derecha hacia su perfeccionamiento. Pero no ha sucedido así por desgracia, y la que siempre hubiera podido ser su ángel tutelar, no pocas veces ha sido su ángel destructor. Y, ¿por qué? se preguntará. ¿Cómo la que en su cuerpo afecta y luce todas las formas de la belleza, en su corazón atesora todas las dulzuras del sentimiento y en su alma todos los resplandores de la razón, ha sido rémora para el bien, inspirándose en el espíritu del mal? Los grandes imperios del Asia, la soberbia Nínive, la fastuosa Babilonia pudieran contestar por nosotros con solo descorrer el velo de la vida y costumbres de sus mujeres. Siendo actos religiosos los más impúdicos, desbordamiento en las pasiones lo más natural y corriente, asquerosas liviandades lo más digno de aplauso en la mujer para los hombres y lo más acepto a los ojos de los dioses, aquella sociedad no pudo resistir la influencia maléfica que en su seno ejercían estos elementos deletéreos, y pronto se sintió desfallecer quedando aniquilados o corrompidos todos sus miembros. Aquellos guerreros un tiempo robustos y llenos de ardimiento, cayeron afeminados luego en la abyección más completa; aquellos sabios que escudriñaban hasta los más profundos arcanos de la naturaleza y de los astros, fueron reemplazados por generaciones nulas; aquellos poetas que se elevaban en alas de esa inspiración volcánica del Oriente, se convirtieron en eunucos, cuando más dotados de la gracia suficiente para adular a sus señores, y aquellas mujeres, tan hermosas, ante quienes el bárbaro, el extranjero inculto se prosternaba extasiado, tan inteligentes y tan magnánimas como la desventurada Semiramis, perdieron sus atractivos, su belleza, su talento, y mataron su sociedad en el lúbrico templo de Militta y en los laberintos de sus fantásticos jardines. Abandonada la mujer en cuerpo y alma a todo linaje de excesos y de extravagancias, los frutos de su abandono no pueden ser otros que los cosechados en aquellos grandes imperios, que, amenazando dominar el mundo antiguo, no se cuidaron de dominar sus pasiones y sobre todo las de la mujer, que como tal coadyuvaba a la perdición del hombre, si no es que por sí sola lo indujese a ella: como esposa sembraba en el hogar, no los gérmenes de la virtud y del pudor, sino los de la disolución y el vicio, y como madre daba a la sociedad seres entecos, no hijos del amor, sino productos del lupanar.

Y esto que ocurre en el Oriente se reproduce de idéntica manera en los pueblos occidentales, hasta en los más severos y más castos en su origen. La Grecia, que en su purísima fantasía supo crear a Minerva y a Diana, y aun a la Venus púdica; Roma, que inspirada en los mismos ideales, cuenta entre sus hijas Lucrecias y Virginias, caen también en el inmenso precipicio del sensualismo, y con el engrandecimiento de las fiestas atelanas y nemeas, corre parejas la decadencia de su poder y de su gloria. ¿Qué trasformación se ha operado en estos pueblos? Dos hechos la indican claramente: el Areópago, en cuyas manos jamás se había torcido la vara de la justicia, la rompe en presencia de una prostituta que osa despojarse de sus vestiduras para vencer con la belleza de sus formas la severidad de encanecidos jueces; y la matrona romana, la que durante las campañas de su esposo, en los tiempos de la República, vivía en el más recóndito aposento de su casa, entregada a las faenas domésticas, humilde y sencillamente vestida y sólo en compañía de sus doncellas, tiene empleadas cien esclavas en su tocado toda la mañana, pasea en su litera de marfil, conducida en hombros de atletas, todas las tardes por la Vía Apia y... quién sabe en lo que invierte la noche, mientras su esposo, en la época del Imperio, gobierna una provincia, aniquilándola para sostener tanta impureza, o se entrega a los excesos del festín con otras matronas degradadas, si por ventura se encuentra en la Ciudad.

Y cuando esto ocurre en una sociedad; cuando de ella se apoderan la corrupción y el vicio de un modo tan completo y escandaloso, no hay que dudarlo, esa sociedad perece. Con tanta más razón perecerá el individuo y sobre todo el individuo mujer, a quien en sus delicadas funciones naturales perturba el más leve desarreglo. Por eso Roma, que parecía destinada a vivir eternamente, pereció aniquilada por los pueblos bárbaros, no pudiendo suceder lo contrario cuando la sobriedad y el valor de sus capitanes se convirtió en afeminación y en cobardía, cuando el entusiasmo viril de sus legionarios hubo de trocarse en debilidad, pereza y desmoralización, lotes sacados del vientre y del pecho de sus madres, del hogar doméstico y de las casas de prostitución.

