Filosofía en español 
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cubierta

 
Colección popular Fomento Social
50 cts. N.° 5

 
La dignidad del trabajo
por Martín Brugarola

 
 
 
Con licencia eclesiástica
Editorial Vicente Ferrer
Barcelona
1945

 
grabado
La dignidad del trabajo
por Martín Brugarola
 

 
El trabajo y la Biblia

Una de las cartas más antiguas que conservan nuestros archivos terrestres, la Biblia, nos ha instruido ya sobre el gran valor providencial del trabajo y hace veinte siglos que el Evangelio ha aureolado el trabajo de reflejos divinos. Y los últimos Papas, en medio del gran desarrollo del trabajo que se ha experimentado en estos últimos tiempos, han levantado su voz para enseñar al mundo la elevada dignidad y las prerrogativas del trabajo, se han esforzado para poner a toda luz ante el mundo las enseñanzas de la revelación divina sobre el trabajo. Repitamos esta grande historia, para dar al trabajo la gloria que merece y para rendir homenaje al Dios por el cual los trabajadores han sido rehabilitados.

Las primeras letras de la nobleza del trabajo han sido consignadas a la cabeza del Libro que guarda el pensamiento del Creador del mundo sobre su obra. Abrid las primeras páginas de la Biblia. ¿Qué es lo que allí se lee? Crea Dios al primer hombre, lo pone en un jardín y le da la orden de cultivarlo. El hombre recibe de su Criador, en el momento de ser criado, de salir de la nada, la orden de trabajar. En fecha resulta, pues, que el precepto del trabajo es el primero de los mandamientos, como si el trabajo fuese el más considerable de nuestros deberes. El hombre, pues, en el estado de inocencia también hubiera tenido que trabajar, y el trabajo le hubiera sido fácil y deleitable. Pero la caída del primer hombre desorientó toda nuestra historia humana. Desde entonces el trabajo pesará sobre sus hombros y presentará un carácter de penalidad, en castigo de la transgresión cometida contra la autoridad divina. Después de la caída, no sacará el hombre de la tierra lo que exigen sus necesidades, si no es con el sudor de su frente. Antes de la caída era el trabajo la expresión alegre y espontánea de la actividad humana; después, se ha convertido en el esfuerzo penoso y necesario para reconquistar sobre el universo material el dominio perdido.

Pero este carácter de expiación del trabajo, en nada le quita su nobleza y dignidad primitivas, pues lo que constituye el castigo de la culpa original no es el trabajo en sí mismo, sino su efecto natural, la fatiga, la pena, el cansancio.

 
El trabajo y la providencia de Dios

Mirad el mundo: es un taller que está en perpetua vibración: se mueven los astros con sus carreras vertiginosas, se agitan a velocidades inconcebibles los elementos intraatómicos en el seno de la materia, las energías de todas clases están en una actividad incesante, los vegetales al chupar las sales de las raíces y con su función clorofílica forman la savia que los hace crecer y producir sus frutos, se agitan los pájaros en los espacios en busca de insectos, de materiales para sus nidos, de alimento para sus crías, las abejas laboriosas chupan el néctar de las flores y elaboran su miel y su cera... Toda la creación esta en acción... Pues bien. En la cumbre de esta creación que gime de actividad, Dios no podía instalar la quietud escandalosa de un rey sin hacer nada. El hombre será rey de la Creación, pero tendrá que imitarla, y la nobleza de su trabajo, por ser el trabajo del rey de la Creación, se elevará por encima de la actividad de todos los agentes materiales. El trabajo del hombre, como ser racional, remedará más que ningún otro la misma actividad de Dios. «El más humilde operario, dice el gran Obispo Torras y Bages, revestido de espíritu cristiano, es un cooperador de Dios en la inmensa actividad de la creación mundana».

Dios no hizo al hombre un ser autárquico, sino cargado de necesidades y de conveniencias que satisfacer; pues bien, el hombre tendrá que socorrer a sus necesidades con su propio trabajo. Tendrá el honor de ser él mismo su propia providencia. Desarrollando los recursos de este vasto imperio confiado a sus cuidados, se librará poco a poco de las servidumbres materiales que pesan sobre él, y encontrará en una naturaleza próvida en dones el apoyo útil en los progresos de su propia vida. A medida que someterá el Universo a su dominación, manifestará el poder del espíritu sobre las fuerzas físicas que llegará a disciplinar. Colaboradora del Obrero eterno cuya obra ha de acabar, la Humanidad hará así progresivamente resplandecer, en vista de un mundo transfigurado, la invisible hermosura de su Autor.

¡Cuán grande es el trabajo a los ojos de los designios de Dios! ¡Qué nobleza encierra a la luz de la Providencia divina! Pues bien. Esta prescripción magnífica del Criador durante largo tiempo fue desconocida y el trabajo manual fue universalmente despreciado.

