Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Prólogo
a José Anguita Valdivia, Apuntes biográficos de D. Juan Carrillo Sánchez,
Imprenta Renacimiento, Madrid 1929, páginas 5-21
Reproducido en La Escuela Moderna, enero 1929, páginas 262-270

 

Si la vida humana no es el último eslabón en la cadena de causas y efectos de un puro mecanismo incausado y ateleológico; si los que abrigamos en nuestra alma calor de religiosidad y creemos ilumninado nuestro espíritu por la luz, vacilante, medrosa, pobre, pero inextinta, del saber cierto, no somos presa de una ilusión –inconcebible como resultado de fuerzas ciegas: la materia produciendo en sí misma el sueño del espíritu; la cantidad transmutándose en cualidad –es forzoso reconocer y es obligatorio proclamar con potente energía, invencible, que el único progreso verdadero es el progreso moral, el influjo creciente, así en lo privado como en lo público, de la justicia y el amor, efecto, cada día más necesario, de la cultura del espíritu; que la cualidad y no la cantidad reina en el universo; que la eficacia es propiedad de las ideas, no de hechos; que lo más real es lo invisible; que la suprema actividad reside en la meditación estática –amorosa– y que la máxima acción exterior late, desde «el principio», en la palabra, que lo más útil, si lo valora una ética superior de ojos aquilinos, es la ciencia pura, la filosofía, el arte, lo inútil ante los ojos miopes, y que, por lo tanto, caen deshechas en polvo aquellas civilizaciones en las que se altera, por obra del artificio humano, la ley universal de que son consecuencia las anteriores proposiciones; ley que no puede ser expresada en fórmula escueta y precisa, por el diverso significado de ciertas palabras que han persistido a través de épocas muy diferentes, empleándose en sistemas dispares y hasta contradictorios, pero que tal vez podría simbolizarse, diciendo –imagen más que definición– que la fuerza eficaz es el espíritu, o que la idea-sentimiento –un divino amor inteligente– es el alma de las cosas.

Quien posea clara visión del panorama histórico –y la Historia, en su más amplio sentido, abarca el pasado, el presente y el porvenir– concederá preferencia a los hombres eminentemente buenos –«sal de la tierra»– sobre todos los demás hombres eminentes. Y si a la bondad, a la verdadera bondad, armonioso acuerdo de los sentimientos superiores y altruistas y de la voluntad austera, se junta un apreciable valor de inteligencia culta, esto es, biempensadora, la decisión de preferencia surge entusiasta, fulgurante, admirativa. Nimbo inefable que suele acompañar a los juicios de valor y que puede constituirlos en cosa indiscutible, sagrada, íntima a lo más hondo de la personalidad.

El que esto escribe no admite discusión sobre dicha preferencia, y se halla incapacitado, por la propia intensidad de su sentimiento admirativo, para elogiar como quisiera a los hombres, elevadamente, verdaderamente prácticos; hombres tan egoístas, cuando lo son más, que apartan de sí todo egoísmo; {1} cuando lo son menos, cuando se entregan a su obra, van guiados por el puro desinterés, pues ni a su propio bien espiritual atienden, aunque por él, sin propósito, laboren, al verter, en intensa vibración incansable, toda su alma hacia afuera, un afuera íntimo por muy amado; al corporizar, en vivo, su idea, su ser espiritual; pues los hombres así viven enajenados en su obra. Son los artistas sublimes de la Etica. La cultura, la vida superior, la transfiguración del bajo egoísmo animal en divino egoísmo, se mantiene por ellos y principalmente en ellos. El aroma espiritual de estos hombres es lo único que impide a otros sentir hasta lo intolerable la atroz repugnancia que les inspira el espectáculo histórico y social; lo único que los libra de caer en el más definitivo, desolador, total pesimismo.

En los espíritus orientados hacia lo clásico, la admiración hacia los hombres buenos llega a la devoción, al culto, hondamente sentimental no apasionado: la pasión no es clásica cuando esos hombres buenos han sido Maestros.

¿El recuerdo de Sócrates? Sí, el recuerdo de Sócrates y la convicción –socrática– que puede resumirse así: la suprema sabiduría es el conocimiento de lo justo. Conociendo lo justo, conociendo realmente, con toda el alma, en efusión de amor intelectual, se consigue realizarlo en la vida, se es hombre justo, se es bueno. La sabiduría –esa sabiduría– puede ser enseñada.

Y si no puede ser enseñada, ¿para qué la educación?

Don Juan Carrillo Sánchez fue un Maestro ejemplar... ¿Y un hombre ejemplar?