Aunque rápidas y someras estas consideraciones, que pudieran hacerse en todos los pueblos y en todas las épocas de la historia, conducen a demostrar evidentemente que la educación de la mujer, mirada en general como compañera del hombre, como constituyendo con él toda sociedad, influye en ésta de una manera decisiva, para elevarla, si su educación física y moral es adecuada a sus destinos universales, o para hundirla, si, por el contrario, es opuesta a ellos.

Y determinando más los destinos que la Providencia ha encomendado a nuestra bella mitad, más claro y más patente veremos aparecer su influjo. En efecto, miremos a la mujer como esposa, penetremos en el sagrado del hogar doméstico y no podremos menos de sentirnos poseídos de un religioso respeto, si en él encontramos como en su verdadero templo a una sacerdotisa, o del más espantoso pavor, si lo encontramos profanado por una criatura abyecta y miserable. ¡Qué diferencia en el hogar doméstico de una mujer que en su semblante revela las gracias de la salud, lo ordenado de sus costumbres, la compostura de una educación esmerada, los destellos de la virtud y el pudor, y otra mujer por cuyo rostro asoman su horrible cabeza la enfermedad, la desenvoltura, el abandono y el vicio! Aquella cumple con expedición todos sus fines, desde los más arduos que le impone la naturaleza hasta los más fáciles que cumplen a su condición doméstica y social; está siempre dispuesta para ayudar a su esposo a soportar las más pesadas cargas de la vida; siempre propicia para calmar sus dolores y su ansiedad, para velar por su salud y por su existencia, para proporcionarle los más amables cuidados, las más delicadas caricias, siendo, en fin, su providencia, siendo su ángel tutelar y el ángel de sus deudos y familia. Pero la segunda, cuando no es presa de las enfermedades, que es lo que suele acontecerle, es para su esposo una carga más, que tiene que soportar con las suyas, un nuevo y más cruel dolor que aumenta sus dolores, una criatura inútil, insufrible para él y para cuantos la rodean, un ángel exterminador, que derrocha su hacienda y perturba su familia erigiendo en medio de ella un trono a la discordia; y luego, si llega a tener sucesión, si todavía la naturaleza no se niega a encarnar en un ser degenerado, --que a veces valdría más que se negara,-- incalculable es el reato que el vicio engendra e innumerables las desgracias que acarrea a las inocentes criaturas, a la familia y a la sociedad. Las casas de maternidad, los hospicios, los establecimientos de sordomudos y de ciegos, los hospitales y las cárceles, pueden decirnos con la ruda elocuencia de los números el contingente que les prestan la mala educación física y moral de la mujer. Pero, aunque no lo dijeran: ¿no lo está diciendo siempre la naturaleza, esa maestra sabia del hombre, cuyos árboles incultos producen ruines y ásperos frutos, cuyas tierras cultivadas y sanas ofrecen al labrador pingües cosechas?

Ceguedad sería el creer que las leyes universales de la creación perdieran su fuerza cuando se aplicasen a la mujer, la criatura más identificada acaso con la naturaleza, tanto por su organización física como por su carácter y destinos morales.

Sí hasta aquí hemos podido considerar de extraordinaria importancia la educación física y moral de la mujer, ¿con cuánta mayor razón la consideraremos importante tratándose de la mujer madre, es decir, de la mujer cumpliendo el más alto y providencial de sus destinos? Ya hemos indicado que la madre, fuente de los mayores bienes y de la más pura dicha en la tierra, puede ser causa próxima o remota de grandes infortunios y de las más irreparables desgracias. Y nada más cierto, y nada más cruel para ella misma, porque no hay criatura tan envilecida que se recree en los sufrimientos del fruto de sus entrañas, bien lo deba a una licita pasión, o bien a su propio desenfreno. Nada más fácil, sin embargo, y nada más común hasta en aquellas clases de la sociedad que se encuentran rodeadas de los mejores elementos para su educación física, que el ejemplo de madres a quienes ha hecho infelices el abandono o la ignorancia de los directores de su niñez o un liviano capricho de la moda, directora casi exclusiva de su juventud. Naturalezas delicadas las suyas, privadas casi siempre de la benéfica influencia del sol, del aire puro y de la luz; no sometidas a un ejercicio moderado y constante, ni verificado en las faenas ordinarias de la casa, ni en los paseos fuera de ella, ni sustituido por el que el arte pudiera proporcionarles en la gimnasias, verdaderas plantas de estufa, en una palabra, que producen hermosas flores pero sin olor, es imposible que al llegar a la edad núbil se hallen dotadas de las condiciones que esta exige para las supremas funciones de la concepción y la reproducción de la especie. Y no estándolo, dada la falta, que tan frecuente es en las jóvenes de clase acomodada, de desarrollo en las cavidades torácica y abdominal, y la existencia, no menos frecuente en su virtud de la clorosis, el histerismo, las amenorreas, las leucorreas, las escrófulas o hasta la misma tuberculosis: ¿es posible que inauguren felizmente su vida generatriz? ¿Es posible que inaugurada esta, aunque no sea con felicidad, lleguen a proseguirla con los resultados apetecibles y sin tormento? No; por lo pronto, semejantes madres sufren el dolor de ver sus hijos amamantados a los pechos de una nodriza, y más tarde la que diera el ser a una criatura, tiene que escucharla balbucear por primera vez el dulce nombre de madre, no para nombrarla a ella, sino para nombrar a la mujer extraña, que obtiene tan inestimable privilegio sólo por estar dotada del de la salud. ¡Oh, cuánto daría entonces la afligida madre por deshacer su vida y rehacerla de nuevo, ajustada a los preceptos de la higiene! Pero es tarde; el don de la salud, una vez perdido por los desarreglos el abandono de un periodo de la vida, tan delicado como el de la niñez y el de la juventud, jamás se recupera: es imposible.

