Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo XV

Sumario. Persecuciones y reinstalación de la Compañía en Sicilia. –Su influencia en el gobierno de las naciones por medio del confesionario. –Su política en las misiones del Paraguay. –Su rebelión contra los reyes de España y Portugal, y expulsión de los jesuitas en este reino.

I.

En Sicilia fueron perseguidos los jesuitas en los primeros años del siglo XVIII, y vieron cerrados sus conventos de Catania y Girjente, y ellos fueron arrojados del reino, en número de más de cincuenta.

Víctor Amadeo, rey de Sicilia, durante la guerra de sucesión de España, tuvo en contra al Papa; y los jesuitas, como era natural, fueron del partido de este; pero volviendo poco después los españoles a la abandonada isla, que Víctor Amadeo dejó por la corona de Cerdeña, Felipe V de España, se reconcilió con los jesuitas y el Papa, y llamó a los expatriados en agradecimiento de los [191] servicios que la Compañía le había prestado durante la guerra. ¿Pero de dónde fue expulsada la Compañía que no volviera?

Mas las persecuciones que hemos visto sufrir hasta ahora a la Compañía de Jesús no son, sin embargo, graves, comparadas con las que le esperan. De parcial y accidental la persecución se convirtió en el siglo XVIII en general y sistemática, y lo que los países protestantes no han hecho contra los jesuitas, lo hicieron los llamados católicos: Francia, Portugal, Nápoles, España, Parma y Módena los arrojaron de su seno cual perros rabiosos. El mismo Papa suprimió la Compañía de Jesús, legión sagrada y predilecta de los pontífices romanos, considerándola como su mayor enemigo; y sin embargo, ni reyes ni papas concluyeron con ella.

Pero no anticipemos los sucesos. La Compañía llegó, a principios del siglo XVIII, a su época de apogeo, pero arrastrando una vida centenaria de tormentos, miserias, conjuraciones, asesinatos, patíbulos, matanzas e incendios, calumnias, predicaciones y apologías, triunfos, y derrotas; época que pasó para dar lugar a un nuevo período más agitado y lleno de graves peripecias, persecuciones y desgracias de todos géneros, en el siglo que la historia llama de la filosofía. [192]

II.

La institución del confesionario la inventaran los jesuitas si ya no existiera en la Iglesia católica, tan fecunda en invenciones. Un poder teocrático que aspira al dominio universal, y que tiene en sus manos la conciencia y los secretos de cuantos pueden oponerse, y de las mujeres que sobre ellos influyen, tiene ya andada la mitad del camino.

El director de la conciencia de un rey, es con frecuencia más que un rey; en muchos casos vemos a los confesores jesuitas, no contentos con dirigir las conciencias de sus reales penitentes, manejar personalmente la gobernación de sus Estados, como por ejemplo, el padre Leteyer, confesor de Luis XIV de Francia; el padre Nithard, confesor de Carlos II de España, y otros muchos que sería prolijo enumerar.

En Portugal era verdadero rey, al empezar el reinado de José II, su confesor el padre Moreira.

Hablando del advenimiento del marqués de Pombal al ministerio, dice el jesuita Joly que para llegar al ministerio era necesario obtener la aprobación del padre José Moreira, confesor del infante, que acababa de ceñirse la corona de su padre. [193]

El jesuita Moreira no sólo era confesor del rey, sino que también dirigía la conciencia de la reina, y a mayor abundamiento era director y maestro de los hijos del rey.

El jesuita Costa confesaba al infante don Pedro, hermano del rey; y los tíos de éste, don Antonio y don Manuel, tenían por directores de conciencia a los jesuitas Campo y Aranjuez.

En las principales casas de la nobleza de Portugal, eran los jesuitas confesores, como en el palacio de los reyes. La Compañía de Jesús era, pues, señora de Portugal y sus dominios; pero el marqués de Pombal era hombre de genio extraordinario, y se propuso librar a su patria del yugo de la Compañía, diciendo que Portugal era de los portugueses y no una colonia del General de los jesuitas y del Papa. Estos pudieron pensar que el nuevo ministro sería, como sus predecesores, instrumento de su dominación, pero su desengaño fue terrible.

