Filosofía en español 
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Tomo quinto Carta V

Algunas advertencias sobre los Sermones de Misiones

1. Amigo, y señor: Recibí la de V. P. de 4 de Noviembre, cuyo contenido leí gustosísimo, por ver en él explicada la inclinación, que V. P. tiene a ocupar [164] útilmente aquella parte del tiempo, que, por su jubilación en la carrera del Púlpito, puede ya emplear a su arbitrio, continuando el Sagrado ministerio de la Predicación por Pueblos vecinos, al modo de Misionero; para cuyo efecto me dice, espera, no solo mi aprobación, mas también, que si se me ocurren algunas advertencias particulares, conducentes a hacer más fructuoso ese ejercicio, caritativamente se las exponga.

2. A que respondo, que en cuanto a la aprobación, no tengo que deliberar, cuando la propuesta es tal, que del más indiferente exige, no solo condescendencias, mas también aplausos. Y seguro a V. P. que si cuando el Rey me concedió la jubilación de la Cátedra, me hallase dotado de las facultades, que pide ese ministerio, algo me hubiera dedicado a él, alternándole con el de Escritor público, en que ya estaba metido, lo que verosímilmente sería algo conveniente para mi salud, interpolando con algún ejercicio corpóreo la vida sedentaria, inevitable en el de Escritor. Pero me faltaban dos cualidades indispensables para las tareas de la Misión, robustez de pecho, y virtud. Esto es lo mismo que decir, que me faltaban para el oficio de Predicador el cuerpo, y el alma. Por lo que mira a la virtud, aun en el grado de ejemplar, ya veía, que podría adquirirla, cooperando mi libre alvedrío a los auxilios de la Divina gracia. Pero la debilidad del pecho era totalmente incorregible, siendo tan connatural a mi nativo temperamento, que aún en la adolescencia, y juventud, padecí el mismo defecto.

3. En orden a advertencias, ¿qué puede V. P. esperar de mí? ¿O qué podré decir, que no tenga previsto V. P? Sin embargo, habiendo yo notado muchos años ha ciertos inconvenientes, en que la vehemencia del celo en la corrección de los vicios hizo resultar de los Sermones de algunos Predicadores, aunque por otra parte discretos, y doctos, manifestaré a V. P. de dos observaciones sobre dichos inconvenientes, y las causas de ellos.

4. He notado lo primero, que en los Sermones de Misión [165] es bastante común, llegando el Predicador a enardecerse en las ponderaciones de los estragos, que en las almas hace cierto determinado vicio: es bastante común, digo, exagerar más allá de lo justo la transcendencia de aquel vicio en los habitadores del Pueblo donde predica. Esto tiene un gravísimo inconveniente, y en vez de conducir a la enmienda, es muy ocasionado a aumentar la corrupción. Voy a explicar mi pensamiento.

5. Las enfermedades del alma no son menos contagiosas, que las del cuerpo, y aun lo son mucho más en la extensión. Quiero decir. No todas las enfermedades del cuerpo son contagiosas, sí solo algunas determinadas especies. Pero todas las del alma (todos los vicios morales) lo son, como intervengan dos condiciones, que también en las corpóreas son necesarias para la comunicación; esto es, transmisión de los hálitos de parte del comunicante, y disposición de parte del recipiente. No todos adolecen cuando reina alguna enfermedad epidémica en un Pueblo; ya porque no a todos llega la exhalación maligna de los enfermos; ya porque no en todos los temperamentos hay disposición proporcionada para admitir aquella especie de contagio.

6. Ahora a la aplicación. Las dolencias del alma transpiran, o exhalan sus hálitos malignos por la noticia. Entretanto que están ocultas, sólo dañan el seno donde se esconden. Llegando a publicarse, de sus nocivos vapores se forma en torno una atmósfera, tanto mayor, o menor, cuanto es mayor, o menor la publicidad; extendiéndoes tal vez a un gran Pueblo, o tal vez a toda una Provincia, dentro de cuyo recinto ejerce su pestífera influencia, en cuantos sujetos encuentra con alguna particular disposición para recibir el contagio; esto es, en todos aquellos a quienes domina aquella pasión, que inclina al vicio publicado.

