Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo sexto Discurso segundo

Apología de algunos personajes famosos en la historia

1. No solo los sujetos, cuya defensa emprendemos en este Discurso, son de diferentes tiempos, clases, sexos, y profesiones, mas también son de diferentes especies los capítulos sobre que ha de caer la Apología. Esta diversidad, atendida por sí sola, parece pedía para cada sujeto distinto Discurso; y a la verdad sobre objetos no de mayor amplitud han compuesto algunos libros enteros. Pero sobre que la infinidad de materias diferentes, que me he propuesto abarcar en esta Obra, me precisa a ceñirme todo lo posible en cada una, juzgo que la conveniencia genérica de todas estas Apologías me da libertad para colocarlas todas debajo de un título común. Ya he advertido lo mismo en el exordio del Discurso antecedente; como también, que en esto prefiero a mi utilidad la del Lector: el cual, si yo dividiese en muchos Discursos lo que puedo comprehender en uno, me pagaría, como si estuviese escrito, mucho papel en blanco, u ocupado de las letras grandes de los títulos de tantos Discursos, y yo con menor trabajo recibiría el mismo precio por el libro. [92]

Empédocles
§. I

2. No disputo si Empédocles fue buen, o mal Filósofo, buen, o mal Poeta (que una, y otra Facultad profesó): Tampoco si fue tan soberbio, que siempre se mostrase a los Pueblos vestido de púrpura, y corona de oro; o tan vano, captase honores divinos; sí solo, si fue tan locamente ambicioso, que secretamente se arrojase en las llamas del Etna, para que no pareciendo su cadáver, creyesen los hombres, que vivo había subido al Cielo, y le adorasen como Deidad. Esto es lo que se halla positivamente aseverado en infinitos libros; y viene a ser Empédocles un ejemplo de primera nota, o ya se trate de las extravagancias de los Filósofos Gentiles, o ya se moralice sobre la necia ambición de los mortales, como derivada de aquella sugestión de la antigua serpiente a nuestros primeros Padres, seréis como Dioses. Esta noticia viene de dos Escritores Griegos muy antiguos, Hippoboto, y Diodoro de Efeso, y de ellos se ha difundido a Griegos, y Latinos. Trivial es lo de Horacio:

... Deus immortalis haberi
Dum cupit Empedocles, ardentem frigidus AEtam
Insiluit.

3. Una de las reglas elementales de la Crítica es, que cuando sobre un hecho se encuentran diferentes opiniones históricas, se elija la que más dista de lo inverisímil; por lo menos si el exceso de verisimilitud no se halla contrapesado en la opinión opuesta con igual, o mayor exceso de autoridad. Pero esta regla tan claramente dictada por la luz natural, veo que frecuentemente se abandona, en tanto grado, que algunos Escritores parece hacen empeño de seguir la contraria, lo cual depende de que lo inverosímil, como sinónimo de lo prodigioso, [93] aunque menos apto para conciliar el asenso, sirve para dar lustre al escrito; y aman, no la verdad, sino la ostentación.

4. En nuestro asunto tenemos un ejemplo. Es verdad, que los dos Autores citados refieren lo que se ha dicho de la muerte de Empédocles; pero otros tres no menos autorizados, y pienso que más antiguos, Timéo, Neanthes de Cyzico, y Demetrio Trecenio le atribuyen otro género de muerte, sin comparación más verisímil. ¿Pues por qué no han de ser creídos estos antes que aquellos? La inverisimilitud de lo que refieren los primeros está saltando a los ojos. Considérese a Empédocles a la margen del Volcán, presente aquel océano de fuego a la vista, y una muerte horrible a la imaginación. Es creíble, que por una felicidad imaginaria, y ni aun imaginaria, pues bien sabía, que muerto, ningún gozo podía percibir de aquel error de los hombres, por un ente de razón conocido como tal, por una quimera se precipitase en aquel abismo de azufre, y llamas? Digo que no.

5. Pasemos más adelante, permitiendo la verisimilitud. ¿Quién vio el suceso? Nadie, que eso se da por asentado. Pero dicen se colige, porque por más diligencias que se hicieron en busca de su cadáver, nunca pareció. Otros dicen lo contrario. Y aun Timéo, bien lejos de conceder que muriese en Sicilia, y en las cercanías del Etna, refiere, que habiendo pasado al Peloponeso, allí murió. Mas demos de barato su muerte en Sicilia, y la desaparición del cadáver. ¿No pudo éste desaparecer sin que se lo sorbiese el Etna? Demetrio Trecenio dice, que paseando a la orilla del Mar, como era ya viejísimo, resbaló, y cayendo en el agua, quedó sumergido. Ve aquí desaparecido el cadáver con causa mucho más verisímil.

6. No fue eso, me dirán, porque hubo seña manifiesta de que se había arrojado en el Etna. Es el caso, que poco después el ímpetu de llama arrojó fuera uno de sus zapatos. Así lo refiere Hippoboto. Insigne patraña, aunque lo dijesen quinientos Hippobotos. ¿La llama del [94] Etna, a quien no resiste la dureza de los mármoles, había de respetar, y dejar ilesos, aun por brevísimo tiempo, los zapatos de Empédocles? Dicen que eran de metal. Efugio, sobre ridículo, inútil. Doy que aquel Filósofo, o por distinguirse en todo de los demás hombres, o por otro motivo vano, tuviese la extravagancia de calzarse de metal. ¿Indemnizaba esta circunstancia sus zapatos de la voracidad del Volcán? De ningún modo. Sábese, que su valentísima actividad en un momento licúa los más rígidos metales. En el espantoso vómito de llamas, que tuvo el Etna cerca del año 1665, salió de él un río de metal licuado, que llegó hasta la Ciudad de Catania. Entre otros experimentos, que se hicieron del violentísimo calor del metal derretido, fue uno el de meter en él una espada, y en el instante mismo se licuó lo porción de ella, que se había sumergido.

7. Viene a este propósito el chiste, que refiere el Padre Dechales, de un Español, el cual haciendo reflexión sobre que los Volcanes duraban tantos siglos, y que no hay materia alguna, que no se consuma en el fuego sino el oro, coligió ser oro derretido todo lo que arde en los Volcanes. Con este pensamiento, persuadido a que había discurrido un modo fácil de adquirir inmensas riquezas, hizo una caldera fuerte de hierro, y pendiente de una cadena del mismo metal, la entró por la boca de un Volcán, para sacarla llena de aquel oro licuado. ¿Qué sucedió? Que al momento que la caldera tocó aquella encendida masa, no solo ella, mas buena porción de la cadena se derritieron, y el cándido hombre se halló burlado con otra porción de cadena en la mano. ¡Tan activa, y tan pronta es la fuerza de aquel ardor! Así mejor le estuviera a Hippoboto fingir, que los zapatos de Empédocles eran de Amianto. [95]

Demócrito
§. II

8. La opinión vulgar ha transformado a este Filósofo en un pobre maniático, en un bufón extravagante, que pasaba la vida en continuas carcajadas, y por reírse de todo, se hacía irrisible de todos: a lo que ha sido consiguiente juzgarle poco menos ignorante, que ridículo. Sin embargo de estar tan establecida esta opinión, es fácil demostrar, que en el fondo fue Demócrito uno de los personajes más serios, y de mayor talento que tuvo la antigüedad. Esto acreditan su aplicación al estudio, su modo de vivir, la estimación que de él hizo su Patria, y su vasta sabiduría. Todo lo que vamos a decir en defensa suya, consta de Diógenes Laercio, de Athenéo, de Valerio Máximo, Cicerón, y otros.

9. Su aplicación al estudio fue tanta, que le tenía en un continuo recogimiento. Apenas salía jamás de su casa, ni aun apenas en su misma casa se espaciaba, metido casi siempre en el cuarto de estudio, leyendo, meditando, y escribiendo. El deseo ardiente, que tenía de adquirir más, y más luces, le obligó a dejar por mucho tiempo, no solo el recogimiento, mas también la Patria, para consultar los Sabios de Egipto, de Persia, de Caldea, y como quieren algunos, aun los de la Etiopía, y la India. Consumió en estas peregrinaciones todo lo que había heredado, que montaba a cien talentos. De vuelta a su Patria, fue acusado ante los Magistrados, como disipador de los bienes paternos, porque en aquel País se tenía éste por delito grave, y se castigaba privando al disipador del sepulcro de sus mayores, como miembro indigno apartado de la familia. El modo de justificarse Demócrito fue singular. Escogió el mejor de los libros, que había escrito (intitulábase El gran Diacosmo), y le leyó ante los Magistrados, como que aquel era el fruto de sus viajes, y de todo lo que [96] había expendido en ellos. Admiraron tanto los Magistrados la profundidad de doctrina, que había en aquel libro, que dieron por bien expendido en adquirirla tan crecido caudal; y no solo absolvieron a Demócrito, mas hicieron que del público se le contribuyesen quinientos talentos, y como a Varón excelentísimo se le erigiesen estatuas. Nótese, si los Jueces, y la Patria practicarían tan altas atenciones con un hombre caprichoso, y truhán, por no decir semifatuo, que a todos momentos se estaba riendo de los Jueces, de la Patria, y de todo el Mundo.

10. La grande aplicación de Demócrito, acompañada de un genio sutil, y vasto, le conciliaron tanta extensión de sabiduría, que no conoció otra igual aquella edad; pues el paso que de los Filósofos de aquel tiempo, el que más abarcaba, solo se extendía a la Física, Etica, y Metafísica; Demócrito a estas tres facultades añadió la Medicina, la Botánica, la Geometría, la Aritmética, la Música, la Astronomía, la Poesía, la Pintura, y el conocimiento de las Lenguas. Todos esto consta del Catálogo de sus Obras, que hallamos en Diógenes Laercio.

11. ¿Pregunto, si las circunstancias, que hemos insinuado de Demócrito, caracterizan un bufón ridículo, o antes bien a un varón circunspecto, grave, serio, contemplativo, y de muy superiores luces a las comunes?

12. Confieso, que la risa de Demócrito se ha hecho proverbio en el Mundo, como nimia, o redundante, y que este proverbio fue ocasionado de las noticias, que de este Filósofo nos dejaron antiguos Escritores. Con todo digo, que esa risa tan decantada no excedió de lo que permite la gravedad filosófica.

13. Para cuya demostración se debe considerar, que cuanto hay de malo en los hombres, puede reducirse a tres capítulos, que son su malicia, su desgracia, y su ignorancia, o falta de advertencia. Estos tres males naturalmente mueven, en quien racionalmente los contempla, [97] tres distintos afectos. La malicia, indignación: la desgracia, lástima: la ignorancia, risa. Según se determina, pues, la consideración a alguno de estos tres males, se mueve distinto afecto; y de aquí vino la gran diferencia característica, que todos notan en los dos Filósofos de afectos antagonistas, Heráclito, y Demócrito. Pintan a Heráclito lloroso, en el mismo grado de que a Demócrito risueño. Es, que contemplaba cada uno distinto mal en el hombre: el primero sus desdichas, el segundo sus necedades. Esto es lo que comúnmente se dice, que yo a la verdad juzgo, que Heráclito no excedía de compasivo, sino de iracundo; ni fijaba la consideración en la desgracia, sino en la malicia de los hombres. Consta esto de sus tres Cartas a su amigo Hermodoro (lo único que nos ha quedado de sus Escritos), en las cuales, tratando del mal gobierno, y depravadas costumbres de la Ciudad de Efeso, Patria suya, no se ve el menor vestigio de afecto compasivo. En todo su contexto están respirando ira, indignación, y odio. En las mismas Cartas se ve, que era presuntuoso en extremo, arrogante, soberbio, y despreciador de todos los demás hombres. ¿Qué tiene esto que ver con la índole blanda, y lastimera, que se le atribuye? Finalmente es constante, que de tedio de los hombres se retiró a vivir solitario en los montes. Todo esto significa un genio tétrico, insociable, ceñudo, y que Heráclito merecía el epíteto que se dio al Ateniense Timón, de Misantrhopo, esto es, enemigo, o aborrecedor de los hombres.

14. Pero que Heráclito estuviese ordinariamente llorando, como comúnmente se dice; que riñendo, como yo siento, todo es uno para nuestro propósito, el cual se reduce a manifestar, que en Heráclito, y Demócrito se movían distintos afectos, porque fijaban la atención en objetos distintos. Fuesen, o no justos el llanto, o ira de Heráclito, cuya Apología no instituimos aquí, digo, que era razonable la risa de Demócrito. Miraba Demócrito a los hombres por la parte por donde son ridículos: [98] consideraba sus necedades, sus simplezas, su presunción mal fundada, sus vanos deseos, sus inútiles ocupaciones, objetos todos dignos de risa, porque, como dijo Aristóteles, es ridículo, o irrisible todo lo que es torpe, sin , sin causar dolor: turpitudo sine dolore. La necedad, y vanidad del hombre son torpes, y no le duelen, antes está contento con ellas. Luego son objetos dignos de risa.

15. Sí: más puede la risa, aunque no yerre el objeto, pecar de nimia; y acaso eso es lo que se reprehende en Demócrito. Respondo, que aun por esta parte la acusación es injusta, y fundada en una mera equivocación. La risa tan decantada de Demócrito no fue tanto ejercicio, como dogma: más fue objeto, que acto. Distinguióse este Filósofo de entre los demás, no porque riese más que todos los demás Filósofos; sino porque puso atención especial sobre las ridiculeces de los hombres, y hizo parte principalísima de su Doctrina Moral, la máxima singular de que las cosas humanas más movían a risa, que a ira, ni compasión. Fue fácil concebir muy inclinado a la risa a un Filósofo, que filosofaba de este modo; y de concebirle muy inclinado a la risa, fue también fácil el tránsito a concebirle riendo a cada momento; pero su genio solitario, y vida retirada, hacen prueba eficaz en contrario. ¿Qué sujeto muy inclinado al retiro se ha visto, que fue muy risueño? Parecen absolutamente inconciliables estas dos cosas. El que tiene mucha propensión a reír, busca las ocasiones de ejecutarlo, y éstas se hallan en la compañía de los demás hombres; no en la soledad.

16. Confírmase que Demócrito era más serio, que festivo, con un suceso suyo, que refiere Luciano. Decía Demócrito, que cuanto se hablaba de espectros, fantasmas, y apariciones de espíritus, era fábula. Ciertos mancebos, o para examinar si lo sentía así, o para hacerle mudar de parecer, entraron en su cuarto de noche, haciendo representación de diablos con máscaras, y disfraces horrendos, a que añadieron voces, y movimientos correspondientes. [99] Demócrito, que a la sazón estaba escribiendo, bien lejos de asustarse, sin detener la pluma, y aun casi sin dignarse de mirarlos, con voz severa les dijo, que dejasen de loquear, o fuesen a loquear a otra parte; y sin articular otra palabra, fue continuando con gran serenidad su escritura. ¿Qué ocasión más oportuna para reírse Demócrito, si fuese de genio algo festivo? Las matachinadas de los fingidos espectros eran aptísimas para excitar la risa en quien conocía ser todo fingimiento. Para una intentona de aquel género era castigo mas propio una irrisión jocosa, que una increpación seria. En fin, en aquel objeto había cuanto es menester para serlo de risa: esto es, torpeza sin dolor. ¿Pues por qué no se rió Demócrito? ¿Por qué no los zumbó? ¿Por qué no hizo irrisión de su mal forjada tramoya? Sin duda que su humor no le llevaba mucho a la carcajada.

17. No repugnaré, que Demócrito riese algunas veces afectadamente, a fin de abrir camino para dogmatizar sobre las ridiculeces de los hombres; pero la risa afectada no se opone a la seriedad verdadera. También concederé, que en algunas ocasiones, en que reiría de veras, se tendría su risa por extravagante. Tenía Demócrito por ridículas muchas acciones de los hombres, que los demás respetaban como muy razonables, calificaba de necedades las que otros miraban como discreciones. Reiríase de ellas Demócrito; y los demás, que no penetraban con él la ridiculez, que había en tales objetos, por eso mismo le tendrían a él por ridículo.

18. En el Tomo I, Discurso I, número 9, dimos noticia de tres Cartas de Hipócrates, en que éste refiere cómo los Abderitas le llamaron para que curase a Demócrito Conciudadano suyo, a quien por sus impertinentes risas juzgaban dementado: que Hipócrates fue a verle, y de la conversación, que tuvo con él, resultó estimarle después por un hombre supremamente cuerdo, y sabio. Esto podrá servir de confirmación a todo lo que acabamos de decir en abono de Demócrito. Pero valga la [100] verdad: después que escribimos aquello, hemos notado, que muchos Críticos se inclinan a que las expresadas Cartas son parto supositicio de Hipócrates; y así no pretendemos aprovecharnos de ellas más que como un momento incierto.

19. Una cosa debo advertir, y es, que en el lugar citado hay una expresión mía, que puede significar, que la risa de Demócrito era en algún modo nimia. Y porque no se me note de inconsecuencia, repito aquí lo que ya noté en otras ocasiones: Que no suelo expresar mi particular dictamen en ninguna materia, en que siento contra la opinión vulgar, sino cuando la trato de intento; cuando la toco por incidencia, me ajusto regularmente al común modo de hablar. Este método es preciso para dejar corriente la lectura, y no embarazar los discursos con cuestiones extrañas.

20. Otro chisme se ha suscitado contra Demócrito, que a ser verdad, probaría más eficazmente su falta de juicio, que toda la multitud de carcajadas, que le imputan. Refieren varios Autores, entre ellos Aulo Gellio, que advirtiendo, que los objetos sensibles le distraían algo de la contemplación de la naturaleza de las cosas, se privó voluntariamente de la vista, para discurrir con más atención, y profundidad. Confesaré sin dificultad, que tal resolución solo cabe en un seso depravado. Pero Plutarco rechaza este cuento como fabuloso: Illud quidem falsò jactatum est de Democrito, quod spontè sibi ademerit oculos, &c. (Lib. de Curiosit.) ¿Qué necesidad tenía, para remover el estorbo de los objetos sensibles, de quitarse los ojos? ¿No lograría lo mismo metiéndose en un lugar obscuro, siempre que quisiese meditar? El Poeta Laberio, dando por verdadero el hecho, le señaló otra causa. Dice, que se privó de la vista Demócrito, por no ver la prosperidad de los malos; como si no consiguiese también lo mismo viviendo siempre retirado de todo comercio: fuera de que cegarse por esa causa, arguye un genio extremadamente desabrido, y rabioso, en lugar del [101] fresco, y risueño, que atribuyen a Demócrito. Ni es más verisímil lo que dice Tertuliano, que se cegó, porque no podía ver las mujeres sin movimiento de la incontinencia, y sin dolor, cuando no podía gozarlas. Nada más ajeno del genio de Demócrito, de quien es constante, que nunca quiso casarse. Mal se sostienen las fábulas, cuando se examine atentamente la verdad.

