Filosofía en español 
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Tomo quinto

Prólogo al Lector

Quizá acusarás, Lector mío, mi tardanza en presentarte este quinto Tomo, si desde el tiempo en que pudiste prometerte su lectura no has logrado otra mejor en los dos, que poco ha dio a luz mi íntimo amigo el P. Mro. Fr. Martín Sarmiento, con el título de Demostración Crítico-Apologética del Teatro Crítico Universal; Obra excelente por cualquiera parte que se mire. Ya habrás conocido, si la leíste, que el Autor es aquel a quien en el Tomo IV, Discurso XIV, núm. 84 coloqué, sin nombrarle, entre los mayores Ingenios que en estos últimos tiempos produjo el suelo Español, y de quien dije que era un milagro de erudición en todo género de Letras Divinas y Humanas. Oculté su nombre, por no ofender su humildad; y él, por ser tan humilde, se descubrió. Juzgó, y aun juzga ahora, que los rasgos de su pluma están muy lejos de llenar la idea que yo había dado de él en el lugar citado. Así salió al público pareciéndole que su Obra, no sólo no persuadiría a alguno que él era objeto de aquellos elogios; pero disuadiría a los mismos que se los apropiaban. Esta desconfianza de las propias obras es cualidad característica de los grandes Ingenios: ya porque su perspicacia les descubre allá en los senos remotos de lo posible otra perfección más alta que aquella adonde arriban, y por mucho que suban, creen que se quedan en el valle entre tanto que no ascienden a aquel elevadísimo monte [XXXVII] que se les presenta a la vista: ya porque cuando tratan de medirse a sí mismos, cuanto les encoge la modestia, les rebaja en la apariencia la estatura.

Pero si no has visto aquella Obra, te exhorto a que la busques, y la leas. Complaceráste sin duda de ver, que en el lleno de erudición ya no tiene nuestra España que envidiar, ni a Italia sus Escalígeros, ni a Francia sus Turnébos, ni a Alemania sus Reuclínos, no a Holanda sus Grocios, ni a Inglaterra sus Usérios. Aprovecharás mucho en su lectura. Mas no por eso quiero venderte la fineza de que en este deseo atiendo sólo a tu utilidad. Mézclanse en el designio mi honra, y tu provecho.

Ya sabes, que muchos días ha hicieron liga contra mis Escritos unos (no sé cómo los llame) unos pobres de la República literaria, de estos, que cuando quieren hacer algún papel en el mundo, su miseria los precisa a andar por las puertas, y zaguanes de los libros; los Índices quiero decir, mendigando harapos de noticias, y cosiéndolos con imposturas, dicterios, y chabacanismos: venden después al rudo Vulgo, como tela de algún precio, lo que puesto en la mano de cualquier docto, al primer tirón descubre ser mera podredumbre. Por tales manos, y con tales medios se forjaron casi todas las impugnaciones que hasta ahora parecieron contra mí, especialmente la que poco más ha de tres años produjeron sus Autores debajo de título sonante, como quien dice al público, al presentarle el plato: Esta es Liebre; pero luego se vio que era gato, gozando todos un desengaño clarísimo de las infinitas nulidades de aquella Obra con el beneficio de mi Ilustración Apologética. Este Escrito, que alumbró a todos los desapasionados, por mucha que fuese o su preocupación, o su ignorancia, cegó más a mis [XXXVIII] impugnadores. Irritados de verse tan claramente convencidos, no hubo armas, por vedadas que fuesen, de que no echasen mano para herirme. Pasó la hostilidad a rabia y furor. Si te he de decir la verdad, miré esto como complemento de mi triunfo. Ezelino, aquel Tirano de Padua, furioso de verse vencido en una batalla, con sus propias manos rasgó más las heridas que había recibido en ella. ¿Qué otra cosa sucedió a mis contrarios? Respirando de la apostema que les engendró en las entrañas el dolor del vencimiento venenoso hálito por las heridas, las empeoraron, haciendo de simples llagas úlceras hediondas.

Esto, y nada más lograron con el nuevo Escrito que dieron a luz para vengarse de la Ilustración; Obra en cuya producción se disputan, quién tuvo más parte, la rusticidad, el furor, la ignorancia, el odio, la impostura. ¿Qué juicio se puede hacer por estas señas de sus Autores? ¿Qué les falto crianza, y les sobra malicia? No por cierto; sino que los cegó una rabiosa impaciencia de ver descubierta su profunda ignorancia a las luces de la Ilustración: Iratus, nihil nisi crimina loquitur, dijo Séneca el Trágico.

