Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

Diálogo II
La cena

agosto 1930

 

D. Santiago.– Y bien, señores: ¿sobre qué discutían Uds.?

Álvaro.– Comenzamos a hablar de la civilización y la cultura, y derivamos hacia el problema del conocimiento fundamental, como Uds. saben, para la filosofía.

Es erróneo a mi juicio considerar este problema como exclusivamente racional. Todas las potencias psíquicas son órganos de la verdad, y no de una verdad suya, sólo pragmática o lógica, que sería error, al fin, sino de la verdad verdadera, o de alguno de sus aspectos. La intuición, la fantasía y hasta el conocimiento sensible, fuente del realismo ingenuo, ¿son, acaso, despreciables en la labor científica o del conocimiento verdadero?

D. Santiago.– El problema del conocimiento puede plantearse así, estrictamente: la razón humana se mueve entre un trozo, digámoslo así, de la realidad. Parte de los datos de los sentidos y de un corto número de verdades primarias, indemostrables: formula luego un repertorio de medidas para establecer relaciones entre aspectos separados de la realidad compleja y realmente indivisible.

Pero es claro que la razón humana es muy pobre instrumento para conocer íntegra y unitariamente la realidad ni para inquirir la causa primera ni la última finalidad del mundo. La razón se mueve en lo limitado y relativo con un lenguaje convencional.

[ quizá falta cuartilla nº 2 ]

Las abstracciones y generalizaciones que tienen por base los fenómenos psíquicos son una cosa y otra muy distinta nuestra intimidad y, por inducción analógica, la intimidad de los demás. La crítica no puede negarme que están Uds. aquí ahora hablando, exponiendo las ideas que cada uno tiene, como, tampoco, que estas ideas, o sin fundamentos, constituyen una tradición intelectual de muchos siglos, y que pueden Uds. exponerlas en virtud de unos derechos reconocidos y garantizados por las leyes de un estado culto, semejante a los estados A.B.C.D... que integran la humanidad en este momento de la Historia. Creo que todos los conocimientos antropológicos se mantendrían vivos e indemnes, aunque triunfara el más vigoroso agnosticismo ¿Y por qué no llamar ciencia a todo conocimiento sistemático, a todo lo que no sea pensamiento vulgar?

¿Ni qué dice tampoco contra la Ciencia así, con énfasis, el que haya que revisar gran parte de la física-matemática, en virtud de los trabajos de Einstein? Es la Ciencia que rectifica las ciencias; la razón que corrige algunos conceptos.

Álvaro.– Eso digo yo, aunque mi autoridad en la materia es igual a cero. Los ejemplos de relatividad que expone Einstein, algunos de los cuales habían sido, como es natural, observados, no demuestran que sea nulo el poder de la razón con respecto al conocimiento de los hechos naturales. Yo voy sentado en un vehículo, que se traslada por la superficie de la tierra con la velocidad que sea, supongamos que con la de veinte metros por segundo. Tiro una naranja hacia arriba, como se hace para recibirla en la misma mano que la arrojó. Y, efectivamente, la recibo en la mano, como si no me hubiera movido, en virtud de la inercia, que hace a la naranja avanzar, por de pronto, con la misma velocidad que el vehículo, pero no en la línea horizontal, a causa de la gravedad, que va anulando el movimiento, así ascendente como progresivo. La composición de las tres fuerzas –impulso de mi brazo, inercia y gravedad– determina una curva. La naranja para mi ha descrito, sin embargo, una línea vertical ascendente y ha vuelto a recorrer la misma línea en su descenso. ¿Qué hay aquí contra el conocimiento científico? Mirando desde la luna todos los cuerpos que, abandonados en el aire, caen sobre la tierra, se los vería describiendo una curva, puesto que al propio tiempo que ascienden acompañan a la tierra en su movimiento de rotación y también en el de traslación alrededor del sol y aun en el de traslación de este último. Este análisis prueba nuevamente el poder de la razón.

Pedro.– Mas la ciencia constituida se tambalea con ellos, mejor dicho, con toda la doctrina de Einstein. La geometría de Euclides hace tiempo que quedó relegada a lo estático, o sea, a puntos, líneas y planos fijos entre sí, inmóviles con relación al sistema a que pertenecen.

Álvaro.– ¿Le parece a Ud. poco?

Pedro.– Ni poco ni mucho. He perdido la fe, el derecho a exigir. Pero resulta que las verdades de la ciencia más exacta que intentaba captar la realidad, captar, por lo menos, la forma efectiva de los fenómenos, diciéndonos cómo se producían, sólo nos ofrece verdades relativas a un determinado sistema de movimiento.

Álvaro.– Pero en todos los sistemas se cumplen las leyes físico-matemáticas. Los aerolitos que pasen cerca de cualquier astro, por ejemplo, caerán sobre él con movimiento uniformemente acelerado.

D. Santiago.– Es, señores, que la realidad tiene múltiples facetas. Para construir un barco, cargarlo y dirigirlo por el mar, Euclides y Arquímides aciertan plenamente con sus teoremas científicos. Ahora bien, si nos empeñamos en creer que el barco, con referencia al cosmos, no ha avanzado sino los kilómetros que se consignan en el cuaderno de navegación y que la trayectoria real de su movimiento es la línea trazada por su proa sobre las aguas nos equivocamos solemnemente, porque en el tiempo que ha tardado en su viaje, él, con la tierra, ha avanzado por el espacio a razón de unos 18.000 km. por hora y los puntos que ha recorrido el barco y él, por consiguiente, con cada uno de ellos, han girado con velocidad de 1.666 km. en el ecuador y nula en los puntos matemáticos de los polos. De modo que si el barco ha marchado en la dirección de un meridiano, resulta su movimiento real de una complicación formidable, y más todavía, si se tiene en cuenta que la trayectoria de los dos movimientos principales de la tierra no son arcos de una elipse y de una circunferencia, respectivamente, sino epicicloides, porque el sol avanza también por el espacio y la tierra lo acompaña en tal movimiento. ¿Y qué duda cabe que si el agua del mar fuera pastosa, habría quedado sobre ella un surco que sería, realmente también, una curva de gran radio, si el barco ha avanzado en lo que ordinariamente se llama línea recta?

Creo que así queda bien establecido el estado de estas cuestiones. Y lo mismo puede decirse de la química.

¿Que el oxígeno no es un cuerpo simple? Bien. ¿Que los átomos de todos los cuerpos no son corpúsculos sólidos sino un conjunto de iones y protones y sabe Dios cuántas cosas más? Perfectamente. ¿Es, por ello, menos cierto que la fórmula del agua es H2O?

Álvaro.– Es que hay, en definitiva, diferentes órganos de conocimiento para diferentes de órdenes de verdades. Y cada medio es válido en cuanto no se sale de su objeto propio. Así los sentidos. Decimos que engañan. No engañan jamás. Es que interpretamos erróneamente sus datos. Es que les damos un valor intelectual que no tienen. Los órganos de los sentidos son muy semejantes a aparatos físicos. Son, realmente, aparatos físicos vivos.

Pedro.– Pero existen interpretaciones necesarias y, sin embargo, erróneas, esto es, necesariamente erróneas, como la del calor que localizamos en los objetos que reflejan la luz; como el sonido que preferimos al cuerpo que llamamos sonoro.

Álvaro.– No son tan erróneas esas interpretaciones, en la parte que a los sentidos corresponde. Allí, en el cuerpo que se nos presenta coloreados, es donde se verifica la reflexión, causa originaria del color; allí, en el cuerpo vibrante es donde está el origen del sonido. Y me parece ilegítimo pretender integrar una sensación con razonamientos que no pueden modificarla, porque el razonamiento se refiere a condiciones diferentes a las que determinan la percepción sensorial. Y yo no digo que toda la ciencia humana sea cierta, sino que la razón, en lo suyo, no marra, como marra en lo suyo la sensación.

Pedro.– La verdad, entonces, es cosa relativa, también subjetivamente. Cosa de jurisdicciones. Verdad en la jurisdicción sensorial, error en la racional.

Álvaro.– Cosa de composición, de síntesis, que hace en las verdades científicas, la razón. Y con respecto a la vista y al oído, iba a decir que la interpretación ingenua es como una sinécdoque –el efecto por la causa– necesaria pasa nuestra vida. Esa traslación de sentido es quizá la función defensiva primordial que a la inteligencia corresponde. Figúrese Ud. nuestra atención solicitada por mil pequeñísimas imágenes en color, existentes en el plano superficial de la retina; por el cúmulo de sonidos originados en el nervio acústico, sitios a donde habría que referir, y no más allá, imágenes o sonidos. Esa sí que sería la caverna de Platón, dentro de nosotros mismos. ¿Y nos equivocamos, acaso, en la referencia espacial a los objetos iluminados, posición y dimensiones de los mismos? ¿Y a los cuerpos que trasmitieron su vibración al aire y al tímpano? No hay tanto error como se supone en el conocimiento sensible. Y para corregir los errores forzosos geométricos, como las ilusiones ópticas normales, tenemos la inteligencia, la razón, para corregir los errores de la razón en su propio campo, la razón misma.

Pedro.– Viene Ud., sin quererlo, a robustecer mis opiniones. El saber es, ante todo y desde sus orígenes, saber útil, saber práctico.

Álvaro.– Y saber útil, saber práctico, para la vida espiritual, esto es, saber inútil, saber de salvación o sabiduría, médula de la cultura. Pero dejando esto, ahora, digo que hay que volver al sentido íntimo del realismo. Hay que superar el subjetivismo y el realismo. Superación, esto es, integración, síntesis, armonía.

Pedro.– Optimismo. Nuestras convicciones son hijas de nuestra posición sentimental o pasional, expresión, a su vez, probablemente, de la manera de desenvolverse nuestra vida orgánica.

Álvaro.– Amigo Roca: ni mi temperamento, ni el mal estado de mi salud, ni las duras condiciones de mi vida de relación, ni la nulidad de mis éxitos, ni las infinitas contrariedades menudas de que me he visto y me veo rodeado –y de menudencias se compone nuestro vivir– autorizan a creer que mi optimismo trascendental sea hijo de mis circunstancias. Soy lo que suele llamarse un desgraciado, un fracasado que no quiere, que no puede tampoco reconocer su fracaso por haber encontrado –leyendo, hablando, meditando– las ideas que profeso. Y prosigo. ¿No?

Todos.– Sí, sí.

Álvaro.– Yo creo –y reanudamos la discusión por donde estaba antes del episodio de la relatividad– que en una revisión crítica del conocimiento debe entrar todo él. La posición inicial de la revisión es la duda metódica universal. Lo único cierto para mí es que pienso, sin poder inducir, con harta ligereza que, puesto que pienso en lo exterior, lo exterior existe. ¿No podría ser ilusión? ¿No podré pensarlo, aunque exista de alguna manera, erróneamente? Esta afirmación precipitada nos colocaría, para lo fundamental, en el realismo ingenuo, por delicada que fuera nuestra crítica parcial sobre los datos de las sensaciones. Lo único cierto para mi es que pienso.

Otero.– La deducción cartesiana, al menos, hay que admitirla. Si pienso, existo.

Álvaro.– Más que la deducción es una intuición conjunta con el juicio «pienso». O quizá, mejor, un supuesto previo, evidente y necesario. La intuición del yo personal, de mi yo es el principio y el comienzo de la consciencia, de la racionalidad, del conocimiento científico. Pero, en fin, si un hombre no se hubiera dado cuenta de sí mismo, al formular la proposición «pienso», sería consciente de sí al serlo de su pensar. Pienso tiene un sujeto: yo. «Pienso, pero no sé si existo», no se le podría ocurrir ni a Pirrón.

Pues bien, enseguida de haber juzgado que pienso, he de suponer, por una evidencia casi inmediata, que pudiéramos llamar vital, la existencia con los demás hombres, de pensamiento análogo al mío, y he de pensar también que no sólo es análogo como cualidad específica, sino como material o conjunto de conceptos trasmitidos a mí y a los demás y como forma, por último, o sea, en los principios básicos que van embebidos en toda operación intelectual. Esta intuición es, a mi juicio, la base lógica de la sociabilidad humana. He dicho «evidencia vital» –frase algo rara– porque es indudable que hay más evidencias que las puramente axiomáticas y que las meramente físicas o fenomenales (me refiero al fenómeno como tal –apariencia singular en el tiempo y el espacio– con independencia de su valor como signo de otra cosa). Para quien conoce bien un paisaje característico, una vivienda, una persona, una obra de arte, sabe, con certeza plena, al volver a verlos, que son los mismos que ya conocía. El psiquiatra experimentado, ante un caso de idiocia profunda lo discierne con seguridad. Las evidencias de este último tipo nos prueban, además, que las apariencias que llamamos expresiones lo son de algo.

Pedro.– Porque la expresión es un elemento de lo expresado. Ya sabe Ud. lo que ocurre en las emociones.

Álvaro.– Pero no en el pensamiento. Es verdad que los juicios sin palabras no son verdaderos juicios. Pero esa palabra puede ser interior.

Pedro.– Es, al fin, la palabra, aunque se quede en lo interior, expresión de pensamiento y, por ende, algo de pensamiento. ¿Pensaríamos, sentiríamos y querríamos sin cuerpo? Note Ud., por otra parte, que la apariencia es condición precisa de toda expresión.

Álvaro.– Sí, desde luego. Expresión o significación sin signo, sin algo perceptible es un contrasentido. Cuando decimos «un silencio expresivo», por ejemplo, no es que el silencio de por sí exprese algo; sino que inducimos que no se quiere expresar nada, y sospechamos, por exclusión, por inferencias de diversa índole, la realidad que no ha querido manifestarse. La falta de ruido en una fábrica no indica sino que en aquel momento no se trabaja. Pero no puede, en rigor, ni en uno ni en otro caso, afirmarse que el silencio es signo, sino precisamente, ausencia de signo.

Pedro.– Es indudable. Pero la mente humana tiene la propiedad de dar valor positivo a lo negativo. Y así hablamos de la nada, como si la nada fuese algo. Y la ausencia de todo signo es un signo también, como en los ferrocarriles.

Julián.– Esto se complica. No van a terminar la discusión, aunque la prosigan durante cien años.

Álvaro.– Retrocederemos. Sólo diré, antes de salir de este extravío, que tal vez pudiera establecerse un paralelismo entre la expresión de nuestra psique y esta, de un lado, y la realidad y los fenómenos físicos de otro.

Pedro.– No pierde Ud. ocasión de favorecer la tesis realista. Cabría ahora negar la existencia de esa psique, no afirmando sino la de los hechos psíquicos expresados por hechos fisiológicos concomitantes. Pero dejando esto, digo que no podemos conocer por nada directo e íntimo, esto es, que no conoceremos jamás el lado interno de esa relación entre lo expresado y la expresión, en lo psíquico, entre la realidad y el fenómeno, en lo físico. ¿Qué es el pensamiento, aparte de las ideas pensadas? ¿Qué es el mundo, escondido tras los fenómenos?

