Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
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Capítulo XVII
El siglo de las luces

§ IV
Escolásticos moderados

Reacción contra el eclecticismo. –Balmes. –Mestres. –Comellas. –Quadrado. –El P. Uráburru.

La filosofía ecléctica anterior al eclecticismo por antonomasia de Cousin, y más tarde la de Cousin mismo, invadían las aulas y nutríase con traducciones y exégesis de obras eclécticas el ansia de la juventud. Semejante irrupción tropezó con la protesta del canónigo Jaime Balmes (1810-48), natural de Vich. La otra más leída de Balmes es, sin duda, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1844), donde contesta a la Historia de la civilización europea publicada por Guizot. Sigúele en aura popular el precioso y casi improvisado compendio de lógica práctica titulado El criterio (1845), apellidado por Torras codech del seny, donde estudió las fuentes del conocer y la marcha de las facultades psíquicas, libro, aunque calificado por Menéndez y Pelayo de «juguete literario y lógica familiar», de lo mejor pensado y orgánico que existe. Mas la esencia del pensamiento de Balmes reside en la Filosofía fundamental (1846), obra básica, pues las demás revisten carácter polémico, cuyo objeto, nos dice el autor, es examinar las raíces del árbol de la ciencia con cuantos materiales extranjeros se ofrecieron afines a su espíritu. Estos libros, que causaron profunda impresión en las ideas del clero, no merecieron simpatía de los escolásticos. Y es que el contradictor del eclecticismo, mal aprisionado en las mallas de la escolástica, es también un ecléctico. En efecto, aunque de filiación tomista y debiendo bastante de sus ideas al P. Fernando de Ceballos y al P. Francisco de [425] Alvarado, indiscutibles maestros suyos, atraído por la filosofía contemporánea, propende al racionalismo armónico de Leibniz y pudiera decirse, con Menéndez y Pelayo, que algo del ontologismo de Fox Morcillo reflorecía en su espíritu. Rechaza el intelecto agente o abstractivo de Aristóteles; coincide en ocasiones con la escuela teológica; admite el punto de partida de Descartes y casi su famoso Cogito ergo sum; tampoco le satisface la especie impresa del estagirita: utiliza los análisis de Reid y sus discípulos; conviene con Suárez en confundir la esencia y la existencia; contra la opinión de Santo Tomás sostiene que «la existencia es el acto que da el ser a la esencia», mas, separándose también en la teoría del alma de los brutos, halla redundante el segundo miembro de la definición de la unidad (Ens indivisum in se et divisum ab aliis) formulada por los escolásticos.

A este tratado recurriré para mostrar que de tal complexión anímica, reforzada en su amplitud de miras por las visitas a París y el trato con los hombres de ciencia franceses, debían brotar numerosas contradicciones, faltando un principio de unidad, no impuesto, sino por intuición o por reflexión hallado en la propia conciencia.

Al tratar del punto de partida de la ciencia, después de haber sostenido, como escolástico, que el Yo, para ser conocido de sí propio, no disfruta de otro privilegio sobre los seres distintos de él sino el de presentar inmediatamente los hechos que pueden conducir a su conocimiento, por lo «que el Yo en sí mismo, considerado como sujeto, no es punto de partida para la ciencia, aunque sea su punto de apoyo» (F. Fund. I, 44). Se contestó a sí mismo (id., IV, 79): «La realidad permanente del Yo, considerada en sí misma y prescindiendo de las cosas que pasan en ella, es un hecho que sentimos en nuestro interior y expresamos en todas nuestras palabras: Si a esta presencia, a esta experiencia interna se le quiere llamar intuición del alma, nosotros tenemos intuición de nuestra alma... o es necesario admitirla o renunciar al testimonio de toda [426] conciencia». Avanzando «¿Quién sabe si podríamos decir que no hay otra intuición de nuestra alma que la que tenemos ahora; que ella en sí misma, en su entidad una, simple, es esta misma fuerza que sentimos; que esta misma fuerza es el sujeto de las modificaciones: que es la misma substancia, sin que sea preciso excogitar otro fundamento, digámoslo así, en que resida esa fuerza?... ¿Por qué no podríamos decir que la presencia de sentido íntimo, la conciencia de sí propia, es toda la intuición que el alma puede tener de sí misma?» (id., IV, 80).