7. Pero quiero explicar la cosa en términos propios, y naturales, dejándome de alusiones, y metáforas; y hacer patente el mecanismo Moral (permítaseme llamarlo [166] así) de lo que pasa en esta materia. Los hombres comúnmente inspiran pudor unos a otros, especialmente los más modestos a los que no lo son tanto. El que vive en compañía de gente, quien juzga virtuosa, en esa misma consideración tiene un freno, que le reprime algo para no rendirse al impulso de alguna pasión, que le incita a tal, o tal vicio; porque ve, que tanto mayor será su oprobio, cuanto menos puede cubrirse con la disculpa del mal ejemplo. Supongamos ahora, que llega el caso de que este hombre descubra, que aquellos que él tenía por virtuosos, no lo son; antes adolecen de la misma pasión que él, y delinquen algunas veces en el objeto de ella. ¿Qué sucederá en tal caso, sino que este hombre se dejara llevar más de su propensión al mismo objeto vicioso, no sólo por el directo incitativo del mal ejemplo; mas también por la remoción del prohibente; quitándole el freno del pudor, con que le contenía la extensísima virtud de los compañeros o vecinos.

8. Ve aquí V. P. cuán grave perjuicio puede ocasionar a las almas el pregonar, que un Pueblo, o territorio está excesivamente inficcionado de alguna, o algunas, especies de vicios. ¿Pero me figuro yo en el supuesto, de que trato un abuso del púlpito, que no existe, o existió realmente, sólo por formarme un enemigo fantástico a quien combatir sobre seguro? Ojalá fuese solo imaginario el abuso. No sólo he tenido varias noticias seguras de su realidad, mas de uno, u otro caso he sido yo testigo. Oí en cierta ocasión a un Predicador de no ordinarias circunstancias, el cual tomó por asumto declamar contra un vicio, que aunque por lo común hace bastante estrago en el mundo, en el Pueblo a quien predicaba, nada más frecuente, que en otros de igual tamaño. Sin embargo a su imaginación, fogueada de celo, se le representó tan transcendente el escándalo, que llegó a prorrumpir en la expresión de que todos los habitadores del Pueblo, sin exceptuar estado alguno, delinquían en aquella materia; levantando con más vivo esfuerzo la voz, en la [167] repetición de todos, todos, para no dejar duda alguna de la universalidad de la proposición. ¿No era consiguiente a este entusiasmo del Orador el efecto, que he dicho en los oyentes? Generalmente, quien multiplica en la opinión los delincuentes, multiplica en la realidad los delitos.

9. Acércase bastantemente al abuso expresado, que acaso es más nocivo, por ser más común. Son muchos los Predicadores, que en los Sermones, que llaman Morales (y todos debieran serlo) frecuentemente introducen invectivas contra el otro sexo, ponderando sus fragilidades, sin reparar, que esto tiene el inconveniente de excitar indirectamente los hombres viciosos a criminales empresas. Exagerar la debilidad de un sexo, es esforzar la osadía del otro. Y aún crece por una, y otra parte el daño; pues al mismo tiempo que al sexo fuerte se aumenta la confianza, al flaco se le presenta en su fragilidad la disculpa. ¿No sería mejor gastar la pólvora en los agresores, que en quienes solo están sobre la defensiva? Ya en otra parte he escrito, y lo repito ahora, que quien quisiere hacer buenas a todas, o casi todas las mujeres, lo logrará, no más, que con convertir a todos los hombres.

10. La segunda observación particular, que he hecho sobre los Sermones de Misión, es, que en ellos comunísimamente se llama a los hombres a la enmienda, con el motivo del temor de la Divina Justicia; pero rara vez, o muy de paso, excitándolos al amor de su infinita bondad. Convengo en que Dios no es sólo súmamente Benévolo, y Amable: también es Justiciero, y Terrible. Mas con esta diferencia, que lo primero enteramente se debe a la excelencia de su naturaleza, y solo hace demostración de lo segundo, impelido de nuestra malicia.

