Filosofía en español 
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Tomo cuarto Carta XVIII

Impúgnase un temerario, que a la cuestión propuesta por la Academia de Dijón, con premio al que la resolviese con más acierto, si la ciencia conduce, o se opone a la práctica de la virtud; en una Disertación pretendió probar ser más favorable a la virtud la ignorancia que la ciencia

R.mo P. M.

1. Y Muy señor mío: Ya tenía casi enteramente olvidada la especie sobre que V. Rma. me escribió algunos meses há del Autor, que en un Discurso a la cuestión propuesta por la Academia de Dijón, si el restablecimiento de las Ciencias, y las Artes contribuyó para mejorar las costumbres, procuró probar, que en vez de mejorarlas las había empeorado, extendiendo su empeño a la generalidad de que en todos tiempos han producido las Ciencias, y [215] las Artes este pernicioso efecto. Digo que ya tenía casi enteramente olvidada esta especie, cuando oportunamente, para restablecérmela en la memoria, llegaron a mi mano los cinco Tomos del año de 51 de las Memorias de Trevoux, que V. Rma. tuvo cuidado de enviarme, por haber hallado en el II Tomo, Artículo 29, perteneciente al mes de Febrero, un extracto, y crisis de dicho Discurso, aunque uno, y otro mucho más ceñido de lo que yo quisiera. Asimismo en el V. Tomo del mismo año, Artículo 127, leí otro extracto de la Respuesta, que dio el Autor de la Disertación a no sé qué escrito, que había parecido contra él. Y uno, y otro me dan bastante luz para conocer de qué armas usa, y del rumbo por donde navega.

2. Acuérdome ahora de que cuando V. Rma. me dio la primera noticia, me escribía que había admirado mucho que aquel Escritor hubiese emprendido tal asunto. Y yo digo que a mí me sucede lo mismo. Pero añado, que mucho más admiro que la Academia le hubiese conferido el premio destinado al que mejor escribiese sobre la cuestión propuesta. Yo me imagino que el Autor no creía lo mismo que intentaba persuadir. A más me avanzo: acaso ni pretendía que otros lo creyesen. ¿Pues cuál sería su intento? Quería que creyesen que era muy ingenioso, viendo que tenía habilidad para hacer probable una extravagante paradoja; lo que con ese mérito sólo nunca logrará conmigo; porque no tengo, ni tendré jamás por hombre de buen entendimiento al que, en lo que escribe, u discurre, no aspira a descubrir la realidad de las cosas. La verdad es tan hermosa, y la mentira tan fea, que el que tiene la vista intelectual tan aguda, que percibe con toda claridad la belleza de la una, y la deformidad de la otra, creo que, aun esforzándose a ello, no podrá volver la espalda a la primera para abrazar la segunda. Ni hay que oponerme a esto la experiencia de no pocos agudos, nada sinceros. Yo he conocido algunos de esos agudos (digo respetados como tales), ya conversando con ellos, ya leyendo sus escritos, sin ver en sus discursos, y pensamientos más que una mera superficialidad sin [216] fondo alguno. Travesean, no discurren: enredan, no tejen lucen, porque alucinan. ¿Pero con quiénes lucen? Con los que no disciernen entre el oropel, y el oro; entre un trocito del vidrio, y un diamante: con los que equivocan la corteza de los objetos con la médula. Pero vamos ya a la Disertación Académica.

3. Yo no sé con qué ojos la miró aquella Academia para decretarle la corona; porque todo lo que veo en ella es, debajo de un estilo declamatorio, visiblemente muy afectado, una continuada sofistería, en que tiene el principal lugar aquel error lógico, que consiste en tomar non causam pro causa; junto con la inversión, o uso siniestro de las noticias históricas, que hacen toda la substancia de sus pruebas. Haré demostración de uno, y otro, empezando por lo primero, que me opone a la vista el extracto hecho por los Autores de las Memorias de Trevoux. Pero advierto, que desde aquí la Carta ya no es para V. Rma. a quien su superior erudición hace superfluo cuanto yo puedo discurrir sobre esta materia, sino para otros menos instruidos, a quienes se podrá comunicar.

4. Pretende el Autor de la Disertación mencionada arriba, que la decadencia de la virtud de los Romanos, considerados en los primeros tiempos de la República, a la relajación de costumbres, que la Historia nos representa en los últimos, provino únicamente de la introducción de las Ciencias, y Artes de la Grecia en Roma. Y se debe advertir, que esta contraposición de virtudes, y vicios sólo la expresa el Autor, cotejando la austeridad, moderación, y pobreza con que vivían, y con que se contentaban los primeros Romanos; con el lujo, esplendor, y magnificencia en que se engolfaron sus sucesores. Y aun cuando concediésemos eso, ¿qué se seguiría de ahí? Que éstos tuvieron ese determinado vicio, de que carecieron aquéllos; lo cual en ninguna manera decide de la virtud de los primeros, y de la absoluta corrupción de los segundos; porque pudo muy bien haber [217] compensación de aquéllos a éstos, en otros vicios, que reinaron en los anteriores, y se corrigieron en los sucesores; pues no en un vicio sólo consiste la nequicia, ni en una sola virtud la santidad.

5. Pero aun el asunto mismo es falso; esto es, que esa corrupción de los Romanos tuviese por causa la comunicación de las Ciencias, y Artes de los Griegos. La causa del lujo de los Romanos fue la misma que siempre lo fue en otros Pueblos, la riqueza. Esta entró en Roma antes que la Ciencia. Los inmensos tesoros de Perseo, Rey de Macedonia, que trajo su vencedor Paulo Emilio, y los opulentísimos despojos de Cartago, que, con total ruina de aquella Ciudad, lograron los Romanos en la tercera guerra púnica; éstos, éstos fueron los que introdujeron en Roma el lujo, la pompa, la magnificencia. Dijo muy bien el Abad Mably en sus Observaciones sobre los Romanos, que éstos fueron virtuosos mientras guerrearon con otros Pueblos tan pobres como ellos; y dejaron de serlo desde que empezaron a triunfar de los ricos, porque trasladaron a Roma sus riquezas. Y si este Autor moderno hiciere poca fe, no puede menos de hacer mucha el grande Historiador de las cosas Romanas Tito Livio, que en las riquezas conoce la única causa de la corrupción de aquellos Republicanos: Nuper divitiae avaritiam, & abundantes voluptates, desiderium per luxum, atque libidinem pereundi perdendique omnia invexere (Decad. 1, lib. 1.).

6. Y quisiera que el Autor me respondiese a este argumento. Si la ciencia de los Griegos hubiera influido el lujo en los Romanos, promoverían, y fomentarían ese lujo los Romanos más doctos, y más cultivados con las letras Griegas. Bien lejos de hacerlo así, ésos eran los que más fuertemente le disuadían, y declamaban contra él. Tengo presentes los que se siguen. Salustio, aunque de bien malas costumbres, es un rígido predicante contra el lujo, por lo que dijo de él Lactancio: Sallustius homo nequam, sed gravissimus alienae luxuriae obiurgator. [218] Cicerón, el gran Cicerón, en el lib. 2 de Officiis condena todos los gastos de pompa, y quiere que los ricos expendan lo que les sobra únicamente en el socorro de los indigentes. Tito Livio desde el principio de su historia llora amargamente el desperdicio, y suntuosidad Romana. Plinio el Mayor en muchas partes de la suya hace lo mismo. Si los doctos de Roma improbaban el lujo, no provino éste de la Ciencia.

7. ¿Y qué resultará, si cotejamos los doctos Romanos con sus émulos los indoctos Cartagineses? ¿La crueldad, y perfidia púnica no se había hecho proverbio entre los antiguos? ¿De qué venía, sino de su ignorante estupidez tanta efusión de sangre humana en obsequio de Saturno? Doscientos niños nobles sacrificaron en una ocasión. En la batalla, que les dio Gelón, Rey de Sicilia, Amilcar, hijo de Hannon, que era el General Cartaginés, todo el tiempo que duró el combate, que fue desde el amanecer hasta la tarde, estuvo sin cesar arrojando hombres vivos en las llamas, para obtener el favor de su Deidad. Pero todo esto era nada; y ¿querrá el Autor que respetemos como virtuosos los ignorantes Cartagineses, sólo porque no gastaban la pompa, y fausto que los cultos Romanos?

