José Vasconcelos Calderón (1882-1959)
 
Obras de José Vasconcelos

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José Vasconcelos

El Proconsulado, cuarta parte de Ulises Criollo [1939]

La despedida española

Costaba trabajo dejar Asturias en aquel otoño, pródigo en rosas. Los rumores de la guerra civil todavía no inquietaban seriamente los ánimos. Unas elecciones generales dieron el triunfo a las derechas, lo que demostró hasta qué punto había disgustado la arrogancia, la ineptitud constructiva de los izquierdistas. En la Argentina, el gobierno usurpador de Uriburu había dejado el sitio a la administración del general Justo, que cubría las fórmulas democráticas, había sido reconocida por los radicales. En las universidades del Sur contaba con algunos amigos. Y me servía de embajador ante ellos don Fernando Robles, un joven escritor mexicano que trabajó [568] por mi candidatura en Nueva York; luego, en la derrota, no quiso regresar a México, prefirió establecerse en la Argentina. Con cartas mías se había presentado a Alfredo Palacios. Por méritos propios se había abierto paso en la carrera del periodismo porteño. Y me comunicó Robles que el doctor José Peco, decano de la Facultad de Ciencias Sociales en la Universidad de La Plata y hombre independiente y generoso, me garantizaba alrededor de dos mil pesos por unas conferencias que debían darse antes del fin de año. Largamente deliberamos Herminio, mi compadre Rodríguez y yo, acerca de la conveniencia de emprender un traslado tan remoto. Pues no era justo dejar a Herminio en España, sin cosa que hacer, ni era fácil cargar con toda la familia. Por otra parte, en estos casos es la cuenta del Banco la que decide. Contábamos con lo necesario para vivir un año más en España, pero al final no tendríamos ni para los pasajes de regreso al Nuevo Mundo. Ayudas amistosas no nos faltaban. El mismo Gómez Morín se hubiera puesto en movimiento, si lo ocupamos, y, por otro lado, en Sinaloa, Miguel Angel Beltrán estaba próspero y repetidas veces ofreció sus servicios. Pero todos hablaban de ayudar para el regreso a la patria. Nos trataban como si fuésemos náufragos que es preciso repatriar. Para eso, pensamos, allí está el consulado. Ninguno habló de contribuir para sostenernos en el mismo plan de lucha abierta y de prédica de rebelión armada contra el régimen. Al contrario, la mayoría de nuestros amigos opinaba que debería figurar otra vez como candidato en las elecciones que ya se aproximaban. ¡Y eran los mismos hombres que consumaron la imposición electoral del veintinueve los que invitaban al pueblo a nuevas elecciones! Y antiguos correligionarios, convertidos en cómplices de la farsa, alegaban que, de no presentarme candidato, renunciando previamente a mi actitud rebelde, daba pruebas de falta de tenacidad y de tenerle miedo a la lucha. En suma, le puse cable a Robles, diciendo: «Acepto y me embarco antes de un mes.»

Perdimos parte de la renta que se había pagado por el semestre. Derrochamos un poco más en paseos y excursiones de despedida. Me tiró una mañana el tranvía eléctrico de Gijón, me torció un pie y el traumatismo me provocó un ataque de [569] reuma o de gota, que me trajo cojeando casi dos meses. Así y todo, hicimos una excursión a Salamanca y Avila. Estuvimos, en seguida, una semana en Madrid, visitando a los más amigos. Y la granada se partió una vez más. Con fondos suficientes para dos años de gastos en Bélgica, mi hijo partiría acompañado de su madre. Y Herminio, mi hija, mi nieta y yo, deberíamos tomar el trasatlántico en La Coruña. Lo que más me consolaba era no separarme de la pequeñita. Se había retardado un poco en hablar, pero no en ingenio, que se le manifestaba despierto. A señas se expresaba cabalmente y a veces inventaba palabras. Se nos perdió una vez dentro de la huerta. En pos de ella gritábamos: «¿Dónde estás, Carmelita?» Detrás de un árbol salió su vocecita: «Aquí esta-toy.» Confundiendo el estás de nuestra pregunta con el estoy de la respuesta, combinó estatoy. La llamamos una temporada tatoy.

