Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Prólogo de un libro que tal vez no se escriba
La Escuela Moderna, octubre 1905

 

Se sabe que todas las cosas se van produciendo mediante la destrucción de otras cosas. Y la destrucción ¿no es en sí misma un género de creación? El fuego que desorganiza la materia ¿no está produciendo una gran combinación química? ¿No afirmamos implícitamente algo, siempre que algo negamos? Nos atrevemos a creer que la destrucción es, en muchos casos, la más excelsa de las creaciones y que la negación constituye la afirmación más rotunda.

Se destruye la nebulosa al rasgarse en mil partes, germen y sustentáculo cada una de incontables miradas de seres; se destruye, al dividirse, la célula matriz de otras células; pulverizan las olas del mar ásperas rocas, formando con su polvo playas tranquilas; barren furiosos aguaceros las altas tierras, para formar risueños y fecundos valles; desintegran las fuerzas vivas del animal las sustancias que ingiere, constituyendo con ello y con los actos que de ello se derivan esa creación continuada que se llama vida orgánica. En la lucha por la existencia se manifiestan los fenómenos de destrucción y creación más tangibles y groseros; tanto, que si no se refiriesen a la generación negarían la ley general; pues el organismo que destruye otro organismo, suprime sin reponer, al pronto; aniquila, en cuanto esta palabra puede emplearse, sin crear inmediatamente; pero crea luego, pues la nutrición parece ser el antecedente de la procreación.

De otra parte, la «selección natural», efecto de la «lucha», nos dice que mediante esta se conserva y perpetúa lo mejor. En la lucha de las ideas debe ocurrir lo propio, y la crítica representa aquí la selección, o mejor dicho, el arma de combate, el medio para que lo peor se olvide y se exalte, o parezca robusto lo mejor.

Y en cuanto a negaciones creadoras, ¿no se considera ya como axiomático que todo progreso efectivo de la humanidad se ha debido, antes que a afirmaciones claras, a grandes negaciones rotundas? Negación contra los abusivos privilegios del patriciado, las sublimes retiradas al Aventino, por cuya virtud la democracia iba imponiendo su reinado, coronando al gran pueblo; negación contra el poder ominoso de los señores feudales, la revolución de los comunes en la Edad Media y su oscura, sombría gestación en las «misas negras» y las reverentes hechicerías de las «brujas»; negación contra la omnímoda autoridad de los pontífices, la «cuestión de las investiduras», y contra el endiosamiento pagano de esa autoridad, el movimiento que comenzó como «protesta» y se desarrolló en afirmaciones fecundas; negación contra el opresivo poder del trono, la magna revolución cuyo ulterior desenvolvimiento constituye la sustancia de que aun vive la política de las naciones cultas; negación, por último, contra el acotamiento de los bienes de la vida por el capital, el inmenso clamoreo que resuena por los ámbitos del mundo, amenazando por convertirse en huracán que derrumbe lo existente, sin que se haya trazado todavía el plano de construcción del nuevo social edificio.

Y en la vida ordinaria, ¿no implica mayor energía decir no, que lo contrario?

La verdadera negación, el nihilismo, lo infecundo, la sombra de la nada, es eso que en mecánica se llama inercia, silencio en acústica, mutismo en el lenguaje, hibridismo en zoología, pasividad en política, neutralidad en diplomacia, desierto en geografía, positivismo en metafísica; y en amor y en religión, indiferencia.

Lo propio sucede en el orden de los sentimientos: el enojo, el enfado, la ira, la indignación, el odio, por ser negaciones exageradas, envuelven afirmaciones vehementes; la repulsión hacia lo que va pasando se resuelve en cierta unión mística con lo que vendrá; el horror a la realidad viviente supone complacencia en la idealidad vivida. ¿No es el enojo una especie de repulsión del sentimiento estético, y el enfado, un juicio moral que mueve a la protesta, y la ira, como la acentuación, por modo negativo, de cuanto constituye nuestra personalidad, y la indignación, un choque ideal trágico, análogo al cómico de la risa? ¿No ama quien aborrece?

