Juan Guillermo Draper 1811-1882Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Madrid 1876

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Capítulo II

Origen del cristianismo
Su transformación al alcanzar el poder imperial
Sus relaciones con la ciencia

Condición religiosa de la república romana. – La adopción del imperialismo conduce al monoteísmo. – El cristianismo se extiende por el imperio romano. – Las circunstancias en que alcanza el poder imperial hacen de su unión con el paganismo una necesidad política. – Descripción de sus doctrinas y prácticas por Tertuliano. – Acción degradante que sobre él ejerce la política de Constantino. – Su alianza con el poder civil. – Su incompatibilidad con la ciencia. – Destrucción de la biblioteca alejandrina y prohibición de la filosofía. – Exposición de la filosofía agustiniana y de la ciencia patrística en general. – Las escrituras erigidas en norma de la ciencia.

Políticamente hablando, el cristianismo es la herencia que el imperio romano ha dejado al mundo.

En la época de transición de Roma cuando el gobierno pasó de la forma republicana a la imperial, todas las nacionalidades independientes alrededor del mediterráneo habían caído bajo la férula del poder central, si bien no podían considerar esto como un desastre, toda vez que por tal medio tuvieron fin las perpetuas guerras que unas con otras sostenían, y la miseria que sus conflictos habían producido se trocó por una paz universal.

No tan sólo como señal de las conquistas que había hecho, sino como satisfacción también a su orgullo, había [36] transportado a Roma la victoriosa república los dioses de los vencidos pueblos, y con desdeñosa tolerancia, permitía el culto de todos ellos. La suprema autoridad ejercida por cada divinidad en su residencia original, desapareció de una vez en medio de la multitud de dioses y diosas que la rodeaban. Como hemos visto ya, los descubrimientos geográficos y el criticismo filosófico habían quebrantado profundamente la fe religiosa de aquellos antiguos tiempos, completando su destrucción esta política de Roma.

Habían desaparecido los reyes de todas las provincias conquistadas, y en su lugar se había colocado un emperador. Los dioses también se habían desvanecido; considerando el enlace que en todo tiempo ha existido entre las ideas políticas y las religiosas, no debe extrañarse absolutamente que el politeísmo manifestase tendencias de convertirse en monoteísmo y como consecuencia se tributaron honores divinos a los emperadores difuntos al principio, y luego a los mismos emperadores que ocupaban el trono.

La facilidad con que se creaban así los dioses tuvo un poderoso efecto moral, y la fabricación de uno nuevo hacía caer el ridículo sobre el origen de los antiguos. La encarnación en el Este y la apoteosis en el Oeste fueron llenando rápidamente el Olimpo de divinidades. En el Este los dioses descendían del cielo y se encarnaban en el hombre; en el Oeste los hombres subían desde la tierra y tomaban asiento entre los dioses. No fue la importación del escepticismo griego lo que hizo escéptica a Roma: los excesos de la misma religión minaron los cimientos de la fe.

Todas las clases de la población no adoptaron con igual rapidez las ideas monoteístas. Los comerciantes, [37] los abogados y los militares, que por la índole de sus ocupaciones estaban más familiarizados con las vicisitudes de la vida y tenían opiniones intelectuales más amplias, fueron los primeros atacados: los labradores y los campesinos fueron los últimos.

Cuando el Imperio, en un sentido militar y político, alcanzó su mayor elevación, llegó a su más alto punto de inmoralidad bajo un aspecto religioso y social; se hizo completamente epicúreo; sus máximas eran que la vida debía tomarse como una fiesta; que la virtud es únicamente el condimento del placer y la templanza el medio de prolongarlo. Comedores relucientes de oro y pedrería, esclavos soberbiamente aparejados, el encanto de la sociedad femenina, allí donde todas las mujeres eran disolutas; baños magníficos, teatros, gladiadores, tales fueron los objetos deseados por los romanos. Los conquistadores del mundo habían descubierto que la única cosa digna de culto era la fuerza: por ella todo se conseguía; cuanto el comercio y la laboriosidad habían producido. La confiscación de bienes y tierras, los impuestos sobre las provincias, fueron el galardón de unas guerras afortunadas, y el emperador era el símbolo de la fuerza; había un esplendor social que no era sino la corrupción fosforescente del antiguo mundo del Mediterráneo.

En una de las provincias orientales, en la Siria, algunas personas de humildísima condición se habían asociado con objetos benévolos y religiosos. Las doctrinas que sustentaban estaban en armonía con ese sentimiento de fraternidad universal que hizo nacer la semejanza que existía entre reinos conquistados. Eran las doctrinas inculcadas por Jesús.

El pueblo judío, en este tiempo, conservaba una creencia fundada en antiguas tradiciones; esperaba que [38] un libertador nacido entre ellos volvería a darles su antiguo esplendor. Jesús fue considerado por sus discípulos como el Mesías prometido, tantos años esperado. Pero los sacerdotes, creyendo que las doctrinas que sostenía eran contrarias a sus intereses, le denunciaron al gobernador romano, que para satisfacer sus clamores, y aunque con gran repugnancia, le condenó a muerte.

Sus doctrinas de amor y fraternidad sobrevivieron a este suceso; sus discípulos, en vez de dispersarse, se organizaron; uniéronse entre sí bajo un principio de comunismo, depositando en un fondo común sus escasas propiedades y todas sus ganancias. Las viudas y huérfanos de la comunidad eran socorridos, los pobres y enfermos amparados; de este germen se desarrolló una sociedad nueva, y el tiempo confirmó luego que también era todopoderosa: fue la Iglesia. Nueva, porque jamás había existido nada semejante en la antigüedad; poderosa, porque las iglesias locales, aisladas al principio, pronto se confederaron por su interés común. A esta organización debió el cristianismo todos sus triunfos políticos.

Como hemos dicho, la dominación militar de Roma había producido una paz universal y un sentimiento de fraternidad entre las naciones vencidas. Era fácil, por lo tanto, la rápida difusión por todo el imperio del principio cristiano nuevamente establecido.

Se extendió de la Siria a toda el Asia Menor, y sucesivamente llegó a Chipre, Grecia, Italia, y en el Oeste hasta las Galias y la Gran Bretaña.

Se apresuró su propagación por misioneros que lo hicieron conocer en todas direcciones; ninguna de las antiguas filosofías clásicas había empleado nunca medios semejantes. [39]

Condiciones políticas determinaron las fronteras de la nueva religión; sus límites fueron por entonces los del imperio romano; Roma, donde es dudoso que muriese Pedro, y no Jerusalén, donde indisputablemente murió el Salvador, vino a ser la capital religiosa. Era mejor poseer la ciudad imperial de las siete colinas, que Gethsemaní y el Calvario con todos sus recuerdos divinos.

Por muchos años mostróse el cristianismo como un sistema que prescribía tres cosas: el respeto de Dios, la pureza de la vida, el amor a nuestros semejantes. En sus tempranos días de debilidad adquirió prosélitos sólo por la persuasión, pero a medida que aumentaba su número y crecía su influencia, principió a exhibir tendencias políticas y disposiciones a formar un gobierno dentro del gobierno y un imperio dentro del imperio; estas tendencias no las ha perdido jamás desde aquel tiempo; en verdad, son resultado lógico de su desarrollo. Descubriendo los emperadores romanos que era absolutamente incompatible con el sistema imperial, intentaron abatirlo por la fuerza; obraban en esto de acuerdo con el espíritu de sus máximas militares, que sólo reconocían la fuerza como medio de obtener conformidad.

En el invierno de 302 a 303 rehusaron los soldados cristianos de algunas legiones tomar parte en las solemnidades instituidas, ya hacía mucho tiempo, en honor de los dioses; el motín se extendió con tal rapidez y el caso era tan urgente, que el emperador Diocleciano se vio obligado a convocar un consejo con objeto de determinar lo que debía hacerse.

