Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Diálogo
El Liberal, 5 febrero 1907

En el manuscrito D. Blas pensó que la fecha de publicación había sido el 17. Se trata de una recreación del Diálogo publicado en El Heraldo Granadino, 3 junio 1899. (N. del E.)

 

—Todo te enoja.

—No; me aburre, nada más. El enojo, la ira, la indignación, el odio por ser negaciones exageradas, envuelven afirmaciones vehementes; y yo nada afirmo. Calificar algo de malo, es indicio seguro de que se busca lo mejor, cuando no de que se enseña lo bueno, y yo no entiendo de esas abstracciones. Quien odia, ama; y yo nada fuera de las personas, amo; nada, tampoco, aborrezco.

—No tienes ideales, cuando así te expresas.

—¡Ideales! ¡Qué son ideales? Consecuencias desatadas de la cadena lógica de los hechos y lanzadas en el vacío...

—¡Cómo! ¿No sabes que está demostrado que los ideales de hoy son semillas de las realidades de mañana?

—Y eso, ¿qué quita ni pone? Tantas cosas se han demostrado que si todas fueran verdad... Aparte de que no sabemos lo que es la verdad.

—«Adecuatio intelecto...»

—Sí, sí, ya sé. ¿Y qué es el intelecto? ¿Qué, la realidad? ¿Y cómo sabemos que en tal adecuación no hay trampa?

—Por esos atajos no puedo seguirte. ¡Como no hables tu solo!...

—¡Vamos! Me he librado de que me dispares el tan inútil como célebre «si sabes que no sabes, &c.»... En agradecimiento, vuelvo atrás mis pasos pecadores, y te llamo formalmente la atención sobre el hecho siguiente: Cuando un ideal ha sido realizado –y no se realiza nunca tal como fue concebido– ha muerto ya en las conciencias; ha sido sustituido por otro, que tarda como el anterior, muchísimo tiempo en hacerse concreto, después de haber producido su luz caliginosa y cegadora raudales de lágrimas, alumbrado lagos de sangre... y secado ¡ay! mares de tinta, mientras que lo existente, lo ideal-real elaborado por el espíritu colectivo y aprovechado bastardamente por los encargados de su purificación, se corrompe, se pervierte, se prostituye. Ejemplo, nuestra democracia.

—Así se progresa. No satisfaciéndonos lo presente, procuramos que lo porvenir sea mejor.

—El cual porvenir, presente de los hombres que nos sucederán en la vida, nos les satisfará a ellos tampoco. Así, pues, vuestro progreso es un engaño. ¿De qué sirve un progreso que a nadie satisface, y en medio del cual y aun por el cual todos sufren, si no es los que injustamente gozan? El paralelismo entre el bienestar de los hombres y el progreso de la civilización no se probará jamás.

—Pero, al menos, y prescindiendo de la felicidad individual no me negarás que la Humanidad exige el perfeccionamiento sucesivo en los medios de satisfacer todas sus necesidades –morales, estéticas, intelectuales y físicas– y que se perfecciona ella paralelamente a los indicados medios. Si el progreso no es un bien gratuito...

—No es un bien.

—...Es una necesidad.

—¡Necesidad! Esa es la ley. Esa es la cuerda que nos ata, lastimándonos, para ahogarnos al fin, y que vosotros, optimistas cándidos, revestís para que no la veamos de vanas flores de artificio palabresco.

—¡Vanas flores, dices! ¿Son vanas flores las obras de arte que han hecho del planeta museo variadísimo, donde la línea, el color, el sonido idealizan la materia y hacen perdurables las ideas? ¿Son vanas flores la «lógica» estagirita y los «diálogos» platónicos, los «elementos» de Euclides y las «filípicas» demostianas? ¿Son flores de artificio las invenciones científicas de nuestros días, las fórmulas políticas que consagran nuestros derechos, los imperativos cristianos que informan la humanización de las actuales costumbres? ¡Cuánto se ha progresado!

