Luis Vidart Schuch (1833-1897)La filosofía española (1866)

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 16 17 18 19 20 21 22 23 24 25 26Imprima esta página Avise a un amigo de esta página

<   Apuntes sobre la Historia de la Filosofía en la Península Ibérica   >

XLI.

Ha pocos años que el señor Laverde Ruiz, cuyas investigaciones sobre la historia de la ciencia española no han sido galardoneadas cual de justicia merecen, publicó en la Crónica de Ambos-Mundos un erudito artículo sobre la vida y escritos del insigne pensador Sebastián Foxio Morcillo, tan digno de estudio por su mérito, como olvidado por nuestra nacional indolencia.

Los estrechos límites de estos apuntes nos vedan el que podamos extractar y comentar el artículo del señor Laverde Ruiz: diremos solamente, que Sebastián Foxio Morcillo nació en Sevilla el año de 1528, y que escribió varias obras [70] filosóficas muy notables, y que se adelantan a su siglo, pues según la respetable opinión del señor Canalejas, su modo de entender y comentar las doctrinas de Aristóteles, guarda cierta analogía con los juicios emitidos en nuestros tiempos por los más doctos críticos e historiadores de la filosofía.

Mr. Boivin, hablando de las luchas entre aristotélicos y platónicos, que absorbieron la mayor parte de las inteligencias en los primeros siglos de la edad moderna, dice que el libro de Foxo Morcillo titulado: De natura philosophiae, seu de Platonis et Aristotelis consensione, es la obra más sólida, elegante y fundada de cuantas se escribieron durante esta contienda, y la tentativa más feliz para la combinación entre Platón y Aristóteles.

Después de lo que dejamos escrito, no creemos pecar de extremados al decir que Sebastián Foxo Morcillo sería el primero entre los pensadores españoles del renacimiento, si no existiese Luis Vives, al cual, sin embargo, aventaja en la novedad de sus concepciones, si bien le es inferior en erudición y en aquel sesudo juicio que forma las más altas glorias del gran filósofo valenciano. [71]

XLII.

Algunos escritores del renacimiento se limitaron a combatir el escolasticismo, sin presentar un sistema que lo sustituyese.

La historia científica de la Península puede presentar como pertenecientes a esta clase, que pudiéramos llamar de pensadores críticos, varios autores dignos de mencionarse.

Hernando de Herrera publicó en Salamanca, el año de 1517, Las ocho levadas contra Aristóteles y sus secuaces; Manuel Bocarro escribió un libro titulado Sistema contra Aristóteles; Francisco Sánchez el Brocense (1523) dio a la estampa su Repetición sobre los errores de Porfirio y otros dialécticos, reimpresa en Salamanca en 1597 y Francisco Ruiz el Juicio de Aristóteles.

Hoy que la gramática general forma parte de la ciencia filosófica no debemos pasar en silencio otra obra de Brocense, la Minerva o causas de la lengua latina, que según la opinión del obispo del Mans, monseñor Bouvier, en su Historia elemental de la filosofía, sirvió de gran utilidad a los solitarios de Port-Royal en sus investigaciones filológicas. [72]

XLIII.

Aun cuando España tuvo la dicha de conservar su fe religiosa al través de las grandes perturbaciones que ocasionó en Europa la herejía luterana: sin embargo, un hijo del antiguo reino de Aragón aparece entre los reformadores religiosos, llevando en su pecho el valor de sus antepasados, y abarcando con su inteligencia las últimas consecuencias de las teorías que defendía, consecuencias que desconocían torpemente los que eran fanáticos sectarios de sus premisas fundamentales.

No se crea que por enaltecer las glorias científicas de nuestra patria aventuramos opiniones de difícil probanza: bastará relatar los hechos e indicar las doctrinas para que se vea confirmada la verdad de nuestras palabras.

