Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

¿Vida de ensueño o ensueño de vida?
Nuevos Horizontes, páginas 142-145

 

Soñaba que vivía en un triste jardín inculto. Plantas salvajes se entremezclaban desordenadamente con tiernas plantas agostadas, cuyas flores colgaban lánguidas, regalándole a las ásperas matas el triste don de su belleza enferma. Rosales de largas espinas dejaban caer pausadamente las hojas muertas de sus rosas blancas. En un rincón había un macizo de viva verdura y carnosas flores rojas de embriagante aroma, y a un lado, un alto roble, en cuyo tronco los rayos de mil tempestades abrieron una oquedad como de ataud, mostraba sus ramas esqueléticas, desnudas de hojas.

El jardín, abierto a la rosa de los vientos, estaba rodeado de arena cálida y cenizas frías. Era un oasis que agonizaba. El desierto lo haría suyo, y ni una piedra, ni un perfume recordarían que allí fue algo.

Y miré hacia fuera, hacia el desierto y... menos que desierto, nada.

En busca de mis ojos, mis manos palparon las órbitas vacías. Estaba ciego, ciego sin ojos...

Mi jardín no necesitaba verlo. ¡Pero no ver nada!

Y allá, a lo lejos, muy a lo lejos, como si más adentro me hubieran brotado unos ojos para ver solamente la lejanía, vi un espléndido campo.

La más sabia arboricultura había dirigido la formación de los árboles excelsos; el más exquisito jardinero había cuidado las más hermosas plantas que ostentaban a la luz con sencillez gallarda, sus flores bellísimas.

De un cielo diáfano descendía sobre el jardín sublime una dulce luz muy clara, como la aurora de un sol más luminoso que nuestro sol.

Efluvios de una vida inefable parecían bajar del cielo al jardín y subir del jardín al cielo, confundiéndose en el camino las dos corrientes, sin interrumpir su sucesión, como ondas que iban y venían en un mar de azulado éter.

¡Qué feo mi jardín! ¡Qué pena aburrida había en él!

Y en el otro, en el amplísimo y hermoso jardín lejano ¿qué gloria sería poder extasiarse cabe sus árboles, embelesarse ante sus flores, recrearse en sus perspectivas, vagar por los senderos, recibir en la frente aquella luz tan intensa y tan suave...!

Y divisé un muro blanquísimo que cerraba el espléndido jardín.

¿Cómo llegar tan lejos? ¿Cómo entrar?

Y veo que, a modo de gloriosos cuerpos sutiles, penetraban por el fuerte muro blanco varios niños pequeñitos, angelillos humanos de mirada cándida, de ademanes vivos; y entraban jugando; luego, un grupo de risueñas jovencitas; su risa era noble, decoroso en aspecto, su mirada, franca; sus bocas decían benevolencia, idealidad sus frentes; y entraron luego, con respetuosa confianza, hombres jóvenes, y hombres de edad viril, y hombres de edad madura y ancianos; y todos eran graves, y estaban contentos e iban serenos; sus cabezas, destocadas; sus ojos miraban frente a frente cuanto veían.

Y me dije: ¡si yo fuera!

Y una gran congoja se apoderó de mi, creyendo que no iba a saber el camino, que no tendría fuerzas para seguirlo, si lo encontraba.

Por dar fin a mi congoja, partí hacia el jardín lejano.

Partí andando a ciegas. ¡Cuánta espina en el suelo! ¡Qué bochorno en el ambiente!

Sudor había en mi rostro y en mis pies sangre. Y desfallecía por momentos.

Y recordaba lo que me había dicho antes de partir: no podré llegar.

Y el muro me parecía hecho de nieve, y sentí frío en mis huesos, como si el frío de la nieve llegara hasta mi.

Y coronando la muralla nívea, había infinidad de flores azules; azules de cielo en alborada. Sobre la nieve reposaban, como si estuvieran en un aire tibio.

Y luego vi el muro blanco rodeado de seres de aspecto repulsivo y de otros de aspecto indiferente, frío. Y no entraba ninguno.

Había quien pasaba de largo. Otros golpeaban en el muro o buscaban artificios para subir hasta las flores. Pero, desesperados de su trabajo infructuoso, marchaban cabizbajos.

De pronto me encontré al pie de la muralla blanca y fría.

Quise ahuyentar a los que rondaban, a los que pasaban, a todos, para que no perturbaran la augusta serenidad plácida que del jardín sublime se esparcía.

«Este quiere echarnos –se dijeron los malos– y ¿será distinto de nosotros?

«¿Quién te mete en esto ni en eso? murmuraron los vacíos.

Un pétalo de flor azul pasó rozando mi frente.

Desperté, y me dije: ¡Oh, si alguna vez soñara que entraba en el jardín!

Y había en mis ojos humedad de lágrimas.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 276-278