Epicuro
§. III

21. Floreció este Filósofo en el tiempo que empezaba a arder la emulación entre Maestros, y Discípulos de varias sectas de Filosofía. Mutuamente se hacían guerra unos a otros, ya con infieles interpretaciones de la doctrina, ya con falsas acusaciones de las costumbres. En el primer punto muchos tienen por un insigne calumniador a Aristóteles. Pero compensóse con ventaja en el segundo, en que él fue atrozmente calumniado. En Epicuro halló más apariencias, que en otros Filósofos, la malicia, para autorizar la calumnia. Constituía Epicuro la suprema felicidad en el Deleite: doctrina equívoca, entretanto que se mira en esta generalidad, porque el deleite es indiferente a honesto, y torpe. Pero el vulgo comúnmente al oír la voz Deleite, la determina a mala significación, porque, según su grosero modo de entender, apenas percibe otros deleites, que los de la incontinencia, y destemplanza, o por lo menos estos tiene por los mayores. La ruda inteligencia del vulgo alentó a los émulos para infamar la doctrina de Epicuro, como que colocaba toda la Bienaventuranza en la sensualidad, y la gula. Fue fácil derivar luego la acusación de la doctrina a las costumbres, porque siendo evidente, que todos los hombres con apetito innato desean ser felices, era consiguiente, que Epicuro buscaría con ansia aquellos objetos, en quienes creía consistir la felicidad. Atribuyéndole, pues, aquel perverso dogma, [102] era preciso inferir una vida conforme a él; esto es, consumida en lascivias, glotonerías, y embriagueces.

22. Demás de la causa sobredicha, otras dos concurrieron a manchar la fama de Epicuro. La primera fue su errada, y aun impía opinión en orden a la Deidad. Decía Epicuro, que había Dioses, pero Dioses ociosos, ineptos, incapaces de hacer bien, ni mal a nadie, sin providencia, sin actividad, sin influjo; y aunque confesaba, que eran merecedores de culto, atribuía esta deuda precisamente a la excelencia de su naturaleza, separándola enteramente de toda dependencia, o agradecimiento; al modo que por la ventaja de su calidad obsequiamos a un noble, que no nos ha hecho, ni puede hacer bien, o mal alguno. Confieso, que este era un poderoso motivo para pensar mal de la doctrina moral, y aun de las costumbres de Epicuro: porque removidos el temor del castigo, y la esperanza del premio, poca estimación, o práctica de la virtud se puede esperar de los hombres.

23. La segunda causa del descrédito de Epicuro fue el relajado modo de vivir de algunos Sectarios suyos, que torciendo la doctrina del Maestro a favor de sus viciosas inclinaciones, persuadieron a muchos, que Epicuro había enseñado lo que ellos decían, y vivido como ellos.

24. Sin embargo de todas esas preparaciones, no quedó tan deplorada la causa de Epicuro, que algunos célebres Autores no emprendiesen felizmente su defensa. Ocupa entre ellos un honrosísimo lugar nuestro famoso Don Francisco de Quevedo, quien con testimonios de muchos claros Varones de la antigüedad convence lo primero, que Epicuro no constituía la felicidad en los deleites corpóreos, sino en los espirituales: lo segundo, que este Filósofo, bien lejos de ser dado a la glotonería, y embriaguez, era muy parco en comida, y bebida, y ordinariamente pasaba con pan, agua, y queso, o algunas legumbres de su huerto: lo tercero, que vivió castamente, [103] y abstraído de los deleites venéreos. Como las Obras de Quevedo andan en las manos de todos, omito repetir los testimonios que él alega a favor de Epicuro. Pero añadiré dos de gran peso, que él omitió. El primero es de San Gregorio Nacianceno, el cual en el 18 de sus Jambicos justifica altamente, así la doctrina moral, como la vida de Epicuro. Estas son sus palabras:

Ipsam voluptatem putavit praemium
Epicuros extare omnibus laboribus,
Mortaliumque tendere huc bona omnia;
Ac nec ob voluptatem improbam hanc laudarier
Quis crederet, moderatus, & castus fuit,
Dum vixit ille, dogma moribus probans.

En Castellano: Epicuro juzgó, que el deleite era el premio de todos los trabajos, y que éste era el término de todos los bienes de los mortales. Y porque alguno no creyese que alababa el deleite vicioso, fue en toda su vida templado, y casto, comprobando su dogma con sus costumbres.

25. La autoridad de este Padre es de especialísima consideración en la materia, porque cursó en Atenas, donde había fijado su Escuela, y habitación Epicuro; así es verisímil, que allí hallase monumentos fieles de su doctrina, y modo de vivir. Con esto se satisface a la objeción, que contra Epicuro se forma, del desprecio con que hablan de él otros Padres, como San Agustín, San Ambrosio, y San Isidoro; los cuales, habiendo vivido siempre muy lejos de Atenas, escribieron sobre memorias inciertas, y creyeron buenamente ser de Epicuro algunos escritos torpes, que falsamente le atribuyó Diotimo, Filósofo Estoico, y declarado enemigo suyo.

26. El segundo testimonio, omitido por Don Francisco de Quevedo, es del Filósofo Crisipo, Coetáneo, y émulo irreconciliable de Epicuro, y que en esta cualidad debe ser creído en cuanto testifica a su favor. Crisipo, pues, citado por Stobéo, confesaba a Epicuro la prenda [104] de casto; aunque malignamente la torcía en su oprobio, porque lo atribuía a la insensibilidad, o estupidez. Vivieron a un mismo tiempo en Atenas estos dos Filósofos. Por vecino, y por émulo no podía Crisipo ignorar los vicios de Epicuro. Si fuese lascivo, es claro, que no le confesaría continente. No pudiendo, pues, negarle, la partida de casto, desbarró su malicia por otra parte, y dijo, que su continencia no dependía de virtud, sino de estolidez.

27. Finalmente propondré contra los calumniadores de Epicuro una reflexión, que me parece harto eficaz. Refiere Diógenes Laercio, que fueron innumerables los libros que escribió Epicuro; de modo, que ninguno de la antigüedad le igualó en la multitud de escritos. Scripsit autem Epicurus infinita volumina, adeò ut illorum multitudine cunctos superavit. (Diog. Laert. lib. 10.) Dígame ahora el más preocupado contra Epicuro, si es verisímil, que un hombre, que constituía toda su bienaventuranza en los deleites corpóreos, y por consiguiente todo entregado a la glotonería, a la embriaguez, y a la lascivia, pudiese escribir tanto. Es claro que no, porque sus desordenes le pondrían lo más del tiempo en estado de no poder tomar la pluma, y aun llegarían a inhabilitarle del todo, como ordinariamente sucede a los que profesan este género de vida brutal.

28. Réstanos decir algo sobre los tres capítulos propuestos arriba, en que se fundaron los infamadores de Epicuro. El primero fácilmente se desvanece, porque constando que Epicuro fue parco, sobrio, y continente, con evidencia se infiere, que no colocaba la bienaventuranza en los deleites de la gula, y sensualidad. El deseaba ser feliz, como con invencible necesidad desean todos los hombres; por consiguiente, si sintiese que la felicidad consistía en esos corpóreos deleites, los buscaría, y abrazaría. Pero deslindemos este punto con más exactitud.

29. Dos partes hay que considerar en esta doctrina de Epicuro: la una cierta, la otra cuestionada. La cierta es, [105] que colocó la felicidad en el deleite: la cuestionable es, en qué especie de deleite, o en orden a qué objeto colocó la bienaventuranza. En cuanto a lo primero estuvo tan lejos de incidir en un torpe error, como comúnmente se piensa, que antes habló con más propiedad, y más filosóficamente, que los demás Filósofos del Paganismo. De éstos uno constituía la bienaventuranza en las riquezas, otro en la dominación, otro en los honores, otro en la salud, otro en la fama, &c. Generalmente, si se mira bien, sobre errar en el fondo de la cosa, hablaban con suma impropiedad, porque tomaban por bienaventuranza, ya la causa objetiva, ya la instrumental de la bienaventuranza. Epicuro explicó derechamente la cosa por su misma esencia, no por sus causas. Constituyó la bienaventuranza en un acto del alma, en que concuerdan con él todos nuestros Teólogos, y algunos aun en la especie del acto de delactación, gozo, o fruición: sentencia, que aunque no es de las más válidas en las Escuelas, tiene probablemente los grandes apoyos de S. Agustín, y Sto. Tomás. S. Agustín en el lib. 1 de Doct. Christ. cap. 32, dice, que el premio supremo que Dios da, es el gozar de él: Haec autem merces summa est, ut eo perfruamur. Y en el lib. 8 de Civit. cap. 9, sienta, que nadie es bienaventurado, sino el que goza el objeto amado: Nemo beatus est, qui eo quod amat non fruitur, Santo Tomás 1, 2, quaest. 33, art. 3, in corp. distinguiendo entre el último fin objetivo, y formal del hombre, dice, que el primero es Dios, el segundo la fruición, o acto de gozar de Dios, el cual incluye en sí el deleite de poseer el último fin, y en este sentido se puede decir, que el deleite es el sumo bien del hombre. Optimum in inaquaque re est ultimus finis. Finis autem, ut supra dictum est, dupliciter dicitur, scilicet ipsa res, & usus rei, sicut finis avari est, vel pecunia, vel passio pecuniae, & secundum hoc ultimus finis hominis dici potest; vel ipse Deus, qui est summun bonum simpliciter, vel fruitio ipsius, quae importat delectationem quamdam in ultimo fine; & per hunc modum aliqua delectatio hominis potest dici optimum inter bona humana. [106]

30. Supuesto, pues, que no erró Epicuro en colocar la humana felicidad en el deleite, solo resta que errase en la designación del objeto de ese deleite; y yo confesaré que erró en esta parte; pero afirmando al mismo tiempo dos cosas a su favor, la primera, que no erró con error prácticamente inhonesto, o que tenga mala consecuencia hacia las costumbres. La segunda, que erró menos que todos los demás Filósofos Gentiles. Lo primero, sobre constar de lo que dijimos arriba de la sobriedad, y continencia de Epicuro, se prueba con sus mismos Escritos. Entre los pocos, que por la diligencia de Diógenes Laercio se nos han reservado, está su Carta a Meneceo, donde expone toda su doctrina moral, y en ella claramente explica, y aun inculca, que el deleite, que pone por constitutivo de la felicidad, es únicamente el que resulta de la salud, o indolencia del cuerpo, y de la tranquilidad del ánimo, con exclusión positiva de todos los placeres vedados. Nótense especialmente estas palabras suyas, en que rechaza juntamente la maligna interpretación, que ignorantes, y émulos daban a su doctrina: Constat igitur, quando Voluptatem, beatae vitae dicimus finem, non intelligere nos eas voluptates, quae sunt vivorum luxu diffluentium, aut aliorum etiam, quatenus spectantur in ipsa actione fruendi, qua nimirum sensus jucundé, dulciterque afficitur, veluti quidam ignorantes, aut à nobis dissentientes, aut alioquin adversum nos malé affecti interpretantur; sed illud dumtaxat intelligimus, non dolere corpore, ac animo non perturbari. Siquidem non compotationes, comessationesque perpetuae, non ipsa puerorum mulierumque consuetudo, non piscium deliciae, aut quaecumque aliae mensae lautiores cupediae jucundam vitam pariunt, sed quae cum sobrietate, serenoque adeò animo, est ratio, causas, cur quid eligendum, fugiendumvè sit, investigans, ac opiniones abigens, ob quas plurima mentes occupat perturbatio.

31. Esta doctrina no conduce a desorden alguno en la vida, porque la salud del cuerpo, y serenidad del ánimo, lícitamente pueden apetecerse; y varones muy [107] espirituales positivamente desean, y procuran una, y otra. Es sin embargo errada, por constituir el último fin, o suprema felicidad en ellas; mas este error es común a todos los Filósofos Gentiles, pues todos la colocaron en objetos criados. Por otra parte digo, que el de Epicuro es el menor de todos los errores, que hubo en esta materia, porque por lo menos dio en blanco de la felicidad (llamémosla así) sublunar; y ni aun en este acertaron los demás Filósofos. Porque considérese un hombre dotado de todas aquellas ventajas, en que los demás colocaban la felicidad, riquezas, honores, aplausos, sabiduría, &c. podrá con todas ellas pasar una vida infelicísima, y misérrima; porque no solo cada una de por sí, pero ni aun todas juntas le indemnizan de mil aflicciones, que pueden ocasionar innumerables accidentes adversos. Por sabio, rico, y poderoso que sea, no podrá evitar que se le muera el amigo: que le sea infiel la mujer: que salgan estúpidos, o mal inclinados los hijos: que le muerdan los envidiosos, &c. Pero con lograr precisamente lo que Epicuro pretendía, salud del cuerpo, y serenidad del ánimo, queda el hombre fuera de toda miseria. Suceda lo que sucediere, como se conserve el ánimo sereno, se puede decir, que es feliz el sujeto, pues no padece alguna aflicción, o congoja.

32. Acaso me opondrán, como preferible a la de Epicuro, la sentencia de Zenón, y los Estoicos, que colocaban la felicidad en la práctica de la virtud. Digo, que esta doctrina es de bello sonido, pero falsa, y ridícula en el fondo. Yo tengo creído, que los Estoicos fueron los menos sinceros entre todos los Filósofos. Un gran Crítico de estos tiempos les dio con gracia, y propiedad el nombre de Fariseos del Paganismo. Traían siempre en boca la virtud, y una virtud austerísima; pero en el hecho solicitaban como el que más, la propia comodidad. Séneca, aquel grande honor de la Escuela Estoica, al mismo tiempo que estaba opulentísimo, predicaba en alto grito a favor de la pobreza. Lo que fuertemente me [108] persuade, que los Estoicos, sin excluir al mismo Séneca, eran unos hipocritones, es la evidencia de que no creían posible la misma virtud que predicaban. Querían que el varón sabio llegase a ser insensible: que puesto en los mayores tormentos estuviese alegre, y sereno: que cuantas vejaciones le hiciesen los hombres no le ofendiesen más que al Sol las flechas disparadas hacia el Cielo, o a los Dioses los golpes que reciben sus estatuas. Uno, y otro son símiles de que usa el mismo Séneca. Ya se ve, que esta es una virtud, no solo ideal, sino quimérica. El suceso de Dionisio de Heraclea representa bien sensiblemente la extravagancia de la Filosofía Estoica. Este Filósofo fue largo tiempo discípulo, y sectario de Zenón: gozaba entretanto buena salud. Llegó el caso de padecer un gravísimo dolor, u de ojos, u de riñones (que uno, y otro se lee en diferentes escritos de Cicerón), y viendo que le era imposible gozar entonces de aquella serenidad, y quietud del ánimo, que tanto resonaba en el Aula de Zenón, abandonó su Escuela, y se dio después a todo género de delicias.

33. La virtud, aunque no solo es buena, mas también capaz de hacer al hombre feliz, considerada como medio; pero contemplada en razón de término, conforme al sistema Estoico, y sin respecto a otro premio indistinto de ella, es frecuentemente ardua, y trabajosa. Supongo, que harto más virtuoso fue San Pablo, que Séneca, ni Zenón. ¿Y qué dice de la virtud considerada sin respecto al premio de la vida eterna? todo lo contrario de aquellos dos Filósofos: Si in hac vita tantúm in Christo sperantes sumus, miserabiliores sumus omnibus hominibus (1 ad Corinth. 15). Si no esperamos de Cristo otro bien, que el que recibimos en esta vida, somos los más infelices de todos los hombres. ¿Y por qué los más infelices? Por ser los más virtuosos.

34. El punto de Religión es el más crítico respecto de Epicuro. Concedía, que había Dioses; pero privados de todo género de manejo en las cosas humanas. [109] Verdaderamente yo no sé cual califique de error más absurdo, si el negar la existencia a la Deidad, si concediéndole la existencia, negarle la providencia. Sospechan algunos que Epicuro sentía diferentemente que hablaba; esto es, que no creía que hubiese Dioses, pero por miedo del castigo los concedía. En efecto, él frecuentaba los Templos, y asistía devoto a los sacrificios en tanto grado, que Diógenes Laercio recomienda como sobresalientes su culto, y su respeto a los Dioses: Sanctitatis quidem in Deos, & charitate in Patriam fuit in eo affectus neffabilis. Sospechan, digo, que todo esto era hipocresía. Bien puede ser; pero no hay repugnancia alguna en que hablase, y obrase sinceramente. Supuesto que ha habido Filósofos, que negaron toda Deidad, ¿qué dificultad hay en que otro, u otros concibiesen existente sólo una Deidad ociosa, o como titular, y honoraria, feliz por sí misma, y desembarazada de todo cuidado? Son sumamente varias las concepciones de los hombres. Tenemos ejemplo idéntico en Plinio el mayor. Este grande hombre, que tuvo bastante luz para conocer, que eran fabulosos todos los Dioses, que adoraba el Gentilismo, y sentó por basa fija, que si había Deidad, era una sola: puesta esta hipótesis, cayó en el mismo error de Epicuro, porque dijo resueltamente, que en caso de haber tal Deidad, no se mezclaba poco, ni mucho con las cosas humanas, y que era cosa ridícula pensar lo contrario: Irridendum veró agere curam rerum humanarum illud quidquid est Summum. Lo más es, que este desprendimiento del gobierno del mundo lo contemplaba, no como defecto, antes como excelencia precisa en la Deidad: y al contrario la providencia, como ajamiento de su nobleza: An ne tam tristi, multiplicique ministerio non pollui credamus, dubitemusve? Pues si uno de los mayores hombres de la antigüedad, cual lo fue sin duda Plinio, concibió como perfección necesaria de la Deidad la inacción, ¿por qué extrañaremos el mismo error en Epicuro? Ello, como quiera que fuese, o extravagancia [110] de su imaginación, o artificio para disfrazar la impiedad, Epicuro vivió indemne en Atenas, sin que se le hiciese causa sobre el artículo de Religión. Y si Diagoras hubiese dado en la misma escotadura, desahogaría su furiosa cólera, sin el riesgo de que los Atenienses le persiguiesen a sangre, y fuego, poniendo con público pregón en venta su cabeza. Este Filósofo, habiendo sido lo más de su vida supersticiosamente devoto con sus Dioses, en edad algo avanzada, casi de repente se hizo Ateísta. El motivo fue de los más ridículos del mundo. Era Diagoras, no solo Filósofo, más también Poeta. Sucedió, que otro de la misma profesión, pero de inferior numen, le robó ciertos versos, que había compuesto. Hízole comparecer en juicio sobre el hurto Diagoras: tomósele juramento al delincuente, y él falsamente juró, que los versos eran composición suya. No había testigos, con que el reo fue absuelto, y publicó después los versos como propios, recibiendo por ellos los aplausos, que eran debidos a Diagoras. De tal modo le desbarató a este el entendimiento la indignación, que sin más, ni más empezó a publicar, que era un error del mundo el pensar que había Dioses; porque si los hubiese, o no permitirían, o castigarían la insolencia de su ofensor, bien lejos de coronar inicuamente el hurto con el premio del aplauso. Podría, digo, Diagoras con el sistema teológico de Epicuro desahogar la ira, sin arriesgar la cabeza, pues para el efecto de triunfar impunemente la maldad, lo mismo tiene carecer la Deidad de providencia, que carecer el mundo de Deidad; y los Atenienses le tolerarían aquella blasfemia, como se la toleraron a Epicuro.