Miguel Servet, que es el pensador a quien venimos refiriéndonos, nació el año de 1500 en el pueblo de Villanueva de Aragón, estudió el derecho y la medicina, siendo tales los progresos que hizo en esta última ciencia, que según autoridades muy respetables, fue el primero que conoció el modo cómo se verifica la circulación de [73] la sangre.{20} Llevado por el espíritu de su siglo a ocuparse de las cuestiones religiosas, publicó en 1553, sin nombre de autor, un libro muy notable que intituló: Cristianismi restitutio, en el cual, abandonando la estrecha idea de los luteranos y calvinistas, demostró cumplidamente que de no admitirse la doctrina católica, el panteísmo es la última e indeclinable consecuencia de las especulaciones filosóficas. La interpretación de las Sagradas Escrituras de Miguel Servet, es por lo tanto una verdadera exégesis racionalista, tal como hoy se comprende por los críticos alemanes, que tan solo se diferencia de las modernas en que estas se fundan en las enseñanzas de Espinosa, y la de Servet en las teorías de la escuela neo-platónica.

Gran escándalo causó entre los reformadores el Cristianismi restitutio. Descubierto el nombre de su autor, los sectarios de Calvino consiguieron apoderarse de Miguel Servet y encerrarle en un calabozo. Sin embargo, en vano se emplearon [74] los halagos y las amenazas para que abjurase sus doctrinas y admitiese las del calvinismo; el valeroso aragonés fue conducido al patíbulo y padeció la muerte, impuesta por los defensores de la libertad de conciencia, antes que retractarse de ninguna de las proposiciones teológico-filosóficas que había escrito en el Cristianismi restitutio. Ejemplo de entereza digno de mejor causa, aun cuando bien considerado, las lógicas doctrinas de Miguel Servet se hallan más cerca de la verdad, que el absurdo fatalismo deísta que proclamaba Calvino en su teoría sobre el valor santificante del heroico sacrificio del Calvario.

XLIV.

La política, fundándose en el derecho natural, que es la forma en que hoy se comprende esta ciencia, puede decirse que comenzó a sistematizarse por los publicistas del renacimiento, si bien en las obras de alguno teólogos de la edad media, y muy particularmente en las de Santo Tomás de Aquino, ya se hallan los lineamientos y primeros gérmenes de teorías que hoy quieren pasar plaza de novedades nunca discurridas por [75] humanos entendimientos. Sin embargo, no puede negarse la grandeza de las especulaciones políticas en la época del renacimiento.

Maquiavelo es en Italia el más lógico defensor de la tiranía, fundándose en el derecho divino de los príncipes. En Francia, Esteban de la Boetie expone la teoría del anarquismo en su famoso Discurso sobre la servidumbre voluntaria, y Juan Bodin reclama la libertad religiosa, fundándose en la falsedad de todos los cultos, y afirmando que sólo es verdadera la religión natural. En Inglaterra, Buchanan defiende la soberanía del número como fuente del derecho, y en estos principios se fundó Milton para legitimar la sentencia de muerte dictada contra Carlos I, y la dictadura de Cromwell ejercida en nombre de la libertad y del derecho de los más para imponer su voluntad a los menos.

Al lado de estos pensadores político-filosóficos bien puede colocarse a don Diego Saavedra Fajardo (1584), que en sus Empresas políticas es filósofo sin separarse de las enseñanzas católicas, y al P. Juan de Mariana, que en sus tratados sobre la educación de los príncipes, y en el dedicado al cambio del valor de la moneda, lleva el espíritu de libertad hasta conclusiones tan atrevidas, que para unos fueron objeto de [76] singulares alabanzas, así como para otros de censuras y condenaciones absolutas.{21}

XLV.

Todas las escuelas de tendencias materialistas pretenden haber defendido siempre la libertad individual contra los prejuicios del principio de autoridad y del dogmatismo idealista. Sin afirmar nosotros que esta pretensión carezca de todo fundamento, necesario es confesar que la historia de la filosofía presenta pensadores sensualistas, y aun materialistas, que están muy lejos de sostener las doctrinas liberales.

Recordemos acerca de esto el famoso Leviathan del materialista Hobbes, donde se establece el derecho positivo sobre la siguiente máxima que puede justificar toda tiranía: non veritas, [77] sed autoritas, facit legem: recordemos al platónico Pedro Ramus, asesinado villanamente en la noche de San Bartolomé por las instigaciones de los secuaces del sensualismo aristotélico, capitaneados por el escolástico Charpentier: y viniendo a la historia de la ciencia española, recordemos también el libro de Juan Ginés de Sepúlveda, titulado: Dialogus de justis belli causis contra indos suscepti, sive democrates alter, fundado en la doctrina de Aristóteles, donde se defendía, o por lo menos se disculpaba, la esclavitud de los indios y el derecho de conquista en las tierras americanas.

