Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española

Capítulo VIII

Sumario: Campañas contra la Dictadura de Primo de Rivera. – Entrada en actividad de la FUE. – El Ideario español de Ganivet y sus aciertos en el enjuiciamiento del porvenir de nuestra Nación. – Nuestra Historia, fuente de conocimiento de las condiciones psicológicas de la raza hispana.

Hacia 1927, el ambiente en torno de la Dictadura de Primo de Rivera se iba enrareciendo. Los agentes causantes de esta influencia eran los mismos de siempre. La Universidad de Madrid tomó una participación de primer orden en las constantes revueltas, y los claustros de la misma fueron, al principio cautelosamente, más tarde de modo descarado, asiento de escándalos y disturbios escolares, cada vez de carácter más grave. Este desasosiego e intranquilidad culminaron en la caída de la Dictadura, en la formación del Gobierno Berenguer, ejemplo perenne de acción desquiciadora del Estado, y, finalmente, en el hundimiento del Régimen tantas veces secular, definitivo triunfo de las fuerzas revolucionarias, precedido del conocido artículo de Ortega y Gasset «Delenda est Monarchia». [86] La exteriorización de la sentencia sonó a un golpe de aldaba propinado a la puerta principal del Palacio de Oriente.

Fue en esta época cuando la FUE empezó a adquirir carta de naturaleza, o por lo menos en este tiempo se hizo lo suficientemente visible para no dudar del rumbo que tomaba. Como se habrá visto por las anteriores páginas, la incubadora de esta organización escolar fue la Residencia de Estudiantes. De ella sacaron los elementos directivos y provocadores. La actividad de estos últimos era incesante. Alumnos de buena fe, más o menos contaminados de las ideas liberales, no vacilaron en sumarse a la Agrupación. Con la táctica hábil, característica de los promotores ocultos, se hizo correr la especie de que la Federación Universitaria Escolar no era una Asociación política. Solamente tendía a defender los intereses legítimos de la Enseñanza y de los estudiantes. La psicología juvenil, pronta a la lucha, dispuesta a rebelarse contra la injusticia, celosa de prerrogativas y de fueros arteramente incubados como postulados ideológicos, era el terreno propicio e incomparable para fundamentar el edificio de la conspiración contra el Régimen. Desaciertos de este último, graves equivocaciones del Dictador, favorecieron la campaña y dieron lugar a que personas imparciales, nada partidistas, sufrieran en algunos momentos los efectos sugestivos del error, por una parte, de la protesta en pro de la libertad, por otra. En este complejo se forjó la situación moral de una [87] zona importante de la sociedad española, en la que obraron con actividad eficaz las logias. Cuando un ambiente de pasión se crea en torno de las personas o de las Instituciones, es muy difícil disolverlo. Se necesita una vista perspicaz para separar la parte motivadora de la reacción en contra, y una mano dura dispuesta a cortar prontamente el camino a la rebelión; pero, por desgracia, esto no se hizo por el Gobierno. Cuando se intentó su realización, era ya tarde, y, además, se usaban métodos equivocados, acrecentadores de la confusión existente. En resumen, el fracaso producido, probablemente, por no existir arriba un claro concepto de los orígenes del mal, y de lo necesario que era poner en práctica una terapéutica etiológica, resultó cosa evidente e irremediable, como pudo verse en los años que precedieron al fin de la Dictadura, por tantos otros extremos gloriosa para España.

Indudablemente tiene razón Ganivet cuando, en su Ideario español, señala las escasas aptitudes de nuestra raza para la disciplina colectiva. En el individualismo, en las guerrillas, podemos rayar a gran altura, como lo demuestra la lucha actual, asombro del mundo. Mas donde se exige unidad de acción, apoyo moral y, sobre todo, disciplina interior, anímica, psicológica, aparece enseguida el espíritu cabileño, la disgregación de nuestros esfuerzos, las rencillas personales, los celos pequeños y las mezquinas pasiones. Ello se presta a considerar como indispensable para nuestro progreso el cultivo de la [88] «célula» social, y, tal vez, la federación de pequeños organismos autónomos, lo que, en cierto modo, explica la facilidad con que el cacique se desenvuelve y vive en nuestra bendita tierra. Por eso, el jefe que mande a la Nación española ha de reunir condiciones providenciales, debe saber elegir pocos y buenos colaboradores, que fomenten el sentimiento de independencia de nuestra alma, unido a una base de justicia y dignidad. Sobre estos principios hay que implantar la «disciplina de hierro» capaz de mantener sujetos a los arrivistas, a los cínicos, y a los pícaros, tan abundantes hoy como lo eran en los siglos XVI y XVII, según los testimonios de nuestra literatura clásica.

