José Vasconcelos Calderón (1882-1959)
 
Obras de José Vasconcelos

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José Vasconcelos

El Proconsulado, cuarta parte de Ulises Criollo [1939]

Madrid

Muy grato es Madrid al oído, por el castellano propio, claro, melodioso que allí se habla. Desde la estancia breve anterior del mes de septiembre, me había quedado regusto de todos los sentidos. En ninguna parte del mundo tienen igual esas mujeres de diabólica perfección sensual y de santa piedad, fácil, humana simpatía. Cierta jactancia instintiva compensándola con su capacidad para la ternura; el pecado y el rezo en un mismo temperamento. ¡Ay del que caiga por allí con el corazón todavía un tanto virgen! A mí me seguía la obsesión de la muerta como un escudo, y también como un compromiso de llevar adelante mi lucha. Luego que nos instalamos me puse a trabajar. Un hijo de Martín Luis nos ayudó a Herminio y a mí en el despacho de La Antorcha. En manos de Herminio quedó la tarea de atender al relleno literario, y yo me encerré a corregir los manuscritos, luego las pruebas de imprenta de la Etica. El tomo Pesimismo Alegre, a pesar de ser un refrito, se había vendido bastante bien, se le veía en todos los escaparates de librería. La imprenta de Aguilar quedaba a media cuadra de la casa que tomamos. Y en la imprenta, por concesión amistosa, empacábamos los envíos de La Antorcha. Para dirigir el primer embarque, bajé a los sótanos, me puse al habla con [537] uno de los operarios más humildes de la editorial. «¿Cuál será la cuota postal para Puerto Rico?», inquirí de Hernando, el hijo de Martín, y el obrero, sacando rápidamente de la memoria, informó: «Para las colonias de América, tanto; para las colonias de Europa... tanto más...»

Me pareció cruel preguntarle: ¿cuáles eran las colonias de América, cuáles las de Europa? Le agradecí que me hiciera sentirme en el siglo diecisiete, disfrutando un orgullo retrospectivo. Estreché la mano del embalador al despedirme y me dije: He aquí un alma imperial... Se merecía el ministerio de la nueva República, con mejor derecho que los enanos del patriotismo que en aquellos días forjaban la España Nueva, según el capricho de León Blum, el judío francés, y las sugestiones del New Republic, The Nation y el Times, de Nueva York, los judíos de América.

Martín Luis Guzmán fue por unos meses el niño mimado de la República española. Escondió a Azaña en su casa cuando el león moribundo de la Monarquía daba sus últimos zarpazos, y en gratitud y recompensa el Azaña ministro le mostraba consideración pública, le tenía de confidente y consejero. Pronto entró de lleno a los negocios y a la acción política. Con una mano administraba el diario famoso del partido gubernamental El Sol, y con la otra firmaba memorándums para el despacho de uno o dos ministerios, donde se le atendía con premura. La oposición empezó a enconarse contra el mexicano intruso y no le valió adoptar la ciudadanía española. Una noche, un grupo de desconocidos propinó terrible paliza a uno que se le parecía. Y, sin embargo, no creo que Martín ejerciese influencia maléfica. Sus experiencias en lo de México y su talento hacían de él un moderado. El mismo Azaña lo era. Sin estar obligado conmigo en ninguna forma, me mandaba Azaña saludos a través de Martín. Y éste decía: «Quiere conocerte Azaña; a ver cuándo vamos a verlo...» «A ver», contestaba yo, hasta que al fin, a los dos o tres meses, y según salimos nosotros para una playa asturiana, dijo Martín: «¡Ah, caramba!, ya te vas y no hemos ido a visitar a Azaña...» Y observé: «¡Qué, ¿es preciso que se consume esa visita?» Y así quedaron las cosas. Poco después, Azaña aceptó la orden de Calles de ponerme obstáculos en el correo para el despacho de mi revista. [538] Al propio hijo de Martín le dijeron que no se hacían responsables de los paquetes de México, porque en la frontera los rechazaban. Pudo más la maffia que Martín...