8. En el cotejo, que hace el Autor, de los Atenienses con los Espartanos da a entender también que no conoce en los antiguos otra virtud que la moderación en el gasto, ni otro vicio que la magnificencia; pues sólo por aquella virtud quiere representar a Esparta casi como una República de Santos; y a los Atenienses como enteramente viciosos: proviniendo lo segundo, según el Autor, de lo mucho que se cultivaban en Atenas las Ciencias, y las Artes; y lo primero, de que unas, y otras estaban enteramente desterradas de Esparta, conforme a las leyes que en aquella República había establecido Licurgo.

9. ¿Mas qué virtud era la de los Lacedemonios? La suprema barbarie. Voluntariamente pasaban una vida [219] áspera, y durísima. ¿Esto para qué? Para hacerse tolerantes de todos los trabajos, y accidentes de la guerra, y aun de la misma muerte; de modo, que sólo con el fin de dañar a otros, se maltrataban a sí mismos. Así no es mucho que sucediese lo que dice Aristóteles, que todos sus vecinos eran sus enemigos: At Lacedaemoniorum vicini omnes inimici erant (lib. 2 Politic. cap. 7). ¿Cómo no habían de ser todos enemigos, de quienes parecían serlo de todo el género humano? Batallaban intrépidamente; y la causa dio un Ateniense diciendo, que se exponían con gusto a la muerte, porque los libraba de una misérrima vida. Era muy frecuente atormentar con cruelísimos azotes a los muchachos, tal vez hasta hacerlos exhalar el alma en las aras de su inhumanísima Diana, presentes sus madres, y exhortándolos a no dar la más leve seña de sentimiento. Si así trataban los hijos, ¿cómo tratarían los esclavos, que lo eran todos los prisioneros de guerra? De una vez a sangre fría, con un vano pretexto mataron dos mil. ¿Y qué diré de la brutalidad de matar, por ley establecida para ello, a todos los recién nacidos, en quienes no veían traza de lograr con el tiempo la robustez necesaria para la guerra? Brutalidad la llamé; ¿pero qué bruto hay que haga otro tanto? Por otra parte, la relajación de las mujeres, autorizada por las Leyes, contra el pudor propio del sexo, estaba en el más alto grado. Enteramente desnudas luchaban unas con otras a la vista de todo el Pueblo. Esto en Platón, y otros lo leemos. Y Aristóteles en el lugar citado arriba dice de ellas: Vivunt enim molliter, & ad omnem licentiam dissolutae. Omito otro vergonzosísimo abuso, practicado en sus matrimonios.

10. Esta era la virtud de los Espartanos, o Lacedemonios, de la cual se hace Panegirista el Autor de la Disertación. La inhumanidad más fiera, la crueldad más bárbara, la más asquerosa impudicia eran las loables costumbres que debían a la total ignorancia de Artes, y Ciencias. Supongo que tampoco eran santos sus rivales [220] los Atenienses (¿Cómo lo habían de ser unos idólatras?). Pero tampoco eran unas bestias carniceras como los Espartanos, sino hombres. Monsieur Rollin observó, que aun con sus esclavos eran muy benignos, y que ésta índole dulce debían a la cultura de las Ciencias.

11. No con más felicidad, ni con más fidelidad usa de otros puntos históricos el Autor de la Disertación para su intento. Pero lo más extraño es, que quiera aprovecharse del ejemplo de Cristo Señor nuestro, que tratando de plantar el Evangelio en el mundo, lejos de buscar hombres sabios para este efecto, tomó por instrumentos suyos unos ignorantes Pescadores; pretendiendo inferir de aquí que la ignorancia conduce a la reforma de costumbres, a la Religión, a la piedad, y por consiguiente descamina de ellas la Ciencia. ¿Cómo he de creer, que el Autor tuvo ésta por una prueba seria de su asunto? ¿Ignoraba, por ventura, lo que sabe todo el mundo, que ésta fue una máxima celestial de nuestro gran Maestro, fundando en ella la prueba más concluyente de la divinidad de su doctrina? No leyó, u oyó aquella sentencia de S. Pablo (1 ad Corinth. cap, 1): ¿Quae stulta sunt mundi elegit Deus, ut confundat sapientes: & infirma mundi elegit Deus, ut confundat fortia? Escogió Dios para la conversión del mundo unos hombres ignorantes; y sobre ignorantes débiles, y pobres. Si hubiese aplicado a este fin los más sabios Filósofos, y más elocuentes Oradores de la Grecia, o algunos Príncipes grandes, pues fácil le era uno, y otro, dirían los infieles, que ya la sofística agudeza del raciocinio, y la ilusoria seducción de la elocuencia, habían imbuido a Pueblos simples de una Religión falsa, o ya que la fuerza insuperable del poder violentamente los había arrastrado a ella. Como al contrario, la providencia del Salvador en emplear a tan alto fin hombres ignorantes, y pobres cortaba todo efugio a la impiedad.

12. Fuera de esto, aunque los Apóstoles, al tiempo que el Redentor los llamó eran ignorantes, después que [221] empezaron a ejercer el ministerio de la predicación, en las ocasiones en que los cuestionaban sobre la doctrina se hallaban ilustrados de una ciencia muy superior a la humana, cumpliendo su Maestro con la promesa, que les había hecho, de socorrerlos en esos lances, con una elocuencia, y una sabiduría, a quienes no podrían contradecir, o resistir todos sus contrarios (Luc. cap. 21). Fuera de los casos de disputa, el don de los milagros era más apto para persuadir los hombres, que toda la sutileza de los Filósofos, y toda la elocuencia de los Oradores. ¿No es lástima ver usar de un tal argumento para probar que la ignorancia es favorable, y la Ciencia contraria a la virtud?

13. Pero no son mucho mejores los demás que toma de la Historia. Después de lamentar las turbaciones, que padeció la Iglesia en algunos siglos; cerca del décimo del Cristianismo encuentran una época felicísima para ella. En fin, dice, las cosas tomaron una situación más tranquila hacia el décimo siglo: la antorcha de las Ciencias cesó de alumbrar la tierra. Que en aquel tiempo la ignorancia, así en los Eclesiásticos, como en los Seculares, era mucha, u digámoslo más templadamente, había menos Ciencia que en otros, es cierto. Aun cuando ese fuese un tiempo muy sereno para la Iglesia, pudieron concurrir otras causas para la pretendida serenidad, y siempre sería una gran voluntariedad suponer por única causa de ella la extinción de la luz de las Ciencias. Pero que entonces gozase la Iglesia alguna considerable tranquilidad, es falso. Tomemos por lo que llaman hacia el décimo siglo, o cerca del décimo siglo, la segunda mitad del noveno. ¿Y qué tranquilidad gozó la Iglesia en aquel tiempo mas que en otros? No la veo. La mayor parte de ese tiempo tuvo el cismático Focio con sus artificiosos embustes, y el apoyo de algunos Emperadores del Oriente revuelta toda la Iglesia Oriental, y conturbada la Occidental. Apenas otro algún Heresiarca dio tanto en que entender a los Pontífices Romanos. [222]

