Luis Vidart Schuch (1833-1897)La filosofía española (1866)

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<   La idea de la fuerza en la edad moderna   >

Estudios contemporáneos, por Francisco M. Tubino, de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. 1 vol. Sevilla 1865.

I.

No vamos a juzgar el último libro que ha publicado el Sr. Tubino. Nos proponemos principalmente examinar una de las ideas generales que en sus páginas se halla escrita y sostenida con singular entusiasmo; idea importantísima, porque sirve de enseña a algunos de nuestros partidos políticos; idea que nació entre los esplendores del renacimiento, abriendo la primera página de la edad moderna; precedió en Inglaterra al establecimiento de su libertad [261] política; dio a Francia días de épica grandeza, aun cuando manchados por las negras sombras de criminales y sangrientas hecatombes; idea, en fin, que ha dado nombre al ciclo histórico en que vivimos, que con exactitud ha sido llamado: edad de las revoluciones.

Inspirándose en el estado presente de la política española y en la tradición histórica de nuestros días, ha escrito el Sr. Tubino en el libro que ahora nos ocupa:

«La ley de las revoluciones es la ley de la humanidad y la ley del universo. Quien quiera negarlo, negará, si le place, que el sol alumbra, y que el fuego quema. A la ley física de las revoluciones geológicas corresponde la ley moral de las revoluciones científicas, económicas, políticas, literarias y sociales. El progreso siempre procede así: grandes protestas, grandes crisis y grandes soluciones, para volver nuevamente al mismo tema. La tesis, que es lo desconocido, se propone primero como una aspiración de los descontentos del presente, que se adelanta a su tiempo; la antítesis es el pasado, que no quiere ceder ni una línea del presente que domina con su instinto conservador; la síntesis es la revolución triunfante, la negación que se afirma, la protesta atendida, la necesidad satisfecha, la [262] utopía transformada, en verdad demostrada y consentida. El paso de lo analítico a lo concreto no se verifica sino a costa de grandes esfuerzos y transformaciones. Cuando no se derraman ríos de sangre, se vierten torrentes de lágrimas; cuando la idea no se depura en las hogueras del Santo Oficio, pasa por los horrorosos trances de la revolución de 1793. Siempre lo mismo, desde Eva hasta nosotros. No sale al mundo una idea, como no sale a la luz del sol un ser, sin dolores y sin llanto, sin sacrificio y sin estruendo. El germen, cuando brota de la tierra, la rompe, destruyendo la película que cual madre cariñosa lo envolvía: la crisálida no se convierte en mariposa sino haciendo pedazos el capullo que la encerraba: el animal, como la criatura, desgarran las entrañas maternales antes de aspirar el primer hálito de la existencia.»

He aquí la predicación revolucionaria del señor Tubino, adornada con la aparatosa forma lógica de la escuela hegeliana, y embellecida con ingeniosos símiles tomados de los cuatro reinos de la naturaleza.

II.

Sin parar mientes en lo que el Sr. Tubino [263] llama el paso de lo analítico a lo concreto, lo cual se nos antoja algo turbio, vamos a investigar, según nuestro leal saber y entender, los fundamentos y antecedentes históricos que sirven de base a la doctrina revolucionaria desenvuelta por el autor de los Estudios contemporáneos en la introducción de este libro.

Toda negación implica una afirmación. El siglo XIX niega su fe a las ideas absolutas, y como consecuencia inmediata, afirma la absoluta verdad de los hechos transitorios. No es otra la enseñanza de Proudhon, cuando dice, al exponer su teoría del progreso: «Toda verdad sólo se halla en la historia, como toda existencia sólo está en el movimiento y en la serie.» El mismo espíritu sigue Mr. Edmundo Scherer cuando, examinando el sistema de Hegel escribe lo siguiente: «Lo absoluto no es solamente inconcebible, es contradictorio. ¿Cómo se define? Por la ausencia del límite. Lo absoluto es, pues, una forma negativa: solamente esta forma negativa es concebida como una realidad y como una sustancia. Bien considerado, lo absoluto es la personificación de la nada: es decir, la contradicción misma.» Ferrari, el celebrado autor de la Historia de la razón de Estado y de las Revoluciones de Italia, ha proclamado las mismas [264] doctrinas, diciendo que el conocimiento de la verdad absoluta es imposible para el entendimiento humano, y que la observación sistemática de los hechos es el único fin de la verdadera filosofía.