Álvaro.– Sí, es verdad. No somos dioses. Pero ya es algo conocer lo que no conocemos. No es poco para los vigías de la nave de la Historia el haber podido indicar, rígido el brazo y la mirada segura, las costas lejanas, invisibles, el fondo del mar, en lo profundo, y el cielo, tras de las nubes que entoldan las aguas tenebrosas, aunque no puedan describir lo señalado, sino sólo decir lo que no es y aventurar unas palabras de sentido infinito.

Pedro.– Terminó el extravío en un bello extravío. Aquí también se canta. Expondré yo ahora prosaicamente lo que antes pensé y no dije: se trata de una primera objeción –ahora, en este coloquio– a su tesis de que se puede afirmar que es posible el conocimiento cierto, el conocimiento que refleja o representa la realidad. Yo concedo que es innegable la existencia, en cada ser humano, de una actividad pensante, que tiene, como toda actividad, sus leyes propias. Es innegable, también, que hay un fondo común de pensamiento, de construcciones intelectuales, en la que todas las inteligencias viven. A ese fondo le llamamos ciencia. Mas lo invariable y permanente de ese fondo común es un corto número de verdades abstractas, desarraigadas de la vida. Y de lo demás del pensamiento, de todo lo opinable –que es, precisamente, lo que más importa– no puede afirmarse, no ya la universalidad, pero ni siquiera la igualdad de un corto número de personas. Esos pensamientos están traspasados de deseos, emociones, sentimientos, y nada tan multiforme y cambiante como la sensibilidad y nada tan inefable. Los hombres no se entenderán nunca, porque cada uno tiene un espacio propio para mirar el mundo y allí sentirlo. Digo espacio, y no punto, porque éste varía con el tiempo dentro siempre de ese espacio inabordable, asignado a cada hombre.

D. Santiago.– Por eso es cierto que se cambia y, también, que cada uno es inconfundible con los demás. La identidad hay que buscarla no interna y positivamente, sino externamente y en lo negativo.

Álvaro.– Si no existiera un principio interno de unidad...

Medina.– La memoria.

Álvaro.– La memoria de los hechos en mi ocurridos demuestra que soy el mismo; pero no soy el mismo porque la memoria me lo muestre.

Pedro.–Pues cuando uno pierde la memoria sobrevienen los cambios de personalidad.

Álvaro.– Los llamados «cambios de personalidad». Por muchas que sean las diferencias en esos cambios, ha de haber necesariamente un fondo común. La identidad biológica indica la correspondiente identidad personal. No olvidemos que lo físico es un ingrediente de nuestra personalidad, ya que cada ser humano es una unidad definida, un individuo. Un individuo (hombre, perro, o encina) es siempre, siempre el mismo individuo.

Medina.– ¿Es igual decir individuo que decir persona?

Álvaro.– No es igual. Pero la persona se inserta y se limita en el individuo. Es, si se quiere, una estructuración intraindividual, y en cierto sentido, superindividual en el sentido de que en la persona el individuo ha crecido por la consciencia y se ha normalizado por la voluntad racional. Pero es incuestionable que todo lo personal está dentro de las fronteras de lo individual. No todos los individuos son personas; pero todas las personas son individuos.

D. Santiago.– Lo que he querido decir es que la unidad personal a través del tiempo, la identidad histórica de cada uno, es más floja, más oscilante de lo que parece indicar esta afirmación: yo soy siempre una y la misma persona.

Julián.– de lo que dicen Uds. se desprende que se puede ser más o menos persona.

D. Santiago.– Indudable. Pero sin olvidar que ese «más» o ese «menos» no expresan cantidad, sino intensidad cualitativa.

Medina.– Aquí se hila muy delgado, amigo Otero. Tenemos que sutilizar nuestra visión.

D. Santiago.– ¿Más todavía? ¿Cualquiera, entonces, va a hablar ante Ud.?

Álvaro.– Antes de reanudar la discusión, he de hacer notar a nuestro amigo Roca que no es tan reducido el número de verdades científicas y de evidencia moral, y que el progreso de la cultura, objetivamente considerada, consiste en aunar el número de verdades que llamamos eternas, así en la esfera de los principios científicos, como en la de los postulados morales, estéticos, políticos...

D. Santiago.– Suscribo... (y después de consultar con la mirada a los demás) suscriben todos esta última afirmación.

Álvaro.– Pues bien, habíamos Roca y yo, avanzado en nuestra discusión hasta considerar el pensamiento como un hecho natural, como una propiedad biológica de la especie humana. Y yo decía que en ese, como en todos los hechos biológicos, lo primero que hay que estudiar es su fin. Si frente a las existencias y los hechos físicos se nos ocurre preguntar «por qué», frente a una acción vital, flecha disparada, se nos impone ineluctablemente la perentoria inquisición de su objetivo: ¿para qué pensamos?

Y guardó silencio. Como Roca también callara,

—Para saber la verdad, contestó Julián María.

—Para vivir, dijo Medina. No sólo para subsistir, sino para vivir mejor, en el más amplio sentido de la palabra. Para servir al ansioso y apremiante «más y más» característico de toda aspiración humana. Aunque esto último –mejorar la vida– sea, por natural, necesario también, como es la simple subsistencia una necesidad de otro orden, una necesidad espiritual aunque se refiera a cosas de la vida ordinaria.

D. Santiago.– Cuando el hombre piensa en vista de esas necesidades, traduce su pensamiento en invenciones. Y es claro que se inventa en los dos sentidos que Ud. señala. En las invenciones que tienden a mejorar la vida ordinaria apunta ya, como Ud. ha observado perspicuamente, el elemento espiritual. Pero es que también deben considerarse como inventos todas las adquisiciones de la más alta jerarquía. ¿Qué son, sino inventos, las verdades logradas por la experimentación del sabio, las deducciones del filósofo, los geniales atisbos del poeta, el historiador, el pedagogo, el político? El hombre es el animal inventor. Unas invenciones se dirigen a lo útil; otras se quedan en el saber teórico.

Pedro.– Pero las verdades útiles fueron y son las primeras. La verdad es amada por su utilidad.

D. Santiago.– La verdad útil, bien. Pero ¿y la verdad inútil?

Pedro.– Hablaremos de esto, luego.

Álvaro.– Hablaremos. Ahora, señores, creo que nos convendría estudiar el pensamiento objetivamente, como un producto de nuestra vida.

Pedro.– ¿Y por qué no, como un fenómeno, para ver cómo se produce?

Álvaro.– La psicología no tiene nada que hacer en este problema. Aunque las ideas, como ya sin ningún fundamento serio, se supuso, fueran a modo de secreciones cerebrales, siempre resultaría –y en esa hipótesis con más imperiosa exigencia– que el pensar ha de responder a su fin. Y como el fin primero del pensamiento es aprehender la realidad, formar proposiciones verdaderas, construir ciencia, para satisfacer no importa ahora qué suerte de necesidades, la hipótesis materialista no lleva a escepticismo alguno, sino más bien lo contrario, al problema del conocimiento.

Pedro.– No lleva escepticismo; pero tampoco lo quita. Porque la verdad que halla el pensamiento en relación con las necesidades humanas es la verdad práctica, que puede no ser, que desde luego no es la verdad a que aspira el filósofo. Un caminante, cansado y sediente, descubre a lo lejos la mancha verde, inconfundible de la vegetación. ¡Agua! exclama gozoso. Y no se equivoca; si bien el color verde que él juraría que está en la hierba, no está sino en sus ojos; y para satisfacer la sed puede ignorar la composición del agua y por qué la necesitan los animales de sangre caliente.

Pensamos, pues, para vivir. La inteligencia humana es el órgano superior de la lucha por la vida; el suplente aventajado de la garra y el colmillo, del brazo largo y el pie prénsil, de la fuerza y la agilidad, de los sentidos agudos, del mimetismo. Desde la conversión de una piedra en proyectil hasta la visión y la audición a distancia, han tendido todas las invenciones a un solo fin, la utilidad, y han tenido un solo autor, la inteligencia, con sus indispensables auxiliares: la fantasía y las manos.

Julián.– Sí. Pero, ¿no es también la inteligencia el autor principal del Critón, de la Imitación de Cristo y de El Ingenioso Hidalgo D. Quijote de la Mancha?

Álvaro.– No, mi querido Julián. En eso estoy conforme con Roca. Aunque nuestra alma colabora íntegramente en cada acto que en ella se produce aunque no juzgamos, sin experimentar, por lo menos una tenue emoción, placentera o desagradable, y sin haber puesto algo de voluntad en el juicio y algo de amor en el objeto o en el fin de nuestro juzgar, es indudable que en unas operaciones mentales predomina la inteligencia, y a esas operaciones las llamamos intelectuales y en otras, la voluntad, y las llamamos volitivas, &c. Ahora bien, cada dirección, o aspecto, o facultad, o cualidad psíquica –pues no estamos discutiendo psicología– tiene una finalidad general, y un objeto propio. Y el objeto propio de la inteligencia es el medio ambiente y su finalidad general, específica, la lucha por la vida, o, más exactamente, el estudio de los instrumentos para luchar. La inteligencia está nativamente adscrita a los instintos vitales, a la conservación individual y específica. En las obras que has citado, ha puesto mucho la inteligencia pero como técnico, al servicio de un director general de la obra. La inteligencia es, según decía Roca, el suplente aventajado de cualidades físicas de que la especie humana carece. Si el hombre no fuera inteligente, no existiría.

Pero el hombre adopta, además de la posición intelectual, utilitaria, otra posición desinteresada de la útil, ajena a la aspiración económica. La mayor parte de las huelgas declaradas por los obreros, es decir, los más necesitados de bienes materiales en esta civilización material absorbente, no obedece a motivos crematísticos; muchas guerras, digan lo que quieran los partidarios del naturalismo histórico, se han producido por causas sentimentales; las obras de arte son de manifiesta inutilidad; el heroísmo, que puede predicarse de muchos actos aislados y de posiciones duraderas de un número considerable de personas; la filantropía sin segundas intenciones, la austeridad firme y callada, la dignidad moral que hace el sacrificio de la fortuna, del amor o de la vida en aras del deber son virtualidades que se encuentran fuera de la finalidad económica, hasta oponerse a los intereses vitales de los individuos que las ejercitan. A la causa general y permanente de esas actitudes le llamo espíritu siguiendo a un notable pensador moderno, y llamo cultura al conjunto de sus creencias; filosofía, bellas artes, derecho teórico, moral inutilitaria y ciencia pura, o sea, la ciencia en cuanto se construye por el amor a la verdad y el placer de saber. La cultura es la realización cada vez más perfecta, aunque imperfecta siempre, de lo ideal.

Medina.– Lo ideal es al espíritu lo que el mundo real –o lo que así nos parece– es a la inteligencia ¿No?

Álvaro.– Exactamente. Pertenecen, pues, a la inteligencia, o bien, a la civilización, y sólo de un modo adventicio y auxiliar a la cultura, las herramientas y utensilios, los muebles, las armas, las ropas, las casas, los caminos y toda suerte de obras públicas... O, de otro modo, la industria y la técnica industrial, el comercio y sus leyes, el derecho consuetudinario y el legislado que de él se deriva, la hacienda y administración públicas...

Claro es que la civilización y la cultura reaccionan entre sí, influyéndose recíprocamente. ¿Cómo negar que los caminos de hierro, la navegación a vapor y la gran industria manufacturera y mecánica que conservaron en la pasada centuria y los rapidísimos y múltiples medios de comunicación, característicos de esta nueva...

[ falta cuartilla nº 15 ]

Mas a partir de aquí y sin perjuicio de la recíproca influencia a que he aludido –como influyen uno en otro dos pueblos enemigos– ¿cuánta oposición entre ambas construcciones de la mente humana! Mientras que sin la inteligencia y sus creaciones puras, los inventos, el hombre no podría existir y es por ello esta posición inteligente la posición biológica, la cultura parece como un hallazgo del hombre en una escapada de la naturaleza física, como el resultado de una arbitraria violación de sus férreas leyes. La vida culta es la trasfiguración del hombre en un Tabor interno y la historia de la Humanidad, un episodio que no figuraba en el programa de la historia cósmica. En el teatro de la vida universal el actor «Hombre» ha dicho una palabra suya.

Pedro.– ¿Qué palabra es esa?

Álvaro.– Yo quería decir toda la cultura. Pero puede hacerse una imagen más simple ¿Una palabra? Pues bien, esta: libertad. De ahí viene todo. Por ella escapamos del determinismo universal y encontramos la gloria atormentada de nuestros problemas. Sólo un espíritu puede formular problemas. La cultura es hija de la libertad y es ella libertad. La cátedra, el gabinete, el laboratorio, el taller, la ciudad o son libres, o no son. La tiranía es un veneno para la civilidad y la cultura.

Pedro.– Yo soy, no sé por qué, amigo de la libertad política. Pero hay que confesar que nada hay libre. La libertad –la interior y la externa– es un mito, muy hermoso, si Ud. quiere, muy soberbio también, aunque Ud. no quiera.

Álvaro.– Ud. ama la libertad política y sí sabe por qué, en cuanto quiera darse cuenta. Ama Ud. la libertad porque es Ud. noble, digno y desinteresado; porque le repugna que un pelele cualquiera, una medianía, –y, a veces, ni medianía siquiera– un soldadote engallado o ignorante, un arrivista civil, exento de toda cualidad de altura, un mesiánico que se crea llamado por Dios para salvar a un país, o con derecho divino para gobernarlo como a una grey, se erija en director y árbitro, en amo de un numeroso conjunto de hombres, cada uno de los cuales vale, por lo menos, tanto como él y otros juntos, infinitamente más que él. Claro está que nunca un tirano rige por sí mismo a una nación. ¿Pero quienes le ayudan? Salvo excepciones rarísimas, que podrían reputarse providenciales, los ayudantes de la tiranía son –¿y cómo no han de serlo?– lo más ínfimo, en el orden moral, de un pueblo. Y es evidente que la palabra tiranía comprende a todo gobierno arbitrario, llámese como se llame, sin más excepción que las dictaduras de tipo romano, esto es, conferidas por el pueblo en momentos graves, con objeto preciso, y por tiempo limitado.

En cuanto a la libertad interna, o del espíritu, yo no creo en la libertad de contrariedad, en el arbitrismo o el capricho. Pero los deterministas incurren en el error de identificar los motivos y las causas. Un motivo no es una causa. Causa y efecto están soldados en la realidad, mientras que el motivo es un personaje y la volición otro distinto. Quizá consista la libertad no en elegir cuando los motivos, ya formados, señalan imperativamente una resolución, sino en intervenir en esa estructura, en exaltar, por medio de la imaginación y el sentimiento, un motivo sobre los otros; en presentar razones –juicios– que adquieren por emociones concomitantes, valor de motivos, ¿cómo negar que yo, mi personalidad consciente regida por la razón, intervengo en las decisiones de la voluntad? Que lo subconsciente suela vencer a la razón es una cosa y que no existan ambos elementos, es otra. Y así ambos existen y luchan, ¿no vencerá –no vemos que vence– lo racional algunas veces? A despecho de la doctrina determinista, ¿no tenemos todos la convicción íntima de que hay cosas que no hacemos, que no queremos, porque no nos hemos puesto seriamente a hacerlas y que en efecto, si a ello nos decidimos, sin haber variado ninguna circunstancia quedan hechas? ¿Y no tenemos en este caso la impresión inconfundible del esfuerzo de la voluntad al decidir e imponer su imperio?

