José Vasconcelos Calderón (1882-1959)
 
Obras de José Vasconcelos

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José Vasconcelos

El Proconsulado, cuarta parte de Ulises Criollo [1939]

Tromba española

Y lo que en España se gestaba no era menos desconsolador. En el café de mi compadre se observaba, como en reducción y miniatura, lo que en el resto del país inquietaba. En sus mocedades, mi compadre había sido anarquista y en toda época [554] fue republicano activo. Al principio de la República tuvo influencia, pero no pidió nada para sí; contempló que otros, que en la lucha fueron neutros o adversos, se tomaban los principales puestos, se improvisaban radicales y veían de reojo a la vieja guardia. Hasta allí nada le importaba lo ocurrido, porque nunca ambicionó puestos públicos que en España, donde no había habido impudor administrativo, no dejaban dinero. Pero, desde el ascenso al poder de los socialistas, los negocios empeoraban y el hombre medio, el comerciante en pequeño, ya no podían vivir. Para ganarse votos, y sin escrúpulo alguno por el bien general, impusieron los socialistas reglamentos y exigencias de trabajo, tiranías sindicales que resultaban ruinosas. Por ejemplo, mi compadre sostenía su negocio con dificultad, la población flotante había disminuido; Gijón estaba muerto económicamente y he aquí que, de pronto, se exige a los patronos chicos y medianos, aumento de salario; disminución de horas y, peor aún, elección de personal mediante arreglos con el sindicato. Un sobrino joven ayudaba a mi compadre, como mesero aprendiz, a medio sueldo. El sindicato exigió su separación. Lograda ésta, ya no tuvo medio de controlar, evitar los pequeños abusos que, cínicamente y en sus propias narices, cometían los camareros coaligados y autónomos, dentro del pequeño negocio; por fin, tuvo la fortuna mi compadre de vender su establecimiento, construido en veinte años de esfuerzos, perdiéndole. Y el comprador quebró a los pocos meses. A nadie sorprendió, pues, que, al llegar el momento oportuno, gentes como mi compadre resultaran franquistas, antisocialistas, cualquier cosa menos la dictadura socializante de tan mala fe administrada.