14. ¿Cuántos pesares dieron dentro de ese término el Emperador Ludovico II, y Lotario, Rey de Italia, a los Papas Nicolao I, y Adriano II? ¿Al mismo tiempo de la Consagración de este segundo no entró a mano armada Lamberto, Duque de Spoleto en Roma, y la llenó toda de raptos, y sacrilegios? ¿El mismo Lamberto, en otra irrupción, que hizo en Roma, no tuvo al Papa Juan VIII, encarcelado en la Iglesia de S. Pedro, y aquel Templo por espacio de un mes privado de todo oficio divino, y aun de luz? ¿Los Sarracenos no corrían entonces libremente por la Iglesia, apoyados de algunos Príncipes Cristianos de aquella Región, hasta las puertas de Roma; de modo, que al Papa Juan VIII obligaron a pagarles anualmente veinte y cinco mil marcos de plata? ¿El Papa León V no fue arrojado de la silla, y puesto en prisión por un Presbítero, llamado Cristóforo, que se intrusó en el Solio Pontificio, y después fue ignominiosamente precipitado de él, y encerrado en un Monasterio? ¿No se dio, dentro de ese mismo espacio de tiempo, aquel grande escándalo a la Iglesia de hacer el Papa Estéfano VII desenterrar a su antecesor Formoso, llevar el cadáver a Juicio hacerle cargos como si estuviese vivo, condenarle como usurpador de la Silla Apostólica, cortarle tres dedos, y la cabeza, arrojarle al Tiber, y dar por nulas todas sus órdenes? Es verdad que este escándalo tardó poco en repararse, sucediendo en la Silla Pontificia Teodoro II, que restituyó solemnemente a la sepultura el cadáver de Formoso, hallado por unos Pescadores; y restableció los Eclesiásticos ordenados por él, y depuestos por Estéfano. Mas el escándalo apagado presto volvió a revivir con la elevación de Sergio III al Pontificado, que se declaró contra Formoso, y aprobó los procedimientos de Estéfano VII contra él; aunque esto a la verdad ya fue dentro del siglo décimo, mas tan a los principios, que no hubo lugar a que se encendiesen nuevas luces a reemplazar las que nuestro Autor de la Disertación, con tanto consuelo suyo, contempló antes extinguidas. [223]

15. Mas ya que entré en el siglo décimo, aquí he de deber que descanse un rato mi memoria al doctísimo Maestro Agustiniano Enrique Flórez, restándome sólo el trabajo de copiar un pasaje suyo, en que, con la enérgica discreción que le es tan propia, y con aquella libertad, no audaz, pero generosa, que inspira a los buenos Escritores el noble amor de la verdad, pinta lo mucho que en este siglo padeció la Iglesia, y lo que, bien lejos de provenir de haberse encendido las luces de las Ciencias, procedió, según el sabio Agustiniano, de la profundísima ignorancia, que tuvo obscurecida la Iglesia, y el mundo en este siglo. Así dice en su Clave Historial, al empezar la enumeración de los Papas, que reinaron en dicho siglo.

16. «Aquí debo volver a prevenir lo que al fin de los Papas precedentes. Es este infeliz siglo, plana muy principal del de hierro, de plomo, y aun de escoria. Reinó en él la discordia en el Imperio; el desorden en los Ministros de la Iglesia; y la ignorancia en tantos (cuenta con las palabras siguientes) que casi no sabían Latín, ni qué cosa eran letras, sino los que habitaban en los Claustros. Los libros eran también rarísimos, por haberse quemado con los Pueblos, a que Marte puso fuego; y como no había el Arte de la Imprenta, sólo se dedicaban a aumentar ejemplares los que estaban retirados en sus celdas.

17. El infeliz desorden de los Papas provino del poder temerario, y ambiciosas sediciones de los Príncipes, con que cada uno quería introducir a quien quería: y turbada la libertad del Clero, para sus elecciones se veían precisados a admitir lo que sino, ocasionaría el mayor mal del cisma. Reinaba sobre la fuerza de Marte la de Venus: y mandando las Teodoras, y Marocias a los Sumos, se desmandaron los remedios hasta lo ínfimo. Las madres malas engendraban unas hijas peores: y mezclaban madres, e hijas con unos padres, que sólo debían serlo del espíritu, llegó a profanarse [224] tanto la integridad del Canon, que se casaban con públicas amonestaciones los Canónigos. ¡Oh tiempos! ¡Oh costumbres! &c.»

18. Toda la Historia Eclesiástica atestigua muy por extenso lo que el P. M. Flórez en compendio nos dice de las infelicidades de la Iglesia en el siglo décimo, y aun ésas se extendieron hasta la mitad del siglo undécimo; desde cuya mediedad volvió a recobrar su decoro la Silla Pontificia. Sobre que me parece oportuno hacer la advertencia de que en esa mitad segunda del siglo undécimo, en que la Iglesia se restableció en su antigua dignidad, reinaron cinco Monjes Benitos, Estéfano X, Gregorio VII, Víctor III, Urbano II, y Pascual II. ¿Pero a qué viene esto? Derechamente al asunto que se cuestiona. El P. Flórez acaba de decirnos, como causa de los gravísimos desórdenes de aquella edad, que era tanta la ignorancia, que reinaba en ella, que casi no se sabían Latín, ni qué cosa eran letras, sino los que habitaban en los Claustros. Duraron, pues, los males de la Iglesia una gran parte del siglo nono, todo el siglo décimo, y la mitad del undécimo; porque todo ese tiempo duró la ignorancia de las letras; y ésta duró hasta que trataron los Romanos de buscar para ocupar el Solio Pontificio los que habitaban los Claustros, adonde en todos tiempos se conservaron las letras.

19. De todo lo dicho se infiere, que el Autor de la Disertación todo lo trastorna; y tan desacertado es en la crítica, como nada atento a la verdad de la historia; pues para fundar el error crítico de que la ignorancia es útil a la Iglesia, supone el error histórico de que ésta nunca se halló mejor que en aquel tiempo en que más destituida estuvo de ciencia; cuando acabamos de ver que ése fue el tiempo más calamitoso para ella; como al contrario empezó a convalecer de sus males, desde que al Trono Pontificio empezaron a subir las Ciencias.

20. No hay que temer que nuestro Disertador deje de ir consiguiente en su Crítica inversa. Constante sigue el mismo [225] camino, o por mejor decir el mismo descamino: pues como en la extinción de la luz de las letras hacia el siglo décimo soñó la felicidad de la Iglesia, en la reviviscencia de ellas, a mediado el décimoquinto encuentra su desdicha. Habiendo la conquista de Constantinopla hecho a Mahometo Segundo dueño de todo el Imperio Griego; Juan Lascaris, Quisoloras, Teodoro Gaza, y otros Sabios de aquella Nación, en la cual se conservaban unos buenos restos de su antigua Literatura, cuando por acá el gusto de las buenas letras enteramente estaba perdido; fugitivos de la dominación Otomana, por la generosidad de los Medicis, hallaron en Italia un honrado asilo, con cuya ocasión esparcieron en ella su amena erudición, que después se comunicó a la Francia, y otras partes. Pues esta restauración de las letras pretende nuestro Autor, que indujo una gran corrupción en las costumbres; pero sin más prueba que algunas declamaciones contra vicios determinados, que si los hay hoy, siempre los hubo, o si crecieron en este tiempo, se compensó su aumento con la disminución de otros más graves, que dominaron antes.

21. ¿Mas cómo es posible hacer tanteo de la altura que adquirieron, o perdieron los vicios en la restauración de las letras? En las Historias se hallarán materiales sobrados para dar alguna apariencia de verdadera a cualquiera opinión que se quiera seguir sobre este asunto: y será a cada uno muy fácil hacer un gran libro, amontonando aquéllos que favorecen su partido, y omitiendo los que pueden servir al opuesto. Por lo que yo, abandonando una discusión prolija a quien no es posible señalar término, sólo propondré dos observaciones sobre ciertos puntos principalísimos, por los cuales se puede formar un concepto razonable, de cuál de los dos tiempos fue más favorable a la virtud, y a la tranquilidad de la Iglesia, si el anterior, o el posterior a la reviviscencia de la literatura.