11. Convengo también en que el temor de Dios es santo. Convengo en que hay circunstancias particulares, en que conviene cargar la consideración sobre los motivos del temor. Convengo en que Dios, no sólo quiere ser amado: más también temido. En todo esto no hay duda. [168] Sólo se puede reducir la cuestión a cual de los dos, temor, o amor, dispone mejor las almas hacia Dios; o cual de los dos es de su mayor agrado. Sobre lo cual recurro al grande espíritu de S. Bernardo, para que decida: Dios (dice el Santo, Serm. 83 in Cantica) exige de la criatura racional, que le tema, como a Dueño: que le honre, como a Padre: que le ame, como a Esposo. ¿Pero cuál de estas tres especies de tributo es la más agradable? ¿Cuál la más conveniente, y mas digna? Sin duda el amor. Quid in his praestat? Quid eminet? Nempe amor: asunto, que prosigue en todo el resto de aquel Sermón (como V. P. puede ver en él) encareciendo, con las más bellas sentencias, el grande exceso, que así en orden a la complacencia de Dios, como para nuestra utilidad, hace al temor el amor.

12. A más extiende el Divino Sales, cuando dice (Práctica del amor de Dios, lib. 2, cap. 8), que el amor es el medio universal de nuestra salud, el cual se mezcla en todo, y sin él nada hay saludable. Esto es decir, que el amor es el remedio universal para las enfermedades del alma: es el oro potable, que en vano los Químicos buscaron para ocurrir a todas las corpóreas; y Cristo nuestro Bien, cuando vino al mundo, trajo del Cielo, para curar todas las espirituales. Antes de la venida del Redentor, para apartar Dios a los hombres de los vicios, por las bocas de los Profetas, que eran los Predicadores de la Ley Antigua, no hacía sino fulminar terrores, y amenazas. Vino Cristo, y mudó de tono en la predicación, pasando, como si dijésemos, del modo Phrigio belicoso al Jónico halagüeño; o llamando con amorosa dulzura de la lira, a los que antes intimidaba el estrépito marcial de la trompeta. Ya en el Evangelio no suenan aquellas apelaciones formidolosas del Dios Fuerte, y Terrible, y del Dios de las Venganzas, del Dios Guerrero, o Dios de los Ejércitos, que hacían estremecer el mundo en el Testamento Viejo. En los Sermones, que predicaba Cristo, era frecuentísimo apellidar a Dios Padre nuestro. Quince veces le nombra en un Sermón, que ocupa la mayor parte [169] de los capítulos quinto, sexto, y séptimo del Evangelista S. Mateo; y todas quince, con dicha denominación, ya simplemente, y sin addito: Pater vester; ya con el addito de Celestial: Pater vester Caelestis. Esto es llamarnos al cumplimiento de nuestras obligaciones, no como a siervos, con el temor, sino como a hijos, con el amor.

13. No menos que en la predicación de Cristo, en la del Apóstol S. Pablo, se repite la memoria de Dios, debajo del benéfico título de Padre Universal de los hombres. Así generalmente en el principio de sus Epístolas, que realmente son otros santos Sermones Misivos, se introduce con aquella Salutación, llena de benevolencia, y ternura: Gratia vobis, & pax a Deo Patre nostro, & Domino Iesu-Christo; sin dispensarse de esta introducción amorosa aun con los Gálatas, que merecían las más agrias represiones, por su declarada propensión a apostatar del Evalgelio, que habían admitido, al Judaísmo, que habían abandonado.

14. Así hablaba S. Pablo, porque así había hablado Cristo. Era Cristo el Autor de la Ley de Gracia, y S. Pablo el más docto Intérprete de esa misma Ley; el que más profundamente penetró su espíritu, como diverso del espírutu de la Ley Antigua. ¿En qué consiste esta diversidad? En que el de la Ley Antigua era espíritu de servidumbre; el de la Ley de Gracia espíritu de filiación. En aquella trataba Dios a los hombres, como Siervos; en ésta como a Hijos. En aqeulla los dirijía por medio del Temor; en ésta por medio del Amor. Esto es puntualmente lo que le mismo S. Pablo escribe a los Romanos (cap. 8), intimándolos, que habiendo abrazado el Evangelio, ya no recibieron, como antes, el tímido espíritu, propio de la esclavitud; sino el espíritu amoroso, entrañado en la filiación adoptiva: Non enim accepistis spiritum servitutis iterum in timore, sed accepistis spiritum adoptionis filiorum, in quo clamamus Abba (Pater).