En campo muy opuesto al de los pensadores racionalistas que dejamos citados, se hallan también algunos mantenedores de la negación de toda verdad absoluta conocida racionalmente. Esos tres escritores cuyos nombres casi siempre se leen juntos, De Maistre, Bonald y Valdegamas, reduciendo la razón humana a los estrechos límites de comprender, mediante el auxilio de la divina gracia, las enseñanzas de la revelación sobrenatural, proclaman también la imposibilidad de que el flaco y oscuro entendimiento humano pueda llegar jamás al conocimiento de la verdad, y algunos de sus secuaces llegan por este camino a errores tan lamentables, que han merecido la reprobación de toda crítica desapasionada y hasta las condenaciones de la Iglesia católica.

III.

¿Sabéis lo que significa la negación de lo absoluto? El ateísmo. Lo absoluto es el ser, y Dios [265] se definió a sí mismo, diciendo: Yo soy el que es. Es decir, Dios es el ser por esencia, el ser de toda realidad absoluta. Negado Dios, sólo resta la nada.

Así es; al negar el conocimiento posible de lo absoluto dentro de las condiciones de lo humano, se niega también toda verdad relativa; es, por lo tanto, la negación de toda verdad; es caer en el nihilismo absoluto. Y la razón es obvia: ¿Qué significa lo relativo, si desconocemos algo absoluto en que se funde esta relación?

Pero, cuando halláis negado toda verdad racional, habrá quedado en pie un hecho eterno: la imperfección humana: que da lugar a una cuestión pavorosa: el problema del mal.

Los pensadores racionalistas al encontrarse enfrente de esta dificultad suprema, han ideado una solución verdaderamente sorprendente; han negado la realidad de la existencia del mal. Han hecho más: han llegado a sostener que el mal es el bien, porque en último término de todo mal transitorio, resulta un bien permanente. Por este camino, Cousin levanta altares al Dios éxito, y Proudhon sublima la guerra, y Ferrari dice «que la revolución es el triunfo de la filosofía destinada a dirigir la humanidad.» [266]

Y en el otro bando que ya hemos indicado, fudándose en consideraciones muy distintas, y salvándose por la fe de los abismos de la lógica, el conde de Maistre presenta al verdugo como el eterno fundamento del orden social (1), y Valdegamas escribe el siguiente capítulo en su célebre y celebrado Ensayo: «Que nuestro Señor Jesucristo no ha triunfado del mundo por la santidad de su doctrina, ni por las profecías y milagros, sino a pesar de todas estas cosas»; lo que significa que este triunfo fue debido únicamente a una fuerza sobrenatural.

{(1) He aquí las palabras del conde de Maistre, que prueban la exactitud de nuestra aseveración: «Toda fuerza, toda grandeza, todo poder, toda subordinación, no tiene más pedestal que el verdugo. Este agente, que a todos inspira terror, es el lazo de la asociación humana. Quitad del mundo a este agente incomprensible, y veréis que desde luego desaparecerá el orden; el caos se asentará en su trono de tinieblas; las coronas caerán en el polvo, y la sociedad se conmoverá hasta en sus últimos fundamentos. El omnipotente que es el autor de la soberanía humana, lo es también del castigo, y ha constituido la tierra dándola por extremo estos dos polos.}

Hasta las ciencias naturales, en el movimiento sintético que hace algunos años se ha iniciado, pretenden encontrar en un principio único la transformación de la fuerza, el modo y forma de explicar satisfactoriamente los complicados fenómenos del magnetismo, la electricidad, el calor y la luz. [267]

He aquí cómo de todas partes parece que se oyen descompasadas exclamaciones que proclaman como verdad inconcusa: la razón humana ha muerto; llegados son los tiempos del imperio de la fuerza.