35. Lo que hace a nuestro propósito es, examinar si el error teológico de Epicuro hacía consecuencia a la desreglada vida, que le atribuyeron sus émulos, y que vulgarmente se le imputa. Confieso, que el que hiciere juicio de que un hombre, que niega a la Deidad la existencia, o la providencia; aun concedida la existencia, es de perversas costumbres, acertará por lo común en cuanto [111] al hecho; pero errará siempre en el derecho, si eso solo lo considera como consecuencia necesaria del errado dogma. La razón es, porque hay hombres que carecen de vicios, solo porque carecen de pasiones. Hace en ellos el temperamento lo que en los demás la virtud. El vicio supone necesariamente un apetito depravado, y el apetito depende de la complexión individual. Así, el que por ser naturalmente dotado de un temperamento muy benigno, no tiene inclinación alguna a los desórdenes de la gula, u de la lascivia, aunque crea que no hay Dios, o que aunque le haya, no castiga esos desórdenes, será templado, y casto. Lo mismo digo de los demás vicios, y de las demás pasiones viciosas. En efecto, Ateísta de buenas costumbres, si es monstruo, es monstruo que ya se vio algunas veces. Plinio dudó de la Deidad, y en caso que la hubiese, le negó la providencia, como dijimos arriba; con todo nadie puso la menor tacha en su modo de vivir. Era templado, sincero, amantísimo de la equidad. Sus escritos está llenos de Inventivas contra los vicios, tan energiosas, y fuertes, que se conocen salían del corazón. Y en fin, dos de los mejores Emperadores, que tuvo Roma en tiempo del Gentilismo, Tito, y Vespasiano, le estimaron mucho, y ocuparon siempre en importantísimos empleos. El famoso Ateísta de estos tiempos Benito Espinosa vivía siempre retirado, y ocupado siempre, ya en el estudio, ya en fabricar telescopios, y microscopios: hombre sobrio, continente, y pacífico. Contra el Inglés Thomas Hobbes hubo bastantes sospechas de Ateísmo, sin que fuese jamás acusado, o notado de iniquidad alguna. ¿Pues por qué Epicuro con toda su errada creencia no podría vivir exento de los vicios, de que vulgarmente le acusan? Y siendo posible, debemos creer el hecho por los muchos, y graves testimonios, que hay a su favor. Si acaso se me respondiese, que la vida compuesta de los Ateístas era mera apariencia, o simulación para huir, o el castigo, o la infamia, digo, que para mi intento basta; pues [112] no pretendo calificar de hombre de verdadera virtud a Epicuro, sí solo convencer de falso lo que se dice, ya de su torpe doctrina moral, ya de sus glotonerías, y obscenidades.

36. El último capítulo de presunción contra Epicuro, que consiste en el torpe modo de vivir de algunos Sectarios suyos, es totalmente despreciable. El argumento, que contra Epicuro se haga, de que algunos relajados de su Escuela interpretaron a favor del vicio su doctrina, es semejante al que se haría contra la Iglesia Católica, de que los Novatores entendieron mal el evangelio. Conoció la antigüedad dos géneros de Epicuristas, unos rígidos, otros relajados. Estos segundos eran como herejes del Epicurismo, desertores de Epicuro con el nombre de Sectarios. La autoridad de Cicerón viene aquí clavada: Ac mihi quidem (dice lib. 2 de Finibus) quod & ipse (Epicurus) bonus vir fuit, & multi Epicurei fuerunt, & hodie sunt, & amicitiis fideles, & in omni vita constantes; & graves, nec voluptate, sed consilio consilia moderantes, hoc videtur major vis honestatis, & minor voluptatis. Si Epicuro fue buen hombre, y honesto, los que con nombre de Sectarios suyos vivían torpemente, ¿por qué no se han de descartar como espurios? Si de los que se llamaban Sectarios suyos había muchos buenos, aunque también hubiese muchos malos, ¿quiénes se ha de creer, que exponían sinceramente la doctrina de Epicuro, estos, o aquellos?

Plinio el Mayor
§. IV

37. Infeliz personaje hace Plinio entre los literatos de escalera abajo. Nada más es que un embustero, que llenó su Historia Natural de patrañas. Esto ha dependido en primer lugar de los Autores Secretistas, los cuales, para calificar con la autoridad de Plinio muchas maravillas, que falazmente nos prometen, citan a Plinio, [113] no solo para lo que Plinio no dice; pero lo que es mucho más, para lo que abierta, y claramente reprueba. Frecuentemente hace Plinio mención de varios secretos prodigiosos, u operaciones raras de la Magia; pero siempre con irrisión, y desprecio, tratando de charlatanes, y embusteros a los autores de ellos. Siempre he dicho, y no me retracto: No se hallará secreto alguno en todo Plinio, de estos, que tienen algún carácter de portentosos (siendo muchos los que refiere), a quien no eche el repulgo de patraña, mentecatez, ficción de los que se llaman Magos, &c. ¿Y qué hacen los Secretistas? Proponen el secreto, que leyeron en Plinio, como verdadero, callando dolosamente, que Plinio hace burla de él. ¡A cuántos necios han traído al retortero con la invención de que pueden hacerse invisibles cuando quieran! Este gran negocio se compone trayendo consigo la piedra Heliotropia, con la hierba del mismo nombre. Esta milagrosa receta se halla en Plinio (lib. 37, cap. 10); pero también se halla cosida con ella la censura más fuerte, que se lo podía arrimar; pues dice Plinio, que en un disparate de este tamaño se ve clarísimamente la osadía, y desvergüenza con que mienten los que se apellidan Magos: Magorum impudentiae, vel manifestissimum in hac quoque (la piedra Heliotropia) exemplum est. Lo mismo sucede en todo lo demás. Y en el lib. 30, cap. 1, con un rasgo solo condena toda la cáfila de operaciones mágicas, llamando a la Magia la más engañosa, y falaz de todas las artes: Fraudulentissima artium.

38. Aun de los secretos menores, que no tienen carácter alguno de increíbles, como son comúnmente los medicinales, habla con tanta circunspección, que apenas propone alguno afirmativamente. Siempre, o casi siempre, da traslado a los que lo dicen, sin tomar cosa por su cuenta: Dicunt, ferunt, tradunt, &c. y muchas veces expresa en particular el Autor.

39. Mas como son pocos los que leen a Plinio en Plinio, sí solo en las infelices copias, que hicieron de él tantos charlatanes, y embusteros, creyéndose comúnmente, [114] que tiene por Autor a Plinio las ridículas ficciones que le atribuyen, ha llegado este grande Autor a padecer la ignominiosa vulgar opinión de poco verídico, o nada sincero.

40. Lo peor es, (quisiera callarlo, y el santo desengaño me manda decirlo), que no solo secretistas, y charlatanes han puesto a Plinio en esta mala opinión, mas aun Escritores de muy deferente nota. ¡En cuántos escritos Filosóficos, en cuántos Sermones impresos, y aun en libros de Etica, y Mística se ha hallado citado Plinio, como legítimo Autor de tales patrañas! Supongo, que los más le citan con buena Fe, porque le hallaron citado en otros. Pero Dios nos libre de que a un Predicadorcillo de los triviales le venga bien para símil, o para alusión alguna de las quimeras, que desprecia Plinio, que no dejará de encajarla a la sombra de su autoridad, como afirmada por él.

41. Otra ocasión del descrédito de Plinio es la multitud de prodigios naturales (en gran parte falsos), que refiere en su Historia, especialmente de gentes monstruosas, y de raras cualidades, como pigmeos, hombres sin cabeza, y con los ojos en los hombros: otros con cabeza canina: otros con un ojo solo, y ese colocado en la frente: otros con los pies vueltos atrás: otros con dos pupilas en cada ojo: otros de pies tan grandes, que echados, se hacen sombra a todo el cuerpo con ellos: otros, que ven mejor de noche, que de día: nación entera de hermafroditas, gente que sólo se sustenta de olores: otra donde todos los individuos son fascinantes, &c. Como las frecuentes peregrinaciones de los Europeos en estos últimos siglos han penetrado todas las Provincias del mundo, y en ninguna han hallado tales monstruos, fue fácil sospechar unos, que todos habían sido fabricados en la cabeza de Plinio, y otros creer que Plinio había sido neciamente crédulo a relaciones de viajeros mentirosos.

42. Una, y otra calumnia se redarguye con evidencia. La primera: porque al pie de cada noticia de aquella [115] clase expresa el Autor de donde la derivó. La segunda, porque antes de proponer aquella turba de prodigios, hace la protesta de que no sale por fiador de la verdad, o existencia de ellos, y remite al Lector para que se entienda con los Autores que cita, y que se ofrece exhibir a cualquiera que llegáre a proponerle su duda: Nec tamen ego in plerisque eorum obstringam fidem meam potiusque ad Auctores relegabo, qui dubiis redentur omnibus.

43. Para complemento de esta defensa de Plinio, expondremos aquí el juicio que de él, y de su Historia natural hicieron algunos hombres eruditísimos, y críticos de primera nota. Celio Rhodiginio llama a Plinio Varón doctísimo, y añade, que sólo a los indoctos desagradan sus Escritos. Gerardo Juan Vosio apellida a su Historia Obra grande, y nunca bastantemente alabada. Josepho Scaligero, cuya errada creencia no le estorba ser uno de los primeros votos en esta materia, pronuncia, que la Historia Natural de Plinio, por el mismo caso que es tan grande, y excelente, desagrada a los entendimientos vulgares. Lansio le da el título de Bibliotecario de la Naturaleza. Angelo Policiano le ilustra con los de Colector de todas las cosas memorables, Juez supremo de los ingenios, Censor agudo, Admirador discreto. El Jesuita Drexelio le predica Panegirista nobilísimo de la naturaleza, y hombre de prodigiosa erudición; y en otra parte: Perspicacísimo indagador de la naturaleza. Justo Lipsio dice, que no hubo cosa que Plinio no leyese, y supiese; y que en sus escritos juntó cuanto sabían Griegos, y Romanos. Los dos elogios, que nos restan, pertenecen más directamente al asunto de esta Apología. El primero de Guillermo Budéo, que le da el atributo de Supremamente verídico, que eso significa con propiedad la expresión de veritatis antistes, de que usa Budéo. Tomás Demsptero los de Escritor diligentísimo, elocuentísimo, veracísimo, incomparable; y en fin sentencia, que es uno, que vale por todos: Unus omnium instar. No hay más que decir. [116]

Lucio Apuleyo
§. V

44. Siempre he extrañado, que el docto Gabriel Naudeo en su erudito libro, intitulado: Apología por los grandes hombres sospechados de Magia, no introdujese la de Apuleyo, contra quien están mucho más vulgarizadas las sospechas de Magia, que contra muchos, cuya inocencia defiende en aquel libro, y no con tan leve fundamento. Sease cual se fuese la causa de aquella omisión, la supliremos ahora, y podrá servir este parágrafo de adición al libro de Naudeo.

45. El rumor de la Magia de Apuleyo empezó viviendo él, propagóse después de su muerte, y aun hoy se conserva en el vulgo literato. Es cierto, que fue Apuleyo acusado en toda forma del crimen de Magia ante Claudio Máximo, Procónsul de Africa, en cuyo proceso el mismo reo hizo el oficio de abogado; y como elocuentísimo que era, defendió excelentemente su causa. Esto todo pasó entre Gentiles. Eralo el Juez, éralo el reo, éranlo los acusadores. Muerto Apuleyo, dando ocasión para ello los mismos Gentiles, se extendió latamente entre los cristianos la fama de su Magia, la cual se ha ido conservando, como he dicho, entre los literatos vulgares; pero no con tan absoluta exclusión de los verdaderos sabios, que no hayan caído en este error algunos de más que ordinaria literatura: en que de nadie me admiro tanto, como del doctísimo Luis Vives, que no dudó afirmar como cosa cierta, y constante la Magia de Apuleyo (in lib. 18 de Civit. cap. 18).

46. Empecemos por su proceso. Apuleyo, natural de la Africa, estudió primero en Cartago, después en Atenas, y últimamente en Roma. Era de ingenio sutil, y así adelantó mucho en poco tiempo; de modo, que aun en edad floreciente volvió a la Africa docto ya en toda forma, pero muy pobre, por haber consumido todo su caudal en los [117] viajes que había hecho. Su juventud, su buena presencia, y su discreción, le abrieron puerta para vivir con toda comodidad. Prendóse de la gallardía, y agudeza de Apuleyo una viuda rica, llamada Pudentila, en cuya casa estaba hospedado, y el negocio paró en casarse los dos. Lleváronlo muy mal los parientes del primer marido, de quien habían quedado a Pudentila dos hijos; bien que uno de estos, llamado Ponciano, que era amigo de Apuleyo, había entrado gustoso, y aun influido algo en que el matrimonio se efectuase. Resueltos, pues, a desahogar su ira, acusaron a Apuleyo de hechicero. Articularon lo primero, que con hechizos había ganado el corazón de Pudentila; porque ésta, después de nueve años de honesta viudez, y en edad algo adelantada, y con sucesión varonil, no es creíble, que tuviese alguna propensión al casamiento, si fuese excitada con malas artes. Articularon lo segundo, que Apuleyo guardaba con supersticioso cuidado un lienzo, en que tenía envuelto no sé qué en que se discurría algún cachibache mágico. Lo tercero mostraron una cláusula de una carta de Pudentila, en que confesaba ser hechicero Apuleyo.

47. La satisfacción que podemos dar a estos capítulos de acusación, es la que dio en el Tribunal el mismo Apuleyo, y hoy se conserva entre sus Obras. Con desprecio respondió al primero, que no era menester hechizo alguno para que una mujer de cuarenta años (que no tenía más, aunque sus contrarios aumentaban la edad a setenta) se prendase de un joven, cual le pintaban a él sus mismos contrarios; esto es, de gentil disposición, y gracia singular, y más con la circunstancia de un casi continuo trato, por vivir los dos debajo de un mismo techo. Que a esto se añadía, que los Médicos habían persuadido a Pudentila, que se casase, atribuyendo a su continencia algunas indisposiciones que padecía; y su hijo Ponciano la sugería, que habiendo de casarse, no eligiese otro marido, que a su amigo Apuleyo.

48. En efecto, la acusación en esta parte no puede [118] ser más ridícula; y con todo eso apenas hay otra más vulgar. En viendo que una persona, por otra parte prudente, y contenida, se apasiona ardientemente por otro diferente sexo, luego entra la hablilla, que le dieron hechizo. Ya es antiquísima esta cantinela. El propio rumor se extendió en Macedonia contra una mujer de Tesalia, de quien Philipo, Padre de Alejandro, estaba extremamente enamorado; pero la absolución del pecado de hechicera le vino de donde menos debía esperarla; esto es, de la ofendida Olimpias, mujer de Philipo. Tuvo modo esta Reina para hacer traer a su presencia la concubina de su Esposo. Vio su hermosura, notó su gracia, y sin más pesquisa, dio en su favor la sentencia: Ah, hija mía (le dijo), qué injustamente te calumnian; pues no tienes, ni has menester más hechizos, que los naturales, que dio el Cielo a ese espíritu.

49. Ni hace al caso para probabilizar la acusación de hechicería, el ver que una persona, de cuyo juicio, y circunspección hay largas experiencias contra el concepto común de su virtud, se precipite en una pasión desordenada. Este es un fenómeno harto natural. Hay sujetos para quienes sólo tiene atractivo eficaz uno, u otro raro individuo. Insensibles para todos los demás, se mantienen virtuosos, o en la verdad, o por lo menos en la apariencia, hasta que su desgracia les presenta aquel, a quien la naturaleza entregó el eslabón, capaz de sacar fuego del pedernal de su pecho. Tampoco se debe recurrir a simpatías (voz sin significado). Un oculto mecanismo lo hace todo. Según las varias disposiciones, que hay en nuestro cuerpo, son diversas en él las impresiones de los objetos; pues aun respecto de un mismo individuo se experimenta esta varia impresión, según la varia disposición, que tiene en diferentes tiempos.

50. Al segundo capítulo de acusación respondió, que lo que tenía envuelto en el pañuelo era una especie de reliquia, signo, o monumento sagrado de los misteriosos cultos de cierta Deidad, que le habían dado unos Sacerdotes en la Grecia; y probó esto de modo, que satisfizo al Juez. [119]

51. Sobre el tercer capítulo, llenó de ignominia, y confusión a los acusadores. Es el caso, que la cláusula que estos exhibían de la carta de Pudentila, aunque destacada de las demás (como la representaban), significaba lo que ellos querían: unida con su contexto, expresaba derechamente todo lo contrario. Ve aquí el trozo de la Carta, de donde se arrancó dicha cláusula. Habla Pudentila con su hijo Ponciano, quejándose de que así a él, como al hermano, los hubiesen pervertido los parientes, y envuelto en la discordia con Apuleyo, y dice así: Habiendo yo, pues, determinado casarme por las causas dichas, tú mismo me persuadiste, que antes eligiese a este por marido, que a otro alguno, admirando las prendas de este hombre, y queriendo por este medio hacérnosle familiar; pero ahora, que unos inicuos, y perversos os solicitan, de repente se ha hecho Mago Apuleyo, y a mí me ha encantado. Ya se ve, que esta es una manifiesta ironía, y un vivo reproche de la calumnia: pero los acusadores no mostraban más, que estas últimas palabras: De repente se ha hecho Mago Apuleyo, y a mí me ha encantado. Hizo Apuleyo leer todo el contexto, y se descubrió la infame superchería.

52. Estas, que no pasaron de sospechas, y sospechas mal fundadas de la Magia de Apuleyo, si entonces, en fuerza de su justificación se disiparon, después de su muerte revivieron, y se fueron aumentando de modo, que cuando empezó a predominar el Cristianismo, estaban ya constituidas casi, o sin casi, en el grado de fama pública. Consta esto de Lactancio; el cual, confutando al pagano Hierocles, Gobernador de Alejandría, que en un escrito contra los Cristianos, para desvanecer el argumento, que estos formaban de los milagros de Cristo a favor de su creencia, oponía, que Apolonio Thyaneo con su Mágica los había hecho iguales, o mayores: dice que admira, que Hierocles no haya juntado con las maravillas, que cuenta de Apolonio, las que se referían de Apuleyo: Voluit ostendere Apollonium, vel patria, [120] vel etiam majora fecisse. Mirùm quod Apulejum praetermissit, cujus solent, & multa, & mira memorari. De suerte, que entonces ya se contaban muchas maravillas de Apuleyo, como de un insigne Mago, y que podía ser pareado con Apolonio.

53. Un siglo después de Lactancio, poco más, o menos, se conservaba, y aun se había aumentado la misma fama, de modo, que ya los Gentiles, para desacreditar los milagros de Cristo, ostentaban los prodigios de Apuleyo, como los de Apolonio, afirmando, que uno, y otro los habían obrado mayores, que nuestro Redentor. Hácese esto manifiesto por la Carta de Marcelino a San Agustín, en la cual, pidiendo al Santo responda a la objeción, que los Gentiles hacían contra Cristo con las maravillas de aquellos dos Magos, le dice: Precator accesserim, ut ad ea vigilantius respondere digneris, in quibus, nihil amplius Dominum, quàm alii homines facere potuerunt, fecisse, vel gesisse mentiuntur. Apollonium siquidem suum nobis, & Apulejum, aliosque Magicae artis homines in medium proferunt, quorum majora contendunt extitisse miracula. Lo mismo se evidencia de la Carta segunda de San Agustín a Volusiano, y de la cuarenta y nueve al Presbítero Deogracias.

