Mario Méndez Bejarano (1857-1931)
Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX
<<<  índice  >>>

 

Capítulo XVII
El siglo de las luces

§ XIII
Independientes

Blanco-White. –Lapeña. –Álvarez Guerra. –Alcántara. –Santos y Castro. –Portillo. –Cárdenas. –Moreno Nieto. –Mena y Zorrilla. –Campoamor. –El marqués de Seoane y su «Pentanomia Pantanómica». –Moreno Fernández. –Milla. –Pabón. –Vida. –Ganivet. –García Caballero. –Romero Quiñones.

Alma soñadora y dotada de exquisita sensibilidad, enamorado de un ideal que perseguía de confesión en confesión sin hallarlo jamás, D. José Mª Blanco y Crespo, o Blanco-White (1775-841), ofrece el ejemplo de una peregrinación espiritual, de un desequilibrio psicológico digno de concienzudo estudio, ya ensayado por eminentes autores, al que también aporté mi modesta contribución. {(1) Méndez Bejarano. –Vida y obras de D. José María Blanco y Crespo, premiada por la Real Academia Española en el certamen de 1904.} Hasta última hora, cuando sostuvo correspondencia con Fichte y otros pensadores alemanes, no se interesó Blanco por la filosofía y por eso nada directamente filosófico nos ha legado su pluma. Su pasión se enardeció en la teología, constante preocupación de su alma.

Tomás Lapeña, canónigo burgalés, autor de un Ensayo sobre la Historia de la Filosofía (1806), casi traducción de la Enciclopedia, después de declarar en el prólogo que estima la libertad de pensamiento «no poco perjudicial», «Mi obieto en esta obra es..., nos dice, el hacer ver que nada puede el hombre en materia de religión por sí mismo y que necesita asirse vigorosamente a la revelación.» Y con [504] la misma tosca y detestable prosa prosigue su intento de probar que la Historia de la Filosofía no contiene más que «las extravagancias del entendimiento y de la ignorancia».

Un ya rarísimo volumen vio la luz en 1837. Era el libro titulado Unidad simbólica y destino del hombre en la Tierra o filosofía de la razón, por Un amigo del hombre. El tomo III se imprimió en 1855 y el IV en Sevilla en 1857. ¿Quién era el Amigo del hombre? Menéndez y Pelayo nos dice que se llamaba D. Juan Álvarez Guerra (1789-845), ministro que fue de Fomento, director de la Real Sociedad Económica de Madrid y autor de estimables trabajos sobre agricultura y otras materias. El eminente Maestro se ha confundido. El verdadero autor no es D. Juan, sino su deudo D. José, nacido en Zafra el año 1878. Este personaje estudió Lógica, Física y Metafísica en un convento de franciscanos y Matemáticas en San Fernando; se halló en la luctuosa jornada del 2 de Mayo; guerreó contra los invasores; fue jefe político interino en Salamanca y propietario en Cáceres, y alcanzó envidiable longevidad, puesto que su autobiografía está fechada en 15 de Octubre de 1860, es decir, que contaba ya ochenta y dos años y siete meses. Expongamos críticamente su doctrina.

Todo hombre «tiene en sí mismo infusa toda la ciencia que busca en vano interiormente», proposición exacta si se limita al conocimiento en potencia y punto inicial de la investigación. Mas la idea se rebaja considerado el hombre ente exclusivamente imitador. La imitación y el afán de penetrar cosas que no puede escudriñar, fuentes son de error, así como los llamados goces físicos, que no deben reputarse goces.

El mal, pura negación, no existe. La ley de atracción mantiene el orden biológico. La libertad humana no puede negarse y la fe ocupa su lugar porque «es la razón verdadera del hombre», convencido de su ignorancia y resignado a soportarla.

Aunque alardea el autor de no saber nada y de [505] menospreciar la obra de los científicos, no parece extraño a las obras de ellos, según denuncian sus citas de Saint Pierre, Newton, Epicuro, Locke, Voltaire, Epicteto y otros.