 
El mundo pagano y el trabajo

En toda la literatura pagana no se encuentra ni una sola palabra destinada a honrar el trabajo. A través de las ruinas de las construcciones colosales de aquellos tiempos, no se encuentra una sola piedra que esté afectada al servicio del trabajo. Ni un céntimo en los presupuestos de aquellos imperios fabulosos fue destinado jamás a beneficencia obrera. Aquellas civilizaciones antiguas miraban el trabajo como una bajeza, como un fracaso y lo abandonaban a la gente de baja condición, a la plebe y a los esclavos. El mismo gran filósofo de la antigüedad Aristóteles, al que en tantas cosas todavía se le tiene como maestro, consideraba el trabajo de los artesanos como algo indigno de un ciudadano libre. En Grecia encontramos otro gran filósofo que hizo escuela: Platón, que pasa como un precursor de las democracias modernas, porque se imaginó y descubrió una perfecta república. Pero ¡ay! aún en esta republica imaginaria, el trabajo queda excluido de todo derecho político: el obrero es un menor de edad. Se podía comprobar en la sociedad pagana la existencia de algunos trabajadores libres: pero la inmensa mayoría de los que aseguraban la producción eran esclavos. «El trabajo manual era tan despreciado, nos dice Pío XI, que hasta el discreto Marco Tulio Cicerón, el gran orador romano, resumiendo la opinión general de su tiempo, no se recató de escribir estas palabras, de las que hoy se avergonzaría todo sociólogo: Todos los artesanos se ocupan en oficios despreciables, puesto que en el taller no puede haber nada de noble».

 
Cómo era tratado el trabajador

La ociosidad era en sumo grado apreciada, no solo como una ventaja de la cual era legítimo gozar, sino como un signo de superioridad social. Los ociosos se felicitaban orgullosamente de su privilegio, y los obreros manuales, sobre los que caía el fardo de las necesidades de la colectividad humana, ignoraban lo que podía ser una nota de respeto y más todavía un testimonio de simpatía. Paucis humanum vivit genus. El género humano vive para pocos. Es decir, la inmensa masa de obreros tenían que alimentar y llenar de todas las comodidades y refinamientos a unos cuantos zánganos de la sociedad, y, por encima de esto, eran de ellos soberbia y desdeñosamente despreciados.

Cicerón ha escrito: «Los obreros eran el fango de la ciudad». Estas palabras nos describen toda una situación.

Los obreros no sólo no gozaban de los derechos políticos que se reservaban para los nobles, pero ni siquiera de los derechos religiosos. El historiador Suetonio nos hace saber que los obreros, junto con los esclavos, eran rechazados de la plaza pública cuando se ofrecía un sacrificio expiatorio. Los obreros –la plebe– eran indignos de honrar a la divinidad como los otros hombres.

Por tanto, los trabajadores libres, miembros de la plebe, eran sí reconocidos como ciudadanos, pero sin igualdad de derechos. Su tratamiento económico no estaba entonces regulado por las normas de la justicia social.

Pero el hecho más grave es este: en el Imperio romano, cuando Cristo aparece, los trabajadores libres formaban una minoría, puesto que los trabajos manuales, ya industriales, ya agrícolas, casi todos estaban confiados a los esclavos, hasta el punto de que trabajo manual fue equivalente de trabajo servil (o sea trabajo de siervos, palabra que entonces significaba esclavos).

Un pequeño mundo de ricos, ociosos, que hace trabajar a un mundo inmenso de pobres esclavos: he aquí el cuadro repugnante de la sociedad pagana del tiempo de Jesucristo.

 
Condición social del trabajador esclavo

Los esclavos no eran considerados como hombres, sino como bestias, como máquinas, como mercancías. Por tanto, ningún derecho para ellos. Tenían que trabajar, pero sin salario propiamente.

Los esclavos eran propiedad del amo. Eran comprados o vendidos, como los animales, en el mercado público. El precio era más o menos elevado según la edad, el sexo, las fuerzas, la belleza...

Eran empleados no sólo para servicios domésticos, sino también para trabajos productivos. Ejercitaban en condiciones inhumanas el trabajo de los hornos y de las minas. Plauto refiere estas palabras de un minero apenas salido de una mina de mármol: «He visto con frecuencia los tormentos del infierno representados en pintura; pero el lugar del cual vengo es el infierno verdadero. Allí el cuerpo es quebrantado enteramente por el trabajo y la fatiga».

El trabajador esclavo era un ser sin ninguna defensa. El amo podía hacer de él lo que quería. Hoy existen las leyes para protección de los animales. Entonces ninguna liga para la protección de los esclavos. Eran tratados peor que las bestias.

El esclavo de hecho era la victima predestinada de la cólera, de la crueldad, de la avaricia, de la concupiscencia del amo. A la menor falta era castigado con instrumentos de tortura, señalado con hierro candente. El amo podía aun matar a sus esclavos.

Su condición familiar era aún más penosa. En realidad estaban sin familia. No tenían el derecho de contraer matrimonio. Podían unirse cuando la humanidad o el interés del amo lo permitía. Y este podía romper la unión a su capricho. Y pasaba que a la muerte del señor fuesen ambos vendidos a diversos compradores. Los hijos de los esclavos eran propiedad del amo. Así en la unión de dos esclavos no veía más que un medio para enriquecer su patrimonio. Eran un producto del capital, como los frutos del campo.

 
Fulgores de esperanza

Tal era, a breves rasgos, la condición social y familiar de los esclavos en el vasto Imperio romano.

Ciertamente hubo emperadores que hicieron leyes para proteger a los esclavos contra las feroces arbitrariedades de los señores. Pero quedaron en letra muerta y cayeron en desuso. Hubo también filósofos que levantaron su voz contra los malos tratos de los esclavos: Séneca, por ejemplo. Pero fueron gritos en el desierto.

Era menester cambiar primero las opiniones. Era necesaria una profunda revolución ideal, capaz de desarraigar aquel error fatal que dividía a la Humanidad en dos partes.