15. Apoyada ya con tanta firmeza la máxima, de que debe preferirse el medio del amor al del temor para [170] conducir los hombres a la virtud: apoyada, digo, en la más respetable autoridad, es fácil reforzarla con la persuasión de su mayor utilidad; porque este medio, no solo para Dios es más grato, pero también para el hombre más cómodo. Muy diferentemente obsequia quien sirve impelido del amor, que quien obedece compelido del temor. Aquel lo hace con un sentimiento íntimo de dulzura; éste con cierta sensación de aspereza: aquel se mueve por inclinación; éste forceja contra la dificultad: aquel pacíficamente es atraído de la hermosura del objeto; éste no adelanta un paso, sin lidiar primero consigo mismo: aquel halla un camino, sino enteramente llano, poco embarazoso; éste en cada pasión suya encuentra un nuevo tropiezo.

16. Bien hecha de ver V. P. que en cuanto digo del temor, en contraposición del amor, entiendo el servil; pues el filial, no solo se concilia bien con el amor, mas se puede asegurar, que es disposción conducente para él. Muy de otro modo teme el esclavo al dueño, que el hijo al padre. El esclavo teme el azote, el hijo solo el enojo: el escalvo en su temor solo contempla al dueño como terrible, el hijo como respetable: el esclavo mira el castigo como venganza, el hijo como corrección: aquel como efecto de una dominación severa, éste como instrumento de un cariño próvido.

17. Bastaba lo dicho para que en el ministerio de la predicación obtenga el primer lugar la persuasión al amor, respecto del temor. Pero aún falta ponderar una excelencia, por la cual goza infinitas ventajas el amor. Esta excelencia consiste en que el amor dignifica las buenas obras, que provienen de su influjo: de modo, que son infinitamente más agradables a Dios, que las que proceden del temor; tanto, que cuando ese amor llega a aquel grado de perfección, en que obtiene el nombre de caridad, la constituye benemérita de aquella inefable felicidad, cuya duración se extiende fuera de todos límites del tiempo, y cuya grandeza supera cuanto puede concebir el entendimiento [171] humano: dicha a que nunca arriba, o la obediencia a los preceptos, o la fuga de los vicios, a que induce por sí solo el temor.

18. Mas aún cuando pudiese tener alguna contingencia la Eterna Bienaventuranza, que esperamos como premio del amor de Dios; ¿no bastaría para empeñarnos a amarle, con todas las fuerzas del espíritu, la seguridad de ver nuestro amor bien correspondido de parte de Dios? Aman los hombres a otros individuos de su especie, aventurándose a no ser pagados en la misma moneda, porque son innumerables los ejemplos, que le representan ese riesgo. ¿En qué historia no se leen multiplicados? Allí se ve uno, que a costa de su hacienda sacó al que amaba de su miseria; y reducido después a la misma infelicidad, no encuentra en él el más leve socorro. Allí otro, que habiendo derramado una buena porción de su sangre por su amor a la patria, no experimenta en ésta sino desdenes. Acullá otro, que está porcurando la fortuna a quien anda buscando trazas para derribarle del puesto, que ocupa. Lo que pasa en esta materia entre los dos sexos, todos los días está poblando el aire de quejas; aunque bien merecidas son las ingratitudes, si los motivos del afecto son criminales. Recíprocamente acusa un sexo a otro de infinitas perfidias. Y lo peor del caso es, que siendo de una, y otra parte verdaderas acusaciones, ni a una, ni a otra parte verdaderas las acusaciones, ni a una, ni a otra sirven para el escarmiento.

19. ¡Oh qué diferente es el proceder de Dios! Que este Señor ama a quien le ama, es una proposción de sempiterna verdad, sentencia que pronunció él mismo por la boca de Salomón: Ego diligentes me diligo (Proverb. c. 8) y repetida en el Evangelio: Qui diligit me, diligetur a Patre meo, & ego diligam eum (Joan. cap. 14) ¡Qué gloria! ¡Qué honor! ¡Qué dicha! Entre los hombres no tiene el más amante certeza de ser amado, aun cuándo a la obligación de la gratitud se junta la exigencia de otros títulos dignos de la mayor atención; porque cuántas veces vuelve la espalda el beneficiado al bienhechor, el vasallo al [172] Príncipe, o el Príncipe al vasallo, el hijo al padre, o el padre al hijo!