Daba pena dejar los árboles cargados de fruta madura. De mañana, antes del desayuno, la pequeñita y yo nos instalábamos debajo de un ciruelo de reinas claudias verde y oro, tiernas y dulces... «Una, una», gritaba, y se las comía una tras de otra. Temiendo por su salud salían los papás, la reñían, y los dos escapábamos con rumbo del comedor.

Nuestro propietario, un médico distinguido, el Dr. Tinturet, viéndonos comer manzanas a todas horas, preguntó: «¿Han vivido ustedes una temporada en Alemania?» «No, doctor, ¿por qué?» «Pues porque en una revista médica reciente he leído que hay ahora por allá una moda, una teoría nueva que consiste en curarlo todo con una dieta de manzanas.» «No, doctor; aunque la dieta esa me parece muy sabia, debo confesarle que la ignoraba y nos comemos las manzanas porque nunca las habíamos probado tan buenas como las de Asturias.» Lo cierto es que, a pesar de la humedad y salvo el traumatismo a que ya me referí, nunca me molestó el artritismo en Asturias, gracias, sin duda, a las manzanas. De otra teoría médica oí hablar por esos días, como también de boga alemana: Hacer dormir al paciente; ponerlo a ayunar para aumentarle el sueño y dejarlo dormir todo el tiempo posible. Decididamente, la medicina está en marcha; todo aquello de los sueros, lo están enterrando, reemplazado con la dietética.

Pasamos la última semana en Gijón, enfiestados a diario, [570] con las despedidas. Todo el Club de los Excursionistas gijonenses, capitaneados por el poeta popular Pachín de Melas, nos visitó un domingo por la tarde, nos cantó coros asturianos, compartió con nosotros la sidra y las empanadas. El Centro Asturiano local me dio cartas para el Centro Asturiano de Buenos Aires, institución poderosa en aquella metrópoli. Mi compadre Rodríguez no se resignaba a vernos partir. Sus hijos, su esposa, nos hacían compañía. También Muñiz, un español de México, y Angelín con su familia. Era como arrancarse de una patria. Los ojos se humedecían de pensarlo. Poco más de un año dichoso quedaba atrás. Me dolía, asimismo, perder la tranquilidad en que ya comenzaba a cristalizar mi Estética. En el cambio de vida, en el tumulto bonaerense, ¿cuándo podría sentarme a terminarla?

Muy de mañana salimos de Gijón, despedidos por Angelín, acompañado de mi compadre Rodríguez, que nos siguió hasta Oviedo. En Oviedo se parten los caminos. Mi esposa y mi hijo tomaron el rumbo de la frontera con Francia; mi hija, Herminio, la nietecita y yo, tomamos el autobús de La Coruña. Por el costado, a través de la vidriera que empañaba la bruma, veo por última vez el rostro de mi compadre, surcado de lágrimas que no ocultaba. Era lo más probable que no volveríamos a vernos; varias veces la vida nos había reunido, luego nos separaba con distancias enormes; pero el juego absurdo tiene un límite fatal en la vejez y en la muerte. ¿Qué pensamientos amargos llevarían por el otro lado, mi hijo y mi mujer, aislados en Europa, sin amigos, condenados a un ostracismo que debería durar, por lo menos, un par de años? Y a nosotros, ¿qué pruebas nos estaban reservadas en la tierra nueva, pero competida y extraña?

Resbaló el autobús por las calzadas sombrosas, nos asomó a panoramas de mar y tierra, de una belleza apacible y húmeda, risueña y verde. En Castropol, nuestro querido Loriente estaba esperando con sus amigos. Nos acompañó en el almuerzo. Y al otro lado del río, en Galicia, comenzamos a sentirnos en tierra extranjera. Llovía cuando llegamos ya de noche a La Coruña. Un hotel abrigado, cómodo, brindó reposo a los cuerpos, alivió la melancolía de las almas. De mañana nos presentamos a la agencia de los vapores alemanes. Contábamos [571] con camarotes privados en un buen mastodonte marino de clase turista única. Estaría a la vista a las tres, nos dijeron. Podíamos almorzar en tierra, las jaibas famosas, con buen vino gallego.