Gracias al influjo personal de Pombal sobre el nuevo rey, desterró a los padres jesuitas Vallester y Fonteca, porque en el púlpito y fuera de él habían combatido ciertas medidas del gobierno; el padre Malagrida sufrió a poco la misma suerte. [194]

III.

Las misiones de los jesuitas en el Brasil, se habían convertido en provincias gobernadas políticamente y con independencia del gobierno de la Metrópoli, por los directores de la Compañía, que disponían de las riquezas de aquellas vastas posesiones, no sólo como directores de las conciencias, y tutores de los indios catecúmenos, sino como autoridades civiles.

Tanto en las colonias portuguesas como en las españolas, los gobiernos habían protegido la propaganda católica de los jesuitas, no por la religión, sino como medio de someter las razas indígenas a su dominio, haciendo de la fe católica un instrumento de conquista; pero los jesuitas habían explotado en beneficio propio la protección y los medios que los gobiernos de España y Portugal les habían dado.

Los misioneros en la América del Sur, enseñaban a los indios que catequizaban a ser vasallos del Papa, de quien la Compañía de Jesús era representante directo, y los reyes de España y Portugal, simples auxiliares.

Como en la China y otras regiones de Asia, su manera de convertir a los indios de América era poco edificante, y más de una vez, [195] para cubrir las apariencias ante los gobiernos de las naciones cristianas, y de las otras órdenes religiosas, escandalizadas con la conducta anticristiana de la Compañía, tuvieron los Papas que condenarla públicamente.

En el Marañón, en el Paraguay y en otras misiones, o colonias jesuíticas, lo que no podían alcanzar de los indios por el Evangelio, lo obtenían con licores, pólvora y armas. Para convertir a un indio al cristianismo le daban, en nombre del Papa, frascos de aguardiente, de pólvora, y un fusil: y así les enseñaban a manejar éste, como a rezar el rosario. Como estos regalos, y el privilegio de usar armas de fuego, sólo lo concedían a los que se dejaban bautizar, el número de los cristianos, ¡y qué cristianos! aumentaba rápidamente en las misiones de los jesuitas. Tribus enteras de indios sometieron de este modo los jesuitas con los recursos que les facilitaban los cándidos gobiernos católicos; pero todavía en aquellos países subsiste la idolatría, mezclada con los ritos y creencias de la Iglesia romana. Los indios sometidos cumplen como máquinas los preceptos de la Iglesia, que en su ánimo se confunden con los de la autoridad civil, sin que su conciencia tenga parte en sus actos religiosos. [196]

So pretexto de que los comerciantes podían corromper las costumbres de los indios convertidos, los jesuitas no consentían la entrada en los territorios de las misiones a los que iban a vender mercaderías europeas, reservándose el monopolio del comercio. De modo que eran a un tiempo sacerdotes, gobernadores, generales y comerciantes; todo en nombre de la religión de Cristo y del Papa, su teniente. ¡Ya puede suponerse a qué precios y con qué condiciones venderían a los pobres indios sus baratijas, y los tesoros que acumularían con tan católicas especulaciones! Las misiones de los jesuitas no podían ser más edificantes.

IV.

Cuando los gobiernos portugués y español quisieron hacer uso de su derecho, gobernando aquellas comarcas más directamente, para cortar tantos abusos, dando a los jesuitas las órdenes que tuvieron por conveniente, aunque no eran perjudiciales a la religión católica ni a los jesuitas, éstos sublevaron a los indios; sólo en la colonia del Sacramento 14.000 neófitos y catecúmenos aparecieron organizados y armados de fusiles y cañones. Los jesuitas eran a un tiempo coroneles y [197] confesores de los regimientos, y así decían misa como mandaban una carga contra las tropas reales.

Vencida al fin la jesuítica revuelta, muchos cientos de jesuitas fueron embarcados y conducidos a Lisboa: la mayor parte eran extranjeros.

El escándalo y la alarma producidos en las cortes de Europa por la sublevación de los jesuitas en América, fueron tan grandes, que Benedicto XIX publicó dos bulas contra los clérigos que convertían sus misiones en especulaciones mercantiles, sirviéndoles el Evangelio de pretexto para el negocio. El Papa nombró al cardenal Saldaña para que inspeccionara y reformara las casas de la Compañía en los dominios de S. M. Fidelísima.