Pedro.– Ilusiones. Como la zona iluminada de nuestra conciencia es una parte mínima, ignoramos las alianzas de lo inconsciente con lo consciente, los impulsos secretos que han vigorizado lo racional y han determinado el triunfo.

Ud. ha dicho que las causas están ligadas fatalmente a los efectos y ha confesado que lo inconsciente influye en nuestros actos, en las acciones que llamamos voluntarias. Y como no puede Ud. asignar a lo inconsciente el carácter de motivo, como tiene la cualidad de ser causa, saque Ud. la consecuencia.

Álvaro.– ¡Dilecto amigo! Los impulsos inconscientes son en si mismos causas semejantes a las físicas o naturales. Pero como nuestras determinaciones voluntarias son conscientes, la voluntad racional interpone entre el impulso inconsciente y el acto un veto suspensivo y viene luego la reflexión que revalida, o invalida aquella causa que es motivo, en cuanto si no ella misma, su efecto, el dictado de la acción exterior es conocido. Si los iracundos cediesen a sus impulsos no habría cárceles bastantes con poner una en cada manzana de casas.

Y en los casos a que yo aludía antes ha habido, por de pronto una resolución de lo que se llama voluntad racional. Esa resolución racional ha sido estéril. Nos damos cuenta de ello; tenemos la evidencia de que esforzándonos, la resolución será ejecutada. Procuramos esforzarnos; reconcentramos nuestra atención en el propósito y en su ejecución. Quizá en tal caso, seguramente en tal caso, fuerzas anímicas inconscientes vengan a ayudarnos. La tendencia a la acción y el presentimiento del placer subsiguiente; quizá cierto orgullo secreto, lo que fuese, y entonces la resolución es ejecutada. ¿Quién vence aquí? ¿Cómo incluir este proceso entre los procesos fisiológicos por su cualidad o carencia de calidad, mejor dicho, de ser fatales, ciegamente determinados? Yo no voy a asegurar que si no me hago rico es porque no quiere; que si no soy un sabio es porque no quiero.

Lo cierto es que carezco de fuerza de voluntad y, por de pronto, al menos, de instrumentos hábiles para conseguir esos fines. Yo no puedo proclamar que la voluntad lo puede todo. Lo primero que no puede una voluntad débil, instantáneamente al menos, es hacerse fuerte. Pero vea Ud. esto mismo. Una voluntad débil, por si misma, sin buscar medios, métodos verdaderos, no puede hacerse fuerte. Lo sería ya, si tal potencia tuviera. Pero puede buscar medios. Robustecer los músculos, cuidar la salud física, adiestrarse y, a la larga, no se decir hasta dónde; pero es indudable que algo y aún más de algo se consigue.

Pedro.– Se ha dicho que la voluntad es el poder sobre los músculos.

Álvaro.– Ve Ud. cómo indirectamente aliándose con lo físico y dando rodeos, ensayándose, yo puedo mañana hacer lo que hoy no puedo. Y no es la voluntad racional –¿qué entonces?– la Directora de esos trabajos? Y embrolla también este problema de la voluntad al confundirla con el deseo. El deseo es más y es menos que la volición, o, por mejor decir, es otra cosa.

Pedro.– ¿Y si resulta que no hay tal voluntad, sino solamente actos voluntarios?

Álvaro.– ¿Y qué importaría eso? Con referir a los actos voluntarios en general lo dicho acerca de la voluntad, estábamos del otro lado. No me es necesaria la doctrina de la facultades. Voluntad para mi significa el alma humana en cuanto formula proporciones imperativas, resoluciones prácticas.

Pedro.– No me ha convencido Ud. Pero no vamos a estar sobre cada cuestión discutiendo hasta el fin del mundo. Yo iba a decirle a Ud. acerca de la libertad y la cultura que, como la libertad externa, de que es un apartado la libertad política, es la mera posibilidad de obrar en un sentido o en otro, como no es un contenido, sino un continente, un medio pero no un fin, no parece que la cultura pueda consistir en ella.

Álvaro.– Yo me refería a la libertad, condición necesaria de la vida culta. Si quiere Ud. que vayamos al contenido, hay otra palabra sintética, que fue, además, la primera palabra culta: «yo», supuesto indispensable de todo conocer científico, centro de referencia de todas las ideas de la cultura.

Se me ocurre ahora mismo que la visión de la cultura como una escapada del hombre fuera de la naturaleza, corresponden el mito de Prometeo y otros, el de Orfeo, por ejemplo, inculcando en los hombres, con la música, imagen de la eterna armonía, el amor al saber. Como lo absurdo no existe en la realidad y esa escapada parece absurda, se ha supuesto un sobrehumano fautor del absurdo aparente, quien ha dado al hombre a escondidas de los dioses de la Naturaleza, el don milagroso del espíritu –la sabiduría, las artes– origen que explica por qué el espíritu contradice la energía, suplanta la fuerza, realiza la paradoja viva de que el pensamiento desinteresado e inerme, consiga abatir el brazo armado del egoísmo. ¿Será por esa oposición por lo que las fuerzas inclinadas hacia la Tierra se revuelven airadas contra el volar sin sentido –un sentido utilitario– de la psiqué? Jove, rey de la Naturaleza, castiga a Prometeo; Ares, fuerte y agresivo como una fiera, se burla del celeste lisóforo; los jayanes de todos los tiempos hostilizan bestialmente a los nobles y tristes Quijotes y hay soledad y frío en todas las alturas y no existe corona auténtica que no sea, por dentro, corona de espinas. ¡Con qué odio, que quiere ser desprecio lanzan ¡hoy! algunos individuos contra las frentes diáfanas y los ojos despiertos, la palabra «intelectuales»! Esa palabra pronunciada así, como un ultraje, simboliza el odio eterno de la mentalidad inferior a la mentalidad superior, de los instintos primitivos a la sensibilidad delicada, de la barbarie agresiva a la civilidad pacífica, de lo bestial a lo refinado. Es el bajo sentimiento de la mayoría de los heliastas que condena a Sócrates; el del populacho que vocifera «¡crucifícale!» ante el Pretorio de Jerusalén; el de las turbas idiotizadas que seguían a los herejes camino del quemadero; el del pueblo apolítico, bárbaro, que exalta la esclavitud en aquel ¡vivan las cadenas! de principios de nuestro siglo XIX; Polifemo contra Odiseo; la caverna contra el Partenón, todo lo animal contra todo lo divino en el retemblante tablado de la tragedia humana.

Recordemos la escasa consideración, o la franca hostilidad de que han sido objeto filósofos y poetas, astrólogos y alquimistas. No olvidemos que, en pleno siglo XVII, después del luminoso Renacimiento, el Pintor por antonomasia figuraba entre los ínfimos criados del Rey Nuestro Señor, e ilustre Mecenas, D. Felipe IV el Grande. Cuantos no se dedicaban a las ocupaciones elementales –comercio, guerra, caza, pastoreo, agricultura– sin más excepción que el sacerdocio, por el carácter sagrado de sus funciones, han sido hasta hace poco gentes indeseables y algunos artistas como los escénicos, estaban colocados, ayer mismo, al margen de la comunidad de los fieles.

Pedro.– El criterio para la estimación de las profesiones ha sido, en las sociedades sanas, el de la utilidad general que cada profesión repostara, y en las sociedades decadentes, el de la utilidad para el profesional. Utilidad siempre.

Álvaro.– Utilidad, nunca. Hasta las mismas profesiones indispensables que yo citaba como no perseguidas, tampoco fueron, casi ninguna, estimadas. Si fuera lo que Ud. dice, hubiera sido la agricultura la profesión cumbre.

Pedro.– Y lo ha sido. La aristocracia desde los Estados griegos hasta hoy mismo ha sido constituida por los grandes terratenientes. Cuando los reyes modernos hacían noble a alguno les daban «heredamientos», en los que «afincaba» la nobleza. Claro es que ni los antiguos ciudadanos, ni los señores feudales, ni los nobles que le siguieron cultivan por sí mismos la tierra. Para eso ha habido siempre, gracias al instinto genésico, estúpido y bajamente cumplido, esclavos, siervos y obreros.

Álvaro.– En primer lugar no creo que se tuviera en cuenta para discernir la nobleza al terrateniente la utilidad general que se derivara de ser él un gran propietario, sino la ventaja suya de tener de dónde mantenerse. Ya marra su doctrina, amigo Roca, por un lado. En segundo lugar, el señorío de la tierra es de origen guerrero. Por las armas tuvo que defenderse la ciudad primitiva y su campo, confundidos, entonces, pues que la ciudad no era sino el conjunto de casas de labor, la tribu sedentaria, agrícola, frente al pastor guerreo. Así como en los pueblos pastores no hay sino un aristócrata en cada grupo, el dueño de los rebaños y padre o abuelo de sus guardianes, el cultivo de la tierra trae la división de la suprema jefatura en tantos jefes cuantos fueran los poseedores de tierra. Y esta generalización o democratización de la autoridad impuso la elección entre los iguales de los magistrados supremos. Y como una gran extensión de tierra no puede cultivarla un hombre solo, ni una sola familia, vienen otros hombres desamparados –los vencidos– a hacer de máquinas agrícolas. Por donde las primeras democracias se asientan en la esclavitud.

Pedro.– Y las segundas, en el proletariado, conjunto de esclavos con derecho a cambiar de amo, cuando puedan cambiar.

Álvaro.– El caso es que la terrateniencia no puede ser considerada como una profesión, sino como una parte de la soberanía del Estado. Pero estudiando nuevos ejemplos vea Ud. la España del siglo XIX. La profesión militar es la más apreciada. Pero fíjese en que no proporcionaba utilidad general y en que los beneficios de los que la desempeñaban eran casi nulos. Un alférez ganaba a fines del siglo mil quinientas pesetas y un capital general –¡nada menos!– quince mil, hasta hace muy poco. Otra profesión cuyos practicantes encontraban en todas las clases sociales amigos orgullosos de serlo: la profesión de torero. ¿Qué utilidad general reportaba, ni qué grandes beneficios obtenían, entonces, los grandes matadores? Y conste, por último, que la profesión mejor mirada en todos los tiempos y países es, precisamente, la ausencia de profesión, la vagancia dorada, la riqueza del rico que no trabaja. Y no me diga Ud. que es por tradición, como ausencia del respeto al noble, porque han cambiado mucho las cosas, y a multitud de ricos se los ha visto antes pobres, y porque no es sólo al hacendado al que reverencia la gente, sino al rentista, a cualquiera que tenga dinero, mientras, ya hace siglos, despreciaba al hidalgo de gotera, noble por los cuatro costados.

Y dirá Ud.: Ya pareció el criterio económico. Pues, no, señor. En esta apreciación popular del rico no entra semejante criterio. Nadie piensa en la utilidad general que el rico proporciona porque no proporciona ninguna ya que él no trabaja y sus bienes repartidos producirían, seguramente, mayor riqueza. No es, tampoco, por el beneficio particular de los que los rodean, porque este beneficio, en la casi totalidad de los casos, no se produce jamás. No es por ninguna consideración utilitaria sino por vanidad, motor de los actos humanos, mucho más fuerte que la conveniencia económica. Los fundadores de religiones y nuestra Iglesia, gran mantenedora de esta doctrina, han comprendido el corazón humano mucho mejor que Carlos Marx y sus secuaces.

Y permítanme, antes de contestarme, una espontánea amplificación. He dicho que los sentimientos mueven la voluntad más que la conveniencia; y debo añadir –lo que no quita fuerza a mi aserción, sino la sitúa donde debe estar– que hay un sentimiento apasionado, a veces, de la conveniencia económica; sentimiento que puede considerarse como el representante del egofilismo instintivo en la vida consciente. Pero este sentimiento entra en juego, como otros de distinta cualidad, en las deliberaciones, y unas veces influye decisivamente, otras veces es vencido y otras ni se presenta en liza, porque no tiene por qué presentarse. Parece mentira que se hay podido hacer la afirmación monstruosa de que el instinto, o la pasión, o la idea por lo económico, por la riqueza, es el móvil principal de los actos humanos.

Pedro.– De la Historia, dicen, esto es, de los actos humanos.

Álvaro.– ¿Pero qué es la historia, sino la serie pública, la proyección en la vida colectiva de la actividad privada habitual y capital, de la actividad que caracteriza la vida del hombre? Si los seres humanos, al actuar en la vida –que comprende también la vida pública, donde la hay– se guían por sus pasiones: amor, odio, vanidad, orgullo, ambición, lujuria, interés utilitario– ¿cómo el conjunto de esos mismos hombres y sus representantes o directores –hombres, también– van a proceder... como no hombres, como seres guiados por la pura idea económica o por la pasión de esa idea? ¿No sería esto el resultado maravilloso de una taumaturgia inconcebible? ¿Que la vida mental descansa sobre la vida física? Naturalmente. Pero los cimientos de un edificio no son el edificio, aunque sin aquellos no pueda éste ser construido, ni el canto del ruiseñor lo hemos de identificar con los insectos de que el ruiseñor se nutre, aunque no habría música, sino hubiese mantenimiento. ¿Que las invasiones primitivas tuvieron una causa económica, como las luchas entre pastores y agricultores y la estructura material y política de las primeras ciudades? ¿Que el estímulo para las explosiones revolucionarias ha sido el hambre? Bien. Todo ello es natural. ¿Pero y la Fronda? ¿Y la Vendee? ¿Y las luchas contra los protestantes? ¿Y el «levantamiento, guerra y revolución de España» a principios del siglo pasado? ¿Y la preparación ideológica y sentimental de la Revolución Francesa? ¿Y el gran hecho de las Cruzadas? ¿Y el Renacimiento? ¿Y las grandes innovaciones pedagógicas? La de la escuela primaria popular fue sugerida por Lutero con la mira de que los fieles pudieran leer los libros sagrados ¿Dónde está aquí el interés económico? ¿Dónde, en la lucha entre clasicistas y realistas, como no sea en estos y no con respecto a sí mismos, ni para el presente? ¿Qué instinto ni qué idea económica mueve a los ascetas y místicos, a los filósofos y poetas y a la corte de discípulos y admiradores de unos y otros ni a los visionarios utopistas, ni a los fanáticos de religiones y partidos, que son miriadas de legiones? Recuerde Ud. el cuadro que presentaba la Judea hacia la venida de Cristo. Fuera de los opulentos saduceos, el sentido económico estaba ausente en todo aquel enjambre de sectas que se disputaban la inspiración divina.