Un reportero del diario local nos buscó en el hotel. Habló con Herminio, que le dio tal cuenta de nuestras opiniones acerca de lo que pasaba en México que, temeroso sin duda de disgustar al consulado mexicano local o por solidaridad de la mano zurda, se abstuvo de repetir una sola palabra, prefirió no dar cuenta de nuestro paso por el puerto. «No olvide que hay una España que lo quiere», había dicho Loriente, «y no conceda importancia a estos políticos menguados». Así era en verdad. Y sin pena ni gloria vimos que se perdía entre las montañas verdeantes, el caserío apretado de La Coruña. Soplaba desatada galerna con lluvia; el oleaje azotó según su costumbre. Uno a uno, los viajeros empezaron a desaparecer del salón, en dirección de los camarotes. Mi hija María cayó de las primeras. A fin de hacerle compañía, Herminio bajó con ella y pronto empezó a sentirse mal. Les quité a la niña y subí con ella a cubierta. No se podía estar; todo lo empapaban la lluvia y la reventazón de unas olas gruesas, altas, que golpeaban implacables bajo la borda. Nos refugiamos en el salón de la cantina. La mesita del servicio subía sobre nuestros pechos, luego bajaba, parecía hundirse, arrastrándonos. La chiquilla estaba a mi lado, triste y callada, como si supiese la inutilidad de toda queja. De reojo, para preocuparla menos, la observaba. Se fue poniendo pálida, más de lo que era naturalmente. Y de pronto echó por la boca un chorrito, claro, espumoso. ¡La náusea la había vencido! Saqué el pañuelo y empecé a limpiarla. Vino el mozo, limpió la mesa, le dijo algo en alemán... Ella no chistó, se quedó derechita, triste. Por distraerla, pedí un ginger ale. Y volviéndome a la niña: «Con eso se te va a quitar el mareo.» Sirvieron la bebida gaseosa; la probó la niña y dijo: «No me gusta, pica.» Y volvió a entregarse a su muda, desconsolada reflexión que partía el alma...

Cumplía apenas dos años; y en un solo día o poco más, había visto deshecha su casa de Somió, abandonada la huerta en que reclamaba, una, una, en su media lengua, las ciruelas. Una parte de la familia, el tío, la abuela, habían desaparecido. [572] Abajo acababa de dejar a los padres, en cama, sufriendo. En torno, unos cuantos desconocidos hacían equilibrios, detrás de las mesillas de un navío que era juguete del imponente Cantábrico. Y a su lado, el abuelo, envejecido, desamparado, como ella, frente a los elementos. Largo rato estuvimos así, ambos mudos y pensativos...

Y sumergido en divagación profunda, imaginé que desvivíamos un siglo. Y en mi nieta sentí a mi abuela paterna, dejando España en su bajel antiguo, y cuando, levantada la expulsión de algunos españoles, pudo regresar a su Oaxaca natal, niña aún, en compañía de sus familiares. Y el lazo de las generaciones ató su nudo en mi conciencia de modo tan estrecho que, por un momento, no distinguía si aquel pequeño ser que viajaba a mi lado, entrañablemente querido, era en verdad mi nieta o era la abuela, extraída del pasado. Lo que quizás era, me dije al final, es otra futura abuela, que crearía otra cadena de destinos por las tierras jóvenes y ya corrompidas de nuestra desventurada América Española... El oleaje, con su golpe de ritmos cósmicos, era como una réplica del ritmo que en el tiempo del hombre desarrollan las generaciones, inútil o, por lo menos, incomprensible, insondable...

[Transcripción del texto ofrecido en las Obras completas publicadas por
Libreros Mexicanos Unidos, México 1958, tomo 2, págs. 567-572.]


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José Vasconcelos
Obras completas
México 1958, II:567-572