22. La primera observación que hago es sobre la [226] cosecha de Santos canonizados, que tuvo la Iglesia en uno, y otro tiempo. También sobre este asunto debo un poco de descanso al P. Maestro Flórez, que me ahorró el trabajo de examinar las Bulas de canonización con el Catálogo, que en su Clave Historial hizo de los correspondientes a cada siglo. Supongo, que la semilla de literatura, que esparcieron los Doctos fugitivos de la Grecia, recogidos en la Italia, pasados ya algo más de la mitad del siglo decimoquinto, aunque en el espacio que restaba de él, que respecto del mucho cultivo que pide esta especie de producción, fue poco tiempo, no fructificaría mucho, daría más amplia cosecha en el siglo decimosexto, en que de la Italia se esparció a otros Reinos. En este siglo, pues, tuvo la Iglesia diez y ocho Santos canonizados, que enumera el P. Flórez. En el decimoquinto halló rebajados tres de este número. En el decimocuarto, que es anterior al restablecimiento de las letras, ya no son más de siete. Es verdad, que el siglo anterior fue más abundante. Mas como yo no establezco alguna precisa conexión entre la virtud, y la ciencia, antes conozco, que Dios, como Dueño Soberano, puede distribuir una, y otra, o agregándolas, o separándolas, según su arbitrio; este reparo nada me embaraza. El Autor de la Disertación, que imagina uno como natural influjo de la ignorancia en la virtud, tendrá más que hacer para sacudirse del argumento, que le hago con esta primera observación.

23. La segunda mira a comparar en orden a la tranquilidad de la Iglesia los dos tiempos, el anterior, y el posterior a la introducción de la cultura Griega. Esta observación es muy del caso contra el Autor de la Disertación, que por todo pasa en obsequio de la tranquilidad de la Iglesia; pues ya hemos visto, que por juzgar que gozó algún sosiego (y lo juzgó mal) en los siglos nono, y décimo, se le representó entonces muy feliz, despreciando, como si fuesen venialidades, los portentosos horrores, y abominaciones, que sufrió en aquel tiempo. [227]

24. Vamos, pues, al caso. Lo que sobre todo descompone la tranquilidad de la Iglesia son los cismas, que excitan los Antipapas. Digo que excitan los Antipapas, porque cuando alguna Provincia, o Reino se separa del cuerpo de la Iglesia, aunque en ésta cause alguna conmoción al principio, luego recobra su sosiego. Pero cuando se levanta algún Antípapa a disputar la Silla Pontificia, o entre algunos concurrentes se excita la cuestión de cuál es el legítimo Papa; ésta es una molestísima guerra civil, una enfermedad radicada en las mismas entrañas de este cuerpo místico, que causa, y conserva una grande alteración en los humores, hasta que la contienda se termina. Ahora bien: Desde que la Literatura Griega se introdujo en la Iglesia Latina, hasta ahora, no hubo en ella misma alguno; pero por espacio de sesenta años, que precedieron esa introducción, la afligió imponderablemente, y tuvo en una tristísima conturbación aquel lastimoso cisma, que empezó en la elección de Urbano VI, y duró hasta la de Nicolao V.

25. Puede ser que el Disertante quiera imputar a la Literatura restablecida algún maligno influjo en la herejía de Lutero, que no muy largo tiempo después tuvo principio. Pero esta imputación será sin fundamento. Lo primero, porque esta herejía no nació en Italia, donde se produjeron, y extendieron antes del error Luterano las buenas Letras, sino en Alemania, cuyos habitadores fueron en todos tiempos poco aficionados a ellas. Lo segundo, porque los errores de Lutero, dentro de la misma Alemania, tenían otra raíz muy diversa, que verosímilmente no estaba del todo extirpada en los delirios de Juan de Hus, y Jerónimo de Praga. Convinieron en tantos capítulos los errores de Lutero con los de éstos, que dan motivo a la razonable conjetura de que de los anteriores, no enteramente extinguidos en aquella Región, repulularon los posteriores. Lo tercero, porque en la primitiva Iglesia no hubo esa profana Literatura, que el Disertante condena, como opuesta a la piedad cristiana; [228] antes bien reinó entonces aquella amable simplicidad que él mismo aplaude como aliada de la virtud. Pero no obstante esa santa ignorancia, ¿no hubo Heresiarcas, y Herejías en aquel tiempo? Dígalo Simón Mago, Patriarca de la Herejía, a quien dio nombre. Díganlo Menandro, Saturnino, Basílides, Cerinto, Ebion, y Nicolao. Luego sin esa Ciencia, que reputaba el Disertante, puede haber, y en efecto hubo, no sólo un Heresiarca, sino muchos.

26. No hallo más que oponerme por la Paradoja del Disertante; porque en los dos extractos, que presentan las Memorias de Trevoux, uno de la Disertación, otro de la Respuesta que dio a una Impugnación que se le hizo, no ví otros argumentos a su favor que los que he propuesto. Todo lo demás es hacer ruido con importunas exclamaciones, tan afectadas como en el estilo. ¿Pero éstos son argumentos? No los juzgo tales; porque como he dicho, no hay en todos ellos más que un continuado trastorno de Historia, y de Crítica. Los hechos ya se ha visto con cuán poca fidelidad están enunciados. Pero aun cuando su relación hubiese sido la más ajustada a la verdad nada probarían; y aquí está el defecto de la Crítica. Porque demos el caso de que en los tiempos, y circunstancias que señala el Autor simultáneamente concurriesen la luz de las Ciencias, y la corrupción de las costumbres, no se debiera reputar aquélla por causa de ésta. La simultaneidad de existencia de dos cosas no arguye casualidad, o influjo de una a otra, sino cuando aquella simultaneidad es tan constante en todos tiempos, que nunca falta, o se altera. ¿Pero quién tendrá la pretensión temeraria de que nunca se vió la Ciencia sino acompañada de la relajación, o la virtud sino al lado de la ignorancia? Aun cuando esta concurrencia se probase en los pocos casos que señala el Autor (lo cual se ha visto cuán ajeno sea de verdad), sería ése un argumento tan infeliz, como el que haría alguno, que habiendo sabido de dos hombres, que uno de ellos caminaba [229] de día, y otro de noche; y que aquél había tropezado, y caído, o errado el camino, y éste no, infiérese que las caminatas diurnas son más ocasionadas a tropiezos, y errores que las nocturnas. Este es el error lógico, que ocasiona los infinitos en otras materias, por ser muy frecuente el de tomar non causam pro causa.

27. El Autor de la Disertación, por lo que he visto en los dos extractos, da bastantes señas de no ser tan rudo, que cayese en una inadvertencia de esta clase. Y así, vuelvo a decir, que hago juicio de que no creía lo que intentaba persuadir, y aun acaso, que ni lo intentaba persuadir; sino ganar la fama de ingenioso con los que creyesen, que en fuerza de una grande agudeza había dado bastantes apariencias de verdad a la más extraña paradoja.

28. Pero si se siente lo que ha escrito, desde luego le intimo que para ir consiguiente debe conocer a todo el Cristianísimo muy obligado, y agradecido a los Bárbaros del Norte, Hunos, Vándalos, y Godos, que con sus irrupciones en nuestras Provincias apagaron en ellas las luces de las Ciencias; porque según su sistema, esto fue introducir en ellas la reforma de las costumbres.

29. Intimóle también, que para guardar consecuencia, ya no debe mirar al Emperador Juliano Apóstata como perseguidor de la Iglesia, antes como insigne bienhechor suyo, por el Edicto que promulgó, en que prohibía a los Cristianos la enseñanza de las Escuelas; pues esto, en el sistema del Disertante, era desviarlos de la senda del vicio, y dirigirlos por el camino de la virtud.

30. Si me dijere que les prohibiría el estudio de las Letras Sagradas, mas no el de las Profanas, le responderé, que está muy engañado. Todo lo contrario. Les prohibió las Profanas, y permitió las Sagradas. Está clarísimo en el Edicto: porque después de articular, que pues los Cristianos, no adoraban los Dioses que habían adorado, Homero, Hesiodo, Demóstenes, Herodoto, Tucídides, Isócrates, y Lisias, no se les debía permitir que leyesen [230], o interpretasen esos Autores; porque es absurdo, decía, que expongan los libros de esos Autores los que vituperan los Dioses que ellos adoraron: Quare absurdum est, qui horum libros exponunt, Deos vituperare, quos illi coluerunt.

