Filosofía en español 
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Tomo segundo Carta XXII

Sobre el embuste de la niña de Arellano, con cuya ocasión se tocan otros puntos

1. Mi venerado dueño: La que acabo de recibir de V. S. añade un grado más, o algunos grados a la alta estimación, que hasta ahora hacía de su persona, viendo por ella, que a las otras muchas apreciables prendas, que ilustra a V. S. se agregó la de un espíritu resuelto, y animoso. Como contra la existencia de los Duendes no hay, ni puede haber argumento alguno demostrativo, el más persuadido a la no existencia de esos espíritus traviesos no pasa de una creencia prudencial, la cual no basta a remover enteramente el susto de quien piense en este o aquel caso particular ofrecer su persona al examen de la verdad. No habiendo una entera certeza por la parte negativa en cuanto al hecho, la representación de la posibilidad deja en el alma una especie de duda inseparable de concebir como peligroso el exponerse a las hostilidades de un enemigo, que si le hay, es infinitamente superior a las humanas fuerzas. Así el meterse voluntariamente en este riesgo, como V. S. ha hecho, sin otro interés, que el de averiguar la verdad, me parece pide algo de heroísmo.

2. Aun cuando V. S. tuviese la evidencia, que no podía tener, de que no había tal Duende en la casa de ese Caballero Eclesiástico, que tan persuadido estaba a su existencia, siempre la tentativa experimental, que V. S. hizo, se debía considerar arriesgada. El pretendido Duende disparaba sendas piedras a todos los que entraban [272] en la cuadra, donde hacía su residencia. En verdad, que podría hacer esta mala obra con tanto resguardo, que las pistolas, que V. S. llevaba de prevención, no pudiesen ofenderle, ni defender a V. S. de que le rompiesen la cabeza, como si estuviese sobre el cielo de la cuadra, donde tuviese a su disposición una tabla movediza. Si en cada Pueblo hubiese un hombre de ese conocimiento, de esa resolución, y de ese celo en orden a desterrar patrañas, no nos quebraran la cabeza con tantos cuentos de Duendes.

3. Poco ha salió de este Colegio, después de concluir en él sus Cursos Teológicos, el Padre Fr. Tomás de Puigjaner, hijo del Monasterio de Monserrate en Cataluña, quien por concurrir en él las partidas de un buen juicio, o resolución verdaderamente Catalana, siendo aún secular, desterró de la casa de un Título de Barcelona, de cuyo nombre no me acuerdo, otro Duende, que la infestaba todas las noches en parte determinada del edificio. Tomó un fusil, y con él en la mano estuvo esperando dos noches al Duende en el sitio donde siempre se hacía sentir. Pero el Duende, ni una, ni otra noche chistó. Sin duda no hay conjuro más eficaz para esta especie de espíritus malignos, que una arma de fuego en buenas manos con el rastrillo levantado. Refirionos aquí el caso el mismo Religioso, que para mí, y para todos los que le hemos tratado equivale a la afirmación de cuatro, o seis testigos oculares, porque es un mozo muy ajustado, de espíritu muy serio, y de inviolable veracidad.

4. Y no ocultaré aquí a V. S. que este Religioso, por ser del carácter, que he dicho, me puso en la tentación de rebajar algún grado de firmeza al asenso, que había dado al Duende de Barcelona, de que trato en la Carta XLI de mi primer Tomo de Cartas. Es el caso, que por haberle hablado yo a él de dicho Duende, con el motivo de hallarse aquí a la sazón Don Joseph Velarde, a quien cité en aquella Carta, como testigo de vista (y a [274] quien por equivocación cualifiqué Coronel del Regimiento de Granada, no siendo sino Teniente Coronel), luego que llegó a Monserrat me escribió la siguiente Carta.

5. «Pongo en noticia de V. Rma. mi feliz viaje, y arribo a esta de Monserrate, logrando siempre salud, la que ofrezco, como debo, a la disposición de V. Rma. En cuanto al Duende del señor Don Joseph Velarde, de que me habló V. Rma. en cierta ocasión, me informé en Barcelona de los Monjes que tiene esta Casa en la Procuración, y de otras personas, que han conocido dicho Caballero; pero ninguno oyó hablar de tal Duende. Y habiéndose referido esto como una cosa muy sabida, en Barcelona, no sé cómo éstos lo ignoran. Dios guarde a V. Rma. &c.»