Véase ahora cómo se expresa al tratar del Ente y cómo lo comenta D. Federico de Castro: «Que no podemos pensar sin la idea de ente, dice (id., cap. XI), lo demuestra lo dicho en los capítulos anteriores, y además, cualquiera puede consultar la experiencia en sí mismo esforzandose para hacer una reflexión en que no entre la idea de ser... ¿Podrá habernos venido de las sensaciones? La sensación, en sí, no nos presenta sino cosas determinadas; la idea del ente es cosa indeterminada: la sensación no nos ofrece sino cosas particulares, la idea del ente es la más general que hay y que puede haber; la sensación nada nos dice, nada nos enseña, fuera de que ella es una simple afección de nuestra alma; la idea del ente es una idea vasta, que se extiende a todo, que fecunda admirablemente nuestro espíritu, que es el elemento de toda reflexión que funda por sí sola una ciencia; la sensación no sale de sí misma, no se extiende siquiera a otras sensaciones... La idea del ente conduce al espíritu por todo linaje de seres, por lo corpóreo y lo incorpóreo, lo real y lo posible, por el tiempo y la eternidad, lo finito y lo infinito». «La idea de ser tampoco puede formarse por abstracción. Para abstraer es preciso reflexionar, y la reflexión es imposible sin tener de antemano dicha idea: luego es necesaria para la abstracción, luego la abstracción no puede ser su causa. Por otra parte, a esta argumentación, que tan concluyente parece, se le puede oponer una explicación sumamente sencilla del método con que la abstracción se ejecuta. Yo veo el papel [427] en que escribo; la sensación envuelve dos cosas: blanco y extenso. Si no tengo más que la sensación, aquí me pararé y sólo recibiré esta impresión: extenso y blanco. Si hay en mí alguna facultad distinta de sentir que me haga reflexionar sobre la misma sensación que experimento, podré considerar que esta sensación tiene algo semejante con otras que recuerdo haber experimentado. Podré, pues, experimentar la extensión y la blancura en sí prescindiendo de que sean éstas que en la actualidad me afectan. En seguida puedo reflexionar que estas sensaciones tienen algo de común con las demás en cuanto todas me afectan de algún modo; entonces tengo la idea de la sensación en general. Si luego considero que todas las sensaciones tienen algo de común con todo lo que hay en mí, en cuanto me modifican de alguna manera, formaré la idea de una modificación mía, prescindiendo de que sea sensación o pensamiento o acto de voluntad, y en fin, prescindiendo de que estas cosas se hallen en mí, de que sean substancias o modificaciones, sólo atiendo a que son algo, habré llegado a la idea del ser. Luego esta idea puede formarse por abstracción. Esta explicación es seductora por su sencillez, pero no deja de sufrir graves dificultades. Desde los primeros pasos de la operación nos servimos sin advertirlo de la idea de ser: luego nos hacemos ilusión cuando creemos formárnosla. Para reflexionar sobre lo extenso y lo blanco, es necesario considerar que existe, que es algo semejante a otras sensaciones; cuando prosigo pensando en que me afecta, ya sé que yo soy, que aquello que me afecta es; ya hablo de ser o no ser, de tener o no tener algo común; y por fin, cuando prescindo de que las modificaciones de mi espíritu sean esto o aquello y sólo las miro como una cosa, como un algo, como un ser, claro está que no podría considerarlas como tales si no existiera en mí la idea de algo en general. Aquí el ser es un predicado que yo aplico a las cosas; luego ya existía este predicado. Lo que hago es colocar las cosas particulares y determinadas en una idea general e indeterminada que preexistía en mi [428] entendimiento». No obsta para la verdad, aunque incompleta, de esta crítica, la extraña componenda que intenta hacer entre estas opiniones opuestas y que basta transcribir para ver que es un tejido de contradicciones. «La idea de ente –continúa– no la tengo por innata en el sentido de que preexista en nuestro entendimiento como un tipo anterior a las sensaciones y a los actos intelectuales; pero no veo inconveniente en que se le llame innata, si con este nombre no se significa otra cosa que la facultad innata de nuestro entendimiento para percibir los objetos bajo la razón general de ente o de existencia, tan pronto como se reflexiona sobre ellos. De esta suerte, la idea no dimana de las sensaciones y se la reconoce como un elemento primordial del entendimiento puro; tampoco se la forma por abstracción, como si se la produjese totalmente, sino que se la separa de las demás, se la depura, por decirlo así, contribuyendo a esta depuración ELLA MISMA. Así puede preexistir a la reflexión y ser en algún modo el fruto de la reflexión, según los varios estados en que se la considera. En cuanto anda mezclada y confusa con las demás ideas, preexiste a la reflexión; pero es fruto de la misma reflexión en cuanto esta la ha separado y depurado.» No puede abstraerse, separarse, una cosa de donde no la hay, y los particulares, por muchos que sean, nunca darán la idea de lo general.

Si en lo particular lo vemos, no es por la inducción naturalista de Aristóteles, sino por la inducción geométrica de Platón; lo particular no da el todo, sino que no puede verse más que en el todo. La epagogé que, según Aristóteles, no puede tener lugar sino por el agotamiento de los casos particulares, no se logra nunca, y en todo caso nos conduciría a la nada. El ente no tiene valor, ni aun lógico, sino como una abstracción del ser, no como la abstracción de unas cuantas cosas, que a la sumo formarían un género o una especie: no por lo que quitásemos, sino por lo que dejáramos. El ente no es más que el ser pensado antes de pensar sus cualidades, una posición del entendimiento, [429] sin otro valor que el discursivo cuando no se aparte de la vista racional que sucesivamente traduce en el tiempo. Separado de ella «no ofrece al espíritu –como dice Balmes– nada real ni aun posible, pues no concebimos que exista un ser que no sea más que ser, de tal modo, que no se pueda afirmar del mismo ninguna propiedad, excepto la de ser» (entiéndase ente donde dice ser).