Pues bien, yo pregunto por qué los poetas, los filósofos, los artistas y hasta los sabios si no obtienen pingües ganancias, es decir, si no descienden de su grandeza han provocado y provocan ¡todavía! en muchas gentes –esta es la verdad, y no vale ocultarla– un sentimiento de repulsión, de hostil extrañeza, y a veces, de odio ciego, profundo, que subsiste a despecho de cualquier sentimiento de otro género, a despecho de la gratitud, de la simpatía, del cariño. No se puede poner como causa de esta repulsión el sentido económico de la vida, porque hoy en el estado actual de la civilización y de la cultura, esos hombres son imprescindibles; ni tampoco la envidia personal, más propia de los compañeros de profesión que del extraño, y que sería mayor cuando los envidiados ganaron mucho dinero y no es así sino al contrario. Se observa, además, que ese sentimiento posee algo de la impersonalidad de los sentimientos superiores; es opuesto, pero semejante. Así como hay amor a la belleza, a la justicia, a la inteligencia, hay, en esas almas a que aludo, el odio a las realizaciones que más se aproximen a los arquetipos de esos ideales. Estoy seguro de que las estatuas clásicas, los versos de Homero, la prosa castellana de Larra, de Pi y Margall, de Gabriel Miró; la noble y recia actitud de Giordano Bruno ante sus jueces –parecen cosas dispares, y no lo son, en cuanto superioridad, o procerismo– la austeridad de un Salmerón o un Giner de los Ríos, ocasionan en muchos espíritus una oscura pero cálida y profunda antipatía. Yo he visto esa antipatía. Así se explican la condena de Sócrates y los insultos de la plebe a Savonarola, Carlota Corday y tantas otras víctimas, resplandecientes de belleza moral, serenas desde la máxima altura del espíritu ante el abismo en que iba a precipitarse su existencia. Se perdonan todas las superioridades, excepto la superioridad espiritual ¡Qué festejado el rico necio, el aristócrata vicioso, el gobernante de cabeza hueca! ¡Qué odiada la austeridad sencilla, el heroísmo humilde, la ironía profunda, la sinceridad, valiente, el altivo desdén hacia las cumbres de cartón! ¡Qué frío silencio cerca del ideal sereno y audaz, pone el pecho contra la corriente! ¡qué sañudo desprecio al talento que no se esconde, ni adula –que es también esconderse– aunque no gallardee vanidoso! ¿Cómo se explica esto –porque no hay otra explicación– por un sentir cósmico, por una oposición de la vida instintiva contra la vida del espíritu?

Un silencio palpitante, henchido de emoción y pensamiento, comentó estas palabras de Álvaro.

D. Santiago.– Sin perjuicio, aunque Venegas, de contradecirle luego, yo quisiera que continuara Ud. la exposición de su pensamiento. Dijo Ud. antes que el punto común en los orígenes de la cultura y de la civilización fue el descubrimiento, importantísimo, en verdad, del fuego doméstico. ¿Por qué no sigue Ud.?

Otero.– ¿Cómo se desprendió de ese tronco la rama de la cultura? ¿Hay alguna invención que pueda considerarse como el punto de partida de la cultura?

Álvaro.– Para mi es indudable que la cultura fue dada a la luz en el lecho del ocio. El trabajo atiende, atendía, sobre todo, en los primeros tiempos, a las necesidades biológicas, y no es biológicamente necesaria la cultura, cosa de juego, de libertad de pensamiento y de acción, aunque la acción sea escasa y de ritmo lento.

En las horas de ocio, el espíritu del hombre primitivo, débil, muy débil todavía, pero atento al vivir circundante, tejería neblinosos ensueños, constelados de intuiciones fúlgidas. El poeta de los primitivos tiempos, era poseso del alma cósmica, que abrazaba imperiosamente su pobre alma infantil, en la que surgirían, como engendros de aquel abrazo, tenues girones de caóticos ensueños, confuso rastro de crasas quimeras, súbita evocación de cosas imprecisas, fosforescencia de cementerios ancestrales, espejismos de remotas lejanías... En los vírgenes bosques primitivos henchidos de vidas y palpitantes de misterio, percibiría sombras fugitivas, bisbiseos inquietantes, rumores de oculto sentido, temerosos gritos pánicos; y en las horas serenas, de solemne grandeza una confusa inducción le hizo creer que todas las cosas eran movidas por almas: las almas oscuras, tremendas, que alientan en los abismos; las que infunden la vida en los seres de la tierra, del aire y del agua; la que palpita en las más altas regiones, donde mueve los vientos y ruge en los huracanes y, fijando su vista en lo azul, le parecerían las estrellas seres escrutadores y severos asomados hacia abajo para verlo todo, escondidos en el misterio de la lejanía. El padre Solera un Dios bueno en el cielo, y un dios bueno en la tierra el fuego, que vivía en lo hondo de la cueva hospitalaria.

Esto ocurría cuando ya era el hombre consciente de sí, aunque la razón, entre cálidas nieblas oscuras, apenas energía a ras de la conciencia.

Alguna voz, un hombre se había dado cuenta de que era él; se descubrió, se reconoció y tomó posesión de si mismo.

Yo me figuro que esa «primera vez» ocurrió en la orilla del mar y que fue un poeta, un poeta anterior a la poesía el protagonista de esa trama fecunda.

El mar había convertido la roca estéril de la tierra seca en campo verde por el tenaz martilleo de la lluvia y la lima constante de los ríos y había plasmado en su fecundo seno la primigenia vida sensible como habían de ser sus orillas, las primeras civilizaciones; él, con el tiempo, sería el conjunto innumerable para la irradiación de la primera cultura integral y en un día de eterna memoria el acogedor refugio valeroso de la primera ciudad de ciudadanos; él ungido con sus aguas, en eficaz bautismo, las alas de las grandes epopeyas; él exaltaría el corazón del hombre para que viera en un instante preñado de eternidad cómo se convertía la espuma –frágil, leve, efímera– en la diosa de un imperio más duradero que el tiempo, más grave que los mundos y «más fuerte que la muerte». El sujeto de la Historia había de formarse frente al mar. El mar es un monstruo inquietante y apacible, inquieto y sereno, suave y amargo, admirable siempre eterno, indefinible como el ser de ridícula debilidad y de fuerza suprema, dulce y fuerte, magnánimo y mezquino, excelso y miserable que va a completarse frente a él, va a comenzar en él y en sus orillas lo más sublime y lo más abyecto que en la inmensa extensión del Universo se habrá tal vez producido, la Historia.

En un amanecer luminoso, tibio y perfumado, cuna propicia al nacimiento de Psique, un hombre que casi no es hombre todavía, pero que pronto poseerá el tesoro de la gran intuición primicena, se halla absorto por el mar. Su pequeña tribu fue compelida a dejar los lugares en que vivía y ha marchado con ella, en éxodo perezoso aguas abajo de un río pujante y sereno, imagen de lo que, fluyendo sin cesar y sin cesar perdiéndose, permanece idéntico. Como el río no es la aparente simplicidad dinámica, la selva que por ambas márgenes se extiende es la vanidad complejísima en apariencia estática. Desde la copa de los árboles gigantes ha divisado el pobre fugitivo montañas de firme quietud y ha sentido desde lejos el solemne silencio de sus cumbres.

No es que aquel hombre viera así estas cosas. Pero las sugestiones estaban presentes a su alma en cuyos profundos senos creadores latía ya el espíritu.

La luz, el paisaje, el sonido, los seres, los hechos, cuantas cosas nos rodean ejercen sobre nosotros acción profunda. Lo que el poeta primitivo contemplaba, ¿no labraría en su alma un surco, del que la reiteración excitadora haría brotar imágenes e ideas?

En la noche, clara y fría, precedió a aquella alborada, llegan hasta el asilo de los fugitivos voces poderosas, inauditas, que se han tragado las voces del río y de la selva. Con la luz del alba, trepa, entre curioso y asustado, aunque ya los rugidos son más suaves, por una alta roca, cuya base avanza en el agua por atracción de amor y en ella yacía extática, disolviéndose lentamente, con morosa voluptuosidad muda e innoble.

Las olas, lentas y suaves, avanzan deliberadamente, transmitiéndose de una a otra el terco designio de un poder ignoto. La que consigue arribar a la playa se deshace en cándida guirnalda de flores frágiles, leves, fugaces y siempre renovadas. Flores inútiles, de las que un día, sin embargo, surgirá Afrodita.

El fugitivo está pasmado, extático sin idea ante el mar. No es que fuera incapaz de ideas el pobre salvaje en exilio. Era la simiente del primer poeta, cuerda fina y tensa, sin vibrar; río represado, águila sin alas.

De pronto, como si se arriesgase, por pura vocación, en un viaje hacia lo ignorado, reacciona sobre su pasmo y mira, con absoluto desinterés, con amor, al ser maravilloso que ha captado su atención espontánea. Es la primera acción desinteresada y, por ello, la más voluntaria, la primera acción heroica que se ha producido en el mundo. La recompensa será rápida y fulgurante. Aquel hombre desea –sin saber que lo desea– comprender lo que admira.

Comprender es referir lo fugitivo a lo permanente, lo vario a lo uno, lo mudable a lo idéntico. Y en el umbral de la comprensión no hay otra permanencia, otra unidad, ni otra identidad que la conciencia que espera como la virgen prudente. El hombre es la primera medida de las cosas.

Pedro.– Y la última.

Álvaro.– La última es la razón, que se identifica, en su menester, con la razón divina. O de otro modo, que no hay sino una razón, una medida impersonal, eterna.

Pedro.– Amén.

Don Santiago, grave y afectuoso, rogó a Venegas que no se detuviese.

Álvaro.– Aquel amoroso deseo de conocer que sentía el poeta era una llamada a la conciencia. Y como nada resiste al amor, ella acudirá a la cita. El conocimiento ha comenzado; está ya en la penumbra entre conciencia y acto puesto que desear conocer es amar, y para amar hay que conocer de algún modo. El poeta primitivo se halla en esa actitud erótica, en ese momento en que lo desconocido se destaca de lo circundante y avanza hacia nosotros, atraído por la atención voluntaria, amorosa, que, así separándolo de lo demás y agrandándolo, lo define patéticamente, acto previo indispensable para que la definición intelectual sea una cosa viva en el espíritu, una idea.

Aquel hombre, que no posee el término general de comparación que carece del hábito de referir a lo íntimo lo extraño, porque intimidad y extrañidad están confusas en él; que no puede darse cuenta de sus sensaciones, puesto que no se la da de sí mismo, busca por confusa apetencia apasionada, con emoción vesperal, con esperanza henchida de aurora tras de lo amado, el amante. Y mira dentro de sí. No podía mirar a otra parte. Para esa primera caza deportiva no había sino una senda. Mira dentro de sí y se ve. Y surge un nombre que comprende a la visión y al vidente: yo. Yo es el verbo humano, verbo-hijo: el ser del hombre con un nuevo modo de ser con el ser reflexivo y expresivo de sí, primero para sí mismo, pensamiento, palabra interior. Por eso la palabra que expresa la conciencia, la palabra yo es la más honda de las palabras, la palabra por excelencia y la primera verdadera palabra humana.

Ha nacido, pues, el primer hombre en el alma de este ser débil, inerme, infantil de por vida, inadaptado al medio, en el alma de este infeliz simiode fracasado. Y ha nacido con el hombre, la cultura.

Ha nacido la poesía. Embriagado de sí el hombre compone su primer poema. Repite la palabra ¡Yo! ¡yo! ¡yo! La pronuncia, primero, confuso hasta el rubor, porque en ella se ve a sí mismo («Y se avergonzó de verse desnudo», dice el Génesis. ¿No sería esto y no el desnudo físico, incapaz de producir vergüenza «en el principio»?).

La dice luego, con respeto, en el que yace el germen de la propia deificación. La grita, por fin, con férvido entusiasmo, con cálido amor a todo, mientras mira al mar, al cielo y a la tierra con nuevo mirar penetrante y gozoso, flechas de luz que llevan el verbo como un fraternal mensaje.

Atendamos, señores, a este hecho, que se destaca también en el mito del Paraíso. El primer acto libre, esto es, fuera del campo biológico –la ciencia de Adán era infusa y estática– implica una apetencia de conocimiento.

Pues bien, de aquellas dos epifanías paralelas (la del fuego y la de la luz interior) se derivan dos series paralelas, también, de acciones vitales, dos vidas: la que se llama vida de la realidad, la que se gesta en el medio ambiente físico y en el biológico-social y aquella otra que se enfrenta en actitud de vuelo, con lo ideal.

Medina.– ¿No convendría que Ud. fijara el sentido de la palabra ideal?

Otero.– A mi juicio es bien claro.

D. Santiago.– Convendría, sin embargo, hasta por cuestión de método.

Pedro.– ¿Método, a estas horas, D. Santiago, en esta discusión caótica?

D. Santiago.– No lo creo yo así. Hablar de mil cosas no es desorden, si ellas se refieren al punto central. Y es claro, por otra parte, que en un diálogo libre entre varios amigos no puede existir el método riguroso de un epítome. Defina D. Álvaro lo que él entiende por ideal que es posible que a él mismo le convenga.

Álvaro.– Ofrezco a Ud. dos explicaciones que pudieran reducirse a una sola pero que arrancan de distintos lugares que obedecen a distinto método.

Primera explicación: Detrás del mundo de los fenómenos y por encima del mundo de la ciencia que es el mundo de los fenómenos, interpretado, ordenado, creado, en cierto modo, o quizá mejor, recreado por la razón, {1} existe el mundo metafísico, que se resuelve, en nuestro pensamiento en tesis contradictorias igualmente demostrables, esto es, inciertas, de realidad inaprehensible por la razón y, por consiguiente, irreales. Mas el espíritu de hombre tiene «horror al vacío» metafísico y lleva con la fe lo que no puede llenar con la ciencia, dándose a sí propio con este hecho, una prueba indirecta de que no hay tal vacío: de que existe «la cosa en sí», la esencia tras el accidente y yo no me refiero a las esencias de las cosas singulares, como sabe D. Pedro lo absoluto, por encima de lo relativo, lo eterno e infinito, tras lo temporal y limitado, la causa primera o «causa de las causas», antes que la cadena de causas y efectos, aunque no podamos conocer todo ese trasmundo, por lo mismo de no ser apariencial, mientras que nuestro conocimiento se construye sobre lo que nos es dado, sobre lo fenoménico o perceptible por los sentidos. Pues bien, esa creencia y las que con ella se relacionan, constituyen lo ideal. Entre estas últimas, destacamos, con respecto al hombre, la libertad y responsabilidad de nuestro espíritu y su vida ultraterrena y con respecto a Dios, la síntesis real, en su naturaleza, de nuestras antítesis racionales: necesidad y libertad, perfección y vida... Lo ideal es, pues, o una creación subjetiva, que el espíritu, que el espíritu proyecta en lo objetivo –tesis que Roca mantiene– o como yo creo, una proyección de lo objetivo real, imperfectamente cognoscible: una voz de Dios –realidad de lo ideal– en nuestra conciencia.