No, no son absolutamente opuestas la afirmación y su contraria. Dejando aparte la identificación hegeliana de los opuestos, puede decirse que el juicio negativo y el afirmativo, hipotéticos sobre el propio objeto, se hallan en un mismo plano de la conciencia, sin estar paralelos realmente, aunque así lo considere la lógica abstracta; pues siendo aquellos juicios relativos a teorías previas, y siendo éstas, como todo producto de la actividad psíquica, modificables por mil derivaciones y enlaces, la afirmación y la negación no se encuentran siempre en la misma posición, y la convergencia puede verificarse. De aquí el aserto, generalmente admitido, de «en todo error hay algo de verdad».

En fin, si en la inteligencia humana no hay nada absoluto, la contrariedad entre la afirmación y la negación no puede ser tampoco absoluta.

* * *

La Pedagogía es un algo de complejísimo contenido, de distribución caótica, de contornos tan caprichosos, vagos o indefinidos, que ya se confunden con los de multitud de conocimientos sistemáticos, ya se reducen a tan estrechos límites, que apenas si aparece alguna que otra débil consecuencia del principio fundamental.

¿Y cuál es el principio fundamental de los conocimientos pedagógicos, el concepto propio de la Pedagogía?

Hasta ahora no sabemos de cierto –si en la Pedagogía, y formando cuerpo con ella, hay que buscar su propia raíz– sino la etimología de la palabra y las definiciones de los autores modernos, al sentir de los cuales es la «ciencia y el arte...»

Desde luego es ciencia y es arte. Tiene, como todo conocimiento, algo de ciencia; como toda práctica, algo de arte. ¿Pero es una ciencia? ¿Está constituida por un sistema de verdades ciertas y evidentes?{1} ¿Es un arte?{2} ¿Y a qué género de artes pertenece?

Y con respecto al fin de los conocimientos pedagógicos ¿qué decimos? ¡Que es el de la educación de unos seres racionales por otros! ¿No es esto?

Hay que decirlo así, estrictamente, para no salir del campo de lo incontrovertible.

Y bien, se dirá: ¿Aun queréis mayor precisión? ¿Pueden todas las ciencias hacer alarde de un fin más determinante?

Sin pararnos a objetar ahora que los conocimientos cuyo fin inmediato es el hacer pertenecen a las artes –«conjunto de reglas»– y no a las ciencias, cuyo fin próximo es el conocer, se nos ocurren multitud de preguntas, cuyas diversas respuestas posibles habrían de alterar muy mucho el concepto de la Pedagogía, si no en su sentido abstracto –teoría de la educación– como conjunto determinado y concreto de teorías, leyes o reglas, como tratado, como libro de los educadores.

La naturaleza del hombre, y especialmente la del hombre-niño, son el fundamento de la Pedagogía; y no decimos su objeto, porque entendemos que lo es de otras ciencias anteriores a la Pedagogía e independientes de ella. ¿Y cuánto hay que hacer en tales fundamentos para que puedan serlo sólidos y definitivos de construcciones inquebrantables, si bien sujetas a la ley del cambio (como todo lo constructivo, lo orgánico, lo combinado, lo derivado de lo incambiable –verdades evidentes), digan cuanto quieran de aquella solidez y estabilidad optimistas, atrevidos o entusiastas, generalmente interesados, por su fanatismo de escuela, en que se tomen como verdades definitivas sus opiniones, hipótesis e inducciones sin base completa, formuladas, eso sí, como conclusiones inductivas mediante la observación de todo lo observable en cada objeto y las comprobaciones experimentales correspondientes, con aplomo y rotundidad dogmáticas!...

Así, el concepto de la naturaleza de la psiquis, su origen, su destino y sus relaciones con lo fisiológico y lo cósmico, aun está sub judice; como también la multitud de cuestiones sobre los actos reflejos, la sensación, la emoción, la voluntad, la reflexión consciente, la libertad moral y las cuestiones prácticas derivadas de estas, pues la Psicología es el fundamento de las ciencias morales y políticas. ¿Y no podrá ser conmovida por estas cuestiones la casi axiomática creencia en la educabilidad del hombre?