El ente, abstractamente tomado, lleva envuelta su propia negación (su contradefinición), es contradictorio en sí mismo (ser sin ser, ser que no es) y tiene que llevar al cabo por esta su negación interna a hacer desaparecer el propio supuesto al ser plenamente determinado, enteramente definido y circunscrito (al acto puro de Aristóteles, al Espíritu absoluto de Hegel). Mas en este nuevo aspecto obtenido, no mirando derechamente a su objeto, sino de espaldas a él, apartándolo cuanto es posible de nuestros ojos, es el ser visto otra vez como mera posición lógica, como mera forma, como pura idealidad; acto sin agente, pensamiento sin quien piense, filosofía sin filósofo, idea sin substancia, como antes era materia sin concepto.

Ni se salva este panteísmo lógico, que va de apariencia en apariencia en vez de realidad en realidad, de negación en negación en vez de afirmación en afirmación positiva, con la distinción entre el ser puro por abstracción (el ente) y el ser puro por simplicidad (Dios), que sirve o para mostrar la imposibilidad de la hipótesis o para conducirnos a un dualismo irresoluble, cuya última expresión es un escepticismo lógico y moral. Si el concepto del ente en común, según el P. Zeferino González (F. F., II, p. 16,) «no incluye la realidad completa, absoluta y total del ser, sino más bien un principio, un grado y como un aspecto parcial de la realidad completa, pues que sólo incluye una parte, por decirlo así, de la esencia o realidad de las naturalezas de las cuales se produce», y por el contrario, cuando referimos este concepto a Dios, diciendo que es el Ser puro y universal, queremos significar, no solamente que este Ser no es una abstracción del entendimiento, sino [430] principalmente que encierra en sí toda la realidad y todas las perfecciones posibles (ser universal), y por consiguiente, todo el ser real, positivo y concreto, que excluye por lo mismo todo no ser puro, toda mezcla de imperfección o potencialidad, es claro que el ente, que no es más que un principio, un grado y como un aspecto parcial de la realidad completa, sólo en el ser puro universal que encierra en sí toda la realidad puede ser visto y comprendido, luego no es la idea primera, y si, por el contrario, nos decidimos porque el ente se opone a Dios como lo potencial puro a lo actual puro, como el no ser al ser, entonces todo lo que descubrimos mediante la idea del ente es precisamente lo contrario de lo que es, lo que estimemos como realidad es la mentira, lo que estimemos como bien es el mal, y como todo lo que pensemos tenemos que pensarlo mediante la idea del ente, entre Dios y el hombre hay una barrera infranqueable. ¿Pero no podrá decirse, con Rosmini, que «la simple idea de ser no es percepción de alguna cosa existente, sino la intuición de alguna cosa posible, no es más que la idea de la posibilidad de la cosa»? A esto contesta Balmes: «Quisiera que se me dijese a que corresponde la idea del ser en general, prescindiendo de que exista. Si después de haber prescindido de todas las determinaciones, prescindo también del ser mismo, ¿qué me resta? Resta, se me dirá, una cosa que puede ser. ¿Qué significa una cosa? Supuesto que prescindimos de todo lo determinado, cosa no puede significar sino un ser; tendremos que una cosa que puede ser equivaldría a un ser que puede ser. Ahora bien; se habla de un ser que puede ser: ¿se trata simplemente de la posibilidad no pura? Entonces no se prescinde de la existencia y se falta a lo supuesto. ¿Se trata de la posibilidad pura? Entonces se niega la existencia y la proposición equivale a esta otra: un ser que no es, pero que no envuelve ninguna repugnancia». Veamos lo que significa esta expresión: un ser que no es. ¿Qué significa el sujeto, el ser? Una cosa, o bien lo que es. ¿Qué significa una cosa? Un ser, pues se prescinde de todo lo [431] determinado. Luego o el sujeto de la proposición no significa nada o la proposición es absurda, pues equivale a esta otra: «una cosa que es que no es, pero que no envuelve repugnancia.» Y sin embargo, el mismo Balmes, que añade más adelante: «La idea, pues, de ser es la misma idea de la existencia de la realización; si concebimos el ser puro, sin mezcla, sin modificación, subsistente en sí mismo, concebimos el infinito, concebimos a Dios; si consideramos la idea de ser participada de una manera contingente con aplicación a las cosas finitas, entonces concebimos la actualidad o la realización de ellas» (F. F., III, IV), dirá algo después (id., III, XI): «Dios tiene en sí la plenitud del ser; es su mismo ser, se llama con profunda verdad el que es; pero de él afirmamos también con verdad que es inteligente, que es libre y que tiene otras perfecciones no expresadas en la idea general y pura del ser.» ¡Tanto pueden, aun en varones de gran inteligencia, los prejuicios de escuela! La conciencia no me dice que yo soy un ente, un algo indiferente a ser o no ser, sino un ser real en quien es y tiene razón inmediata todo lo que soy. Mis propiedades lo son de mí como ser de propiedades esencialmente, o como Yo soy, sin lo que no se sabría de quién hablo cuando dijera: Yo soy esto o lo otro, y las propiedades de que hablo serían anejas, allegadas, no propiedades del que las es, o mediaría algo para tal anexión, y así indefinidamente sin ser ni mostrar Yo lo que soy, sino siendo siempre distinto y otro de Entidad a Entidad, donde yo sería un incógnito abstracto, y las propiedades también pensándose sin saber a quién ni de quién son tales como se dicen.

