Filosofía en español 
Filosofía en español

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¿Cuál es la educación física y moral de la mujer, más conforme con los grandes destinos que la ha señalado la Providencia?

Discurso leído en la Universidad Central por el licenciado Don Nicolás de Ávila y Toro, en el acto solemos de recibir la investidura de Doctor en la Facultad de Medicina.

Oficina Tipográfica del Hospicio
Madrid 1866

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Excmo. Sr.:

Lleno de profundo respeto y de temor justificado ocupo este sitio honroso, en que tanto varón ilustre me ha precedido, en que tanta voz autorizada ha resonado proclamando las verdades científicas, y en que mis insignes Maestros, a quienes enaltezco vivos, o a quienes muertos reverencio, se levantaron cien veces a infundir en mi humilde inteligencia las doctrinas de que esas verdades son principio y conclusión, polos luminosos, esencia y alma.

Y ¡cómo no he de experimentar aquellas sensaciones yo, que tan falto de méritos me considero y estoy verdaderamente; yo, que no tengo más títulos a vuestra consideración que la indulgencia con que la sabiduría atiende siempre a los que la rinden culto; yo, en fin, que, abrumado por el honor que recibo, veo realizarse el sueño de mi vida estudiosa, cumplirse la esperanza de mi trabajada existencia, y elevarse mi pequeñez a la altura en que me esperáis investido con las nobilísimas insignias que no a mi ciencia debo, sino a vuestra inagotable bondad y a vuestra tolerancia generosa!

Respeto y temor siento, y debo de sentirlos más que otro alguno, porque soy menos que todos; y si un deber sagrado no me lo prescribiese, mis labios enmudecerían después de daros gracias de lo más íntimo de mi corazón reconocido. Pero mi inaptitud y mi conmoción no me excusan de satisfacer la deuda reglamentaria de disertar sobre un tema dado en el solemne acto presente, y voy a verificarlo contando con la capacidad de vuestro entendimiento y con vuestra notoria ilustración, a cuyo auxilio me acojo para salir menos mal librado de vuestro juicio y más airoso de mi difícil empeño. Yo espero obtenerlo, porque vuestra benevolencia es proverbial, como vuestra cultura, y jamás lo negasteis al que lo demandó con interés y verdadera modestia, que son en mí, por el exacto conocimiento que tengo de mis escasas facultades, las condiciones únicas de que puedo hacer alarde en situaciones tan dichosas y arduas como ésta en que me encuentro.

Ya es hora, Excmo. Sr., de dar principio a mi delicada tarea, y de exponer mi humilde opinión sobre el tema elegido. Muchos se ofrecieron a mi consideración y estudio, porque el campo de la ciencia es vastísimo, fecundo y rico, y sus horizontes parece que no tienen fin, o como que tocan y se confunden con los del saber infinito. Mas entre todos no hallé otro más ameno y adecuado que el que voy a tratar, para que vele y disimule mi natural desaliño; pues si a mi habitual aridez sumase la de una tesis cualquiera esencialmente médico-quirúrgica, sería empresa hasta penosa para mí y demasiado ingrata para Vos, por grandes que sean vuestra cortesía y vuestro amor al estudio.

Ahora bien:

¿Cuál es la educación física y moral de la mujer, más conforme con los altos destinos que la ha señalado la Providencia?

Ved aquí, Señor Excelentísimo, el asunto que ha de ser objeto de mi discurso y de vuestra respetable atención en los momentos actuales.

Acaso no haya otro más levantado y profundo, más complejo y aun fundamental en la ciencia que estudié y que con alegría profeso: en la ciencia que trata de la conservación de la vida del ser humano; del alivio de sus dolores; de la moderación de sus sufrimientos; de la modificación de sus angustiosas dolencias; de la curación muchas veces radical y completa de sus innumerables enfermedades. Por eso lo he escogido; por mejor entre los mejores; porque está en el sentimiento y común parecer de todas las gentes; porque no hay ni puede haber acerca de él controversia; porque él sólo, por sí mismo, es la disertación más galana y agradable, sin trabajo alguno de parte mía; y porque su utilidad está demostrada por su propia índole, sean las que fueren las veces que los Profesores de la nuestra y de todas las ciencias le hayan tratado, porque en todas tiene un lugar preferente y es materia de la competencia del filósofo y del teólogo, del médico y del jurisconsulto, del canonista y del historiador, del moralista y del político.