¿No es seña clarísima de la ceguera de mis contrarios, y de que la ira los tenía enteramente fuera de sí, después de aplaudirme repetidas veces en el primer Escrito como sujeto de grande erudición, en el segundo tratarme a cada paso de hombre ignorantísimo? ¿Tenían los que cayeron en tan enorme inconsecuencia a todos los lectores por una bestias estúpidas, que no habían de advertir tan visible contradicción? ¿Cómo podía yo pasar en el discurso de dos o tres años, de insignemente erudito a sumamente ignorante? Antes es natural, pues consta que en todo tiempo no dejé los libros de la mano, que adquiriese algo más de erudición. [XXXIX]

¿Pero qué te parece, Lector mío, que no perdí más que la erudición en esos dos o tres años? ¡Oh! que fueron muchas mis pérdidas en el lenguaje de mis contrarios. Dígotelo para que te rías muy a gusto tuyo, y muy a costa de ellos. Sábete, que en ese mismo discurso de tiempo perdí la Reverendísima, que ellos mismos me habían dado de gracia. Perdí la Paternidad, que gozaba de justicia. Perdí dos Magisterios que tenía, uno por mi Religión, otro por esta Universidad de Oviedo. Era yo, cuando mis contrarios trabajaron, y publicaron su primer Escrito (y así nombraban ellos mismos) el Rmo. P. Mro. Fr. Benito Feijoo. ¿Y después? En el escrito, de que hablamos, y en una hoja volante que salió después, me despojaron de todos mis honores y títulos, aun con más rigor que el otro Poeta Español al Doctor Juan Pérez de Montalván en aquella famosa copla, donde le hizo quedar con solo señor Juan Pérez. ¿Cómo esto? me dirás. Y yo te respondo, que leas aquel Escrito, y una Carta que después echaron a volar, y verás como en una y otra parte ya me nombran el P. Fr. Benito, así, sin más, ni más, ya el Padre mondo, ya Fr. Benito a secas, ya Feijoo en carnes. ¡Oh cuánta envidia le tengo al señor Juan Pérez! que al fin el satírico émulo suyo no lo hizo tan mal con él, que no le dejase con su nombre, con su primer apellido, y un señor de más a más. Pero yo, miserable de mí, por haber padecido la desgracia de caer en manos de unos Tertulios despiadados, sobre la pérdida de la Reverendísima, y el Magisterio, que me rayeron a navaja, como al otro el Montalván, y el Doctorado; ya me veo unas veces con nombre sin apellido, otras con apellido sin nombre, y otras sin uno ni otro, y soy solamente el Padre, que allá se va con un quidam. [XL] ¿Qué piensas de esto? ¿Qué el intento de los Tertulianos fue sólo ridiculizarse a sí mismos? Nada menos. Eso fue lo que consiguieron; pero el designio era ajarme a mí. A los ojos estaba, que había de suceder aquello, y no esto. Pero su ceguera era tanta, que ni eso vieron.

Todo cuanto hay en el nuevo Escrito manifiesta la misma falta de luz, las mismas densas tinieblas, que les habían anochecido la razón. Sólo en una cosa anduvieron bastantemente reflexivos, que fue en amontonar tantas imposturas, ya en la falsedad de sus citas, ya en atribuir frecuentemente este defecto a las mías. Sabían muy bien, que son poquísimos los lectores que tengan a mano los libros, que ellos, y yo citamos, para examinar quién es legal, y quién no. Sabían también, que aun los mismos que están en estado de poder consultar los libros, no lo hacen, por no cargar con una fatiga en que no se consideran interesados. Sobre estos dos supuestos se hicieron la cuenta de que con citar a roso y belloso, y decir a troche y moche que yo citaba mal, por lo menos se empataba el pleito, y dividido el Reino en bandos, unos estarían por los Tertulios, otros por el Padre.