31. Ve aquí la Literatura Profana prohibida a los Cristianos. ¿Y la Sagrada? Expresamente les es permitida por el mismo Edicto. Porque (añade) si en las cosas que enseñan esos Autores, y de que ellos (los Cristianos) se constituyen Intérpretes, juzgan que hay algo de sabiduría, procuren primero imitar la piedad que ellos practicaron con los Dioses. Mas si juzgan que esos Autores pecaron en el culto de las deidades, en vez de exponerlos en las Aulas, vayan a sus Iglesias, y allí interpreten, a su Lucas, y a su Mateo: Quod si in his quae docent, & quorum quasi interpretes sedent, sapientiam esse ullam arbitrantur, studeant primum illorum in Deos pietatem imitari. Sint in Deos sanctissimos putant ab illis auctoribus peccatum esse, eant in Galilaeorum Ecclesias (siempre por derrisión llamaba Galileos, a los Cristianos) ibique Mathaeum, & Lucam interpretentur. Con que se ve aquí aquel Apóstata, detestado como perseguidor acre del Evangelio, convertido sólo en perseguidor de aquella Literatura, que se opone a la práctica de la Evangélica Doctrina, y por consiguiente acreedor al agradecimiento de todo el Orbe Cristiano.

32. ¿Pero qué sintieron los Santos Padres del proceder de Juliano? Que por eso mismo que prohibió a los Fieles toda profana Literatura, su persecución fue la más acerba, y maligna de cuantas padeció la Iglesia. Escúchese sobre el punto al eximio Doctor, tom. 4 de Religione, lib. 5, cap. 4, donde, después de decir que el Emperador Licino era tan enemigo de las Letras, que las llamaba peste pública, prosigue así: Pero después Juliano Apóstata prohibió, especialmente a los Cristianos, el estudio de ellas, aunque no padeció el error de juzgarlas malas, o inútiles para la defensa, o propagación de la [231] Fe; antes bien, porque las tenía por útiles para este fin uso de aquella diabólica malicia, para extirpar enteramente la Religión Cristiana, cuyo infensísimo enemigo era, y de la cual había desertado, volviendo al Paganismo. Y así los Santos Padres juzgan, que fue más acerba aquella persecución de Juliano, que la de los Tiranos, que con la violencia, y los tormentos querían obligar a los Fieles a abandonar la Fe. Lo que inmediatamente confirma con testimonios de Agustino, del Nacianceno, y de Teodoreto.

33. Mas: ¿por qué juzgaban los Santos Padres tan perjudicial a la Iglesia el Edicto de Juliano? Porque prohibiendo a los Fieles el estudio de las letras humanas, por una parte los hacía menos hábiles para defender en la disputa la Doctrina Católica, y por otra les quitaba de las manos las armas con que habían de impugnar la Gentílica. Por lo que Romano Mauro, citado en la Glosa ordinaria, compara la malicia del demonio, cuando por medio de los Paganos, de los Herejes, o de los falsos Cristianos procura privar de los estudios a los verdaderos Fieles, a la militar precaución de los Filisteos, que no dejaron Herrero alguno en la tierra de Israel, porque no hubiese quien les fabricase armas para su defensa. Porro faber ferrarius non inveniebatur in tota terra Israel. Caverant enim Philisthiim, ne forte facerent Hebraei gladium, aut lanceam (I, Reg. cap. 13).

34. Hasta aquí litigué con el Disertante con aquellas dos especies de argumentos, que los Lógicos llaman de retorsión, y ab absurdis. De aquí adelante usaré también de pruebas directas. Y la primera tomaré de algunas noticias domésticas; esto es, de mi Religión, que me presenta nuestro Monje Don Juan de Mabillon en su Tratado de los Estudios Monásticos. Notoria es a los Eruditos la disputa que este gran Crítico tuvo con el Abad de Trapa, Armando Juan Bouthiller de Rancé, sobre asunto que se roza con el que tengo entre manos. Pretendía el famoso restaurador de la primitiva áspera [232] observancia del Monasterio de la Trapa, que el estudio de las Ciencias era opuesto, no en general a la práctica de la piedad cristiana, que tan grande empresa estaba reservada para nuestro moderno Disertador; sino a la observancia Monástica, tomando esta voz en la rigurosa acepción, porque el asunto del Abad Rancé no se extendía a otros Institutos Religiosos, en cuyo destino se mezcla la vida activa con la comtemplativa. Al contrario Mabillon, se empeñaba en persuadir, que la aplicación a las Ciencias, bien lejos de ser opuesta a la observancia Monástica, era conducente para su fomento, y conservación, y a este intento escribió dicho Tratado de los Estudios Monásticos, que hoy tenemos traducido en Castellano en dos pequeños Tomos. Es infinito lo que en este Escrito se halla favorable a mi intención en la presente cuestión; mas por no ser prolijo, sólo me aprovecharé de algunas pocas noticias, las que me parezca que vienen derechamente al asunto.

35. En el capítulo segundo de la primera parte prueba el P. Mabillon, que el buen orden, y economía, que se estableció desde los principios en las Comunidades Monásticas, no podía subsistir sin el socorro de los estudios. En el tercero, que sin este socorro de los estudios, los Abades, y Superiores no pueden tener las calidades necesarias para el buen gobierno. En el quinto, que los grandes hombres, que han florecido entre los Monjes, son una prueba grande de que se cultivaron las Ciencias en sus Casas. En el sexto, que las Librerías de los Monasterios son invencible prueba de los estudios que en ellos se practicaban. En el séptimo, que los estudios fueron establecidos por el mismo San Benito en sus Monasterios.

36. En el octavo, que se puede contar entre las causas de la decadencia de la Religión la falta de estudios, y del amor a las Letras. En el noveno, que en las diferentes Reformas que se han hecho de la Orden de San Benito, se ha cuidado siempre de restablecer los Estudios. En el undécimo, que las Academias, o Colegios, que en todos [233] tiempos ha habido en los Monasterios de la Orden de San Benito, son una prueba manifiesta de que los estudios se admitieron siempre en ellos. En el duodécimo, que ni los Concilios, ni los Papas jamás prohibieron los estudios a los Monjes; antes al contrario los han obligado a profesarlos.

37. Los referidos asuntos, siendo tan eficazmente probados, como se debe suponer de un Crítico tan docto, y tan exacto como se sabe en todo el Orbe literario fue Don Juan de Mabillon, ofrecen varias reflexiones, que concluyentemente prueban no ser las Ciencias opuestas, no sólo a la común práctica de la virtud Cristiana, mas ni aun (lo que es mucho más) a la observancia Monástica, y perfección Religiosa. Pero son dichas reflexiones tan obvias a todo el mundo, que haría yo injuria a los Lectores en exponerlas.

38. Si acaso se me respondiere por el Disertador, que los estudios, que prueba, y aprueba en los Monasterios el P. Mabillon, serían de la Teología Mística, y la Moral, o cuando más de la Sagrada Escritura; repongo lo primero, que esto ya es conceder algo, y no poco. Lo segundo, que el estudio de la Sagrada Escritura, y Teología Mística, destituido de todo otro estudio, comúnmente es inútil, y en muchas personas arriesgado. ¿Con qué utilidad leerá la Escritura quien no lee sino la Escritura? Para la inteligencia de las Letras Sagradas, en muchas partes de ellas es necesario el ministerio de las Profanas. Y así ve el mucho uso que hacen en éstas los mejores intérpretes de la Escritura. Los libros de Teología Mística son ocasionados a introducir absurdísimos errores en los que no han estudiado otra cosa, si no vela sobre ellos algún sabio Director. ¿Qué concepto hará un devoto ignorante de aquellas uniones, transformaciones, identificaciones místicas, aniquilaciones de las potencias, y aun del proprio ser, conjugios de la criatura, y la Divinidad; la ebriedad espiritual, amor deífico, silencio del corazón, &c? Yo bien creeré, que los más de los Herejes [234], que llaman alumbrados, no por error del entendimiento, sino por depravación de la voluntad, adherían a aquella abominable doctrina que practicaban; pero al mismo tiempo tengo por muy verosímil, que algunos, y no pocos, por caminar sin luz por aquellas alturas, ciegamente torciesen de ellas hacia los precipicios.