54. ¿Pero qué hombre de algún seso dará por reo de hechicería a Apuleyo, sobre la deposición de los Gentiles, cuando estos al ver la mucha tierra, que iba ganando la verdad, no pensaban sino en amontonar patrañas para poner en salvo la superstición? Ya antes se habían valido de la historia del embustero Filostrato, para desdorar los prodigios de Cristo con las prestigias de Apolonio. En el Tomo segundo, Discurso quinto, dimos bastante noticia de este impostor, haciendo justa crítica del Escrito de Filostrato. Como una maraña llama otra, sacaron también después al teatro, como émulo de Cristo, a Apuleyo. ¿Mas con qué fundamento? Con menos, si cabe menos, que a Apolonio; pues al fin de los prodigios de éste ya había una historia compuesta, [121] tal cual ella era; mas de Apuleyo no se sabía otra cosa sino que había sido capitulado por Mago, y sobre esta noticia empezaron a forjar cuentos de sus operaciones portentosas, las cuales nullo fideli Auctore jactitant, dice San Agustín en la Epístola 49 citada, y esto basta.

55. Siendo tan despreciables los motivos, que hasta ahora hemos propuesto, de tener a Apuleyo por Mago, aun lo es mucho más otro, que nos resta, el cual precisamente estriba en una crasa ignorancia; y con todo pienso, que de los que hoy creen las hechicerías de Apuleyo, los más las creen por el motivo que vamos a expresar. Hállase entre las Obras de Apuleyo una ingeniosa fábula, intitulada: El Asno de oro, cuyo asunto en resumen es, que estando el mismo Apuleyo hospedado en la casa de una mujer de Tesalia, grande hechicera, la cual tenía varios ungüentos, con que se transformaba, según su arbitrio, en diferentes especies de animales, la vio una noche desde el lugar secreto con el beneficio de uno de aquellos ungüentos transformarse en búho, y salir luego volando por la ventana a buscar a su galán, que vivía distante. Movido Apuleyo de una vehemente tentación de curiosidad, quiso ejecutar lo mismo. Llegó a la alhacena donde estaban los botes, echó mano de uno, untóse muy bien; pero quiso su desgracia, que en vez de tomar el que le había de transformar en búho, u otro que le convirtiese en otra especie de ave, cogió uno con cuya untura al momento se halló transformado en asno. El resto de la fábula son varias graciosísimas aventuras, que acaecieron a Apuleyo debajo de la figura de asno, vendido, y revendido a diferentes amos, unos peores que otros; y pasando por tanto muchos trabajos; hasta que comiendo unas rosas, que era el único remedio para restituirse a su natural figura, la recobró. Esto es, como dije, lo que suena la Obra del Asno de oro, porque Apuleyo habla en ella, como en propia persona.

56. Esta fábula, pues, o ya por haberla leído sin reflexión, [122] o ya por no tener otra noticia de ella, que de oídas, y lo principal por ignorar su primer origen, concibieron muchos ser verdadera historia; y creyendo, que Apuleyo había usado de hechicerías, pasaron a imaginarle Mago de profesión. Ningún error es más fácil de convencer. En la primera cláusula de aquel escrito se halla el desengaño, pues dice el Autor, que lo que va a referir es una fábula Griega: Fabulam Graecanicam incipimus; y en el prólogo había dicho: Sermone isto Milesio varias fabulas conseram. En efecto el complejo todo de sus accidentes, e incidentes, se ve claro ser un tejido de ficciones ingeniosas, y festivas. Lo más demostrativo es, que Apuleyo no fue autor de esta narración fabulosa. La misma, y con el mismo título se halla entre las Obras de Luciano, que la había escrito antes en Griego, sólo con la diferencia de que Apuleyo añade varias ficciones, y cuentos particulares, e introdujo en ella la prolija digresión de los amores de Psyches, y Cupido. Dicen algunos eruditos, que tampoco Luciano fue original en el Asno de oro, sino que abrevió lo que había escrito otro Autor Griego, llamado Lucio de Patras, al cual no he visto, ni sé si hoy existe el libro de Metamorfosis de este Autor: cuya parte dicen es aquella fábula.

57. Siendo tan claro todo lo dicho, no deja de causar admiración, que San Agustín creyese, que Apuleyo había escrito la Historia del Asno de oro como suceso propio (lib. 18 de Civit. cap. 18), o bien que realmente le hubiese acaecido, o que quisiese fingirlo. Excúsale Luis Vives, diciendo, que el Santo, como poco versado en los Autores Griegos, no supo que la misma fábula estaba escrita antes por Luciano. Pero esta advertencia no hace cesar la admiración, cuando por la lectura del mismo Apuleyo, sin el socorro de otro Autor, se hace notorio, que propuso la ficción como ficción, diciendo claramente, que no era historia, sino fábula la que escribía. [123]

Reina Bruniquilda
§. VI

58. Algo hemos dicho a favor de esta infamada Princesa en el Tomo IV, Discurso VIII, núm. 69. Ahora emprenderemos más de intento su Apología, como derechamente perteneciente a este Discurso. Bruniquilda, hija de Atanagildo, Rey de España, y mujer, primero de Sigeberto, Rey de Austrasia, y después de Meroveo, sobrino suyo, hijo de Chilperico, Rey de Francia, es representada en las Historias, no como una mujer, sino como un monstruo, un demonio, una furia, en cuyo pecho se anidaron, como en domicilio propio, la avaricia, la ambición, la perfidia, la ira, la venganza, la crueldad, y la lascivia. Atribúyenle las muertes, no menos que de diez Reyes, ejecutadas ya con veneno, ya con hierro, entre ellos un hijo suyo, un nieto, y el padre de su segundo marido. Su impudicia se encarece hasta el extremo de ser torpísimamente incestuosa con un nieto suyo, el mismo de quien se dice fue después homicida. Suponen haberse dado muerte por su orden a San Desiderio, Obispo de Viena del Delfinado, irritada de que este Santo Prelado la hubiese corregido sus innumerables escandalosas liviandades. Hácenla autora de las repetidas atroces guerras, que hubo en su tiempo en Francia entre Príncipes unidos con los vínculos más estrechos de sangre. Finalmente, según las cosas que dicen de esta mujer, no puede pintarse con otros colores, que con aquellos, que a otro objeto aplicó Claudiano.

Faemina prodigium cunctis immanius Hydria,
Tigride mobilius faeta, violentius Austris,
Acrius Harpyis flavis incertius undis.

59. Tantos, y tan horrendos crímenes se fundan sobre la fe de tres Autores, a quienes han copiado los demás. [124] Pero no son aquellos tan dignos de fe, que no hayan emprendido felizmente contra ellos la defensa de esta Reina algunos Escritores de los más clásicos, que tuvo la Francia, como son Esteban Pasquier, el Padre Carlos le Cointe, y Cordemoi, todos tres diligentísimos investigadores de las antigüedades Galicanas. De los tres Autores acusadores de Bruniquilda, el más antiguo es el Abad Jonás, posterior a ella un siglo, poco más, o menos ¡Cuán fácil es, que un Monje nacido en Irlanda, domiciliado en Italia, pues fue Prelado del Monasterio de Bobio en el Estado de Milán, por ningún capítulo obligado a saber mucho de las cosas de Francia, que habían pasado un siglo antes, se fundase solo sobre noticias inciertas, y rumores populares ¡Mayormente cuando tocó lo de Bruniquilda, solo por incidencia, en la Vida que escribió de San Columbano. ¡Cuán fácil es también, que a este copiase en parte, por lo menos, Fredegario, y a Fredegario el Monje Aimonio (o Aimoino), que son los otros dos acusadores de Bruniquilda! Así debemos dar mucho más crédito a los doctos Franceses, que la absuelven, y que registraron con la mayor exactitud todos los monumentos antiguos pertenecientes a la Historia de Francia.

60. Si esto no basta, alegaremos a su favor dos testigos superiores a toda excepción, que como Santos, es increíble, que faltasen a la verdad: y como contemporáneos de la acusada Reina, se debe suponer, que no la ignoraron. Estos son los dos Gregorios, el Magno, y el Turonense. El testimonio de San Gregorio el Magno ya le tenemos alegado en el lugar citado arriba de nuestro cuarto Tomo, para donde remitimos al Lector. San Gregorio Turonense, que la conoció, y trató, hace una hermosa descripción de sus prendas, al referir como el Rey Sigeberto la pidió por esposa: Erat enim (dice) puella elegans opere, venusta aspectu, honesta moribus, atque decora, prudens consilio, & blanda colloquio.

61. Posible es absolutamente, no lo niego, que Bruniquilda [125] fuese muy buena cuando se casó con Sigeberto, y después se malease. Pero que de una mujer no solo de buenas costumbres, mas también de trato gracioso, afable, y dulce, cual la pinta el Turonense, se hiciese después una cruelísima fiera, es contingencia tan extraordinaria, que sin testimonios firmísimos nunca debe creerse. De doncellas virtuosas, y castas hacerse mujeres lascivas, se ve a cada paso: transformarse una oveja en tigre: quiero decir, un genio dulce, y blando pasar a sanguinario, y feroz, apenas se ve jamás. Y es la razón, porque para esto parece ser preciso, que se mude enteramente el temperamento.

62. Añado, que el Turonense, aunque en el discurso de su historia habla varias veces de Bruniquilda, y apunta algunas acciones, que la calumniaban, nunca dice cosa en que la suponga culpada; y por otra parte refiere muchas, que recomiendan su piedad, y prudencia.

63. Lo que el Padre Briet, para sostener contra tan autorizados testigos el descrédito de esta Reina, dice en sus Anales; esto es, que los Santos por su piadosa candidez están más expuestos a ser engañados, haciendo buen concepto de los mismos que le merecen malo, podría tener lugar en otras circunstancias; no en las de nuestro asunto. Los Santos, y especialmente tales Santos como los dos Gregorios, tenían con la sencillez de palomas, la prudencia de serpientes. Si Bruniquilda era como comúnmente la pintan, y como la pinta el mismo Briet, serían, no sencillos, sino fatuos en tenerla por buena. Sus acciones evidentemente perversas, no solo eran innumerables; pero públicas. ¿Cómo podía ignorarlas San Gregorio Turonense, viviendo dentro de la Francia, y no retirado en un desierto, sino gobernando una grande Iglesia, lo que le precisaba a comerciar con todo género de gentes? Aprieta mucho más esta dificultad, el que escribió los sucesos de aquel tiempo, lo que le ponía en la necesidad de informarse puntualmente de las operaciones de los Soberanos. Así la ignorancia de las [126] maldades de Bruniquilda es quimérica en San Gregorio Turonense.

64. San Gregorio Magno vivía distante, y en distinto Reino; pero era Sumo Pontífice, cuyo ministerio le obligaba a velar sobre los de toda la Cristiandad, y a inquirir especialmente sobre la vida, y gobierno de los Príncipes, cuya noticia es indispensablemente necesaria para regular gran parte de las deliberaciones, que han de manar de aquel supremo Solio. Por consiguiente, tan inverisímil es en San Gregorio Magno la piadosa ignorancia, que supone el Padre Briet, como en el Turonense.

65. Pero contra estos testigos de abono se me opondrá el hecho constante, de que Clotario, Rey de Francia, hizo dar cruelísima, y afrentosa muerte a Bruniquilda en castigo de sus atroces delitos, culpándola de las muertes de diez Reyes. Respondo, que en cuanto al hecho de la muerte de Bruniquilda, ejecutada de orden de Clotario, no hay duda. Pero en cuanto a los méritos de ella, o delitos imputados a Bruniquilda, el Padre Carlos le Cointe largamente prueba la falsedad de los cargos. Afirma, que de todos los crímenes, que se dice objetó Clotario a Bruniquilda, ni uno siquiera fue verdadero: Ex tot sceleribus, quae Brunichildi Clotarius exprobasse dicitur, ne unum quidem ab ea commissum est. No duda tratar de mentirosísimos a Fredegario, y Aimonio en las cosas que escribieron de esta Reina, y para no dejar duda alguna en la materia, discurriendo por los diez Reyes, cuyas muertes imputan a Bruniquilda, muestra claramente por las historias quiénes fueron Autores de ellas, sacando enteramente libre a Bruniquilda, añadiendo, que también es falso, que Clotario le hiciese cargo de ellas. Así, después de una discusión larga sobre la materia, concluye de este modo: Imponunt sanè Clotario Fredegarius, & Aimonius. Numquam Clotarius dixit interfectos per Brunichildem decem Reges; quorum multi vel ipsius Clotarii, vel Fredegundis; nullus Brunichildis [127] scelere periit. Nam Chilpericum quidem Regem malitia sua; Theodobertum Regem cum ejus filiis, & Meroveo Clotarii Regis filio, Theodoricus Rex; Theodoricum Regem ultio divina extinxit; sed Sigibertum Regem Brunichildis Reginae maritum, cum Meroveo Chilperici Regis filio, Fredegundis Clotarii Regis mater substulir; & Theodorici Regis filios ipsemet Clotarius Rex enecavit. ¿Qué hay que extrañar, que Clotario diese muerte inicua a Bruniquilda? ¿No mató al mismo tiempo a los inocentes hijos de Teodorico? A estos quitó la vida sólo por ser hijos de un enemigo suyo. ¿Qué mucho la quitase a Bruniquilda, que por sí misma era enemiga?

66. En cuanto a la muerte de San Desiderio, también disculpa el Padre le Cointe a Bruniquilda. Verdaderamente las liviandades, que dicen le corrigió aquel Prelado, son harto inverisímiles en una Reina, que ya entonces consta que tenía biznietos.

67. En una cosa convienen todos los Autores, sin excluir a los que le son más contrarios; y es, que fundó, y dotó muchas Iglesias, y Monasterios. Esto invenciblemente prueba un gran fondo de piedad. Ni sé cómo los que escriben tanto mal de ella, no notan la implicación de que fuese un continuado tejido de maldades la vida de una Reina tan aplicada a aumentarle a Dios Templos, aras, y devotos. Digan lo que quisieren sus detractores. Serán testigos a su favor tantos religiosos edificios, en cuyas mudas voces gozará siempre aquella sólida alabanza, que prevenía Salomón para la mujer fuerte. Laudent eam in portis opera ejus.

Reina Fredegunda
§. VII

68. Fue esta Reina contemporánea de Bruniquilda, concuñada suya, muy parecida a ella en la pública nota, aunque con diverso mérito. Siendo criada de Andovera, mujer de Chilperico, Rey de Francia, [128] se concilió tanto la inclinación de este torpe Príncipe, que partió el lecho entre su esposa, y ella, y después la elevó de la bajeza de concubina a la grandeza de Reina.

69. No puedo hacer de esta mujer más que una Apología muy diminuta. La verdad, y la justicia reclamarían contra mí, si la emprendiese más amplia. Es constante, que cometió varias maldades. Uno de los testigos de suprema calificación, que absuelven a Bruniquilda, condena a Fredegunda. Este es San Gregorio Turonense, el cual con cristiana libertad refiere sus insultos. Pero como el vulgo, censor inicuo de los que han incurrido su odio, aun cuando es merecido, nunca contiene la murmuración dentro de los límites de la verdad, a los verdaderos delitos de esta Reina añadió algunos de propia invención. Sobre estos precisamente caerá la Apología, a la cual aplico la pluma no tanto por hacer menos odiosa la memoria de Fredegunda, cuanto porque de la noticia de uno de los delitos, que falsamente la acumulan, resulta por incidencia la justificación de otra nobilísima Reina, que vivió en este pasado siglo, y cuyo honor indignamente ha denigrado el malicioso, novelero, y crédulo vulgo.

70. El primer delito, que falsamente se impuso a Fredegunda, es, que engañosamente persuadió a la Reina Andovera, que recibiese de la fuente bautismal a la niña Basina, hija de la misma Andovera, para que incurriese este impedimento de cohabitar con su esposo, lo cual, ejecutado simplemente por la Reina, Chilperico la apartó para siempre de sí. Esta es fábula manifiesta: lo primero, porque de San Gregorio Turonense consta, que Chilperico no apartó de sí a Andovera en ese tiempo, ni con ese motivo, sino después, por contraer matrimonio con Galsuenda, hija de Athanagildo, Rey de España, y hermana de Bruniquilda, el cual, aunque manifiestamente nulo, ejecutó como si no lo fuese. Lo segundo, porque en aquel tiempo no estaba establecido ese impedimento. De San Agustín, en la Epístola 23 al Obispo Bonifacio, consta, que en el quinto siglo había la costumbre de recibir los [129] padres de la fuente del Bautismo a los propios hijos: ni esta costumbre se derogó hasta el Concilio de Moguncia, celebrado en tiempo de Carlo Magno.

71. El segundo delito supuesto a Fredegunda es haberse ejecutado de orden suya la muerte de su marido Chilperico, a quien volviendo de caza, un alevoso dio de puñaladas. Eso también consta ser falso: Lo primero, por el silencio de San Gregorio Turonense, el cual, dando noticia de otros homicidios, en que era culpada Fredegunda, no callaría su influjo en éste, si fuese verdadero. Lo segundo, porque seis años después, puesto en tortura el ejecutor de la muerte, que se llamaba Sumesegillo, por orden de Bruniquilda, y de su hijo Childeberto, confesó el delito, sin culpar a Fredegunda, lo que hubiera hecho sin duda, a ser instigado por ella: lo uno, por minorar su culpa: lo otro, porque lisonjearía, mucho con la acusación de Fredegunda, así a Bruniquilda, como a Childeberto, que la aborrecían mortalmente, por creerse, que por dos emisarios suyos, y por su orden había sido muerto Sigeberto, marido de Bruniquilda, y padre de Childeberto; y en el estado, en que se hallaba el traidor Sumesegillo, sólo podía esperar remisión de la pena merecida captando la gracia de los dos con la acusación de Fredegunda. Otros imputaron la muerte de Chilperico a la misma Bruniquilda. Pero este es uno de los muchos falsos testimonios, que levantaron a aquella desgraciada Reina. ¿Mandaría Bruniquilda poner en tortura al matador, se éste hubiese obrado por su mandado? No temería que éste, o por vengarse de ella, o vencido del dolor, revelase el orden que había tenido?

72. El tercer delito, que la fama, sin fundamento, atribuyó a Fredegunda, fue el de adulterio con Landrico, Mayordomo de la Casa Real, el cual dicen se descubrió, y vino a ser entendido de su marido Chilperico por un accidente raro. Cuentan el suceso de este modo. Estando una vez Fredegunda lavándose (otros dicen peinándose al Sol), llegó por atrás Chilperico, y con una vara, que [130] tenía en la mano, por juguete la tocó ligeramente en la cabeza. Fredegunda, ya por pensar que el Rey estaba entonces fuera de Palacio, ya por estar acostumbrada a las llanezas, y juguetes de Landrico, imaginando que éste era quien le había tocado, sin volver la cara, dijo: ¿Para qué haces eso Landarico? El Rey, al oír esto, sin decir palabra, se retiró lleno de ira. Volvió Fredegunda la cara, y advirtiendo su fatal error, quedó atónita; pero recobrándose luego, como mujer de pronto consejo, y feroz resolución, dio parte del suceso a Landrico, exhortándole a que pusiese en salvo las vidas de entrambos, quitándosela inmediatamente al Rey: lo que dicen ejecutó prontamente Landrico por medio de persona, o personas de su confianza.

73. Fácil es también justificar sobre este capítulo a la Reina Fredegunda, ya por el silencio de San Gregorio Turonense, ya por la poca verisimilitud del cuento referido, ya en fin, porque siendo falso, como arriba probamos, que Fredegunda dispusiese la muerte de Chilperico, se falsifica por consecuencia el descubrimiento del adulterio, por estar enlazado uno con otro. Ciertamente, descubiertos los amores de Fredegunda, y Landrico, no había medio entre dos cosas, o matar la adúltera al marido, o matar el marido a la adúltera. Ni uno, ni otro sucedió: no lo primero, por lo que hemos dicho arriba: tampoco lo segundo, por ser constante en las Historias, que Fredegunda sobrevivió algunos años a Chilperico.