Sólo un reparo podía ofrecérseles contra esta máxima; y es, que la presunción para lograr el asenso del público, está más a favor del Padre, que de los Tertulios. En cualquiera Tribunal, cuando se encuentran en las deposiciones dos testigos, es preferido el más condecorado al que lo es menos: el que por su estado está ceñido con más estrechas obligaciones, al que no las tiene iguales. Estas dos ventajas incontestablemente están de mi parte. Sobre las obligaciones del estado Religioso que profeso, se me añaden las de los muchos honores que he debido a mi Religión, quien [XLI] me dio el grado de Maestro General suyo, la prerrogativa de Voto perpetuo en sus Capítulos Generales, me hizo dos veces Abad de este Colegio: a más de esto me ofreció una vez la Prelacía de mi insigne Monasterio de San Julián de Samos, y otra la del de San Martín de Madrid, no queriendo yo aceptar, ni una, ni otra, como constó a toda la Religión. (Sepan esto de paso los señores Tertulios, y añádanlo a lo que ya les dijo el P. Mro. Sarmiento, de la renuncia que hice la primera vez que tuve la de este Colegio, para que otra vez no se pongan a escribir con tanta confianza, que yo no dejaría la vida de Prelado por la vida de un particular). A los honores, que me dio la Religión, se agregan los que he ganado con mi sudor en esta Universidad, donde sobre la borla de Doctor, he ascendido a la Cátedra de Vísperas de Teología por los grados de las Cátedras inferiores, sin haber tenido Lección de oposición que no me grangease algún ascenso. ¿Qué duda tiene, que todas estas prerrogativas me constituyen en un grado muy superior, para ser creído del público, a un Tertulio desnudo de todo carácter? He dicho de un Tertulio, pues aunque otros sugieran a este gran parte de lo que escribe, como sólo su nombre se ve en la frente del Escrito, sólo sobre él carga el deshonor de la ilegalidad. Los demás tiran la piedra y esconden la mano. Éste presenta al rechazo no sólo la mano, pero la cabeza.

Verdaderamente ¿qué hombre de algún juicio, al ver dos Escritos, que mutuamente se contradicen en cuestiones de hecho, uno firmado de un Religioso, adornado de muchos títulos honrosos, logrados por su Religión, y por una Universidad; otro firmado de un Escritor, de quien sólo sabe que se llama D. Fulano de tal, no dará más crédito al primero, que al segundo? [XLII]

Este reparo, digo, es harto verosímil que se les ofreciese a los Tertulios. Pues no los contuvo para escribir con más legalidad, es también harto verosímil, que le despreciaron sobre el supuesto verdadero de que es en el mundo infinito el número de necios; y éstos, para dar fe a un escrito, no atienden a las cualidades ventajosas del Autor, sino a la osadía, o llamémosla insolencia, con que asevera lo que escribe. Desbarre cuanto quisiere, que como desbarre con arrogancia, y sobre todo, como llene de improperios al Autor a quien impugna, tendrá a todos los necios de su parte. Éstos comprarán sus escritos, y le darán de comer, que es lo que busca.

Las consideraciones dichas alentaron sin duda a los Tertulios para llenar sus Escritos (no pudieran componerlos de otro modo) de tantas citas falsas; y para imponer al vulgo, que adolecen de este vicio muchas de las mías. Más que esto hicieron. Como yo cito pocas veces, levantaron el grito, que muchas de las noticias que propongo sin señalar los Autores en quienes las he leído, eran forjadas en mi cerebro. En esto acaso procedieron con una máxima no mal discurrida, que fue tentar, si así podían obligarme a llenar de citas mis libros, de que resultaría necesariamente hacerlos fastidiosos y molestos, y por consiguiente hallar pocos lectores; porque, ¿quién duda, que el multiplicar citas en un libro, es multiplicar tropiezos en su lectura, es interrumpir la corriente de la pluma, es afear la hermosura del estilo, es destrozar el concierto de los períodos, es turbar el nativo resplandor de los conceptos?