Ciertamente que señalar la autoridad, y no la justicia, como origen del derecho; usar el puñal como argumento científico; y sostener la esclavitud y la conquista como medios propios para realizar el bien, son doctrinas y hechos que difícilmente se conciertan con el espíritu liberal, de que tanto se ufanan las escuelas empíricas.

Habiendo citado el Dialogus de justis belli causis no nos parece fuera de propósito dar algunas noticias biográficas de su autor Juan Ginés de Sepúlveda, y recordar la célebre controversia que produjo la apreciación de las teorías que en este libro se estatuían como verdades fundamentales de la filosofía del derecho. [78]

XLVI.

Juan Ginés de Sepúlveda nació en Córdoba el año de 1490; estudió filosofía en la universidad de Alcalá de Henares, y después en el colegio de San Clemente de Bolonia, donde fue discípulo del célebre Pomponacio.

Noticioso Carlos V de los talentos y literatura de Sepúlveda, le nombró su cronista el año de 1536; y para llenar cumplidamente las obligaciones de este honroso cargo, siguió al emperador en varias jornadas, gozando del permiso de consultarle todas las dudas que le ocurriesen.

Cuando escribió Juan Gines de Sepúlveda el ya citado Dialogus, en vano pidió al consejo de Indias la licencia para su impresión, y aún continuaba en gestiones para conseguirla, cuando llegó a España en 1547 el caritativo obispo de Chiapa, Fray Bartolomé de las Casas, que habiendo entendido la pretensión de Sepúlveda, se opuso a ella, por considerar en alto grado dañosa la publicación de tal libro. Entonces el consejo consultó a las universidades de Salamanca y Alcalá, las cuales dijeron que la obra de Sepúlveda no se debía imprimir por contener doctrina insana para el bien de la [79] república. No conformándose nuestro autor con este juicio, escribió una apología del Dialogus y la mandó a Roma, donde la dio a luz su amigo el ilustre anticuario don Antonio Agustín. Finalmente, para poner fin a esta ruidosa controversia, en 1550 mandó el César que se celebrase una junta de teólogos y juristas en Valladolid, ante la cual el obispo Las-Casas y el cronista Sepúlveda expusiesen sus opuestas opiniones acerca del derecho con que se realizaba la conquista de las Indias. Comenzáronse en efecto las sesiones de esta junta, pero se suspendieron bien pronto sin resolver nada, por haber tenido el emperador que entender en asuntos de mayor urgencia, aunque quizá de menor importancia. La oposición que encontraron las teorías de Sepúlveda por parte de los teólogos y juristas de su época, son una señal, si no una prueba, del espíritu de justicia que siempre ha reinado en la Iglesia y la ciencia española; espíritu de justicia generalmente desconocido, y aun negado, pues como dice un escritor contemporáneo,{22} «leyendo únicamente traducciones [80] y apreciando los hechos históricos por el criterio protestante que combatieron nuestros padres dos siglos enteros, o bien por el prisma de la soberbia francesa que mantuvieron nuestras banderas en humillación tantos años, hemos llegado a ser extranjeros en nuestra propia patria, y cada pensamiento que se desprende de nuestra inteligencia cae como una maledición sobre los restos venerables de nuestra nacionalidad y de nuestra gloria.»

Juan Ginés de Sepúlveda falleció en 1573, y sus obras completas se publicaron en cuatro tomos en cuarto, bajo la dirección de la Real Academia de la Historia, el año de 1780.

XLVII.

La mayor parte de los reformadores protestantes se declararon decididos adversarios del escolasticismo. Los pensadores católicos, así en España como en Italia, tomaron la defensa de este caduco sistema filosófico, considerando erradamente que la forma de la ciencia, que se transforma y muda, se hallaba ligada a las imperecederas verdades de la revelación, que eternas quedan y en todo cambio permanecen. Por esta causa desde mediados del siglo XVI hasta [81] principios del XVIII, la ciencia ibérica abate sus vuelos, y olvidando las enseñanzas de los Lulios y Vives, Morcillos y Pereiras, se encierra en la dialéctica infecunda del ergo, del concedo y del distingo, pretendiendo negar la ley de transformación que gobierna al universo, ya por medio de la muerte de los individuos en el orden físico, ya por medio de la desaparición de las formas científicas en el orden intelectual.