En efecto: nada hay tan importante para la sociedad humana, en que tan altos destinos ha señalado a la mujer la Providencia, como fijar terminantemente la educación más conforme con ellos que a la misma deba darse.

¿Qué es la mujer?

¿Cuáles son los altos destinos que la Providencia le ha señalado?

Estas son las dos premisas que hay que sentar, los dos puntos cardinales que hay que establecer, para que podamos deducir una consecuencia cierta, respecto de la educación física y moral más conforme con su naturaleza y con su misión sobre la tierra.

Ambas premisas, ambos puntos presentan dos fases tan diversas entre sí como prodigiosamente enlazadas: la faz física y la moral, supuesto que la conclusión se ha de dirigir a consignar la educación más conforme con los órdenes fisiológico y psicológico de esa mitad preciosa del linaje humano.

¿Qué es la mujer?

¡Ah! Excmo. Sr., pregunta es esta cuya contestación podría llenar muchos volúmenes.

La definición de la mujer ha ocupado a todas las inteligencias notables de todos los tiempos y países. Los pensadores más sesudos y más ligeros, los más serios y humoristas y los más austeros y laxos de todas las sectas y escuelas han pronunciado una palabra sintética, por decirlo así, acerca de este problema. Sin embargo, de esta misma diversidad de opiniones encontradas resulta una maravillosa armonía, una convergencia admirable, una sumisión explícita a lo que sobre este problema, resuelto en el Calvario por Jesucristo, Hijo de la Virgen María, con aquellas palabras inmortales: –Mulier ecce filius tuus– enseña a todos los que quieren aprenderlo la Santa Iglesia Católica.

La mujer es la mitad de la humanidad, pero es el sentimiento entero de ella: la mujer es la debilidad, pero también es la virtud; y así con ella prepara y despliega su fortaleza: la mujer es la alegría; por eso rara vez deja de pagar con lágrimas los tesoros de bienestar que difunde: la mujeres el amor; por eso casi nunca, en la vida práctica de las sociedades y de las familias, deja de ser el blanco de todos los dolores: la mujer, en fin, es la maternidad, y, por consiguiente, mártir hasta el heroísmo, grande hasta la majestad, y sublime hasta merecer el culto respetuoso de todas las razas civilizadas.

Ya, desde la primera hora de su existencia, desde que completó con ella su obra portentosa el Hacedor del Universo y la dio su misión sobre la tierra, era la mujer la generatriz, la madre física de la humana especie; pero desde la redención del hombre por la gracia de Dios y los méritos de su Santísimo Hijo; desde que este divino enviado, victima voluntaria expiatoria de nuestras culpas, dijo en el árbol de la Cruz, hace diez y nueve siglos: Mulier ecce filius tuus, la mujer es también la madre moral, divinamente instituida, de todas las generaciones.

Y ¿cuáles son los altos destinos que la Providencia la ha señalado?

No es fácil, no es posible, Excmo. Sr., enumerarlos, distinguirlos, descifrarlos en un estudio de estas condiciones; en un tratado ligero y conciso de la materia; en un discurso que debe pasar rápidamente como un mero detalle de esta ceremonia, si no ha de fatigaros y a los demás que con su asistencia la honran y con su atención me distinguen. Los apuntaré, no obstante, siquiera sea de pasada, para venir después a la resolución, al corolario de la pregunta que de mi disertación es objeto.

¡Innumerables son, en verdad, esos destinos providenciales de la mujer: sublimes, trascendentales, magníficos! ¡Constituyen un hermoso sacerdocio social, y forman, en una palabra, la base del bienestar de las familias y de la prosperidad y grandeza de las naciones!

La humildad, la resignación, la paciencia, la fe, la caridad, la esperanza, el amor, en el orden espiritual; y los sufrimientos, las privaciones, los dolores, el matrimonio, la maternidad, en el orden material, son los principales destinos señalados por la Providencia a la mujer en este valle de amargura, que cruzamos cargados con el enorme peso de la culpa original y sufriendo todas sus desastrosas y terribles consecuencias hasta la hora de nuestra muerte, que será también la de nuestra restitución a una vida eterna felicísima o desventuradísima, según el uso que hayamos hecho del libre albedrío con que Dios nos hizo dignos de sí mismo y de nosotros propios, y merecedores de recompensa o de castigo.