Hallándonos en Somió, la aldea inmediata a Gijón; salió mi Etica, mal corregida, pero bien distribuida para la venta. Me produjo desde luego tres mil pesetas; o sea nuestro presupuesto de un mes y medio. La Antorcha cubría sus gastos y hubiera dejado utilidades sin las trabas que nos seguía poniendo el Correo. Antes de la aparición de la Etica había circulado en España un libro que compuso mi compadre Rodríguez, con los documentos y opiniones sobre el asunto Elmore-Santos Chocano. Tituló el libro Poetas y Bufones, incluyó en él un estudio referente al caso, de Jiménez de Asúa, el célebre penalista y personaje republicano. [555] Toda esta publicidad y el empeño con que numerosos grupos españoles agasajan a los visitantes de América determinaba que a menudo nos llegasen invitaciones para visitar esta o la otra región española. Desistía de la mayor parte de esas oportunidades, porque no quería hacer gastos y porque me tenía tomado el tiempo la preparación del Ulises, y el estudio de los temas de la Estética. También en esos días juntaba el material del volumen que titulé La Sonata Mágica. Pero de ciertas actividades públicas de la misma Asturias no podía eximirme del todo. Y así fue como acepté pronunciar el discurso de inauguración del monumento a Jovellanos en Puerto Vega. Después de esa fiesta concertamos una visita a Castropol, donde existía un simpático grupo intelectual dedicado al trabajo de difusión de bibliotecas y de intercambio con la América española. Presidía dicho grupo don Vicente Loriente, joven historiador, cuyos padres habían hecho una modesta fortuna en la isla de Cuba. Me acompañaron a Vega y a Castropol, Herminio y mi hijo. Temprano, en automóviles oficiales, nos recogieron comisiones compuestas del alcalde de Gijón, el diputado de la provincia y un simpático viejo conde, jefe de la familia de Jovellanos, que aún mantiene casa palaciega en la plaza más bonita del puerto. Y fue un domingo de fiesta conmovedora. En Luarca nos recibió el Ayuntamiento en pleno, al frente de centenares de vecinos con estandartes y músicas, todo a media calle, bajo un sol espléndido. En larga fila de automóviles seguimos para Puerto Vega. El pueblecillo estaba decorado con arcos y guirnaldas, letreros de bienvenida. De todas las aldeas comarcanas habían llegado comisiones. Atravesamos a pie por calles que se parecen a las de la América española, salvo que a cada paso tienen alguna casa, alguna iglesia que es joya de arquitectura artística. Se sirvió antes de la ceremonia un primer refrigerio de anchoas deliciosas de la región y otros mariscos, y sidra en abundancia. En plano cubierto de grama y a la orilla del acantilado que baten las olas, se elevaba el monumento cuyas mantas descorrió el alcalde. Era todo de mármol el pedestal y el busto. En una sillería inmediata nos acomodamos para escuchar oradores en prosa y en verso. Cuba y Puerto Rico, México también, estuvieron representados por señoritas que vestían los trajes de su nacionalidad. La que ostentaba el escudo [556] mexicano en la roja falda era hija de un español que había hecho algún dinero en Tampico y por cariño a nuestro país se proclamaba mexicano con todo y su familia. En mi discurso hablé de algo que los hombres de aquella república masonificada, sajonizada, no podían tomar en cuenta, ni como un sueño: La necesidad de construir la Unión de los Estados de habla española en el mundo, el Spanish speaking world al lado del English speaking world todopoderoso en América. Pero la masa anónima sí entendía aquellas ideas y las aclamaba estrepitosamente. Concluido el programa, se nos llevó a un banquete en que hubo nuevos discursos. Al terminar la comida, a eso de las cinco, se regresaron los de Gijón y otros sitios, y Herminio, mi hijo y yo quedamos bajo la custodia del profesor Penzol, que esa noche nos hospedó en su casa y nos llevó al día siguiente a Castropol. Daba clases, Penzol, de literatura castellana, en una universidad londinense y se hallaba de vacaciones; pertenecía al grupo literario de nuestros amigos de Castropol. Al atardecer, volvimos al sitio del monumento, que es uno de los más bellos parajes de la tierra. Sentados sobre la grama, con las piernas sobre las peñas del precipicio, salpicados por la reventazón, estuvimos cambiando impresiones. Había leído, me dijo, años atrás mi Pitágoras, y esto nos llevó al recuerdo, al comentario de la vieja tesis sobre el secreto de las armonías cósmicas. Luego cenamos en familia. Una hermana de Penzol, muy hermosa, era novia de Loriente; la esposa de Penzol era cubana de origen. El siguiente lunes llegamos a Castropol antes de mediodía. Recorrimos el lugar y sus alrededores de mar y río incomparables. Loriente y sus amigos resultaron tan cordiales como Penzol y su familia. Dos o tres jóvenes gallegos de una sociedad literaria del burgo vecino, de Ribadeo, completaban el grupo y, además, una inglesa distinguida que pasaba sus vacaciones en Castropol y había vivido una temporada en la Argentina. Se prolongó la tertulia gratamente. La casa de Loriente era espaciosa, ocupaba una manzana la huerta, y los salones eran como de un palacio; no sé cuántas alcobas y, al frente, un jardín desde cuya terraza se mira toda la extensión de la ría, con sus dos ciudades, sus barcos de vela y el pueblecillo de pescadores que está a la entrada. El altar de la capilla de la casa es de talla churrigueresca [557] dorada y valdría una fortuna para cualquier museo de Norteamérica...

En la cena que nos sirvieron hubo platos exquisitos, langostas en escabeche, pasteles de pescados y un dulce de leche cortada que Herminio decía se estilaba también en Sonora. En la misma cena decidimos dar un salto al día siguiente a Santiago de Compostela, mientras llegaba el día señalado para la conferencia que me habían comprometido a pronunciar, sobre las bibliotecas en Hispanoamérica. Años después, una monografía erudita y comprensiva de Vicente Loriente, me sirvió de documento para el capítulo de mi Breve Historia de México, sobre los descubrimientos.