La esclavitud había arraigado tan profundamente en la sociedad pagana, que ningún hombre, aun extraordinario, habría podido hacerla desaparecer. La gangrena había invadido todo el organismo. Se requería un milagro, una fuerza sobrehumana.

Demos gracias a la divina Providencia: esta fuerza bajo realmente del cielo.

Precisamente en los días en que la esclavitud había llegado hasta el fondo de sus horrores, apareció Aquel que un día tenía que dirigir a la masa de los obreros oprimidos estas palabras de consuelo y de esperanza: «Alzad vuestras cabezas, porque vuestra redención está cerca».

Cuando los obreros estaban resignados por fuerza en esta suerte injuriosa, o revolucionados a intervalos contra esos odiosos rigores, jamás habían llegado a suponer, ni aun como una esperanza quimérica, que en medio del desdén de las voces de la tierra indiferentes a su desgracia, una voz del cielo iba a anunciar un día en medio de resplandores: «Hijos del trabajo, escuchad lo que os anuncio: sabed que entre vosotros va a nacer un Dios».

Y aparece sobre la tierra el Salvador del mundo, aquel Salvador que había sido ya prometido al primer hombre después de su prevaricación. Los profetas de Israel hacía siglos que lo habían ya anunciado. Nace en Belén de Judá, como lo había profetizado Miqueas. Sus padres están en la pobreza, su cuna es un pesebre donde se pone el pienso de los animales. A este Rey del mundo no son las clases aristocráticas las primeras que le hacen compañía. Son trabajadores que se ganan la vida guardando los rebaños por los campos de los alrededores de Belén.

 
Jesucristo y el trabajo

¿Y cual será la primera ocupación de este Dios hecho hombre, de este Dios que con una sola palabra suya sacó los mundos de la nada? ¿Comenzará haciendo alarde de su infinito poder? ¡Ah! no; he aquí que su primera ocupación es restablecer el trabajo, aquel mismo trabajo en que se empleaban los obreros de su tiempo. Podría uno decir que fue su principal ocupación, a juzgar por la duración. Desde su infancia se pone a la obra en un pequeño taller de pueblo, taller sin hermosura y sin esplendor, sin otra riqueza que piezas de madera y algunos utensilios y allí persevera hasta los treinta años. Todos los que pasan por delante de aquel taller pueden llamar a la puerta; efectivamente, allá se dirigen clientes insignificantes que van a hacer sus pedidos y a arreglar sus cuentas. Pues mirad: en esa Catedral de miseria es donde reside el Todopoderoso. Y tan pegado está a su taller, que se le ha designado con el nombre de su profesión. Como en los pueblos se dice Fulano es el herrero, Fulano el panadero, Fulano el zapatero, así en Nazaret no se dice otra cosa de Jesús sino que es el carpintero del pueblo, hijo de un carpintero.

grabado
...contemplad a Jesucristo en el taller de Nazaret.

Y a este carpintero le bastaría decir una palabra y las piedras se convertirían en pan; podría hacer un gesto solamente, como lo hará más adelante cuando se trate de alimentar a millares de personas hambrientas, y los panes se multiplicarían en sus manos como se multiplicarán en el desierto; le bastaría expresar el más pequeño deseo, y todos los seres de la Creación se pondrían a su servicio. Pero no; quiere ganar el alimento con el trabajo, con el esfuerzo penoso de todos los días; quiere hacer lo que hacen y han de hacer tantos hermanos suyos, a los que ama tiernamente: ganar el pan de cada día con el sudor de su frente.

Quiere conocer Él mismo experimentalmente la fatiga del esfuerzo muscular para que después pueda decir a los hijos del trabajo: «Venid a Mí todos los que estáis agobiados y trabajados, que Yo os aliviaré; venid a Mí que sé lo que es la fatiga, el sudor, el cansancio». Y así este Obrero divino, que ha creado jugando los mundos suspendidos en la inmensidad, está penando ejerciendo los trabajos más rudos. Sus manos, que más adelante serán atravesadas por clavos, se hieren al manejar el martillo. Su espalda, que se encorvará bajo el pesado madero de la cruz, se encorva ya bajo las pesadas cargas de madera; en el calor ardiente de los días de verano, su frente mana sudor y se prepara así para sudar sudor de sangre. Hermanos míos de la clase trabajadora, contemplad a Jesucristo en el taller de Nazaret; adorad aquellos miembros adorables que han conocido vuestros cansancios; adorad aquella carne magullada en la que se han escrito vuestros sufrimientos.

 
La fuerza del ejemplo

Y ahora pregunto: ¿Por qué el que había de llenar de su gloria el mundo entero se ha inmovilizado tanto tiempo en este corto horizonte? Se hubiera podido emplear en otras ocupaciones, aparentemente más útiles, aquel gran Sacerdote nuestro que está oculto bajo estos vulgares vestidos de carpintero. Hacía tantos siglos que la Creación le esperaba para renovar todas las cosas divinas y humanas, y he aquí que se emplea tantos años en fabricar arados, artesas, cofres, sillas, mesas, camas... Otro hombre hubiera fabricado muy bien yugos de bueyes o manceras del arado. ¿Por qué ha retrasado su obra divina confinándose durante tanto tiempo a esas ocupaciones materiales, al parecer, de un interés tan mediocre?