IV.

¡La glorificación de la fuerza! La glorificación de la fuerza en la segunda mitad del siglo XIX, tal es lo que significa la doctrina revolucionaria que sustenta el Sr. Tubino en el párrafo de su último libro que dejamos transcrito.

Se dice, por los sectarios de estas doctrinas, que toda revolución ha traído un nuevo elemento de vida a la historia de la humanidad: que toda revolución es legítima, porque reconoce como causa el necesario desenvolvimiento de las ideas, que rompe los moldes estrechos del pasado y abre nuevos horizontes de verdad, ante los ojos asombrados de los individuos y de los pueblos.

Quizá no fuera aventurado el afirmar que los verdaderos o falsos bienes que han seguido a algunas de las revoluciones modernas, se han producido a pesar del espíritu que las inspiraba, [268] son cabalmente la negación de este espíritu. Así vemos, que la revolución religiosa del siglo XVI proclamaba un misticismo intolerante, y sus consecuencias han sido la tolerancia, cuando no la indiferencia religiosa.

Del mismo modo el espíritu de completa igualdad domina sobre toda otra idea entre los puritanos ingleses, y hoy la sociedad del Reino Unido, es una de las más apegadas a conservar los privilegios de la aristocracia, y a sostener la diferencia de la cuna como un legítimo derecho para tomar parte en la gobernación del Estado (1).

{(1) Como resultado de las doctrinas acerca de la igualdad que sostenían los puritanos, apareció la secta, mitad religiosa y mitad política, de los levellers (niveladores); que pretendían deducir de algunos textos de la Biblia y de los Evangelios, la necesaria destrucción de todas las diferencias sociales, sin excluir las que son producidas por el derecho de propiedad. ¿Se quiere saber lo que resta en Inglaterra de ese espíritu nivelador que guiaba a los revolucionarios de 1649? Léase la concienzuda obra de Eduardo Fischel sobre la Constitución inglesa, y se hallará el siguiente juicio: «Necesario es confesarlo; frecuentemente el prestigio de la aristocracia, es suficiente para hacer ilusoria la igualdad ante la ley.» Léanse las obras de Bulwer, y se encontrará esta afirmación: «El pobre en Inglaterra, es considerado como si fuese un malvado.»}

Por último, ¿cuál es la idea que guía a los revolucionarios franceses de 1793? El contrato social de Rousseau, la soberanía del mayor número. ¿Cuál es la bandera de la democracia de nuestros días? La negación de este principio, el [269] reconocimiento de los derechos naturales como por cima de toda determinación de la ley y de todo acuerdo de la soberanía nacional.

Pero dado, y no concedido, que las revoluciones pasadas hayan sido legítimas, ¿habríamos de inferir de esto que la revolución es una ley permanente en la historia, que la revolución es una condición necesaria de todo progreso humano, según pretende el Sr. Tubino? No en verdad. Esas luchas en que se opone la fuerza a la fuerza y que se llaman desafío entre los individuos, guerra entre las naciones, revolución o reacción entre los pueblos y sus gobiernos, tal vez se justifiquen algunas veces dentro de la condicionalidad histórica; jamás podrán formar parte del ideal de perfección absoluta que guía a la humanidad por el sendero de la vida.

Es muy de notar que el cristianismo, la más profunda renovación social que registra la historia, no venció las tinieblas del mundo antiguo apoyándose en la fuerza que resiste, antes bien en el sacrificio que se resigna, y al parecer, cede y sucumbe. Y esto es así, porque el sacrificio tiene una fuerza inextinguible, la resistencia lo pone de manifiesto, la injusticia lo corona, la muerte lo glorifica.

Levantemos nuestros ojos a las serenas [270] regiones del bien absoluto, apartemos la vista con honda pena de ese pesimismo revolucionario o reaccionario, que no sabiendo resolver los conflictos sociales que anublan el porvenir de Europa, pide a las espadas lo que no halla en la razón; la ley de vida de las transformaciones históricas.

V.

