Luis Vidart Schuch (1833-1897)La filosofía española (1866)

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III. Iniciadores del hegelianismo

<   Breves indicaciones sobre el estado actual de la filosofía en España   >

La influencia de las modernas teorías de la filosofía alemana comenzó a manifestarse en España por los años de 1850, ya en algunos artículos de periódicos, ya, y más principalmente, en las explicaciones orales de varios catedráticos de nuestras universidades y en las discusiones de los ateneos y academias científicas. Estos trabajos pasaron casi desapercibidos hasta que dos publicistas, cuya importancia política es innegable, comenzaron a popularizar, más bajo el aspecto social que bajo el filosófico, las teorías sobre el progreso enseñadas por la escuela hegeliana.

D. Francisco Pi y Margall

A favor de la gran libertad de imprenta que siguió al triunfo revolucionario de 1854, el Sr. Francisco Pi y Margall pudo publicar un libro titulado: La reacción y la revolución, estudios políticos y sociales (1855); que por su forma recuerda los vehementes escritos de P. J. Proudhon, y cuyas ideas fundamentales se hallan inspiradas en las [167] que proclama la extrema izquierda hegeliana como la última palabra de la ciencia moderna.

Nada más diremos sobre este libro, porque fuera indigno combatir sus teorías, cuando la legislación vigente de imprenta no consentiría a su autor defenderlas con la amplitud necesaria para poder expresar claramente su concepción científica y sus lógicas consecuencias.

D. Emilio Castelar

Hegeliano también es un insigne orador, cuya palabra tiene el secreto de robar el corazón y suspender el juicio de sus propios adversario, aun cuando quizá examinados con atención sus discursos no se hallen exentos de censura semejante a la que se hace a las construcciones orientales; la demasiada riqueza o abundancia de adornos, que impide contemplar la unidad esencial y el pensamiento generador, fuente de toda belleza, así en el Universo que creó Dios, como en las obras de arte que produce el hombre.

No sabemos si por las palabras que anteceden se habrá conocido que nos referimos al señor D. Emilio Castelar, el cual aunque no ha escrito ninguna obra dedicada exclusivamente a tratar de filosofía, su Historia de la civilización en los cinco primeros siglos del cristianismo (1858): su folleto titulado La fórmula del progreso (1858) y sus [168] artículos de polémica con el Sr. Campoamor y con el Sr. Valera; pueden considerarse como una exposición, más o menos didáctica, de la filosofía hegeliana.

Pero, según nuestro juicio, el escrito en que el Sr. Castelar ha precisado más su pensamiento filosófico es en el discurso pronunciado en el Ateneo de Madrid el día 13 de Mayo de 1861, resumiendo la discusión habida en la sección de ciencias morales y políticas, sobre la idea del progreso.

Después de exponer el Sr. Castelar en este discurso cómo se había formado, primero, la idea subjetiva del progreso, y más tarde su idea objetiva, llega el sistema de Hegel y hace este brillantísimo resumen de sus teorías, que copiamos gustosos, a pesar de su extensión, para perfumar con la fragancia de una flor imaginaria el árido camino de nuestra exposición histórica:

«Mas era necesaria una síntesis de estas dos determinaciones objetiva y subjetiva del progreso, síntesis que dio la filosofía que ha sido llamada filosofía del siglo XIX. El ser es el primer principio de esta filosofía; primer principio como el universo indico, el Dios platónico, la materia aristotélica y la unidad alejandrina; y el llegar a ser, o el suceder, es al trabajo del [169] ser para realizarse, y es respecto al ser lo que la energía es respecto a la causa en Aristóteles y los peripatéticos, y lo que el acto es respecto a la potencia en Santo Tomás y los escolásticos y esa esencia del ser es la idea, idea tan abstracta y tan indeterminada en su principio, que se confunde casi con el no ser: y la idea tiene tres términos, generación, destrucción, reproducción; esencia, noción, juicio; tesis, antítesis, síntesis; y el llegar a ser de la idea o movimiento de la idea es la dialéctica, que marca estos tres términos en todo lo existente y en todo lo posible, y los encarna en serie progresiva; y la primer encarnización de la idea es la naturaleza, donde la trilogía tesis, antítesis y síntesis, se reproduce en la naturaleza mecánica, química y orgánica; y la naturaleza mecánica es cohesión, repulsión o armonía y atracción; y la naturaleza química es azoe, carbono y oxígeno, y la naturaleza orgánica es mineral, vegetal y animal; y la idea concreta de la naturaleza es la tierra, que reproduce los tres términos en su vida: primero, vida solar, cuando está confundida en el caos del gran todo; segundo, vida de cometa, cuando comienza, desprendida del sol, a errar por los espacios: tercero, vida planetaria y esférica; y como planeta reproduce los tres términos en los terrenos [170] primarios, secundarios y terciarios, y en el humus brota ya un nuevo progreso de la idea; el vegetal que reproduce los tres términos en la lignificación y circulación de la savia y la reproducción por la flor, el fruto y la semilla; y sobre el vegetal se levanta el animal, que reproduce los tres términos en su sistema bilioso, sanguíneo y nervioso, y que se desarrolla en serie progresiva desde el infusorio al zoófito, desde el zoófito al pólipo; desde el pólipo al molusco, desde el molusco al pez, desde el pez al anfibio, desde el anfibio al reptil, desde el reptil al ave, desde el ave al mamífero, desde el mamífero al hombre; donde la naturaleza se agota y comienza el espíritu, y el espíritu no muere porque es orgánico, y no se descompone, antes vive por sí, por su libertad, y encierra también la trilogía como sujeto, objeto y sujeto-objeto o absoluto; y el espíritu como sujeto se encarna en tres términos: en la familia, en el Estado, en la humanidad; y la humanidad vive en la historia, que tiene su trilogía en el Oriente, el mundo greco-romano y el mundo moderno, y como objeto, el espíritu se encarna en el arte que es simbólico, clásico y romántico: y del arte pasa a la religión, que es primero religión de la naturaleza, desde el culto [171] fetichista hasta el culto de la luz; religión del espíritu, del arte en Grecia, del entendimiento y la política en Roma, de la idea metafísica en Judea; y por último, la religión es religión de lo absoluto en el cristianismo; y de la religión del espíritu pasa a la filosofía donde tiene plena conciencia de sí misma: sistema asombroso que podréis negar, en el cual no querréis arrojar vuestros penates ni confundir nuestra personalidad, río sin ribera, movimiento sin término, sucesión indefinida, serie lógica, especie de serpiente que desde la oscuridad de la nada se levanta al ser y del ser a la naturaleza, y de la naturaleza al espíritu, y del espíritu a Dios, enroscándose en el árbol de la vida universal, sistema asombroso que podréis rechazar, pero que no podréis de ninguna suerte desconocer, como el esfuerzo más grande que la razón humana ha hecho para dar conciencia de sí a la gran idea del siglo, a la idea del progreso.»