Por estas razones, y por imitar la práctica corriente de los mejores Escritores de otras Naciones, he excusado, y excuso citar, lo más que puedo, sin embarazarme en la duda de si me creerá el público. Ni aun [XLIII] tal duda se me propuso cuando empecé a escribir, y aun si alguno me la propusiera, la despreciara; pues le dijera yo: ¿Qué motivo tiene el público para no creerme? ¿Por qué no ha de creer a un Religioso, y Religioso tan atendido y honrado en su Religión? ¿A un Religioso, que de conocido va a perder muchísimo en incurrir entre los suyos la nota de embustero, pues justamente merecerá su desprecio, y aún su indignación, por el deshonor que a la Religión misma resulta de permitir la impresión de unos libros que abundan de fingidas especies? Esto se vendrá a los ojos de todos cuantos lean en la frente de mis Escritos mi nombre, mi estado, y parte mis títulos. En caso que alguno, considerando que no hay regla sin excepción, y que ya se han visto uno u otro Escritor de iguales obligaciones a las mías, notados de poco fieles, dude de mi veracidad, fácil le será salir de la duda, preguntando, qué créditos tengo en cuanto a esta parte en mi Religión. Esto cierto de que generalmente los individuos de ella, aun comprehendiendo los que me miran con menos afecto, me confiesan la partida de veraz. Con toda seguridad afirmo, que les merezco este concepto, y a cuántos me han tratado; y provoco, para que cualquiera de ellos señale alguna mentira, ni aun leve, en que me haya cogido.

Así respondería yo a quien me propusiese aquella duda. Pero esto no es del caso para los Tertulios; de quienes no juzgo que no me creen, sí sólo que abusan de la ignorancia y rudeza del vulgo, para inducirle a que no me crea. Para este efecto los ha servido algo cierta tropa auxiliar, que no peca de ignorancia o rudeza, sino de malicia. ¿De quiénes piensan que hablo? De esas pestes de la humana sociedad; de esos infelices, que pasan en esta vida el noviciado del Infierno; de [XLIV] esos a quienes una doméstica furia está despedazando continuamente el corazón; de esos a quienes un maligno incendio, como cantó Virgilio, les está consumiendo las médulas, dejando intactos los huesos; de esos, en quienes, como advirtió Ovidio, es severísimo suplicio la misma culpa. Sin más señas conocerás que hablo de los Envidiosos. Éstos son los ilustres protectores de los Tertulios: éstos los que a cualquiera papelón que sale de sus manos, aun viendo sus inepcias, palpando sus despropósitos, notando sus imposturas, con afecto magisterio aseguran que está admirable, que es difícil, o imposible responderle, &c. Y como esta es gente reputada de tanto cuanto literata, porque la envidia pide alguna coincidencia en la misma profesión, tiene la autoridad que es menester para esforzar entre los mentecatos la persuasión de los Tertulios.

Mas al fin, ya todos sus conatos se hallan hoy enteramente desvanecidos. Y aquí es donde vuelve a enlazarse la noticia, que arriba te di de la Obra del Padre Mr. Sarmiento. Habiéndole parecido a este gran Ingenio conveniente dar el último, y más eficaz desengaño al público (el que de mí no se podía esperar, por estar resuelto a cumplir la palabra, que di en el Prólogo de la Ilustración de no continuar la contienda) se resolvió a hacerlo por sí mismo, y lo hizo tan cumplidamente, que dudo haya parecido hasta ahora obra Apologética de este género, que llene más exactamente todas las obligaciones de tal. Represéntase en ella un guerrero invencible de pluma, que en cada rasgo logra una victoria, en cada discurso deja erigido un trofeo. A los contrarios, no sólo los bate; los derriba, los postra, los atropella. Con tanta claridad, con tan palpables demostraciones manifiesta los innumerables errores en que cayeron, que para no conocerlos es ya menester [XLV] degradarse de racionales, y pasar a la clase de las bestias. Apenas hay línea donde no es descubra, o una alucinación, o una ignorancia, o una trapacería.

Lo más esencial para el intento está en la calificación de todas mis noticias. Habían los contrarios aseverado con osada frente, que muchas de aquellas para quienes no cito Autores, no se hallaban en Autor alguno, y que muchas para quienes los cito, no parecían en los Autores, y lugares señalados. ¿Qué hizo el Maestro Sarmiento? Justificó mis citas, mostró la falsedad de muchísimas de los contrarios, y para aquellas especies que ellos decían no se hallaban en Autor alguno, se los alegó a montones.