No disimula el punto de vista adoptado por Álvarez Guerra la filiación jacobina, mas también fulguran en su libro ciertas apreciaciones que parecen vislumbres o anticipaciones de Federico Nietzsche.

Álvarez Guerra concibió la filosofía al modo de Ibn Tufail. El pensador no debe leer ni estudiar los filósofos. Su conocimiento se ha de «elaborar con su sola razón» pues mientras mayor ignorancia tenga, más cercano andará de la verdad. Tan persuadido andaba, que en su citada epístola autobiográfica, al referirse a su residencia en Francia, desliza esta curiosa observación: «Me acabé de convencer que, sumados males y bienes, es muy preferible la sociedad española, por su mismo atraso intelectual.»

D. José Pedro Alcántara y Rodríguez vivió en Sevilla y creo que nació en ella, aunque confieso no haber hallado documento que lo compruebe, pero tampoco indicio que lo contradiga. Perteneció a la Real Academia de Buenas Letras, donde el 21 de Octubre de 1842 leyó una disertación sobre el tema ¿Qué sea la Razón y cuáles las utilidades que preste? No la he leído y me limito a suponer su ortodoxia, teniendo en cuenta la mentalidad de la época.

D. Fernando de Santos y Castro (1809-90), Rector de la Universidad de Sevilla, su patria, y Doctor en Ciencias, leyó el 2 de Enero de 1842 en la Real Sociedad de Medicina, una Memoria titulada De la naturaleza e influjo de las pasiones en la economía del hombre y de los medios de rectificarlas. Hallé el manuscrito en el archivo de aquella memorable institución.

Alma angelical D. Francisco García Portillo (1812-94), ejemplar sacerdote y excelente catedrático, era el hombre más bondadoso que he conocido. Baste decir que sus inquilinos le adoraban y, muchos años después de muerto, les hemos oído bendecir su memoria. De muy humilde [506] familia, nació en Sevilla. A fuerza de grandes trabajos e inquebrantable constancia, se doctoró en Ciencias y Teología a los veintinueve años de edad, y emprendió los estudios de Derecho, que terminó en 1853. A propuesta del Claustro en 25 de Enero de 1845, se encargó de la cátedra de Matemáticas, que, después de lucida oposición, se le confirió en propiedad. Al crearse los Institutos, pasó al de su patria, cuya dirección desempeñó desde 1882 hasta los últimos días de su vida.

Perteneció a numerosas corporaciones científicas. Al ingresar en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, leyó un discurso acerca de la Importancia de la Metafísica como fundamento del conocimiento científico, y en 1877 imprimió una refutación de las doctrinas sensualistas con el título Contra el materialismo.

No por su condición sacerdotal se encerró aquel amplísimo espíritu en la cárcel teológica. Contestando al discurso de ingreso de D. Federico Amores en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, leyó estas palabras: «Ante todo quiero dejar consagrado que por inclinación soy amante del progreso de las ciencias, y por educación, en cuanto lo han permitido mis débiles alcances, he procurado ir al frente de los adelantos científicos, siendo tal mi entusiasmo en este sentido, que sin temor de arrepentirme, puedo asegurar que consagraré mi último aliento a Dios y a esta idea sellada en mis instintos».

Cristiano sincero, apasionado del saber, jamás sintió pujos de intransigencia ni odios de adversarios. Así confesaba que «cuando en la cátedra de Filosofía y su Historia, que desempeñé por algunos años, me he visto en la necesidad de refutar el materialismo, tuve tanta lástima de sus secuaces como horror a sus doctrinas. Lástima, sí, y se explica, porque, como ministro del Dios del Calvario que consagró al perdón de sus enemigos los últimos esfuerzos de su voz trémula y moribunda, no puedo aborrecer a mis hermanos... Todos ellos viven en mi corazón, cualesquiera que sean sus errores y extravíos». [507]

El eminente político y publicista sevillano D. Francisco de Cárdenas (1817-98) dio a la estampa Lecciones de filosofía moral (edición rarísima) y casi toda su actividad intelectual se consagró al Derecho, publicando obras notabilísimas, entre ellas el Ensayo sobre la historia de la propiedad territorial de España (Madrid, 1873), «que bastará por sí sola para que la posteridad le consagre un puesto preeminente entre los jurisconsultos e historiadores españoles del siglo XIX» (Azcárate: Discurso en la Academia de la Historia).