—¿Y qué? Descuento la suma inmensa de cruelísimos padecimientos que esos partos de la inteligencia han producido. Supongo que las ideas progresivas han ido surgiendo espontáneamente, apoderándose enseguida de las conciencias de una manera pacífica: que los hechos beneficiosos se han realizado sin grandes ni pequeñas dificultades, proliferando luego indefinidamente, cubriendo la tierra de obras de utilidad y de belleza. ¿Y qué tenemos? Sobre que nadie se cree feliz –y claro está que quien no se lo cree no lo es– las últimas palabras de la ciencia no pueden ser más desconsoladoras: el hombre entero, desde los movimientos más inconscientes de su vida hasta la superior actividad voluntaria, atado a la vida universal como intersección pasajera de fenómenos materiales; la inteligencia condenada a perpetua ignorancia de lo esencial y a cambiante incertidumbre, a verdades provisionales ante lo fenoménico; el corazón retorciéndose entre mil insaciables apetitos; la existencia perturbada por mil desequilibrios orgánicos; la vida de relación sometida a la dura «ley de la lucha»; impotente la educación para modelar la espontaneidad del hombre que se va formando y acondicionarla a su albedrío; insuficientes la agricultura y la industria para satisfacer, sin perjuicio de ninguno, las necesidades de todos; la máquina convirtiendo en servidor automático suyo al infeliz obrero; el cultivo del arte y de la ciencia desquiciando las funciones del intelectual; la degeneración produciendo seres insociales; la herencia perpetuando lo pésimo; las leyes escritas consagrando injusticias seculares; los sistemas económicos y políticos opuestos, ocasionando cada cual males mayores, y los términos medios juntando los inconvenientes de cada uno, sin reunir las ventajas de todos; el derecho, cuyo ideal realizado fue la consoladora esperanza de los que padecen hambre y sed de justicia, rebajado por siempre a ser verbo de la fuerza, o a ser por la fuerza escarnecido; la «fraternidad universal», imposible entre los hombres, como es imposible entre el resto de los seres el mutuo respeto a la vida, y en el universo entero, las armonías, sin continuas disonancias; la luz, sin mayor cantidad de sombras; los focos de calor, sin inmensos espacios fríos. Es todo un desorden que parece ordenado; una anarquía sempiterna; un caos con alma, el dolor.

—Pues yo he leído en sabios ilustres que la ciencia, sobre ofrecer los medios más eficaces, los únicos medios de prosperidad general, es profundamente religiosa y grandemente consoladora.

—¡Consoladora!... Lo será para ellos, para los fanáticos de la ciencia; para los fetichistas del émbolo y la retorta, de la pila y el tubo de ensayo y... del mono antropoide y las berzas perfeccionadas. ¿Pero qué le dice todo eso a un espíritu fino, que no se pague ni de fórmulas abstractas ni de hechos ruidosos, sino que atienda a sus resultados humanos, a su trascendencia en el bien? La ciencia eleva el poder del hombre y multiplica sus necesidades, perfecciona algunos modos de su actividad y desquicia el conjunto; lo dignifica, sin prestarle inmunidad contra lo indigno, contra la inmensa suma de pequeñas miserias que lo rodea, que lo penetra y que muchas lo vence o lo sacrifica; excita el deseo sin aumentar –antes más bien disminuye– el poder de la voluntad...

—Imperfecciones de todo lo humano. Mas considera también que la sociedad contemporánea, casi pulverizada en sus cimientos, atraviesa un período de transición.

—Siempre atravesamos períodos iguales. La sociedad está en transición perpetua, en eterno de período anárquico-constituyente.

—¡Ah, no! Después de mil vueltas y revueltas por la áspera senda, orillada de flores, cabe espinas, sí; pero de color más brillante de día en día y de aroma cada vez más grato; después de mil vergonzosas caídas y de heroicos alzamientos, la Humanidad volverá a su punto de partida, la Naturaleza; y como volverá armada de la ciencia, no será su esclava, será su reina. En el valle de la tribu primitiva, elevará la Humanidad futura otra Torre de Babel, que no será de confusión, porque allí se asentarán el Bien, la Verdad y la Belleza, y no tendrá que llegar hasta el cielo.

—Para entonces se habrá enfriado el planeta.

—Si no te conociera, diría que eras malo.

—¡Ya... ya...! Si no te conociera, diría que eras... cándido.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 180-183