Es mi ánimo y me incumbe analizar y demostrar si la mujer cumple o no su sagrada misión sobre la tierra, y hasta qué punto y en qué forma lo verifica para deducir la tesis que reclama la pregunta de que me ocupo, determinando cuál es la educación física y moral de la mujer más conforme con sus altos destinos.

Yo creo que sí, Excmo. Sr.: yo creo que la mujer cumple esa misión sagrada: creo que sí, y creo que lo hace con cuanta perfección es posible al ser humano la satisfacción de sus obligaciones naturales: creo que sí, y que lo realiza casi instintivamente por su espontánea inclinación, por su índole piadosa: creo que sí, cuanto es posible que la cumpla, dadas las circunstancias especiales de su manera de ser convencional; de la educación incompleta e imperfecta que recibe; de los obstáculos que encuentra a cada paso; de los escollos que tiene que evitar, y de las asechanzas que la depravación social, demasiado pronunciada y no menos extendida, pone cada instante a sus virtudes y propensiones, a su instinto dulce y generoso y hasta a su organización débil, delicada e impresionable. Creo que sí: creo que la mujer cumple esa misión augusta; y si recorréis la historia, bajo ese punto de vista, desde la Cruz acá (valiéndome de la frase admirable del célebre Marqués de Valdegamas), testimonios perpetuos y elocuentes os dará de la verdad, del fundamento de mi creencia. Y digo desde la Cruz acá, porque antes de la Cruz, de la Cruz allá no hubo justicia para la mujer; no hubo dignidad, ni libertad, ni sitio adecuado para la mujer en la historia del mundo: de la Cruz allá no hubo más que el error moral y religioso, el error social en su acepción más lata y absoluta: el simbolismo misterioso de la India, la idolatría supersticiosa del Egipto, el sensualismo carnal de los helenos, y el militarismo panteísta y tiránico de Roma, síntesis de todas las locuras del Oriente, esparcidas al Occidente y al Norte y al Septentrión con la punta de su espada, las fasces de sus Cónsules, y la fuerza impetuosa de sus legiones. De la Cruz allá no hubo más que el error, Señor Excelentísimo, y del error no puede sacarse idea alguna que no acuse reciamente el manantial sucio y envenenado de que procede, la fuente grosera de su origen. Del error no puede deducirse la verdad, y la verdad es la que busco: del error sólo puede derivarse el error, y el error es el que yo combato.

Pero de la Cruz acá; desde la Ley de gracia hasta nosotros; desde la Redención del género humano por Dios hecho hombre en las entrañas purísimas de la Virgen inmaculada, la mujer se elevó a la altura de sus destinos, manumitida y majestuosa; y desde Magdalena hasta Nightingale; desde la hebrea penitente basta la angelical Florentina, que ha recorrido la Europa enjugando el llanto de los afligidos, cubriendo la desnudez de los indigentes y hartando la sed y el hambre de los menesterosos, ofrece ejemplos sin cuento de abnegación, de sacrificio y de grandeza. Desde la Cruz acá, en todos los pueblos cobijados por sus gigantes brazos e iluminados por sus resplandores celestiales, la mujer ha presentado a la contemplación de los mismos los tipos más acabados y brillantes de la virtud y el genio, y se ha llamado Mónica, poseída del afecto maternal; Isabel de Castilla, llena de genio militar y político; Juana, su hija, enajenada por el conyugal cariño; Juana de Arco, encendida por el entusiasmo patrio, y Teresa de Jesús, abrasada juntamente por la luz de la ciencia y por la hoguera del amor divino.

Y si descendemos al fondo de la sociedad cristiana, al seno de las familias, al santuario del hogar doméstico, ¿quién podrá contar las heroínas ocultas, modestas e ignoradas; las cumplidoras religiosas de los deberes y altos destinos señalados a ellas por la Providencia? Nadie, Excmo. Sr., nadie, a pesar de cuanto digan en contra de la dignidad de la mujer sus injustos calumniadores.