La dificultad de la situación puede tal vez apreciarse cuando se sepa que la esposa y la hija de Diocleciano eran cristianas. Era este hombre de gran capacidad y amplias ideas políticas; reconoció en la oposición que [40] debía hacerse al nuevo partido una necesidad de estado; sin embargo, ordenó expresamente que no se derramase sangre: pero ¿quién puede dominar una furiosa conmoción civil? La iglesia de Nicomedia fue arrasada hasta los cimientos, y en represalias incendiado el palacio imperial y hecho pedazos y despreciado con todo descaro un edicto. Los oficiales cristianos del ejército fueron degradados; en todas direcciones tenían lugar martirios y matanzas. Tan irresistible fue la marcha de los sucesos, que ni el mismo Emperador pudo detener la persecución.

Vino entonces a ser evidente que los cristianos constituían una parte poderosa del Estado, animada de indignación por las atrocidades que había sufrido y determinada a no soportarlas por más tiempo. Después de la abdicación de Diocleciano (305), Constantino, uno de los competidores a la púrpura, se puso públicamente a la cabeza del partido cristiano, percibiendo las ventajas que le acarrearía esta política; encontró así en todo el imperio hombres y mujeres dispuestos a desafiar el fuego y el acero en apoyo suyo, y el concurso decidido de adeptos en todas las legiones de los ejércitos. En la batalla decisiva cerca del puente Milvio, coronó la victoria sus planes. La muerte de Maximino, y más tarde la de Licinio, hicieron desaparecer todos los obstáculos y subió al trono de los Césares, primer emperador cristiano.

Empleos, beneficios, poder, tal era la perspectiva que se ofrecía a la vista de los que ahora se unieran a la secta conquistadora. Una multitud de personas mundanas, sin apego alguno a estas ideas religiosas, se hicieron sus más ardientes sostenedores; paganos de corazón, su influencia se manifestó pronto en el paganismo que inmediatamente revistió la cristiandad; el Emperador, que [41] no era mejor que ellos, no hizo nada para impedirlo, pero no se conformó personalmente a las prescripciones ceremoniosas de la Iglesia hasta el fin de su malvada vida (337 años).

Para que podamos apreciar debidamente las modificaciones impresas ahora en el cristianismo, modificaciones que a veces lo pusieron en conflicto con la ciencia, debemos emplear como medio de comparación un testimonio de lo que era en sus días más puros: tal lo encontramos afortunadamente en la Apología o Defensa de los cristianos contra las acusaciones de los gentiles, escrita por tertuliano, en Roma, durante la persecución de Severo, y dirigida, no al Emperador, sino a los magistrados que tenían a su cargo juzgar a los acusados. Es una solemne y ardiente queja en la que se encuentra cuanto pudiera decirse en aclaración del asunto; una representación de la creencia y causa de los cristianos, hecha en la ciudad imperial a la faz del mundo entero: no es un llamamiento eclesiástico apasionado y turbulento, sino un grave documento histórico. Siempre ha sido considerado como uno de los mejores escritos cristianos de los primeros tiempos; su fecha, unos doscientos años después de J.C.

Empieza Tertuliano su argumentación con gran habilidad; dice a los magistrados que el cristianismo es un extranjero sobre la tierra y que espera encontrar enemigos en un país que no es el suyo; sólo pide que no se le condene sin oírlo y que los magistrados romanos permitan que se defienda a sí propio, pues las leyes del imperio obtendrán más brillo si se dicta sentencia después de un juicio, y lo contrario si se le condena sin oír la defensa; que es injusto odiar una cosa que no se conoce, aún cuando pudiera ser digna de ser odiada; que las leyes de [42] Roma castigan las acciones, no los nombres; y que a pesar de esto, habían sido condenadas gentes por llamarse cristianos y sin que estuviesen acusadas de ningún crimen.

Expone más adelante el origen, la naturaleza y los efectos del cristianismo, estableciendo que se halla fundado en las Escrituras hebraicas, que son los más venerables de todos los libros. Dice a los magistrados: «Los libros de Moisés, en los que Dios ha encerrado como en un tesoro toda la religión de los judíos, y por consecuencia toda la religión cristiana, son mucho más antiguos que los vuestros; más aún, que vuestros más remotos monumentos públicos, que el establecimiento de vuestro estado, que la fundación de muchas grandes ciudades, que cuanto conocéis en todas las edades de la historia y memorias de los tiempos, y que la invención de los caracteres, que son los intérpretes de las ciencias y los guardadores de todas las cosas excelentes. Creo que puedo decir más: son anteriores a vuestros dioses, a vuestros templos, a vuestros oráculos y sacrificios. El autor de estos libros vivió mil años antes del sitio de Troya y mil quinientos antes de Homero.»

El aliado de la verdad es el tiempo y sólo lo que es cierto y ha sido comprobado por él es lo que cree el hombre prudente. La principal autoridad de esta Escrituras se desprende de su antigüedad venerable. El más sabio de los Ptolemeos, que fue llamado Filadelfo, príncipe cumplido, obtuvo una copia de estos libros sagrados por consejo de Demetrio Falereo, y pueden hoy día hallarse en su biblioteca. La divinidad de estas Escrituras se prueba porque todo cuanto ocurre en nuestros días se encuentra en ellas profetizado: contiene cuanto ha pasado desde aquella fecha ante los ojos del hombre. [43]

¿No es el cumplimiento de una profecía el testimonio de su verdad? Si hemos visto justificadas estas profecías por los sucesos pasados, ¿se nos podrá vituperar si creemos en las que se refieren a los venideros? Ahora bien, así como creemos en las cosas profetizadas que han sido cumplidas, así creemos en las que están anunciadas y no se han verificado todavía; porque todas han sido predichas por la misma escritura, lo mismo las que tienen lugar diariamente, como las que todavía no se han cumplido.

Esta Sagrada Escritura nos enseña que hay un Dios que hizo el mundo de la nada, y que, aunque visto diariamente, es invisible; su inmensidad él solo la conoce y a un tiempo nos lo oculta y revela. Ha dispuesto para el hombre castigos o recompensas según haya vivido; resucitará los muertos desde la creación del mundo, los que volverán a tomar sus cuerpos, y luego los juzgará entregándolos a la felicidad sin límites o a las llamas eternas. Los fuegos del infierno son aquellas llamas ocultas que la tierra tiene encerradas en sus entrañas. Ha enviado al mundo, en otra época, predicadores o profetas; los de los antiguos tiempos eran judíos y dirigieron sus oráculos a estos, puesto que ellos lo eran, quienes los han conservado en las Escrituras. Sobre ellos, como se ha dicho, se ha fundado el cristianismo, si bien éste difiere en sus ceremonias del judaísmo; se nos acusa de adorar a un hombre y no al Dios de los judíos. No, el honor que rendimos a Cristo no deroga el que rendimos a Dios.

En cuanto al mérito de estos antiguos patriarcas, consideremos que los judíos eran el único pueblo querido de Dios; se deleitaba en comunicar con ellos por su propia boca; por él fueron levantados a admirable altura, pero [44] se pervirtieron y le abandonaron, cambiando sus leyes en un culto profano. Les advirtió que escogiera para sí servidores más fieles, y por su crimen les castigó arrojándolos de su país; ahora se encuentran dispersos por todo el mundo, errantes en todas partes; no pueden gozar del aire que respiraron al nacer; no tienen ni un Dios, ni un hombre por rey; ha obrado según le trataron y ha tomado en todas las naciones y países de la tierra un pueblo más fiel que ellos. Por sus profetas declaró que obtendrían grandes favores y que un Mesías vendría a publicar una nueva ley entre ellos. Este Mesías era Jesús, que también es Dios; porque Dios puede derivarse de Dios, como la luz de una bujía puede derivarse de la de otra. Dios y su Hijo son un mismo Dios; una luz que se toma de otra es igual a ella misma.