A pesar de haber consagrado sus inteligencias a sostener una ciencia atrasada, son dignos de mencionarse el cardenal Toledo (1532), Gabriel Vázquez, Rodrigo Arriaga, Pedro Hurtado de Mendoza, el monje cisterciense Oviedo, Domingo de Soto (1494) y el P. Francisco Suárez, cuyos méritos se hallan confirmados en sus varias y eruditas obras, y en los opuestos juicios de los sectarios y contradictores de las teorías escolásticas.

XLVIII.

Entre todos los pensadores que acabamos de citar, merece el primer puesto y lugar de preferencia Francisco Suárez, al cual llama un erudito historiador de la ciencia española, príncipe de los escolásticos, que fueron sus contemporáneos, [82] y cuyas doctrinas sobre el derecho están siendo objeto de grandes estudios en algunas academias de la docta Alemania.

Francisco Suárez, nació en Granada el año de 1547, vistió el ropón de jesuita en el de 1564; explicó con gran reputación y aplauso en las universidades de Alcalá, Salamanca, Roma, y por último en la de Coimbra, donde fue primer catedrático de teología, y murió en Lisboa el año de 1617.

Compuso Suárez gran número de obras, algunas originales y otras comentando y ampliando las ideas expuestas por el Ángel de la escuela en la Suma teológica, en lo cual aventaja a todos sus contemporáneos que se ocuparon del mismo asunto, como puede verse en el libro que recientemente ha publicado el académico francés M. A. Franck, sobre los reformadores y publicistas de la edad media y del renacimiento, y en la obra del presbítero M. Morel que lleva por título Los católicos liberales.{23} [83]

XLIX.

No debemos pasar en silencio el nombre de un escritor que fue considerado en su siglo como un prodigio de ciencia, y que hoy está de todo punto olvidado, con injusticia tan evidente, como es dudosa la exactitud del apasionado juicio que alcanzó de sus contemporáneos.

Juan Caramuel Lobkowitz, que es a quien nos referimos, nació en Madrid el año de 1606. A semejanza de Pascal, se dedicaba en su niñez a resolver los problemas más arduos que presentan las ciencias matemáticas; y mientras sus compañeros de estudios se entretenían en los pueriles juegos propios de su edad, Caramuel observaba el movimiento de los planetas e intentaba calcular el curso de sus revoluciones.

Después de haber estudiado filosofía en la universidad de Alcalá, tomó el hábito en el monasterio de la Espina, que pertenecía a la diócesis [84] de Palencia; estudió por segunda vez la filosofía en Salamanca bajo la dirección del célebre catedrático Manrique, y de aquí pasó a Alcalá, en cuya universidad explicó teología por espacio de tres años, al cabo de los cuales, fue nombrado abad de Melrosa, en Escocia, y después de haber desempeñado otras varias prelacías, fue elegido obispo de Campaña y posteriormente de Vigébano, en el Milanesado, en donde murió el año de 1682.

El obispo Caramuel recorrió todos los órdenes de los conocimientos humanos, pues afirma uno de sus biógrafos que se había propuesto ser una enciclopedia viva. Se aplicó con singular afán al estudio de las lenguas orientales y sobre todo a la de los chinos, conociendo antes que otro alguno la importancia de esos monumentos primitivos de la civilización que hoy estudian y comentan los primeros sabios de Europa.

Entre las obras del obispo de Vigébano citaremos la que se titula Teología dudosa, donde examina las objeciones hechas al catolicismo en nombre de las doctrinas protestantes; la Gramática cabalística y la Nueva dialéctica metafísica, donde se propone explicar los conceptos oscuros de los filósofos escolásticos, todas las [85] cuales atestiguan su claro ingenio y vastísima ciencia, y explican, hasta cierto punto, el entusiasmo de uno de sus admiradores, el cual afirmaba, refiriéndose a la última de las obras citadas, que si Dios dejase perecer las ciencias en todas las universidades del mundo, sólo las obras de Caramuel serían suficientes para hacerlas renacer.