Vedla, si no, devorando en silencio todos los infortunios, sea el que fuere su estado, sean cuales fueren su situación y su jerarquía. Vedla huérfana y desvalida; pero honrada y virtuosa: desposada y feliz; pero casta y desvelada por la ventura de sus hijos y de aquel que la hizo dueña de su honor y de su nombre: viuda y sola; pero fuerte con sus penas, con su pudor y con la conciencia de su deber sagrado. Ella es la alegría de sus padres, acaso desdichados y pobres; la compañera fiel e inseparable de su esposo, quizás enfermo y perseguido; el ángel tutelar de las inocentes criaturas, pedazos de sus entrañas, tal vez expuestas a incesantes peligros. Ella también estuvo, continúa y estará siempre donde quiera que haya un dolor que mitigar, una aflicción que consolar, un tormento que padecer, una desgracia que impedir, una lágrima que enjugar. Ella acogiendo y meciendo en sus piadosos brazos al hijo de la culpa y de la deshonra: ella velando la agonía del moribundo en los tristes y melancólicos hospitales: ella custodiando a las presas arrepentidas, sin otras armas que su dulzura, ni más fuerza que su palabra persuasiva y austera: ella acompañando a los reos en las tremendas horas que preceden al suplicio, sin otra mira que compartir con éstos la amargura que aniquila, y mantener vivas en su corazón la fe, la fortaleza y la esperanza: ella en los asilos de misericordia, conllevando las dolencias de la vejez y sufriendo las flaquezas de la decrepitud con afable celo y veneración profunda: ella en los campamentos militares y en medio de los combates, recogiendo animosamente a los caídos y restañando sus heridas horribles, para conservarles la existencia: ella en las ciudades apestadas, respirando el contagio y la muerte, para convertir uno y otra en salubridad y vida; fortificando a los débiles con su palabra y con sus obras; asistiendo con infatigable ardor a los agonizantes, y orando a Dios sin tregua para que alce la mano de sus rigores y abra la de sus misericordias: ella, en fin, recorriendo los valles y las montañas; cruzando los mares; llevando a todos los pueblos, que son su patria, y a todos los desgraciados, que son sus hermanos, su corazón inflamado por el fuego de la caridad y su alma perfumada de divinos efluvios, y multiplicándose a medida que se acrecientan y condensan las nubes de tribulación sobre la tierra, como las estrellas del cielo cuando el sol se sepulta en los abismos de otro hemisferio y crecen y se extienden sobre el nuestro las azuladas sombras de la noche!

Creo, pues, Excmo. Sr., que la mujer cumple, cuanto le es posible, los altos fines a que está destinada; y como yo, lo creen también los mismos que lo niegan: creo que éstos son notoriamente obcecados, o temerariamente injustos, o bajamente hipócritas, o desalmados, o locos: creo que las faltas y aun los delitos de las menos no pueden afectar a las más; porque la excepción no es la regla general, y hasta creo que los aromas de las virtudes de éstas purifican la atmosfera en que todas viven, a la manera que la fragancia, color y lozanía de las flores que embellecen los jardines disipa el hedor y ocultan la palidez de las pocas que marchitó el aguijón de los insectos, o el diente de los reptiles, o la ráfaga abrasadora del viento solano.

Sin embargo; aún queda a la mujer alguna distancia que recorrer para llegar a la posesión completa de sus altos destinos, y para que sea más reducido el número de las desposeídas de esa especie de poder y de iniciación que Dios las ha otorgado: aún queda mucho que hacer a la sociedad respecto de la educación física y moral de la mujer, para que ésta pueda plenamente cumplir su misión utilísima y sublime.

«Los hombres hacen las leyes; las mujeres hacen las costumbres» ha dicho el Conde de Segur; y yo añado: –y forman a los hombres,– aunque tan desautorizado me juzgo para adicionar esa famosa máxima.

Sí, Excmo. Sr.: La mujer forma al hombre: éste es lo que aquélla quiere y hace que sea, o, más bien, lo que quiso e hizo que fuese la mujer que le concibió y dio a luz; que le alimentó con su sangre y le adurmió sobre su pecho al dulce son de las más amorosas canciones; que enjugó su llanto infantil, colmándole de caricias, y arrancó de sus labios la primera sonrisa; que guio cuidadosa sus primeros pasos, y le enseñó a balbucear la primera palabra; que le mostró por primera vez el cielo, y le dictó, señalando al mismo, la primera plegaria.