Las Escrituras nos dan a conocer dos venidas del Hijo de Dios; la primera en la humildad, la segunda en el poder, el día del Juicio. Los judíos debían saber todo esto por sus profetas, pero sus pecados les han cegado hasta el punto de no reconocerle a su primera venida y están esperándole en vano todavía. Creyeron que todos los milagros ejecutados por él eran obras de magia; los doctores de la ley y los príncipes de los sacerdotes le tenían envidia y le denunciaron a Pilatos. Fue crucificado, muerto y sepultado, y a los tres días resucitó, permaneció entre sus discípulos cuarenta días, luego fue envuelto en una nube y ascendió al cielo; verdad mucho más cierta que ninguno de los testimonios humanos relativos a la ascensión de Rómulo o de cualquier otro príncipe romano que haya subido al mismo lugar.

Tertuliano describe luego el origen y la naturaleza de los demonios, quienes, bajo su príncipe Satanás, producen las enfermedades, las tempestades, la destrucción [45] de los gérmenes de la tierra, seducen a los hombres para que ofrezcan sacrificios, con objeto de obtener su alimento, que es la sangre de las víctimas. Son tan ligeros como los pájaros y saben cuanto pasa sobre la tierra; viven en el aire y desde ahí espían lo que ocurre en el cielo; por esto pueden fingir profecías y oráculos e imponerlos a los hombres. Así anunciaron en Roma que se obtendría la victoria sobre el rey Perseo cuando ya sabían que la batalla estaba ganada. Es falso que curen las enfermedades, pues toman posesión del cuerpo de un hombre y le producen desórdenes, y entonces ordenan algún remedio, dejan de afligir al poseído y las gentes creen que se ha verificado una cura.

Aunque los cristianos niegan que el emperador sea Dios, sin embargo ruegan por su prosperidad, porque la disolución general que amenaza al universo y la conflagración del mundo están retardadas tanto como dure la gloriosa majestad del triunfante imperio romano, y no desean presenciar la destrucción de la naturaleza. Reconocen una sola república, que es todo el mundo; constituyen un cuerpo, adoran un Dios y miran todos ante sí la felicidad eterna; no sólo ruegan por el emperador y los magistrados sino también por la paz. Leen las Escrituras para alimentar su fe, elevar sus esperanzas y fortificar la que tienen en Dios. Se reúnen para exhortarse unos a otros y apartar los pecadores de su sociedad; tienen obispos que les presiden, aprobados por los sufragios de los mismos que están llamados a gobernar. Al fin de cada mes cada uno contribuye, si es su voluntad, pero a ninguno se obliga a dar; el dinero recogido de este modo es la fianza de la piedad y no se consume en comer ni beber, sino en alimentar a los pobres y en enterrarlos; en socorrer a los huérfanos sin bienes, en ayudar [46] a los ancianos que han gastado sus mejores días en servicio de la fe; en asistir a los que han perdido en los naufragios cuanto habían, y a los condenados a las minas o desterrados a las islas o encerrados en las prisiones, por profesar la religión del verdadero Dios. Todo es común entre los cristianos, menos las mujeres. No tienen fiestas, como si debieran morir mañana, y no edifican, como si hubieran de vivir siempre; los fines de su vida son la inocencia, la justicia, la paciencia, la templanza y la caridad.

A esta noble exposición de la creencia y vida cristianas de su tiempo no vacila Tertuliano en agregar un ominoso aviso dirigido a los magistrados; ominoso, porque era el presagio de un gran suceso que pronto iba a tener lugar. «Nuestro origen es reciente, y, sin embargo, ya llenamos cuanto alcanza vuestro poder; ciudades, fortalezas, islas, provincias, las asambleas del pueblo, los arrabales de Roma, el Palacio, el Senado, los empleos públicos y especialmente los ejércitos; sólo os hemos dejado vuestros templos; ¡reflexionad que podemos emprender grandes guerras! ¡Con cuánta prontitud no nos sería dado armarnos, si no nos refrenase nuestra religión, que enseña que es mejor ser muerto que matar!!»

Antes de terminar su defensa, repite Tertuliano una afirmación que, puesta en práctica más tarde, afectó al desarrollo intelectual de toda Europa. Declara que las Sagradas Escrituras son un tesoro del cual se desprende toda la verdadera sabiduría del mundo; que a ellas deben todo, filósofos y poetas; trabaja por demostrar que son norma y medida de toda verdad y que lo que no esté conforme con ellas debe ser falso necesariamente.

Por la hábil obra de Tertuliano vemos lo que era el cristianismo mientras sufría persecuciones y luchaba por [47] la existencia. Debemos ahora examinar qué llegó a ser en posesión del poder imperial. Grande es la diferencia que existe entre el cristianismo del tiempo de Severo y el posterior a Constantino; muchas de las doctrinas preeminentes en esta última época fueron desconocidas en el primer período.

Dos causas concurrieron a la amalgama del cristianismo y el paganismo:

1º Las necesidades políticas de la nueva dinastía.

2º La política adoptada por la nueva religión para asegurar su desarrollo.

1º Aunque los cristianos habían demostrado ser bastante fuertes para poder dar un jefe al Imperio, no les fue nunca posible destruir su antagonista el paganismo. El resultado de la batalla que entre ambos se libró fue una amalgama de los principios de cada uno; en esto difiere el cristianismo del mahometismo, el cual aniquiló a su enemigo por completo y extendió su doctrina sin adulteración.

Constantino mostró continuamente, por su conducta, que conocía que debía ser el soberano imparcial de todo su pueblo y no sólo el representante de una facción afortunada. Así es que, si edificó iglesias cristianas, también restauró templos paganos; si escuchó al clero, también consultó los arúspices; si reunió el concilio de Niceo, también veneró la estatua de la Fortuna; si aceptó el rito del bautismo, también acuñó una medalla en que se le nombraba Dios. Su estatua, erigida en el extremo de la gran columna de pórfido de Constantinopla, era una antigua imagen de Apolo, cuyas facciones fueron sustituidas por las del emperador; la cabeza estaba rodeada de una corona de gloria hecha con los fingidos clavos que sirvieron para la crucifixión de Cristo. [48]

Conociendo que debían hacerse concesiones al derrotado partido pagano, acogió con satisfacción, puesto que eran sus ideas, la tendencia idólatra de su corte; los jefes de este movimiento eran en efecto personas de su propia familia.

2º En cuanto al Emperador, hombre ambicioso, mundano y sin ninguna creencia religiosa, pensó indudablemente que era lo mejor para él, para el imperio y para las partes contrincantes, que cristianos y gentiles se uniesen y amalgamasen cuanto fuera posible. Puede que aún los cristianos sinceros no fueran opuestos a esto; quizás creyeron que la nueva doctrina se difundiría por todas partes con más facilidad incorporada a las ideas ya adquiridas de antiguo, y que al fin la verdad triunfaría y la impureza sería despreciada. En la realización de esta amalgama, abrió la marcha Elena, madre del emperador, acompañada por las damas de la corte; para complacerla, se descubrieron en una caverna de Jerusalén, donde habían permanecido enterradas más de tres siglos, la cruz del Salvador, las de los dos ladrones, la inscripción y los clavos. Su autenticidad se probó con un milagro; empezó entonces un verdadero culto de las reliquias. Apareció de nuevo la superstición como en los tiempos de los antiguos griegos cuando se enseñaban en Metaponto las herramientas que se usaron en fabricar el caballo de Troya; en Queronea el cetro de Pélope; en Faselis la lanza de Aquiles; en Nicomedia la espada de Memnon; cuando los Tejeatas mostraban el retiro del jabalí caledonio, y muchas ciudades se jactaban de poseer el verdadero paladion de Troya; cuando había estatuas de Minerva que blandían la lanza, pinturas capaces de ruborizarse, imágenes que sudaban e innumerables santuarios y capillas de reliquias donde se verificaban curas milagrosas.