España atrajo siempre a su suelo, como se prueba una vez más en los presentes tiempos, a vividores extranjeros, indeseables de todos los ámbitos del mundo. ¿Por qué? Sencillamente, porque nuestro carácter ha permitido, en el curso de la Historia, la debilitación de nuestras defensas como producto de las disensiones internas. En las brechas abiertas por las pasiones, el bandido, el aventurero y el negociante de mala fe han hallado el fácil camino para sus rapacidades. Esto nos ha obligado siempre, y ahora se demuestra una vez más, a sostener terribles y épicas contiendas, mantenidas por buenos e innatos sentimientos compensadores, como son el de la religión y el de la independencia. Podría creerse que el sentimiento religioso, cuya raíz es indudablemente ancestral y robusta, debiera ser suficiente [89] para evitar estas peligrosas desuniones. Desgraciadamente, no es así, porque la Religión, en nuestra Patria, asentada en hombres de la psicología expuesta, encuéntrase sometida a los embates, rencillas, egoísmos e hipocresías de las demás cualidades naturales, y, por lo tanto, resulta necesitada de una vigorosa ayuda, así como de un esmerado cultivo en los tiempos normales y pacíficos para que pueda oponer el previsor frente de combate, fuerte y tenaz, en el resguardo de la Nación.

¡Oh, si los españoles tuviésemos, al lado de las maravillosas intuiciones y del feliz ingenio para la improvisación; junto a la viril condición de los jóvenes, la tenacidad en las empresas y la coordinación en los esfuerzos de las razas sajonas, el dominio del mundo no hubiese jamás pasado de nuestras manos a las ajenas! Mas es difícil destruir las condiciones innatas de un pueblo: resisten tenazmente a las pruebas e intentos, por enérgicos que sean, de modificación. Así se ve cómo, en la vanguardia, la lucha por nuestra existencia, fija al combatiente cara al enemigo, sin que el ánimo desfallezca, y al propio tiempo, en la retaguardia, surgen las divergencias entre los buenos patriotas, en lugar de impedir, unidos, la llegada a los puestos de mando de los vividores, egoístas y farsantes.

Basta ojear la Historia nacional, para convencerse de que en todos los tiempos ocurrió lo mismo. Hernán Cortés, con un puñado de hombres, conquista el más grande y temible de los Imperios [90] americanos. Consagrado su triunfo, tiene que defenderse de los mismos españoles, decididos a malograrlo; Pizarro muere a mano de sus compatriotas, después de haber escrito las páginas más inconcebibles de valor y astucia guerrera; y el general Prim cae bajo el trabuco de sus correligionarios de ayer, cuando había dado a España días de gloria en los combates africanos, pocas veces superados.

Sin que suene a paradoja, de la cual soy enemigo, aunque sólo sea por el abuso que de ella hizo Unamuno con el daño consiguiente, creo, a pesar de lo que acabo de exponer, en la posibilidad de una contención de las defectuosas condiciones de nuestro modo de actuar en la vida pública; pero esto sólo podrá lograrse cuando se tenga al frente del país un hombre dotado de cualidades extraordinarias, poco menos que maravillosas. Nuestra esperanza se cifra en estos momentos en el Generalísimo Franco. Nunca se dio en la Historia la existencia de un jefe próximo a ser consagrado por la más grande de nuestras epopeyas. De su vida depende sencillamente el porvenir de España. ¡Dios se la conserve! Él, como caudillo de la Providencia, ayudado de buenos y fieles patriotas colaboradores, podrá hacer por esta España de nuestros amores el milagro de encauzarla y remediarla en sus defectos. Patriotismo, conocimiento de la psicología nacional, y energía bien administrada, son, a nuestro parecer, los elementos indispensables.

Volviendo a la historia de los «intelectuales», y [91] de su intervención en los tiempos de la Dictadura, he de referirme ahora al tristemente famoso estudiante Sbert. Fue hacia el año 1927{*}, sin que las razones expuestas por mí en el prólogo me permitan garantizar la fecha, cuando se descubrió la existencia de este personaje de ocasión, con motivo de una visita del general Primo de Rivera a la Escuela de Ingenieros agrónomos de la Moncloa. Con la simpatía y buena educación características del Dictador, visitaba éste las instalaciones de aquel centro docente, cuando, una comisión de alumnos, a la cabeza de los cuales estaba Sbert, pidió permiso para exponerle unos deseos. El General, bondadoso, accedió a oírlos. Llevó la voz cantante el más que maduro estudiante, quien se dirigió al Jefe del Gobierno con maneras y palabras inconvenientes en solicitud de una vulgar e inadmisible concesión. Al rechazarla el primer ministro, respondió Sbert con una tal falta de respeto, que no ya el general Primo de Rivera, sino cualquier ciudadano en posesión de autoridad, se hubiera obligado a tomar una determinación. Esta fue dura, como merecía la persona y el acto inconcebible. Sbert quedó inhabilitado durante varios años para seguir cualquiera clase de estudios oficiales. Ha de advertirse que el fugazmente famoso estudiante había sido un «cata-caldos» de diversas carreras, en ninguna de las cuales sobresalió lo más mínimo, como los tiempos posteriores lo han demostrado cumplidamente.