Pedro.– Vamos, sí. Una especie de revelación.

Álvaro.– Hay que hacer constar que, si bien el criticismo kantiano, al que pertenece el concepto de lo ideal que acabo de exponer, ha sido superado, no ha recibido daño alguno en esta parte del sistema, que está fuera del sistema; que es como la cúpula de una catedral, en la que el kantismo era sólo una capilla. Podemos suponer que la capilla se encuentra derruida ¿y qué importa? La cúpula está incólume y aún se robustece hoy, por la nueva pujanza del realismo ontológico en sus dos direcciones: neo-aristotelismo y realismo crítico.

¿Será real lo ideal? Sin que lo que vamos a decir se pueda sustentar como una razón científica, sí lo es, y formidable, en el orden moral ¿No sería un absurdo inexplicable y una pérdida de fuerza que contradeciría la ley fundamental armónica, de universal vigencia, que el hombre sienta anhelos de perfección, que crea en la sustantividad del bien, en la verificación de la verdad lógica en la realidad de la belleza y que no exista sino el mundo mecánico? ¿que los conceptos de libertad, justicia, magnanimidad...sean lamentables equivocaciones, sin otra correspondencia que unas sombras proyectadas por la nada y las acciones que el amor a esos conceptos engendra, ridículas actitudes de la imbecilidad crédula y confiada?

Estas consideraciones me llevan como de la mano a la segunda explicación.

En este mundo bajo y limitado, nos encontramos con la tendencia del hombre, o, más exactamente, de los hombres superiores, a preocuparse por lo general, por lo que está muy por encima de su interés y aun del tiempo y del espacio en que viven. La ciencia, el arte, el derecho, el porvenir de la humanidad, el progreso de la cultura son preocupaciones primordiales de esos hombres, a las que verifican, si es necesario, su bienestar y hasta su vida. El progreso humano se debe en gran parte a sacrificios abnegados y perfectamente voluntarios de esos hombres próceres. ¿No debemos suponer que algo muy grande los sostiene en su actitud heroica?

Pedro.– Una enfermedad, a lo mejor.

Álvaro (con resignación).– ¡Bien! amigo Rica, bien. Pero hay por otra parte, un hecho que cualquiera puede comprobar por la introspección: la tendencia del espíritu humano a agotar idealmente el objeto de su actividad. En cada cosa no nos conformamos sino con toda ella; en cada cualidad, con su perfección absoluta. El idealismo platónico es el menú adecuado a tan formidables tragaderas. El misticismo –indio, neoplatónico, cristiano– va derecho, sin lista de manjares, a engullirse estos, previamente condensados en el pan supremo que es la divinidad. El subjetivismo de las pasadas centurias invirtió los términos, al asegurarnos que el mundo y Dios eran creaciones de nuestra mente, pasando así el espíritu de comensal a productor del alimento. Y se necesita estar ciego para no ver en todos los grandes mitos literarios ese carácter común, esa profunda ambición de conseguir lo perfecto en cualquier dirección de la vida, Fausto, la sabiduría y la eterna juventud, para el eterno placer del alma y del cuerpo; D. Quijote, el imperio de la justicia; D. Juan, la cualidad de ser amado por cualquier mujer, es decir, por todas las mujeres; Celestina, el medio para que el amante consiga todo el amor de la amada, única, o sea, todo el amor de todas las mujeres que para él existen.

Calixto es un D. Juan condensado, apasionado; D. Juan, un Calixto disperso, emotivo. Para Calixto, el centro del mundo es su Melibea. Para D. Juan es él mismo, como objeto del amor de las criaturas, para él interesantes. Dos ambiciones opuestas, pero absolutas; dos puntos de vista diferentes, pero abarcándolo todo cada uno. Aquiles y Sigfrido simbolizan el triunfo constante, la victoria segura en la lucha armada que, en los medios de estos héroes, significaba vencer en la vida, vencerlo todo, obtenerlo todo.

Si exceptuamos a D. Quijote que tiene otra significación, además, de la señalada, intervienen en todos estos mitos, como en los del Paraíso y la Torre de Babel, un poder superior que pone el veto a la realización del ideal. Son los dioses contra los hombres. No olvidemos que los dioses antropomorfos representaban la Naturaleza; eran fuerzas cósmicas inteligentes.¿Qué es el propio Destino «superior a los dioses» sino, literalmente, la Necesidad, ley cósmica suprema, así como la libertad es la suprema ley espiritual? Necesidad y libertad son antitéticas, excepto en Dios, en quien se resuelve perfectamente esa antítesis, y, sólo imperfectamente en el hombre. El teatro griego de alto coturno es la ejemplificación palpitante y sangrante de ese antagonismo.

Pedro.– Ya sabíamos por aquí que Dios es el ser necesariamente bueno y necesariamente libre. ¡Qué dóciles son las palabras! Pero no se desmande. Prosiga recto, ahora.

Álvaro.– Prosigo. El mito (ideomórfico este, como corresponde a una época de ideólogos) del «progreso indefinido y continuo de la Humanidad», dado a luz en el siglo XIX, es otra manifestación de esa múltiple sed de lo perfecto. No se garantizaba en esta doctrina que el hombre habría de alcanzar la perfección, pero sí que se acercaría a ella «indefinidamente».

Otro hecho, que refuerza esta doctrina es el trabajo, a que antes aludimos, de los hombres próceres; el culto que rinden a los conceptos universales; culto que convertiría esos conceptos –aunque no tuvieran existencia eterna– en ideales vivos y eficaces, en dioses de una verdadera y católica religión. Que eso es el espíritu religioso, en definitiva; la dedicación de la vida a lo ideal; el vencimiento del bajo egoísmo, coraza, antena y garra del alma instintiva, por el egoísmo superior, sin otras armas que las alas de Psiqué; por el egoísmo que infunde en quien lo posee la creencia de que es capaz de todas las grandezas; por el egoísmo de sentir a Dios dentro de sí y de creerse llamado a prosperar el bien, la verdad y la belleza en este mundo miserable cuya atmósfera, sin embargo, se ha conmovido con las palabras de Sakiamini, de Sócrates, de Cristo; sobre cuyo fango putrefacto ha podido alzarse el Partenón y se levantan hoy esas torrecillas en las que «la caña que piensa» analiza la materia del Universo, y pondera su masa y mide la trayectoria de los astros y el divino valor de la luz; en cuya espacio, poblado de fantasmas, ha brillado la lanza de oro de Athenea y refulge con eternos resplandores , la cruz del Calvario.

Pedro.– ¡Poesía, poesía!

Álvaro.– ¿Y qué es la poesía, sino la intuición espiritual, henchida de emoción? Filosofía irracional, pudiera llamarse la poesía. Pero hay que tener en cuenta que lo irracional puede ser suprarracional ¿Y no es verdad, aunque sea poesía –o porque es poesía– que la cultura, en cuanto a su intención laborante, es la religión de la humanidad consigo misma y para sí misma?

D. Santiago.– Permítanme que tercie en la cuestión apartándome un poco de la actitud de Venegas y seguramente también de la Roca. Yo creo que hay algo en el conjunto de las actividades humanas, a que se puede llamar civilización y otro algo a lo que se puede llamar cultura. Creo también que existe entre esas ingentes formaciones una oposición bien notable aunque tal vez excesivamente acusada por el Sr. Venegas. No hay que temer que una de ellas desplace a la otra. Mucho se va materializando esta civilización y como es forzoso la gente que la sirve. Pero tampoco nunca como hoy se han mantenido por numerosas personas las más altas aspiraciones humanitarias. Jamás, hasta ahora, han interesado al público los problemas filosóficos. En ningún tiempo la solidaridad humana se ha manifestado tan intensa. El hombre moderno adquiere conciencia de su mundialidad. Hay un pasaje de Cleanto, el humilde aguador y clarísimo filósofo, que parece una profecía de los tiempos que sin duda alguna, van a llegar. Es aquel en que dice que el hombre debe sentirse ciudadano del mundo.

Pedro.– ¡La unificación del mundo por la paz y el amor!... ¡Qué sueño!

Álvaro.– No ve Ud. los felices augurios –¿qué digo augurios?– los comienzos efectivos de esa unificación? Sin contar la Sociedad de Naciones –que sí debe contarse–.

Pedro.– Que no debe contarse.

Álvaro.– Son innumerables, se cuente o no esa institución, los congresos internacionales sobre todos los aspectos de la vida; las conferencias que los sabios, o los escritores notables de un país explican en otros países; las frecuentes traducciones de libros a múltiples lenguas; las obras cinematográficas, que se exhiben en todo el mundo con asuntos de todos los tiempos y paisajes de todos los lugares. Finalmente, la educación va siendo cada día más parecida en todos los pueblos cultos. Y ha surgido la palabra clave. Es la catolicidad esencial de la cultura y de su alma mater, la filosofía –universalísima de suyo– la que va unificando las conciencias de los directores de la sociedad para unificar, después de los dirigidos. Y no prueba nada contra esto la pasajera exacerbación nacionalista, ni las tremendas luchas sociales, ni aun la catástrofe, que muchos profetizan, de la cultura occidental. Si es cierto que esta va a extinguirse en la nueva cultura tendrá amplio desarrollo este ideal unificado, de la misma manera que en esta cultura se ha desarrollado el racionalismo griego, el sentido estoico cristiano de la moral, y el misticismo alejandrino y dos principios del Derecho Romano, la orientación del arte hacia la belleza. Es falso, a mi juicio, que haya un cambio completo entre las culturas antecedentes y las subsecuentes. No puede haberlo. La cultura es obra humana. ¿Difieren tanto entre sí los hombres de unas y otras épocas? ¿No existen entre todos, absolutamente todos los hombres las analogías necesarias para que quepan todos los de todos los tiempos y todos los países en la condición de individuos de la especie humana?

Pedro.– Los Directores de la sociedad son ahora los grandes industriales o los representantes de los obreros.

Álvaro.– Ud. Sabe que ningún poder iguala al poder de las ideas.

Pedro.– Creía, antes, saberlo. Hoy me inclino a pensar que las ideas no han desempeñado en los cambios históricos otro papel que el de disfrazar los intereses, más o menos legítimos y los apetitos, más o menos bastardos. Y sabe Ud. por qué he podido llegar a esa conclusión? Por haber observado que los fundadores de religiones, los grandes santos, los héroes de cualquier ideal han creído que los seguían discípulos porque congregaban admiradores. Y no es la admiración resultado de la comprensión.

D. Santiago.– La admiración es un sentimiento unitivo; comunión de nuestra intimidad con la intimidad de lo admirado. Se admira lo que se comprende si no por discurso, por intuición. Lo que no se comprende podrá causar pasmo, o terror. La admiración es el aplauso a lo que se juzga perfecto. Toda admiración es como una extensión del egoísmo, como una implantación de lo admirado en nuestra conciencia. Creemos que aquello –si se trata de obras humanas, que son las que, propiamente hablando, suscitan la admiración– lo habíamos hecho nosotros... si nos hubiésemos puesto a hacerlo.

Medina.– Entusiasmo creía yo que se llamaba eso.

D. Santiago.– Entusiasmo es más bien admiración exaltada, delirante, divina. Fíjese en la etimología.

Pedro.– Bien. Pues entonces modifico mi proposición, diciendo que los héroes de lo ideal han creído que seguirían sus doctrinas admiradores convencidos, porque los escuchaban con la boca abierta cuatro infelices papanatas o, con la boca cerrada y apretados los puños, legiones de «resentidos», o las dos especies de «carne de ideal». ¿Está claro?

Álvaro.– Está claro. Pero no es verdad. No lo es, por lo menos exactamente.

Pedro.– Estas verdades no son matemáticas. Pero dígame Ud. en qué ha venido a parar el cristianismo de Cristo, especialmente entre los católicos. Fetichismo es la religión de la inmensa mayoría de esa gente. El dogma más que materia de fe es un totem. La doctrina de la caridad no la practican. Reciben los sacramentos con preparación formularia y escasa fe y tibio amor a Dios. Sólo ponen el alma, toda el alma, en las peticiones a esta o la otra imagen milagrera.

Álvaro.– El cristianismo de Cristo ha venido a parar a ese estado lamentable, repugnante, en el seno de la Iglesia Católica. Pero ha llegado a mucho más de eso, a otra cosa infinitamente superior a eso en el espíritu de los librepensadores modernos, incluyendo entre estos a muchos protestantes y hasta algunos católicos de nombre que se afanan por horror a la incredulidad, en hacerse creer que tienen fe y que aparte de esta lucha poseen un alma noble, sensible a la justicia y al amor. El cristianismo de Cristo ha sublimado y extendido la compasión, la virtud cristiana por excelencia.

D. Santiago.– ¿Qué iba Ud. a decir acerca de la cultura y la civilización D. Pedro?

Pedro.– Yo creo que civilización y cultura son la misma cosa. La cultura tuvo en su origen sentido biológico, egoísta. Cultura y civilización –cultura solo, sería más propio– no fueron sino el conjunto de medios aportados por el espíritu del hombre para domeñar la naturaleza. Los dibujos rupestres eran mágicos, capciosos, utilitarios; el tatuaje tiene por objeto infundir terror en el enemigo; la religión consistiría en apaciguar los poderes malignos, primero, en conseguir sus favores, después, convirtiéndose los demonios en dioses aunque no todos, puesto que el mal no se extingue. La moral no fue sino la imposición de la conveniencia colectiva sobre el interés o el capricho de cada individuo.

Álvaro.– ¿Y qué importaría eso, aunque todo ello fuera, como Ud. pretende? Si la religión, la moral, el arte –y no todas las actividades espirituales, pues la emoción estética y la inquietud filosófica no se dejan incluir en la esfera de lo práctico– surgieron allá en el vestíbulo de la Historia en vista de un fin útil, bien pronto perdieron la memoria de su origen, desertaron del campo biológico, del ejército disciplinado por la inteligencia y dirigido a la conquista de las fuerzas naturales y se alistaron en los equipos del juego. Y el juego es el empleo más serio de la actividad humana. Por ser libre el juego y necesario el trabajo, nuestra personalidad está entera en aquel. Cuando un hombre juega, todo él juega. Cuando trabaja –si no es un trabajo como un juego: gustoso, apetecido, libre– se encuentra en actitud de fuga, como si cumpliera un castigo. ¡Cuántas necedades se han dicho para contrariar la leyenda bíblica del trabajo como pena! ¿A qué se parece el trabajo, el verdadero trabajo –esfuerzo fatigoso, impuesto por la necesidad– sino a un castigo? ¿Hay nada más molesto, más penoso que el trabajo? Y, en cierto sentido hondo, biológico, más humillante? El hombre querría dominar con su pensamiento y su voluntad solamente, sin la espera penosa del trabajo toda la naturaleza y cuanto se le pone por delante.