A medida que pasaban los años, iba cambiándose la [49] fe descrita por tertuliano en otra más elegante y envilecida incorporada a la mitología griega. Renació el Olimpo, si bien con divinidades de distintos nombres; las provincias más poderosas insistieron en que se adoptasen sus veneradas concepciones de otros tiempos; se admitieron opiniones sobre la Trinidad conformes con la tradición egipcia; no sólo se restableció bajo un nuevo nombre la adoración de Isis; hasta su imagen, de pie sobre la luna creciente, volvió a aparecer. La efigie bien conocida de esta diosa, con su hijo Haroeri en los brazos, ha llegado hasta nuestros días en la bella y artística creación de la Madre y el Niño. El restablecimiento bajo una forma nueva de estas antiguas concepciones, fue recibido en todas partes con delicia. Cuando se anunció a los habitantes de Efeso que aquel concilio presidido por Cirilo había decretado que la Virgen sería llamada «Madre de Dios» se abrazaron a las rodillas de su obispo derramando lágrimas de alegría; eran destellos de la antigua creencia, y lo mismo hubieran hecho sus antepasados por Diana.

Este intento de conciliar los convertidos mundanos, adoptando sus ideas y sus prácticas, no dejó de provocar censuras: «Habéis, dice Fausto a Agustín, sustituido los sacrificios de los paganos con vuestros ágapes, sus ídolos con vuestros mártires, a los que rendís los mismos honores. Apaciguáis las sombras de la muerte con vino y orgías, celebráis las festividades solemnes de los gentiles, sus calendas y sus solsticios, y en cuanto a sus costumbres, las habéis aceptado sin alterarlas. Nada os distingue de los paganos, salvo que tenéis separadas vuestras reuniones.» Los ritos paganos se introducían por todas partes, y en las bodas era costumbre cantar himnos a Venus. [50]

Detengámonos aquí un momento y veamos, anticipadamente, a qué profunda degradación intelectual condujo esta política de paganización; se adoptaron los ritos gentílicos de pompa y esplendor; los vistosos trajes, las mitras, las tiaras y las hachas; los oficios procesionales, las lustraciones y los vasos de oro y plata; el lituo romano, insignia principal de los augures, se convirtió en báculo pastoral. Se edificaron las iglesias sobre las tumbas de los mártires y fueron consagradas con ritos tomados de las antiguas leyes de los pontífices romanos. Las fiestas y conmemoraciones de los mártires se multiplicaron tanto como los innumerables hallazgos ficticios de sus restos; el ayuno vino a ser el gran medio de ahuyentar al demonio y de apaciguar a Dios; el celibato la mayor de las virtudes, se hicieron romerías a Palestina y a las tumbas de los mártires, y grandes cantidades de tierra y polvo traídas de los Santos Lugares fueron vendidas a precios enormes, como antídotos contra el demonio; se ensalzaron las virtudes del agua bendita. Se introdujeron en las iglesias imágenes y reliquias que eran adoradas a usanza de los dioses gentiles, y se operaban milagros y prodigios en ciertos parajes como en tiempo de los paganos. Se invocaban las almas bienaventuradas de los cristianos muertos y se creía que andaban errantes por el mundo o rondaban cerca de los sepulcros; se multiplicaron las iglesias, los altares y los hábitos penitenciarios. Se inventó la fiesta de la purificación de la Virgen, para desterrar la intranquilidad del ánimo de los convertidos paganos que echaban de menos las lupercalias o fiestas de Pan. El culto de las imágenes, de los pedazos de cruz o de huesos, de los clavos y otras reliquias, un verdadero fetichismo, fue cultivado; dos argumentos se empleaban para demostrar la autenticidad de [51] estos objetos; uno la autoridad de la Iglesia, otro el poder obrar milagros. Eran venerados hasta los raídos trajes de los santos y la tierra de los sepulcros. Se trajeron de Palestina unos esqueletos, que se afirmaba eran los de San Marcos, Santiago y otros antiguos justos. La apoteosis de los antiguos tiempos de Roma fue sustituida por la canonización, y santos tutelares ocuparon el lugar de las divinidades mitológicas locales. Luego vino el misterio de la Transustanciación, o la conversión por el sacerdote del pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, y al paso que transcurrían los siglos iba siendo la paganización más completa. Se instituyeron fiestas religiosas en recuerdo de la lanza con que fue atravesado el costado del Salvador, de los clavos con que fue asegurado a la cruz y de la corona de espinas; y aunque varias abadías poseían a un tiempo algunos ejemplares de estas incomparables reliquias, nadie se atrevía a decir que era imposible la autenticidad de todas ellas.

Podemos leer con provecho las observaciones hechas por el obispo Newton sobre este paganismo de los cristianos; pregunta: «¿No es el culto presente de los santos y ángeles igual en un todo a la adoración de los demonios en tiempos anteriores? El nombre solo es distinto, pues la cosa es la misma precisamente...; los hombres deificados por los cristianos han sustituido a los hombres deificados por los gentiles. Bien penetrados de su semejanza estaban los promovedores de este culto y de que el uno era continuación del otro, y en cuanto a que es una misma la adoración se prueba por practicarse con las mismas ceremonias; en uno y otro se quema incienso en los altares; se usan aspersiones de agua bendita, o de una mezcla de agua y sal, al entrar y salir de los templos o lugares de adoración; se encienden en pleno [52] día y ante los altares y estatuas de las divinidades, lámparas y ciriales; se tapizan los muros de ofrendas votivas y ricos presentes como testimonios de otras tantas curas maravillosas y de peligros salvados; se deifica o canoniza a los justos muertos; se erige en patronos de tal reino o provincia a los héroes o santos difuntos; se adora a los muertos en sus sepulcros o urnas y en sus santuarios; se reverencian las imágenes y se atribuye a los ídolos poderes y virtudes milagrosas; se levantan pequeños oratorios, altares y estatus en las calles, en los caminos y en las cumbres de las montañas; se transportan las imágenes en pomposas procesiones, con innumerables luces y con canciones y músicas; se practica la flagelación, por vía de penitencia, en ciertas épocas solemnes; hay gran variedad de órdenes religiosas y de fraternidades de sacerdotes; estos se afeitan el cráneo, a lo que llaman tonsura; los religiosos de ambos sexos se imponen el celibato y hacen votos de castidad; todos estos y otros muchos ritos y ceremonias se hallan igualmente repartidos entre la superstición pagana y la papal. Por último, los mismos templos, las mismas imágenes que un tiempo estuvieron consagradas a Júpiter y otros demonios, se encuentran ahora bajo la advocación de la Virgen María y otros santos. Los mismos ritos e inscripciones se prescriben en ambas religiones y los mismos prodigios y milagros se relacionan con una y otra; en suma, casi el paganismo completo se ha convertido en papismo, y uno y otro se hallan evidentemente formados sobre un mismo plan y principio, así es que no solamente hay uniformidad, sino conformidad entre la adoración de los antiguos y de los modernos, entre la Roma gentil y la cristiana.»