Al hablar de la confusión a que he aludido entre la esencia y la existencia, dice: «La esencia de un hombre, si se prescinde de su existencia, ¿a qué se reduce? A nada, luego no debe admitirse ninguna relación entre ellas.» «Las esencias de todas las cosas están en Dios, y en este sentido puede decirse que se distinguen de la existencia finita; pero esto, si bien se considera, no afecta en nada a la cuestión presente. Cuando las cosas existen en Dios, no [432] son nada distinto de Dios; están representadas en la inteligencia infinita, la cual, con todas sus representaciones, es la misma esencia infinita. Comparar, pues, la existencia finita de las cosas con su esencia, en cuanto se halla en Dios, es variar radicalmente el estado de la cuestión y buscar la relación de la existencia de las cosas, no con sus esencias particulares, sino con las representaciones del entendimiento divino»... «La relación de las propiedades esenciales es necesaria, porque destruyéndose se cae en contradicción»... «La contradicción no existe cuando no se comparan unas propiedades con otras, y esta comparación no se hace cuando se trata de la esencia y la existencia. Entonces no se compara una cosa con otra, sino una cosa consigo misma; si se introduce la distinción, no se la refiere a dos cosas, sino a una misma considerada bajo dos aspectos o en dos estados: en el orden ideal y en el real.» «Cuando nos ocupamos de la esencia, prescindiendo de la existencia, el objeto es el conjunto de las propiedades que dan al ser tal o cual naturaleza; prescindimos de que éstas existen o no, y sólo atendemos a lo que serían si existiesen. En todo cuanto afirmamos o negamos de las mismas, envolvemos expresa o tácitamente la condición de la existencia; pero cuando consideramos la esencia realizada o existente no comparamos propiedad con propiedad, sino la cosa consigo misma. En este caso, la no existencia no implica contradicción, porque desapareciendo la existencia desaparecerá también la misma esencia y, por consiguiente, todo lo que ella incluye.» «Decían los escolásticos que el ser cuya esencia fuese lo mismo que su existencia, sería infinita y absolutamente inmutable, a causa de que siendo la existencia lo último en la línea de ente o de acto, dicho ser no podría recibir cosa alguna. Esta dificultad se funda también en el sentido equívoco de las palabras. ¿Qué se entiende por último en la línea de ente o de acto? Si se quiere significar que a la esencia identificada con la existencia nada le puede sobrevenir, se comete petición de princpio, pues se afirma lo que se ha [433] de probar. Si se entiende que la existencia es lo último en la línea de ente o de acto, en tal sentido que puesta ella nada falte para que las cosas, cuya es la existencia, sean realmente existentes, se afirma una verdad indudable, pero de ella no se infiere lo que se intentaba demostrar.» Estos argumentos que pueden robustecerse por cada parte, no significan en el fondo sino la oposición que hay entre los conceptos del ente (el ser que no es o que, por lo menos, es indiferente a ser), y el ser (el que es). El ente, no siendo por sí más que un algo indeterminado, para ser esto o aquello necesita de algo que lo saque de esa indiferencia, que lo determine; este algo es la esencia (aquello por que una cosa es la propia que es y no otra); pero el ser así esenciado, no es todavía más que un ser posible, que determinadamente no se puede actualizar más que de aquella manera, aunque muy bien pudiera no actualizarse; para que sea efectivamente (físicamente) lo que puede ser, se necesita de una causa que le dé la actualidad que no tiene; esta actualidad es la existencia. Pero se olvida aquí que tanto la existencia como la esencia son puros conceptos, que no se refieren a nada real; que, como el ente, son indiferentes a ser o no ser. No hay, pues, diferencia en que se diga: Pedro es racional o Pedro existe actualmente; porque si en el primer caso afirmo que no puedo concebir un Pedro sin ser racional, porque no puedo concebir un Pedro que no sea hombre; en el segundo afirmo igualmente que no puedo concebir a Pedro sin existencia actual, porque no puedo concebir un Pedro que no sea individuo humano. Mas ni en uno ni en otro caso, afirmo la realidad del ser de Pedro ni, por consiguiente, que se den en él las propiedades que se le atribuyen. Otra cosa sería si afirmara esta realidad: entonces Pedro no podría ser visto como racional sin ser antes conocido como existente. Del Pedro que no existe, no puede decirse que sea racional, ni que no lo sea. Lo que sucede es que, considerado el ser sin ser, puede considerarse el ser sin esencia y la esencia sin existencia, lo que es pensar al revés; pero [434] pensando a derechas, el ser que es no puede ser concebido sin esencia ni su esencia sin existencia.