20. Pero veo, que insensiblemente iba tomando el tono del púlpito, en ninguna parte más superfluo, que en una Carta; en que estoy escribiendo a quien es Predicador de oficio, cuando mi propósito sólo era proponer el asunto, dejando a V. P. como tan exercitado en el ministerio, discurrir en los medios de la persuasión.

21. Acaso temerá V. P. que si no fulmina en el púlpito repetidas amenazas de la ira Divina, sea corto el fruto, que produzca de su predicación. En efecto, este parece ser el motivo, que a tantos Misioneros celosos induce a presentar con frecuencia a sus oyentes los tormentos, y horrores del Abismo. Y no se puede negar la mucha utilidad del temor, que se introduce por este camino oportunamente sugerido. Pero fuera de que las producciones del amor de Dios, en el corazón humano, tienen un valor, una dignidad muy superior a las del temor, como ya insinué arriba; se debe atender también a que las impresiones, que hace el amor en las almas, son más constantes, que las del temor. La razón es, porque la impresión del amor es dulce, suave, grata; por lo que hallándose bien el corazón con ella, bien lejos de aspirar a borrarla, la abriga, y procura su conservación: al contrario en el temor es áspera, desapacible, y como violenta, con que le resiste el corazón cuanto puede. El amor le halaga, el temor le oprime. El Amor se goza, el temor se padece. Por eso el amor, siendo siempre acto de la voluntad, muchas veces es también objeto de ella; esto es, le ama la voluntad con otro acto de amor reflejo: al contrario en el temor halla siempre un huésped enojoso, a quien dio entrada, por no poder negársela; como se concede alojamiento al enemigo, que se hace abrir la puerta con la espada en la mano. Así con todas sus fuerzas se aplica a echarle fuera, y muchas veces lo logra.

22. Este es el principio, que hizo nacer en la imaginación de varios libertinos, las horribles ideas filosóficas, [173] ya de negar a Dios la existencia, ya de despojar de su inmortalidad al alma. Toda la desdicha de estos miserables viene, de que lejos de contemplar al Omnipotente como un padre cariñoso, sólo se figuran en él un Juez severo; y para sacudir de sí el terror, que esta cualidad les inspira, forcejean a persuadirle, o con la primera de estas dos quimeras, que no hay Dios, que los castigue: o con la segunda, que solo pueden temer de él un castigo leve, y de corta duración, como lo es cualquiera pena temporal. ¿Pero qué logran con esto? Puntualmente lo que el reo, que huyendo de la Justicia, se arroja por un despeñadero, y por evitar un suplicio contingente, abraza una muerte indubitable. Por el precipicio mayor de todos, que es el de la impiedad, procuran huir de la Justicia Divina. Y aun los que niegan a Dios la existencia, no tanto aspiran a huir de la Justicia Divina, como que la Justicia Divina huya de ellos, pretendiendo, que el Soberano Juez se desaparezca de aquel Augusto Trono en que los ha de sentenciar.

23. Pero de uno, y otro hay en los incrédulos, de quienes hablo. Unos quieren ahuyentar a Dios, y otros quieren huir de Dios. Piensas ahuyentar a Dios los que le niegan la existencia, porque esto es arrojarle de todo el ámbito del mundo. Piensan huir de Dios los que hacen mortal el alma, porque de este modo la sustraen del castigo de la pena eterna. Aquellos quieren aniquilar a Dios, y éstos aniquilar el alma racional: de modo, que perezca el mismo tiempo que el cuerpo se disuelve. Uno, y otro es impiedad; pero mucho más horrible, y de falsedad más palpable la primera. Así es sumamente verosímil, que de aquellos no hay, ni ha habido jamás, sino uno, u otro rarísimo en el mundo, porque toda la naturaleza publica con un grito tan alto la existencia de su Hacedor, que parece imposible sordera intelectual alguna, que le resista. Por lo cual el grueso de los libertinos, viendo esa causa tan desesperada, se ha acumulado hacia el segundo partido, que librándolos de la esperanza, y miedo de la otra vida, que la [174] que al presente gozan, les deja toda la licencia, que desean, para soltar la rienda a sus desordenadas pasiones.