Hasta aquí el obispo Newton; pero volvamos a los [53] tiempos de Constantino, aunque estas concesiones a las ideas antiguas y populares fueron permitidas y aún estimuladas, el partido religioso dominante jamás dudó por un momento en fortalecer sus decisiones con ayuda del poder civil, la cual le fue concedida ampliamente. Constantino, pues, puso en vigor las actas del concilio de Nicea. En el asunto de Arrio, llegó a ordenar que el que encontrase algún libro de este hereje y no lo quemase, sería condenado a muerte, y de un modo análogo obró Teodosio el Joven, que desterró a Nestorio a un oasis egipcio.

El partido pagano contaba entre sus adeptos muchas de las antiguas familias aristocráticas del Imperio, y todos los discípulos de las anteriores escuelas filosóficas; miraba a su antagonista con desdén y afirmaba que sólo puede adquirirse el saber por el ejercicio laborioso de la observación y de la razón humana.

El partido cristiano aseguraba que todo conocimiento ha de hallarse en las Escrituras y en las tradiciones de la Iglesia; que en la revelación escrita, nos ha dado Dios no sólo un criterio de la verdad, sino todo cuanto quería que supiésemos. Las Escrituras contienen, por lo tanto, la suma y fin de todo saber; el clero, con el Emperador a sus espaldas, se hallaba dispuesto a no sufrir ninguna competencia intelectual.

De este modo se manifestaron las que se han llamado ciencia sagrada y ciencia profana; así se encontraron frente a frente los dos partidos opuestos; uno adoptando como guía la razón humana, el otro la revelación. El paganismo se apoyaba en al sabiduría de sus filósofos; el cristianismo en la inspiración de sus Padres.

La Iglesia, pues, se constituyó en depositaria y árbitro del saber, hallándose siempre dispuesta a recurrir al poder [54] civil para que hiciera obedecer sus decisiones, emprendiendo de este modo una marcha que determinó toda su carrera futura; vino a ser el valladar que se opuso por más de mil años al adelanto intelectual de Europa.

El reinado de Constantino marca la época de la transformación del cristianismo en un sistema político, y aunque en cierto sentido puede decirse que este sistema se degradó hasta la idolatría, elevóse en otro a un desarrollo semejante al de la antigua mitología griega. En el mundo moral como en el físico, sucede que cuando dos cuerpos se chocan, ambos cambian de figura; el paganismo fue modificado por el cristianismo, y éste por aquél.

En la controversia sobre la Trinidad que surgió primero en Egipto, tierra de las trinidades, era el punto principal de la discusión definir la posición del Hijo. Vivía en Alejandría un presbítero llamado Arrio, candidato desahuciado a una silla episcopal; empezó su teoría manifestando que precisamente ha habido un tiempo en que el Hijo, atendiendo a su propia naturaleza de hijo, no podía existir, y un tiempo en que principiaría a ser, puesto que es condición necesaria en las relaciones filiales que un padre sea mayor que su hijo. Pero esta afirmación destruye evidentemente la coeternidad de las tres personas de la Trinidad; implica una subordinación o desigualdad entre ellas y da a entender que hubo una época en que no existía la Trinidad; con este motivo el afortunado obispo competidor de Arrio desplegó su potencia retórica en públicos debates sobre el asunto, y extendiéndose la disputa, los judíos y paganos que formaban la inmensa mayoría de la ciudad de Alejandría se entretenían con representaciones teatrales de la contienda religiosa, y el punto de sus burlas era la igualdad entre las edades del Padre y del Hijo. [55]

Fue tal la violencia que al cabo adquirió el debate, que el asunto tuvo que ser sometido al Emperador. Al principio consideró la disputa como frívola y quizás se inclinaba sinceramente a la opinión de Arrio, puesto que en el orden natural de las cosas un padre tiene que ser mayor que su hijo. Tan grande fue, no obstante, la presión ejercida sobre él, que se vio obligado a convocar un concilio, el de Nicea, el cual para alejar el conflicto estableció un credo o formulario al que iba unido el siguiente anatema: «La Iglesia Católica y Apostólica anatematiza a los que digan: que hubo un tiempo en que no existía el hijo de Dios: que tampoco existía antes de ser engendrado: que fue sacado de la nada o de otra sustancia o esencia, y que es creado, mudable o capaz de sufrir alteración.» Constantino en seguida fortificó la decisión del concilio con el poder civil.

Pocos años después prohibió el emperador Teodosio los sacrificios y la entrada en los templos, y calificó de crimen capital la inspección de las entrañas de las víctimas. Instituyó los inquisidores de la fe y ordenó que todos aquellos que no estuviesen conformes con la creencia de Dámaso, obispo de Roma, y de Pedro, obispo de Alejandría, fueran desterrados y privados de sus derechos civiles; los que celebrasen la Pascua el mismo día que los judíos, serían condenados a muerte. La lengua griega empezaba a ser desconocida en el Oeste, y el verdadero saber se iba extinguiendo.

En este tiempo ocupaba un tal Teófilo el obispado de Alejandría. Habíase dado a los cristianos de esta ciudad un antiguo templo de Osiris, para que sobre sus ruinas edificaran una iglesia, y al cavar para echar los cimientos del nuevo edificio, se encontraron casualmente algunos símbolos obscenos del culto primitivo, los que Teófilo, [56] con más celo que pudor, expuso en el mercado como objetos de pública mofa. Menos sufridos los paganos en esta ocasión que los cristianos cuando las farsas teatrales sobre el debate de la Trinidad, se alzaron en tumulto y estalló una asonada. Establecieron su cuartel general en el Serapeo, y tales fueron los desórdenes y la carnicería, que el Emperador se vio obligado a intervenir; envió un edicto a Alejandría ordenando a Teófilo que destruyera el Serápeo, y la gran biblioteca reunida por los Ptolemeos y que se había salvado del incendio de Julio César, fue dispersada por este fanático.

Al obispado de Teófilo ascendió a su debido tiempo su sobrino San Cirilo, que se había captado el aprecio de las congregaciones alejandrinas, como predicador elegante y aplaudido, y a él se debió en gran parte la introducción del culto de la Virgen María. Su influencia sobre este pueblo inconstante estaba empero turbada por Hipatia, hija de Teon el matemático, que no sólo se distinguía en la exposición de las doctrinas de Platón y Aristóteles, sino también por sus comentarios sobre los escritos de Apolonio y otros geómetras. Diariamente se estacionaba ante su academia una larga fila de carros, y la sala de las conferencias apenas podía contener las personas más ricas y elegantes de Alejandría, que iban a escuchar sus disertaciones sobre asuntos que en todo tiempo ha inquirido el hombre y que jamás han sido explicados: ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? ¿Qué puedo saber?

¡Hipatia y Cirilo! La filosofía y el fanatismo no podían existir juntos, y reconociéndolo Cirilo obró según esta idea. Cuando Hipatia se encaminaba a su academia, fue asaltada por las turbas de Cirilo, en las que iban varios monjes, desnudada en la calle, arrastrada a una iglesia y allí asesinada por la maza de Pedro el Lector; el [57] cuerpo fue destrozado, la carne raída de los huesos con conchas, y los restos arrojados al fuego. Nunca tuvo Cirilo que dar cuenta de este horroroso crimen; parece, pues, que se aceptaba que el fin santifica los medios.

Así acabó la filosofía griega en Alejandría y pereció la ciencia que tanto se esforzaron en promover los Ptolemeos; la biblioteca Hija, la del Serápeo, fue dispersada, y la suerte de Hipatia sirvió de aviso a los que intentaran cultivar los conocimientos profanos; no hubo por tanto libertad para el pensamiento del hombre; todo el mundo debía pensar como la autoridad eclesiástica ordenase en el año del Señor 414, y en la misma Atenas aguardaba su sentencia la filosofía; Justiniano al fin prohibió su enseñanza e hizo cerrar todas las escuelas de la ciudad.