Pedro.– También el juego posee carácter biológico, egoísta. ¿Qué es el juego de los animales jóvenes sino un simulacro de las luchas futuras, un adiestramiento para la caza?

Álvaro.– El pequeño animal que juega no cree que está cazando, ni sabe que va a cazar, cuando sea mayor. ¡Qué providencialismo! El animal, dice Ud. juega para adiestrarse. ¿No comprende Ud. que ese «para» es subjetivo; que es ilegítimo suponer en el animal esa intención, siquiera sea instintiva.? El parecido entre el juego y la lucha puede obedecer a la anatomía y aptitudes del animal; a la tendencia, heredada, a ejecutar determinado grupo de movimientos. Esto es una cosa y jugar para adiestrarse en la lucha otra muy distinta. Pero ahora hablamos del hombre. Si la vida del animal se termina en su vida física y la de su especie, el hombre se crea, por exigencia de su naturaleza espiritual otro campo de acción. Los juegos de los animales jóvenes armonizan con sus luchas de adultos sin necesidad de que medie entre estas y aquellas una relación de causa a efecto; mientras que los juegos del hombre, los del espíritu, sobre todo, tienen como objeto conocido el mundo ideal, y por causa, la vocación hacia ese mundo, la apetencia que cada uno tiene por el fin que le es propio.

Pedro.– Ud. había dicho antes que toda acción realizada por un ser vivo tenía carácter teleológico. Aquello de la flecha...

Álvaro.– Y lo aplico al juego. La finalidad biológica del juego es el ejercicio de fuerzas naturales, el desarrollo de los órganos de esas fuerzas.

D. Santiago.– Sutiles están los polemistas. Si el animal que juega lo hace para ejercitar sus fuerzas, aunque él no lo sabe, este paso lo admitiría Venegas.

Álvaro.– Lo admito.

D. Santiago.– Y esas fuerzas le van a servir, cuando sea mayor, para cazar, por ejemplo, ¿no hay aquí un para, aunque sea más profundamente indeliberado?

Álvaro.– No. Entre el ejercicio de un órgano y su desarrollo no media sino la misma vida del órgano y del organismo de que forma parte. Hay intimidad en tiempo y espacio, entre causa y efecto. Pero entre el juego de un cachorro de león y su actividad cazadora hay mucho por medio. Lo que pudiera decirse es que para nosotros –como ya decía de la producción del polen en loas plantas monoicas– es como si hubiera intención. Queda así la posibilidad de transferir esa intención a otro elemento.

Pedro.– ¿A la Providencia?

Álvaro.– A X. Ahora no tratamos de eso.

D. Santiago.– Bien. Pues adelante.

Álvaro.– Iba a decir, cuando hablábamos de la moral, que no creo que toda ella, la de cualquier base, pueda ser tachada de egoísta. Quien dice a los hombres –y se ha dicho con alguna eficacia– «cumple tu deber por encima de todo y sin esperar recompensa», «ama a tus enemigos y devuélveles bien por mal», no se dirige al egoísmo, sino que prescinde de él y hasta lo combate.

Pedro.– ¿Cómo dice Ud. eso, amigo Álvaro? Lo que hace quien habla así es suscitar una nueva especie de placer, el placer de despreciar el placer y hasta el placer del dolor por altos motivos, que magnifican el alma, produciendo el placer de la propia exaltación. Estos placeres, hondos y sutiles, compensan los vulgares dolores físicos. Es un nuevo campo de la sensibilidad, adecuado a las ideas teóricamente inegoístas. Yo le aseguro que estas ideas no vivirían en la conciencia de ningún hombre si no se implantaran en ese jardín, propicio de la sensibilidad afectiva.

Álvaro.– A veces no es eso, o no es eso con la nitidez y simplicidad que Ud. lo presenta. Quien sufre dolores por altos motivos, no goza, o se halla su placer contrarrestado por el dolor moral que le produce el espectáculo de la maldad ajena. Lo único que ocurre es que está satisfecho de sí mismo. Pero como antes de su sacrificio también lo estaba por su disposición de ánimo respecto al posible martirio, no hay por qué figurarse que haya aceptado este por lo que se figura que gozará con él. Las explicaciones simplistas, amigo Roca, suelen pecar de superficiales, esto es, suelen ser insuficientes, pudiendo inducir a error –aunque ellas de por sí no digan nada– por la tendencia de nuestra mente a rellenar lo vacío, a entificar las cualidades, a encauzar y finalizar los hechos cuando no a planificarlos por la tendencia tan humana a lo sólido, a lo lleno de dimensiones, que parece instinto espiritual, una defensa contra el escepticismo, una relación previa, apriorística, entre pensamiento y la realidad objetiva.

Lo que Ud. quiere demostrar es que todo es egoísmo en nosotros. Decir que tan egoísta fue Sócrates como el que asesina a su propio padre por robarle es igual que si, preguntándole a uno por la naturaleza y cualidades características del diamante respondiera muy serio que el diamante es igual al yeso, porque ambas cosas son minerales sólidos. A nosotros no nos dice Ud. nada con esa proposición que establece el ineluctable egoísmo –o egofilismo, mejor dicho– de nuestra actividad, tomando la palabra egofilismo con la mínima comprensión que esa máxima extensión requiere; es decir, como un egocentrismo formal, como la referencia necesaria que el hombre ha de hacer a su yo de todas sus ideas, sentimientos y voliciones. Pero habría quien tomara aquella afirmación cargando la palabra egofilismo de todo el amor desordenado, exclusivista, egoísta verdaderamente que cualifica las almas inferiores. Y también podría tomarse la referida proposición en el sentido falso de que todas nuestras voliciones y sus motivos se hallan fatalmente impregnadas de un amor sentimental, blando, mimoso, hacia nosotros mismos; de cierta egolatría compatible con el sacrificio, de un narcisismo parejo a todas las actitudes.

Pedro.– Es, a mi juicio, más honda, más interesante para el pensamiento reflexivo esa proposición de lo que a Ud. le ha parecido, amigo Álvaro. Si afirmamos que todo es egofilismo en el hombre, no estamos muy lejos de establecer que las ideas y los ideales, los altos sentires, todo el mundo espiritual del hombre está encerrado en él mismo, que todo hasta lo que creemos más sustantivo, es una creación nuestra, no importa con qué base externa, porque esa base es inconocible. Lo que haya de mundo exterior a nosotros es la mano que tira la piedra y se esconde; y lo que nosotros podemos conocer es nuestra reacción ante la pedrada, cosa nuestra, nuestra en tanto que conocible y conocible en tanto que nuestra. En imagen literario-matemática: un pequeño sector de nuestra conciencia, el yo consciente, iluminado a plena luz, y el resto, la no conciencia, el mundo que empieza en nosotros mismos, que empieza en donde acaba la zona determinada completamente a excusas. Sobre ese telón sombrío, proyectamos nuestra vida iluminada. No somos un espejo consciente del Universo, sino una linterna mágica.

Álvaro.– Ese es el idealismo subjetivo, padre caudaloso del pobre positivismo.

Pero hemos de seguir la ilación de nuestro diálogo.

Pedro.– Yo pienso insertar aquí lo que iba a decir antes. Yo afirmo que así en el orden del sentimiento –cuyos polos son el dolor y el placer– como en el orden de la inteligencia –ver la realidad práctica para actuar sobre ella– como en el orden de la voluntad –impulso a realizar nuestra naturaleza, a vivir nuestra vida–, que dicen por ahí, estamos condenados a no salir de nosotros, y por consiguiente, a no conocer ni amar a otra cosa que a nosotros mismos. Quien cree amar a la humanidad, por ejemplo, no ama sino a su idea de la humanidad.

Álvaro.– Pero como la humanidad existe...

Pedro.– ¿Existe como Ud. la percibe? ¿Y es, en efecto, la humanidad un ser orgánico o sólo existen los hombres? Su concepto, además, así del hombre, no de cualquiera otra cosa, es una abstracción, o mejor dicho, el resultado de muchas abstracciones, un esquema general. ¿Hay algún esquema que sea realidad viva y palpitante?

Álvaro.– Ya se tocó este punto de la «adecuación entre el entendimiento y la cosa». Ahora le digo que no es cierto que los conceptos vivos, actuantes en nuestra alma sean sólo esquemas. Sólo esquema es el concepto del concepto, el concepto estudiado en la lógica, «el concepto en general». Pero mi concepto del hombre y más aún mi concepto –síntesis de muchos juicios– de tal hombre está impregnado de sentimiento, corporizado en imagen, movilizado hacia la voluntad y en constante combinación con otros conceptos, imágenes, sentires y voliciones. Es, en fin, algo vivo, como son vivas las células que integran mi organismo. Y esto ocurre, con mayor o menor intensidad, con todos los conceptos. Yo he escuchado a un verdadero maestro, nada snob, sino de un depurado clasicismo, una lección sobre los cuadriláteros. Cosa fría, ¿eh? Pues aquellas figuras parecían serlo de seres animados. Comparando el cuadrado con el cuadrilongo (mal llamado rectángulo puesto que rectángulo es también el cuadrado) y el cuadrado con el rombo y también el mismo cuadrado con el círculo y aludiendo al valor estético y simbólico de cada figura, proyecto sobre ellas relaciones, cualidades y vida. Aquellas figuras no eran fríos esquemas intelectuales, eran personajes.

Ha infundido a grandes errores el confundir las ideas, los juicios, los resultados de las operaciones mentales con los conceptos generales, con los esquemas de esos productos psíquicos. Se ha evaporado, así, el carácter abstracto y frío del pensamiento. Cuando estudiamos los conceptos tenemos en primer lugar, que aislarlos de las adherencias vitales, condición de su existencia, de emociones, imágenes, apetencias e impulso y tenemos también que prescindir de su materia, es decir, tenemos que abstraer para generalizar, para abarcar todos los conceptos en el concepto correspondiente. Si ellos, en cuanto conceptos científicos, universales, han tenido que prescindir de muchos aspectos de la realidad, aunque conservando como una proyección coloreada, o un sutil perfume de esas cosas ausentes, en la segunda y definitiva abstracción –concepto del concepto– se pierde todo lo que no sea la fría, rígida, pura definición lógica. Repitámoslo: Mis conceptos a,b,c son de otra naturaleza que el concepto general del concepto, y, por consiguiente, que esta generalización que se aplica luego a cada concepto en particular. O de otra manera, todavía. Al hablar nosotros, en nuestra crítica del conocimiento de la idea «manzana» o de la idea «ángulo», hablamos de las ideas, de esas ideas, de otras ideas nuevas, referidas, así como las primitivas a los objetos, estas otras a la idea de los objetos. De ahí mi constante llamada a estudiar el pensamiento, objetivando, sí, puesto que es forzoso, pero con la consideración de cosa viva, para no llevar hasta el límite la seguridad y la pulverización. Y pues en las cosas vivas, la finalidad es lo primordial...

D. Santiago.– Acaba Ud. de expresar una de esas verdades perogruyescas, que, sin embargo, o quizá por eso mismo, escapan durante siglos a la atención humana. Que yo sepa –puedo equivocarme, es decir, puedo no saber lo bastante –nadie hasta ahora ha dicho eso destacándolo nítida y precisamente de la masa de ideas en que se halla implantado; eso tan sencillo, tan fácil de hallar en cuanto se mire, tan evidente y... de tan enorme importancia. Deberíamos disciplinarnos en esto que puede llamarse «modo de encontrar lo que está al alcance de la mano [...]

[ falta cuartilla nº 68 ]

[...] vida física como condición indispensable para la existencia del pensamiento.

Pedro.– La muerte aniquila el pensamiento.

Álvaro.– El pensamiento humano, desde luego. Más... ignorabimus. Esto de la supervivencia del espíritu a través de la muerte, es otra cuestión. Pero yo digo que en la vida humana el cuerpo es condición para que se produzca el pensamiento, aunque no sea más que por la elaboración de las sensaciones cognoscitivas, sin hablar de la corteza del cerebro, de las glándulas cerebrales, &c. Lo que no quiere decir que el pensamiento sea un producto material –?qué saltos da la lógica... cuando no es lógica!– sino que el cerebro funciona movido quien sabe por qué cosa y resulta así un agente espiritual.

Pedro.– ¿Agente espiritual, una sustancia material?

Álvaro.– ¿Sabemos, acaso de todo lo que es susceptible la materia? Una materia que por sí misma, o por intervención de algo no material, produce, o coproduce otro algo que no se rige por la ley de la conservación de la materia y la energía, que no es reversible, por consiguiente, que si actúa de modo diferente a como actúan las fuerzas materiales, que carece de toda cualidad perceptible; una materia que produjese, en suma, algo inmaterial, o, mejor no físico ¿no sería materia y algo más? ¿Y no es evidente la existencia de lo inmaterial en nosotros mismos? Ese «algo más» de la cosa productora de espíritu podemos suponerlo fuera de ella, moviéndola , o en ella como su alma, con distinta esencia que ella, formándo entre las dos una sustancia compuesta, o bien, siendo realmente una con ella. En el primer caso tenemos un dualismo –espíritu, materia– irreductible de términos esencialmente opuestos, como el Dios de la teología católica y el mundo creado por él, pero no de él; hecho surgir de la nada, sin trasfusión de sustancia divina, sino únicamente por la potencia de la voluntad de Dios. En el segundo caso, tenemos un panteísmo atenuado, el panteísmo que hace a la materia eterna con Dios, como el cuerpo de Dios, aunque no propiamente Dios ella sola. El tercer caso, es el monismo puro: unidad de todo el ser y, por consiguiente, de todos los seres. Monismo espiritualista, o energético, por lo menos, porque un monismo materialista es inconcebible. Se explica mejor la materia por el espíritu que el espíritu por la materia, como ya se ha dicho magistralmente.

[ faltan cuartillas nº 71-77 ]

D. Santiago.– La ciencia divina está, pues, constituida por las ideas platónicas.

Álvaro.– No veo en ello inconveniente, si no se materializan, si no se toman infantilmente. Yo no puedo figurarme las ideas divinas como moldes; poco menos que materiales, de todas y cada una de las cosas. ¿Cómo explicarse las diferencias individuales y, menos aún, los monstruos? ¿O es que hay un margen de actividad cósmica o vital que no se rige por las ideas divinas? Ni creo necesario que haya ideas de los seres individuales, ni aun de las especies. Concibo las ideas como las ordenaciones supremas del mundo, como la lógica viva de lo real, como categorías y universales –entrevistas por el espíritu humano– perfectamente definidos, como la razón suprema o fundamento de los axiomas y postulados y, por ende, de todo razonamiento verdadero y cierto, como la verdad primera y última, como la conciencia espiritual de nuestras abstracciones.

Y viene ahora la última y definitiva distinción. La inteligencia humana, si no fuera racional, si procediera como la inteligencia de los animales, no podría identificarse con la inteligencia divina. Dios ha de conocer el mundo de otro modo que el hombre. Pero los axiomas, las definiciones esenciales, las leyes físicas indiscutibles, los postulados morales de valor universal, los teoremas y corolarios matemáticos son –puede afirmarse, debe afirmarse, a poca fe que tengamos en nuestra razón– tan verdad para Dios como para el hombre.