No incurre en menores contradicciones en la doctrina del conocimiento sensible. Después de afirmado (F. Fund., II, 21) «que las sensaciones son algo más que simples fenómenos de nuestra alma, que son efectos de una causa distinta de nosotros, lo demuestra la comparación de ellas entre sí; unas las referimos a un objeto externo, otras no» (id., II, 25); «los fenómenos independientes de nuestra voluntad, y que están sujetos en su extensión y en sus accidentes a leyes que nosotros no podemos alterar, son efecto de seres distintos de nosotros mismos. No son los mismos, porque existimos muchas veces sin ellos; no son causados por nuestra voluntad. pues se presentan sin el concurso de ella y muchas veces contra ella; no son efecto uno de otro en el orden puramente interno, porque acontece con mucha frecuencia que haciéndose seguido mil y mil veces un fenómeno a otro, deja de repente de existir el segundo, por más que se reproduzca el primero», y de haberlo rebatido (id. I, 135): «En la idea de sensación, como puramente subjetiva, no se encierra la idea de la existencia o posibilidad de un objeto externo... Esto, además de ser claro de suyo, se confirma con la experiencia de todos los días. La representación de lo extemo considerada subjetivamente como puro fenómeno de nuestra alma, la tenemos continuamente, sin que le correspondan objetos reales, más o menos clara en la sola imaginación durante la vigilia; viva, vivísima, hasta producir una ilusión completa, en el estado de sueño», se pregunta (id., I, 89, 90): «Nada más cierto, nada más evidente a los ojos de la filosofía que la subjetividad de toda sensación; es decir, que las sensaciones son fenómenos inmanentes o que están dentro de nosotros y no salen fuera de nosotros, y sin embargo, nada más constante que el tránsito que hace el género humano entero de lo subjetivo a lo objetivo, de lo interno a lo externo, del fenómeno a la realidad. ¿En qué se funda este [435] tránsito?» (id.. I, 89, 90). Y se contesta: «Es evidente que... no puede explicarse por motivos de raciocinio y hay que apelar al instinto de la Naturaleza. Luego hay un instinto que por sí solo nos asegura de la verdad de una proposición, a cuya demostración llega difícilmente la filosofía más recóndita». Antes (id.. I, 6) había dicho: «La simple sensación no tiene una relación necesaria con el objeto externo, pues ella puede existir y existe muchas veces sin objeto real. Esta correspondencia entre lo interno y lo externo, es de la incumbencia del juicio que acompaña a la sensación, no de la sensación misma». Más adelante dirá (id., II, 172): «Su existencia (la del mundo exterior) nos es conocida, no sólo por los fenómenos, sino por los principios del entendimiento puro, superiores a todo lo individual y contingente. Dichos principios, apoyados en los datos de la experiencia, esto es, en las sensaciones, cuya existencia nos atestigua el sentido interno, nos aseguran que la realidad de las sensaciones o la realidad del mundo externo es una verdad»; lo que confirma (id., III, 129): «La sensación nada nos enseña, nada nos dice fuera de lo que es ella, una simple afección de nuestra alma... la sensación no sale fuera de sí misma; la del tacto nada tiene que ver con la del oído; todas pertenecen a un instante del tiempo y no existen fuera de él; la idea del ente conduce al espíritu por todo linaje de seres, por lo real y lo posible, por el tiempo y la eternidad, lo finito y lo infinito. Si algo sacamos de las sensaciones, si nos producen algún fruto intelectual, es porque reflexionamos sobre ellas, y la reflexión es imposible sin la idea del ente». Asi, después de haber puesto sucesivamente el fundamento de nuestra creencia en la objetividad de la Naturaleza, primero en la diferencia de sensaciones, luego en el juicio, después en el instinto natural, lo que le lleva a proposiciones semi-kantianas, por ejemplo, «el espíritu no puede pensar fuera de sí mismo; lo que conoce, lo conoce por sus ideas; si éstas le engañan, carece de medios para rectificarse» (id., I,124), acaba por buscarlo en la idea del ente, con lo que se [436] aproxima notablemente a la verdad. Mas ¿no hubiera evitado el autor muchas de estas contradicciones si se hubiera propuesto francamente la cuestión en vez de procurar eludirla?