Mucho habló y escribió poco D. José Moreno Nieto (1825-82), cuyo ardor meridional, fluido verbo y sinceridad cautivaban mi entusiasmo en el antiguo Ateneo de la calle de la Montera. ¿Quién me diría entonces que había yo de pronunciar en la solemne velada necrológica celebrada por el Ateneo Hispalense el panegírico de aquel orador por mí tan venerado y aplaudido? Con criterio conservador, pero de buena ley, dio en el Ateneo de Madrid sus lecciones sobre el Estado actual del pensamiento en Europa (1868), pronunció su discurso El problema filosófico y leyó el de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas sobre el tema Oposición fundamental entre la civilización religiosa cristiana y la racionalista.

Moreno Nieto era un enamorado de la vida moderna, transigente, antiescolástico, verdadero liberal, convencido de que el progreso es una evolución inevitable del espíritu, y a la vez ferviente católico, panegirista de la resistencia que la Iglesia católica opone a todo ese movimiento progresivo realizado fuera de las vías de su peculiar idealidad. De aquí la falta de solidez, el vacío de sistematización y la constante inconsecuencia. De aquí también que ninguna intransigencia lo tuviera por incondicional y La Fe le llamara «católico intermitente».

Al lado de ellos brilló D. Antonio Mena y Zorrilla (1823-95), sevillano, catedrático, diputado, senador, consejero de Estado, Director general de Instrucción pública, Fiscal del Tribunal Supremo, que ya había explicado un [508] curso de Estética en la Universidad de su patria y contendió gloriosamente con Olózaga y Sagasta acerca de la cuestión de Italia y con Castelar en las Cortes de la Restauración. Muchos de sus trabajos filosóficos y jurídicos se hallan en las Memorias de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Al ingresar en esta Corporación leyó un discurso sobre el Epicureismo contemporáneo (1892), al que contestó Menéndez y Pelayo. Su criterio participa del eclecticismo cousiniano, imperante en las aulas durante la mocedad de nuestro académico. «La fe en la humanidad, dice, será nuestra guia en la labor aquí emprendida; ella es el único y seguro criterio en este linaje de lucubraciones, y a ella rinden involuntario tributo los que llevaron su especulación a mayor distancia del común sentir.»

Nunca he tomado muy en serio a D. Ramón de Campoamor (1817-901) en concepto de filósofo. Tampoco podría ofenderse, pues él mismo confiesa «que jamás tomó en serio eso de la filosofía, ya que ninguna escuela ni doctrinarismo alguno, ni siquiera el escepticismo que los niega todos, logró convencerlo ni a medias». Además, la proverbial despreocupación con que daba por suyos tantos y tantos pensamientos ajenos, sobre todo de Víctor Hugo y de Lamartine (1), sin contar el desenfado con que, al verse descubierto, sostuvo la licitud de apropiarse lo ajeno, asoman también en el terreno filosófico, donde se le ve, avutarda literaria, prohijar los más opuestos criterios y sistemas, como quien nunca ha concentrado su pensamiento y va rozando con las alas del ingenio los cálices de rosas abiertas en extraños bosques.

{(1) En mi Diccionario de escritores hispalenses, tomo III, artículo Vázquez Muñoz (Joaquín), se hallará la historia del más resonante episodio de la vida literaria de Campoamor y el catálogo, tan copioso, aunque apenas comenzado, de sus plagios, harto literales para estimarse coincidencias.}

Sostuvo ruidosas polémicas con Valera y Castelar, reduciéndose todo a alardes de ingenio, y sus obras [509] filosóficas La Filosofía de las leyes (1840), El Personalismo (1850), Lo Absoluto (1865), El Ideísmo (1883) y La Metafísica y la Poética (1901), ofrecen un conjunto de ideas tan agradables como inconsistentes en que la sutileza suplanta a la reflexión. Lo Absoluto, que parece la más trabajada, trae demasiado a la memoria el idealismo de Schelling.