¡Ah! Para proclamar a la faz del cielo y de la tierra la grandeza del trabajo y para levantar a los artesanos del desprecio en que les había tenido el mundo anterior a Él. Por su ejemplo decisivo, Jesús señalaba la imperiosa obligación de la cual nadie se puede eximir, ni el mismo Hijo de Dios. El Hijo de Dios, con su ejemplo, condena al hombre que rehúsa hacer su labor, aunque sea un espíritu distinguido. Glorifica al que cumple con la suya, aunque esta labor sea vulgar y le ensucie los dedos. A todos, con su ejemplo soberano, el Restaurador de la ley bíblica viene a decir que ser perezoso es una tara, que ser trabajador es un deber y una nobleza.

Cristo da el ejemplo. Él es el Señor del Universo y trabaja. Luego todos tienen que trabajar. El rico, que está ya pagado de antemano, viene obligado como los otros a hacer su jornada de trabajo. Aunque con el trabajo no tenga que ganar su pan, le está mandado utilizar sus fuerzas. Desprendido del cuidado de atender a sus necesidades personales, tiene el deber con su trabajo de hacerse útil a sus hermanos. El rico, sea cualquiera la cifra de sus rentas, estará obligado a no dar a sus hermanos el espectáculo irritante de un parado para quien el reposo no es la consecuencia inevitable de una crisis, sino el género de vida que ha elegido, su profesión perpetua y muy querida, el no hacer nada.

No quiere ello decir que todos los hombres se han de dedicar a una ocupación manual, pero todos deben emplearse según sus aptitudes en servir a Dios y al prójimo. En esta cooperativa universal formada por toda la Humanidad, los trabajos son variados. El trabajo de la caridad alivia la inmensa miseria de la muchedumbre; el trabajo intelectual eleva los espíritus; un pueblo sin artistas, sin sabios, sin pensadores, sería un rebaño. El trabajo espiritual tiene su importancia particular; una sociedad sin educadores, una sociedad sin sacerdotes se envilecería en la búsqueda única de los bienes materiales. «Quitad a los sacerdotes de la sociedad –decía el Santo Cura de Ars– y dentro de veinte años los hombres adorarán a las bestias». El trabajo de los dirigentes de la industria es precioso para la producción de la riqueza.

 
Grandeza del trabajo manual

Pero los que os dedicáis al trabajo de brazos, estad orgullosos de vuestra suerte. Sabed, acordaos, pensad que el trabajo de brazos no es la suerte vergonzosa de los parias que un nacimiento desgraciado ha reducido a esta necesidad degradante; es la condición gloriosa, la del trabajo de brazos, la que un Dios ha elegido libremente, cuando se hizo hombre libremente por amor a los hombres, y trabajador, por amor a vosotros, los trabajadores.

En los tiempos del viejo paganismo, cuando la sociedad llenaba de insultos y de injusticias a los trabajadores, sin que ningún pensador ni nadie se levantase en su defensa, la Iglesia tuvo la sublime audacia de conducir a los patricios más infatuados por su grandeza hasta el humilde dintel de Nazaret, presentándoles, en este pobre reducto, a un joven Carpintero, con los músculos en tensión, con las venas hinchadas, ocupado en levantar vigas y manejar el cepillo y dijo la Iglesia a estos soberbios: «Arrodillaos ante esa polvareda, besad los pies de este trabajador, adorad a este obrero, amadle, y por amor a Él amad a todos sus hermanos, los trabajadores que penan, aun los más pequeños, porque sabed que ese es vuestro Dios».

Si un rayo de luz ha descendido sobre las masas proletarias, duramente ultrajadas en la sombra de las civilizaciones pasadas, del taller de Nazaret han salido esas primeras claridades regeneradoras.

Dos cuadros lo dicen de una manera impresionante. Trasladaos con la imaginación al vestíbulo de la Oficina Internacional del Trabajo, en Ginebra. Una vidriera, dibujada por los alemanes, evoca en una visión casi dolorosa lo que es a menudo la vida de los trabajadores; herreros, mineros, trabajadores de brazos fuertes, de rasgos duros, de rostro cansado, llevan en sus miembros la señal de su largo esfuerzo dado y que es menester empezar cada día de nuevo para no morir de hambre. ¡Ah! ¡Cómo abate esta tarea perpetua cuando uno no conoce su grandeza divina!

Pero allí cerca, un fresco ofrecido por los sindicatos cristianos de Francia proyecta sobre esta escena brutal una dulzura religiosa. Es Jesucristo en la tarde de su jornada de trabajo. Sentado a la puerta de su taller, entre las tablas que hace poco descuartizaba, se entretiene con compañeros que vuelven de la fábrica o de la tierra. Un círculo de simpatía se extiende a su alrededor: se le escucha con emoción. Bajo las influencias de las ideas que expresa, rostros tristes o sombríos se esclarecen con una expresión mejor. Este pueblo, sorprendido, descubre que su destino es hermoso y que merece ser amado, si uno lo comprende y si uno lo organiza como lo explica este joven Artesano con pensamientos tan elevados y con un corazón tan generoso. Todo un mundo nuevo comienza a aparecer ante los ojos soñadores. Esta segunda escena merece bien el título dichoso que lleva: simboliza excelentemente el trabajo cristiano.

«Nadie ha hablado como este hombre», decía la muchedumbre maravillada al oír a Jesucristo. Nadie, podemos decir con una emoción particular, ha hablado del trabajo como Él. Ningún otro profeta popular predica tan bien a sus hermanos el cumplimiento concienzudo del deber que llena su vida.