6. Digo que esta Carta me puso en la tentación de debilitar algo el asenso, que había dado al Duende de Barcelona; pero no caí en ella, haciéndome cargo de que el que aquel caso no llegase a la noticia de seis, u ocho sujetos, que consultó aquel Religioso, nada prueba contra su verdad. En lugares del tamaño de Barcelona suele hacer gran ruido un suceso en dos, o tres barrios, y quedar enteramente ignorado en otro.

7. En lo que V. S. me escribe de la Niña de Arellano veo un nuevo ejemplo de aquella lamentable felicidad de los embustes, de que más de una vez me he quejado en mis Escritos; y es, que siempre que se divulga algún fingido portento, aunque después se descubra la verdad, queda entre pocos individuos el desengaño, habiendo inundado Reinos enteros la ficción. Ha muchos días tengo noticia del decantado prodigio de arrojar esa Niña varias piedras de extraordinaria magnitud, entre ellas una que pesó dos libras menos una onza, de lo cual se hizo información auténtica, cuya copia se me remitió por el muy R. P. M. Fr. Baltasar de Victoria, Abad del Real Monasterio de Santa María de Hirache. Suspendí por entonces el juicio, perplejo entre si sería prodigio fingido, o [275] verdadero, y cierto solamente de que el caso no podía ser natural; pues aunque se conceda posible la formación de tan grandes piedras dentro del cuerpo de una Niña de ocho años, y diez meses (edad que le da la relación), es naturalmente imposible la expulsión, sin dilacerarla de modo, que muy luego perdiese la vida; y de la relación se colige, que ni aun una leve herida hubo que curar. Convengo en que el conducto, que sirve a las evacuaciones de la vejiga, es de menos longitud, y de más latitud en las mujeres, que en los hombres, por lo cual les es algo más fácil la expulsión del cálculo; por esta desigualdad se debe reputar como ninguna para la cuestión en que estamos. Podrá la mujer, pongo por ejemplo, arrojar cálculo de duplicada, o triplicada magnitud del que puede expeler el varón; pero nunca llegará esto a piedra de cinco, o seis onzas. En este País murió pocos años ha una mujer adulta por la disrupción que le hizo la salir una piedra de cuatro onzas de peso. Ni se puede formar objeción de paridad con la expulsión del feto (a lo que parece apunta algo V. S.), porque el conducto de la matriz, a la razón de su situación, y textura, permite mucho mayor dilatación, que el de la vejiga.

8. Habiendo quedado en la perplejidad dicha, poco tiempo después me escribió un Caballero, llamado D. Joseph Antonio Lozano y Vaquedano, natural de la misma Villa de Arellano, expresando el deseo de saber mi dictamen sobre el caso. Este era uno de los testigos, que habían depuesto en la información. Respondile resueltamente, que el suceso, o era fingido, o preternatural, porque en lo natural no cabía la expulsión de tan grandes piedras: que no hallaba mucha dificultad en que se hubiese trampeado el caso con una maniobra de fácil ejecución; de modo, que se engañase a todos los Curiosos, que procuraron examinarle. Finalmente le insinué dos medios, con que se podría averiguar a punto fijo, si las piedras eran de la naturaleza de aquéllas, que se engendran en la [276] vejiga, o de otra distinta; en que se debe advertir, que aunque a aquéllas se da el nombre de piedras, son de substancia, y textura diversísima de las que con propiedad se llaman tales.

9. Enterado de mi instrucción el referido Caballero, puso en ejecución los dos medios, que yo le había sugerido, y ambos conformes le descubrieron su impostura, como me manifestó en la Carta que se sigue, y cuya me pareció presentar a V. S. para su mayor satisfacción.