Si la mujer es dulce y apacible, humilde y resignada, integra, fiel, constante; si la mujer es laboriosa y activa, justa y paciente, fuerte y morigerada; si es, en suma, piadosa y buena, todas esas virtudes trasmitirá, sin duda alguna, a sus hijos, inspirándoselas, inculcándoselas insensiblemente desde los primeros momentos de la vida; desde las horas primeras del instinto; desde los albores de la inteligencia, ya con su ejemplo, ya con amoroso e insinuante consejo, ya con sus hechiceros halagos, y ya con su fingida severidad, llena ciertamente de inefable ternura. Y estos hijos, cuyo corazón y entendimiento están entonces propicios a recibir y conservar en toda su pureza y eficacia las sensaciones e ideas; estos hijos, que han de ser algún día padres de familia, miembros de la sociedad, y acaso legisladores de su patria, nutridos por la savia virtuosa y prolífica de una educación maternal que en sí la contenga; conducidos por la senda serena y encantada de los blandos afectos; llevados mansa y discretamente, como de la mano, por los caminos llanos y floridos del honor, de la verdad, del amor a Dios y al prójimo, del temor cristiano a los divinos rigores, y de la fe y esperanza en las promesas divinas; estos hijos, repito, serán verdaderamente dignos de su madre y de la patria a que pertenecen, su segunda madre también; de la humanidad, de que son miembros, y lo que es más todavía, del cielo, a que nacieron destinados.

Hasta aquí, Excmo. Sr., he examinado la cuestión en su aspecto moral. Voy ahora a tratarla aunque brevemente por el lado físico; habiendo invertido el orden establecido en la pregunta sobre que versan estas ligeras reflexiones, ya porque el alma domina y rige al cuerpo, que no es otra cosa que su siervo hermoso, dócil y obediente, y ya porque las ideas expuestas en el orden moral facilitan y como que aclaran las que voy a exponer en el físico, subordinada en todo a las primeras, y enlazadas con ellas como lo está la materia deleznable al espíritu inmortal que la vivifica y sostiene.

¿Qué es la mujer físicamente considerada?

Un ser orgánico, racional, delicado, débil, por extremo sensible e irritable, impresionable a toda incitación por su peculiar estructura, dotado de una belleza especial, que se distingue de la del hombre por la más reducida marca y mayor anchura de sus huesos y de sus músculos; por la morbidez y turgencia de sus formas; por la suave tersura y trasparencia de su epidermis; por la dulzura de su voz; por el ritmo y las tiernas inflexiones de su palabra; por la brillantez de sus pupilas y la expresión ardiente de su mirada; por la agilidad y flexibilidad de sus movimientos; por la vivacidad de sus gestos y acciones, y por otras cien cualidades que fuera prolijo enumerar; pero que la fisiología encuentra bien deslindadas al estudiar las leyes de su organización y de su vida.

Con todo: parece conveniente fijar algunas ideas relativas a la naturaleza y organismo de la mujer; deduciendo de ellas su aptitud física para el ejercicio funcional a que está destinada.

Pero no se crea que voy a considerarla enteramente aprisionada a su organismo, ni a suponer que obra de continuo sometida a su acción, obedeciendo ciega y dócil los preceptos que éste la dicta: no; y de cuanto he manifestado en el sentido moral puede así inferirse: no; porque tengo muy en cuenta el influjo de las pasiones, la fuerza de las costumbres, lo que modifica la educación a la naturaleza misma. Hay extraordinaria diferencia entre una máquina activa, viviente, cuyos movimientos son dirigidos por las potencias de su alma, y otra cualquiera, por ingeniosa y perfecta que sea, cuya acción dependa de un motor inanimado que impulse necesaria y fatalmente sus volantes y poleas, sus ruedas, sus cilindros, su engranaje y todos sus resortes de aparente vida, sujetos, ligados de igual modo, preciso y fatal, a las incontrastables leyes de la dinámica.

Por consiguiente, al hablar de la mujer en este concepto, tengo ya dicho demasiado en el otro, que le es aplicable, y sólo me detendré en alguna observación anatómica que corrobore mis asertos.

Durante la infancia puede decirse que el estado fisiológico y patológico de los seres de ambos sexos es esencialmente igual, haciendo abstracción de accidentes peculiares. Sometidos entonces a necesidades y padecimientos, a inclinaciones y deseos idénticos, se les estudia confundidos, porque la vida sexual sólo existe en ellos en germen para su ulterior animación y desarrollo. Verificase éste y establece e imprime alteraciones y rasgos notables en la manera de ser y de sentir de aquellos, y aún en sus enfermedades comunes hasta el punto de cambiarse su organización y de hacerles esencialmente distintos.