Aun siendo cada uno de procedencia un tanto diversa, advertíase en todo el círculo de Castropol una liga como de parentesco espiritual muy firme. Algo como la cadena de los mesmeristas, pero en plano infinitamente superior, nos contagió también a nosotros al incorporarnos al círculo amigo. Se disfrutaba dentro de él cierto bienestar y confianza fundados en la estimación recíproca. Y provocaba en cada quien ese abandono y entrega de la personalidad por afecto; más que por complacencia, y porque el trato noble nos obliga a dar de sí lo mejor de nuestra naturaleza. Al mismo tiempo, la gravedad en las maneras y la mutua estima, evitan la familiaridad vulgar que degenera en juegos y chanzas pueriles. Buscando antecedentes de aquel amistoso concilio, nos llevaba el recuerdo a ciertas páginas de Lamartine y de la literatura romántica; literatura desdeñada de nuestra época estéril y cínica. Y nos convencíamos de que no es simple literatura la amistad noble que alegremente sirve al colega, si la ocasión se presta. Y nos convencíamos de que a menudo la literatura recoge estados de ánimo tiernos y nobles que existen en la cotidiana realidad y no necesita fingirlos...

Ni Herminio ni mi hijo habían estado en Santiago de Compostela, y yo, por mi parte, deseaba averiguar la impresión que me causaría una segunda visita; después de varios años de Europa. De suerte que, con gran regocijo, abordamos temprano la diligencia ordinaria, que es un autobús de asientos afelpados, muelles magníficos. Es muy fértil Galicia y de tierras bien labradas, subdivididas en exceso. La piedra berroqueña se usa [558] en las aldeas para casas y cercados. Viñedos y hortalizas hacen horizonte y hay abundancia.

En Santiago seguimos el itinerario común: la Catedral, con su pórtico de la Gloria; luego, las Abadías, los palacios, el Hospital, los soportales. Herminio buscaba los rincones, las pensiones que se citan en la novela La Casa de la Troya, muy en boga por entonces. Por unas cuantas pesetas, en el hotel nos servían verdaderos banquetes dos veces al día. Cenábamos, cuando se hizo oir un tumulto, corrieron al balcón los camareros. Y vimos pasar la reina de la belleza de aquel año; una maravillosa muchacha, sencilla y risueña, divertida de su triunfo, seguida de un cortejo juvenil. En el autobús del regreso, nos tocó de compañera de viaje una joven más bonita, más interesante que la reina; tipo pálido, de ojos negros, cabello oscuro, bien torneada y larga de formas. Se mantuvo silenciosa y daba impresión de vida interior reconcentrada y rica, en contraste de las que exteriorizan lo poco que tienen en el afán, el bullicio de la coquetería. Hay mujeres que nos provocan el deseo de una inmediata, fugaz aventura; otras, hacen pensar en los tormentos y las glorias de una pasión violenta de la carne, y hay, por último, otras más raras y peligrosas que fácilmente podrían decidirnos a uno de esos compromisos de alma y cuerpo que duran lo que la eternidad. El destino se queda suspenso mirándolas y la atención en éxtasis. Una fuerza sobrenatural entra en acción, quisiéramos desprendernos de cuanto somos para renacer a la dicha y la libertad... Paró en Vegadeo la diligencia y la ideal desposada se perdió para siempre entre los vecinos que esperaban a sus familiares. A nosotros nos recibieron los amigos de Castropol y en lancha nos transportaron al salón de la conferencia, que estaba lleno de un público interesado en libros y en ideas. Les hablé de las bibliotecas que vi funcionar en Colombia y el Ecuador...

Con exquisita atención, al día siguiente y antes de que partiera el auto que nos destinaron para el regreso, se nos llevó a la biblioteca del Ateneo local, dirigido por nuestros amigos. Allí, en un anaquel, señalaron: «Las obras suyas.» Prometí mandar otras más y nos despedimos, cargados de emociones puras, inmarcesibles.