10. «Muy señor mío, y mi dueño: Luego que recibí la respuesta de V. Rma. a la Carta que escribí, noticiándole el suceso de las piedras de la Niña de esta Villa, puse en ejecución lo que me insinuaba, enviando una de ellas por medio de un amigo mío a Pamplona, para que un hábil Boticario hiciese la disolución química, que V. Rma. previene, y me avisase de su resulta; la que me ha sorprehendido bastante, conociendo cada día con más evidencia la utilidad de la juiciosísima Crítica de V. Rma. pues aunque me ha servido en varios lances para no dar asenso a algunas patrañas, que el tiempo ha acreditado de tales, no ha sido bastante para dejar de dar toda la fe humana, que es posible, al referido suceso acaecido en esta Villa: lo que avisa, pues, el referido Boticario sobre este asunto, copiado literalmente de su Carta, es lo siguiente:

11. He hecho anatomía de la piedra, que Vmd. me remitió por parte de Juan Aguirre, y debo decir, no se halla en dicha piedra ningún género de sal; esto es, ni vitrolada, ni aluminosa, ni nitrosa, ni menos volátil, ni sal alcalina, ni parte vituminosa, ni es disoluble en ninguno de los espíritus de las sales arriba dichas, lo que indica ser puramente de natural yeso; pues haciendo la experiencia, mediante la calcinación, no se ve que haya echado vapor alguno, habiendo quedado después de quemada una porción con el mismo peso que tenía antes de ser quemada, que es la única prueba de no contener sal de [277] ninguna especie, ni partes activas: y en suma, sacamos en limpio, que la dicha piedra es un pedazo de yeso, &c.

12. Aun con tan claros testimonios no me vería convencido del embuste, sino hubiera apelado a la segunda prueba del martillo, y visto, que no están encamados unos cascos sobre otros, como los de la piedra Bezoar, sino toda la piedra empedernida como el natural yeso: advertí también (fue para mí motivo para entrar en un vehemente recelo) cuando fui yo a pedir a sus padres la piedra para hacer la prueba referida, una gran resistencia de parte de la Niña, para que no se me alargase, no obstante que la reñían con bastante seriedad; lo que me hace creer, sin la menor duda, que sus padres ninguna intervención han tenido en el engaño, aun dejando a parte la virtud, y gran sinceridad, que ambos tienen; pero que ha habido en la misma casa de la Niña quien la haya apadrinado para el embuste, es a mi ver bien claro, después de conocido el engaño; y dejando a parte algunos indicios, que por acá tenemos, puede cualquiera que lea con reflexión la auténtica traslucir con bastante claridad los que han sido. Yo aseguro a V. Rma. que estoy tan admirado de este lance, que no sé cómo podré dar ya asenso a cosa que no vea con toda evidencia; pues en el caso presente han concurrido tantas circunstancias, a más de las que expresa la auténtica, concernientes a conciliar el asenso de los más incrédulos, que sólo un entendimiento tan elevado como el de V. Rma. era capaz desde ahí de discernir el engaño. Me ha parecido justo participar a V. Rma. lo arreglada a su pensamiento que ha salido esta experiencia: porque no era razón, que habiéndole avisado sobre la verdad de este hecho con tantas aseveraciones, dejase ahora de confesar mi convencimiento, siendo gran gloria mía el tener sendereado este camino en otras cosas, que las tenía por indubitables ».

13. Lo que este Caballero dice, que por la auténtica [278] se trasluce quiénes intervinieron en el embuste, es así. A algunos hará dificultad, que en la corta edad de la Niña cupiesen la advertencia, y disimulación necesarias para cooperar a él; pero esto a mí no me embaraza, porque sé que hay Niñas dotadas de la advertencia propia de las adultas. Conocí una de entre cinco, y seis años, hija de un Escribano de la Ciudad de Betanzos, cuya arte, sagacidad, chiste, inventiva, modo de discurrir, y de hablar con una chulada graciosísima, me asombraron, como asimismo a cuantos lograron algún trato con ella; y por otra parte es ciertísimo, que las mujeres en el arte de disimular exceden mucho a los varones, los cuales nunca aciertan a contrahacer el idioma, y carácter de la sinceridad con la perfección que ellas.