Dijimos al comenzar este artículo, que no pretendíamos hacer el juicio crítico de los Estudios contemporáneos; así es que nos hemos limitado a combatir, con toda la energía que presta una convicción profundísima, la tendencia empíricamente revolucionaria que en sus páginas domina; tendencia que puede decirse que es el espíritu no santo que ha guiado la pluma del Sr. Tubino.

Pero, fuera injusticia notoria, terminar aquí nuestra tarea y no decir los méritos que avaloran los Estudios contemporáneos, después de habernos detenido tanto en señalar lo que nosotros consideramos como una torcida dirección de la inteligencia de su ilustrado autor. Bien es cierto que el Sr. Tubino, tal vez debiera mirar nuestra crítica con ojos de benevolencia, pues [271] en definitiva pudiera producirle, en el caso remoto de que nuestras palabras fuesen escuchadas, la aureola de popularidad que hoy rodea a los muchos defensores que tiene en nuestra patria la idea revolucionaria. No excusaremos, sin embargo, elogios merecidos, dado que nuestra humilde pluma, difícilmente conseguirá llamar la pública atención sobre las populares ideas que encierra el libro del Sr. Tubino, en ciertas cuestiones de aplicación práctica, y quizá muy próxima.

Divídense los Estudios contemporáneos en tres partes. La primera se titula: Los intereses morales y los materiales, y se halla consagrada a examinar las causas que han producido el predominio de la materia sobre el espíritu en las sociedades modernas, y los medios de conjurar las tristes consecuencias que cual negras nubes hoy enturbian los horizontes de la civilización europea. Erudito y exacto el Sr. Tubino en la parte histórica y crítica de este estudio, hemos de confesar que los remedios que propone para el mal que todos lamentamos, nos parecen poco conformes con las premisas que deja sentadas, y muchos menos con la realidad de la vida. Dice el Sr. Tubino que «la libertad es el medio seguro de regenerar física y moralmente al [272] hombre y a la humanidad:» cierto; pero la verdad es que los individuos como los pueblos siempre tienen en sí la posibilidad de ser libres, de ejercer su libertad, pero sólo pueden realizar en acto esta libertad cuando son buenos. Para nosotros es evidente la verdad de aquel célebre apóstrofe: ¿queréis ser libres y no sabéis ser virtuosos?

VI.

El segundo estudio se titula: Filosofía política. El problema administrativo. Comienza el Sr. Tubino este estudio por una disquisición filológica acerca del valor de la palabra autoridad, que no carece de importancia, pues el lenguaje tiene en sí un valor en cierto modo independiente de la voluntad humana. Pasa luego en revista los sistemas que han dominado en la filosofía política desde Platón y Aristóteles hasta los modernos filósofos alemanes, los doctrinarios franceses y los individualistas anglicanos. Es digno de loa en este trabajo histórico la parte que consagra el Sr. Tubino a la exposición de las doctrinas políticas del P. Juan de Mariana, que como hijo de España se halla olvidado en casi todas las obras que se escriben en el extranjero [273] relativas al asunto que ahora nos ocupa. También debemos llamar la atención sobre el concienzudo examen que hace el Sr. Tubino del Contrato social de Rousseau; examen muy necesario en nuestra patria, donde aún existen algunos políticos que ven en aquellas célebres palabras: cúmplase la voluntad nacional, la fórmula definitiva de la sociedad política.

En este estudio intenta el Sr. Tubino una clasificación filosófica de los sistemas políticos modernos, y dice que «Kant en el siglo XIX fue el representante de las escuelas subjetivas e individualistas, ya se denominasen naturalistas con Locke y Rousseau, ya racionalistas con Smith y Fichte.» Después añade:

«Al comenzar ese mismo siglo XIX, tres nuevas escuelas disputaban el triunfo a la individualista. La escuela histórica, que buscaba el origen del derecho, no en el individuo, sino en las realidades objetivas de la historia; la escuela teológica, que lo hallaba en Dios, y la filosófica en el ser absoluto. Estas escuelas se designan con el nombre de objetivas.»