En la moral propiamente dicha, reina de este grupo de ciencias y alma mater de la cultura universal, la que hace relación, no sólo a los fundamentos de la Pedagogía, sino más principalmente, a la finalidad práctica de la educación, existen direcciones tan varias y aun opuestas como el libertarismo, o cumplimiento sin freno por todos los hombres de los instintos naturales; el utilitarismo despiadado, inequitativo, de muchos materialistas y de los positivistas ingleses; el ascetismo; la filantropía de las escuelas espiritualistas; el misticismo; el frío, cuanto elevadísimo «imperativo categórico»; la justicia protestante, y la caridad católica; el individualismo aristocrático hasta lo satánico de Nietzsche; el neocristianismo de Tolstoy; la solidaridad de las escuelas socialistas; el nirvana indio, más o menos disfrazado en los pesimistas occidentales, sin que citemos la moral usual, encauzada en convencionalismos en cuanto a su forma, y utilitaria y materialista como ninguna de las escritas en su fondo, la más importante por el número incontable de sus fieles adeptos...

Que semejantes escuelas, que tan variadas ideas existen, e influyen en la conciencia humana humana y originan hechos más o menos lógicamente filiados a cada una, y ordenados en serie como cadenas de montañas, ya dispersos como cantos erráticos, poblando entre unos y otros la realidad ambiente de multiforme y desordenada variedad, es innegable. Inútil que los partidarios de una tendencia, que pueda parecer a ellos dominante y en camino de hacerse definitiva, prescindan de las demás. Ellas están ahí, solicitando la atención del pensador y disputándose el dominio del planeta.

Existen en el mundo –y vaya como ejemplo– una Iglesia Católica y mil Reformadas, cuyo influjo aunque olvidado por muchos –juzgar a los demás por uno mismo– es inmenso; cuyos fieles, más o menos fervorosos, pero sometidos a sus fundamentales enseñanzas, constituyen la mayoría de las naciones cultas, cuyos principios son acatados por los gobiernos...

¿Desdeñar sus doctrinas y enseñanzas?

¡Bien! Pero, no obstante, veréis libros, folletos, conferencias, discursos, debidos a hombres eminentes unos, ilustrados los demás, en los que se sustentan los principios morales del cristianismo y se proponen soluciones pedagógicas con ellos consecuentes.

Hacemos estas consideraciones y traemos a colación tales ejemplos previendo el juicio de los fanáticos de lo nuevo, que exclamarán desdeñosamente ante nuestras interrogantes: «¡Bah! Eso está solucionado. –Para vosotros contestaremos. Mas para todos, ni aun para la generalidad, ¿está solucionado?»

Y alguien ha de describir el campo de batalla, estudiar la fuerza de los combatientes, señalar sus flacos respectivos e indicar el limitado espacio que cada uno ocupa en medio del Universo indiferente. Que se derivan distintas «pedagogías» de cada una de las escuelas o direcciones apuntadas, es tan evidente, que ciego será quien no lo vea.

Ahora bien: ¿es que de las diferentes teorías, o mejor aún, de sus determinaciones pedagógicas, puede obtenerse una síntesis, hacer factible una resultante? Pero, ¿quién se ha propuesto tal trabajo? Cada uno labora en su viña. O bien, ¿es que se confía en que uno de los sistemas obtenga, mediante el tiempo, el triunfo definitivo? Confiésese, entonces, en que por hoy es imposible la unidad, aunque los porta-estandartes de la educación integral lo hayan intentado; pues la gran complejidad de ideas que informan esta teoría será quizá irreductible a síntesis lógica en el libro; mas no, seguramente, en la realidad, teniendo en cuenta, no ya las eternas dificultades intrínsecas del problema, sino la multitud de cuestiones que hay en litigio, como derivadas de los diversos conceptos filosóficos ya señalados, sobre la naturaleza y destino del hombre.