¿Pero qué hacemos con esto? me dirás: Los que tuvieron osadía para acusar de falsas las especies, y citas del Maestro Feijoo, ¿no la tendrán para hacer lo mismo con las citas y confirmaciones del Maestro Sarmiento? Respóndote, que acaso la tendrán; pero no les servirá de nada, a menos que encuentren con lectores tan insensatos, como los más estúpidos brutos. A todo ocurrió la precaución del Maestro Sarmiento, ofreciendo en el Prólogo de su Obra dar a cualquiera que le busque, para asegurarse de la verdad, abiertos y registrados todos los Autores que cita, así en confirmación de sus noticias, y mías, como los que alega para convencer de falsas las citas y especies de los contrarios.

Ahora bien, Lector mío, ya no hay lugar a tergiversación alguna. El Maestro Sarmiento está en la Corte, y rarísima vez sale de su Monasterio de San Martín: con que si tú también estás en la Corte, cuando quieras le hallarás. Apunta, pues, todas las citas y especies, de cuya verdad o falsedad quisieses asegurarte, y acude con ese apuntamiento al Maestro [XLVI] Sarmiento. El te abrirá al punto los Autores, y te hará patente, que no hay cita ni noticia suya, ni mía, que no sea verdadera; y que todas las que él ha notado de falsas en los contrarios, ciertamente lo son. Si no estás en la Corte, por un Corresponsal de tu confianza que habite en ella, puedes adquirir el mismo desengaño. Pero dígote, que sea de tu confianza y conocimiento, porque no siendo así, podrías caer en manos de alguno de la Congregación Tertuliana, que te engañase de nuevo, y sería novissimus error pejor priore.

Contra esta demostración no hay réplica, ni escapatoria. No por eso te digo, que los contrarios no escribirán de nuevo, o Folletos, o Librejos, o Librotes. Antes estoy moralmente cierto de que lo harán. Uno de ellos ha confesado que ha menester escribir para comer; y siéndole imposible escribir otra cosa, que mordiscones a ajenas obras (cosa para que los más ignorantes y rudos tienen bastante habilidad) especialmente si se arrojan a toda impostura, y a toda inepcia, o alguna fruslería de poco bulto, y ningún momento, ¿qué remedio le queda, sino sacar a luz nuevos embrollos? Convencido está no hay duda; ¿pero para cuándo se hicieron los embrollos, sino para estos apuros?

Así, Lector mío, si eres de aquellos cerriles, cuyos cerebros de cal y canto son impenetrables a las evidencias; si no haces más uso de tu razón, que dejarte embobar de cada papelón nuevo que sale; si eres tan insensato, que reputas por legítimas impugnaciones las injurias, dicterios, y calumnias; si tan estúpido, que cantas la victoria por el último que gruñe, o grazna en la palestra; si en fin, para ti cuanto parece escrito de molde todo es uno, y como si este fuera el juego de la Malilla, o el de la Manta, has de [XLVII] tener por triunfo la última la última Carta de la baraja, desengañadamente te lo digo, no escribo para ti. No son para ti el Teatro Crítico y sus Apologías. Tan ignorante te quedarás después que hayas leído uno y otro, como estabas antes. Apaciéntate de torpes y groseras sátiras: come pullas de tabernas, bebe chistes de caballerizas, engulle patrañas, sorbe calumnias (que es lo mismo que tragar sapos y culebras) pues tienes estómago para esas cosas. Cree norabuena el sonsonete de reclamos gacetales: fíate de títulos engaña bobos: y gasta tu dinero en comprar ilusiones. Igualmente desprecio tus vituperios y tus elogios. Mira qué falta me harán los aplausos de un necio, ni de mil, cuando veo volar glorioso mi nombre (dicha no merecida, yo lo confieso) no sólo por toda España, mas por casi todas las Naciones de Europa. No trabajaré más por desengañar a quien no es capaz de desengaño. Constante me ratifico en el propósito de no responder a papelón o libro, que salga contra mí. No sólo no le responderé, pero ni le veré, como hice con el Librote de los Tertulios, de quien santamente te protesto, que no sólo no leí cláusula suya, pero ni aun le vi por el pergamino, ni tengo noticia que haya más que un ejemplar en todo este Principado. Para los que tienen uso de razón, lo que se ha escrito sobra; para los incapaces nada basta. Así, Lector mío, si eres de estos, tú te quedarás con tu rudeza, los contrarios con su porfía, y yo con mi fama. VALE.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo quinto (1733). Texto según la edición de Madrid 1778 (por D. Blas Morán, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo quinto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas XXXVI-XLVII.}