Piensa el Sr. Tubino que la escuela histórica «representada en Inglaterra por Burke y en Alemania por Hugo y Savigny, asienta que el arte de organizar o perfeccionar un estado, no [274] se funda sobre principios abstractos establecidos a priori, sino sobre un estudio ilustrado del pasado histórico, tomando por elemento, no la individualidad, sino el ser colectivo considerado en su desarrollo...» «La escuela teológica, añade, fundada por los de Maistre y los Bonald, continuada después por Haller, Muller, y por Stahl hasta cierto punto, ha intentado buscar la fuente del derecho y de todas las instituciones en la revelación primitiva o en la Providencia, cuyos hechos conocemos por la fe y se manifiestan en la historia. En nuestros días esta doctrina ha tenido por apóstoles ardorosos a los Donoso, los Veuillot, los Gaume y los Raulica, y si bien se mira, no es más que la doctrina teológica de la edad media rejuvenecida.»

Por último, dice el Sr. Tubino que «la escuela filosófica a cuya cabeza aparece Schelling, se continúa después en Hegel y Krause, formando muchas agrupaciones que determinan modificaciones más o menos esenciales.»

Pasa después el Sr. Tubino a establecer una teoría sobre el socialismo, al cual considera divisible en tres clases: socialismo por la autoridad; socialismo por la libertad absoluta (anarquía), y socialismo ecléctico (el sistema constitucional). [275]

¿Son exactas las clasificaciones del Sr. Tubino que dejamos expuestas? En nuestro humilde juicio estas clasificaciones son un tanto arbitrarias, pues no se hallan fundadas ni en los axiomas constitutivos de la ciencia del derecho político, ni tampoco en la observación sistemática de los hechos históricos. Así vemos considerado a Kant como el mantenedor de la concepción puramente subjetiva del derecho, lo cual nos parece harto dudoso, pues la definición del derecho que dio este profundo filósofo, -conjunto de condiciones por medio de las cuales el libre arbitrio de cada uno puede coexistir con el de los demás, según la ley general de la libertad-, está muy lejos de negar la realidad objetiva de la ciencia del derecho, por más que no la funde sobre la base indestructible de la finalidad humana.

Del mismo modo nos parece que Hegel y Krause no pueden ser considerados como filósofos pertenecientes a una misma subdivisión. Doctos críticos contemporáneos han llegado a sostener que el realismo armónico de Krause debe ser considerado como la protesta que nació dentro de la escuela racionalista, destinada a rechazar el absorbente idealismo de las teorías de Hegel. Este solo hecho indica claramente las fundamentales oposiciones que existen en [276] los sistemas filosóficos de ambos pensadores.

Por último, el Sr. Tubino llega al problema acerca de los límites de la autonomía provincial e individual, y se declara descentralizador en administración y muy próximo al individualismo en ciencia social, y termina resumiendo sus opiniones en una cita de Proudhon. Hela aquí:

«Así como no existe un derecho de nacionalidad en virtud del cual una nación, sólo porque existe, pueda reivindicar su soberanía si a la vez no posee la fuerza y todas las cualidades que constituyen una nación en soberana; del mismo modo no existe un derecho en el hombre, en el ciudadano, en virtud del cual los individuos que componen una nación, sólo porque son hombres y ciudadanos, puedan exigir de sus gobiernos respectivos el respeto de sus libertades, si al mismo tiempo no poseen las cualidades características del ciudadano y del hombre, la energía, el valor, el conocimiento del derecho, las virtudes domésticas, la frugalidad en las costumbres, el amor al trabajo, y sobre todo, la resolución firmísima de sacrificar todos los bienes, incluso la vida, antes de permitir el menoscabo de su dignidad.» [277]

VII.

El último estudio está consagrado al problema electoral en sus relaciones con la libertad y la justicia. Como indica el señor Tubino en la introducción de su libro, este estudio «fue una obra de circunstancias, y en este concepto no podía prescindir de la influencia de los sucesos.» Sin embargo, no carece de valor la parte histórica de este escrito, y en la doctrinal se hallan algunos acertados consejos que no debieran olvidar los electores españoles.

