Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Las noches veraniegas
Nuevos Horizontes, 1923, páginas 138-141

 

Nada tan propicio al optimismo de primera visión como una plácida noche de verano en plena naturaleza. La calma solemne del campo, la serenidad del limpio ambiente, el acompasado y, al parecer, lentísimo girar de las constelaciones diamantinas, la luz suave, el regalado frescor del aire, que anima la sangre y excita la mente, el perfume de las flores, que evoca recuerdos de dulce emoción, la enérgica alegría del incesante estridular del grillo y los confusos rumores, que revelan idilios escondidos, diríase que quieren ocultar la incesante lucha cruelísima que es la vida. El cielo cuajado de estrellas, parece que no ha cubrirse jamás de negros nubarrones devastadores; la luna dice haber iluminado siempre escenas de paz y de amor ¿y cómo pensar que aquellas flores puedan teñirse de sangre y aquellos azulados montes ser pasto de las llamas? Y la suave brisa refigerante, ¿cómo ha de albergar en sus blandas alas ecos de llantos, rumores de tumultos, rastros de maldiciones, de quejidos, de blasfemias...?

Si posáis la vista en el cielo, os sentiréis atraídos hacia arriba e invadirá vuestra alma una atmósfera sutil, en donde hay música sin sonido, perfume no aspirado jamás, delicadas caricias, sin contacto...

Las estrellas semejan seres escrutadores y severos, asomados a la Tierra y a mil tierras para verlo todo, escondidos en el misterio de la lejanía sobre el cual todo puede soñarse; el azul del cielo parece de una profundidad indefinida, toda azul, hasta otro cielo superior de estrellas más amables. Y sentiréis, luego, un horror sublime, el vértigo del abismo infinito, y quedaréis anonadados ante vuestra pequeñez, aunque «sin embargo»...

Y apartáis la vista del cielo. La fantasía fortalecida en esa lucha de «Israel» –vencimiento que da fuerzas al vencido– se extiende por todo el haz de la tierra, cerniéndose extasiada sobre los encantados jardines de los valles; empapándose en la tristeza de las amplias llanuras áridas; sintiendo la grave alegría de la vida fecunda, al volar sobre dilatadas selvas sombrosas; engrandeciéndose en el mar; llenándose de religioso entusiasmo en la augusta cumbre de los altos montes; conmoviéndose de ternura cabe la espadaña de solitaria ermita...

Y creeréis adivinar un alma oscura, inexorable, que infunde la vida en los seres de la tierra, del agua y de la aire; que anima los vientos, que vibra en las nubes, que mantiene cubiertas las cordilleras y desata las fuentes de los ríos; que fosforece en los abismos del mar, y grita en las tempestades, y da su voz y su fuerza a las olas; que conmueve, en espantoso jadear, las entrañas de la tierra y mira arrogante al cielo, desde los cráteres encendidos. Y sentiréis a vuestro alrededor y en vosotros mismos otra alma más débil, pero más eficaz a lo largo del tiempo: el alma luminosa que palpita en la historia, vibrando, con intensidad creciente, desde lo hondo de las cavernas a lo alto de los capitolios.

Las almas se atraen y se repelen, y diríase que se perciben palabras de un lenguaje paralelo, arpegios de concertadas armonías, y también mudas celadas del alma inconsciente y réplicas de imprecaciones, de ideas, de trabajo, en la débil alma alada; y estallidos de tempestad sobre cimas sonrientes y gritos de tragedia, bajo un templado cielo azul; y, luego, lejanas sonoridades, que el tiempo va a apagando; sin extinguirlas nunca, del rafaguear de las «fuentes áureas» sobre los mares nacientes del caos, y siluetas medrosas, como de colosales monstruos marinos, de la tierra que va surgiendo de las aguas, y bosques inmensos, ríos gigantescos... y, después, el batir de las primeras alas en la atmósfera, ardiente y húmeda de la tierra joven.

¡Las primeras alas!... Luego, el primer trino de las aves cantoras; la primera alondra que se dirige al cielo, en un claro amanecer triunfal, como una flecha palpitante, y sonora como una flecha que prolonga su punta herida en su armonioso cantar. esa música llega al cielo, y le hiere con vida de amor. El canto de la alondra, desde la altura, es la Anunciación del Hombre.

Y, salvando a pasos de gigante la historia pasada y la futura historia, prsenciáis la agonía del último hombre a orillas de un bosque seco y de un río helado, en el rincón más bajo de la zona ecuatorial. Y os preguntáis: ¿Ha defraudado la humanidad la gozosa expectación de la naturaleza?; y os acordáis del versículo 6º del capítulo VI del Génesis: «Y se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra; y púsole en el corazón»... Pánico, terror e infinita tristeza aprisionan vuestra alma...

Mas pensáis, al fin: Quien se duele de lo imperfecto y concibe y ansía lo mejor y «lo bueno» los ha descubierto, o los ha creado; luego existen.

Y el optimismo de «última visión» baña de consuelo excelso vuestro espíritu.

<<< >>>

La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto filosofía en español
© 2001 filosofia.org
  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 274-276