Fernando Garrido (1821-1883)
La República democrática federal universal (1855)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Introducción

Las clases productoras son el sostén de la sociedad, son la sociedad misma, pues sin ellas no hay sociedad posible.

Siendo esto tan cierto, que no puede ponerse en duda por ningún hombre de mediano juicio, ¿no parece lógico que la instrucción, la riqueza, los derechos políticos, todas las garantías y consideraciones sociales, fueran patrimonio de aquellos a quienes la sociedad necesita más, sin cuyo trabajo no podría existir? Sin embargo, no sucede así: lejos de eso, trabajador y pobre son sinónimos, y basta pertenecer a esa clase para estar excluido de todos los goces, derechos y consideraciones, prodigadas a manos llenas a los que viven de explotar la sociedad.

Hoy, como hace dos mil años, el trabajador es esclavo de los hombres y de las cosas; produce para que otros consuman; da sus [32] hijos para la defensa de unas leyes hechas contra él por sus opresores, y vierte su sangre para conservar la independencia de una patria en que vive esclavo, en la que no le pertenecen más que seis pies de tierra, el día en que deja la pesada carga de la vida.

Esta horrible injusticia, que no podría concebirse si no fuera un hecho prolongado desgraciadamente durante miles de años, ha pasado por diversas fases. Al principio la sociedad se dividía en castas: una de trabajadores esclavos, otra de consumidores libres. Después la forma de la esclavitud se modificó: ya no hubo castas condenadas fatal y exclusivamente al trabajo y a la esclavitud; hubo lucha, y los vencidos fueron trabajadores y esclavos de los vencedores, que no hacían más que consumir y guerrear para aumentar el número de los esclavos que trabajaban para ellos.

Modificado después profundamente, en la Edad media, el derecho de la fuerza y de la conquista, se transformó en servidumbre la esclavitud de los trabajadores. Entrados más tarde en el régimen de la libertad y de igualdad, proclamados por la civilización moderna, la servidumbre fue reemplazada por el proletariado, o esclavitud indirecta. [33] Hoy no hay ya esclavos ni siervos, pero hay proletarios que trabajan y no consumen; que nacen, viven y mueren en la miseria, esclavos del primer amo que les depara la suerte.

En este nuevo régimen, que es para las clases productoras un progreso más moral que efectivo, relativamente a su condición anterior, la esclavitud, más disimulada, pierde el carácter odioso de la violencia, parece un acto voluntario, y puede suceder, como en efecto sucede, alguna vez, que el rico de ayer, pobre hoy, entre en la masa de los esclavos que buscan amo a trueque de un pedazo de pan, y que el trabajador de ayer, rico hoy por un azar de la suerte, pertenezca a la privilegiada familia de los que viven del trabajo ajeno.

Al consumarse la revolución política que emancipó al siervo, aboliendo los derechos feudales y señoriales, empezó una sangrienta lucha que dura todavía, y que tiene por objeto asegurar al pueblo el goce de sus derechos y libertades, emancipándolo del proletariado, última fase de su esclavitud. A pesar de las alternativas del combate, los pueblos han concluido siempre por triunfar; pero no han sacado nunca las ventajas de sus victorias. [34]

Los más avisados y diestros, los que en el régimen anterior habían podido alcanzar instrucción o capital, o ambas cosas a la vez, han explotado exclusivamente las victorias del pueblo, cuya condición no ha variado a pesar de sus triunfos.

Más de veinte mil millones de propiedad desamortizada y por desamortizar, propiedad que de derecho debe pertenecer al Pueblo pobre, que no por el mero hecho de serlo, podía probar que él era el despojado, ha sido, es y será en la próxima y en las futuras desamortizaciones, acaparada por los ricos, lo que aumentará, no lo niego, la riqueza nacional, pero no la del Pueblo.

Los derechos políticos, por cuya conquista han vertido las clases trabajadoras su generosa sangre, han sido, son y serán acaparados por los que tienen capital, estableciendo el censo electoral, la garantía de pagar contribución o casa que no merezca los nombres de choza o de bohardilla.

Lo mismo decimos de la imprenta, cuyo uso no es permitido sino al que ponga un depósito de más o menos miles de duros para poder verter sus ideas en un periódico. Agregad las trabas puestas a la enseñanza y la negación de los derechos de reunión y [35] asociación, y tendréis una ligerísima idea de las ventajas obtenidas por las clases trabajadoras en las revoluciones verificadas hasta ahora por ellas.