L.

En la época de que ahora nos ocupamos en estos desaliñados apuntes, aparece un escrito de gran celebridad literaria, pero cuya significación científica sólo ha comenzado a conocerse cuando el erudito colector de sus obras en la Biblioteca de autores españoles, D. Aureliano Fernández Guerra, demostró amplia y cumplidamente que el Quevedo satírico encubría un gran moralista y aun pudiera decirse que un ilustre filósofo, cuyas originales concepciones son en mucho superiores al escolasticismo reinante entre el vulgo de los escritores del reinado de Felipe IV.

No seguiremos al Sr. Fernández Guerra en sus doctos comentarios sobre el mérito de Quevedo, como escritor polígrafo, lo cual sería [86] ajeno a la índole concreta de estos estudios filosóficos, en que sólo podemos ocuparnos de la literatura como de pasada e incidentalmente.

Nos limitaremos, pues, a explicar una contradicción que algunos pretenden hallar en las doctrinas morales del ilustre autor del Sueño de las calaveras, y esto nos dará ocasión para hacer algunas consideraciones sobre dos antiguos sistemas filosóficos que se fundan en un mismo principio, y cuyas aplicaciones prácticas aparecen opuestas y en su fundamento inconciliables.

——

{20} Leibnitz escribió en una de las cartas que se hallan citadas en las Memorias de Trevoux del año de 1727 las siguientes palabras: «Yo tengo tanta mayor compasión de la infeliz suerte de Servet (se refiere a su muerte en un suplicio), cuanto que su mérito había de ser extraordinario, pues hoy se halla bien probado que tenía un conocimiento de la circulación de la sangre muy superior a lo que antes se sabía acerca de esta materia.»

{21} El anglo-americano Wheaton, en su Historia del derecho internacional, hace constar que muchas de las ideas jurídicas del célebre Hugo Grocio acerca de los fundamentos del derecho natural y de gentes se hallan tomadas de las obras escritas anteriormente por los teólogos y legistas españoles Soto, Suárez, Ayala, Vázquez y algunos otros. Hefter en su obra intitulada: Derecho internacional público de Europa dice: «El español Francisco Suárez, que es el primer autor importante de derecho internacional, hace mención de su tratado, De legibus ac de Deo legislatore, de los usos desde largo tiempo atrás observados en las relaciones recíprocas de los Estados europeos; el derecho consuetudinario de las naciones cristianas,» Hallan y Janet también han indicado los grandes merecimientos de los tratadistas españoles de derecho natural, que florecieron en la época del renacimiento.

{22} El Excm. Señor don Antonio Cánovas del Castillo en los artículos publicados en el Semanario Pintoresco Español del año de 1849, que llevan por título: Breve reseña del estado que alcanzan las ciencias históricas en España, y apuntes críticos sobre las obras de este género nuevamente publicadas.

{23} Ya hemos indicado en una nota anterior los elogios que han merecido los tratadistas españoles de derecho natural, y principalmente Suárez, de los juristas extranjeros Weathon, Hefter, Hallam y Janet. Si quisiésemos añadir a estas autoridades el testimonio de los escritores nacionales, citaremos El protestantismo comparado con el catolicismo, del inmortal Balmes, donde se pone de manifiesto la profundidad de las teorías políticas de Suárez; el juicio que emite el señor Benavides en su artículo titulado: Breve comparación entre los tiempos antiguos y los modernos, [83] (primer tomo de la Revista Española) cuando afirma que el jesuita Suárez puede considerarse como el más importante de los políticos del siglo XVI; y por último, el estudio sobre el derecho natural que publicó en La América el Sr. Moron, donde se sostiene la opinión de que aún no está suficientemente reconocido, el gran mérito de las doctrinas filosófico-jurídicas expuestas por los teólogos y publicistas españoles de los siglos XVI y XVII.

 
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 69-86.}


filosofia.org
Proyecto Filosofía en español
© 2000 filosofia.org
Luis Vidart Schuch
historias