 
La acción de la Iglesia

Jesucristo ha hablado del trabajo y ahora es ya la Iglesia por Él fundada la que tiene la palabra. Jesucristo había exaltado a los trabajadores, a los humildes, a los pobres, y con esta exaltación comenzó, como decía Toníolo, el ocaso de una civilización milenaria mundial erigida sobre una pirámide de oprimidos. Recogiendo y prosiguiendo en estos divinos ejemplos, la Iglesia, ya desde sus primeros tiempos, trono contra las usuras devoradoras, contra la explotación de los débiles, contra el embrutecimiento de la dignidad de los trabajadores.

He aquí las enérgicas palabras del Apóstol Santiago contra los ricos que desangran a sus trabajadores: «Tiempo es, ¡oh ricos!, de que lloréis y deis alaridos por las miserias que os aguardan...; porque el salario de los trabajadores que han segado vuestros campos y que vosotros habéis defraudado, grita contra vosotros; y este grito ha llegado hasta los oídos del Dios de los Ejércitos». El catecismo católico enseña todavía hoy que el defraudar el salario a los obreros esta entre los cuatro pecados que reclaman venganza ante Dios.

El principal beneficio que recibió el mundo del trabajo de manos de la Iglesia fue la abolición de la esclavitud. No es que predicase una cruzada contra la esclavitud ni excitó a los esclavos a la rebelión. Comenzó la reforma en los ánimos y con sus enseñanzas llevó a cabo una obra transformadora de las conciencias, pues enseñó desde el primer momento una doctrina sanamente igualitaria: todos los hombres son iguales ante Dios. La palabra de San Pablo: «No hay diferencia alguna entre el esclavo y el hombre libre», en la vida litúrgica fue pronto una realidad. El amo cristiano había de mirar en su esclavo no solo a un hombre, sino un hermano, y carísimo. «Porque comemos un solo pan eucarístico, todos los cristianos somos un solo cuerpo místico, el mismo cuerpo de Cristo». Los esclavos eran admitidos aun al Sacramento del Orden. Hubo Papas esclavos, como San Calixto. La Iglesia aprobó el matrimonio entre libres y esclavos. Elevó a los altares a los esclavos. La Iglesia, aun perseguida por los poderes públicos, comenzó pronto a trabajar por la emancipación completa de los esclavos favoreciendo las liberaciones, que devolvían a los esclavos la libertad y la dignidad humana. La Iglesia, después de la conversión de Constantino, inspiró a los emperadores romanos leyes buenas contra el abuso de la esclavitud.

La Historia ha grabado en bronce esta verdad que ninguna mano sectaria podrá borrar: la abolición de la esclavitud, vituperio del trabajador, es un merito de Jesucristo y de su Iglesia.

 
Ora y trabaja

Si Jesucristo ha exaltado el trabajo, la historia de la Iglesia es también la historia de la dignificación del trabajo. Los monjes de la Tebaida y los anacoretas dispersos por los montes y por las soledades del Oriente afinaban su espíritu con el rudo trabajo del campo. En la Regla de San Basilio los religiosos debían ocuparse establemente en algún oficio. Como San Basilio en Oriente, San Benito en Occidente suscitó aquellas gloriosas falanges de monjes que se hicieron tan beneméritos, con su vida intensamente laboriosa, del progreso de Europa. «Estos indomables trabajadores –dice Montalembert, el más insigne historiador del monaquismo occidental– han cultivado las almas de nuestros padres igualmente que el suelo de la Europa cristiana. Donde quiera se pregunte a los monumentos del pasado, no solamente en Francia, sino en toda Europa, en España como en Suecia, en Escocia como en Sicilia, por todas partes surgirá la memoria del monje y la huella mal borrada de sus trabajos, de su poder, de sus beneficios, del humilde surco por él trazado».

Fueron los monjes los que dieron el gusto del trabajo honrado a tantas poblaciones hasta entonces aficionadas a pillajes y a batallas. Las manos de los pueblos bárbaros invasores de Europa dejaron caer sus lanzas para tomar el yugo y romper el suelo de Europa al llamamiento de los representantes del Dios-obrero.

 
Las corporaciones medievales

Bajo la influencia de la Iglesia surgieron después aquellas potentes corporaciones de la Edad Media de artesanos y trabajadores de toda categoría que en tan alta estima tuvieron el trabajo manual, instrumento de elevación y santificación de la vida del obrero. Inspiradas de pensamientos religiosos aquellas corporaciones enseñaron a sus miembros el amor a la obra bien hecha, la afición al taller, la piedad hacia la obra maestra y obtuvieron para ellos un sitio de honor en la ciudad.

«Hubo un tiempo en la historia social de Barcelona –dice Torras y Bages– en que el trabajo manual llegó al cenit de su gloria; cuando aún otros muchos pueblos eran esclavos de una estrecha preocupación, que limitaba la aristocracia de la tierra a los que profesaban las artes de la guerra o de la política, en Barcelona los que ejercían de industriales o menestrales obtenían el predominio público. La Iglesia Catedral, alma mater de la ciudad, es un símbolo expresivo de la dignidad obtenida por el trabajo manual. No hay casi en ella ostentación de escudos heráldicos que designen las sepulturas de gente aristocrática; en cambio abundan las sepulturas, la casi totalidad de ellas selladas con los signos de oficios que en otras tierras se consideraban viles: del zapatero, del sastre, del albañil, del carpintero y de otros por el estilo».