Confundiendo, como lo hace Balmes, la unidad con la simplicidad, entendida ésta como la indistinción interna (lo realmente uno carece de distinción en sí mismo, no consta de partes de las que se pueda decir esto no es aquello) no halla esta unidad en el mundo corpóreo en cuanto es objeto de nuestra sensibilidad. Lo extemo consta esencialmente de partes, de donde resulta que la unidad real o la simplicidad no la hallamos en el mundo corpóreo en cuanto es objeto de nuestra sensibilidad.» «La verdadera unidad sólo se encuentra, pues, en la simplicidad: donde no hay verdadera simplicidad, hay una unidad ficticia, no real, pues aun cuando no hay separación, hay distinción entre las varias partes de que el compuesto se forma.» Y no sería difícil demostrar siguiendo el mismo razonamiento que nuestra alma no la tiene tampoco. «He dicho, escribe, que las substancias simples no se ofrecían a nuestra intuición, y que ésta no tenía más objetos que mereciesen el nombre de simples que los actos de nuestra alma»; «tocante a los actos de nuestra alma que nos son dados en intuición en el sentido íntimo, no cabe duda que son perfectamente simples.» «Conviene no confundir la multiplicidad de los actos con los actos: no niego que éstos sean muchos, sólo digo que son simples en sí mismos. En nuestro espíritu se suceden continuamente pensamientos, impresiones, afecciones de varías clases: estos fenómenos son distintos entre sí, como lo prueba el que existen en tiempos diferentes, y en un mismo tiempo existen los unos sin los otros y algunos de ellos son incompatibles porque se contradicen, pero cada fenómeno por sí es incapaz de ser descompuesto, no admite dentro de sí la distinción en varias partes, y por consiguiente, es simple.» Luego el alma, que se manifiesta en actos que se distinguen y hasta se contradicen, no es simple, y por [437] consiguiente, no es uno al menos para nuestra inteligencia, por más que los actos le sean considerados cada uno de por sí.

Respecto a la esencia del tiempo, se pregunta Balmes: ¿Qué es la sucesión? Se contesta que es el ser y el no ser y cree que la percepción de esta sucesión de este ser y no ser es la idea de tiempo.

Mas, fácilmente se comprende que si un ser es y deja de ser no va a otra cosa, sino a la nada; no muda, concluye; para que un ser mude es necesario que permanezca siendo; por eso se dice que la muerte es el término de la mudanza. Hijas de la afirmación que combatimos son las siguientes proposiciones del filósofo de Vich: «El tiempo en las cosas es la sucesión de las mismas, su ser y su no ser; la perfección de este orden en su mayor generalidad, prescindiendo de los objetos que en él se contienen, es la idea del tiempo; esta es la razón por que percibimos el tiempo antes y después del mundo actual, porque expresa una relación que no está afectada por nada de contingente»; «las ideas de ser y de no ser, como elementos primordiales, engendran la idea de tiempo, de la que no alcanzamos a eximir al mismo ser infinito sino por un esfuerzo de reflexión»; error semi-hegeliano que le lleva a preguntarse seriamente: «¿Cómo se excluye el movimiento de las hojas de nuestros jardines con la del jardín de Adán?» Pero el mismo autor se toma el trabajo de refutar estas afirmaciones con estas otras: «El tiempo es la duración, duración sin algo que dure es una idea absurda»; «la percepción del tiempo en nosotros viene a parar a la percepción de la no necesidad de las cosas»; «el tiempo no es nada distinto de las cosas, es la misma sucesión de las cosas»; «el tiempo comienza con las cosas mudables; si éstas acabasen, acabaría con ellas», «un tiempo anterior a las cosas o fuera de las cosas es también una ilusión de la fantasía»; «no es posible separarlo de las cosas sin anonadarlo»; «siempre que hay sucesión hay alguna mudanza y no hay mudanza sin que algo sea de otra manera»; «los seres mudables cuando [438] no en sus sustancias al menos en sus modificaciones todos envuelven sucesión». La causa es, dice Balmes, todo lo que hace pasar algo del no ser al ser; donde se define lo que es por lo que hace, se deja de definir la relación de causa en el hacer pasar (causar con otras palabras) y se supone algo que no es fuera de la causa (contradicción lógica). De aquí las siguientes proposiciones, recíprocamente exclusivas: «El principio de causalidad se funda en las ideas puras de ser y de no ser». Del concepto de no ser es imposible que salga el ser. Para que a un ser A se le pueda aplicar el principio de causalidad, es preciso que... antes no existiese A; hay, pues, una duración asignable en que no había A. Del no A absoluto jamás saldría el A, no habría ni siquiera concepto, pues que el pensamiento de negación pura no es pensamiento. Hay imposibilidad de concebir un comienzo sin algo preexistente. Hallamos en nuestras ideas el ser como absoluto y el no ser como relativo. ¿Qué significa esta relación de lo que existe a lo que no existe? ¿No parece una cosa contradictoria, una relación sin término? Y, sin embargo, pretende resolver esta contradicción por la inteligencia; «sólo esta puede pensarlo que no existe», o sea, según Balmes, pensar el no pensamiento.

«La unidad, establece Balmes, es el primer elemento del número, pero que por sí sola no constituye el número; éste no es la unidad, sino la colección de unidades», lo que no tarda implícitamente en contradecir cuando asegura que «el número por excelencia es el abstracto; porque prescindiendo de lo que distingue a las cosas numeradas, las considera únicamente como seres, y por tanto como contenidas en la idea general de ser».