Julián.– ¿Admite Ud. un Dios personal?

Álvaro.– Personal... algo así como un hombre, aunque sea sin cuerpo, no.

Julián.– ¿Panteísmo, entonces?

Álvaro.– No sé, no sé. El lenguaje nos ata demasiado. Sin lenguaje no hay pensamiento firme. Con lenguaje no hay pensamiento flexible. A veces se pugna por pensar algo, por expresar algo a que un razonamiento negativo, o una confusa intuición nos lleva y no se logra. Es como un subconcepto, como un vacío lleno de formas vagas. Un ejemplo: Yo no puedo decir –repugna a mi modo de pensar– que esta mesa es Dios, un trozo de Dios. Yo no puedo tampoco creer en un Dios concreto, personal, separado del mundo y, sin embargo, llenando el mundo. Yo no me conformo –me parece un juego de palabras, una falsedad lógica, una posición insincera– con figurarme que Dios es una idea mía, una idea de los hombres, de tal modo que, desaparecidos estos, se extinga Dios (ateísmo disfrazado).

Medina.– Queda otra hipótesis: Dios, como alma real del mundo; eterno con él...

Otero.– O quizá mejor, ordenador del caos, que es lo que parece decir el Génesis. «En el principio –«en la brecha»– paró, amparó o preparó Dios a los humos y a lo árido». Es decir, que la materia era ya, existía ya antes de ponerse Dios a ordenarla, a producir el mundo, a convertir el caos en cosmos.

Álvaro.– Muy bien, Otero. Pero yo encuentro inexplicable, caprichoso suponer a Dios disponiéndose a hacer algo que antes no había hecho, bien así como un trabajador improvisado. Si el pensamiento de Dios puede crear ex nihilo el mundo y lo creó en un momento determinado, es que antes de ese momento no había tenido voluntad de crearlo. ¿Se concibe esta mutación? Aparte de que, así, Dios aparece absolutamente separado del mundo, como el escultor de la escultura que ha hecho. Decir luego que Dios está en todas las cosas por esencia y presencia es hacer retórica. Me parece, pues, más acertada la hipótesis de Medina.

Medina.– Que es de Ud.

Álvaro.– Es, antes que mía, de grandes pensadores. El devenir y la inmutabilidad esencial del ser uno –del espíritu, alma del mundo– se concilian en esa hipótesis.

Pedro.– Resulta, señores, que apenas razonamos algo sobre el primer paso del pensamiento crítico –pienso– y apenas establecimos, quizá con harta ligereza, las direcciones del pensamiento –dogma de nuestro amigo Venegas– hemos pasado ya al más alto problema metafísico. Venegas tiene alas poderosas. Pero no alas, sino «pies de plomo» es el lema a seguir en estas labores.

D. Santiago.– En sus vuelos ha divisado Venegas paisajes interesantes y, en mucho me equivoco, o también algún atajo que pueda conducirnos, rápidamente al término de nuestra aventura. Aquí, además, no podemos discurrir con el rigor externo, con el orden de anaquel o de formación militar de un libro de texto.

Álvaro.– Retrocedamos, sin embargo, y anudemos hilos. Convinimos en que el pensamiento, producto vital del hombre, ha seguido, desde los primeros tiempos, dos direcciones con objetivos de diferente naturaleza. La primera se ramifica por el medio físico y social, tendiendo a dominarlo. Es lo que origina las artes útiles, la guerra, el comercio, es la civilización, en suma. En la segunda dirección, el espíritu humano se extiende, inquieto e insaciable, por un mundo que existe por sí, o que el propio espíritu crea.

Y aquí el primer alto en el camino. O realismo físico y metafísico –uno en el fondo– o bien, idealismo y subjetivismo.

Otero.– ¿Por qué dice Ud. que el realismo físico y metafísico es uno?

Álvaro.– Porque a la realidad física que al propio tiempo patentizan y enmascaran los fenómenos, corresponde la realidad de lo ideal.

Creo que habíamos entrevisto como más recto el primer camino, no porque al pensamiento del mundo corresponda sin más ni más la realidad del mundo –pienso sobre mis sensaciones, luego pienso que es la verdad– sino por otra suerte de comprobaciones, la primera de las cuales es que si pienso, sobre los datos de la sensación pensaré sobre algo que es. En ese acervo voy a depositar esta otra prueba que se me ocurre ahora:

[ faltan páginas nº 83-1, 83-2 ]

La vida vegetativa y la vida animal tienen su cauces normales y mundos correspondientes, en los que los individuos vegetales y animales están como ensamblados. También posee una constitución intraspasable el mundo racional. Las leyes lógicas son para esa realidad que se llama pensamiento tan inflexibles como las leyes económicas o fisiológicas ¿Cómo no ha de tenerlas la realidad inorgánica, aunque el hombre no pueda reflejarlas exactamente en su formulismo científico, y cómo a la vida espiritual no ha corresponder un mundo real, un ser real, el único ser real y espiritual, en el que los ideales se realicen?

Pedro.– Ya le hice observar en nuestro primer diálogo que las leyes físicas, según parece que se va averiguando, no son sino leyes estadísticas.

Álvaro.– Y también le repliqué que en un momento de la evolución cósmica las leyes físicas se cumplen, siquiera no sea con absoluta sujeción a nuestras fórmulas científicas ¿Han fallado las leyes de Kepler? ¿Se ha notado disminución o aumento en la velocidad de la luz? No caen sobre la tierra los cuerpos más pesados que el aire con arreglo a la conocida fórmula del movimiento uniformemente acelerado? ¿No se compone el ácido sulfúrico de OH4S.? ¿A igualdad de presión hierve un líquido a la misma temperatura? ¿No se cumplen invariablemente las leyes de la reflexión? Y le dije también que la no eternidad y la no exactitud perfecta de las leyes físicas debía significar cierta plasticidad, cierta vida, algo latente que no es mecánico en la materia, lo que era para mí motivo de satisfacción; porque probaría una evolución universal, más honda y de otro signo que la imaginada por los positivistas, probaría que un cierto espíritu, inconsciente aún, latía en el universo, desde los átomos a los soles; probaría que la palabra cosmos y la frase mens agitant molem habían sido tal vez dictadas por maravillosas intuiciones geniales; probaría también que era absolutamente exacta la afirmación kantiana de que se explica mejor la materia por el espíritu que este por aquella.

Medina.– Luego el mundo debe tener una finalidad.

Álvaro.– La tienen –aunque inconscientemente, desde luego– los actos de los individuos vegetales y animales ¿y no va a tenerla el Universo?

También he afirmado que esa inexactitud de las leyes físicas demuestra la existencia de los hechos y su aproximada regularidad. No puede afirmarse, no podrá afirmarse jamás, por mucho que adelanten las leyes físicas que el mundo procede caprichosamente, o caoticamente, que no hay relaciones fijas entre las causas y los efectos, como puede observarse en los errores sensoriales que se producen siempre en las mismas circunstancias. El error constante e inalterable es signo inequívoco de que se produce por una causa real, por una interferencia y de que allí donde se produce hay una verdad oculta. Tras de la careta, en lo físico como en lo moral, hay una cara, y si la máscara como ocurre en la naturaleza es siempre igual, podemos conocerla como tal ficción; y hasta inferir de ella las líneas generales de la realidad que resulta. ¿Concibe nadie que posea buen sentido que el Cosmos sea un antifaz tras del que no hay nada? ¿que todo el universo no exista sino en función de tapar el vacío, siendo él también vacío? Y a esto equivale el asegurar que es creación de la mente humana. Como es imposible que el espíritu del hombre cree ex nihilo la realidad del mundo. Decir que el mundo «no es sino mi representación», afirmar que es fantasmagórico, ilusorio, como propugnaban los antiguos escépticos. Es como si un cocinero que ha creado manjares que nos sirve, porque los ha seleccionado de entre las cosas adyacentes, los ha dividido en trozos y los ha hecho sufrir ciertas modificaciones, que no han alterado la naturaleza.

Y vaya otro juicio desprendido de la consideración del pensamiento como cosa viva. Si el hombre entero se halla inmerso en el mar de la vida y él mismo es un ser vivo, más vivo en la parte superior de su unidad compleja, en el espíritu; si, por una parte, somos hijos del cosmos, con el cual nos relacionamos por medio de nuestra sensibilidad general y especializada y por otra parte se relaciona nuestro espíritu con el intracosmos o el supercosmos ¿no es lógico pensar que este es también una realidad viva y una ilusión, del mismo modo que no es ilusión el cosmos.

Pedro.– Ese argumento lo ha presentado Ud. con otras palabras. En contraposición a esa doctrina, yo me permito presentar esta otra. Lo metafísico y la tendencia mística, o si Ud. quiere, el mundo ideal con todos sus arrequives y colorines, es producto de falsas analogías, sostenidas y agrandadas por efecto de una generación de un pathos del alma humana. Para no embarullarnos, distingamos. En primer lugar, la tendencia indudable del hombre al puro saber y al pensar desinteresado, a la gracia, a la elegancia, la ironía, el arte, a verificar esas escapadas a que Ud. aludía, desde el garbanzal de la naturaleza a los jardines del espíritu, no son, con toda seguridad, en su origen, como no lo son ahora en su iniciación individual, sino maneras, mañas o artimañas del sentido utilitario, si no en pro del individuo, en favor de la colectividad. Así como el instinto de conservación especifica indudables en los individuos, que es donde pueden residir, pues por mucha entidad que demos a la especie, si se suprimen los individuos, ha desaparecido aquella; así como el instinto de conservación específica, decía, engaña al instinto de conservación individual, en las sociedades políticas jóvenes y robustas, con fuerza y con posibilidades por delante, el amor a la patria suscita sacrificios individuales, necesarios para la prosperidad colectiva.

Ahora bien, cuando el individuo realiza una labor absolutamente desinteresada de los instintos vitales, perfectamente inútil, esa labor es perjudicial, y quien la ejecuta, un atávico, un descentrado. Y aquí se halla la razón, la buena razón del odio, o del desprecio de los pueblos fuertes y los fuertes filósofos hacia poetas, músicos y danzantes.

Álvaro.– Ud. ha confesado que el hombre escapa del garbanzal de la naturaleza para refugiarse en los jardines...

Pero.– No, para crearlos.

Álvaro.– Para crear los jardines del espíritu.

Pedro.– De mis afirmaciones se desprende que esos jardines ilusorios son producto de sugerencias del instinto de conservación de una sociedad política vigorosa.

Álvaro.– ¡Qué poder taumatúrgico le concede Ud. al instinto, no ya de los individuos, ni de las especies sino de las sociedades políticas! ¡Qué maravilla! Yo entre esa que Ud. ha descubierto y la que resulta de la existencia del espíritu me quedo con la última. Demos por exacto lo que Ud. afirma. Siempre resultará que el hombre, por el estímulo que fuera, vive, a veces, en un mundo no sometido a las leyes de la economía en el que acepta deliberadamente, libremente, sacrificarse en beneficio de la colectividad, o por amor a un principio de conducta, o con máxima pureza, a un ideal del que nada espera.

Y queda rectificada la afirmación de Ud., amigo Roca, de que el juego heroico de la cultura obedece a un instinto colectivo. Pero hay más, y es que ni los sacrificios altruistas, exceptuando los de carácter militar, son debidos a sugerencias del medio. Las greyes ven claramente el peligro inmediato, o el peligro lejano –no mucho– referido a la existencia política o familiar. Pero Ud. sabe muy bien que son muy inferiores en punto a previsiones de otro orden más complejo y delicado. Ya hemos visto –y Ud. no tuvo nada que oponer– que los llamados a prosperar la cultura no han sido estimulados por sus contemporáneos, sino que han sido combatidos. Las multitudes ven siempre un enemigo en el hombre, al que se alían, a veces para obtener beneficios inmediatos, o dar expansión al «resentimiento». Alianzas que se rompen en tragedia.

Es el espíritu, amigo mío, con su apetencia de ideal, la causa eficiente de todo lo noble, de todo lo fino, lo delicado, lo sutil, lo gracioso, lo bello, lo justo, lo grande; es el éter divino, en el que flotan las almas, casi todas sordas, muchas ciegas, dormidas en un frío sueño, que cambian por el sueño de la muerte. Si el alma está en vigilia, vibra el éter y vibra el alma con cálida luz: es vida que fluye a torrentes y no se agota, vida a despecho de la muerte, «porque más fuerte que la muerte es el amor» y es amor, es el Amor este arder en el fuego inteligente, este abrazo eterno del alma con su amado el Espíritu.

D. Santiago.– ¡Roca dura: no sea sacrílego!

Pedro.– Yo creo que lo llamamos espíritu es una complicación de la sensibilidad. La primera conciencia es epidérmica. La frontera armada que lo circundante condensa alrededor de cada individuo, además de ocasionar su actividad, su vida –recepción afectiva y reacción motora– le da la conciencia de sí, conciencia que toda célula viva ha de tener de algún modo. Ser uno –individuo– es, ante todo, ser limitado. Y el límite lo registra el dolor. Por eso el dolor es condición de la vida y el alma de la Historia. Por eso en el dolor nos sentimos más íntimos a nosotros mismos. Por eso el amor y el placer que son expansivos, son disolventes.

Álvaro.– Conformes... en esta última parte. Respecto al sensacionalismo de la primera, hay mucho que hablar. Vivir es distinguirse y relacionarse con «lo otro». La vida es cambio, lucha, cooperación, asimilación de elementos adyacentes. Es, pues, conciencia de hecho. Conciencia de hecho, actuación vital como si la conciencia existiera. La conciencia animal debe consistir en intuiciones no reconocidas, no pensadas. Pero como la intuición supone un sujeto de ella, he ahí la frase «conciencia de hecho».

Pedro.– Algo de eso y extendiéndolo a los vegetales dijo Ud. antes.

Álvaro.– Sí, refiriéndome a los hechos biológicos. Ahora me fijaba más bien en los intelectuales, o pre-intelectuales.

Pedro.– Note Ud. que la sensibilidad es fundamentalmente egoísta. El reflejo simple, base de la vida psíquica es la primera función de lo que pudiéramos llamar egoísmo biológico, como la gravitación y la afinidad parece sólo del egoísmo cósmico.

Julián.– Del altruismo, más bien. El cuerpo químico que se combina con otra se funde con él por una fuerte apetencia amorosa.

Medina.– Se suicida, puesto que pierde su personalidad, pudiéramos decir, retóricamente.

Pedro.– No quebremos el hilo sutil de la relación entre nuestra conciencia y nuestra personalidad íntegra, incluida la conciencia, también, por querer sutilizarlo más aún. La vida animal es perfectamente egoísta, excepto en la procreación, en donde el egoísmo que manda es el de la especie. En el mundo vegetal debe ocurrir lo propio.