Nosotros, que pertenecemos al número de los que no quieren arrojar sus penates, ni confundir su personalidad en el asombroso sistema de Hegel, admirando la elocuencia de su expositor, repetimos el dicho de Lupercio de Argensola:

¡Lástima grande
Que no sea verdad tanta belleza! [172]

Lástima grande que este sorprendente sistema descanse en la esencia del ser, idea tan abstracta y tan indeterminada en su principio que, según el Sr. Castelar, casi se confunde con el no ser, y según nosotros, fundándonos el la autoridad del mismo Hegel, que afirma que el ser y la nada son idénticos, esta esencia del ser es la nada misma; y así no sin motivo dice el Sr. Sanz de Río en su introducción a la metafísica de Krause que el hegelianismo es «una magnífica construcción pendiente en el aire» y que en su teoría de venir a ser «todas las grandes cuestiones de la vida son borradas y suprimidas, que no resueltas, desde que la sustancialidad es un momento contrario con la accidentalidad, destinado a ser resuelto en otro momento superior y más verdadero.»

Después de la exposición del sistema de Hegel, el señor Castelar que pertenece a la derecha hegeliana, se resuelve contra los Feuerbach, Bruno Bauer y Max Stirner, considerándoles como desnaturalizadores de la doctrina de su maestro, y dice: «El escollo de esta filosofía se vio bien pronto. Al pie de ella brotó una escuela que era respecto a su fundador, lo que los sofistas respecto a Heráclito y los cínicos respecto a Sócrates. La extrema izquierda negó todo [173] principio absoluto; no reconoció más ley moral que el desarrollo de esta idea en la conciencia que ha sacrificado al anciano inútil y al niño deforme; ni más derecho que el guardado en los Códigos, justificando así toda tiranía y toda servidumbre; ni más arte que los monumentos esparcidos por la humanidad en su camino, desde el templo troglodita, que se hunde en las entrañas de la tierra, hasta la aguja gótica que se pierde en los arreboles del cielo; ni más ciencia que la serie de sistemas por donde ha pasado el hombre, desde el escepticismo al dogmatismo, desde el materialismo al idealismo; ni más sustancia que el fenómeno, ni más esencia que el accidente, ni más principio que el movimiento; ideas que en todos tiempos rechazará la razón humana, pues en nombre de la eterna moral aprobará el bien y condenará el mal; y en nombre de la eterna verdad anatematizará el error; y en nombre de la eterna hermosura comprenderá el arte y pondrá todas sus ideas en lo incondicional y en lo absoluto; y separando los miserables y transitorios hechos buscará en Dios, en ese primer principio, el ser que preside toda la vida y el motor inmóvil que impulsa todo el movimiento de la historia».

Realmente que dadas las premisas que sienta [174] el sistema de Hegel, los sectarios de la extrema izquierda son los hegelianos más lógicos, pero en cambio los que, como el Sr. Castelar, ponen empeño en acordar la concepción del transcendentalismo divino con la inmanencia de la teoría universal venir a ser, manifiestan en esto un muy honrado propósito digno de eterna loa, siquiera sea de todo punto irrealizable.

 
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 166-174.}


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