Al tratar de la ciencia transcendental en el orden intelectual absoluto, estampa estas notables palabras: «Es digno de notarse que a medida que se va adelantando en las ciencias se encuentran entre ellas numerosos puntos de contacto, estrechas relaciones que a primera vista nadie hubiera podido sospechar» (I, VI, 52) y concluye con [439] éstas que Sanz del Río recoge para hacerlas suyas al estudiar el idealismo: «No cabe duda alguna de que en el orden intelectual hay una verdad de la cual dimanan todas las verdades, hay una idea que encierra todas las ideas» (id., 52).

Mas «nosotros no vemos intuitivamente la verdad infinita en que todas las verdades son una» (c. XXXIV, 338) y «excepto la unidad de la conciencia, nada encontramos en nosotros que no sea muchedumbre de ideas»...

¿Dónde apoyar la certidumbre de la idea? «Es un producto espontáneo de la naturaleza del hombre, va aneja al acto directo de las facultades intelectuales y sensitivas»...

Sin embargo, «los filósofos han buscado un primer principio de los conocimientos humanos; cada cual lo ha señalado a su manera y... todavía es dudoso quién ha acertado y hasta si ha acertado nadie» (c. IV, 38). Por eso «la misma duda universal de Descartes, cuerdamente entendida, es practicada por todo filósofo» (c. XVIII), afirmación contradicha cuando desconoce o aparenta desconocer el valor de la duda previa lanzando estas frases, por otra parte tan bellas: «Negar o dudar de ese primer hecho es caer en la extravagancia de afirmar que en el umbral del templo de la sabiduría está sentada la locura o asemejarse al anatómico que, antes de la disección, quemase el cadáver y aventase las cenizas.» Harto sabía aquel privilegiado cerebro que la duda metódica debe hacer entrar en razón a la demencia y que no quema el cadáver, sino lo analiza para decidir o rehusar la cremación.

Combate los sistemas que van a parar al panteísmo, pero confiesa que encierran una verdad profunda, «la unidad buscada por los filósofos, o sea la Divinidad misma» (c. IX, 100, 105).

Tales observaciones y otras que podría añadir, debidas unas con su comento a D. Federico de Castro y otras mías, que me he complacido en unir a las suyas por piadoso homenaje a la memoria del maestro, ya que tantos años [440] trabajamos juntos, se justifican por las contradicciones a que arrastró, no en parva medida, la condición social del pensador. Si Balmes no hubiera profesado el sacerdocio, acaso tales antinomias habrían hallado solución en la altura de su espíritu, porque, cualquiera que sea la escuela o confesión a que se pertenezca, si tenemos promulgada una revelación infalible, forzosamente habremos de rechazar toda conclusión opuesta al dogma y careceremos de libertad en nuestro criterio. Un teólogo musulmán, jamás podría convertirse al cristianismo sin perder su fe, pues las razones que se le dieran contrarias al Korán, se estrellarían ante la infalibilidad del dogma revelado por Al-lah a su profeta.

Contribuye no menos a tales contradicciones el carácter analítico del pensamiento de Balmes. Si hubiera poseído un espíritu sintético, habría logrado resolver las antinomias venciendo la constante indecisión cuando no se apoya en la columna de la fe. Su condición de analizador no le ha permitido legar un sistema propio y substantivo ni dar unidad didáctica al contenido de la Filosofía fundamental, más semejante a serie de disertaciones, no siempre con orden dispuestas, que a exposición sistemática e integral.

Balmes, el primero entre los apologistas modernos, profundamente religioso, de penetrante mirada, tan amplio en sus conceptos que se asfixiaba en la estrechez escolástica, hasta sintiendo antipatía por su tecnicismo, se nos muestra más preocupado del triunfo de su idea religiosa que de la consecuencia filosófica, más polemista que investigador. Por eso no ofrece un sistema de cerrada arquitectura y recurre antes a la sutileza que a la visión profunda, término de constante y desinteresada meditación.

El P. Zeferino señala en Balmes la tendencia al escepticismo objetivo y al fideísmo de Jacobi. En efecto, sí no poseemos certeza más que de la fenomenología subjetiva y la que creemos, o mejor, queremos tener en la realidad externa, no se apoya más que en una necesidad íntima o [441] instinto, el sentimentalismo llama a las puertas del alma y cede el paso al escepticismo objetivo. Esta inexorable consecuencia se acentúa más en Balmes, poeta, escritor político, alma vibrante y saturada de generosos sentimientos.