14. La invención para el engaño apenas necesitaba de discurso. Estaban prevenidos por las consortes en él algunos trozos de yeso de diferentes tamaños, a quienes se daba a arbitrio la figura; y cuando se quería usar de la ilusión, la Niña, llevando uno de ellos escondido, cuando se sentía con disposición a verter aguas, se retiraba a sitio propio para ello: desde allí gritaba, quejándose de que salía piedra; concurrían los curiosos, ella vertía sus aguas sobre el trozo de yeso, el cual luego se ostentaba como expelido de la vejiga.

15. A la experiencia que V. S. me añade (por haberlo oído), que habiéndose llevado al Padre Abad de Hirache una taza con orina de la paciente, puesta ésta al Sol, en breve tiempo se convirtió en piedra, adquiriendo por momentos sucesivos consistencia, me sería difícil responder, si V. S. hubiese estado presente al experimento. Mas no constándole, sino de oídas, con negar el hecho está respondido. Digo con negar el hecho, por lo menos en la forma que se enuncia. Puede ser que enteramente sea fingido, habiéndose esparcido esa voz por alguno o algunos de los infinitos, a quienes el genio inclina a divulgar portentos. Puede ser que una leve apariencia de conversión en piedra diese ocasión, o incitamento [279] a divulgarla como real, y perfecta. Es muy verosímil que enviase alguna de las domésticas invencioneras la orina. ¿Pues qué haría ésta? Mezclaría con ella una buena cantidad de yeso hecho polvo, porque esto, por sí solo, bastaba para autorizar el embuste, discurriendo los que viesen la mezcla, que iba ya caminando a hacerse piedra, y había faltado la última disposición. Puesta después al Sol, se fue evaporando parte del licor, y adquiriendo por consiguiente el yeso, enredado con las sales de la orina, alguna especie de consistencia, que bastó para que los que deseaban la conversión de piedra dijesen que la habían visto. Sobre más débiles cimientos se levantan mil veces prodigios de igual tamaño. En una palabra, ficciones de portentos a cada paso se ven: orina totalmente convertida en piedra jamás se vio, pues no dejarían de notarlo los Autores Médicos, cuando tratan de los calculosos. Luego en el caso en que estamos, antes debo asentir a lo primero, que a lo segundo. Y ve aquí V. S. aplicado a este caso particular lo que decía arriba de la calamitosa felicidad de los embustes. El de esa Niña se extendió a toda España creído como verdadero; pero el desengaño, aunque vino a conseguirse, hizo tan poco ruido, que no llegó a los oídos de V. S. estando distante no más de seis leguas del Lugar donde se forjó, y donde se descubrió la patraña.

16. Ahora, ya que estoy despacio, vamos a otra cosa. Habrá cinco, o seis meses que V. S. me dio noticia de un particular fenómeno, que notó en su Máquina Pneumática, que fue la elevación del mercurio a mucho mayor altura que la de 28 pulgadas, término último de su asenso en virtud del peso del aire, como hasta ahora han representado las Observaciones. V.S me especificó entonces una circunstancia especial, que añadió a la Máquina; esto es, la inclusión de una botella de agua en ella, aunque no me acuerdo bien del modo de la colocación de la botella, respecto del mercurio; motivo para pensar, que el aire incluido en el agua, saliendo [280] de ella, como sucede siempre en la Máquina Pneumática, había ejercido tan valiente impulso sobre el mercurio; para lo que me fundaba en que el aire incluido en el agua está extremadamente comprimido (como demostrativamente se ha observado), de que se sigue, que al salir tenga una fuerza elástica valentísima. Esta explicación del fenómeno no satisfizo, a V. S. y me hizo una objeción contra ella, a que yo cedí, confesando llanamente, que no se me ofrecía cosa mejor. Y ahora puedo decir lo mismo.