Es que el pueblo cristiano vio el idealismo a través de la materia. Y en el trabajo manual encontró los gérmenes del más alto idealismo. Es que Jesucristo, al escoger para nacer una casa de menestrales y al querer Él mismo trabajar con sus manos, inauguró una nueva aristocracia, la aristocracia del trabajo, descubrió a los ojos de los hombres una dignidad mayor que la dignidad de las riquezas: la dignidad del trabajo.

 
Otra vez el trabajo sin Cristo

Pero llegaron unos momentos en la historia de la Humanidad en que esta gloriosa epopeya del trabajo cristiano iniciada por Jesucristo y continuada con tesón sin par por la Iglesia a través de los siglos, se interrumpió en aquella época en que las conciencias de los pueblos comenzaban a apostatar ingratamente de la civilización cristiana y de los valores que Ella había introducido en este mundo. Borradas u oscurecidas las huellas cristianas en la sociedad, resultó que el mundo de la industria y del trabajo no estuvo preparado para el auge que tomó el capitalismo en tiempo de los primeros inventos industriales. Entonces, desaparecido el espíritu cristiano, ya no podía dominar más fuerza que la de un burdo materialismo y un afán desmesurado de lucro. El capitalismo fue creando centros fabriles y mineros, concentración de industrias, reclutó para ello muchedumbre de obreros, pero sin atender a las exigencias cristianas de la dignidad del trabajo.

No vio el capitalismo en el obrero a un hermano de Jesucristo. Era una época en que el mundo se empeñaba en desterrar a Jesucristo y a la Iglesia de los Estados y de la sociedad. Pues bien: reducida a la nada la influencia de la Iglesia, en adelante ya no se vio en el obrero más que una máquina. El paganismo había considerado en el esclavo una cosa: la economía liberal no vio en el obrero más que una máquina. Fuera de las dulces influencias de Jesucristo, el obrero se convirtió en una máquina o en una pieza más del engranaje de una máquina. Y, por tanto, respecto de él ya no llegó a haber otra preocupación que ésta: que rinda, a manera de máquina, todo lo que pueda y con el menor coste posible. «¿Qué importa a los empresarios –decía Villeneuve en 1828– la edad, la fuerza, la moralidad y la inteligencia de los hombres máquinas?». O se consideró el trabajo del obrero como el fruto de una máquina, el producto, la mercancía, y se cotizaba en el mercado como si fuera una de tantas mercancías. ¿Que había abundancia de trabajo? Se rebajaba automáticamente el precio de la mercancía del trabajo, sin tener en cuenta para nada las exigencias de su dignidad.

 
La Iglesia protesta

Y los poderosos del mundo callaban ante esa degradación universal del trabajo. Sencillamente, decían que todo ello era una consecuencia inevitable del torbellino del desarrollo vertiginoso de la industria. Pero no pudo callar el representante en la tierra del Dios-obrero, el Vicario de Jesucristo, que veía envilecidos de aquella manera a sus hijos los trabajadores de todo el mundo, y levantó su voz de protesta que se dejó oír por todos los ámbitos del mundo del trabajo. «Es vergonzoso e inhumano –decía León XIII en 1891– abusar de los hombres como si no fuesen más que cosas, para sacar provecho de ellos y no estimarlos en más que lo que dan de sí sus músculos y sus fuerzas». Y al cabo de 40 años repetía su sucesor Pío XI: «Muchos de los patronos utilizaron a los obreros como meros instrumentos, sin preocuparse nada de sus almas y sin pensar siquiera en sus intereses superiores».

No es de extrañar que la Iglesia, que había elevado el trabajo a tanta dignidad y estima, reaccionase enérgicamente contra el embrutecimiento del mismo y contra la inferioridad que lo penetraba desde los albores de la economía capitalista. No podía consentir el Papa que se convirtiese al obrero en una maquina de fabricar dividendos.

El Papa recordó la eminente dignidad de aquellos a los que un Dios había tratado con tantos miramientos. «La primera cualidad que tiene el trabajo –enseñaba León XIII– es que es personal, porque la fuerza con que se trabaja es inherente a la persona, y enteramente propia de aquel que con ella trabaja». De aquí, de la persona, veía el Papa cómo afluía la dignidad intrínseca del trabajo, y la persona, como tal, posee una superioridad y unas prerrogativas que la colocan en el vértice de la pirámide cósmica y la hacen el más grande de los valores terrenos.

Por tanto, si el trabajo es personal, no es sencillamente una función mecánica, como la de un motor eléctrico o hidráulico o la de una maquina de vapor; no es tampoco un simple esfuerzo muscular, como el del caballo, sino que es un hecho de la inteligencia y de la libertad, de la conciencia; es un hecho que se eleva al orden moral. Por esto todas las individuaciones concretas del trabajo, desde la profesión más ambicionada hasta el oficio tenido por más vil, todas tienen un denominador común, el valor que les da la persona, carácter que deja el obrero estampado en la obra que ejecuta, como hermosamente lo dice el mismo León XIII: «Cuando en preparar estos bienes naturales gasta el hombre la industria de su inteligencia y las fuerzas de su cuerpo, por el mismo hecho une a sí aquella parte de la naturaleza material que cultivó, y en la que dejó impresa como una huella o figura de su propia persona ».