Al terminar este estudio se propuso el Sr. Tubino demostrar la necesidad de los partidos políticos, y dice a este propósito:

«No es posible suprimir los partidos. Tan necesarios son los que se levantan a defender el pasado, siempre que lo hagan con sensatez, como los que se encaminan resueltamente a destruir lo que existe. Toda forma positiva, ha dicho un publicista distinguido, por muy satisfactoria que sea para el presente, contiene un germen de oposición para los intereses del porvenir. He aquí justificada la existencia filosófica de las oposiciones. Sin ellas no es posible el desarrollo fructuoso de las libertades, ni se [278] comprendería la palingenesia social. Negar la legitimidad de las oposiciones, equivale a afirmar la bondad del absolutismo. Hemos llegado hasta aquí, pues de aquí no pasemos. ¿No es esto? Pues esto es utópico, es paradójico, es absurdo... En las civilizaciones antiguas, el Estado lo era todo y nada el individuo. Ahora sucede lo contrario. Al dogma absoluto de la autoridad se ha opuesto el dogma progresivo de la libertad. Pero el Estado existe y es necesario defenderlo. ¿Quién lo representará en la lucha con el individuo? Los partidos conservadores, los que aceptan la difícil misión de hacer conciliable el principio de autoridad con el principio de libertad... Y he aquí nuevamente proclamada la necesidad de los partidos.

Mas esos partidos es preciso que estén siempre colocados a la altura de su siglo, que no sean un anacronismo, ni una negación. Es menester que esos partidos tengan una vida propia, ideas, creencias, métodos; que a la doctrina subjetiva corresponda la objetiva: es decir, que si en la región puramente teórica ostentan sus aforismos, en la región práctica tengan sus soluciones correspondientes.»

Es decir, que el Sr. Tubino sostiene la necesidad de los partidos que se apoyen en doctrinas [279] científicas. Pero si la ciencia, como la verdad, sólo es una, las soluciones prácticas fundadas en ciencia siempre serán esencialmente idénticas. En tanto, sólo pueden existir partidos formalistas, porque la forma es siempre variable, o asociaciones políticas para fines prácticos.

Fácilmente se distinguen hoy en Europa tres partidos políticos con relación a la forma de gobierno: republicanos, constitucionales y monárquicos: y la teoría inglesa de las coaliciones, tal como ha sostenido en Francia el distinguido publicista Mr. Prevost-Paradol, es la iniciación de la segunda idea que hemos indicado, en vista de que la forma política no basta a determinar necesariamente las condiciones de la organización social.

Aquí terminamos estas ligerísimas reflexiones críticas sobre los Estudios contemporáneos de D. Francisco M. Tubino. Esta obra lleva por lema aquellas célebres palabras de Miguel de Montaigne: Cecy est un livre de tonne foy; nosotros podemos referir las mismas frases, sustituyendo artículo donde dice libro. Sólo nos resta llamar la atención de nuestros lectores sobre un hecho que generalmente acontece en la sociedad española de la época presente, y que [280] puede considerarse como la más constante rémora de nuestros adelantamientos en el camino de la civilización europea.

Triste, pero necesario es decirlo: la publicación de toda obra de filosofía y de ciencia en los tiempos que hoy corren en nuestra patria, es recibida por casi todos con glacial indiferencia; que los que padecen el mal pegadizo de germanismo intransigente, la fundan en que las orillas del Rhin son el único lugar donde nacen doctrinas dignas de ser meditadas, y que otros muchos explican, porque la filosofía no sirve, al menos directamente, para fines positivos de la vida práctica. Tenga esto muy en cuenta el Sr. Tubino, y no desmaye en sus trabajos científicos; necesario es que todos los escritores de buena voluntad crean con una creencia absoluta en aquellas palabras de un ilustre pensador contemporáneo: «La abnegación y la renuncia a todo nuestro personal deben constituir, así para los pueblos como para los individuos, el primer paso de regreso hacia la moralidad de la sociedad humana.»

 
{Transcripción de La filosofía española, Madrid 1866, páginas 260-280.}


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