17. Mas para consuelo mío, y para que mi ignorancia me sea menos ruborosa, poco ha vine a saber, que en el mismo fenómeno se halló extremamente embarazado uno de los mayores Ingenios, que produjo el siglo pasado. Felizmente encontré en el Tomo 10. de la Historia de la Academia de Mr. Du-Hamel, que el mismo fenómeno de la elevación del mercurio, muy más arriba del término regular, fue observado en la Sociedad Regia de Londres el año de 1663 con grande admiración de los Sabios de aquella Compañía. La elevación del mercurio fue no menos de 75 pulgadas, que era toda la longitud del tubo, por lo cual el experimento no descubrió cuál sea el último término posible de elevación. El extracto de una Carta del célebre Holandés Mr. Huyghens (este es el gran ingenio de quien hablo), inserto en dicho Tomo 10 de la Historia de la Academia, pág. 329 se halla esta noticia. Persuádome a que V. S. tiene, no sólo la Historia de la Academia de Mr. Fontenelle, mas también la de Mr. Du-Hamel. Así, en la parte que cito podrá ver la explicación, u por mejor decir adivinación, que Mr. Huyghens, el cual se había hallado presente a tan raro fenómeno, propuso de su causa. Ciertamente la explicación, sobre estar concebida en términos muy vagos, procede, como he dicho, por mera adivinación, pues no hay en ella coherencia con algún principio conocido: por lo cual el Autor, después de responder a un fuerte argumento, que se propone contra ella, añade [281]: Confieso, que la solución, que acabo de dar, no me satisface tan enteramente, que no me reste aún algún escrúpulo. En esta incertidumbre quedó sobre la causa del expresado fenómeno uno de los mayores Ingenios, que tuvo el siglo pasado, y de los demás Sabios en materias Físicas, y Matemáticas. A que añado, que, al parecer, después acá ningún otro Filósofo se atrevió a otra distinta explicación, o aclarar, y probabilizar más la de Mr. Huyghens; por lo menos en los treinta y nueve Tomos de la Academia, que tengo, posteriores al citado, no se habla palabra de dicho fenómeno, hablándose tantas veces de la elevación del mercurio por la presión del aire. Bien que también puede ser, que después acá ninguno de los ilustres Filósofos, que hubo, y hay en las Naciones, haya visto repetirse aquella extraña elevación del mercurio, y por eso nadie se haya aventurado a la explicación; porque a la verdad la indagación de las causas de los fenómenos extraordinarios pide comúnmente un examen ocular, y delicadísimo de las circunstancias en que arriban. ¿Que mucho que sea empresa difícil, y aun imposible para mí, la que miraron como ardua aquellos Filósofos Gigantes, quibus comparati, quasi locuste videbamur?

18. Ya tenía yo noticia de que se halla el Amianto en varias partes de los Pirineos, pero no de que a las faldas, como V. S. me dice; antes pienso haber leído, u oído, que sólo en las eminencias, o en las ensenadas, que hacen las montañas. La preparación, de que V. S. me habla, para poder hilarle con delicadeza, era para mí incógnita hasta ahora. Dice V. S. que aún no hizo la experiencia, y lo admiro, siendo cosa tan curiosa, y tan fácil. Si es verdad lo que he leído en el 2. Tomo de las Observaciones curiosas sobre todas las partes de la Física, que entre todos los Amiantos, que se hallan en los Países que le producen, el mejor, más flexible, y más largas hebras, es el de los Pirineos; y si la producción, que V. S. expresa, lograse su efecto, se podría esperar hacer telas de Amianto, como de lienzo. [282]

19. He oído que los Pastores de los Pirineos fabrican bolsas de Amianto, de una de las cuales he visto un retazo, con que se hizo la experiencia de la incombustibilidad en mi Celda. Estimaría mucho que V. S. me agenciase una de esas bolsas, y me la remitiese por el intermedio del Maestro Sarmiento.

20. Concluyo esta pesada Carta, suplicando a V. S. que no habiendo inconveniente, cuando se halle desocupado para ello, se sirva de hacer una visita de mi parte a mi favorecedor el Excelentísimo Señor Virrey.

Nuestro Señor guarde a V. S. muchos años.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo segundo (1745). Texto según la edición de Madrid 1773 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo segundo (nueva impresión), páginas 272-282.}