74. He dicho todo lo que podía decir a favor de Fredegunda, mujer por otra parte de grandes prendas, de superior sagacidad, e incomparable valor, a quien vio la Francia, después de la muerte de Chilperico, capitaneando, y animando en el mismo acto del combate sus Tropas, con el Infante Clotario en los brazos, al cual aseguró el paterno Reino con repetidos triunfos sobre sus enemigos, debidos casi enteramente a su esfuerzo, actividad, y conducta. Pero debiendo confesar, que ni estas buenas partidas, ni la justificación hecha sobre la acusación de los [131] tres crímenes expresados bastan a redimir su memoria del odio público, sobradamente merecido por otras gravísimas maldades, que realmente quedan a su cuenta, parece debimos excusar una tan diminuta Apología, que deja al reo casi toda la infamia, que antes estaba padeciendo.

75. Es así, que pudiera excusar la defensa de Fredegunda, si la hiciese solo por Fredegunda; pero como ya noté arriba, esta Apología se endereza, como a objeto principal, a la de otro Personaje más excelso, y de otra Reina, por todos capítulos más ilustre, y de muy reciente memoria, pues los nonagenarios, que hoy viven, la alcanzaron. A este fin condujo, y aun fue preciso referir el fabuloso suceso, arriba propuesto, del descubrimiento del torpe trato, que había entre la Reina Fredegunda, y el Mayordomo Landrico.

76. Cuantos tienen noticia (y son innumerables los que la tienen) del escandaloso rumor, que en España se suscitó el siglo pasado, y aún dura éste, contra el honor de una grande Reina, suponiéndola ciegamente empeñada con un vasallo suyo: ahora, que acaban de leer lo que hemos escrito de Fredegunda, y Landrico, habrán comprehendido, que aquella fábula se fabricó en el molde de esta otra. Y la mayor prueba, en leyes de buena Crítica, de ser fabuloso el suceso reciente, es su perfecta semejanza con el antiguo en el accidente del descubrimiento. Ello por ello se ha contado, y se cuenta, que estando la Reina, de que hablamos, divertida en uno de los cuartos de Palacio, el Rey su esposo, que estaba entonces de humor festivo, llegando pasito, la tocó por atrás con una vara: que la Reina, imaginando ser aquel retozo de su galán, de quien, y no del marido, estaba acostumbrada a experimentar semejantes gracejos, sin volver la cara, le reprehendió amorosamente en la misma conformidad que Fredegunda a Landarico: que el Rey retrocedió furioso: que conoció su error la Reina. Pero con el éxito de la tragedia, no hallando cabimiento a la identidad de la fábula, porque el Rey sobrevivió muchos años a la [132] Reina, fue preciso invertirla; y como en la antigua se supuso, que el Rey había sido muerto por trama de la Reina, en la moderna se fingió, que la Reina, (juntamente con el atrevido vasallo) había sido muerta por disposición del Rey.

77. Es visible, como digo, para cualquiera que mire las cosas a buena luz, que esta fábula se forjó por la otra. Esta es una cosa, que frecuentemente sucede. Son muchos los genios noveleros, que habiendo oído, o leído algún suceso extraordinario, u de los pasados siglos, u de Reinos extraños, se complacen en aplicarle a otras personas más vecinas a nuestro conocimiento, porque interesándose más de ese modo el gusto de los oyentes, se capta más eficazmente su atención, y se logra mayor aprecio a la noticia.

78. Pero, aun prescindiendo de este cotejo, a poca reflexión que se haga, se conocerá con certeza moral la suposición. El error de la Reina supone, que el galán había ejecutado en otras ocasiones semejantes llanezas. ¿Cómo es creíble, que en el Palacio de un gran Monarca, lograse la soledad, que era menester para ello? Doy que una, u otra vez, estuviesen retiradas todas las Damas: en estancia de una Reina, estando la puerta abierta, ¿qué momento hay seguro de que no entre algún doméstico, u doméstica? La misma llaneza de entrarse alguno, que no lo fuese (como se supone, que no lo era el Señor a quien se aplica el cuento) en aquel sagrado, sin preceder aviso, y licencia, no fundaba por sí misma gravísima nota en los que lo advirtiesen? Añádese, que el Rey era uno de los Príncipes más serios, y más religiosamente observantes de la exterior gravedad del Solio, que jamás se han conocido: así también es poco verisímil el juguete que se le atribuye.

79. No son menos repugnantes a todo prudente asenso otros cuentos, con que se han exornado aquellos mal fingidos amores. Uno de ellos es, que el delincuente mismo en una gran publicidad los significó con cierto género de enigma de tan fácil explicación, que seguramente podrían [133] descifrarle los más que asistían en el concurso. Necedad de marca mayor, y totalmente increíble en aquel Caballero, cuya discreción, y agudeza califican los monumentos que nos han quedado de su ingenio. Otro cuento es, que el Rey, habiendo entendido la insolente osadía del vasallo, antes de saber que la Reina le correspondía, se explicó con algunos Grandes, echando un equivoquillo sobre el caso, sin procurarse por entonces otra satisfacción, que la que tenía del buen dicho. ¡Rara pachorra de Monarca, por no decir insensibilidad! Es menester suponer un tronco, o una mera estatua de Rey, para que el delincuente no pagase la temeridad con la vida. Tales patrañas como estas admite, y fomenta la simpleza del Vulgo, sin embarazarse, ni en los respectos de lo más sagrado, ni en las disonancias de lo más increíble.

Emperatriz María de Aragón
§. VIII

80. Es esta Señora en las Historias uno de los más feos ejemplares entre las Princesas, que con el vicio de la deshonestidad mancharon su puesto, y su nobleza. Cuéntase, que con hábito, y nombre de mujer tenía entre las Damas, que la servían, un mancebo, cómplice de su torpeza: que habiéndolo entendido Othón III, su marido, para mayor ignominia de la Emperatriz, en presencia de muchos testigos, haciéndole despojar enteramente, descubrió su sexo, y luego le castigó quemándole vivo: que ni la severidad practicada con el mancebo, ni la Indulgencia que hubo con María, fueron bastantes a enmendarla: pues enamorándose después de cierto Conde de gentil presencia, cerca de Modena, le hizo su declaración; mas el Conde, no menos honesto que hermoso, rechazó los repetidos ataques de la inverecunda Emperatriz. Mas si imitó a Joseph en la virtud, fue [134] muy desemejante en la fortuna. Irritada María con la repulsa, y resuelta a desahogar su rabia femenil de verse despreciada, le acusó ante el Emperador de haberla solicitado. El crédulo Othón, sin más pesquisa, hizo cortar la cabeza al Conde; el cual, aunque al verse condenado a muerte reveló a su mujer todo lo que había pasado, haciéndola prometer, que después de su muerte calificaría su inocencia, no quiso justificarse con el Emperador, acaso pareciéndole, que no había de ser creído, y padeció con resignación el suplicio decretado. Guardó la viuda la cabeza de su marido; y tomando el tiempo, que le pareció más oportuno para su justificación, en ocasión que el Emperador daba audiencia en una Asamblea general, congregada en una gran plana, pareció ante él, pidiendo justicia contra el matador de su marido, sin expresar quién era éste, ni quién era ella: donde se advierte, que el Emperador no la conocía. Prometió Othón hacerla según todo el rigor de las leyes. Entonces la Condesa, sacando la cabeza de su marido, que uno de los que la asistían llevaba oculta, le dijo de quién era aquella cabeza, y que el mismo Othón era el matador: que solo restaba justificar la inocencia del muerto, a lo cual ella se ofrecía por medio de la prueba del fuego. Aceptada la propuesta, se trajo un hierro ardiendo, el cual la Condesa tuvo en las manos, y manejó libremente todo el tiempo que se quiso, sin recibir la menor lesión. En cuya consecuencia, dada por legítima la prueba, osadamente pidió a Othón su propia cabeza. Después de varias demandas, y respuestas, se terminó el negocio, contentándose la Condesa con que fuese castigada con pena capital la Emperatriz: lo que fue ejecutado luego, condenándola el Emperador a las llamas.

81. Si por el número de testigos se ha de hacer juicio de esta historia, confieso, que muy mala causa tiene la Emperatriz María, porque es poquísimo lo que falta para que todos los Historiadores, de quienes tenemos noticia, estén acordes sobre la verdad de los sucesos referidos. [135] Sin embargo, como ninguno de los que se pueden alegar es testigo de vista, no es lícito examinar la materia a la luz de la razón.

82. Henrico Christiano Henninio, en las Adicciones que hizo a la Historia Augusta de los Emperadores Romanos, desde Julio Cesar, hasta Joseph, impresa el año de 1707, constantemente asegura, que la narración expresada arriba es fabulosa; porque, dice, los Autores contemporáneos, o no hablan palabra, o refieren diversamente la muerte de aquella Princesa. La contradicción de este Autor es de mucho peso, por cuanto cita los Autores coetáneos contra los posteriores, para hacer problemático el asunto; en cuyo estado se debe dar la sentencia según la verisimilitud, o inverisimilitud de los sucesos.

83. Los referidos tienen, a mi entender, grande aire de fabulosos. Introducirse un mancebo disfrazado de mujer entre las Damas de una Emperatriz, nada tiene de imposible; pero tanto de temerario, que para creer, que haya habido osadía para ello, son menester muy autenticados testimonios. Protesto, que el único lunar, que encuentro en la excelentísima (no me contento con menor epíteto) novela de la Argenis de Barclayo, es la inverosímil introducción de Poliarco en el gineceo de Palacio. Dejar a la Emperatriz sin castigo alguno, después de manifiesto el secreto del escondido galán, pasa los términos de una razonable ficción; y más cuando se sabe que Othón III no era de los Príncipes más sufridos del mundo, y que sabía castigar severamente menores desacatos, como experimentó Roma en el revoltoso Crescencio, y en el Antipapa Juan, de los cuales al primero cortó la cabeza, y al segundo quitó los ojos. Pero sobre todo, la tragedia, y justificación del infeliz Conde parecen cosas de conseja. Si el Conde deseaba, y esperaba justificar su inocencia, ¿por qué no lo hacía por sí mismo? ¿Por qué había de ser más creída que él la Condesa? O si ésta era instrumento más proporcionado para la justificación del Conde, ¿por qué antes que a éste se le [136] quitase la vida, no acudió a Othón? ¿Qué inconveniente grande se evitaba dilatando la justificación para después de muerto el Conde, para que él por esa consideración se sacrificase? El oprobio de la Emperatriz, y el escándalo del Pueblo se seguían igualmente, haciendo antes, o después la justificación. Aun cuando hubiese algún inconveniente tan grave, que preponderase en la estimación del Conde a su propia vida, (lo que no es fácil imaginar) parece imposible, que lo aprehendiese así la Condesa, a quien supone la misma historia amantísima de su marido. Aun cuando la aprehendiese así, ¿la permitirían el amor, y el dolor guardar un secreto, con el cual perdía para siempre lo que más amaba? Diráseme, que nada de lo dicho es imposible. Yo lo concedo; pero todo ello es tan extraordinario, que son menester buenas creederas para tragarlo. Sucesos tan distantes del curso regular de las cosas es imprudencia, y ligereza creerlos, no siendo de muy alta calificación las pruebas; las que en nuestro caso enteramente faltan.

84. Concluyo advirtiendo, que el Autor más antiguo, que he visto citado sobre la historia que impugnamos, es Gofredo Viterbiense, el cual floreció cosa de ciento, y cuarenta años después de la Emperatriz María de Aragón: tiempo sobrado para que, naciendo de principio ignorado la novela, fuese creciendo poco a poco, hasta ponerse en estado de pública fama, de modo, que a Gofredo de Viterbo le pareciese poder estamparla como tradición inconcusa, que es lo que sucede muchas veces. Acaso (por dar algo a la conjetura) en la confusa memoria de un suceso verdadero se engendró otro fabuloso. Es el caso, que de la Santa Emperatriz Kunegunda, con más fundamento, se refiere, que habiéndose suscitado cierta sospecha contra su honestidad delante de su Esposo Enrico II, llamado el Piadoso, el cual sucedió inmediatamente a Othón III, probó su inocencia pisando ilesa unos hierros encendidos. Acaso, digo, la memoria de este suceso se fue obscureciendo en el Vulgo, y al [137] paso que obscureciendo, desfigurando, de modo, que al fin, confundiendo una Emperatriz con otra, y trasladando, así la acusación de deshonestidad, como la prueba del fuego, de un sujeto a otro, y ayudando a la equivocación la inmediación de tiempo, en que florecieron unos, y otros Personajes, una historia verdadera vino a transformarse en una fábula.

Enrique de Villena
§. IX

85. Nuestro Español Enrique, Marqués de Villena, pudiera entrar en el Catálogo de los hombres grandes acusados de Magia, compuesto por Gabriel Naudéo, con tanta, y más razón, que muchos de los que están comprehendidos en dicho Catálogo. Discurro que el docto Francés, o no tuvo noticia de él, o creyó que la fama, que corrió de su Magia, era verdadera. Floreció el Marqués Enrique en tiempo del Rey Don Juan el Segundo de Castilla, de quien fue desfavorecido, y recibió bien malos tratamientos. Todos los Autores sientan, que fue doctísimo en las Ciencias naturales. De aquí tuvo principio la opinión de que era Mago, porque en los siglos, en que reinaba la barbarie, lo que se granjeaba en ser sabios era la fama de hechiceros. En el Tomo II, Discurso V, §. 10, se ha dicho bastante sobre este asunto. A la reserva de tal cual hombre rarísimo, todo era vulgo en aquellos tiempos en España, y aun en las otras Naciones. La Matemática era entonces la piedra del escándalo. Sujetos que hoy puestos en Londres, París, o Roma, apenas serían estimados como medianos Matemáticos, eran tenidos por insignes Encantadores. Cualquiera curiosidad de Mecánica, Relojería, Dióptrica, o Catóptrica, sin remedio era diablura. Es creíble, que el Marqués de Villena supiese muchas curiosidades de estas; porque, como dice el Cronista Fernán Pérez de Guzmán en el cap. 28 de los Claros Varones de aquel tiempo, [138] era muy copioso, y mezclado en diversas Ciencias.

86. Es verdad, que el citado Fernán Pérez añade, que se dejó correr a las Artes de adivinar, y interpretar sueños, y estornudos, y otras cosas tales. Mas cuando fuese así, lo que esto prueba es, que era un vano observador como hay infinitos en todos Países: lo cual ¿qué tiene que ver con la prodigiosa Nigromancia, que le atribuyen? Acaso todas sus divinanzas se reducían a algunas predicciones naturales, Astronómicas, o Físicas, que en aquel tiempo eran género de contrabando, y el Vulgo mal impresionado ya por ellas, le impondría el uso de las adivinaciones supersticiosas. El P. Juan de Mariana, cuyo dictamen es de mucho peso, no reconoce en el estudio del Marqués de Villena aplicación alguna, que no fuese decente: pues habiendo escrito en la Historia Latina, que se aliviaba de los trabajos, y reveses de la fortuna con recreaciones honestas, honestis solatiis: en la Castellana tradujo, con el entretenimiento que tenía en sus estudios: por consiguiente sus estudios nada tenían, de ilícitos.

87. Despreciando, pues, todo lo que viviendo el Marqués de Villena pudo discurrir el Vulgo, solo un punto crítico hay que examinar; esto es, la quema de los libros, ejecutada por orden del Rey Don Juan el Segundo, luego que el Marqués murió. El hecho fue que el Rey dio esta comisión a cierto Prelado, el cual entregó al fuego una parte de los libros del Marqués. Dicen algunos, que el orden del Rey fue absoluto para que los libros se quemasen: otros, que condicionado; esto es, en caso, que después de examinados, se hallase que contenían documentos de la vedada Magia. Y esto es más probable. Por lo menos, dado caso que la determinación del Rey fuese absoluta, porque no miraba con buenos ojos al Marqués, querría que sonase la ejecución justa, lo que no podía ser sin alguna formalidad de examen. La autoridad, pues, del Prelado, a quien se fió la comisión, es la que da fuerza, y peso a la fama de su Magia. [139]

88. No niego, que dicha autoridad, considerada absolutamente, y para otros efectos, es muy recomendable; mas para nuestro intento las circunstancias le debilitan. El desafecto del Rey al Marqués era notorio; por consiguiente no se dudaba se complacería de que sobre su Biblioteca cayese el rayo de una violenta censura, la cual por reflexión venía a parar en su persona. Supongo que el Prelado era hombre virtuoso; pero si de tanta integridad, que el gusto del Rey no le hiciese fuerza, es lo que se puede dudar, mayormente cuando se sabe, que seguía siempre en la Corte, por razón de oficio, que tenía en Palacio, lo que rara vez deja de inspirar algo de contemplaciones áulicas. Lo principal es, que las materias de que trataban los libros del Marqués, eran muy forasteras a la inteligencia de el Prelado.

89. Si pareciere, que esta censura mía, por descargar al Marqués de Villena, es inicua contra el Revisor de sus libros, exhibiremos aquí otra harto más agria de Autor contemporáneo, y que se hallaba en positura de poder hacer seguro juicio de la materia. Este es el Bachiller Fernán Gómez de Ciudad Real, docto Físico de Rey Don Juan el Segundo, que le acompañaba siempre. Este, digo, en una Carta escrita al famoso Poeta Juan de Mena, que es la 66 de su Centón Epistolar, refiere el suceso de la quema de los libros, como se sigue: advirtiendo, que en los claros, que ocupo con ocho punticos, omito el nombre del Prelado Comisario.

90. «No le bastó a Don Enrique de Villena su saber para no morirse, ni tampoco le bastó ser Tío del Rey para no ser llamado por Encantador. Ha venido al Rey el tanto de su muerte, y la conclusión que vos puedo dar, que asaz Don Enrique era sabio de lo que a los otros cumplía, e nada supo en lo que le cumplía a él. Dos carretas son cargadas de los libros que dejó, que al Rey le han traído, e porque diz que son Mágicos, e de Artes no cumplideras de leer, el Rey mandó, que a la posada de :::: fuesen llevados, e :::: que más se [140] cura de andar del Príncipe, ca de ser Revisor de Nigromancias, hizo quemar más de cien libros, ca no los vio él más que el Rey de Marruecos, ni más los entiende ca el Deán de Cidá Rodrigo, ca son muchos los que en este tiempo se fan dotos, faciendo a otros insipientes, e Magos, e peor es ca se facen beatos, faciendo a otros Nigromantes. Tan solo este denuesto no había gustado del hado este bueno, y magnífico Señor. Muchos otros libros de valía quedaron a :::: ca no serán quemados, ni tornados. Si Vmd. me manda una epístola para mostrar al Rey, para que yo pida a su Señoría algunos de los libros de Don Enrique para vos, sacaremos de pecado la ánima de :::: el ánima de Don Enrique habrá gloria, ca no sea su heredero aquel ca le ha metido en fama de Brujo, e Nigromante. Nuestro Señor, &c.»