39. Lo tercero: los argumentos del P. Mabillon, no sólo acreditan el estudio de las Divinas Letras en los Monasterios, mas también de las humanas. Aquel gran Casiodoro, que fundó en la Calabria el Monasterio Benedictino de Viviers, donde cansado del mundo, y de los altos empleos en que Teodorico, y otros Reyes Godos le habían ocupado, a los setenta años de su edad vistió en él un Hábito Monástico, le enriqueció con preciosa, y grande Biblioteca, que constaba de libros de todas Facultades. ¿Cómo pudiera Casiodoro escribir los Tratados que dio a luz de Gramática, Ortografía, Retórica, Dialéctica, Filosofía, Aritmética, Música, Geometría, Astronomía, si no tuviese en su Biblioteca libros de todas esas Ciencias, y Artes? ¿Y diráse, que un hombre de tan ilustres talentos ignoraba si era útil, o nociva a la observancia Monástica la aplicación a aquellas facultades? ¿O que dio los libros al Monasterio, sólo para que en él los comiese la polilla?

40. El Venerable Beda dice, que el Santo Fundador, y primer Abad de su Monasterio Benito Biscopio, puso en él una numerosa Biblioteca, trayendo en diferentes viajes que hizo a Roma innumerables libros de todos géneros de materias: Innumerabilem librorum omnis generis copiam apportavit.

41. El mismo Venerable Beda, en el propio Monasterio profesó, y enseñó a sus hermanos todas las Ciencias, y también a los seglares en la Iglesia de York. Si Beda sabía, y podía enseñar todas las Ciencias, oigámoslo a Sixto Senense, suyas son las siguientes palabras, hablando de el: Varón instruido en todo género de Ciencias, Gramático, perito en las letras Latinas, y Griegas [235], Poeta, Retórico, Historiador, Astrónomo, Aritmético, Cronógrafo, Cosmógrafo, Filósofo, Teólogo; tan admirado de todos, que entre los Doctores de aquel siglo corría como proverbio, que un hombre nacido en el último ángulo del Orbe, todo el Orbe había encerrado en su entendimiento. San Anselmo, y otros siguieron el ejemplo del Venerable Beda.

42. «Esta misma disciplina (en lo que va señalado con comitas al margen copio literalmente las palabras de Mabillon) se extendió a todos los Monasterios, así a los más antiguos, como a los que después se fundaron, como a Glastembury, San Albano, Malbesbury, Croyland, y otros: y en uno de ésos fue educado San Bonifacio, Apostol de Alemania, desde la edad de cinco años; y aprendió las Ciencias que hizo después enseñar en Fulda, y Frifrisland, que fueron dos de las primeras, y más célebres Academias de Alemania, con la Hirsfendense; la cual, desde sus principios, tuvo cincuenta Monjes. Casi al mismo tiempo florecieron las Universidades de San Galo, de Richenaw, de Prumia, donde vivió el Abad Richenon, y poco después la de S. Albano de Maguncia, la de S. Máximo, y de S. Matías de Treveris, la de Modeloe, y la Hirsuagia. Tritemio escribió el Catálogo de los Maestros, que enseñaron las letras en esta última. Debe añadirse a todas estas Academias de la Schafnabourgo, en que floreció el célebre Cronógrafo Lamberto, Monje de esa Abadía.

43. Al mismo tiempo que las Ciencias comenzaron a florecer en Inglaterra con la Religión, había también célebres Academias en Francia. Buenos testigos son la de Fontenella debajo de S. Urandillo, y de S. Ansberto: la de Floriaco bajo la conducta del Bienaventurado Mommolo, ilustrada después por Adrevaldo, Aimoino, Abbon, y otros: la de Lobbes debajo de San Ursmero, y después Baterio, Folquino, Herigero, y sus sucesores. En los siglos octavo, y nono, y los [236] siguientes florecieron las de Aniana, y de S. Cornelio Indense, debajo del Santo Abad Benito. La de Corbeya en Francia, por distinguirla de la Corbeya en Sajonia, que no fue menos ilustre: la Ferrariense debajo del Sabio Abad Lupo. La de S. German Antisiodorense debajo de Herico, Maestro de Lotario el Menor, hijo de Carlos el Calvo, y de Remigio, famoso Profesor en el siglo siguiente. La de S. Miguel de Lorena debajo del Abad Smaradgo; esto es, en tiempo de Ludovico Pío: y en fin, por abreviar, la Gemblascense, Beccense, y Ebrulfense, de las cuales salieron infinidad de personas ilustres. Puede verse lo que sobre este punto escribieron Monsieur Launoy en su Libro de Scholis; y monsieur Joly, Canónigo Parisiense, en su Tratado de las Escuelas».

44. Vea ahora el Disertador si el estudio de las letras humanas se puede pensar que perjudica a la observancia Religiosa, cuando en tantos Monasterios Religiosísimos se enseñaron a los Monjes, cuando tantos Varones, no sólo doctos, mas santos, las introdujeron en ellos; y cuando en fin, bien lejos de perjudicar a la observancia Monástica, se ha notado que esta recaía cuando decaían ellas, y revivía cuando ellas revivían.

45. Pero no lo vea esto sólo el Disertador. Véanlo también ciertos rígidos Censores, que hay también por acá entre nosotros, y que pretenden que ningún Religioso, y aun ningún Eclesiástico debe estudiar otra cosa que las cavilaciones metafísicas, y las Letras Sagradas; y que salir de ellas a las profanas, es en algunas manera apostatar de su estado, o salir del Claustro a vaguear por el mundo. Quisiera yo que aquéllos, a quienes Santo Tomás nunca se les cae de la boca, para improbar todo lo que no es Santo Tomás, hiciesen lo que hizo este gran Doctor, o por lo menos dejasen en paz a los que procuran hacerlo. Santo Tomás de todo estudió, de todo supo, como se ve en tantos símiles como usa de las materias de otras Ciencias para explicar las teológicas [237]. De Santo Tomás se puede decir lo que el Santo, citando a San Jerónimo, dice de los antiguos Doctores: Doctores antiqui in tantum Phylosophorum doctrinis atque sententiis, suos resperserunt libros, ut nescias quid in illis prius admirari debeas, eruditionem saeculi, an scientiam Scripturarum (1 part. quaest. 1, artic. 5). Santo Tomás entendió en aquellas siervas, o criadas, que en el capítulo nono de los Proverbios se dice estaban al mandado de la Sabiduría: Misit ancillas suas, ut vocarent ad arcem, las Ciencias humanas, que sirven a la Teología; por consiguiente conoció que el ministerio de todas ellas es conducente para el estudio de su soberana doctrina (ibi in argumento, sed contra).

46. Pero esto más es para personas de otra clase, que para el Disertador; en cuyo combate prosigo, usando de otro argumento experimental, que no me parece menos fuerte que el pasado. El Disertador en la experiencia pretendió hallar apoyo a su opinión, pero con tanta infelicidad como se ha visto. Yo prosigo en llamarla a favor de la mía; y como me ha asistido bien en el argumento pasado, espero haga lo mismo en el que voy a proponer, y en que arguyo de este modo.