De otra parte, el concepto generalísimo y universalmente aceptado de la experiencia personal en la adquisición de conocimientos, se presenta ya vacilante en su aplicación pedagógica; pues mientras unos –la mayoría, sin duda– creen que debe servir para desarrollar la inteligencia y ampliar la libertad del pensamiento psicológico de tanta valía y tan universal crédito como Gustavo Le Bon, cree que debe convertirse, mediante ella, «lo consciente e inconsciente», haciendo derivar tal principio de la evolución biológica o filogenética– que parece haberse cumplido de tal manera.

Se dirá, tal vez, sea cual fuere la solución a las cuestiones señaladas en los párrafos precedentes, la educación ha de limitarse a desarrollar la personalidad embrionaria del niño; o de otro modo, que la educación no es proselitismo; que educar es desenvolverse; que nada le importa al educador la tendencia ascética, por ejemplo, si no ha de formar ascetas, sino hombres, ni aun podría conseguirlo, en la mayoría de los casos, aunque se lo propusiera.

Sí; ya sabemos que el niño no es «blanda cera» ni «tábula rasa». No, no se hace del hombre-niño lo que se quiere. Pero no puede negarse que le es imposible al que educa prescindir de sus principios, creencias, opiniones, sentimientos, costumbres, hábitos, prejuicios e ideales.

Y si afirmamos que semejantes manifestaciones no ejercen acción alguna sobre el educando, ¿cómo vamos a cimentar la eficacia de la educación, mejor dicho, ¿cómo vamos a afirmar la posibilidad de la educación? Si no existe sugestión alguna del educador sobre el educando, si las ideas de este –tomando la palabra ideas en su sentido más amplio– no influyen sobre aquel, ¿dónde queda el primer fundamento de la educación, la educabilidad humana? La palabra educación, más que la idea de desarrollo, que dicen los pedagogos, lleva envuelta, en el común sentir, la idea de sugestión, de acomodamiento del educando a la práctica de ciertos principios, aunque se observe en ese trabajo de adaptación artificial la norma de «no violentar la naturaleza».

En este sentido, como regla de procedimiento, creemos que se entiende comúnmente el «sequere naturam»; quedando, por lo tanto, en pie la cuestión de a dónde se ha de llevar al educando, y a que el como lo resuelve(?) el seqüere.

Precisa también hacer sentir que, supuesta en el niño la capacidad educativa que se quiera y en el maestro la educadora que mejor plazca, la educación de la escuela no es, ni con mucho, toda la educación. La escuela es el factor educativo más débil. La educación de la escuela es la que menos influye en la constitución moral definitiva del hombre; y no digamos nada de la mínima parte de influjo –perjudicial a veces– que le toca en la educación física.

A desentrañar, bajo la luz de una imparcialísima crítica, las cuestiones apuntadas en este prólogo y sus derivaciones y enlaces, tiende el presente libro.

Lograr cumplidamente este propósito es el ideal, al que no alcanzaremos seguramente, por grande que sea nuestra voluntad en ello y por vastos que fueran, que no lo son, sino muy escasos, nuestro saber y nuestra inteligencia.

Mas con haber planteado la cuestión, conmoviendo tanto infundado optimismo, y dando lugar a que se aclare y ordene por otros más inteligentes e ilustrados la colosal enseñanza que hoy constituye la Pedagogía, ante los deslumbrados ojos de los pedagogos, cegados por la luz de un ideal que brilla en lo imposible, creemos prestar un servicio a la educación.

Y aun esto nos parece mucho para nuestras fuerzas. Quedaríamos más tranquilos si nos pudiéramos decidir a emprender esta tarea. Pero hay algo superior al conocimiento de nuestra influencia que nos dice: «anda».

Y este algo no es vanidad, que en la hora de ahora, en que todo el mundo es «escritor», sería excesivamente pueril.

* * *

No es esta obra, según íbamos indicando, obra de propaganda. No es tampoco una «Pedagogía crítica»; sino una «crítica del estado actual de los conocimientos, ideas y prácticas pedagógicas». Aunque ambas cosas se parezcan en algo, creemos que difieren en mucho.