Pombal entre tanto arrojó del palacio a los confesores jesuitas de la familia real, y les prohibió su presencia en la corte.

El cardenal Saldaña, cumplió la misión que el Papa le había confiado, y publicó el resultado de sus investigaciones, de las que resultaba que los jesuitas se ocupaban en un comercio prohibido por la Iglesia. El cardenal arzobispo de Lisboa puso en entredicho a los jesuitas en su diócesis...

A los pocos días murió el patriarca; tres después de haber autorizado a Saldaña para [198] reformar las casas de los jesuitas en Portugal, había muerto el Papa Benedicto XIV.

Clemente XIII, sucesor de Benedicto XIV, fue jesuita, y tomó a la Compañía bajo su protección.

V.

El 4 de Septiembre de 1758 hubo una tentativa de asesinato contra el rey de Portugal, que fue herido en un brazo; del proceso no resultó que los regicidas eran jesuitas, pero sí que los eran sus confesores... y el duque de Aveiro, uno de los cómplices, confesó que los jesuitas le habían instigado a cometer el crimen.

Fuera del tormento, el duque retractó su declaración; pero ya era tarde; el gobierno dio sobre los jesuitas, sus protectores y allegados; y pagaron algunos con la vida su falta o la de otros.

El provincial Enríquez, los padres Malagrida, Perdigamo, Suárez, Juan de Matto, Oliveira, Francis, Eduardo y Costa, fueron presos. Este último era amigo del infante don Pedro, protector de la Compañía; y el tormento lo sufrió sin decir palabra que a nadie comprometiera.

Los padres Malagrida, Matto y Juan [199] Alejandro, fueron condenados a muerte, y perdonados al pie del patíbulo, en 13 de Enero de 1759; pero este perdón no les libró la vida, como vamos a ver.

Todos los bienes y colegios de la Compañía fueron secuestrados, y más de 1.500 jesuitas, traídos de los dominios portugueses, estaban encerrados en las cárceles de Lisboa. No tardó el gobierno en recibir un breve, mandado por su embajador, según el cual, el Papa autorizaba al rey a castigar de muerte a los culpables, y a disponer de sus bienes; pero los jesuitas pretendieron que era falso, y que el verdadero no hacía tales concesiones al rey. Este acusó al Papa de duplicidad, y no teniendo ya en cuenta la supremacía pontificia, que así se burlaba de él, condenó a ser descuartizados vivos, como cómplices de la tentativa de regicidio, a los padres Malagrida, Enríquez, Matto, Moreira y Alejandro, señalando para la ejecución el 31 de Julio, día de la fiesta de San Ignacio de Loyola. Embarcó a los jesuitas amontonados en las cárceles y se los mandó al Papa, su jefe, expulsándolos para siempre de Portugal, bajo pena de la vida. El primer buque, cargado con 150 miembros de la Compañía, llegó a Civitavechía el 24 de Octubre de 1759; otros buques llegaron después, cargados de [200] profesos, y los novicios fueron dispensados de sus votos por el cardenal Saldaña. Muchos, fanatizados ya, prefirieron ser encarcelados a dejar de ser jesuitas; la mayor parte abandonó para siempre a la Compañía.

Los jesuitas de las posesiones portuguesas de Asia, fueron también presos; confiscaron sus bienes, y a ellos los embarcaron y condujeron a países extranjeros.

VI.

El número de jesuitas que el gobierno portugués guardó en los calabozos de Lisboa pasó de 280, de los que murieron antes de recobrar la libertad 98, y los restantes, después de muchos años de cautiverio, salieron a instancias de los gobiernos de sus naciones respectivas.

Lo que sufrieron en las prisiones portuguesas los jesuitas, sólo puede compararse con lo que pasaban en los calabozos de la Inquisición las víctimas de este terrible tribunal.

Uno de ellos, el padre Kaulent, escribía desde la torre de San Julián al Provincial de los jesuitas en la provincia del Rihn.

«Ocho años hace que estoy preso, y por primera vez encuentro ocasión de escribiros. [201]

»Los soldados me arrojaron en un calabozo, tan lleno de ratas, que no podía impedirles que participasen de mi lecho y comida. En el mismo castillo estaban presos otros diez y nueve hermanos. Quitáronnos los breviarios, medallas, imágenes de santos, y otros objetos de devoción.