47. Si la Ciencia fuese contraria a la virtud, y el vicio favorable a ella, entre los doctos sería mucho mayor el número de los viciosos, que el de los virtuosos. La razón es clara; porque en ellos, demás de los estímulos con que los inclina al vicio nuestra depravada naturaleza, como a todos los demás hombres, concurriría al mismo lamentable efecto el influjo de la Ciencia, pero la experiencia acredita lo contrario: luego, &c. La mayor del silogismo queda probada concluyentemente; con que si la menor no se niega, es evidente la consecuencia. ¿Y tendrá el Disertador audacia para negarla? Puede ser; porque sólo de esta barra ardiendo se puede asir, para no dejarse ahogar: quiero decir, no tiene otro recurso para evitar la convicción. Pero entre tantos como han viajado algo por el Mundo Literario, ¿habrá alguno [238] que no se escandalice, al verle negar aquella menor? En cualesquiera de estos libros, que llaman Bibliotecas, no sólo de esta, o aquella Familia Religiosa, mas también de las Nacionales, en que se da noticia de los escritos de innumerables Sabios, y juntamente también por lo común de sus cualidades morales, se palpa que es mucho mayor el número de los virtuosos. Aun fuera de las Colecciones Bibliotecarias, otros innumerables libros históricos, en quienes se hallan por ocasiones, que la narración de los sucesos frecuentemente ofrece, noticias dispersas de muchos hombres de doctrina sobresaliente, testifican lo mismo. Y esto aunque sólo se haga la cuenta de los que únicamene dieron su aplicación a las Ciencias humanas; pues si bien se debe confesar, que en los que pusieron todo su estudio en las Divinas Letras, se nota con mucha más frecuencia, o una más ejemplar piedad, o una más depurada virtud; aquella honestidad moral menos severa, que basta para evitar la destemplanza, la lascivia, la malevolencia, la ambición, la avaricia, y sobre todo, el libertinaje, y la impiedad, se observa también comunísimamente en los primeros.

48. Hacen visible lo mismo innumerables libros modernos, en que hallan noticias de los Filósofos, y Matemáticos, que están repartidos en tantas Academias Europeas. Aun entre los sabios del Gentilismo es rarísimo el que nos muestra costumbres depravadas. Es verdad, que tanto por los antiguos, como por los modernos, dados a las Letras Humanas, es menester alguna indulgencia para los Profesores de la Poesía. O sea que se inclinan más al ejercicio de este Arte los genios amatorios, o que la viveza de la imaginativa, tan necesaria para hacer buenos versos, sea poco conciliable con aquella sosegada madurez, que regla las costumbres, no se puede negar que ha habido muchos Poetas, especialmente entre los Líricos, muy licenciosos, así en los escritos, como en las acciones.

49. Mas no por eso apruebo que Platón los expeliese [239] de su República, ni que Cicerón en el lib. 2 de las Cuestiones Tusculunas, subscribiendo a la máxima de Platón, hablase de ellos con tanta acerbidad, en la cual puede ser influyese algo la experiencia de su poca habilidad para la Poesía. Sabido es cuánta mofa hicieron los Romanos, inteligentes en este Arte, de aquel verso suyo:

O fortunatam natam me Consule Romam!

50. Y con razón; ¿porque qué otra cosa merece sino un fastidioso desdén la puerilidad de aquel eco? Por lo que mira a Platón, pudieron dar motivo a su enojo con la Poesía, ya la licenciosa petulancia de los Cómicos de aquel tiempo, ya las insolentes invectivas de Aristófanes en la Comedia de las Nubes, contra el mejor hombre, que tuvo el Gentilismo; contra Sócrates, que, sobre el mérito de su virtud, era acreedor al respetuoso amor de Platón, por el título de Maestro suyo. Con todo, las intemperancias de los Poetas merecen que los corrijan, no que los destierren; porque la Poesía, contenida en los justos límites, puede tener sus utilidades.

51. El tercer argumento tomaré, ya no de la experiencia, sino del principio, o causa de esa experiencia, que históricamente he probado. Esto ejecutaré, contemplando lo que al estudio de las Ciencias, mirado en sí mismo, le da una natural contrariedad al vicio, y por consiguiente una fácil asociación a la virtud; previniendo, que por escoger el terreno menos ventajoso para el combate, fiado en la superioridad de mis armas, procederá el argumento únicamente de las Ciencias, o Letras Humanas. Discurro, pues, así:

52. Toda aplicación, que aparta el pensamiento de aquellos, que lisonjean nuestras pasiones, nos aleja de las acciones viciosas; pues las potencias no pueden llegar al ejercicio de ellas, sin que preceda de parte de la imaginativa la representación de sus objetos; pero la aplicación a cualquiera estudio aparta el pensamiento de [240] dichos objetos: luego, &c. La mayor es innegable, por la prueba concluida en ella. Y no es menos fácil la prueba de la menor; porque a la vista del alma sucede en esta parte lo mismo que a la del cuerpo, que fijada firmemente en un objeto, no ve otros, o los ve confusamente; y aun esa percepción confusa se ciñe sólo a los algo vecinos comprehendidos en un círculo de no mucha amplitud, en cuyo centro está el que se ve directamente, terminado el que llaman los Matemáticos eje óptico; esto es, aquella línea, que perpendicularmente vine del objeto al ojo, pasando por el centro de la pupila. Esto conocerá cualquiera, haciendo la reflexión de que cuando está leyendo la página de un libro, sólo ve claramente aquella palabra a quien termina directamente la vista; y las que están a los lados, o arriba, y abajo con alguna confusión; mayor, o menor ésta, según la mayor, o menor distancia de la línea del eje óptico; de modo, que para continuar la lectura es menester ir sucesivamente moviendo el ojo de unas letras a otras.

53. Los objetos de las pasiones viciosas están por lo común bastantemente distantes de los objetos del estudio literario; y aunque la distancia no sea tanta, que se nieguen enteramente a la vista, sólo lograrán una percepción confusa, por consiguiente, sólo harán una impresión tan leve, o ejercerán un atractivo tan débil en el alma, que se pueda superar con muy poca fuerza.

54. Es verdad que para que el efecto, que se solicita, sea algo considerable, es menester que el objeto del estudio sea algo agradable al alma, y de objeto del entendimiento pase a serlo de la voluntad; siendo cierto, que sólo ganando esta potencia, puede empeñar mucho la atención de aquélla. Pero el conseguir esto es fácil a aquellos, a cuyo arbitrio está elegir este, o aquel estudio, esta, o aquella lectura. En los que carecen de este arbitrio puede, para el efecto de impeler a la aplicación, suplir el deleite del estudio la coacción, la esperanza del premio, o el miedo del castigo de quien los domina. [241]

55. Pero en quien puede elegir para sí mismo, o tiene facultad para determinar a quien esté debajo de su dominio, en caso de no predominarle una fuerte propensión a otro estudio, o ligarle a él la obligación de su estado, se debe preferir a todos los demás el de las Matemáticas, porque es mucho lo que éstas engolosinan el entendimiento, y por consiguiente la voluntad, aun de aquellos que no por predilección, sino por otro cualquiera motivo se introdujeron a ese estudio. Y yo aconsejaría a todos los Señores, que, para dejar a sus hijos en un estado muy cómodo, no necesitan de ponerlos en la carrera de alguna Ciencia, los aplicasen a las Matemáticas. Nadie tanto como los hijos de los poderosos necesitan de ese lenocinio literario para colocarse fuera del atractivo del vicio, para el cual les presentan innumerables ocasiones el poder, y lustre, consiguientes a su nacimiento.