En cuanto al mundo inorgánico al que sólo imaginativamente podemos suponer cualidades en algún modo semejantes a las biológicas, el cuerpo que se combina con otro no se suicida, se completa y sigue viviendo, puesto que el cuerpo resultante no sería lo que es si el simple de que se trata no hubiera entrado en su comparación. En cuanto a eso de la personalidad del hidrógeno, por ejemplo, me parece demasiada metáfora.

Álvaro.– Es innegable la existencia de algo desinteresado del egoísmo individual y específico ¿Por qué y para qué? ¿Porque sí y para nada?

Pedro.– Cuando no es para nada –es decir, una enfermedad– sirve para satisfacer el egoísmo, la hipocresía sutil y proteiforme. Egoísmo refinado, que apetece lo nuevo.

Álvaro.– ¿Cómo esa hipocresía y sólo en nosotros?

Pedro.– No sabemos si sólo en nosotros. Los animales superiores realizan actos desinteresados que no tienen por objeto la conservación de la especie.

Álvaro.– Mejor así para mi opinión, y mejor, si algún día se demostrara que los vegetales poseían algo de espíritu, es decir, de potencias no dirigidas a beneficiar al individuo, o a la especie ¿No comprende Ud. que entonces estaría claro como la luz en la vida –en toda la vida sensible y potencialmente en la no sensible– hay algo más que mecanismo y economía?

Pedro.– Si a Ud. le dejan, es capaz de conciliarlo todo, hasta sus propias contradicciones. Dijo Ud. antes que lo cósmico y lo biológico se oponían a lo espiritual.

Álvaro.– Oponerse, contradecirse, luchar, no significa ser del todo diferente.

Medina.– Más bien lo contrario, o mejor, ser en algo diferentes y parecidos en algo. Ud. ha confundido la oposición vital con la oposición lógica.

Pedro.– Es que las frases de Venegas parecían comprender algo más que la lucha biológica. Decía que el orden espiritual contrariaba radicalmente al orden biológico; que el espíritu se salía de las condiciones de tiempo, espacio, ley económica...

Álvaro.– El espíritu es esencialmente otro que las demás cosas.

Pedro.– Y ahora está dispuesto a discutir que los animales y casi hasta los vegetales la poseen.

Álvaro.– ¿No lo posee el hombre y es un animal?

D. Santiago.– Hay que combatir más a fondo a Venegas.

Pedro.– Pues a fondo. Amigo D. Álvaro: Su trasmundo o mundo metafísico carece de las condiciones necesarias a los objetos de nuestro pensamiento: tiempo, espacio y causalidad y hasta no se halla sometido al principio de contradicción ya que el ser absoluto puede ser pensado como la nada absoluta. El mundo metafísico podrá ser el mundo de la fe; jamás el de la razón.

Álvaro.– No es el mundo de la razón. ¿Pero es que no hay más verdades que las que la razón demuestra? Demuéstreme Ud. que este Álvaro Venegas es el mismo que fue a Ud. presentado por D. Santiago hace ya varios años. Demuéstreme racionalmente que no debemos asesinar y robar a nuestros enemigos, ni aun en el caso de segura impunidad; pruebe de ese modo que los déspotas son hombres funestos, y hombres indignos quienes los adulan y excitan; haga ver científicamente que es preferible pasar la vida de hambre y de martirio a llamarse Fernando VII, González Moreno, el Cura de Santa Cruz, o el «Chato del Escorial»; evidencie a esto lo matemático que la «Rendición de Breda» es inmensamente superior al «Fusilamiento de Torrijos», o que «Los Miserables» están a mil codos sobre las «Aventuras de Rocambole». No, no pueden «demostrarse estas afirmaciones. Pero hay quien siente su verdad con tal fuerza que cree apasionadamente y serenamente que primero pueden fallar todos los axiomas matemáticos que ser errónea una sola de las tesis apuntadas. Y ante esta realidad psicológica la razón se inclina y enmudece, como ante los juicios de evidencia inmediata.

Casi toda la vida del ser privativamente racional es irracional. No sólo el amor y el odio, polos de la sensibilidad afectiva con todas sus determinaciones, grados y matices –amor sexual, amistad, simpatía– no sólo las tendencias a proceder por imitación y por hábito; no sólo las creencias religiosas y las opiniones sobre todo lo humano y lo divino; no sólo las artes nobles, desde la política y la educación hasta el baile y la danza, sino, en gran parte, al menos, la moral, la estética, el derecho, ya que la razón práctica, puente entre el mundo metafísico y la vida humana, no es la ratio que ordena y mide según reglas objetivas, sino la que proyecta y crea y valoriza con medidas suyas, hechas «a su gusto».

¿Qué le queda a la razón teórica en la vida? Emplearemos, rindiendo culto a la moda –otra cosa irracional– un término innecesario en castellano: le queda el control, esto es, la vigilancia y, como resultado de ella, la denuncia y la consulta. En nuestra lengua cumple bien el cometido de estos términos y de aquel otro extranjero la palabra «intervención». Porque no es cierto que la vida tenga que ser antirracional, sino únicamente irracional. La razón no puede decir «quien no está conmigo...» ¿Es antirracional la vida honesta? ¿Es antirracional la idealidad o espíritu religioso? ¿Es antirracional el arte? Y se la debe esperar que, por efecto de esa interacción, se vaya eliminando de la vida humana cuanto sea anti o contrarracional ¿Es que no se ha conseguido mucho (algo, por lo menos) en este aspecto?

El verdadero progreso del hombre consiste en racionalizar la vida, no en el sentido imposible de hacer que la vida se maneje por la razón como los números, o los silogismos; porque la vida es cosa concreta y fluyente, y el imperio directo e intransferible de la razón está limitado a las formas inmutables, a las improntas de las cosas y de los hechos típicos; no en el sentido de convertir la vida en el desarrollo de una fórmula, que, o no puede ser fórmula científica, o sería, en otro caso, ineficaz por su amplitud y generalidad extremas, sino en el de procurar que la vida se halle cada vez menos en pugna con la razón práctica y, por modo indirecto, con la teórica. La higiene, cada vez más extendida y mejor practicada, es un triunfo de ambas razones, y otros, el olvido de los cultos fetichistas, de la antropofagia, de las más groseras supersticiones, del concepto romano de la propiedad –ius utendi et abutendi– de los gobiernos absolutos...

Pedro.– (Irónicamente) Y de las guerras, de la pena muerte, de los linchamientos...

Álvaro.– (Sin hacer caso de la interrupción) Y hay que hacer constar que, si bien el campo propio y exclusivo de la razón es lo científico, posee también autoridad –decreciente, a medida que se aleja de lo suyo– en cuanto pueda ser objeto de juicio. Hay cosas en derecho y moral que, si bien, no absolutamente científicos, poseen, por virtud de la razón que las ha intervenido, las máximas probabilidades de acierto.

Julián.– La razón teórica, por consiguiente, tiene dos jurisdicciones: una, propia, exclusiva de ella, con autoridad absoluta, y la otra, como una función amorosa e interventora.

Álvaro.–Es natural. En la mente humana existen enlaces vitales, funciones complejas, relaciones de cada actividad y de cada producto de actividad con las demás actividades y productos. Los hechos se producen de tal manera y con tal calor de vida que no pueden ser expresados por los rígidos esquemas científicos. Aquí, esto; allí, lo otro. Las relaciones reales son fusiones tan íntimas y, si se trata de nuestra psiqué, tan inefables; los resortes vitales, tan numerosos y tan escondidos; los disparos de energía tan continuos y rápidos, que la representación no ya del complejo vital de nuestra alma, sino de su eflorescencia iluminada es del todo imposible. Pero el que no pueda representarse mediante símbolos externos, no quiere decir que no puede ser intuida por el espíritu.

D. Santiago.– Es indudable que hay un saber consciente, imposible de ser demostrado y a veces de ser expresado; un conocimiento, no sólo reflexivo, sino meditativo, que no es conocimiento científico, que no es puramente racional, aunque la razón inspeccione sus frutos. Toda la sabiduría o «saber de salvación» pertenece a este tipo, aunque gran parte de él, lo normativo o resultado finalista sea perfectamente expresable en términos de razón práctica.

Álvaro.– Iba a decir lo mismo. Me felicito de que haya sido Ud. quien lo manifieste y afiance con su autoridad mi opinión.

En resumen: No podemos decir que no existe más verdad que la científica. Poseemos instrumentos varios para captar los varios órdenes su verdades, sin que haya en lo profundo de ellas, ante la última realidad del ser, oposición alguna entre las verdades de un orden y los de otro.

Pedro.– A lo que podría Ud. llamar relativismo filosófico.

D. Santiago.– Es conmovedor que Ud., Venegas, modere, a pesar de todo, esta noble filosofía optimista.

Álvaro.– Es verdad, D. Santiago, ¡a pesar de todo! Por eso no puede decirse que piensa uno según las circunstancias.

Pedro.– Pueden obedecer las creencias también a una reacción defensiva. Sus ideas hacen en Ud. el oficio que en otras almas la fe religiosa.

Álvaro.– Así se acierta siempre. Si uno piensa A, lo piensa no porque sea verdad, sino como expresión del efecto que en él producen las circunstancias o bien como una reacción contra ese efecto. Es igual si piensa B, C. Pero no es esto, D. Pedro. Las circunstancias pueden mucho... cuando pueden. En lo que más influyen es en las opiniones políticas ¿no es cierto? Y, sin embargo, hay muchos hombres de posición desahogada y hasta privilegiada, profundamente revolucionarios y, cosa más frecuente, muchos infelices, sin nada que perder, decididamenmte conservadores.

Conste, por último, que yo, respecto a la vida humana estoy muy lejos del optimismo. A este y a su consecuencia política el conservadurismo los creo, o inmorales, o estúpidos. Ya hablaremos de esto.

D. Santiago.– Hablaremos de todo, señores; hablaremos, ejercitando la única actividad de que somos capaces.

Álvaro.– Actividad suprema. En el principio de todo, en el primer principio fue el ser, en el segundo, primero también respecto al tiempo, fue el pensar o el conocer, y en el tercero, externo con los otros dos, fue la palabra, comienzo de toda actividad de exteriorización, de toda actividad historiable. Dijo Goethe que «en el principio fue la acción» ¿Pero qué pudo ser esa acción, si no fue la palabra, palabra sin voz, acto por el que la idea se fija y se expresa ante la conciencia, como una fotografía sin imagen?

Pedro.– ¡Fotografía sin imagen!

Álvaro.– El pensamiento no es externo, aunque sí temporal.

Medina.– Es, entonces, el tiempo más universal que el espacio; y en lugar de considerarlo como la cuarta dimensión de este ¿no fuera mejor decir que el espacio es la segunda dimensión del tiempo?

Álvaro.– Eso hay que explicarlo, Medina. Pero otro día. Hoy es tarde.

Yo termino, por ahora, afirmando que la palabra que exalto no es sólo la palabra hablada, símbolo de nuestra espiritualidad, luz de la vida, elemento formador su la cultura, materia de las artes más bellas y más útiles; poder moral, político, religioso, pedagógico, de eficacia insuperable; sino también la palabra muda, verbo del silencio henchido de posibilidad; coloquio entre la emoción y el pensamiento, en el ágora, a plena luz, de la conciencia; prisión de las vidas que arden en la soledad y la quietud, como la zarza de Oreb; alas extendidas de las almas que vuelan hacia lo ideal, con vuelo de flecha rauda e inmóvil, porque nada existe –nada se ve alrededor y el blanco está en lo infinito.

Hay en el mundo paisajes y excusas armonizados con esa vida. El silencioso discurrir solemne, por las grandes llanuras solitarias de las corrientes poderosas, inagotables, que hinchan el océano, el sereno rodar de los mundos por el espacio indefinido; el invisible fluir de la luz y su muda eclosión de color en las nubes, las alas y los pétalos; el espacio germinar sin que sea posible olvidar que en las llanuras solitarias hierve la vida; que por el espacio llamado vacío cruza sin cesar el ancho aliento divino que forman miriadas de millones de astros inmateriales de energía; que la máxima velocidad de la luz y el número asombroso de sus vibraciones hacen imperceptibles esos movimientos, como son imperceptibles las vibraciones aisladas que forman una nota musical; que en la oscuridad de los senos creadores palpita la luz del calor; que en la eterna ociosidad de lo absoluto se formó el caos, germen y matriz, a un tiempo, de la vida universal. Y se puede concluir afirmando que el más rápido movimiento se asemeja a lo inmóvil; que lo más real es lo invisible y que lo visible –apariencia– no existiría, si no fuera el límite de lo real y profundo; que la cualidad, y no la cantidad, reina en la vida; que la eficacia es propiedad de las ideas no de las luchas; que la práctica es el cuerpo, pronto cadáver, de la teoría. En el principio –como será en el fin– fue el espíritu, motor inmóvil, soledad del ser.

Julián.– Ud. siente atracción, como el hombre contemplativo, por lo estático.

Álvaro.– Por la acción invisible. ¿Qué ejemplo más claro de vidas intensas que la vida de los místicos? El éxtasis es la máxima actividad del espíritu. Es la atención voluntaria llevada al límite de duración y de intensidad. Otros ejemplos, algo parecidos pues hay un misticismo de la verdad, son la meditación del filósofo y del sabio. Y ya en el campo de los hechos, la palabra sencilla, a media voz, de boca a oído, es la menor intensidad aparente de acción; se opone a la acción por los hombres prácticos. ¿Y seríamos nosotros lo que somos, existiría otra cultura nuestra sin las meditaciones y las palabras inespectaculares, o los escritos breves, de Sócrates, de Platón, de Aristóteles, de Cristo, de S. Pablo, de Descartes, de Bacon, de Kant, de Galileo, de Newton, de Copérnico, de Vitoria...? «¡Qué callada que pasa las montañas el aura respirando mansamente!

Y Álvaro se puso de pie al mismo tiempo que consultaba con la mirada a D. Santiago. Este se levantó también y todos le imitaron.

D. Santiago.– Señores: Este hermoso duelo no ha terminado y nosotros –aludiendo a Otero y a Medina– no debemos ni queremos darle por terminado, ni queremos tampoco que termine pronto. Está pendiente, además, el tema suscitado por Medina.

Álvaro propuso que los obsequiados por D. Santiago invitaron a este a una comida.

D. Santiago, aceptando en principio la invitación dijo que debían diferirla para más adelante. Pasado mañana –añadió– acompaña a mi familia a la inauguración de su veraneo en un pueblo de la Sierra. Yo volveré –iré y vendré durante la temporada– al día siguiente.

En mi casa solos, estaremos bien. El lunes próximo –¿les parece?– hacia las ocho. Antes y después de la cena y durante ella, podremos hablar cuanto nos plazca. Seremos los estamos aquí.

Y se despidieron cordialmente.


{1} El idealismo subjetivo afirma que el pensamiento crea al mundo. Nosotros nos hemos permitido introducir en esta explicación kantiana de lo ideal la corrección realista que suponen los términos creados en cierto modo, o quizá mejor, recreado.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 389-434