No terminan aquí las consecuencias de tan grande mal, sino que trascienden, para la mujer enferma o de viciosa constitución, a todo el resto de su vida, a la felicidad de su esposo y su familia y a la educación de sus hijos, por la cual no puede velar con ese esmerado cariño, con esa constancia y solicitud no interrumpida que requiere para ser enderezada por el buen sendero. Suponed a la madre más moral, más ilustrada y más santa, y todavía la encontrareis, si carece de salud por no haber sido físicamente educada, impotente para llenar la misión de educar a sus hijos, que le ha encargado la naturaleza.

En la precisión de reducir los límites de este trabajo a meras indicaciones, renunciamos a entrar en más pormenores sobre los bienes que produce la educación física de la mujer y los males que la sociedad experimenta por faltar aquella. Y obsérvese que si los males son tan funestos tratándose de la mujer que el vulgo llama bien educada, porque todavía en religión, en costumbres y en nociones útiles ha recibido algunos principios, los que sobrevienen a las desgraciadas, cuyo número es infinitamente mayor, que nacen en la miseria y en la ignorancia, y crecen y se desarrollan en el trabajo o en la corrupción, son más e incomparablemente mayores. Porque, dígase cuanto se quiera en contrario por los genios idealistas y bucólicos, la pobreza y las necesidades, más propensas que a engendrar virtudes, sólo a producir vicios y desmanes en todos los conceptos. Si algo pudiera ganar la mujer en esta esfera de vida, no sería más que un desarrollo físico más completo, mayor fortaleza y más energía de temperamento; pero, aun en esto mismo, ¿quién sabe lo que se puede perjudicar? ¿Es su trabajo racional y ordenado; se verifica su desarrollo de un modo que cuadre perfectamente a su organismo; o sucede en casi todos los casos lo contrario? La aldeana, que en general vive y trabaja como una bestia, la moza de servicio en las ciudades, y la obrera, la infeliz obrera, para quienes todas las condiciones de vida son adversas a su naturaleza, ni encuentran salvación en el trabajo físico para los peligros de sus cambios de edad y de sus gravísimas funciones naturales, ni ayuda siquiera en la educación moral y de la inteligencia, de las que se ven completamente desheredadas. Esto acontece, muy especialmente en nuestros días, en todos los pueblos, ya sean agricultores, ya inclinados al cultivo de la industria; de tal modo, que la choza, el tugurio y el taller, se reputan hoy tan encarnizados enemigos del sexo femenino, y por ende de la sociedad, como la misma prostitución que suele reinar en los centros de mayor cultura. Así es que la vida y educación de la mujer, como al principio indicamos, constituyen en la época presente un pavoroso problema, en cuya solución se ocupan privilegiadas inteligencias que comprenden, adelantándose a las demás, toda la gravedad que encierra para los pueblos modernos. ¿Y qué nos dicen, en resumen, estos sabios? Sobre otras cosas que no son de este lugar ni caben en nuestro humilde propósito, lo que de tiempo inmemorial vienen prescribiendo la higiene y las ciencias médicas, la moral y hasta el sentido común.