56. El poder de las Matemáticas, para segregar el alma de todas afecciones materiales, y aun para extinguir en algún modo toda su sensibilidad hacia ellas, tiene una alta prueba en dos insignes ejemplos, uno antiguo, otro moderno: aquél el del Siracusano Arquímedes; éste el del Francés Francisco Vieta. Rendida Siracusa después de un largo asedio a los Romanos, que Capitaneaba el Cónsul Marcelo, entraron los sitiadores en la Ciudad con el furor bélico, que les inspiraba el dolor de lo mucho que habían padecido en aquel sitio. Pero moderó aquél la benignidad del Cónsul, no permitiendo otro desahogo que el del pillaje. La conturbación, el tumulto, la vocería insultante de los vencedores, y lastimera de los vencidos en un tan gran Pueblo eran cuales es fácil imaginar en semejante lance. ¿Quién creería que hubiese entonces algún Ciudadano que en tan desecha tormenta gozase la serenidad de la más tranquila calma? Sí le había, y éste era Arquímedes: el cual, al mismo tiempo embebido en una dificultosísima demostración matemática, estaba dentro de su gabinete tirando las [242] líneas pertenecientes a ella, tan absorto, que nada percibía de un estrépito, que se hacía oír a grandes distancias; y llegando a él un Soldado Romano, que le intimó le siguiese para presentarle al Cónsul, le pidió Arquímedes esperase un poco mientras concluía la solución de un problema, que estaba demostrando. Mas el Soldado, que ni entendía de demostraciones, ni sabía qué cosa eran problemas; irritado de la demora del Matemático, que atribuyó a desprecio, le atravesó el pecho con la espada, y así murió aquel grande hombre, malográndose juntamente su demostración, que, si, como algunos adivinan, era la de la cuadratura del círculo, fue un daño grande para las Matemáticas, y para los Matemáticos; porque perdida entonces, nunca se pudo hallar después: y fuera menor la pérdida, si se hubiera perdido también la esperanza de ella; pues subsistiendo ésta por espacio de veinte siglos, hizo perder inútilmente mucho tiempo en su investigación a innumerables ingenios.

57. Ni merece menor consideración el caso de que habiéndole ocurrido a Arquímedes, al tiempo que se estaba bañando, el ingeniosísimo modo que halló para descubrir a punto fijo la cantidad de plata que un infiel Artífice había sustituido a una porción del oro, que el Rey Hierón le había entregado para fabricarle una Corona, loco del gozo de la invención, al momento saltó desnudo del baño, publicando en descompasadas voces el hallazgo.

58. De Francisco Vieta, insigne Matemático del siglo pasado, que, con el utilísimo invento de la Algebra, que llaman Especiosa, facilitó mucho a los de su profesión todo género de cálculo, se cuenta, que algunas veces estaba por espacio de tres días con sus noches embebido en sus especulaciones, sin tomar alimento alguno; y sin más sueño, que el de algunos pocos momentos, en que reposaba la cabeza sobre el brazo apoyado en el de la silla. Así se lee en el Moreri, que cita para ello el [243] testimonio de aquel grande Historiador Jacobo Augusto Thuano, a que agrega el de Vosio, y Scaligero.

59. Supongo que a muy pocos estudiosos da la naturaleza temperamento proporcionado para estos raptos extáticos del orden natural; así como a muy pocos espíritus contemplativos eleva la Divina Gracia a esotros éxtasis de orden superior. Pero mucho menor embebecimiento basta para suspender, mediante el olvido de sus objetos, la maligna inspiración de los objetos viciosos.

60. El mismo efecto que la aplicación al estudio de las letras hace en parte la lectura de los libros, aun cuando no se busca en ellos la doctrina, sino la diversión honesta; porque la delectación en la lectura, llamando a ella el entendimiento, le aparta de otros objetos, cuya consideración es peligrosa. Supongo que esa delectación no se ha de buscar por sí sola, o parando en ella, sino por algún motivo racional, y justo; pues el Papa Alejandro VIII condenó la opinión, que daba por lícito gozar el apetito de sus actos, precisamente por la delectación que de ellos resulta. Pero es fin honestísimo para la delectación en la lectura desviar con ella el ánimo de otros pensamientos, que pueden ser dañosos. Y para este fin, tanto la lectura será más útil, cuanto sea más intensa la delectación; porque a proporción de ella será más firme la adherencia del ánimo a ese objeto, y por consiguiente más constante la separación de otros.

61. Pero sin ese fin hay otros, que pueden hacer honesto ese deleite, como evitar la ociosidad, buscarla como descanso de otras ocupaciones fatigantes, o como remedio al fastidio que suele causar la continuación de lecturas más serias, o como fuga de aquel grande enemigo del cuerpo, y del alma, la tristeza. Todo lo que se refiere a fin honesto, se refiere al último fin, a Dios, por lo menos virtual, o mediatamente, aunque siempre será más conveniente, y laudable hacer (que es fácil) esa relación explícita, y formal.

62. Con cuya ocasión me atrevo a decir, que me [244] parece nimia la severidad de aquellos Padres, Superiores, o Maestros, que totalmente prohiben la lectura de mera diversión, aun la que de ningún modo es nociva a los que tienen debajo de su mando. Ello es preciso conceder en todas edades alguna alegre libertad al ánimo fatigado, para que cobre fuerzas. Una continua tarea las debilita, las apoca, y las aniquila. El ejercicio del estudio, de la oración, o mental, o vocal, u de la enseñanza, estudio, u otra cualquiera ocupación seria, sin intermisión alguna, pide, o un temperamento de bronce, o aquella especial asistencia de la gracia, que Dios concede a muy pocos. Del doctísimo Cardenal Henrico de Noris se lee, que estudiaba catorce horas cada día: lo mismo dice de sí el célebre Caramuel. Apenas en la vasta Región de la República Literaria se hallarán diez, u doce, que puedan tolerar este trabajo, ni aun por solos ocho días, sin arruinar la salud. Sabido es lo que se cuenta de San Juan Evangelista, que significándole en cierta ocasión un Cazador, que tenía su arco en la mano, la admiración que le causaba ver que un hombre, en todo grande, se entretuviese en hacer alagos a una perdiz domesticada, le preguntó el Apostol si en aquel arco tenía siempre tirante la cuerda. A lo cual respondió el Cazador, que eso no podía ser sin que el arco perdiese enteramente la fuerza del resorte: le repuso el Santo, que lo mismo sucedía al alma, que perdía la fuerza para los ejercicios santos, y devotos, si estaba siempre ocupada en ellos, sin interponer alguna inocente recreación, cual era la que él tomaba con aquel agradable pajarito.

63. Pero siendo preciso mezclar a las ocupaciones serias uno, u otro rato de diversión honesta, que esparza el ánimo, ¿cuál mejor que la plácida lectura de algunos Escritos amenos? La caza es para pocos. No a todos es permitido el paseo por sitios deliciosos, sobre que muchos Países carecen de toda amenidad. El juego tiene sus riesgos. La Música, sólo los Príncipes, o grandes Señores la logran siempre que gustan de ella. La agradable [245] conversación a muchos falta. Libros divertidos en todas, o casi todas partes los hay, y con la variedad suficiente para no padecer el fastidio que puede ocasionar la repetida lectura de los de la misma especie; pues aunque no los tenga propios el que necesita esa diversión, es fácil lograrlos prestados de un amigo, o un vecino del mismo Pueblo, u de otro poco distante.

64. Pero advierto, que cuando proponiendo, como útiles, aun los libros de mera diversión, asiento, que de éstos hay bastante copia en todas partes: hablo en esto, no según mi concepto particular, sino según la común estimación que da por tales a infinitos: Mas yo estoy en la inteligencia de que son poquísimos los libros de quienes, demás de la utilidad de la diversión, no se puede sacar el fruto de tal cual enseñanza. Así me lo ha persuadido la experiencia; pues puedo protestar, que habiendo, en el largo discurso de mi vida leído libros de todas clases (a excepción de los pocos en quienes reconocía algún ingrediente de cierta cualidad venenosa), apenas pasé los ojos por alguno, a cuya lectura no debiese algo de instrucción apreciable en una materia, u otra.

65. Debe suponerse, que siempre excluyo de todo uso aquellos libros, más de perversión que de diversión, en quienes se pretende pasar, a título de chiste, la imprudente licencia. Y con esto doy fin a esta Disertacioncilla, en que empecé hablando con un amigo, y proseguí escribiendo para todo el mundo.


{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo cuarto (1753). Texto según la edición de Madrid 1774 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo cuarto (nueva impresión), páginas 214-245.}