24. En esta fuga de Dios, a que aspiran los libertinos, tanta parte tiene su inadvertencia, como su malicia. Si el temor de la Divina Justicia los mueve a la fuga, convengo en que huyan de es justicia que los aterra. ¿Qué delincuente no lo procura? Huyan, digo, de la Divina Justicia, pero no de Dios. ¿Mas cómo puede ser lo uno sin lo otro? Huir de la Justicia es huir del Juez. ¿Ni cómo se ha de huir de este Juez? Acá entre los hombres, como ninguno tiene más que una jurisdicción limitada, huye el reo del Juez, pasando de un Lugar a otro, de una Provincia a otra, de un Reino a otro. Pero de Dios ¿a dónde se ha de huir si Dios está en todas partes, y en todas es Soberano? ¡Oh! que no es eso lo que digo. Convengo en que se huya de la Divina Justicia, mas no de Dios. ¿Pero a dónde se ha de huir de la Divina Justicia? ¿A dónde? A la Divina Misericordia. Y si esto en alguna manera es huir de Dios, es huir de Dios al mismo Dios; esto es, de Dios Juez, a Dios Padre; de Dios terrible, a Dios amable; de Dios enojado, a Dios compasivo.

25. De aquí infiero, que aunque el fin principal, o único, que se ha de proponer el Orador Evangélico, es introducir en los corazones de sus oyentes el amor de Dios, puede, y aun debe por lo común conducirlos a ese término por medio del temor: Timor Dei initium delectionis eius, nos dice el Sagrado Texto del Eclesiástico. El temor a Dios es principio, y disposición para amarle; lo que aunque los Expositores, por la mayor parte explican del temor filial, con toda propiedad es aplicable también al servil, cuya conducencia para el amor ya se empezó a insunuar arriba. Supongo, pues, que sea el primer asunto de una Misión aterrar los oyentes con una viva representación de la atrocidad, y duración sin fin de las penas infernales, que Dios, irritado, tiene destinadas a la venganza de sus injurias. Introduciendo en los corazones este terror, se les deberá intimar, que no hay otro medio para evadir [175] aquel espantoso inmenso piélago de angustias, y tormentos, sino el humilde recurso de la Divina Justicia a la Divina Misericordia. Para cuyo efecto, habiendo puesto primero a sus ojos un Tribunal en que preside un Dios terrible, rodeado de los instrumentos, y ejecutores de sus iras; enfrente de él se pintará un trono hermoso, en que está sentado un Dios apacible, ostentando los brazos abiertos, para recibir en ellos a cuantos quieran aprovecharse de sus piedades: aquel Señor amable, a quien el mayor de todos los Predicadores Apostólicos definió: Padre de las misericordias, y Dios de todo consuelo. (Epist. 2 ad Corinth. cap. 3)

26. ¡Oh, qué campo tan espacioso, tan bello, tiene aquí el Orador, para hacerle fructificar con su celo, y elocuencia! Y aun estoy por decir, que es superflua la elocuencia; porque la Sagrada Escritura, especialmente en el Nuevo Testamento, para imprimir en las mentes una idea viva de la infinita misericordia de Dios, le presenta unas sentencias tan enérgicas, unos símiles tan propios, mejor diré unas imágenes tan animadas, que en comparación de ellas, no son más que informes rasgos cuantos tiró para otros asuntos la admirada facundia de los Cicerones, y los Demóstenes. Ahí halla aquel Pastor, tan solícito en la conservación de su amado rebaño, que a una oveja disgregada, y perdida, busca por montes, y valles, trepando asperezas, pisando espinas, hasta que hallada, la coloca sobre sus hombros, para salvarla de las garras de las fieras. Ahí, aquel benignísimo Padre de Familias, que gravemente insultado, y ofendido por un hijo suyo, después que fugitivo en una vida torpe, expendió toda la hacienda, que le tocaba, cuando, impelido de la necesidad, vuelve a sus puertas, le abraza, y recoge con las demostraciones más amorosas. ¿Quién es aquel Pastor, y ese Padre de Familias, sino el Redentor del mundo, y Soberano Señor de Cielo, y Tierra? ¿Quién aquella oveja descarriada, y ese hijo díscolo, sino el hombre fugitivo de Jerusalén a Babilonia, y desertor de la noble milicia de los Justos, para el [176] infame escuadrón de los viciosos? Sin embargo, Dios ofendido, y abandonado, le recibe cariñoso, luego que recurre a su piedad, sin más coste de parte del pecador, que pronunciar con corazón humilde, y sincero aquellas pocas palabras: Padre mío, pequé contra el Cielo, y en tu presencia, ya soy indigno de ser llamado hijo tuyo.