La frase «vida y obra», aplicada, sobre todo, a los hombres prácticos, ya sean, como don Juan Carrillo, grandes hombres buenos –tan diferentes, en más de un sentido, de los llamados «grandes hombres de acción»–, ya sean los que pudiéramos llamar profesionales del egoísmo, resulta una frase pleonástica. Es un artificio ilegítimo dividir la actividad de un solo hombre en varios sectores aislados. Se olvida, al hacer tales divisiones, la verdad profunda y perogrullesca –todas las verdades perogrullescas son profundas– de la unidad de cada persona individual. «Individuo» vale tanto como «indiviso». ¿Y cómo negar la unidad –no absoluta, pero sí armónica o interna– de lo que no puede ser dividido? Por deficiente que sea la organización centralista de un individuo, –un vegetal, o un protozoario, por ejemplo– se comporta, en sus relaciones con el medio, con unidad, con «personalidad», dando a este término un sentido amplísimo.

El hombre, de otra parte –habla también la evidencia– es, por naturaleza, un ser social, aunque queramos conceder mucho al individuo. Yo, por mi parte, le concedo la máxima importancia posible, hasta el punto de que no concibo que se llegue al socialismo sino por el individualismo y para mejor discernir el derecho sobre todos los individuos, para realizar la justicia en cada uno.

Quien es honrado de verdad, y no, simplemente, compasivo a ratos, o sensiblero, o dadivoso, o buen enemigo, por miedo o por pereza; quien es íntegramente honrado –bondadoso y justo– pone siempre, como siempre puso don Juan Carrillo, toda su alma –quien pone el alma la pone toda, por aquello de ser una– en cada acto y en cada palabra; y perdónese la redundancia, ya que las palabras son actos también, y, si son palabras buenas, –verdaderas, justas o compasivas– de los más excelsos y eficaces.

La debatida cuestión de si el Magisterio docente es un sacerdocio, no lo fue para don Juan Carrillo. No habrá habido para él cuestión, tampoco. Si en vez de Maestro hubiera sido médico, abogado, juez, y ni aún, si en vez de médico, abogado, juez o maestro, hubiera sido funcionario de Hacienda o de Correos, o comerciante; que toda ocupación es sacerdocio para quien toma la vida como religión.

Y si la vida no es religión, ¿qué otra cosa, sino vacío formulismo, ha de ser la religión aislada, la religión como una de las cosas humanas, a la que hay que dedicar tantos minutos y tener en cuenta de vez en vez, cuando se nos ocurra alguna barrabasada, cuya ejecución bastaría a impedir una buena educación «del siglo», o una sensibilidad nativa, dedicada o bondadosa?

Don Juan Carrillo Sánchez no fue comerciante, ni empleado de Correos, ni médico, ni abogado; fue Maestro por vocación; indudablemente por verdadera, por poderosa vocación.

Yo creo en la vocación algunas veces. Es decir, creo que en ciertos casos existe la vocación, la orientación decidida, fatal –dados el sujeto y el medio– hacia una profesión. Es algo más que la aptitud. Es la aptitud, no sólo por la posesión de ciertas cualidades del carácter, la inteligencia y la fantasía, sino por estar todas las fuerzas anímicas y hasta ciertas facultades corporales, predispuestas y como preformadas para el ejercicio de una determinada profesión. Es como una especial «armonía preestablecida» entre ciertos individuos-órganos y ciertas funciones sociales.

Se comprende claramente que la función, que la profesión hacia la que se sienten llamados algunos hombres tiene que poseer caracteres sugestivos; tiene que ofrecer un contorno definido y saliente; tiene que exigir algo más que habilidad; tiene que ser, en fin, una verdadera profesión. Y el hombre que se sienta atraído hacia ella con la máxima intensidad, ha de hallarse casi libre de egoísmo. El egoísta no siente otra vocación que hacia sí propio, no saliendo al exterior, como fiera de su cubil, sino para captar la presa. Y ocurre que, como en la sociedad humana hay muchas presas tentadoras del egoísmo, el egoísta, que radicalmente, lógicamente, es un ególatra, un recluido en su auto-adoración, temporalmente, prácticamente, resulta, en la mayoría de los casos, cuando carece de los bienes que desea su apetito, un hombre «fuera de sí», vertido constantemente al exterior, aunque sin olvidarse jamás de que lo exterior está subordinado a él, es para él, y no al contrario.