Ella, la mujer, se aleja menos de sus primitivos rasgos característicos, de sus bellas formas, de sus contornos mórbidos y agradables; conserva más los destellos de la inocencia, y lo que de ellos pueda velar el indispensable desenvolvimiento de sus facultades intelectuales, lo compensa con usura la hechicera tinta del pudor que reflejan sus miradas y sus mejillas colora; se acentúan más todas las líneas de su semblante; no se pronuncian con mayor vigor las de sus músculos, pero ganan en flexibilidad, en esbeltez y en elegancia; su voz adquiere más sonoro timbre, sin perder la dulzura y cadencia armoniosa que la daban desde la niñez el poder del embeleso; y todo su cuerpo se trasfigura, embelleciéndose con el atractivo de nuevos encantos.

El estudio especial de la anatomía del encéfalo y las observaciones minuciosas de Gall y demás frenólogos que le han sucedido, demuestran que en la parte anterior y superior de aquel órgano residen los de la inteligencia, y en la posterior e inferior los de las facultades afectivas. Pues bien: esta parte de la cabeza es generalmente más abultada en la mujer; anuncio seguro, indicación evidente de sus condiciones eróticas; de su amabilidad y ternura; de su fuerza sensual; de su vehemencia cariñosa; de su preparación, en una palabra, para todos los sentimientos inefables y apasionados que exigen las funciones naturales y prodigiosas a que está destinada: las del matrimonio y de la maternidad, funciones mucho más largas, más difíciles, más importantes que las del hombre, que terminan en el momento de la fecundación y no le imponen nuevos sacrificios, ni menos aquellos que arrancan a la mujer una serie de ofrendas en aras del fruto de su amor; del hijo concebido; llevado nueve meses en el claustro materno; parido con dolores horribles; lactado con el licor de sus pechos; y velado, curado, adormido sobre su seno con afanes inmensos y trabajos indecibles.

¿Dónde están, Excmo. Sr., el guarismo y la medida que puedan valuar esos sacrificios? ¿Dónde la idea exacta de los padecimientos de la gestación, produciendo en los órganos generadores de la mujer orgasmos, turgescencias especiales, alteraciones simpáticas en los demás aparatos funcionales y llegando a producir en el sistema físico verdaderos estados patológicos, y en el moral terribles trastornos intelectuales? ¿Dónde está, para acabar de una vez, la presunción remota siquiera de que la mujer, físicamente examinada por su naturaleza, por su constitución, por su organismo, tenga destinos más altos e importantes que cumplir que los dos ya mencionados, en los cuales puede afirmarse que está contenida la ley de la reproducción de la especie humana y basada la sucesión de las generaciones? –¡En ninguna parte! –Si aquellos sacrificios pudieran contarse o medirse, tendrían precio y pago, y no ejercería la mujer, como lo ejerce, el imperio y el dominio de las almas. Si aquellos sufrimientos pudieran comprenderse, no la conmiseración, sino la adoración a la mujer sería su recompensa. Y si el juicio de la humanidad hubiese adivinado otros destinos para la mujer en el mundo, desempeñándolos estaría sumisa y resignada, porque a ellos la habría guiado su propio instinto, en ellos la habría empleado su misma organización, y con ellos sabría ceñir a su frente la misma aureola de bendiciones de que la ostenta coronada.

El matrimonio y la maternidad, pues, son en el orden físico su misión suprema, como la formación del hombre demostré que lo era en el moral.

¡Grandes y altas son las tres, y bien debemos a Dios gratitud por esa última obra de su sabiduría soberana y de su poder infinito!

Definida la mujer en ambos conceptos, moral y físicos, y consignados los altos destinos que la Providencia le ha señalado, tanto en un sentido como en otro, réstame sólo proponer cuál será la educación en uno y otro orden más conforme con su elevada misión en la tierra.

La educación no es la instrucción: esta es una verdad que no necesita prueba, porque está en la conciencia universal, en la convicción de todos.

La primera, Señor Excelentísimo, ha retrocedido en nuestro siglo (doloroso, pero necesario es decirlo), al paso que ha progresado la segunda. No entraré a detallar las causas de este fenómeno; pero es un hecho notorio, grave y muy digno de estudio por los hombres dedicados a la pedagogía y aún por los que en una elevada esfera se ocupan de resolver problemas filosóficos y sociales de la más trascendental importancia.