Es menester, dice, admitir un ser necesario o la nada, y como ésta no puede ser el principio de los seres, forzosamente hemos de admitir un ser necesario. De igual suerte, admitimos una verdad de la cual dimanan todas las demás, pero sólo en el orden ontológico, no en el fenomenal, sea material o psíquico. Los principios absolutos están potencialmente en el hombre y en acto en Dios, es decir, en Dios son, en el hombre se conocen. Estos principios se traducen en máximas de aplicación universal, que son en Dios por sí y en nosotros por Dios, de donde se deduce que, apoyándose en ellas, la razón humana es infalible.

No trata de lucir erudición. Trabaja sobre «apuntes, la mayor parte copias. Por eso el lector tal vez no encuentre una sola idea original.» Estudia en esta obra la Ciencia de Dios u Ontología, la psicología de los seres en relación al Ser y la Cosmología, con lo cual forma la primera parte y consagra la segunda a la Ética particular y social, después de señalar las relaciones de la fisiología y la moral, terminando el organismo filosófico con el tratado de Estética. Obra en que más labora la fantasía que la razón, pudiera calificarse de dolora filosófica.

No difiere mucho la estructura de El Personalismo. Menos metafísico, aunque más lógico y ético, es, a juicio del autor, «la deificación del racionalismo», suponiendo que todas las ideas expuestas tienen una clave central de pensamiento, pero creo que acierta al asegurar que todas han sido emitidas bajo la inspiración de un mismo sentimiento. He ahí la verdadera clave.

Aunque Desjardins calificara este ensayo de centón en que se recogía lo peor de Grocio y de Krause, y no [510] obstante su falta de originalidad, revela el indiscutible talento de su autor.

El Ideísmo afecta carácter polémico, tirando sobre Cánovas para dar sobre el positivismo, así como La Metafísica y La Poesía debate con Varela el tema de la perpetuidad de la forma poética, puesto entonces a discusión en las veladas del Ateneo.

En sus escritos filosóficos y literarios atenuó bastante su sinceridad el pavor de turbar la paz doméstica, pues su señora, católica à outrance, no concebía que las ideas de su marido no fuesen «la quinta esencia del Kempis». Por eso D. Alejandro Pidal calificaba a Campoamor de «pagano rezagado, que no tiene de cristiano más que su mujer».

En el prólogo a Dudas y Tristezas, título del volumen de poesías líricas de Manuel de la Revilla, se ensañó en el krausismo, proyectando atraer el ridículo sobre el esquema de los conceptos fundamentales, al cual llamaba la lenteja. Con este motivo sostuvo acalorada polémica con D. Francisco de P. Canalejas. En suma, Campoamor, aunque de altas ideas y fácil comprensión, no pasó de un poeta de la filosofía.

Él mismo expresa el concepto que le merece el arte, superior al de la metafísica: «casi es más tolerable, decía en su discurso de ingreso en la Academia Española (1862), desenvolviendo el tema La metafísica limpia, fija y da esplendor al lenguaje, un buen artista, siendo un mal pensador, que un buen pensador, siendo un mal artista». Por feliz contradicción, jamás me ha parecido más metafísico, más profundo y no sólo filósofo, sino, lo que es más grave para él, caballero de la lenteja. Ex abundantia cordis, Tiberghien o Sanz del Río habrían firmado ese áureo y bellísimo discurso.

Mas ¡ah! Por detrás del filósofo asoma el rostro la sinceridad exclamando:

Entre creer y dudar, mi alma indecisa... [511]

¿Qué es el hombre para Campoamor? ¿Una razón dudando?