En efecto, educad a la mujer en su físico y en su moral conforme a los destinos que le ha confiado la Providencia, es lo que todos nos dicen, es lo que nosotros repetimos, y lo que nadie se atreve a negar desde que los destinos de la mujer como persona, como parte integrante del hombre, como esposa y como madre, se han reconocido legítimos y santos, se han consagrado en una religión de amor, en una moral de bien, en la legislación y en las más sanas costumbres de casi todos los pueblos de la tierra. Bien entendido, que sin la educación moral, única que a la mujer presta atmósfera viable, sin la de la inteligencia que ennoblece y quilata aquella, la mujer, después de todo, no revelaría esas grandes dotes de caridad, de sentimiento y de razón con que la adornó el Creador, ni apenas pasaría de ser una bestia gobernada por el instinto, un instrumento que el hombre manejaría brutalmente, un ser envilecido, en fin. Y sin la educación física; ¿necesitamos decir más para saber lo que la mujer sería? Es el asunto de este cuadro, que hemos procurado bosquejar, tan espantoso de suyo, que la más ligera pincelada impresa en él, basta para horrorizar al que lo contemple.

Por esto, Excmo. Sr., ya que, a pesar de mi buen deseo, me obligue la pobreza de mis recursos científicos a no abrazar en todas sus partes el tema propuesto, séame permitido, después de lo que dejo dicho, decir en cuatro palabras su solución general. Claro es que si la suerte de la mujer en sus primeros destinos depende de la educación física, ésta no debe ser otra que la prescrita por la ciencia, la que se ajusta completamente a los preceptos de la higiene: la alimentación sana y reparadora, la acción del aire puro y oxigenado; el ejercicio bien dirigido, si es posible, gimnástica o sistemáticamente ejecutado, para que el desarrollo de las partes del cuerpo se verifique por igual, o con preferencia en aquellos órganos cuyo trabajo ha de ser más fuerte, y todo con justa relación a la edad, al temperamento, a las circunstancias  y condiciones especiales de la persona, son las cosas que pueden prescribirse como indispensables para proporcionar a la mujer una educación física conveniente. Y cuanto a esto se oponga; cuanto en lo más mínimo contraríe tan saludables preceptos, otro tanto conduce derechamente a las enfermedades, a los vicios de conformación y la muerte. Ejemplo de ello ese enjambre de niñas raquíticas que pululan en las grandes poblaciones; el no menor de las que habitan los lugares y los campos; las jóvenes cuya economía no puede sobrevivir al tránsito violento de la niñez a la pubertad, las que, entradas en esta, perecen en el más grave todavía de la maternidad, y las madres, por último, que alcanzan una vejez prematura, rodeadas de un triste cortejo de enfermedades y dolencias. Qué partes tengan en semejante obra de destrucción de la mujer, las costumbres sociales, los sitios públicos y la tirana moda, no nos toca decirlo; pero, aun siendo mucha, es lo cierto que las principales tienen su origen en la educación física, que no se atiene a los preceptos referidos.

En cambio, si a la buena educación física se une la educación moral debida a la mujer, esta vive y se desarrolla, llega a las épocas de realizar sus grandes destinos y los realiza bajo la protección de una doble y poderosísima egida, capaz de contrarrestar los más terribles accidentes de la naturaleza y la fortuna. Las ideas religiosas, los principios morales y la ilustradora bien entendidos y acomodados a la índole y fines de la mujer, sobre erigirle un poderoso baluarte contra el mal físico, los infortunios morales y el vicio, la rodean de la aureola más sagrada y respetable que puede circundar su frente, como joven, como mujer, como esposa y como madre. No somos partidarios de la mujer llamada beata, de la gazmoña, ni de la marisabidilla; sino de la mujer sólidamente instruida, capaz de entender siempre al hombre, capaz de conocer siempre la verdad y el bien, de estimarlos y enseñarlos a sus hijos; de la mujer honesta y sencilla, prudente y mesurada, de cuyos labios no brote a cada paso una inconveniencia, y de la mujer cristiana, de la que en su corazón tiene erigido un altar a María, modelo de virtud, de amor y de sufrimientos.

Esta, según creemos, es la mujer que «en su casa reina y resplandece y convierte a sí juntamente los ojos y los corazones de todos;» esta es la que «si pone en el marido los ojos, descansa con su amor; si los vuelve a sus hijos, alégrase con su virtud; y si a sus criados, halla en ellos bueno y fiel servicio y en la hacienda provecho y acrecentamiento;» (1. Fray Luis P. de León, La perfecta casada) esta es la que, en la multiplicidad de relaciones sociales de la vida contemporánea, en la que es tan fácil cumplir una gran misión para el bien como para el mal, está educada de una manera más conforme a los grandes destinos que le ha confiado la Providencia.

Bien sé, Excmo. Sr., que apenas habré conseguido desflorar el vasto tema que osé tomar para mi discurso; pero si a pesar de esto me habéis otorgado el honor de escucharme, dando con vuestra tolerancia una prueba más de vuestra sabiduría, quedo de mi trabajo suficientemente recompensado, y si no de él, de vuestra bondad en alto grado satisfecho.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 23 páginas.}