Mientras tenían lugar estos sucesos en las provincias orientales del imperio romano, se extendía por el Oeste el espíritu que los había producido. Un monje bretón, que había tomado el nombre de Pelagio, pasó del occidente de Europa al norte del África, enseñando que la muerte no fue introducida en el mundo por el pecado de Adán: que antes al contrario, este era necesariamente y por naturaleza mortal, y que sin haber pecado también hubiera muerto: que las consecuencias de sus pecados sólo a él se referían sin afectar a su posteridad. De estas premisas deducía Pelagio ciertas importantes conclusiones teológicas.

Fue acogido en Roma favorablemente, pero en Cartago lo hizo denunciar San Agustín; un sínodo celebrado en Diospolis lo declaró exento de herejía, mas llevado el asunto ante Inocencio I, fue, por el contrario, condenado. Sucedió en esto la muerte de Inocencio I, y su sucesor Zósimo anuló la sentencia y declaró ortodoxa la [58] opinión de Pelagio; estas decisiones contradictorias se presentan todavía como argumentos por los enemigos de la infalibilidad del Papa. En este estado de confusión estaban las cosas cuando los astutos obispos africanos, por medio de la influencia del conde Valerio, obtuvieron del Emperador un edicto denunciando a Pelagio como hereje y condenándolo con sus cómplices al destierro y la confiscación de bienes. Afirmar que la muerte existía en el mundo antes de la caída de Adán, era un crimen de estado.

Es muy instructivo considerar en qué descansan los fundamentos de esta extraña decisión; puesto que el asunto era puramente filosófico, hubiera podido discutirse con arreglo a los principios físicos, pero en vez de esto sólo se adujeron consideraciones teológicas. El atento lector habrá notado en la exposición de Tertuliano sobre los principios del cristianismo, una ausencia completa de las doctrinas del pecado original, de la maldad absoluta, de la predestinación y de la gracia y la expiación. El cristianismo, tal cual él lo describe, no tiene nada de común con el plan de la salvación mantenido dos siglos después. Al cartaginés San Agustín es a quien debemos la precisión de nuestras opiniones sobre estos puntos importantes.

Al decidir si la muerte había existido en el mundo antes de la caída de Adán, o si fue el castigo impuesto al hombre por su pecado, se trató de averiguar si las opiniones de Pelagio estaban o no conformes, no con la naturaleza, sino con las doctrinas teológicas de San Agustín; el resultado fue tal como debía esperarse. La doctrina declarada ortodoxa por la autoridad eclesiástica, ha sido derribada por los descubrimientos incuestionables de la ciencia moderna. Mucho antes de que un ser [59] humano apareciese sobre la tierra, millones de individuos, ¿qué digo? miles de especies y aún de géneros habían dejado de existir, y los que ahora viven con nosotros no son sino una fracción insignificante de los que han desaparecido.

Una consecuencia de gran importancia fue el resultado de la controversia promovida por Pelagio. Del libro del Génesis se había hecho la base del cristianismo; si bajo un punto de vista teológico tanto valor se dio a su relación del pecado del Paraíso y de la trasgresión y castigo de Adán, tanto más le corresponde considerado filosóficamente, pues vino a ser la gran autoridad de la ciencia patrística. La Astronomía, la Geología, la Geografía, la Antropología, la Cronología y ciertamente todos los ramos del saber humano debían estar conformes con él.

Como el efecto de las doctrinas de San Agustín había sido colocar la teología en antagonismo con la ciencia, puede sernos interesante examinar con brevedad algunas de las ideas puramente filosóficas de este grande hombre. Con tal objeto podemos elegir muy adecuadamente algunos trozos de sus estudios sobre el primer capítulo del Génesis, contenidos en los libros undécimo, duodécimo y decimotercero de sus Confesiones.

Consisten en discusiones filosóficas intercaladas con rapsodias. Ruega a Dios que le permita comprender las Escrituras y descubrir su sentido; declara que no hay en ellas nada superfluo, pero que las palabras tienen diversas significaciones.

El aspecto de la creación revela la existencia de un creador, pero inmediatamente surge esta cuestión; «¿De qué modo, Dios mío, hicisteis el Cielo y la tierra? Bien cierto es que no hicisteis el Cielo y la tierra ni en el Cielo ni en la tierra, ni tampoco en el aire, o en las aguas; [60] porque también estas cosas son una parte del Cielo y de la tierra. Ni el mundo Universo le hicisteis en el mismo Universo mundo; porque no había donde hacerle, antes de hacerle para que le hubiese.» La solución de este problema fundamental la encuentra San Agustín diciendo: «Con que Vos solamente dijisteis que fuesen hechas todas las cosas: y con decirlo, todas fueron hechas: y así con vuestra palabra las hicisteis.»

Pero la dificultad no termina aquí; San Agustín llega hasta observar «que las sílabas pronunciadas por Dios, sonaron y pasaron, la segunda después de la primera, la tercera después de la segunda, y así las demás por su orden... Por lo cual evidentemente se descubre, que aquella voz fue formada mediante el movimiento de una cosa criada, que no obstante ser temporal y transitoria, servía a vuestra voluntad eterna..... Porque estas palabras son muy inferiores respecto de mi misma y aun comparadas con mi ser no son: porque huyen, pasan, y se desvanecen; pero la Palabra de mi Dios y Señor, infinitamente superior a mí, eternamente dura y permanece.»

Además es claro que las palabras así expresadas no han podido ser emitidas sucesiva sino simultáneamente puesto que la sucesión por sí implica tiempo y cambio, siendo así que por el contrario sólo existían la eternidad y la inmortalidad: Dios sabe y dice eternamente lo que tiene lugar en el tiempo.

San Agustín define luego, no sin grande misticismo, lo que significan las primeras palabras del Génesis: «En el principio» y se guía en sus conclusiones por otro pasaje escritural. «Que magníficas y admirables son vuestras obras, Señor! Todo lo habéis hecho con sabiduría. Ella es el principio de todo, y es este principio hicisteis el Cielo y la tierra.» [61]

Añade luego: « ¿No están ciertamente llenos de sus errores antiguos, los que ahora nos preguntan, –Qué es lo que Dios hacía, antes que hiciese el Cielo y la tierra? Porque si estaba ocioso, dicen ellos, y no hacía cosa alguna; ¿por qué no estuvo así siempre y en toda la duración subsiguiente, así como en toda la anterior estuvo siempre sin hacer obra exterior alguna? Porque si en Dios hubo algún movimiento nuevo, o nueva voluntad de producir las Criaturas que nunca antes había producido; ¿cómo pudiera haber en Dios verdadera eternidad, habiendo esa voluntad nueva que antes no la había? Pues la voluntad de Dios no es criatura alguna, sino anterior a toda Criatura; porque no se criaría cosa alguna, si antes no precediera la voluntad del Criador. Y así la voluntad de Dios pertenece a la misma substancia divina. Pero si en la substancia y ser de Dios se hallara algo que antes no lo había, no se dijera con verdad aquella substancia eterna. Y si Dios eternamente tuvo esa voluntad de producir las criaturas; ¿por qué ellas ab eterno no fueron producidas?»

Al responder a estas preguntas no puede evitar uno de esos giros retóricos por los que era tan celebrado; «Respondo pues, no lo que dicen que respondió otro burlándose, huyendo de la dificultad, y diciendo, que entonces estaba Dios preparando los tormentos del Infierno para los que pretenden averiguar las cosas altísimas e inescrutables... Digo pues, Dios mío, que Vos sois el único Autor y Criador de todo lo criado: y que si con el nombre de Cielo y tierra se significan todas las criaturas; digo osada y resueltamente, que antes que hicieseis el Cielo y la tierra no hacíais cosa alguna. ¿Por qué, si hubierais hecho algo, aquello no había de ser alguna criatura? ¡Ojalá pudiese yo saber con tanta certeza todo lo [62] que deseo saber útilmente, como sé que ninguna criatura se hacía antes que se hiciese alguna criatura!