Y añade con gesto de suprema desesperación:

Pues que tanto te admira
El saber de los viejos,
Voy a darte el mejor de los consejos;
Cree sólo esta verdad: «Todo es mentira.»

Eloísa plantó un rosal en su jardín del Paracleto sobre la tumba de Abelardo.

El rosal de ella y de él la savia toma,
Y mece, confundiéndolos, la brisa
En una misma flor y un mismo aroma
Las almas de Abelardo y de Eloísa.

Y así en el espíritu de Campoamor se mezclan todos los sistemas, fe y escepticismo, idealidad y burla, lo propio y lo ajeno, para que resulte un filósofo en verso y un poeta en prosa.

El Marqués de Seoane, senador, Gran Maestre del Gran Oriente Nacional de España y fallecido en 1887, editó en Francfort los dos volúmenes de su Filosofía elíptica del latente operante, Pentanomia Pantanómica o ley del quíntuplo universal (1879-81). Sus razones tendría para escribir su libro en idioma extranjero, de lo cual no se disculpa y sólo pide benévola corrección. Como deja entrever el título de la obra, considera el 5 número simbólico, al modo que los teósofos el 7, y con arreglo a la ley del 5 desenvuelve en el primer tomo la filosofía integral. Cinco son los sentidos y por eso el hombre es un pentágono sensitivo. No debemos dar a los sentidos crédito absoluto ni juzgar que nos engañan. En nuestro contacto con el mundo externo poseemos el elemento que nos conduce a la certeza (in unserem Contacte mit der Aussenwelt besitzen wir das Element, welches uns zu einer reellen Gewissheit, Zu einer sicheren Realität führt). Existen cinco leyes primordiales, [512] luego hay cinco ciencias. Existe una ley integral y cuatro fraccionarias, luego habrá una ciencia universal, las matemáticas y cuatro fraccionarias, a saber: naturales, mentales, sociales y estéticas. La filosofía es la ciencia elíptica del latente, porque es la elíptica de un juicio latente. Estudia las funciones de los sentidos, las relaciones de los sentidos y de la razón entre sí y con la ley, y halla la quintuplicidad (representaciones, ciencias, ideas, métodos, leyes) y expone ideas constituyentes (cognate) como cooperantes orgánicos, jamás ausentes. Señala el distintivo exterior humano, o sea la estación vertical, y el distintivo a la vez externo e interno, la representación.

La teoría de la creación expuesta por Darwin le parece excelente, pero censura al autor por no haber visto que la evolución concluye materialmente en el hombre y en este punto comienza la evolución inmaterial, simbolizada en la imaginación o quinto aspecto de la representación. Resuelve el problema kantiano sobre la realidad objetiva del conocimiento, sosteniendo que así como hay realidad en nuestra representación y esta realidad está en nosotros, pero no la realidad excitante que no está más en nosotros que en la representación, así nos engañamos dando a nuestra representación una realidad externa y concediendo realidad interna a lo que adquirimos de realidad exterior.

Creemos que el yo es nuestro, cuando precisamente está constituido con la realidad objetiva que recibimos desde la primera posición de nuestra existencia. Para dar con la certeza, nada más apropiado que la observación de la elíptica acompañando a toda representación mental. Las universales son elípticas representativas que traducen el lenguaje original en tantas cifras como quintuplicidades existen en el universal. Nuestras representaciones mentales sostienen un contacto continuo entre sí y con el exterior. Este contacto produce en lo interior el juicio y el razonamiento, en el exterior la certidumbre y la realidad. Termina esta parte general diciendo como un ecléctico: «In medio stat virtus, wir fügen hinzu: et veritas». [513]