27. Todo esto nos consta de boca del mismo Salvador del Mundo, transmitido de su divina predicación a nosotros por la pluma de un Evangelista suyo (Luc. cap. 15). ¡Oh infinita misericordia de Dios! ¡Y cómo se conoce ser infinita, pues parece, que toda es infinidad es menester para recibir con caricias a quien se desvió con injurias! ¿Admiten de este modo a su gracia los Príncipes de la tierra a algún vasallo, a quien experimentaron, no solo ingrato, sino rebelde? No, porque es limitada su piedad, como es limitado su ser. La piedad de Dios no tiene límite alguno, porque su ser no le tiene.

28. Transferido con estas, u otras semejantes representaciones, el ánimo del hombre del estado del temor servil, o miedo de la pena, al de la confianza en la Divina misericordia; solo resta un paso más que dar para colocarse en el del amor, que es término adonde se desea conducirle. Y ese paso es, al parecer, por un camino muy llano; porque bien persuadido el hombre a que tiene un Dios infinitamente misericordioso, extremamente amante, y por eso mismo extremamente amable; tan clemente, que, aun después de ser muchas veces gravemente ofendido, le está mostrando los brazos abiertos, para recibirle en ellos, que aun cuando le estaba actualmente injuriado, no deseaba otra satisfacción de su parte, que la que era necesaria para su eterna felicidad; ¿cómo puede resistirse a motivos, que con tanta eficacia le inclinan a amarle, y postrarse humilde a sus pies, repitiendo aquellas palabras: Padre, y Señor amantísimo mío, pequé contra tí, como una ingrata, y vilísima criatura; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, sino de ser tratado como el más despreciable, o rebelde esclavo. [177]

29. Está descubierta la senda, por donde el ministerio de la Predicación puede conducir al hombre del terror de siervo, al amor de hijo; y visto juntamente, que no solo del temor filial, mas también del servil, se verifica aquella sentencia de la Escritura: Timor Dei initium dilectiones eius. En la amenaza de la pena se figura preciso el recurso a la misericordia; y como la infinita misericordia de Dios le representa sumamente amable, ella hace llano, y fácil el camino para el amor.

30. De modo, que aunque es conveniente, y por la mayor parte necesario, poner delante al pecador el riesgo de su eterna perdición, y la horribilidad de unos tormentos, que no tienen fin; no ha de ser para dejarle enteramente dominado de ese terror; ya porque es más conforme a la noble condición de la naturaleza racional, llamarla hacia el camino verdadero por el amor, que por el terror; ya porque el terror por sí solo, así como postra el ánimo, debilita la inclinación al obsequio: de modo, que tiene eficacia para apartar de las culpas, mas no dulzura con que suavizar las buenas obras; no inclina directamente servir, sí solo a no irritar. El instituto del Predicador es llamar el pecador hacia Dios, y quien no le muestra a Dios, sino con el azote en la mano, más le incita a huirle, que a buscarle.

31. Es fácil conocer, que la conversión del pecador solicitada por el medio que he dicho, será no solo más sincera, pero también más constante. Dios, representado al entendimiento como un Señor en supremo grado Clemente¸ y Benigno, es un objeto atractivo, un imán, que con suave fuerza está llamando hacia sí la voluntad del hombre, y esta es una disposición admiralble en ella para la perseverancia en el buen propósito de no ofenderle más; pues parece, que es menester, que el corazón se haga una gran violencia, o padezca esta gran violencia, por repetidos embates de alguna vehementísima pasión, para desprenderse del objeto tan agradable. La experiencia confirma esto mismo en un hecho, que refiere [178] el muy R. P. M. Fr. Benito Argerich, en la Relación que dio a luz pública de la Vida, y Virtudes de nuestro célebre Lego de Monserrate, Fr. Joseph de San Benito, cap. 10.