La actitud del alumno de la Escuela de [92] Ingenieros agrónomos ¿fue espontáneo producto de un cerebro levantisco y revolucionario, o escena preparada de antemano en connivencia con los agitadores de fuera, para producir un escándalo desfavorable para el sistema gobernante? Hoy no cabe dudar: las concomitancias de Sbert con los elementos nocivos para España, sus relaciones con extremistas, catalanistas, separatistas y rojos; su escasa inteligencia, completamente probada a posteriori, lo mismo en el campo de los conocimientos técnicos que en el de la política; incluso la absurda falta de éxito en su respuesta a los entusiasmados estudiantes que fueron a recibirle a su entrada en Madrid con solemne e inmerecida apoteosis; toda su personalidad, en suma, ha demostrado, de una manera palmaria, que este individuo no pudo ser más que un «desaprensivo», un maniquí alquilado por los verdaderos directivos de la Revolución anárquica, que les sirvió para provocar un incidente lleno de estridencias y resultados perjudiciales para la ilustre figura puesta al frente de los destinos de España.

Efectivamente, ahogados por la prensa enemiga de la Dictadura –que era la casi totalidad de la existente– los motivos detallados de la actitud del General, difíciles de exponer, por otra parte, y hecha atmósfera en tertulias y cenáculos por las cohortes revolucionarias en todos los ámbitos de la capital de España, quedó flotando en el ambiente, con motivo del asunto en cuestión, por un lado, la [93] natural petición de un escolar, expuesta con la viveza más o menos afortunada de la juventud, y, por otra parte, la intemperancia áspera, casi tiránica, del hombre que, por su cargo, edad y autoridad, debiera haber tenido el gesto simpático de perdonar el arrebato juvenil.

Se explotó, una vez más, la leyenda del absolutismo dictatorial y los peligros de verse sometidos los españoles a un posible gesto neurótico o avinagrado del hombre representante del Poder. La multitud mediocre, la interesada pérfidamente, y algunos hombres cultos, liberales de buena fe e independientes, mal informados, sugestionados por los ruidos callejeros hábilmente producidos, creyeron, sinceramente algunos, falsamente muchos, que el General no tenía razón y que lo cometido con el estudiante de la Escuela de Ingenieros agrónomos había sido simplemente un atropello.

Los comentarios hechos durante mucho tiempo sobre el incidente de la Moncloa, perjudicaron enormemente al crédito público de la Dictadura, sin que las compensaciones castizas y cordiales del Dictador, como la de hacer desempeñar prendas de abrigo, para devolvérselas a los pobres poseedores de las papeletas del Monte de Piedad, tuvieran el efecto de neutralizar y hacer desaparecer el daño causado por lo que se calificaba de una intemperancia intolerable.

En este caso –la experiencia posterior bien lo ha confirmado–, precisamente, Primo de Rivera [93] dio pruebas de una magnífica intuición en el conocimiento de la psicología del «agente provocador». Percibió toda la bajeza moral de la intriga que se le había tendido, y reaccionó como correspondía a su espíritu noble y valiente. Mas las armas de la nobleza y del valor estaban en aquella ocasión reñidas con las de la astucia hipócrita de los directores ocultos de la innoble intriga; por eso el General pisó en falso; fue a colocar su robusto cuerpo sobre una alfombra tapizada de florida yerba, que ocultaba el ponzoñoso reptil que había de morderle, y olvidando el prudente adagio latino «latet anguis in herba», sufrió, sin poderlo evitar, la picadura de la víbora inmunda.

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{*} En realidad el incidente de Antonio María Sbert Massanet (Palma de Mallorca 1901 - México 1980) con el general Miguel Primo de Rivera, en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid, tuvo lugar el 15 de mayo de 1925. [Nota del PFE.]

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Enrique Suñer Ordoñez Los intelectuales y la tragedia española
2ª ed., San Sebastián 1938, págs. 85-94