La segunda parte o especial, comprende la Historia y divisiones (Geschichte und Spaltungen). No le interesa la filosofía clásica y prescinde de todos los pensadores antiguos y medioevales, sin más excepción que Aristóteles, trazando la evolución histórica del pensamiento desde Bacon hasta nuestros días, y haciendo una acerba y no injusta crítica del neokantismo, invención híbrida que no podrá dar mejores frutos que Kant. En pos del juicio de los varios sistemas, pasa al contenido de la filosofía y lo divide en Psicología, Metafísica, Lógica y Cosmología, y clausura su trabajo formulando los cinco mandamientos pentapantanómicos, a saber: confianza en sí, mutua cooperación, ahorro, libertad e integridad. Y nótese cómo, sin que el autor se dé cuenta, reaparece el simbolismo místico de la escuela andaluza, seguramente desconocido del marqués, a quien puede considerarse neopitagórico, por más que el principio explicativo de toda la realidad brote del número cinco, en vez de nacer de la unidad, fuera de la cual únicamente existe el vacío, representada por la decena, la octava, la triada o la tetrada, en oposición a la diada, la falsedad, la maldad, el no ser.

D. José Moreno Fernández (1825-900), ursaonense y Director de la Escuela de Medicina de Sevilla, dejó dos trabajos filosóficos de aplicación: Las pasiones y Cartas a un escéptico en la Revista Contemporánea.

D. Arcadio Pabón y Montiel (1843-909), sevillano y catedrático de varios Institutos, dejó impresos unos Elementos de Filosofía e inédito el estudio Fuentes de Filosofía, que he oído celebrar.

D. Francisco de la Milla y González, nacido en 1850, sevillano y catedrático en Jerez, dio a la imprenta un tratado de Psicología, Lógica y Ética.

Muy versado en asuntos filosóficos, aunque sólo escribió de aplicaciones al Derecho, merece un recuerdo don Fernando Vida, natural de Alcalá de Guadaira y fallecido en 1890. Al ingresar en la Real Academia de Ciencias Morales y políticas leyó un discurso sobre La Ciencia penal [514] y la escuela positivista (1890), donde con criterio de vago espiritualismo y en pos de larga y no muy completa exposición de sistemas filosófico-penales, pues omite los trabajos de Röder, que tanto influyeron en España, combate la escuela de Ferri y Garófalo, reiterando su «fe profundísima en la doctrina metafísica del libre albedrío, de la imputabilidad moral de los actos humanos, de la providencia de un Creador...»

Siempre recuerdo con profunda emoción a Ángel Ganivet (1862-98), mi discípulo en Granada, aun llevándole pocos años. Hube de hablarle la última vez al pie de la Cuesta de los Muertos. No pude sospechar que aquel joven tan desdichado en vida cuanto venturoso después de su muerte, se despedía inconscientemente de mí para la eternidad. No puede el pobre suicida considerarse filósofo en el exacto sentido de la denominación, pues el Idearium español es, como dice un crítico, «un ensayo de recio y fogoso meollo sobre la filosofía de la historia de España», es decir, un trabajo de aplicación cuyo criterio fundamental se desconoce. Su filosofía, no concretada en ningún libro, brota de sus obras literarias, mezclada con ideas ajenas, rebelde al yugo de la sistematización.

D. Manuel García Caballero, nacido en Morón en 1869 y notario en Jerez, publicó Filosofía del Derecho, obra que no conozco.

D. Ubaldo Romero Quiñones (1843-914), militar, nacido en Ponferrada, dejó una extensa bibliografía; pero sólo en su libro La Religión de la Ciencia (Filosofía racional) impreso en 1877, plantea los problemas fundamentales. Construyendo la filosofía sobre base matemática, admite las ideas innatas y asciende al conocimiento de Dios. Presenta a Dios como inmaterial, donde clara se ve la confusión entre el concepto Dios y la idea del Ser supremo. «Dios, dice, es la suprema sutileza» (c. VI). Establece los principios para un dogma de Moral Universal y cierra contra el catolicismo a nombre de la Ciencia. No me detengo más, porque veo en este pensador [515] mejor intención que acierto y toda su arquitectónica se resiente de superficialidad.


filosofia.org Proyecto Filosofía en español
filosofia.org
Historia de la filosofía en España
Madrid, páginas 503-515