Aliados internacionales defendían al jefe máximo de los mexicanos. No pude ligar, por el momento, a la misma causa el nuevo percance que sufrí, aunque más tarde quedé convencido. Con los honorarios de La Prensa, de Buenos Aires; pagaba el alquiler de la casa. Mi reserva de efectivo se reducía rápidamente con tanto cambio de domicilio. Me habían dicho que era tradicional de La Prensa, no despedir a sus colaboradores; por eso se cuida bien antes de nombrarlos. Sin embargo, inesperadamente recibí aviso de que suspendiera, hasta nueva orden, la entrega mensual contratada. La crisis obligaba a reducir los gastos, afirmaron galantemente; dejaban a salvo la estimación de mis capacidades. Confieso que me sentí deprimido por la pérdida económica y también por la preocupación de que habían aburrido mis escritos, habían bajado de calidad; de otra manera no se explicaba... Sólo más tarde me di cuenta de la extensión de la trama que apoyaba la dictadura irreligiosa de México, a la vez que coqueteaba con Rusia por medio de los frentes antifascistas.

En la religión estaba y está el secreto del rencor de los dos bandos: cristianismo y anticristianismo; pero todo esto no lo veía con claridad por entonces.

Paseando cierta noche con Martín por la Carrera de San Jerónimo, se nos había pegado don Ramón del Valle Inclán, muy cauteloso conmigo. Ya no era yo el representante de la Revolución Mexicana, ni siquiera el ministro guía... En artículo reciente había recomendado que se hiciesen murales en las escuelas, los edificios de la República, como lo hizo en México... en una época gritaba mi nombre, ahora expresó: «El Gobierno». La consigna era no ponerse mal con Calles. También Domingo le había dicho a un amigo común: «¿Cómo hiciéramos para que Vasconcelos se reconciliara con Calles?; su puesto está en México...» «No ando buscando puesto, repuse, y si aquí les estorbo, échenme, pero públicamente.» No se atrevían a tanto. En La Antorcha empecé a molestarlos. Mi comensal de París, Indalecio Prieto, se acercó a donde estábamos; ya no iba de boina; lucía elegante fieltro británico; ya [539] no comía en fondas de por Montmartre, habitaba un palacio; me vio y se hizo el desentendido... Don Ramón, no; don Ramón simplemente se mostraba prudente; si me divisaba, se acercaba, conversaba un instante. Y esa noche nos habló con su habitual desparpajo; analizó la situación que empezaba a ponerse color de hormiga para los improvisados revolucionarios. Entre las instrucciones dejadas por León Blum estaba el destierro del crucifijo de las escuelas. Despertó la medida clamor nacional, y don Ramón decía: «Vamos, en lo del crucifijo se podría ceder, porque, al fin y al cabo, el crucifijo es también de los protestantes...» En pleno México estamos pensé; un protestante puede, libremente, manifestar su creencia, pero no un católico.

En las librerías no se veían sino las pastas chillonas de las ediciones marxistas. El comunismo, que ya en Francia empezaba a ser archivado, hacía su irrupción en España. Lo combatieron al principio sañudamente los socialistas. Al mismo César Falcón no le valieron sus servicios de conspirador; se declaró comunista teórico, en su revistilla, y Prieto lo mandó expulsar, lo echó a la miseria en París. Pronto, sin embargo, la Internacional cogió del pescuezo a los socialistas, a los radicales, a los mismos liberales.

Tenían razón, por otra parte, aquellos venezolanos que después de una larga permanencia en México, exiliados por Gómez, regresaron a Panamá con el ánimo de preparar algún golpe contra el dictador vitalicio, y decían: «Es peor aún lo de México; en Venezuela manda un déspota; en México, el teniente de cada aldea es el señor de horca y cuchillo, el déspota». Las noticias de los diarios asesinatos, consumados por el Ejército en persona de conspiradores y en inocentes, llegaban periódicas, con la regularidad de una observación meteorológica. A nadie asombraba ya que el Ejército, sin turnar el caso a un solo juez, hiciese de polizonte y de magistrado, aprehendiese, juzgase, condenase, ejecutase, sin salir del cuartel. También en los cuarteles ventilábanse asuntos agrarios y chismes de criados; las oficinas de la zona militar en cada provincia despachaban más asuntos que el palacio de Gobierno. El pretexto lo daba la tesis de la revolución perpetua de Trotzky; la realidad era un despotismo sangriento, aplaudido, apadrinado [540] por liberales y protestantes de Norteamérica, imitado por los neorrepublicanos españoles.