De todas suertes, Balmes, aun dentro del escolasticismo, da una de las rarísimas notas originales del pensamiento español, durante todo el siglo XIX sometido a exótica tutela. Demuestra su recia constitución filosófica llamando, como Sócrates, al hombre hacia su interior. Detestaba la balumba de citas y aforismos, tan en auge en su tiempo, y eso que ninguno hubiera podido amontonarlas con tanta novedad, pues era, según creo, el único español entonces al corriente de la filosofía francesa y, sobre todo, de las escuelas alemanas, de las que se señaló en su Historia de la Filosofía por ser el primer expositor. Mas Balmes, filósofo popular, según característica del espíritu práctico de su región, la cual antes que los demás pueblos latinos había sustituido el latín por el romance para la exposición científica, facilitando así la difusión didáctica por todas las capas sociales, desdeñaba la erudición y decía: «Enseñar pensamientos está bien; pero vale más enseñar a pensar. Hagamos fábricas, no almacenes». Contribuyó poderosamente a su popularidad aquel estilo y aquella prosa, incorrecta, es verdad, cuajada de galicismos y ayuna de arte, pero diáfana, transparente, que infundía sin nubes el pensamiento, compenetrando su alma con el lector. Por tal claridad de exposición, Balmes hizo accesibles a todas las inteligencias los problemas y se erigió en educador de cuantos españoles de su tiempo fijaron los ojos en el cielo de la filosofía.

El sacerdote catalán, catedrático de Filosofía y religión en el Instituto de Barcelona, D. Salvador Mestres (†1879), aparte de sus libros y opúsculos literarios y didácticos, compuso Ontologia o Metafísica pura universal y general, obra de mayor aliento impresa en 1865. Dentro del círculo escolástico, presenta como matiz especial el influjo de los filósofos italianos, singularmente de Antonio Rosmini, aún [442] sustentador del aforismo medieval scientia ancilla theologiae, y de Pascual Gallupi, que en sus Elementi di filosofía intentó restaurar el esplritualismo cristiano. Las docencias de tales maestros prendieron en su cerebro durante su estancia en Rímini y Bolonia, donde había profesado la filosofía, la teología y los cánones. Su marcada preferencia por el método psicológico indujo a algunos críticos a afiliarle entre los que confunden la filosofía con el sentido común, es decir, de los que, sin salir de la propedéutica, descansan en los umbrales de la ciencia reflexiva y no se arriesgan a lanzar una mirada al interior.

El sacerdote D. Antonio Comellas y Cluet (1832-84), ardiente polemista cuyo busto se alza sobre una columna en una plaza de Berga, su ciudad natal, ofrece un caso de autodidactismo muy digno de atención. Su obra, propiamente filosófica, se titula Introducción a la filosofía, o sea doctrina sobre el ideal de la ciencia (Barcelona, 1883). Poca novedad brinda en la marcha de la investigación, si bien luzca originalidad en la metodología. Su labor ha sido muy estimada y algunos le otorgaron preferencia sobre Jaime Balmes, opinión que no comparto. También figuró en la legión de contradictores de Draper con su Demostración de la armonía entre la religión católica y la ciencia (1880).

D. José María Quadrado y Nieto (1819-96), menorquín, historiógrafo, arqueólogo y vate romántico, de quien en concepto de escritor traté en mi Historia de la Literatura española, se alistó en las huestes derechistas de su tiempo. Animóle la íntima amistad de Balmes, con quien intelectualmente se compenetró, pero ortodoxo por encima de su propio criterio, al condenar el romano Pontífice las teorías tradicionalistas, desertó de la escuela. No cultivó directa e intensamente la filosofía. Seguro de la verdad revelada, con férrea convicción nacida de inquebrantable fe, se sentía tranquilo respecto al desenvolvimiento ulterior de su existencia más allá de la tumba y se preocupaba poco o nada de problemas para él definitivamente resueltos. Por eso se [443] ha dicho que sus escritos y los de Balmes deben considerarse complementos mutuos y que Quadrado, apologista católico antes que ninguna otra cosa, escribía sobre los asuntos de la tierra con los ojos puestos en el cielo.

Sobresale entre los modernos escolásticos el P. Juan José Uráburru (1844-904). Sus Institutiones philosophiae (Valladolid, 1890-1900), de que también redactó un Compendio para las aulas, se atienen al escolasticismo tomista, quo ad substantiam, pero con criterio renovador. Si respeta el árbol secular y su ramaje, poda las ramas secas. Combate con encarnizamiento los que juzga errores filosóficos y con más cruda saña los modernos. Acaso por su extensión (siete tomos en 4º, alguno con más de 1.000 páginas) y por su clara exposición, sea la obra más importante de la escolástica suarista, entre todas las dadas a luz durante la actual centuria. En la Introducción establece el propositum auctoris al emprender su trabajo con estas palabras: «Illud autem fuit meum consilium, quod jam diu executioni ab allis mandari vehementer cupiebam, ut nempe nondum penitus omnibus notus qui in libris S. Thomae aliorumque summorum virorum continentur, doctrinas thesauros recluderem, atque ex his recentiores errores confutarem... (§ IV, p. 97).

Neque tamen is ego sim qui solos Scholasticos audire velim, caque dumtaxat amplecti quae illi docuere. Sicut enim ipsi multa suis majoribus addidere, potuerunt quoque et ipsis alia posten addere ac de tacto addiderunt, in re potissimum physica et mathematica, quorum nos rationem habere oportet, immo etiam ad eorum normam, ubi opus fuerit, quaedam veterum placita reformare» (id., 98).

Al morir estaba publicando un estudio titulado El principio vital y el materialismo, en la revista Razón y Fe. [444]


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Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 424-443