En Somió empezaron las lluvias tercas, frías, combinadas de [559] vientos, que obligan a condenar las ventanas de todo un costado de las casas. Mi hermana Mela se hallaba con su comunidad; en una mansión gijonense, a media hora de nuestra casa. Los primeros disturbios que siguieron a la proclamación de la República, habían obligado a las monjas a salir de Palencia y se hallaban refugiadas temporalmente en la propiedad de una señora de origen mexicano. Bajábamos del pomar cestos de manzanas y las mandábamos de obsequio a las hermanas, que procedían todas del antiguo convento de Tacubaya.

Y empezamos a descubrir las manzanas. No les hacíamos caso al principio, habituados como estábamos a la manzana norteamericana desabrida, igual toda en la buena presentación, escasa en el gusto. Pero probamos de un árbol, luego de otro, y nos sentimos maravillados. No había dos iguales, ni eran dos o tres las variedades, sino una docena por la menos y todas sabrosas, jugosas; también de buena, lustrosa apariencia, ya rojas, ya doradas, o bien verdosas, pero a ninguna le faltaba esencia, casi personalidad. La mass production es sin duda contra natura. El sistema californiano, que llega a suprimir el tronco en beneficio del aumento de los frutos, logra número y pierde calidad. Lo mismo pasa, quizás, en todos los órdenes de la producción natural. Los pueblos de aristocracia humana, pueblos de calidad como Francia, como España, nunca llegan a los cien millones de población. En cambio, en los Estados Unidos, con sus ciento treinta millones; se están acercando prematuramente a la chinificación. Aumenta siempre la cantidad en perjuicio de la calidad. Y, aparte de todo esto, la calidad de España es cosa del ambiente y del suelo mismo. La gente aldeana de Asturias es como sus manzanas, penetrada de ancestrales virtudes, valiosa y noble. Da el extranjero una propina generosa y el chofer aclara: «La costumbre es el diez por ciento, creo que el señor se ha equivocado», y devuelven lo que consideran un sobrante, que no les corresponde... Contratamos un carrero joven para una mudanza en sesenta pesetas. A los pocos días vino a verme el viejo: «Mi hijo se ha equivocado: les cobró de más el otro día; lo usual es pedir a tanto por viaje: aquí están veinte pesetas, cobradas de más; ya reñí al mozo»...

Por vía de descanso, concurrimos a los conciertos sinfónicos que una Sociedad Filarmónica local ofrece cada año contratando [560] notabilidades de violín y del piano y sinfónicas de primera, como la de Madrid. Acude con tal motivo al teatro una sociedad provinciana distinguida, vestida con discreción y elegancia. La ciudad sostiene dos diarios, varios colegios, un Ateneo, con magnífica biblioteca y no cuenta más de cuarenta mil habitantes. En el ciclo de conferencias de ese año hablé dos veces en el Ateneo. A estas ocasiones concurren personas de todas las clases sociales. Los intelectuales de oficio viven en Madrid, pero la provincia lee y se entera, invita constantemente a los directores del pensamiento y el arte y los escucha... El grupo del ballet que puso el Amor Brujo, de Falla, dio varias representaciones en Gijón, antes de partir para ganarse la fama de París. A dos horas de camino por auto, en Oviedo, hay Universidad de ilustre historial y enseñanzas modernas, periódicos, teatros, academias, museos. Constantemente la provincia manda a Madrid renuevos de arte y literatura, colabora con la Metrópoli en el renacimiento que España ha estado consumando en todos los órdenes... Y sin embargo, por debajo de la evidente acción progresista, corrían odios de clases y ambiciones de supremacía que a los más confiados preocupaban. A todos convencían de que era inevitable el choque sangriento. El obrero estaba empobrecido por el paro de las minas de hulla; trabajado por la propaganda revolucionaria, a menudo desesperado, dispuesto a provocar el desastre.

[Transcripción del texto ofrecido en las Obras completas publicadas por
Libreros Mexicanos Unidos, México 1958, tomo 2, págs. 553-560.]


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José Vasconcelos
Obras completas
México 1958, II:553-560