91. El Autor de esta Carta conoció al Marqués de Villena: no es sospechoso de pasión alguna por él, porque era criado de un Rey, de quien el Marqués era mal visto; por otra parte hombre capaz, y docto: no ignoraba el rumor de Magia, que corría contra el Marqués. Con todo, no solo le justifica sobre este capítulo, mas absolutamente le elogia con los epítetos de bueno, y magnífico Señor. ¿Por donde puede recusarse, o ponerse excepción alguna a este testigo? Añadamos, que también conocía, y mucho más al Prelado, a quien se hizo el encargo del examen, y quema de los libros, porque ambos seguían la Corte; por consiguiente no podía escondersele hasta dónde alcanzaban su virtud, y su saber. De su virtud no tenía hecho muy alto concepto, como se manifiesta en la misma Carta; y del saber le tenía tan bajo, que se persuadía a que no podía entender los libros del Marqués. Así, según la deposición de este testigo, la sentencia, y ejecución de la quema se hicieron totalmente a ciegas; o si hubo alguna advertencia en el negocio, fue meramente en la política de dar gusto al Rey. [141]

92. Ni es de omitir, que el expresado Autor en aquellas palabras era sabio de lo que a los otros cumplía, y nada supo en lo que le cumplía a él, nota al Marqués de mal Político, en que muestra no estar apasionado por él; pero tampoco le injuria en ello, porque en efecto Enrique no jugó bien los lances, que le presentaron las ocurrencias de aquel tiempo; y el pobre, bien lejos de usar de Artes vedadas para adelantar su fortuna, ni aun supo jugar de las políticas, y comunes, con que se gana la gracia en Palacio.

93. Conforme al dicho del testigo citado, es el de otro, en quien concurren las mismas circunstancias de docto, coetáneo, y estimado del Rey Don Juan. Hablo del célebre Juan de Mena, el cual en el cuarto orden de Phebo introduce un honrosísimo panegírico de Enrique de Villena, cantando de este modo:

Aquel que tu ves estar contemplando
En el movimiento de tantas estrellas
La fuerza, la orden, la obra de aquellas,
Que mide los cursos de cómo, y de cuando,
Y ovo noticia filosofando
Del movedor, y los conmovidos,
De huego, de rayos, de son, de tronidos,
Y supo las causas del mundo velando:

Aquel claro padre, aquel dulce fuente,
Aquel que en el Castalo monte resuena,
Es Don Enrique Señor de Villena,
Honra de España, y del siglo presente.
O incluyo, Sabio, Autor muy sciente,
Otra, y aun otra vegada yo lloro,
Porque Castilla perdió tal tesoro,
No conocido delante la gente.

Perdió los tus libros, sin ser conocidos,
Y como en exequias te fueron ya luego,
[142]
Unos metidos al ávido fuego,
Y otros sin orden no bien repartidos, &c.

94. Aquí de la razón: Si dos Autores coetáneos al Marqués ambos discretos, y doctos, ambos tan lejos de apasionados, que antes bien tenían contra él la preocupación de Palaciegos, no sólo le absuelven del crimen de Nigromancia, mas le alaban de doctísimo, ¿qué puede haber contra esto? Solo que un Prelado, por orden del Rey, quemó sus libros. Pero esta acción, o se considera de parte del Rey, o de parte del Prelado: Considerada de parte del Rey, ninguna fuerza hace; ya porque no miraba con buenos ojos al Marqués; ya porque todos convienen en que Don Juan el Segundo era de bien corta capacidad: así cualquier vulgar, y despreciable rumorcillo de la Magia del Marqués le haría alta impresión.

95. Considerada la acción de parte del Prelado, es más capaz de fundar alguna razonable duda; pero siempre prevalece para disiparla el dictamen de los dos Autores alegados, los cuales, como conocían, así al Marqués, como al Prelado, se hallaban en positura de poder juzgar rectamente a quién de los dos debían culpar. Nosotros, atendidas las circunstancias del Prelado, piadosamente podemos creer, que sería un hombre muy íntegro; ellos positivamente sabían si era muy contemplativo, si muy palaciego, si en todo, y por todo seguía la voluntad del Rey, si tenía alguna particular querella con el Marqués, &c.

96. El Médico del Rey dice dos cosas: la una, que hizo quemar los libros, sin verlos; la otra, que no los entendía. Esto segundo es bien fácil de creer. A un mero Teólogo lo mismo es ponerle un libro Matemático en la mano, que el Alcorán escrito en Arábigo a un rústico. No es esto lo peor, sino que a veces, sin entender siquiera de qué trata, juzga que lo entiende. En el siglo, en que vivió Enrique de Villena, apenas habría Teólogo, que abriendo un libro, donde hubiese algunas figuras Geométricas, no las juzgase caracteres mágicos, y sin [143] más examen le entregase al fuego. En efecto esto ha sucedido algunas veces. Acuérdome de haber leído en la Mothe le Vayer, que a los principios del siglo pasado un Francés, llamado Genest, viendo un manuscrito, donde estaban explicados los Elementos de Euclides, por las figuras que tenía, se imaginó que era de Nigromancia, y al momento echó a correr despavorido, pensando que le acometían mil legiones de demonios; y fue tal el susto que murió de él. Si en Francia, y en el siglo pasado sucedió esto, ¿qué sería en España tres siglos ha? Así juzgo harto verisímil, que el Prelado, a quien se cometió la inspección de la Biblioteca de Enrique, iría abriendo, y ojeando a bulto los libros, y todos aquellos donde viese figuras geométricas, sin más examen, los iría condenando al fuego, como mágicos.

97. Pero lo de que quemase los libros, sin verlos más que el Rey de Marruecos, como se explica el Físico Real, no es fácil de creer; porque pregunto: ¿Por qué quemó unos, y reservó otros? Alguna distinción observó entre aquellos, y estos; y esta distinción no podía hacerla sin verlos en alguna manera. Un medio se puede discurrir aquí; y acaso en este medio está el punto de la verdad. Puede ser, digo, que solo mirase los títulos, lo cual viene a ser ver los libros, y no verlos. Pero si vio los títulos, se me replicará, en ellos conocería, que los libros no trataban de Magia, sino de Matemática, Física, &c. Respondo, que antes los títulos le engañarían, o ya por ser equívocos, o por ser falaces. Será (pongo por ejemplo) equívoco el título de un libro, si en él se expresa, que el libro trata de Magia, sin determinar si de la permitida, u de la condenada. Será también equívoco, si indica materia, en que puede accidentalmente intervenir superstición, aunque en efecto no la haya; v. gr. si la inscripción del libro dijese ser un tratado de Kabala, de Filosofía oculta, u de las virtudes de los Sellos Planetarios: en cuyos casos, y otros semejantes, si precedió alguna sospecha de Nigromancia contra el sujeto [144] en cuya Biblioteca se hallaron tales libros, al momento se interpretan los títulos hacia mala parte, y los libros son arrojados al fuego; concurriendo también a esta precipitada ejecución, ya el escrúpulo de leer, ni aun una cláusula de ellos, ya el vano temor de que a un renglón que se lea, se aparecerá allí un ejército de Espíritus internales: terror de que están harto preocupados los ignorantes; y así logró crédito en ellos la fábula del doméstico de Enrico Cornelio Agrippa, de quien dicen, que habiendo entrado en el gavineto de su Amo, y puéstose a leer en un libro de Nigromancia, se le presentó al punto un demonio, y le ahogó.

98. Por ser también los títulos falaces, pudieron engañar al Revisor. Ha habido no pocos Autores, que, o por capricho, o por algún motivo oculto, han querido disfrazar sus escritos con el velo de Magia, o Nigromancia, siendo todo lo que trataban en ellos muy contenido dentro de la esfera de lo lícito. Sabido es ya lo de nuestro Abad Tritemio, cuya Steganographía, o Arte de cifrar Cartas está cubierta con el manto de invocación de Espíritus diurnos, y nocturnos. En el Theatro Chymico se hallan diferentes tratados, donde los metales están bautizados con los nombres de Angeles buenos, y malos. Tengo noticia de que en la Biblioteca de la Santa Iglesia Primada de Toledo hay un manuscrito de un Filósofo de Córdoba, contemporáneo de Averroes, y Algacel, cuyo título es: Necromantia ut ab spiritibus tradita, y el contenido se reduce a una Filosofía Aristotélica, tratada en la forma que la enseñaban los Arabes en sus Escuelas. A este modo podían estar rotulados algunos de la Biblioteca de nuestro Don Enrique, que tratasen de cosas bien diferentes de todo lo que es Magia, y el Prelado, sin otro mérito, los arrojaría a las llamas. ¿Pero qué nos cansamos en discurrir salidas a tan leve dificultad? En aquel tiempo bastaba ver un libro no conocido, rotulado con título Griego, para persuadirse un Teólogo a que solo podía tratar de Artes vedadas. [145]

99. Zurita dice, que los libros del Marqués trataban de Astronomía, y Alquimia. Una, y otra materia eran en aquel tiempo muy ocasionadas a la presunción de Magia: la Astronomía por las figuras, como ya notamos arriba: la Alquimia por sus voces exóticas.

100. Añádese para complemento de esta Apología la autoridad de Don Nicolás Antonio, quien en su Biblioteca Hispana, justifica tan copiosamente al Marqués Enrique de Villena, que si la Biblioteca Hispana estuviese tan vulgarizada como el Teatro Crítico, su Apología podría excusar la nuestra.

Guillelmo de Croi, Señor de Gevres
§. X

101. Las lágrimas, y sangre, que hizo derramar a España la revolución de las Comunidades, dejaron a este Caballero en la memoria de los Españoles sin otro carácter, que el de un extranjero codicioso, a quien la fortuna, sin mérito alguno, colocó en el empleo de Ayo del Emperador Carlos V, y que abusó de la autoridad que le daba este empleo, para chupar con hidrópica sed el oro de España. La queja de su codicia, juntamente con la de que por influjo suyo se conferían, así las Dignidades Eclesiásticas, como las plazas Políticas, a Extranjeros, no dejando a los Naturales sino las que aquellos querían vender a estos, dicen irritados los ánimos, y dispusieron los Pueblos para el infeliz levantamiento, que luego se siguió.

102. Así como no negaré, que estas quejas tuvieron algún fundamento, tampoco asiento positivamente a que el motivo fuese tanto como se clamoreó entonces, y aun se clamorea ahora. Es constante, que los Pueblos, en empezando a mirar con malos ojos al Valido, nunca contienen la murmuración dentro de los términos de la verdad. [146] No solo exagera hiperbólicamente los vicios, que tiene, más finge también los que no tiene, y calla las virtudes. La imposibilidad de desahogar la ira con las manos, hace reventar por la lengua cuanto veneno puede concebir la imaginación. Así pienso, que, generalmente hablando, para hacer un concepto prudencial de los Validos, que incurren el odio público, se debe, por lo menos, rebajar la mitad del mal, que se dice de ellos. No lo hicieron así nuestros Historiadores en el asunto de Guillelmo de Croi; antes pusieron por escrito cuanto entonces gritó la irritación del Pueblo: en quienes noto también un afectado silencio de cuanto se podía decir a favor, o en disculpa del acusado.

103. Una de las cosas que se notaron, o la que más se notó, como injuria grande de la Nación, al Señor de Gevres, fue haber diligenciado el Arzobispado de Toledo a su sobrino Guillelmo de Croi. Este Guillelmo de Croi suena en las Relaciones vulgares de las revueltas de aquel tiempo solo por su nombre, y apellido; quiero decir, sin especificación de algún carácter, o prerrogativa, que le proporcionase en alguna manera a tan alta dignidad; de modo, que los que entre las quejas de la Nación contra Monsieur de Gevres leen muy ponderado el agravio, que hizo a España en elevar a la dignidad de Primado a su sobrino Guillelmo de Croi, no conciben en este sujeto más que un obscuro Cleriguillo Flamenco, a quien vendrían muy anchos mil, o dos mil ducados de renta simple; siendo la verdad, que éste, que tan a secas se nombra Guillelmo de Croi, sobre venir de una estirpe nobilísima antes de ascender a la Silla de Toledo, era no menos que Obispo de la gran Iglesia de Cambray, y Cardenal de la Santa Iglesia Romana. No niego, que sería razón dar aquella Prelacía a un natural de estos Reinos; pero no es bien que a la falta de equidad, u de Justicia, que en esto hubo, se añada con un malicioso silencio la presunción de que se confirió a un sujeto, sobre forastero indigno. Y valga la verdad: Metan la mano en el pecho los mismos que tan gravemente censuran la acción, y digan con ingenuidad, si hallándose [147] en la positura en que estaba el Señor de Gevres, y con un sobrino extranjero de las circunstancias de Guillelmo, resistirían la tentación de procurarle aquel ascenso. Por lo menos me confesarán, que es menester para ello una más que mediana integridad.

104. Así como para cargar a Guillelmo de Croi el Tío, se calla de Guillelmo de Croi el Sobrino la grande proporción que tenía para el Arzobispado de Toledo, del mismo Tío se calla muchísimo bueno, que pudiera decirse, expresando sólo lo malo. ¿Quién juzgará, que este Mons. de Gevres, que suena en el Vulgo de España, y aun en algunas de nuestras Historias, como un mequetrefe Flamenco, sin otra cualidad recomendable, que, la de Ayo del Archiduque Carlos, (que solo este título tenía, cuando se fió a su enseñanza) y con la nota de un ladronzuelo del oro de España: quién juzgará, digo, que, éste, pues solo suena un codicioso, y aborrecido vejete, fue uno de los Caballeros más ilustres, y de más bellas prendas, que tuvo Europa en su tiempo? Sin embargo, es verdad constante que lo fue. Nobilísimo por nacimiento, como hijo por la línea paterna, y heredero de la ilustrísima, y antiquísima Casa de Croi; y por la materna, nieto del Conde de San Pol, Condestable de Francia: estimable por las cualidades personales, no menos que por su nobleza: famoso guerrero, y excelente Político. Con la permisión de su Soberano Felipe el Hermoso sirvió señaladamente a los Reyes de Francia Carlos VIII, y Luis XII, en las guerras de Nápoles, y Milán. Después, cuando el Archiduque Felipe vino a tomar posesión de la Corona de España, le dejó por Gobernador de los Países Bajos: honor, que mostró cuánto en la estimación de aquel Príncipe era superior a todos los demás Señores Flamencos. Su acertada conducta en esta ocupación mereció, que muerto Felipe, fuese elegido por Gobernador, y Tutor de su Primogénito Carlos, que había quedado en la tierna edad de seis años. Por el Discípulo se hace conocer el Maestro. Fue sin duda Carlos V uno de los más cabales Príncipes, que tuvo el Imperio [148] Romano, aunque se empiece a contar desde Augusto. Mil veces me he lastimado de ver menos encarecidas sus prendas por las Plumas Españolas, que por las Extranjeras. Que por las Extranjeras digo, aunque entren las Francesas, las cuales, a la reserva de negarle ya la afición a letras, ya la franqueza, y candor, que celebran en su concurrente el Rey Francisco, le conceden todas las demás partidas, que constituyen un excelente Soberano. Que estos buenos efectos se debieron, por lo menos en gran parte, a la enseñanza de Guillelmo de Croi, sobre dictarlo la razón, y experiencia común, lo persuade amplísimamente el Historiador Varillas, el cual en el libro, que escribió, intitulado Práctica de la educación de Príncipes, propone para ella, como único, y singularísimo modelo la que Carlos Quinto logró debajo de la conducta de Guillelmo.

105. Esto fue Guillelmo de Croi por su nacimiento, por sus empleos, por sus virtudes. Y si esto no basta, léase a Pedro Mártir de Angleria (advierto, que no es Pedro Mártir el Hereje, sino un Autor Milanés, muy famoso, y muy Católico) en una Carta que escribió (está en el libro 17 de sus Epístolas) a Don Luis Hurtado de Mendoza, hijo del Conde de Tendilla, su fecha año de 1513, y su asunto dar algunas noticias de Carlos V, que entonces estaba aún es su adolescencia. Entre ellas da la siguiente del Ayo, que le instruía: Nutritium ferunt Guillelmum de Croi, Dominum de Gebres, longa esse rerum experientiam pollentem, qui sit modestus, temperans, & gravis admodúm, à quo nullum inquiunt notabile vitium prodisse unquam. Ahí es nada el elogio: Un hombre experimentadísimo, modesto, templado, de gravísimas costumbres, y en quien jamás se observó vicio alguno notable. En verdad, que para una solemne canonización poco más era menester; pero esto sería acaso el concepto particular de este Autor. No sino la opinión común, que eso significa el ferunt, y el inquiunt.

106. Opinión común dije, y no de un Pueblo solo, no de una Provincia, no de un Reino, sino de toda la [149] Europa. Abrase el gran Diccionario Histórico, y en él se verá, que en toda la Europa logró nuestro Guillelmo una grande estimación. Y porque no se piense, que ésta fue adquirida en los primeros años, y borrada en los últimos, esta expresión se hace al referir el término de sus días: Aprés s`etre acquis une grande reputation dans toute l`Europe, & avoir rendú des services tres-considerables à l`Empereur Charles Quint, il mourut à Wormes, &c.

107. ¿Pero cómo es compatible esto con la avaricia, que se le notó en España? Dos cosas diré sobre el asunto. La primera, que acaso la avaricia no fue tanta como se dijo; y acaso (aunque parezca mucho decir) fue ninguna. Si la nota no salió de la esfera del vulgo, no hallo inconveniente en repudiar enteramente la acusación, por la facilidad con que el vulgo finge, y cree mil males de los que gobiernan, especialmente si son extranjeros. En nuestro días vimos dos Ministros altos, a quienes la opinión vulgar corriente notaba de avaros, y usurpadores; de los cuales sin embargo se sabe con certeza, que no mancharon sus manos, ni aun en levísima cantidad. Mentiroso, y maligno son los dos epítetos, que dio al vulgo el excelente juicio de Horacio: Mendax dedit, & malignum spernere vulgus. ¿Quién ha de creer a un acusador, que tiene tales cualidades?

108. Lo segundo digo, que en caso que la nota de su avaricia fuese verdadera, este es un vicio, que se debe condenar benignamente a su edad. Era Guillelmo sexagenario, cuando vino a España; y raro es el viejo, que no claudica por este lado. En fin, si solo en sus últimos años y solo en este vicio tropezó Guillelmo de Croi, no por esto dejemos de estimar sus muchas virtudes, y aceptemos como proferida de su boca aquella justificación, envuelta en confesión de la Reina de Cartago:

Huic uni forsan potui succumbere culpe. [150]

El Gran Tamerlán
§. XI

109. Aunque este Monarca floreció antes que los dos Señores, de quienes tratamos en los parágrafos antecedentes, faltando al orden Cronológico, que aquí no es de importancia, le reservamos para fenecer con él este Discurso, porque como asunto más alto, más curioso, y de más amplitud que los dos inmediatos, pide discurrirse en él con más extensión, para la cual se halla embarazado un Escritor, cuando dentro de la misma materia tiene más que hacer; sucediéndole lo que al caminante, que acelera más el paso, cuanto se halla más distante del término.

110. El nombre propio del Tamerlán no es este, sino Timurbec. Así le llamaban los suyos, y así le nombran los Escritores Persianos. Verdad es, que algunos de los mismos Orientales le llaman Timur-lenk, y así le nombra Mr. Herbelot: pero otros creen que este último nombre se le dieron por oprobio los Turcos, mudando el seminombre Bec, que significa Príncipe, en la voz lenk, que significa cojo, o porque en efecto lo era, o porque los Turcos lo fingieron; por lo menos fingieron la causa de la cojera, como diremos más abajo. Habiendo pasado el nombre Timur-lenk a Europa, se desfiguró en el de Tamerlán, o Tamorlán, y de este ha usado todos los Escritores Europeos hasta de pocos años a esta parte, que por los Orientales se supo el nombre verdadero. Pero como importa poco nombrarle de un modo, u de otro, usamos del nombre, que por acá está recibido.