«Pedagogía crítica» sería una obra donde, guiados por un principio, expusiéramos las varias tendencias pedagógicas, juzgándolas y deduciendo luego el mejor sistema derivado de aquel principio.

Habría entonces en nuestra obra una teoría pedagógica. Mas no llegamos a tanto. No proponemos nada, y en este sentido nuestra obra es puramente negativa.

Mas no planteamos una negación absoluta; nos quedamos únicamente en la abstención provisional, en la duda cartesiana.

Sí, la duda cartesiana es con nosotros en Pedagogía; y aunque no tenemos, afortunadamente, que hallar el punto de partida o método inicial, porque no escribimos de «la muy noble y universal ciencia de la que nada se sabe» (la Filosofía, según definición humorística del P. Sánchez), nos proponemos demostrar en este libro, o mejor dicho, proponemos a los lectores por si encuentran razonable aceptarlos, los siguientes principios, teniendo en cuenta que siempre que de educación hablemos nos referimos a la educación intencional, no a la espontánea:

La capacidad educativa del hombre es muy limitada. La condicionan, de una parte, la herencia y el medio natural y social; –cada hombre es hijo de su raza, de su país y de su tiempo, y, superiormente, de la Humanidad, –mientras el elemento espontáneo, raíz (de la cual prescinde la Psicología fisiológica) que la educación trata de desenvolver, se presenta confundido y como misteriosamente envuelto en los demás, constituyendo su descubrimiento neto y preciso peregrina obra de análisis sutilísimo y hasta genial, pero condicionando él siempre, sea o no conocido; causando, quizá sea mejor dicho, la obra educadora, que será una resultante de múltiples fuerzas combinadas en y modeladas por ese elemento activo; revelado así, finalmente, o a larga en las acciones, quizá cuando la educación intencional ha terminado. Y si es que preferimos negar la espontaneidad, como sustentáculo de algo libre, escapado al determinismo mecánico, siempre quedará lo que resulta cada uno según su herencia, en su más vasto sentido, medio y lucha por la vida. Ni que decir tiene el estrecho límite asignable a la eficacia de la educación, si aceptamos la inmutabilidad que diversas filosofías predican del carácter individual, resumen de la personalidad humana.

La proposición que encabeza el anterior aparte puede ser formulada, pasando del antecedente a la consecuencia de esta otra manera:

La eficacia de la educación es muy débil.

El coeficiente de la capacidad educativa en cada individuo no puede determinarse todavía, siendo quizá indeterminable; por lo cual no se ha fundado, ni quizá se funde nunca, la verdadera ciencia de la educación. Desenvuélvese ésta dentro de un empirismo más o menos acertado, más o menos próximo a lo que sería la ciencia, según la intuición y técnica artísticas del educador. El estudio que hagamos de distintas escuelas y opiniones para deducir consecuencias pedagógicas diversas será una prueba indirecta de este principio.

3º (Consecuencia del anterior) La educación es un arte; y la Pedagogía, por tanto, la teoría de este arte.

Y como todo libro doctrinal debe ser el desarrollo de una proposición, podemos tomar esta última como la proposición a probar en nuestra obra. Los principios anteriores constituirán así los antecedentes de esa consecuencia, o bien, las pruebas en que se funda esa proposición.

Mas como esas pruebas necesitan una base inconmovible, ¿cuál será nuestro punto de partida, el axioma o axiomas, base de nuestra construcción?

He aquí uno: Por los efectos se indaga la naturaleza de la causa, o, más breve y popular: por los frutos se conoce al árbol. Y este otro: lo rigurosamente científico, lo probado, lo sabido como verdadero y cierto, no se discute; o de otro modo: la ciencia –no las partes de ciencia en formación, no las hipótesis– la ciencia no es opinable.

Y aun otro: No se puede construir sobre lo desconocido, que es la nada intelectual, el vacío, como sobre lo conocido, que es lo firme.