Hay, pues, dos clases de hombres de acción: «hombres de acción» egoístas y «hombres de acción» altruistas; como hay dos clases de hombres contemplativos: «hombres de pensamiento», esto es, de ciencia, de filosofía, y narcisos enamorados mística y perezosamente de sí propios; los más inútiles, aunque quizás también los menos dañinos de los hombres.

El biografiado en este libro sintió la vocación de Maestro –la más abnegada de las vocaciones–, y, por ello, fue Maestro de por vida.

Fue Maestro en España, en Andalucía, y en la segunda mitad de nuestro lamentable siglo XIX.

El cuadro que evoca el lugar y el tiempo en los que se desenvolvió el magisterio, la vida, de don Juan Carrillo Sánchez, eleva a la categoría de continuada hazaña heroica lo que en otras circunstancias habría sido únicamente –aunque ya sería mucho– una vida austera y bondadosa. Como dice el biógrafo, «¿existe nada más digno de admiración que el milagro diario de una vida siempre recta, siempre pura, siempre amable? Ser héroe en un momento dado puede ser asequible a muchos; pero vivir en héroe todos los momentos de la vida, en lucha con la ignorancia, con la ingratitud, consigo mismo, es honor alcanzado por muy pocos. Y esa fue la vida de don Juan Carrillo.»

¡Ser Maestro, y serlo así, como lo fue Carrillo, en la España del siglo XIX!... Y serlo, y serlo así, un hombre culto, un hombre de estudio, no un pobre casi analfabeto, como el ex sargento que enseñó a don Pedro Antonio de Alarcón las primeras letras! ¡Ser maestro en una ciudad prócer de la fastuosa Andalucía, en el «período glacial» –frío y duro– del señoritismo andaluz!...

Nada hay que decir del pueblo trabajador andaluz, noble entre los nobles, fino de espíritu, como heredero de una cultura multisecular, generoso de su pobreza, lleno de simpatía, aunque interiormente triste, por efecto de la sensibilidad aguda, la fantasía espléndida y la clara visión de la injusticia social de que es víctima. Nada hay que decir del caballero andaluz que ha cultivado su espíritu. Pero el señoritismo andaluz fue hasta hace poco una plaga engendradora de pesimismo. El señorito no sabía nada ni trabajaba en nada. Era un superconsumidor improductivo, zángano con prerrogativas de reina. Era, además, un especialista en desprecio. El señorito –todos los señoritos pero quizá el andaluz, en mayor grado– desprecia ostensiblemente, groseramente, todo lo grande y lo delicado, si no es ostentoso.

Y el espíritu del señorito era como un veneno difundido en la atmósfera social y que, en mayor o menor parte, envenenaba a cuantos no tuvieran en sí mismos el contraveneno de convicciones firmes, o de una grandeza de alma a toda prueba.

Debía ser terrible ejercer la profesión de Maestro por aquel tiempo en una ciudad rica de Andalucía.

Es seguro, sin embargo, que un hombre del carácter, conducta e ilustración de don Juan Carrillo, que contaba, además con ingresos pecuniarios, modestos siempre, pero suficientes para poder costear a sus hijos estudios fuera de casa, se vería rodeado de la admiración de los mejores, del cariño de todos los buenos y aun el respeto de los señoritos: respeto puramente exterior, impuesto por el medio, ya que el señorito es, en su intimidad, irrespetuoso «por definición», por esencia. de no serlo, no «viviría su vida» con la desfachatez que lo caracteriza.

Hay que decir, sin embargo, que don Juan Carrillo y sus compañeros de Ronda se vieron mejor tratados, así en lo particular, como en lo oficial, que muchos Maestros de aquella época. Ronda ha sido siempre una verdadera ciudad, esto es, una agrupación humana superior, un hogar de cultura. Luego, la propia labor de don Juan Carrillo, que todos, en mayor o menor grado, notarían, y, como una de sus consecuencias, la veneración que le profesaban los numerosos discípulos, que, aconsejados, preparados y hasta algunos auxiliados pecuniariamente por él, se iban haciendo hombres útiles, cuando no hombres eméritos, tenían que ir formando un ambiente de alta consideración y de calurosa popularidad en derredor del magnánimo Maestro.

Sin embargo, la decisión de hacerse Maestro en aquel tiempo y aquellos lugares, en los que don Juan vivía, era una decisión heroica, o una decisión desesperada. Y no fue de este último género la decisión del insigne biografiado en este libro, que me honro, inmerecidamente, prologar.