111. Fue sin duda Tamerlán uno de los más famosos Conquistadores, que tuvo el mundo, aunque entren los Alejandros, y los Cesares. Puede ser que las circunstancias hiciesen más recomendables las victorias de Alejandro, y César; pero es cierto, que ni uno, ni otro lograron tantas como Tamerlán. No solo ningún Escritor le [151] niega una enorme multitud de triunfos, y conquistas, mas también le confiesan todos las prendas necesarias para lograrlas; de modo, que el ganar tantos Países, y conservarlos después de adquiridos, no se debe contemplar un gratuito agasajo de la fortuna, sino tributo debido a su valor, y su conducta Militar, y Política. Pero las virtudes de Conquistador se muestran tan manchadas con las fierezas de bárbaro, que, como olvidada en la pintura la imagen de hombre, solo se encuentran en ella figurados dos extremos, uno de Héroe, otro de bruto. Y porque se proporcionasen, ya el origen al proceder, ya las acciones de particular a las de Príncipe, le suponen hijo de un pobre Pastor, que dejando luego la ocupación de su padre, se metió a Caudillo de Ladrones: engrosando la infame Tropa hasta hacerla Ejército, se puso en estado de robar Coronas, y Cetros.

112. Como todas estas noticias precisamente vinieron a Europa de Turquía, País donde se apestan las que tocan a la Persia, no se duda de que todo, o casi todo lo que se halla de falso, y denigrativo en la vida de Tamerlán, fue invención de los Turcos, los cuales, sobre el odio, que en general tienen a los Persas, miran con particular ojeriza a aquel Príncipe, por haber sido el que más ajó el orgullo Otomano. Para refutar sus imposturas, tengo por fiadores los Autores Persianos, que cita Mr. Herbelot en su Biblioteca Oriental, y el extracto inserto en las Memorias de Trevoux, de la Historia del Tamerlán, traducida de Persiano en Francés estos años pasados por Mr. Petit Lacroix.

113. Es falso lo primero lo que se dice de su baja extracción; y los Autores Orientales, que vieron Herbelot, y Petit Lacroix, le suponen nobilísimo, y descendiente de Reyes. Cheref Eddin Alí, que es Autor Persiano, Traducido por este último, contemporáneo del mismo Tamerlán, dice, que su Padre era Soberano de una parte de la Transojana, Reino comprehendido en la Escitia, o Tartaria Asiática; y que sucediéndole Tamerlán [152] en aquella Soberanía, se casó con una hermana de Hussein, Rey de la Transojana. Así es manifiestamente falso lo que dicen los Turcos, y se vertió en toda la Europa, de la bajeza de Tamerlán. Por consiguiente lo es también lo que refieren de la causa de su cojera: esto es, que habiendo en aquel tiempo en que se ocupaba en hurtos menores, entrado en un establo a robar ganado, sorprendido del dueño de él, dio, para escapar un gran brinco, con que se quebró una pierna.

114. Pasando del nacimiento a las costumbres, no pretendo representar en Tamerlán un Héroe consumado. Pero igualmente distan de la verdad los que le pintan una furia infernal, un bárbaro desnudo de toda humanidad, de toda fe, sin otras acciones, que las que dicta un orgullo bruto, una crueldad ferina, un furor ciego. Fue Tamerlán extremamente ambicioso. Este fue su vicio dominante. ¿Pero qué más Santos fueron que él en esta parte aquellos, que como Héroes supremos celebra el unánime consentimiento de los siglos? Digamos más: El vicio de ambiciosos les granjeó el crédito de Héroes. Si Alejandro no lo hubiera sido, no lograría más aplauso en el Mundo, que otros muchos Reyes de Macedonia. Cesar, sin ambición, sería igualmente un gran Capitán; pero con mucho menos sonido.

115. Es verdad, que hubo una gran diferencia de estos dos a Tamerlán. Aquellos nunca fueron inhumanos con los vencidos: fuelo este algunas veces. Pero aquí es menester quitar una equivocación, que es casi universal en cuantos hablan de este Príncipe. Fue digo, inhumano algunas veces, mas no por genio, sino por política. Para el vasto designio, que tenía de hacerse dueño de toda el Asia, o por mejor decir, de todo el mundo, comprehendió ser medio conveniente alternar los dos extremos de dulzura, y fiereza: aquella con los que se le rendían al presentar sus banderas; ésta con los que se le obstinaban a experimentar el rigor de sus armas. Creo que concurriría a esto segundo la cólera con la política. Era [153] apasionado de la ira: vicio, que siendo distintísimo de la crueldad, se equivoca mucho con ella. Así, para saber si un sujeto es cruel, se ha de mirar cómo obra a sangre fría. En el fervoroso ímpetu de la cólera el más compasivo, el más blando ejecuta un golpe violento. Muchos decretos sangrientos de Tamerlán se firmaban teniendo, no la pluma, sino la espada en la mano. O en el combate mismo, o poco después del combate, cuando aun no había cesado en la sangre el ímpetu del bélico furor, formaba la venganza sus proyectos. No el gavineto, sino la campaña era oficina de estas feroces disposiciones. Consta por otra parte, que ni con los voluntariamente rendidos, ni con sus propios vasallos ejecutó jamás acción alguna, que pudiese capitularse de cruel. No fue, pues, Tamerlán cual comúnmente se pinta; esto es, una bestia feroz, que por inhumanidad, por capricho, como los Nerones, y los Calígulas, mucho menos por bárbara complacencia, derramase sangre humana.

116. Su ambición tampoco tenía el irracional desenfreno de pisar con desprecio la opinión del mundo. Quería ser usurpador, pero sin incurrir en la nota de tal. Para esto, como hicieron los más artificiosos tiranos, coloreaba el vicio con visos de virtud. Decía, que en el mundo reinaba una total corrupción: que estaban desterradas de él la justicia, y buena fe: que no se veían sino perfidias, y maldades, ya de unos Príncipes con otros, ya de los Príncipes con los vasallos, ya recíprocamente entre los vasallos mismos. Por tanto, como si tuviese una especial misión de Reformador del Linaje humano, decía, que la Divina Providencia lo había elegido por instrumento para castigar los malos, y poner todas las cosas en el estado debido. No era tan vano, ni tan necio, que en tan extraordinario asunto pretendiese ser creído solo sobre su palabra, antes conciliaba algún crédito a aquella fanfarronada, ya con las apariencias de devoto, ya con las realidades de justiciero. Estimaba a los hombres de letras, y gustaba de su conversación. Mostraba [154] siempre un profundo respeto a su falso Profeta Mahoma. Trataba con especial atención a los Doctores de aquella maldita Secta, y con similar reverencia a los que en ella gozaban opinión de virtud sobresaliente.

117. Sobre todo era observantísimo de la justicia hacia sus vasallos. Los latrocinios eran castigados sin remisión, y sin distinción de personas. A los mismos Gobernadores de las Provincias hacía ahorcar, si eran ladrones, o cometían cualquiera otra especie de tiranía con los súbditos, como al más facineroso, y más vil salteador de caminos. Así en todos sus dominios arribó a un grado tan alto la seguridad, y sosiego público, que apenas había quien pusiese especial cuidado en guardar lo que tenía. Tamerlán guardaba lo de todos. Tan indemnes estaban de latrocinios los Estados del Tamerlán, que Cheref Eddin Alí osa decir, que por ellos podía un hombre solo andar toda la Asia de Oriente a Poniente, llevando sobre la cabeza una fuente de plata llena de oro, sin temor alguno de ser despojado.

118. Es verdad, que a veces su severidad pasaba la raya, como cuando a un Soldado hizo romper el pecho por haber quitado a una pobre paisana un poco de leche, y queso. Pero semejantes acciones solo pueden calificarse de buenas, o malas, comprehendidas, y combinadas todas las circunstancias; pues hay sin duda varios casos, en que este, que parece nimio rigor, es dictado de la prudencia. El desbocamiento militar pide muchas veces ser detenido con freno tan violento. Cuando, o ya en las Tropas, o ya en los Pueblos es frecuente la insolencia, es menester para reprimirla más terror, que aquel que inspira la Justicia Ordinaria.

119. Lo principal, y lo que es dignísimo de advertirse aquí, porque no he visto hasta ahora que ninguno lo advirtiese, es, que debajo de los Príncipes vigilantísimos en inquirir los delitos, e inexorables en castigarlos, suponiendo, que los Magistrados, como es natural, movidos de su influjo, obren en la misma conformidad, [155] se ejecutan muchos menos suplicios, que debajo de los que son algo flojos: con que computado todo, el que parece nimio rigor, en el fondo viene a ser piedad. Es fácil descifrar la Paradoja. Luego que en una República se observa, que hay extremada vigilancia en inquirir los delitos, y que averiguados no hay esperanza alguna de perdón; si no cesan del todo, por lo menos se hacen rarísimos los insultos; por consiguiente, o cesan del todo, o son rarísimos los suplicios. El terror concebido en las primeras ejecuciones reprime todos los genios aviesos; y con cincuenta, o cien ahorcados en el primer año de un Reinado, está hecho casi todo el gasto para mientras viva el Príncipe; al paso que cuando son muchas las remisiones, y poco el cuidado de averiguar los reos, continuándose siempre los delitos, aunque muchos se oculten, y muchos se perdonen, en todo el discurso del Reinado viene a salir mucho mayor el número de los ajusticiados. Destiérrense, pues, de toda República esos perniciosos melindres de la piedad, que para todos, y para todo es útil el que llaman rigor.

120. Añado, que la proporción de la pena con la culpa no es una en todo el mundo. En el grado que unas Naciones son de más duro, y resuelto corazón que otras, se debe aumentar el castigo respecto de la misma especie del crimen; porque el que basta, para escarmentar a una gente tímida, es inútil para reprimir la feroz. El Tamerlán, que conocía los genios de sobre quienes imperaba, sabría dar a los castigos la proporción debida, y sería allí preciso lo que en nuestra Región se calificaría justamente de exceso.

121. Un hecho particular muestra bastantemente, que tenía discreción en los castigos, y que no llegaba sin bastante causa a las últimas extremidades. Un Oficial, que solía servir muy bien en la guerra, se portó cobardemente en cierta ocasión. Del espíritu marcial de Tamerlán cualquiera discurrirá, que le mandaría cortar la cabeza. Muy atrás se quedo la satisfacción. No le costó sangre [156] alguna al culpado su delito, exceptuando la que la vergüenza sacó al rostro. Hizo que le afeitasen, y vistiesen como mujer, y en este traje le expuso un rato a la irrisión del Ejército. En un Príncipe Europeo se celebraría el gracejo, y aun la clemencia.

122. Por otra parte en el trato común era dulce, agradable, y entretenido. Lo que le pasó con el Poeta Ahmedi Kermani hace manifiesto, que en las conversaciones con sus vasallos era mucho menos delicada, o mucho más humana su soberanía, que lo es comúnmente la de los Príncipes más pacíficos. El mismo Poeta lo cuenta en la Historia de Tamerlán, que escribió en verso, y la cual cita Mr. Herbelot.

123. Hallábase un día Tamerlán en el baño, acompañado de muchos Señores de su Corte, y del mismo Ahmedi Kermani. Tamerlán, que gustaba de sus agudezas, porque era festivo, y desembarazado espíritu, le propuso, que los divirtiese a él, y a aquellos Señores con algún discurso placentero. Díjole Ahmedi, que su Majestad le determinase el asunto. Sea así, prosiguió Tamerlán: hazte, pues, cuenta Ahmedi, que estamos en una feria, y que todos los que se hallan aquí vienen a que los compren en ella. Tú has de señalar el precio, y valor justo de cada uno, a fin de que se regule por él la venta. Sobre esta propuesta fue Ahmedi discurriendo por todos los Próceres presentes; y determinando con gracejo, y donaire lo que valía éste, lo que aquel, lo que el otro. Viendo Tamerlán, que solo de él no hablaba, le reconvino, con que también él estaba puesto en venta, y así que le señalase precio. En verdad, Señor, respondió sin embarazarse Ahmedi, que V.M. valdrá muy bien hasta treinta Aspros (son monedas del Oriente de cortísimo valor). ¿Qué dices Ahmedi? replicó Tamerlán: muy mal has echado la cuenta; pues los treinta Aspros ya los vale por sí sola esta servilleta con que estoy ceñido. Ah, Señor, (ocurrió pronto el Poeta) que en atención a la servilleta he señalado yo todo ese precio: que [157] que es por la persona, apenas la volaría en dos óbolos. Bien lejos de ofenderse Tamerlán del gracejo, gustó tanto de él, que le remuneró al Poeta con un buen regalo. Pregunto, si este rasgo de su vida dibuja a un feroz tirano; o antes bien a un Príncipe afabilísimo. Estas menudencias domésticas suelen descubrir mejor la índole de los Príncipes, que las grandes operaciones, o políticas, o militares; porque en estas casi siempre se mezcla mucho de ostentación, y estudio: en aquellas obra puramente la naturaleza.

124. Tampoco le faltaba modestia, que, aun cuando fuese precisamente aparente, califica, ya que no su virtud, su discreción; e igualmente que la verdadera desmiente lo que se dice de su bárbara jactancia. Estando una vez en conversación con un Doctor Mahometano, a quien había hecho prisionero, le dijo: Doctor, tú me ves aquí cual soy: Yo no soy propiamente más que un mísero hombrecillo, o medio hombre; no obstante he conquistado tantas Provincias, y Ciudades en la Iraca, en las Indias, y en el Turquestán: todo esto lo debo a la gracia del Señor, y no ha sido culpa mía haber derramado tanta sangre de Musulmanes. Yo te juro, y protesto delante de Dios, que jamás emprendí guerra alguna de propósito deliberado contra vosotros, antes vosotros mismos habéis provocado mis armas, y causado vuestra propia ruina.

125. En esta máxima de representarse provocado, y que no movía las Tropas a alguna empresa por ambición, sino por necesidad, fue siempre consiguiente. En efecto, no fue tan injusto, como ordinariamente se figura. Husein, Rey de la Transojana, que fue el primero a quien despojó de sus dominios, no fue invadido, sino invasor de Tamerlán, añadiendo a la injusticia la circunstancia de ingratitud, porque había recibido de él singulares beneficios en algunas expediciones militares. Los demás Príncipes de quienes triunfó, eran por la mayor parte usurpadores, y poseían más inicuamente lo [158] que les quitó Tamerlán, que el mismo Tamerlán; pues aquellos lo usurparon a sus legítimos dueños; éste a unos ladrones. Contra Bayaceto también se movió provocado; pues éste, antes de padecer la menor hostilidad de Tamerlán, ejerció algunas, ya sobre sus vasallos, ya sobre Príncipes aliados suyos. A que se añade, que varios Príncipes desposeídos por Bayaceto, y con ellos el Emperador de Constantinopla, imploraron el favor de Tamerlán contra el enemigo común: que sobre esto Tamerlán le hizo una embajada; para reducirle a la razón; a que Bayaceto respondió, no solo con repulsa, mas con desprecio.

126. Lo más considerable es, que a los Príncipes, que voluntariamente se le sometieron, por evitar el rigor de sus armas, dejó en la pacífica posesión de sus Estados. Esta felicidad lograron el de Kurt, el de los Sarberianos, el de Mazanderan, el de Schirvan, y otros muchos: mas para esto era preciso no esperar a que las Tropas triunfantes de Tamerlán avistasen los muros.

127. La insolencia, que le atribuyen con los Príncipes prisioneros, carece de todo fundamento. A Husein, no solo le concedió la vida, mas le permitió que se retirase a vivir con quietud donde quisiese. La imprudente desconfianza de este infeliz le ocasionó la muerte; pues escondiéndose poco después fugitivo en una gruta, un paisano encontrándole le mató. Asegúrase, que Tamerlán lloró al darle esta noticia. Si fueron sinceras, o afectadas aquellas lágrimas, será un problema, como el que hay sobre las de Cesar en la muerte de Pompeyo. Aun cuando fuese fingido aquel llanto, prueba por lo menos, que Tamerlán procuraba salvar las apariencias de clemente, y compasivo, lo cual es incompatible con lo que corre en las noticias vulgares de su torpísima, y nada disimulada fiereza.

128. Réstanos el capítulo más ruidoso de la historia de Tamerlán, y donde se desvían infinito de la verdad todas las historias, que se han escrito en Europa, que [159] es la prisión de Bayaceto. Este desdichado Monarca, a quien la multitud, y rapidez de sus conquistas dio el sobrenombre de Gilderin, que significa Rayo, después de ser el terror de Europa, y Asia, después de innumerables triunfos, ya sobre los Cristianos, ya sobre Príncipes Asiáticos confinantes de sus Estados, fue miserablemente derrotado, y hecho prisionero por Tamerlán en una gran batalla, donde, así en uno, como en otro Ejército, se contaban por centenares los millares de combatientes. En este hecho no hay la menor duda. La cuestión gira sobre el resto de la tragedia. Todos nuestros Escritores unánimes refieren, que Tamerlán, luego que tuvo en su poder al Monarca Otomano, le hizo meter en una jaula de hierro, donde, como a un perro le sustentaba, tirándole, puesto a los pies de su mesa, algunas sobras de su propio plato: que solo le sacaba de la jaula para que le sirviese de poyo, o banquillo, firmando el pie sobre sus espaldas, cuando montaba, o desmontaba del caballo: que en este mísero abatimiento vivió algún poco de tiempo Bayaceto, hasta que despechado, con repetidos golpes se rompió la cabeza contra los hierros de la jaula. Algunos Autores añaden una circunstancia de mucho bulto, que no he leído en otro Autor alguno, y ellos tampoco le citan; esto es, que Tamerlán se hizo servir a la mesa por la mujer de Bayaceto desnuda a vista del mismo Bayaceto; y que el rabioso dolor de ver un objeto mucho más terrible para él, que la misma muerte, fue quien le redujo a la extremidad de quitarse la vida.

129. Apenas especie alguna se halla derramada en tantos volúmenes, como la del mísero abatimiento, y desgraciada muerte de Bayaceto; pues demás de las innumerables historias donde se lee, apenas hay libro de reflexiones Eticas, o Morales, que llegando al lugar común de la inconstancia de las cosas humanas, y reveses grandes de la fortuna, no ponga por ejemplo capital, y máximo a Bayaceto, precipitado desde el más soberbio Sólio del mundo a los pies de la mesa, y caballo de Tamerlán. [160]

130. Sin embargo, esta admirable catástrofe es fabulosa, y entre tantas injuriosas imposturas, con que se ha manchado la historia de Tamerlán, debe ser comprehendida, y borrada la de haber tratado tan indignamente a un tan gran Monarca como Bayaceto. Mr. Herbelot, gran voto en esta materia, dice, que en ninguno de los Autores Orientales, comprehendiendo aun los que eran enemigos de Tamerlán, se lee la especie de la jaula de hierro, exceptuando una Crónica Otomana muy moderna, traducida por Leunclavio, donde se hace mención de ella. Este testigo es de ningún peso, ya por ser único, ya por ser de partido opuesto a Tamerlán, ya por su ninguna antigüedad; y acaso el Turco, Autor de aquella Crónica, tomaría aquella especie de los Europeos. Los Autores fidedignos, que examinó Herbelot, refieren la cosa tan al contrario, que antes aseguran, que Tamerlán dio todo género de buen tratamiento al Monarca Otomano: que le convidó a su propia mesa: que hizo erigir para su habitación una magnífica, y regia tienda: que procuró divertirse, y obsequiarle con varios festines: que en las conversaciones, que tuvo con él, intentaba consolarle filosofando sobre la vicisitud de las cosas humanas: que en fin Bayaceto murió naturalmente de una fuerte esquinencia (otros dicen apoplejía), y que Tamerlán sintió su muerte, protestando, cuando le dieron la noticia, que su ánimo era restituírle al Trono de sus mayores, después de restablecer a todos los Príncipes, que Bayaceto había arrojado de sus Estados.