32. Como este Religioso gozaba en todo el Principado de Cataluña la fama de Varón especialmente ilustrado, no solo de la gente ignorante, mas también de no pocos hombres doctos, era consultado en asuntos de algunas dudas, que padecían, en orden a materias espirituales; entre éstos un Misionero Apostólico de los de Convento de Escornalbou (así le nombra el Escritor, y no sé de qué Orden es este Convento) en una conversación se le quejó del poco fruto, que lograba con sus Sermones, como solicitando de él algún aviso, o instrucción, con que pudiese hacerlos más útiles: A que le respondió el Siervo de Dios (son palabras del mismo Escritor), que se aplicase más a predicar, y persuadir la infinita misercordia de Dios, de lo que hasta entonces había practicado, y que seguramente sacaría de las almas el fruto, que deseaba. Puntualmente sucedió así.

33. Puso en práctica (prosigue el citado Escritor) este Misionero Apostólico el consejo de nuestro Hermano; y habiendo vuelto después de algunos años a Monserrate, dijo a cierto Monje, que habían sido innumerables las almas, que había convertido con el consejo de Fr. Joseph de S. Benito, y que a muchas, puestas en peligro próximo de desesperación, había reducido a una firme esperanza sólo con sus escritos, y especialmente leyéndoles los opúsculos, que trae en Romance al fin de sus Obras; y concluyó (el Misionero) con estas palabras: Que Fr. Joseph de San Benito, y sus Obras tenían especial gracia para infundir en los corazones la esperanza, y confianza en la misericordia Divina.

34. Esto respiraba siempre aquel admirable aquel admirable Religioso. Era el carácter propio, o distintivo de su espíritu, una especialísima, y profundamente radicada confianza en la infinita piedad, y clemencia de Dios; y procurando [179] inspirar la misma a cuantos le comunicaban, hizo singularísimas conversiones de pecadores, que se reputaban absolutamente incorregibles; aun introduciéndolos, como casualmente de paso, en su conversación, algunos Monjes de aquel Monasterio, como asegura el expresado M. Argerich, testigo ocular de algunos casos de estos; el cual concluye el capítulo citado con las siguientes palabras.

35. Finalmente era tan inclinado este Siervo de Dios a persuadir la misericordioa de Su Majestad, para que a vista de ella concibiesen los pecadores mayor esperanza del perdón, que solía decir a cierto Confesor, que acostumbraba comunicarle algunas cosas, que tratase siempre a los penitentes con amor, animándolos a la confianza en Dios. A los que le conumicaban sus reincidencias en alguna especie de pecado, no les daba otra medicina para sacarlos de su miserable estado, que el que se confesasen siempre que cayesen, con una firme esperanza en la misericordia de Dios, no dudando, que por este medio conseguirían la enmienda de su vida; y fue tan eficaz ese remedio en ellos, que por él mejoraron de costumbres.

36. Realmente tengo por convenientísima la conducta de que usaba este Religioso, para traer las almas al camino de la salvación. Bueno es introducir en ellas el temor de Dios; pero mejor, y más seguro, hacerlas enamorar de Dios. ¿Y qué medio más conducente para esto, que imprimir en ellas la idea más clara, que se pueda, de su infinita misericordia? La bondad es el formal motivo del amor; y el concepto, que formamos de la infinita misericordia de Dios, es en nuestra mente la expresión más viva, más sensible de su infinita bondad. Ya he mostrado, que no solo es incomparable con el amor el temor, mas aún por medio del temor servil se puede hacer paso para el amor; y propuesto el método, con que el pecador se ha de conducir de uno a otro, dando al mismo tiempo en este método una explicación literal, y propia de aquella sentencia: Timor Dei initium dilectiones [180] eius, aun entendida la máxima del temor servil. Pero basta ya de Misión. Nuestro Señor guarde a V. P. muchos años. Oviedo, y Febrero 28, &c.



{Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, tomo quinto (1760). Texto según la edición de Madrid 1777 (en la Imprenta Real de la Gazeta, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión), páginas 163-180.}