Estos hechos son una prueba irrecusable de que la revolución no ha aprovechado hasta hoy al pueblo trabajador, y de que, satisfechos como ya lo están, en su mayor parte los explotadores de las revoluciones, estos son, fuera de algunas excepciones honrosas, los primeros en oponerse a las justas demandas de las clases trabajadoras, los primeros a formar en las filas de la reacción. Ateos convertidos en jesuitas, descamisados trocados en banqueros, soldados de la revolución transformados en generales realistas, tribunos del Pueblo, descendidos a ministros de los déspotas, hijos espúreos de la revolución, estúpidos, egoístas e ingratos para con su generosa madre, la vuelven la espalda despreciando al Pueblo; y olvidando lo pasado, y no viendo nada en lo porvenir, se agrupan al rededor de un trono carcomido, creyendo garantizar a su sombra sus privilegios y su riqueza, adquiridos revolucionariamente, luchando en nombre del Pueblo. Casi todos los compradores de bienes nacionales son hoy enemigos [36] del Pueblo, realistas, polacos furibundos. Lo mismo puede decirse de los generales que han peleado por la libertad, de los escritores y oradores que en alas de su popularidad han llegado a las más elevadas pociones sociales y políticas. Y ¿qué diremos de los agiotistas y contratistas, de esas sanguijuelas flacas y escurridas al empezar la revolución, y hoy tan gordas como macilento el Pueblo cuya sangre han chupado?

El triste resultado de esa ingratitud, de esa ceguedad de los hombres encumbrados por las revoluciones, es engendrar en el Pueblo un odio profundo, no sólo contra ellos, sino contra todos los que poseen, y miran con desdén o indiferencia su desgraciada suerte, y apartar a estos de las masas y de la revolución; del progreso que debe aprovechar a todos.

Que se persuadan de ello los ricos, a quienes carlistas y moderados pugnan por reparar de la senda del progreso. El orden, la paz que anhelan, la segura y tranquila posesión de sus riquezas, son imposibles mientras la sociedad, fundada en bases más justas, y por lo tanto más sólidas, no abra sus brazos fraternales a los desheredados por la fortuna; a esos parias condenados por las [37] iniquidades de una sociedad bárbara y monárquica, que tan duramente pesa todavía sobre nosotros, a trabajar, a vegetar, a arrastrarse en la miseria.

Separándose de los enemigos del Pueblo, de los carlistas y reaccionarios, de cualquier matiz que sean, poniéndose al frente del gran partido de la reforma y marchando delante de las masas, dispuestas a satisfacer sus derechos, a garantizar sus libertades, las clases acomodadas se librarán de los peligros a que se verán expuestas en la inevitable catástrofe de esos partidos corruptores e inmorales, asegurarán sus posiciones y sus fortunas, y, lo que vale más todavía, las bendiciones y el amor de los pueblos, a quienes habrán ayudado a mejorar de condición, al emanciparse de la opresión, de la ignorancia y de la miseria, de que hoy son víctimas.

Los deberes de la fraternidad deben ser más sagrados para los que, por su instrucción y su riqueza, pueden más fácilmente comprenderlos y cumplirlos.

Lo que decimos a las clases acomodadas, lo repetimos a la juventud.

La juventud estudiosa, esa nueva generación que aprovechándose de la fortuna de sus [38] padres, se lanza a las carreras científicas, y de cuyas filas saldrán los legisladores y los grandes políticos del porvenir, tiene el deber de trasmitir al Pueblo pobre sus conocimientos, ya que la sociedad, con injusticia ciega, le niega la instrucción.

La juventud, que por su fe, su entusiasmo y su ciencia está llamada a ser la vanguardia del progreso, el paladión de la libertad, debe buscar su apoyo en el Pueblo, preparándole, por la instrucción, para la grande obra de la destrucción del viejo edificio del pasado, mezcla ruinosa y repugnante de convento y de cárcel, de palacio y de cuartel, de presidio y de ciudadela.

¿Cómo, sin limpiar la tierra de los negros restos de esas odiadas instituciones, podréis levantar el magnifico alcázar del Pueblo, ese ideal de justicia, de amor y libertad, que entrevéis en el horizonte, al través de los escombros que obstruyen el camino?

Sólo cumpliendo con este sagrado deber se librará la juventud de la desdichada suerte que ha sido el lote de las generaciones que la han precedido en esta centuria sangrienta. Si falta a su misión, si abandonando la santa causa del Pueblo, si seducida por el falso brillo, por el inseguro poder de [39] los opresores, se aparta del buen camino, ella, y más tarde sus hijos, sufrirán las consecuencias de su error. Comprimiendo en su creadora mente el pensamiento, abogando sus generosas aspiraciones, contrariando sus sentimientos, pagará sus servicios la reacción. Entonces sufrirá crueles remordimientos al verse cómplice de los que explotan la miseria y la ignorancia del Pueblo; temblará horrorizada ante el oscuro porvenir que preparará a sus hijos, y a la voz terrible del Pueblo, que, acusándola de sus desgracias, la exterminará con sus opresores.