No detallaré, vuelvo a decir, las causas ocasionales del retroceso que en la educación se advierte y se deplora por todas las opiniones imparciales; más tampoco puedo eximirme de apuntar alguna, que tengo por tan principal que bien merece que la consigne. Tal es, en mi humilde juicio, la perversión lamentable del sentido moral y religioso que se ha apoderado del mundo en el periodo histórico que atravesamos y que trasciende inmediata y directamente a todos los demás sentidos del ser humano; trastornando con su trepidación constante la marcha majestuosa y armónica de esta gran máquina que se llama sociedad.

¿Y qué ha de hacerse en tan apurado trance? Lo más interesante, lo más urgente; lo que no admite tregua ni respiro es la reversión de esos sentidos a su natural, propio y justo estado: que las leyes castiguen sin remisión lo que contra ellos se diga o se haga: que los hombres sensatos y verdaderamente ilustrados de todos los pueblos regidos por el Evangelio rechacen con noble indignación cuantos atentados presencien contra tan soberanos objetos, y que donde quiera que se presente o anuncie el menor síntoma de mal tan desastroso, allí, al momento, con valor se le persiga y combata.

La sociedad también, Excmo. Sr., es un cuerpo que suele contraer enormes enfermedades, y todos tenemos obligación de asistirla y curarla, de acudir a su lado, de trabajar en su favor hasta restablecer su salud preciosa con remedios heroicos. La dolencia cuyo diagnóstico apunto es aguda: no permitamos, no dejemos que avancen sus primeros períodos sin atacarla en su origen, para que aborte y desaparezca antes de que tome el carácter de cronicidad, que quizás la hiciera rebelde a todos los sistemas y procedimientos.

Si así lo verificamos, mucho ahorraremos a la mujer de lo que aún le queda que subir para llegar a la altura de sus destinos: mucho a la vez adelantaremos a nuestro siglo, por tantos títulos merecedor de respeto y de loa.

Y viniendo ahora al asunto que más de cerca me concierne, y al cual he reputado muy pertinente la rápida observación anterior, diré con la lealtad que acostumbro y con la energía que da una convicción íntima y profunda, que la educación de la mujer más conforme con los altos destinos que la ha designado Dios al criarla, debe de ser, en el orden moral, la que más se ajuste a las armonías y prescripciones de la virtud, para que más virtudes inspire, aconseje y extienda; y en el físico, la que más ayude y perfeccione su desarrollo orgánico, para que con más fortaleza resista los trabajos y ejercicios funcionales, los padecimientos dolorosos y continuos, los accidentes naturales a que por su sexo está sujeta.

Edúquese a la mujer empezando por infundirla el santo temor de Dios desde los primeros años, desde que su inteligencia comience a iluminar el crepúsculo de su instinto; dígasela qué es ella, de dónde viene, a qué viene y a dónde va: enséñesela lo que a Dios, a su prójimo y a sí misma se debe: incúlquensela los principios inmutables de la moral cristiana, las máximas santas de la Iglesia docente, tomadas de los abundantes y puros manantiales de su doctrina: hágansela saber la noble misión que la está confiada; el ilustre mandato que el Sumo Hacedor la ha conferido; los deberes que tiene que cumplir; los estados diversos y difíciles que debe representar: enaltézcanse ante ella el pudor, el recato, la honestidad, todas las ideas castas, todas las prácticas sobrias, templadas y modestas: acostúmbresela a amar la vida laboriosa y a apreciar el tiempo como un tesoro que vuela para no volver: póngansela de manifiesto los encantos de la paz y de la ventura doméstica; los frutos que ese campo produce; las flores que ese vergel ofrece a la mujer que con amoroso afán los cultiva: demuéstrensela la fealdad de los vicios; la multitud de dolores, de bajezas, de miserias, desprecios y remordimientos que les siguen; la ruina que traen infaliblemente consigo al alma y al cuerpo, al individuo y a la familia, a las naciones y aún a la humanidad: convénzasela de la esterilidad del lujo, de la liviandad de los placeres terrenales; de la vanidad de los honores mundanos; de la indignidad del orgullo: pruébesela que la belleza es un don pasajero que los años o cualquier accidente, por insignificante que sea, marchitan; que no hay más belleza durable que la del espíritu, ni nobleza más distinguida que la del corazón, ni riqueza más fuerte y poderosa que la del entendimiento: que la fortuna es voluble, inconstante, caprichosa y casi siempre traidora; pues que nos halaga y sonríe para consentirnos y adormecernos en su blando y delicioso regazo, y nos deja de improviso en las garras del infortunio; despertándonos al huir, para que al abrir los ojos nos retorzamos y muramos de angustia y desesperación. Cuéntensela, por último, las desdichas de sus semejantes; los pesares que sufren; las privaciones de que son víctimas; los gemidos que exhalan; y si la inocente criatura pisa los umbrales de la existencia oyendo esta voz ingenua y amiga que la advierte de todos los peligros que en su peregrinación la aguardan; si se ve conducida al bien por las vías tranquilas y fáciles de la virtud, virtuosa y buena será, virtuosos y buenos hará a sus idolatrados hijos, y dichoso al hombre a quien amante se haya unido con vínculos sagrados y eternos; y sean las que fueren su edad, su estado, su clase, su condición y jerarquía, sabrá vivir en ellas; será la honra y la gloria de su sexo y de su patria; el Dios Penate de su hogar; la admiración de las gentes; imperará en torno suyo la felicidad de que ella misma estará poseída, y todos la tributarán el homenaje debido a su santidad y a su grandeza.