Y resultaba más heroica en Andalucía, aun apartando la hostilidad del señorito, por el hecho de ser Andalucía un país rico, fastuoso, espléndido. El lujo es allí una cosa natural. Son lujosos el clima, el suelo, el paisaje, la luz, sobre todo; y el hombre posee lo que pudiéramos llamar mimetismo transformado, o mimetismo psíquico de base mediata; algo, en fin, que le hace traducir en su vida de relación las condiciones más salientes del medio natural en que vive. El andaluz, no por sangre oriental, que no la tiene en la mayoría de los casos, sino por habitante de Andalucía, propende a estimar lo fastuoso, lo brillante: la oratoria es allí un arte de eterno éxito. Esto no quiere decir que el andaluz carezca de vida interior. Tiene, por el contrario, más vida interior que nadie. Lo que le sucede al andaluz es que vive más interior y exteriormente, que los hombres de climas opuestos.

Y el aprecio de las profesiones se rige en todas partes –hablamos del espectador de cada una de ellas, o sea de la generalidad, del público– no por elaboraciones de la vida íntima de cada uno, sino por los hábitos, sentimientos, gustos, referidos a lo aparente; por actitudes tradicionales y gregarias ante los esquemas o «figuras de profesión».

El Maestro no haría mal papel en un pueblecito de Castilla. Pero tenía que hacerlo, sin que nadie tuviese que poner en ello interés alguno, en Jerez, en Antequera, en Ecija, en Ubeda, en Ronda.

Fue, pues, heroico al decidirse a ser Maestro, y más heroico todavía al conquistar desde profesión tan humilde, y por ella y a pesar de ella, la consideración de todos y el cariño de muchos.

Pero –repitámoslo con gusto, en honor a la justicia–, y también, porque era de Ronda: la ciudad excepcionalmente culta, ponderada, de recto pensar y delicado sentir. Es ciudad de sol y ciudad de sierra; es rica por naturaleza y austera por el trabajo; es fuerte, como las rocas en que se asienta y que la rodean con un nimbo prodigioso, y dulce como los panales en que se transforman las flores de u serranía; salud del cuerpo, encanto de los ojos, admiración del ánimo, estímulo del pensamiento, lección perenne de grandeza.

Que Ronda es como decimos y aún más de lo que pudiéramos decir en su honor, lo demuestra ahora, honrando generosa, aunque merecidamente, a don Juan Carrillo Sánchez, y a un ilustre hijo suyo. Maestro también; que esto es y quiere ser de por vida, siguiendo a su padre, el doctor en Derecho y Filosofía y Letras, Director técnico de publicaciones cultas e Inspector Jefe de Primera enseñanza de Madrid, y ante todo y sobre todo, hombre bueno y Maestro ejemplar, don Francisco Carrillo Guerrero.

De otra parte, las luchas entre blancos y negros –romanticismo de alto coturno, desdeñoso de las humildes realidades, en los más nobles de cada bando; careta de bajos apetitos, vehículo de ambiciones y venganzas en los demás– se realizaban más arriba o más abajo de la Escuela. O «por don Fulano»..., para que don Fulano me sirva, o por la Constitución, o «las cadenas».

Los unos, los de «¡Vivan las cadenas!», aunque no siempre y no todos los de este bando hicieran tan franca declaración de... su merecimiento, combatían al Maestro por odio instintivo o por bien consciente detestación. ¡El libro! ¡He aquí el enemigo! Los otros, por desdén, hijo de la inconsciencia, y por egolatría vanidosa, dejaban al Maestro en el mayor desamparo, sin perjuicio de entonar en su honor encendidos ditirambos.