Pero nosotros conocemos a la juventud y no tememos su deserción de la noble y justa causa del Derecho y de la Libertad.

¿Cuándo la juventud, que no conoce el egoísmo, ha dejado de combatir por las causas grandes y justas, sin pararse a contar el numero de sus enemigos?

No es sólo su interés, es su corazón quien la lleva al supremo combate que decidirá definitivamente en nuestro siglo si los pueblos han de ser libres o esclavos, si el bien es posible sobre la tierra.

Las clases acomodadas y la juventud están tan interesadas como el Pueblo trabajador, como las clases pobres, en el triunfo de esa [40] revolución que tan ardientemente esperamos, y que es el complemento indispensable de la evolución política de la civilización moderna.

Este triunfo es infalible: sin él las revoluciones anteriores serían estériles y no tendrían razón de ser ni lógica, y... no nos cansaremos de repetirlo, entiéndanlo bien todos los que se asustan de las revoluciones: hasta que se consume esa gran revolución europea, que debe coronar las anteriores, emancipando a las clases trabajadoras de la última y penosa fase de su esclavitud, no esperen para la sociedad paz ni reposo. La revolución latente o patente: la guerra, con todas sus variadas formas, crímenes y horrores, incendiará las ciudades y asolará los campos. Las necesidades sociales, una vez sentidas, son como las pasiones del hombre; conspiran, se agitan y luchan hasta verse satisfechas. Pero si el siglo XIX, si la generación a que pertenecemos ha de asistir al sorprendente espectáculo del triunfo universal y definitivo de la ilustración sobre la ignorancia, del derecho sobre el hecho, de la libertad sobre la esclavitud, es necesario que las clases, trabajadoras, a quienes esa gran revolución debe emancipar, adquieran [41] el conocimiento de sus derechos; que ilustrada sobre sus verdaderos intereses no sean más el juguete ni el ciego instrumento de sus mismos enemigos. Es preciso que abandonen de una vez para siempre las viejas, sucias y ensangrentadas banderas del fanatismo clerical y de la explotadora monarquía, por las que tan torpemente han vertido su sangre, en cambio de cadenas y de ignorancia.

Es necesario que combatan por su propia cuenta, por sus intereses, por sus derechos, por su emancipación, por legar a sus hijos una suerte digna de criaturas racionales y pensadoras, y sobre todo, que elevando su inteligencia más allá de la reducida esfera de sus intereses individuales, piensen antes que en su propia suerte en la emancipación de todos los oprimidos, en la libertad de sus hermanos, los que gimen bajo el yugo de hierro de los déspotas de Europa; porque su Libertad no puede ser más que el resultado de la libertad general, ni otra cosa su bienestar que la consecuencia de la felicidad de todos.

Pero si el Pueblo ha de ver satisfechos sus derechos y garantizadas sus libertades que son las libertades de la sociedad entera, es [42] necesario que las conozca; que el instinto que siempre le ha llevado a defender desinteresada y espontáneamente las causas que ha creído justas, se transforme en clara y profunda convicción.

Es indispensable que el Pueblo se instruya: la instrucción, es la condición necesaria de su emancipación política, como esta lo es de su emancipación social.

Sin la conquista de los derechos políticos las clases trabajadoras no alcanzarán nunca sus derechos sociales.

La conquista de sus derechos políticos supone la derrota de sus adversarios, y entonces no se piden, se decretan los derechos sociales, de los que nunca han gozado más que los vencedores.

Sus derechos políticos los han de conquistar instruyéndose, con sus virtudes, con su unión, con su valor; que no de otro modo podrán alcanzarlos.

Si en las clases acomodadas e instruidas tienen partidarios sinceros y ardientes, estos, por desgracia, son pocos. Muchos de los que se apellidan defensores de los derechos del Pueblo no son más que explotadores de sus opiniones, hombres para quienes la política es una carrera, como lo era en otro tiempo [43] la de fraile o la de cortesano. Desgraciadamente hace medio siglo no vemos más que apostasías que justifican nuestras palabras.

Pero eso, conociendo la urgente necesidad de la instrucción de las clases trabajadoras, y deseando contribuir a ella, siquiera sea con el exiguo contingente de mi inteligencia, publico y les dedico este pequeño libro, en que he procurado reunir las nociones elementales más claras y precisas sobre los principios democráticos, en los que se encierra el porvenir de la sociedad moderna.

Que mis hermanos los trabajadores, los que como yo sufren, trabajan y esperan, lean y encuentren en este folleto algo que reanime su esperanza y les haga confiar en el triunfo de la justicia y de la Libertad sobre la tierra, y habré alcanzado la única recompensa a que aspiro.


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Fernando Garrido
La República democrática federal universal
Barcelona 1868, páginas 31-43