Además: como la práctica de tantas buenas obras no permite la de las malas, ni deja lugar a ellas, la educación física de la mujer irá perfectamente ligada con esa educación moral, selecta y envidiable; trabajará, porque es preciso y conveniente que trabaje, pero trabajará con orden y método en las obligaciones propias de sus distintos estados; durante su infancia en recibir esa misma educación grata y bienhechora y la instrucción rudimentaria de cuanto cuadre a su aptitud y a su clase, alternada con recreos y juegos honestos, lícitos, apropiados e higiénicos; continuando la ilustración de su entendimiento a medida que éste vaya estando propicio, y siendo capaz de ilustrarse. Al aproximarse la nubilidad, se la deberá dedicar a las faenas domésticas, que, por cierto, no se desdeñaban de ejecutar en los siglos pasados las más ilustres matronas de Castilla, con lo que las aprenderán para saberlas, en su día, desempeñar o disponer, según su estado y su rango, y de este modo su organismo se desarrollará completamente sin grandes ni sensibles trastornos; sus fuerzas se aumentarán naturalmente por efecto de ese mismo desarrollo; su resistencia estará en razón directa de esas mismas fuerzas; y, en el mayor número de casos, las constituciones más delicadas y pobres se enriquecerán y harán fuertes contra las adversidades de la salud, no combatida, asediada y destruida entonces por el uso inmoderado de la vida, por el abuso de las facultades del ser material, por el acrecimiento del poder de las dolencias inherentes al sexo, y por los excesos de los vicios, que son, seguramente, el más implacable verdugo de la existencia. En resumen:

Me he propuesto demostrar, y creo que lo he conseguido, que la mujer, física y moralmente considerada, debe de ser y es toda sentimiento, sufrimiento, abnegación, heroísmo y virtud; que los altos destinos que le ha señalado la Providencia, son el matrimonio, la maternidad y la formación del hombre; y finalmente, que la educación más conforme con esos destinos será aquella que, basada en el amor y temor de Dios, la enseñe las magnificencias de la virtud; la práctica de todas las buenas obras; el conocimiento de todos sus deberes; la instabilidad de la fortuna y de las cosas humanas; el odio a los vicios, que nuestro ser destruyen y aniquilan, y el desempeño de sus ministerios domésticos y sociales, que le han de granjear aquí el tributo de la universal consideración, junto con la íntima paz de su conciencia, el gozo de su alma y la posible salud de su cuerpo; y, después de esta vida breve y transitoria, el premio reservado por Dios a los que cumplieron sus preceptos y no malograron sus soberanos designios.

He concluido, Excmo. Sr. Jamás disteis una prueba más plena de vuestra bondad e indulgencia que la que habéis otorgado a mi desconcertada y premiosa palabra. Indotado de ciencia y de elocuencia, no dejo, con todo, de saber y de confesar hasta qué punto os debo gratitud y respeto. Estad muy seguro de que ambos profundos sentimientos se rebosan de mi corazón, y de que en mi durarán mientras exista.

He dicho.

{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 24 páginas.}