Sí, tiene razón el señor Anguita Valdivia. Cuando un hombre, por culto fervoroso al deber, por amor a la infancia, tan necesitada del auxilio de «los mejores», solidarios en el alto magisterio ciudadano de proteger a los niños y de ofrecerles el ejemplo viril y fortificante, alegre, de la libertad, la rectitud, el saber y el buen gusto; por acendrado amor a la Patria; por rendimiento al ideal, tan antiguo y tan nuevo ¡todavía! de la fraternidad de todos los humanos ante el Universo, para elevar la vida, para hacer de cada hombre una parte y al propio tiempo un reflejo consciente de la vida universal, para la cultura, en fin, elige gustosamente una labor menospreciada de los grandes, abandonada de los del medio, escasamente apreciada, y hasta a veces mirada de reojo por los inferiores, a quienes más directamente beneficia, y se entrega, se enajena abnegadamente en el empeño de esculturar las almas infantiles, empeño de titán y de hada, como todos los empeños verdaderamente grandes, y sigue día tras día y un año tras otro, y década sobre década, «sembrando esperanzas», convirtiendo en realidades esperanzadas el inagotable tesoro de sus esperanzas, ideales, y se mantiene serio, tranquilo, dulce, en medio de la indiferencia de unos, de la hostilidad de otros, de la gratitud interesada de algunos, porque «está haciendo un hombre a su hijo», esto es, porque estaba preparándolo para una profesión más lucrativa que la que en otro caso habría tenido que aceptar, y labora incansable, entusiasta, henchido de fe, esperanza y amor, sin otra recompensa que la interior alegría santa por el deber cumplido y la adhesión perdurable de esos que iban por él, siendo hombres, que iban siendo hombres en el más elevado sentido de la palabra, pues no merece ser mencionada la mezquina recompensa pecuniaria, cien veces menos pingüe de la que podía haber logrado dedicándose a la venta de cualquier monada, y se obtiene en su magna labor los frutos óptimos que hacen suponer lo que en este libro se reseña, y procrea y educa de modo insuperable y pone decorosamente en la vida una pléyade de hijos, y, ya retirado de su profesión oficial, por imperativos de la ley, acude todavía ante los parvulillos mayores de la escuela dirigida por quien es carne de su carne y alma de su alma, y los adoctrina con sus ideas y les llena el corazón de amor y de alegría con su bondad inagotable, y sabe luego despedirse de la existencia con serenidad augusta, fresca la mente y firme el corazón; no pudiendo nadie acusarlo de la más leve debilidad moral, ni achacarle siquiera uno de esos pequeños vicios de los que nadie se avergüenza, bien puede decirse de él que es un hombre excelso, un grande de la bondad y un grande, también, de la inteligencia. No se puede ser tan noble, tan abnegado, tan puro –severo para sí, comprensivo y tolerante para los demás– sin poseer un espíritu superior, en el que ha de juntarse, si la naturaleza humana no es monstruosa, o los ideales absurdos, a los sentimientos depurados y la voluntad recta y firme, una inteligencia no común; que esta, al fin y a la postre, y por muy eficaces que sean otras cualidades, es quien construye la fundamentación y la defensa de la propia conducta; la que suministra informes para las decisiones del mundo y examina la posición y la marcha de la nave. Mi convicción sobre esto es firmísima. Si un hombre de gran mentalidad ha demostrado una conducta deficiente, pienso que más deficiente habría sido la conducta de ese hombre si no llega a tener tanta inteligencia; y si ha sido francamente malo, creo que lo habría sido más, con menor talento, y menos, con un talento colosal. Me figuro que el egoísmo, con toda su rastra de vicios y actos lamentables, obedece a deficiencias de intelecto y de saber. Un hombre archigenial en todo y en toda ciencia sabio, sería el mejor de todos los hombres.

Bien venida sea esta biografía, perspicuamente concebida y galanamente escrita; plena de sinceridad; escrupulosa en el dato, vibrante de emoción y justa de pensamiento, sin que esto último quiera decir –ni podría, en ningún caso, decir– que yo suscriba todas las apreciaciones marginales del autor, como él seguramente no estará conforme con algunas de las insinuadas en este prólogo; las cuales han surgido, espontáneamente, sin previo propósito, pues no venía a cuento hacer una profesión de fe, innecesaria para quien me conoce y del todo indiferente para los demás.

Bien venido sea este libro, hijo del corazón fiel de uno de los numerosos discípulos del insigne biografiado. Bien venido, en esta hora en que parece resquebrajarse el hielo del antiguo menosprecio al Maestro de primeras letras. Parecemos asistir al principio de la general justipreciación de la Escuela, como lo demuestra, entre otras cosas, la cordialidad con que es acogido el Homenaje al Maestro español representado en don Francisco Carrillo, hijo de don Juan.

Esta revisión de los valores de la Escuela, y, por consiguiente, del Maestro, es, en parte, debida a los mismos Maestros o a sus discípulos, como este buen discípulo, autor del presente libro. Es también una consecuencia de la mayor capacitación de las clases populares para regirse y para intervenir en el regimiento de «la cosa pública». El obrero sabe, no sólo que su redención ha de ser obra de él mismo, sino que esta obra será más pronto y mejor lograda cuanto más cultos sean sus organizadores.

Los Maestros –que no sólo los deudos de don Juan Carrillo Sánchez– debemos gratitud al señor Anguita Valdivia. Yo, con la expresión de la que me corresponde como miembro de la familia pedagógica, me permito felicitarlo por el acierto logrado en su simpático trabajo.


{1} Un magnífico ensayo podría hacerse con este lema: el hombre más egoísta sería aquel que careciese de egoísmo.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 339-347