Y si no hay vacío absoluto en lo intelectual como en lo físico, si la nada no es, sobre los indicios, atisbos, intuiciones, girones de verdad, átomos separados formando una red de resistencia desconocida y desigual, pero siempre débil, se podrá construir provisoria y empírica, no definitiva y seguramente.

No creemos que la educación sea obra baladí. No creemos, por tanto, que sea imposible. No, no es eso; es... lo que el lector irá viendo.

Es, sobre todo, que nuestro espíritu no se acomoda, fuera del hermoso campo de lo imaginativo y sentimental, con vaguedades presentadas como ciencia; que repele las contradicciones deslizadas como no contradicciones, sin argumentos que justifiquen esas como síntesis tácitas, inconscientes, por lo menos, y seguramente falsas; es que no nos agrada poco ni mucho ver cómo desfilan en series inacabables ante nuestra atención, verdades profundas, ofrecidas como cosa corriente, de uso sencillísimo para cualquier cerebro, al lado de perogrulladas asombrosas; de leyes generalísimas presentadas como reglas prácticas; de reglas prácticas disfrazadas de principios científicos... Todo ello abigarrado, caótico, incoherente; y todo ello asperjeado con las aguas del bautismo científico, en que sacerdotes del entusiasmo irreflexivo han puesto nombre de ciencia a una caterva de menores y esclavos, diciéndoles: «Tú –¿y quién es ?– eres una ciencia que se ha de llamar Pedagogía. Añadiendo, a modo de augurio: «Tu conquistarás el mundo».

No; esa Pedagogía no conquistará nada; no cosechará sino espinas... Cuando, creados los locales-escuelas indispensables, aumentados los estudios de Magisterio y ennoblecida la clase, puedan ensayar los maestros la verificación de las teorías pedagógicas optimistas y, pasado algún tiempo, la opinión, o los hombres de ciencia, o los políticos de las oposiciones extremas, o todos juntos, colocándose en el punto de vista del actual optimismo, pidan cuenta a los gobernantes y a los maestros de los resultados de la obra pedagógica, ¿qué sucederá? Que vendrá una reacción pesimista exagerada, como exagerado es ahora el optimismo. Y esto debe evitarse.

Se hace creer hoy a las gentes –¡también yo lo creí en un tiempo!– que la educación es la panacea de las enfermedades humanas, predicándose de ella todo adjetivo encomiástico, en absoluto, sin matices, sin grados, sin límites: «La educación transfigura al individuo, transforma la sociedad, regenera a las naciones; estimula al trabajo, ensancha los límites de la actividad, facilita la vida; coarta los estímulos pasionales, destierra la impulsividad salvaje; embellece el sentimiento, eleva la inteligencia, fortifica la voluntad; es la perfección convertida en hábito; es la palanca que mueve el mundo». «Cada escuela que se abre cierra un presidio» (Julio Simón.... Legión.)

Cuando se vea (mientras no acabe este período histórico de transición) que los presidios crecen al par que las escuelas, aunque no por causa de las escuelas; cuando se observe que la educación moral que estas proporcionan se descascarilla luego en el alma de los ex alumnos, como sobredorado en instrumento de mucho uso, saliendo a relucir a los instintos y pasiones del animal en su lucha por la vida; cuando se convenza todo el mundo de que el analfabetismo no es paralelo siempre a la criminalidad ni a la nulidad intelectual; cuando los ratés se cuenta en por miriadas, entonces dirán los fiscales severos, que antes fueron abogados entusiastas: ¿Qué has hecho de mis legiones, Varo? Varo, devuélveme mis legiones»

Vélez Málaga, septiembre 1905

{1} «La coordinación científica de los preceptos y de las experiencias de la Pedagogía es aún una aspiración, una esperanza, más bien que un resultado cumplido». –Diesterweg, citado por Compayré.– Curso de Pedagogía, lección 1ª.
{2} A decir verdad, las reglas pedagógicas no son más que la aplicación de las leyes de la Psicología transformadas en máximas prácticas, comprobadas por la experiencia. –Compayré. Curso de Pedagogía, lección 1ª.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 169-179