»Mas si alguno de entendimiento demasiadamente ligero anda vagueando por tiempos imaginarios anteriores a la Creación, y se admira de que Vos, Dios omnipotente, Criador de todas las cosas, conservador de todas, Autor de Cielo y tierra, hayáis dejado pasar innumerables siglos, antes que hicieseis esta obra tan admirable; vuelva sobre sí, y contemple, que se admira de unas cosas falsa que él mismo allá se finge. Porque ¿cómo habían de haber pasado antes innumerables siglos que Vos no habíais criado, siendo Vos el único Autor y Criador de todos los siglos? ¿Ni qué tiempos habían de ser los que no habían sido criados por Vos? Ni cómo podían haber ya pasado, si todavía no habían sido?

»Pues ¿qué cosa es el tiempo?... Pero aquellos dos tiempos que he nombrado, pasado y futuro, ¿de qué modo son o existen, si el pasado ya no es, y el futuro no existe todavía? Y en cuanto al tiempo presente, es cierto que si siempre fuera presente, y no se mudara ni se fuera a ser pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad. Luego si el tiempo presente, para que sea tiempo, es preciso que deje de ser presente y se convierta en pasado; como decimos que el presente existe y tiene ser, supuesto que su ser estriba en que dejará de ser; pues no podemos decir con verdad que el presente es tiempo, sino en cuanto camina a dejar de ser.

»Solemos también decir largo tiempo y tiempo corto; mas esto solamente lo decimos del pasado o del futuro... Pues ¿cómo puede ser largo ni breve lo que siquiera no es? Porque el pasado no es ya, y el futuro no es aún»...

El estilo en que expresa San Agustín sus ideas se asemeja al de una conversación rapsódica con Dios. Son sus [63] obras un sueño incoherente; para que el lector pueda apreciar esta observación, voy a copiar algunos párrafos a la ventura. Lo que sigue es del libro decimosegundo.

»Lo que al presente percibo, Dios mío, cuando oigo decir a vuestra Escritura: En el principio hizo Dios el Cielo y al tierra; pero la tierra estaba invisible y sin forma alguna; y las tinieblas estaban sobre la faz de la tierra, y que no dice en que día hicisteis estas dos cosas; lo que desde luego entiendo es, que habla aquí de aquel Cielo del Cielo, que es un Cielo intelectual, donde el entendimiento está en actual conocimiento de todas las cosas de una vez, y no las conoce por partes, ni como por enigmas, ni como en un espejo, sino de todo punto, manifiestamente y cara a cara; no entendiendo ahora una cosa y luego otra, sino como está dicho, conociéndolas todas juntas de una vez, y sin variedad alguna ni sucesión de tiempos. También juzgo desde luego que habla así la Escritura, a causa de aquella tierra invisible, informe y sin especie alguna, que no estaba sujeta a las sucesiones de los tiempos como ésta, que suele ya tener una cosa, ya mudarse a tener otra. Pues por estas dos cosas, que la una fue desde su principio perfectamente formada y la otra enteramente informe, aquella significada con el nombre Cielo, pero Cielo del Cielo, y esta con el nombre de Tierra, pero tierra invisible y sin forma; por estas dos cosas conozco desde luego, que dice la Escritura, sin conmemoración de día alguno, que En el principio hizo Dios el Cielo y la tierra. Por eso inmediatamente añade la Escritura, de qué tierra habla; y cómo también se dice hecho el Firmamento en el segundo día, y que se llamó Cielo; bastantemente insinúa de qué Cielo habló antes sin hacer mención de días.

»¡Admirable es, Dios mío, la profundidad de vuestras [64] Escrituras! Se nos presentan fáciles en la superficie, convidando halagüeñamente a los humildes; pero consideradas por lo interior, ¡qué admirable es, Dios mío, su profundidad! Horror y temblor causa contemplarla; pero es un horror nacido del respeto, y temblor que proviene de lo mucho que enamora. Muchísimo aborrezco a sus enemigos. ¡Oh, si Vos, Señor, con aquella vuestra misteriosa Espada de dos filos los traspasarais de modo que dejaran de ser enemigos suyos! Pues amo y deseo que mueran para sí, como vivan para Vos.»

Como ejemplo de la manera hermética que tiene San Agustín de revelar los hechos ocultos de la Escritura, puedo citar lo que sigue del libro decimotercero de las Confesiones; su objeto es mostrar que la doctrina de la Trinidad está comprendida en la narración mosaica de la creación.

«He aquí Dios mío, donde como en enigma se me representa vuestra Trinidad santísima: porque aquí os veo, Padre todo Poderoso, criando el Cielo y la tierra en el Principio de nuestra sabiduría, el cual es la misma Sabiduría vuestra, nacida de Vos, igual y coeterna a Vos, y que es vuestro Hijo.

»También he dicho ya muchas cosas acerca del Cielo y de la tierra invisible y sin forma ni compostura, y también del abismo cubierto de tinieblas, en orden a la defectibilidad de la naturaleza espiritual en el estado de su primer ser informe, si no se hubiera convertido hacia aquel que la había criado y comunicado la tal cual vida que por entonces era, y así participando de su luz se hiciese hermosa vida, y fuese Cielo de aquel Cielo, que después se hizo entre unas y otras aguas: en lo cual ya tenía yo al Padre que hizo todas estas cosas, entendiéndole en la palabra Dios, y tenía también al Hijo en que las hizo, entendiéndole yo en la palabra Principio. [65]

»Mas como el Dios en quien creo es Trinidad, lo mismo que creía, lo andaba buscando en sus mismas palabras y Escrituras, y el Espíritu divino era llevado sobre las aguas. Y ve aquí os hallo a Vos, Dios mío, Trinidad, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, Criador de todas las criaturas.»

Para dar al lector una impresión exacta del carácter filosófico de los escritos de San Agustín, he sustituido, en las citas presentadas, a mi propia traducción, la del reverendo Dr. Pusey, contenida en el primer volumen de la Biblioteca de los Padres de la Santa Iglesia Católica publicada en Oxford en 1840 {(1) En esta traducción están tomadas las citas de la edición de San Mauro, puesta en castellano por el R. P. Fr. Eugenio Zeballos. (N. del T.)}.

Considerando la elevada autoridad que el mundo religioso ha atribuido a los escritos de San Agustín durante cerca de quince siglos, es un deber hablar de ellos con respeto; no hay ciertamente para qué obrar de otro modo. Los párrafos notados se critican por sí mismos. Nadie hizo más que este Padre para poner en antagonismo la ciencia y la religión; él fue quien principalmente apartó la Biblia de su verdadero objeto (una guía para la pureza de la vida), colocándola en la peligrosa posición de árbitro del saber humano y audaz déspota sobre el ingenio del hombre. Una vez dado el ejemplo, no faltó quien lo siguiera; las obras de los grandes filósofos griegos fueron estigmatizadas como profanas; los monumentos trascendentalmente gloriosos del Museo de Alejandría fueron oscurecidos por una nube de ignorancia y de misticismo y por una jerga ininteligible, cuyas tinieblas rompían [66] con demasiada frecuencia los destructores rayos de la venganza eclesiástica.

Una revelación divina de la ciencia no admite mejora, cambios ni progresos. Rechaza por innecesario y presuntuoso todo nuevo descubrimiento, considerando como nociva indiscreción el tratar de inquirir lo que Dios quiere ocultarnos.