Testimonios indiscutibles confirmaban el horror mexicano; la maffia internacional, en cambio, seguía vociferando contra la tiranía de Machado en Cuba, contra Mussolini, aun contra Vicente Gómez, jamás contra el militarismo mexicano. Gómez lo hubiesen puesto a la altura de Calles si en vez de limitarse a perseguir a sus enemigos personales se dedica a perseguir católicos. Cada vez se hacía más patente que es religiosa y racial la lucha; de un lado los aprotestantados, los poinsettistas, los entregados al yanqui, tipo Juárez en México, y Azaña, De los Ríos, en España, y del otro lado los que aún creen en su raza. Una conversación con Martín me iluminó en lo que hace al sentir de los izquierdo-intelectuales más notorios de la primera época de la República. Se hablaba de la dominación que sobre el gobierno de México ejercían los Estados Unidos, a través de amigos falsos como Morrow y de la posibilidad que presentaba la nueva República española para servir de punto de apoyo de un movimiento de emancipación cultural en el Nuevo Mundo. «Ah, pero nosotros no podemos meternos en eso», confesó Américo Castro, y expresó, lo que después llamábamos en choteo, la Teoría del Triángulo. «Verá usted –afirmaba doctoralmente el técnico Castro, cuyo nombre Américo, parece corresponder a la del norte, no al sur–, Verá usted, nosotros estamos colocados aquí en España en uno de los vértices del triángulo Madrid, Nueva York, Buenos Aires. Abarca el triángulo la Península y todo el Nuevo Mundo, y nosotros tenemos compromisos tanto en el norte como en el sur; intereses en Hispanoamérica, desde luego, pero también tenemos intereses en Estados Unidos.» Y ¿qué intereses son ésos?, preguntaba cualquiera, y ¿cómo se pueden comparar con los de la América Española? ...«¡Ah!, observaba don Américo; es que usted no sabe, no está enterado, no juzga con técnica... Vea usted, en Estados Unidos hay trescientos mil estudiantes de español, repartidos en Universidades que pagan excelentes estipendios a los profesores especializados, en lengua, en literatura castellana. Nosotros, a través del Instituto Libre de Enseñanza, cubrimos esos puestos; ningún nombramiento se hace por allá, sin consulta; sin visto bueno de nuestros representantes... [541] No, no podemos nosotros mezclarnos en las disputas de ustedes los hispanoamericanos con los yanquis, perderíamos una situación que nos ha costado largos años de tarea...»

El monopolio de cien o doscientos cargos de maestros de español significaba más para algunos de aquellos hombres, que la reconquista moral de todo un continente para su patria.

Pero ¿no es este, después de todo, el criterio marxista? Primero los intereses materiales y abajo todas esas patrañas de raza, patria, cultura, meros subproductos de la evolución económica.

Posteriormente, la ayuda que todos estos izquierdos han recibido para sostenerse en el poder de parte de los metodistas de Estados Unidos, ayuda más importante en hombres y recursos que la de Rusia misma, comprueba la fuerza de los lazos subterráneos que los ataban a Estados Unidos. Mi tesis, apenas sospechada entonces, de que era la de España una intervención yanqui metodista idéntica a la que Gómez Farías y Benito Juárez patrocinaron en México, se ha aclarado, confirmado a la fecha. En los mismos Estados Unidos se reacciona hoy contra el envío de dinero y voluntarios a la guerra civil española.

[Transcripción del texto ofrecido en las Obras completas publicadas por
Libreros Mexicanos Unidos, México 1958, tomo 2, págs. 536-541.]


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José Vasconcelos
Obras completas
México 1958, II:536-541