La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Inocencio María Riesco Le-Grand

Tratado de Embriología Sagrada
Parte Segunda
/ Capítulo cuarto

§. VII
Conclusión


He concluido la tarea que me impuse al escribir esta Embriología Sagrada, y de algún modo me parece he llenado el objeto que pretendía en su publicación, que era procurar el alivio espiritual, y corporal de muchos desgraciados. Hermanando la Teología con la medicina, en las cuestiones que tienen tan íntimo contacto, he puesto al facultativo en disposición de obrar con conciencia segura, y sin temor de que en algún tiempo los remordimientos turben los años de la vejez. [326]

Respetando a la naturaleza, la he examinado procurando elegir aquel lenguaje más decoroso, y honesto, para que no se ofendiesen los oídos de los escrupulosos. Cuando el filósofo profundiza los arcanos de la naturaleza no debe escarnecerla, sino respetarla, y venerarla. El Verbo divino no se desdeña hacerse carne y en esta sagrada página del Cristianismo se nos enseña, que la Filosofía representa la humanidad, y la Teología la divinidad del Verbo. Esta verdad, fundamento del catolicismo, produce necesariamente la de que la voluntad inmutable del Eterno siguiendo esta inexplicable economía instituyó los Sacramentos, órganos materiales pertenecientes al orden filosófico, para que produjesen la gracia, resultado sobrenatural perteneciente al orden teológico.

Lea el sacerdote con ojos inocentes y castos la Embriología Sagrada, teniendo a Jesucristo presente; léanla, los médicos, jurisconsultos y padres de familia, con un corazón puro y religioso, y todos sacarán de ella provecho espiritual y temporal. Escuchen todos la voz de la religión, y contribuyan en cuanto esté de su parte a la salvación temporal, y espiritual de sus semejantes, y habrán realizado el objeto de esta obra.

Todo es uniforme y admirable en la creación, y ninguna unión puede haber entre las criaturas, que no esté basada en la unión primitiva de Dios. Todas las criaturas que forman esta universal sociedad se rigen por tres condiciones eternas e inmutables. Unas están unidas a Dios, y tienden hacia él; otras se [327] reconcentran en sí mismas y tienden a su propia conservación; y por último, todas se someten libremente, más con una necesidad espontánea a su propia individualidad, y a las demás individualidades para que el orden general se conserve.

Tal es la legislación orgánica del mundo, emanada de la constante, e inmutable voluntad del Omnipotente. Tal es esa llamada naturaleza, palabra sin sentido en boca del ateo, admirable y misteriosa en los labios del católico. De esta naturaleza, de este orden del universo, se derivan las leyes morales del mundo, y la verdadera religión; que no es otra cosa que la promulgación de la ley eterna del Señor.

Separándose el hombre de esta ley espiritual que rige a la creación, introduce en la tierra la confusión y se hace reo de la más atroz desobediencia. De aquí el origen de nuestras miserias, que durarán hasta que abriendo los ojos a la luz, conozcamos la verdad que nos ha sido revelada, y despreciemos los errores que hemos seguido incautamente, por el abuso de nuestras facultades.

La historia del mundo moral es el cuadro de los abusos, que ha hecho el hombre de su propia libertad; concurriendo sin saberlo al cumplimiento de la divina providencia; que en el gobierno del universo, dejando obrar a todos los seres, según su naturaleza; salva de un modo admirable la unidad con la variedad, y la inmutabilidad con la libertad humana; para realizar la unidad e inmutabilidad de la Creación.

El hombre que contempla a la naturaleza con los [328] ojos de la fe, sirviéndose de la razón y de la filosofía, se eleva moralmente por la ciencia, y por el amor de Dios sobre los demás hombres. En su propia existencia ve como se realizan los más altos designios de la providencia, y extendiendo su vista sobre los demás seres los contempla como son en sí, exento de temores y de preocupación.

Elevado a esta superior altura, percibe un ambiente puro, y vivificante, respira una admosfera perfumada, donde no llega el azufrado olor de la tempestad. A manera del viajero, que sentado en la cima de la elevada montaña, contempla tranquilo, y sereno el sistema de valles, y pequeñas alturas, la multitud de plantas, y animales; la marcha tortuosa del cristalino arroyo que se desliza presuroso buscando al caudaloso río; la tranquilidad de las aldeas; la agitación de las grandes ciudades, donde se agolpan hombres codiciosos, para imponer al incauto labrador las más duras condiciones: del mismo modo el filósofo creyente ocupa un lugar elevado donde no llega la espesa niebla que cubre la superficie de la tierra; iluminado por los esplendentes rayos del Sol de justicia, presentase este mundo a su vista, como un vasto, y extendido océano que refleja a sus ojos, los callados colores del trasparente iris.

Tal es la naturaleza según el hombre que la considera. Ella nos conduce por el amor de las ciencias, al conocimiento de la virtud. Por todas partes nos presenta seres nuevos que examinar, y nuevos fenómenos que admirar. Este panorama divino no puede [329] menos de conducir al hombre al conocimiento del Supremo hacedor. Los que pegados a la tierra, adormecidos en la molicie, no levantan sus ojos para contemplar la hermosa máquina del universo, ni tienen fe, ni goces verdaderos.

Cuando por la contemplación del Universo hayan adquirido, ideas exactas de este mundo material; se trasformarán en otros hombres; un delicioso, y agradable bálsamo, se derramará en sus corazones, y con él la paz más dulce, y envidiable. Cuando esto suceda, el hombre podrá llamarse civilizado.

Leyendo esta gran página escrita en nuestro corazón, siendo reconocida por todos los hombres; confesando que nuestra suficiencia viene de Dios comunicada de distintos modos, registraremos como decía el Apóstol la gloria del Señor a cara descubierta, transformándonos de claridad en claridad.

Del mismo modo preparados para leer este escrito, se conseguirá su objeto, y los deseos de los que me han estimulado a escribirle.

F I N


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Inocencio María Riesco Le-Grand, Tratado de Embriología Sagrada (1848)
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