 
La Iglesia y la retribución del trabajador

Y volvía a repetir León XIII que la Providencia divina ha dado a la actividad profesional, cuando se ejerce como un valor, un precio límite, del cual no se puede bajar sin pecado. Palabra alentadora que el Papa sumergía en el régimen de la economía liberal como uno mete una barra de hierro en los engranajes de una máquina para pararla en el momento en que va a triturar a uno. En la terrible concurrencia industrial que los principios de la Revolución francesa de 1789 habían desencadenado sin piedad, se paró inflexiblemente la protección al derecho de todo hombre a vivir de su trabajo.

Que el salario debía corresponder a las exigencias vitales del trabajador, era una tesis nueva en 1891, cuando habló el Papa. En las cátedras oficiales no se enseñaba esta doctrina. En el mundo de los negocios se tenía como irrealizable. Pero el Papa enseñó enérgicamente que es falso el prejuicio de que el salario corresponde únicamente a la obra hecha y que para nada ha de tener en cuenta las necesidades del trabajador. «El salario –decía como conclusión de su magnífico razonamiento– no debe ser insuficiente para la sustentación de un obrero que sea frugal y de buenas costumbres».

 
Pío XII y los obreros

Y no cejan los Papas en enseñar al mundo económico la excelsa dignidad del trabajo. «Quien desea –decía el Papa en su mensaje de Navidad de 1942– que la estrella de la paz nazca y se detenga sobre la sociedad, de al trabajo el lugar que Dios le señaló desde el principio. El que conoce las grandes Encíclicas de nuestros predecesores y nuestros precedentes mensajes no ignora que la Iglesia no titubea al deducir las consecuencias prácticas que se derivan de la nobleza moral del trabajo y en apoyarlas con todo el nombre de su autoridad». ¿Y cuáles son esas exigencias? Oíd al mismo Papa en el mismo mensaje: «La dignidad de la persona humana exige normalmente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar una propiedad privada, a ser posible a todos». «Estas exigencias de la nobleza moral del trabajo –continúa diciendo el mismo Papa– comprenden, además de un salario justo, suficiente para las necesidades del trabajador y de la familia, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una segura, aunque modesta, propiedad privada a todas las clases del pueblo».

Y todavía, en 1943, a los 20.000 obreros reunidos en la plaza de San Pedro, de Roma, les dice que al obrero, hay que darle por su trabajo una retribución que incluya dentro de sí la cuota llamada vulgarmente de salario familiar para el mantenimiento suyo y de su familia: lo suficiente para una educación, al menos primaria, de sus hijos; lo suficiente para evitar los riesgos de imprevisión, vejez y enfermedad. O lo que es lo mismo, que a trueque del trabajo se le asegura al obrero la vida entera, por lo menos en cuanto a lo necesario para subsistir. Estas, según el Papa, son las exigencias de la dignidad cristiana del trabajo

 
Las peregrinaciones de los obreros a Roma

Y no fueron esos 20.000 obreros italianos de 1943 los primeros que acudieron personalmente a oír la palabra alentadora del Papa. También en los tiempos de León XIII los obreros de diversas naciones se sintieron alentados por las enseñanzas del Papa sobre la dignidad del trabajo y acudieron agradecidos a postrarse a sus pies. Se forma la primera peregrinación en Francia en 1887; 1.800 obreros franceses se dirigen en trenes especiales a Roma. Dos años después otra peregrinación de 10.000 obreros franceses, en 17 trenes especiales, se van sucediendo en Roma durante seis semanas de entusiasmo y de bendiciones, obreros de todas las provincias y de todas las industrias. Y en la audiencia solemne de apertura, el 20 de octubre, no teme el Papa, delante de ese inmenso auditorio obrero, exponer largamente las obligaciones que, para la solución del problema social, incumben no solamente a los asalariados, sino a todos: al rico, como expresa Tertuliano, creado para ser el tesorero de Dios sobre la tierra; a las clases dirigentes que deben poner un freno al deseo insaciable del lujo y los placeres; a los poseedores del poder, que deben dejar en libertad a la Iglesia y mediante medidas equitativas garantizar los intereses de las clases trabajadoras; a los patronos, en fin, que han de considerar al obrero como a un hermano, endulzar su suerte, edificarle con el buen ejemplo y, sobre todo, no salirse nunca, en detrimento suyo, de las reglas de la justicia y de la equidad, en prosecución de ganancias y beneficios rápidos y desproporcionados. Y creyó el Papa que después de haber hecho así la parte a cada uno tendría más fuerza para recordar a los humildes que le escuchaban la práctica fiel de sus deberes religiosos, domésticos y sociales.

¡Qué magníficas audiencias dispensaba el Papa a sus obreros! ¡El Papa, Vicario de Jesucristo, rodeado de los hijos del trabajo! A las 8 les decía la misa y se quedaba con ellos hasta la una de la tarde. El Papa se prodigaba tomando en sus manos a aquellas rudas figuras inundadas de lágrimas de felicidad y se informaba con una indecible familiaridad de todo lo que tocaba a su familia, a su país, a su oficio. Y cuando los obreros entonaban la oración por el Papa, éste sollozaba en su reclinatorio. En los quince locales donde comían, servían a la mesa a los obreros prelados romanos, que pertenecían a la Corte pontifical o revestidos de las más altas funciones, como el arzobispo de Tiro. Los obispos franceses presentes en Roma servían a los obreros también cada mediodía en salas diferentes. «Jamás, escribía el Cardenal Langénieux, príncipes, ni señores, nobles ni poderosos, han sido colmados en el Vaticano de más grandes honores y sobre todo de afecciones más tiernas que estos delegados de los trabajadores franceses. Los obreros estaban llenos de admiración y se decían entre ellos: ahora comprendemos que es más grande honor servir que ser servidos.»