«Al cabo de tres años nos condujeron a Lisboa, y nos encerraron en el fuerte de San Julián. Nuestro calabozo es un subterráneo oscuro e infecto, donde la luz y el aire entran por una claraboya, que tiene tres palmos de alto y tres dedos de ancho. Dannos media libra de pan diaria, una comida mohosa, y agua con frecuencia podrida. A los enfermos dan la quinta parte de una gallina. No nos permiten recibir el sacramento de la Eucaristía, más que cuando estamos en peligro de muerte. El calabozo está lleno de gusanos y de otros insectos; el agua penetra por las grietas de las paredes, y el gobernador decía el otro día:

«Cosa extraña; todo se pudre aquí menos los jesuitas...»

«Apenas tenemos con que cubrir nuestra desnudez; un poco de paja nos sirve de lecho, y se pudre mucho antes de que podamos obtener otra: pero nos ofrecen la libertad y otras ventajas si queremos renunciar a [202] nuestros votos. En este castillo hemos estado encerrados, un italiano, trece alemanes, tres chinos, cincuenta y cuatro portugueses, tres franceses y dos españoles...»

Esta carta está fechada en 21 de Octubre de 1766.

VII.

Como si fuera argumento serio para librar a la Compañía de las acusaciones de emplear una política de puñal y de veneno, dice el jesuita Joly, que el marqués de Pombal murió de muerte natural, a los 80 años de vida, a pesar de haber perseguido cruelmente a la Compañía. El argumento no es muy sólido, porque entre una doctrina, y un brazo bastante robusto que la ponga en práctica, hay muchas veces un abismo; y el terror que inspiraban el genio extraordinario y la terrible crueldad de Pombal, pudieron muy bien servirle de escudo, a pesar de las doctrinas y de la política poco escrupulosa de la Compañía, mientras a su enemigo le duró el poder. Después de perdida la privanza y arrinconado, ya no era blanco digno de los jesuitas, que siempre fueron hombres prácticos y verdaderos utilitarios.

De todos modos, la persecución que sufrió [203] en Portugal, la crueldad con que sus miembros fueron tratados, y la incapacidad de la Compañía para resistir, produjeron honda sensación en Francia, y en toda Europa, facilitando a los otros gobiernos su expulsión.

La mayoría de los obispos de Portugal alzó la voz la voz contra los jesuitas en cuanto les perdieron el miedo; pero doscientos prelados de otras naciones, ya porque el Papa, que protegía decididamente a la Compañía, se lo recomendara, ya porque ellos, sabiendo cuanto al Pontífice le agradaría, pidieron a Clemente XIII que vengara a la Compañía de Jesús, ultrajada en Portugal; y el Papa les dio gusto, lanzando un terrible anatema contra todos los enemigos de los jesuitas. Pero los rayos del Vaticano no mataban a nadie. El anatema del Papa fue perjudicial más que provechoso a sus protegidos, pues los gobiernos, que temían a la poderosa Compañía, vieron en tan poco merecida protección, un aumento de peligro para su autoridad e independencia.

Lo curioso fue que, como dice Voltaire, muy a propósito, en el Siglo de Luis XV:

«Lo que hubo de extraño en el universal desastre de los jesuitas, es que fueron proscritos de Portugal, por haber degenerado de [204] su Instituto, y de Francia, por haberlo observado al pie de la letra.»

El gobierno portugués, a pesar de la expulsión de la Compañía, no se creía seguro, y la temía como al poder más terrible. En 20 de Junio de 1777 escribía el marqués de Pombal al ministro de Estado, una carta, de la que copiamos el párrafo siguiente:

«Muchos hechos notorios han probado a S. M. que los jesuitas están de acuerdo con los ingleses, a quienes han prometido introducirlos en los dominios que Portugal y España tienen en África, Asia y América, y contribuir a este proyecto con todas sus fuerzas, empleando sus tramas, que consisten en sembrar el fanatismo para engañar a los pueblos, con apariencias hipócritas, sublevándolos contra sus soberanos legítimos, bajo falsos pretextos de religión, y afectando motivos puramente espirituales.»

¿Cómo no los había de tratar mal quien tanto los temía?


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 190-204