¿Qué era, pues, esta ciencia sagrada y revelada que los Padres declaraban como la suma de todo el saber?

Asemejaba todos los fenómenos naturales o espirituales a las acciones humanas, y en el Todopoderoso, en el Eterno, solo veía un hombre gigantesco.

Afirmaba que la tierra es una superficie plana, sobre la cual se extiende el cielo como una bóveda, o según nos dice San Agustín, como si fuera una piel. En él se mueven el sol, la luna y las estrellas, para dar la luz al hombre durante el día y la noche. La tierra fue formada por Dios de materia hecha de la nada, con todas las especies de animales y plantas que en ella existen; la acabó en seis días. Sobre el firmamento están los cielos, y en el tenebroso espacio bajo la tierra el infierno. Aquella es el centro y el cuerpo más importante del universo, para la cual han sido criadas todas las demás cosas.

En cuanto al hombre, fue sacado del polvo de la tierra; al principio estuvo solo, pero luego formó Dios a la mujer de una de sus costillas; es la mayor y más acabada de sus obras; fue colocado en el Paraíso, cerca de las márgenes del Éufrates; era en extremo sabio y puro, pero habiendo probado el fruto prohibido y quebrantado por tanto el mandato que le había sido impuesto, fue condenado al trabajo y a la muerte.

Sin intimidarse por este castigo los descendientes del primer hombre, siguieron de tal suerte la senda del mal, [67] que se hizo necesaria su destrucción. Un diluvio, por lo tanto, inundó la haz de la tierra y alcanzó hasta la cresta de las montañas. Llenado su objeto, un viento secó las aguas.

Se salvaron de esta catástrofe, encerrados en un arca, Noé y sus tres hijos con sus mujeres. De estos, Sem se quedó en Asia y la pobló; Cam pobló el África y Jafet la Europa. No teniendo los Padres conocimiento de la existencia de América, no proveyeron de antepasado a este pueblo.

Escuchemos lo que dice alguna de estas autoridades en apoyo de sus afirmaciones. Lactancio, refiriéndose a la herética doctrina de la redondez de la tierra, hace notar: «¿Es posible que los hombres caigan en el absurdo de creer que las mieses y los árboles del otro lado de la tierra cuelguen hacia abajo y que las personas tengan los pies más altos que la cabeza? Si les preguntáis cómo defienden estas monstruosidades, cómo las cosas no caen del otro lado de la tierra, responden que la naturaleza de las cosas es tal, que los cuerpos pesados tienden hacia el centro como los rayos de una rueda, mientras que los cuerpos ligeros como las nubes, el humo, el fuego, tienden por todas partes del centro hacia los cielos. Ahora bien, no sé realmente qué decir de los que cayendo así en error, perseveran en su locura y defienden un absurdo con otro.» Sobre la cuestión de los antípodas, afirma San Agustín que «es imposible que haya habitantes al lado opuesto de la tierra, toda vez que la Escritura no menciona semejante raza entre los descendientes de Adán.» Quizás, sin embargo, el argumento más incontrovertible contra la esfericidad de la tierra era que «el día del juicio, los hombres del otro lado del globo no podrían ver al Señor descendiendo por los aires.» [68]

No me parece necesario hacer referencia a la introducción de la muerte en el mundo, a la perpetua intervención de agentes espirituales en el curso de los sucesos, a los oficios de ángeles y demonios, a la esperada conflagración de la tierra, a la torre de Babel, a la confusión de las lenguas, a la dispersión de la humanidad, a la interpretación de los fenómenos naturales, como eclipses, arco iris, &c. Sobre todo, me abstengo de comentar las concepciones de los Padres sobre el Todopoderoso; son demasiado antropomórficas y faltas de sublimidad.

Tal vez pueda entresacar de Cosme de Indicopleusta las ideas que se sustentaban en el siglo VI. Escribió este un libro titulado Topografía cristiana, cuyo intento principal era refutar la opinión herética de la forma globular de la tierra y la aserción pagana de que existía una zona templada al extremo Sur de la tórrida. Afirma que, según el verdadero sistema ortodoxo de geografía, la tierra es un plano rectangular, que se extiende cuatrocientas jornadas del Este al Oeste y exactamente la mitad de Norte a Sur; que está rodeada de montañas sobre las cuales descansa el cielo; que una de las situadas al Norte, más alta que las demás, intercepta los rayos del sol produciendo así la noche; que el plano de la tierra no es precisamente horizontal, sino que está algo inclinado hacia el Mediodía; por esto el Éufrates, el Tigris y otros ríos que corren hacia el Sur, tienen una corriente rápida, y el Nilo, que se dirige cuesta arriba, tiene por necesidad muy poca.

El venerable Beda, que escribió en el siglo VII, nos dice que «la creación fue hecha en seis días y que la tierra es su centro y objeto principal. El cielo es de una naturaleza ígnea y sutil, redondo y equidistante como un dosel de todos los puntos de la tierra. Gira a su [69] alrededor diariamente con una velocidad indecible, moderada tan sólo por la resistencia de los siete planetas: tres, sobre el sol: Saturno, Júpiter y Marte; luego el sol, y tres debajo: Venus, Mercurio y la luna.

»Las estrellas se mueven en círculos fijos, recorriendo las del Norte los más pequeños. El cielo más alto tiene sus límites propios; en él se encuentran las virtudes angélicas que descienden sobre la tierra y vuelven, después que toman cuerpos etéreos y ejecutan funciones humanas. Los cielos están templados con agua helada para evitar que se inflamen. El inferior se llama firmamento, porque separa la aguas de arriba de las de abajo. Las aguas del firmamento están más bajas que los cielos espirituales, pero más altas que todas las cosas corporales, y reservadas, en opinión de algunos, para un segundo diluvio; otros dicen, con más fundamento, que su objeto es templar el fuego de las estrellas fijas.»

¿Era por estos absurdos planes, producto de la ignorancia y de la osadía, por lo que se abandonaron los trabajos de los filósofos griegos? Mucho tiempo transcurrió hasta que los grandes críticos que aparecieron en tiempo de la Reforma compararon las obras de estos escritores, y colocándolas a un mismo nivel nos enseñaron a mirarlas con desprecio.

La parte más extraña de este presuntuoso sistema era su lógica y la naturaleza de sus pruebas. Se apoyaba en la evidencia del milagro y se suponía demostrado un hecho con alguna manifestación asombrosa o cosa semejante. Dice un escritor árabe refiriéndose a este propósito: «Si un encantador me afirmara: Tres son más que diez, y en prueba de ello voy a cambiar esta vara en una serpiente, podría admirarme de su habilidad, pero seguramente no admitiría su afirmación.» Sin embargo, [70] durante más de mil años fue esta lógica aceptada, y en toda Europa se admitían proposiciones tan absurdas y pruebas tan ridículas.

Cuando el partido que había llegado a dominar en el imperio no fue capaz de producir obras intelectuales que pudieran competir con las de los grandes autores paganos, y cuando se hizo imposible para él aceptar una posición inferior, nació la necesidad política de perseguir y anular el saber profano. A ella se debió la persecución de los platónicos y de los valentinianos. Fueron acusados de magismo y aún condenados a muerte. La profesión de filósofo llegó a ser peligrosa; era un crimen de Estado. En cambio se desarrolló la pasión por lo maravilloso, el espíritu de superstición. Los grandes hombres que en Egipto habían formado su inmortal Museo, fueron sustituidos por turbas de monjes solitarios y de reclusas vírgenes.


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Draper
Historia de los conflictos
BFE · FGB
 Oviedo 2001
Madrid 1876
páginas 35-70