Y publicada ya la Encíclica Rerum Novarum sobre la condición social de los obreros, son ya veinte mil los trabajadores franceses prestos a ir a Roma para mostrar su agradecimiento al Papa.

Y los obreros españoles no quisieron ser menos. ¿No era la clase trabajadora la verdaderamente favorecida con la Encíclica Rerum Novarum? Pues la misma clase obrera tenía que llevar el testimonio de gratitud de los obreros españoles. Seis barcos de la Transatlántica esperaron en los puertos de embarque la llegada de los peregrinos, y León XIII tuvo el consuelo de bendecir emocionado a más de 18.000 obreros españoles, que, acompañados de 24 señores Obispos y del Cardenal de Sevilla, acudieron de todos los rincones de la Península.

 
¡Mentira!

Entre las muchas ilustraciones y caricaturas antirreligiosas que el comunismo ruso difundió por el mundo, una representa, sentados alrededor de una mesa, a Jesucristo y a un capitalista, que discuten... ¿De qué discuten? Del modo de explotar al trabajador.

Pensando en los desgraciados autores de este sacrílego dibujo, uno no puede menos de exclamar: «Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

¡Qué tergiversación de la realidad! ¡Qué profanación de la Historia! ¡Cuánta ingratitud! ¡El divino Obrero de Nazaret, Aquel que ha restituido al trabajador su libertad y dignidad, el flagelador de toda injusticia y de toda violencia, representado como un aliado de los explotadores! ¡Cristo y su Iglesia, aliados de los ricos! ¡El ministro de Jesucristo, gendarme del capitalismo! ¡Su religión, opio del pueblo! ¡Mentira, mentira!

 
Verdades inexpugnables

La verdad es ésta: sin el cristianismo, que trajo al mundo tantos fermentos de civilización, el trabajador estaría todavía hoy en la abyecta condición del esclavo de la edad pagana.

La verdad es ésta: todos aquellos que hoy, bajo cualquier cielo, se esfuerzan por mejorar las condiciones materiales y morales de las masas trabajadoras, todos los sinceros fautores de la causa del proletariado, respiran y viven, aunque sea inconscientemente, en la atmosfera creada por los veinte siglos de propaganda cristiana, y andan en un surco trazado por la mano de Cristo.

La verdad es ésta: todos aquellos que con ánimo sincero y por vías rectas procuran el verdadero bienestar del proletariado, por esto mismo trabajan con Cristo y por Cristo, aunque no conozcan a Cristo.

La verdad es ésta: si sobre la tierra Cristo no hubiese pasado, no habría hoy hombres ni partidos que han hecho su bandera de las reivindicaciones de los derechos del trabajo, aunque por una inicua ironía hayan escrito sobre esta bandera: ¡Abajo Cristo!

Al pie del monumento sepulcral de León XIII, en Letrán, se yergue la figura viril de un obrero, que levanta hacia el Papa de los obreros, en señal de agradecimiento, sus fuertes brazos, de los cuales cuelgan dos trozos de cadena rota. ¡Figura simbólica del trabajador redimido!

FIN

Publicado por Edit. Vicente Ferrer, Valencia, 200 - Barcelona


Colección popular Fomento Social

CON LICENCIA ECLESIÁSTICA

Publicados

N.° 1.– Pío XII y la cuestión obrera, por M. B.

 »  2.– Demostración científica de la existencia de Dios, por Ignacio Puig.

 »  3.– La elevación del proletariado, por Joaquín Azpiazu.

 »  4.– Por qué está mal el mundo, por José A. de Laburu.

 »  5.– La dignidad del trabajo, por Martín Brugarola.

 »  6.– Demostración científica de la existencia del alma, por Jesús Simón.

 »  7.– Obrero y creyente ¿por qué?, por J. C.

 »  8.– Entre obreros. Hablemos del amor, por J. V.

En preparación

 »  9.– La reforma social, por Alberto Martín Artajo.

 »  10.– ¿Quiénes son los Curas?, por Andrés Casellas.

 »  11.– Dom Bosco y los obreros, por Aresio González de Vega.

 »  12.– Cómo pasé del error a la verdad, por Luis Nereda.

 »  13.– Los Obispos y la cuestión obrera, por M. B.

 »  14.– Obreros mártires del Cerro, por Florentino del Valle.

 »  15.– De comunista a católico, por Enrique Matorras.

 »  16.– La felicidad en el hogar, por Ernesto Gutiérrez del Egido.

 »  17.– Un modelo de participación en los beneficios, por José M. Gadea.

 »  18.– Los milagros de Jesucristo ante la ciencia, por Antonio Due Rojo.

Octubre 1945 – Es propiedad

Editorial Vicente Ferrer, calle Valencia, 200 - Barcelona

[ Versión íntegra del texto y las imágenes impresas sobre un opúsculo de papel de 32 páginas, formato 120×170mm, publicado en Barcelona, en Octubre de 1945. ]