131. Esta benignidad de Tamerlán con Bayaceto tanto es más recomendable, cuanto es cierto, que de parte de Bayaceto había sobrados méritos para ser tratado con mucho rigor. Este era un Príncipe tirano, cruel, violento, en sumo grado altivo, y despreciador de todos los demás Soberanos de la tierra. ¿Qué exceso habría en que quien, con el derecho de la guerra, le había hecho súbdito suyo, castigase tantas usurpaciones, tantas insolencias como había cometido, entre ellas la de hacer degollar [161] en su presencia a sangre fría a más de seiscientos Caballeros Franceses, que había hecho prisioneros de guerra? ¿Qué pena más proporcionada para la orgullosa altanería de quien pretendía hacer esclavo suyo a todo el Orbe, que tratarle como un delincuente, y vil esclavo, cargándole de cadenas, aprisionándole en una jaula, y humillar para escarmiento de otros su altivez, haciendo de sus espaldas poyo para montar a caballo? Sobre estos capítulos deben contarse como méritos de especial nota, para ser maltratado por Tamerlán, las injurias, que en particular había echo a éste invadir sus vasallos, y aliados, hablar de él ignominiosamente, tratándole de ladrón, y hombre vil, lo cual dicen había llegado a noticia del injuriado; en fin, responder con desprecio a una carta razonable, que le había escrito Tamerlán. Bien considerado esto, nadie debería extrañar, que un vencedor, que seguía, no las máximas dulces del Evangelio, sino las sangrientas de Alcorán, practicase con el vencido todo el rigor, que se ha esparcido. Y siendo cierto, que el tratamiento fue tan bueno como dijimos, en vez de acusar su severidad, hay lugar para reprehender como nimia su clemencia, donde se debía dar algo a la justicia.

132. Para añadir algo de supererogación, a favor de Tamerlán, advierto, que muchos de los Autores, que dan por cierto el mal tratamiento hecho a Bayaceto, confiesan, que éste le dio un motivo especialísimo, aun después que cayó en sus manos. Dicen, que Tamerlán le preguntó: ¿Qué hiciera con él, si la suerte se hubiera trocado? A lo que aquel Príncipe, desenfrenadamente feroz, y desabrido, respondió, que si él hubiera vencido, y hecho prisionero a Tamerlán, le cargaría de cadenas, le metería en una jaula de hierro, y se serviría de él como de taburete, para montar a caballo. Sobre tan grosera, y bárbara respuesta, decretó al punto Tamerlán se ejecutase lo mismo con Bayaceto. Raro Príncipe se hallará tan piadoso, que a una provocación tan irracional no tomase el mismo género de satisfacción. [162]

133. Por lo que mira al torpe ajamiento de la mujer de Bayaceto, aunque son muchos los Autores, que le afirman, no pongo duda en que es fabuloso, pues sobre el silencio de los Autores Orientales, es prueba fuerte de la suposición el de Chalcondylas, que de todos los que escribieron las cosas de Tamerlán, es más antiguo entre los Europeos, y le faltó muy poco para se contemporáneo de aquel Príncipe. El silencio, digo, de Chalcondylas es argumento, no solo negativo, sino en alguna manera positivo de la suposición de aquella especie; pues sin ocultar la injuria hecha por Tamerlán a la mujer de Bayaceto, la deja en grado mucho más tolerable. Lo que dice precisamente es, que le mandó el Tamerlán servirle la copa en la mesa, en presencia del mismo Bayaceto: Jussa est in conspectu mariti sui vinum infundere. ¿Callaría este Autor Griego la gravísima circunstancia de la desnudez, que acrecienta infinitamente la injuria, si fuese verdadera? Es claro, que no. Así tengo por cierto, que la desnudez fue invención de algún Autor posterior a Chalcondylas, que habiendo leído en éste la especie de servir la copa, quiso dar con aquella circunstancia un último realce a la tragedia de Bayaceto, por hacer más espectable la historia. No apruebo la acción de Tamerlán, aun en el grado en que la pone Chalcondylas; pero es infinitamente menos reprehensible, y aun acaso muy disculpable, si se atienden los grandes motivos, que la barbarie, altivez, y fiereza de Bayaceto habían dado al Tamerlán, para que éste se empeñase en humillarle.

134. De todo lo que hemos dicho se infiere cómo debemos caracterizar a Tamerlán. Fue éste un Príncipe, que tuvo, como todos los demás grandes Conquistadores, que carecieron de las luces de la Fe, mucho de malo, y mucho de bueno, Guerrero insigne, Político profundo, observante celador de la justicia con sus súbditos, con los extraños justo unas veces, otras injusto, ya compasivo, ya cruel; pero su genio más inclinado a lo primero, que a lo segundo, pues los enormes derramamientos [163] de sangre, que ejecutó en una, u otra ocasión, no provinieron de una índole feroz, y desapiadada, sino ya de un rapto ciego de cólera, ya de una establecida máxima, que a pesar de la humanidad, había dictado a su ambición política.

135. Con todo, no pretendo, que la Apología, que he hecho por este Príncipe, no sea capaz de réplicas. Bástame que lo que he dicho sea lo más probable; y aun me basta que sea solamente probable, para exonerarle de la pública infamia que padece, pues a nadie se debe quitar el honor, sin preceder certeza del delito.

{(a). Emperador Carlos V
§. XII

1. Muy lejos estaba yo, cuando escribí el Discurso, que representa el título propuesto, de pensar que debía colocarse en él el glorioso Carlos V; no porque ignorase entonces una atroz calumnia, con que algunos quisieron obscurecer su ilustre fama, sino porque juzgaba: lo uno, que se había extendido poco la noticia de ella: lo otro, que entre la gente de alguna razón solo había logrado el merecido desprecio. Digo, que estaba en esta fe, hasta que llegando poco ha a mis manos el duodécimo tomo de las Causas Célebres, vi estampada en él la impostura con no leves apariencias de que el Autor de esta Obra le dio algún crédito; y como sus libros corren hoy con grande aceptación por toda la Europa, es de creer, que tomando un gran vuelo, se haga error común la calumnia; lo que me constituye en el derecho, y aun en la obligación de impugnarla.

2. No hay hombres mas expuestos a la detracción, que los que son dotados de cualidades eminentes. Los que por sus virtudes, o talentos ilustran, o su patria, o su facción, o su Estado, tienen su fama muy peligrosa; porque se deben considerar enemigos de ella, no solo los que lo son de la persona, mas también todos aquellos, que, por seguir distinto partido, miran con una irritada emulación, o su Estado, o su facción, o su patria.

3. Fue Carlos V uno de los mayores hombres, que ciñeron la Diadema del Imperio Romano. Gran político, y gran guerrero: dos prendas, que no le niegan sus enemigos mismos; y bastando cada una de ellas, por sí sola, para constituir un Príncipe ilustre en el concepto del mundo; unidas las dos, le hacen como un duplicado héroe. Pero la envidia, sin tocar en algunas de estas dos cualidades, [164] buscó por donde herirle más cruelmente, que si le despojase de una, y otra. Invadióle por la parte de la Religión, pretendiendo que Carlos vivió, y murió en su retiro de Yuste, abandonado el Catolicismo, y abrazados los nuevos errores de Alemania.

4. Oigamos sobre el asunto al Abad de San Real, a quien cita en su duodécimo libro el Autor de las Causas Célebres. Estas son sus palabras: «Se decía, que Carlos en su retiro había manifestado grande inclinación a las nuevas opiniones, y mucha estimación de los hombres de ingenio, que las habían mantenido. Esta estimación se conoció en la elección, que hizo de personas, todas sospechosas de herejía, para su conducta espiritual, como el Doctor Cazalla su Predicador, del Arzobispo de Toledo, y sobre todo de Constantino Ponce, Obispo de Drosse, y director suyo. Súpose después, que la Celda donde murió estaba llena por todas partes de máximas escritas en las paredes sobre la Gracia, y Justificación, no muy distantes de la doctrina de los Novatores. Pero nada confirmó tanto esta opinión, como su Testamento. Casi no había en él legado alguno pío, ni fundación para el sufragio; y estaba formado de un modo tan diferente de el que practican los Católicos celosos, que la Inquisición de España creyó deber [165] formalizarse sobre el caso. No obstante, no le pareció conveniente divulgar su sentir antes de la llegada del Rey (Felipe II). Pero habiendo este Príncipe arribado a España, y hecho castigar todos los Sectarios de nuevos dogmas, la Inquisición, tomando más ánimo con su ejemplo, atacó primeramente al Arzobispo de Toledo, después al Predicador del Emperador, y en fin a Constantino Ponce. Habiendo el Rey dejado poner en prisión e estos tres, contempló el Pueblo esta permisión suya como un celo heroico por la Religión verdadera. Pero el resto de la Europa vio con asombro suyo al Confesor del Emperador Carlos, entre cuyos brazos este Príncipe había muerto, y que había como recibido en su seno aquella grande alma, entregado al más cruel, e ignominioso suplicio. En efecto en la prosecución del proceso, la Inquisición, habiendo acusado a estos tres Personajes de haber tenido parte en el Testamento del Emperador, los condenó al fuego juntamente con el Testamento.» Y después de otras muchas cosas, que añade el Autor, y no tienen mucha conexión con nuestro propósito, concluye diciendo: Que el Doctor Cazalla fue quemado vivo en compañía de una estatua, que representaba a Constantino Ponce, muerto algunos días antes en la prisión.

5. El Abad de Brantome, citado por Bayle, ensangrienta aun más la tragedia, y cubre de nuevos horrores la memoria de Carlos, añadiendo la atroz circunstancia, de que en una ocasión, estando el Rey su hijo presente fue decretado por la Inquisición, que se desenterrase su cadáver, y entregase al fuego, como convencido del crimen de herejía. Cita Brantome para este hecho la Apología del Príncipe de Orange, que es un libro escrito a favor de Guillelmo de Nassau (creo, que viviendo aun este Príncipe) contra Felipe II.

6. Pero todo lo referido no es más que un tejido de imposturas, cuya falsedad será fácil descubrir, y aun la hallamos en gran parte descubierta por Pedro Bayle en su Diccionario Crítico, V. Charles Quint, quien movido de la fuerza de la verdad, venció la inclinación, que es natural le inspirase su Secta, para segregar un tan gran Emperador de la Religión Católica.

7. Lo primero, por los Autores Españoles, consta (y estos eran los que debían saberlo), que Constantino Ponce no fue Director, o Confesor, sí solo Predicador de Carlos V. Lo segundo, por los mismos se sabe, que este hereje fue preso por la Inquisición antes [166] que Carlos V muriese, y refieren el dicho de este Emperador, cuando le dieron noticia de la prisión: Si Ponce es hereje, es un gran hereje; lo que pudo hacer relación, como algunos piensas, a su grande hipocresía; o lo que se me hace más verisímil, al concepto que el Emperador tenía hecho de su grande habilidad. Lo tercero, Constantino Ponce no fue Obispo: Canónigo de Sevilla era cuando le prendieron, y no tenía otra Dignidad. Lo más es, que ni hay en los dominios de España, y acaso ni en el mundo, tal Obispado de Drosse; lo que muestra cuán al aire habla el Autor citado. Lo cuarto es falso, que la Inquisición no procediese contra Cazalla, y Ponce hasta el arribo de Felipe II a estos Reinos. Felipe II no vino a España hasta el mes de Septiembre del año de 1559, y Cazalla había sido ajusticiado en Valladolid en el mes de Mayo del mismo año, como refiere Gonzalo de Illescas, que se halló presente al suplicio, en la Vida de Paulo IV., §. 4. El proceso de Constantino Ponce, mucho antes de la muerte de Cazalla se había empezado a formar; pues, como dejamos dicho arriba, su prisión fue anterior a la muerte de Carlos V, la cual procedió cerca de un año a la vuelta de Felipe II a España.

8. Lo quinto, es también falso; que Cazalla fuese quemado vivo, sobre que citamos al mismo Gonzalo de Illescas, testigo de vista, el cual dice, que Cazalla murió convertido, y con señas eficaces de ser verdadero su arrepentimiento, con lo que es incompatible, que vivo le entregasen al fuego: Muy al revés de esto (dice Illescas, después de referir la tragedia de otro hereje, que murió obstinado) murió el Doctor Cazalla; porque después que en el cadalso llegó, se vio degradado actualmente, con coroza en la cabeza, y dogal al cuello: fueron tantas sus lágrimas, y tan eficacísimas las palabras de penitencia, y arrepentimiento, que dijo públicamente a grandes voces, y con fervor nunca visto, que todos los que presentes nos hallamos quedamos bien satisfechos, que mediante la misericordia divina, se salvó, y alcanzó perdón de sus pecados. Lo sexto, la estatua de Constantino Ponce no se quemó, ni se dio en espectáculo en el mismo teatro en que padeció Cazalla. Este fue ajusticiado en Valladolid, y Ponce quemado en estatua en Sevilla, como refieren los Historiadores Españoles, entre ellos Illescas, y Herrera.

9. Lo séptimo, lo que se dice, y pretende maliciosamente inferir del tenor del Testamento, se convence ser falso por un hecho [167] de famosa notoriedad del mismo Emperador, que fue anticipar sus exequias, y hacerlas celebrar estando vivo en la forma misma que si estuviera muerto. Demos que sea verdad, que no dejase fundación alguna para sufragios. No falta quien diga, que murió muy pobre, y que se había visto precisado a empeñar, y vender sus alhajas, o por mal asistido para lo necesario a la decencia de su persona, o porque no llegaba lo que recibía para las liberalidades, y gruesas limosnas a que le inclinaban su piedad, y grandeza de ánimo. Pero aun cuando tuviese caudal para fundar sufragios, ¿no podría omitidos estos, destinarle a otras obras honestas piadosas, y meritorias? ¿Quién se atrevería a reprobar el que un moribundo quisiese antes de expender el caudal libre, que tiene, en limosnas a gente necesitada, que en sufragios a favor de su alma?

10. Supónese, que lo que se quiere inferir de que no dejase fundaciones de sufragios, es, que imbuido de los nuevos dogmas, no creyese la existencia del Purgatorio. Pero contra esta maliciosa sospecha está como dijimos, el hecho de anticiparse sus propias exequias: acción, cuya substancia, y modo tienen por fundamento la creencia del Purgatorio. Añádese, que el pensamiento de celebrar las propias exequias le ocurrió a Carlos, como escribe el Padre Famiano Estrada, con la ocasión de hacerse por orden de él mismo los sufragios aniversarios por el alma de su madre. ¿Qué obsequio pensaría hacer a su madre con aquellos sufragios, si no creía el Purgatorio?

11. Responderáse acaso, que todo esto pudo ser una añagaza para ocultar su errada creencia. ¿Pero quién le pedía a Carlos esa satisfacción? Aun cuando se le pidiese, si él estuviese imbuido de los principios de los Protestantes, no ocultaría su sentir, pues ellos siguen la máxima de no disimular su Religión, aun cuando el disimulo es medio necesario para salvar la vida, como testifican tantos millares de esos infelices, que padecieron obstinados el último suplicio.

12. Mas: ¿Cómo podrán componer en Carlos un tan estudiado disimulo de los nuevos dogmas con estampar en las paredes de su habitación máximas pertenecientes a ellos? Valga la verdad. No pienso que se haya jamás sacado al público fábula más mal compuesta. ¿Quién no ve, que si aquel Emperador, en virtud del trato, que tuvo en Alemania con los Luteranos, como pretenden sus enemigos, hubiera admitido en el ánimo las nuevas opiniones, no hubiera dejado a Alemania, donde le sobraban directores conformes a su errada creencia, por [168] venirse a España, donde solo hallaría censores de su apostasía? ¿Puede imaginarse mayor quimera, que el que un Príncipe, constituido sectario de Lutero, que podía escoger países, y sitios donde vivir, viniese al corazón de España a meterse en una comunidad de Religiosos, enemigos los más implacables del Luteranismo?

13. La noticia, que da el Abad de Brantome del Decreto para desenterrar, y quemar los huesos de Carlos, y que dice haber leído en la Apología del Príncipe de Orange, es falsísima. A Pedro Bayle debemos la prueba concluyente de la nulidad del fundamento. Este Autor dice, que leyó toda aquella Apología, y no hay en ella tal especie. Es verdad que añade, que halló algo concerniente en otro librejo satírico, sin nombre de Autor, intitulado: Discurso sobre la herida del Señor Príncipe de Orange. Pero se debe notar lo primero, que el mismo Bayle asegura, que aquel es un Escrito despreciable, y totalmente indigno de fe, como lleno de muchas imposturas. Lo segundo, que el Autor de el Escrito no dice, que los Inquisidores decretaron el incendio de los huesos; sí solo que lo cuestionaron, mas no lo decidieron.

14. Concluyo esta Apología con el testimonio del Padre Famiano Estrada, que merece especial estimación en este asunto, por asegurarnos, que vio, y leyó con cuidado, y reflexión varios Escritos, y Relaciones del modo de vivir, que observó Carlos V en el retiro de Yuste. Por lo que dice, pues este Autor, consta que Carlos, no sólo vivió en aquel retiro catolicamente, mas ejemplarmente, con especialidad hacia los últimos tiempos. Confesaba, y comulgaba a menudo: frecuentaba la lectura de libros espirituales, y historias de Santos: asistía ordinariamente con los Monjes a los Divinos oficios: castigaba su cuerpo con crueles azotes: y en fin, terminó la gloriosa carrera de su vida con cuantas demostraciones se puede desear, así en obras, como en palabras de una piedad catolicísima, a vista de toda aquella Observante Comunidad Geronimiana.

Apéndice

15. Lo que hemos dicho arriba de la conversión de Cazalla nos servirá ahora para redargüir de falsa una tradición popular, que habiéndose difundido por toda España, vino a hacerse error común de estos Reinos. Lo que enuncia esta tradición, [169] es, que Cazalla, muriendo obstinado en sus errores, inspirado de una especie de fanatismo, anunció en tono profético a todo el gran concurso asistente a su suplicio, que en prueba de ser la doctrina que profesaba verdadera, el día siguiente le verían pasear triunfante sobre un caballo blanco las calles de la Ciudad: Que habiendo sido quemado vivo, como merecía su obstinación, y hecho cenizas el cuerpo de aquel miserable, el día siguiente, o fuese mera casualidad, o particular impulso del demonio, se soltó, o enfurecido, o espantado un caballo blanco de la caballeriza del Marqués de Abila-Fuente, que con el ímpetu concebido discurrió por varias calles; lo que notado por el Pueblo, aunque veían el caballo sin jinete, fueron infinitos los que creyeron cumplida la profecía de Cazalla, discurriendo, que éste iba invisible sobre la espalda del bruto; y que hizo esto en ellos tal impresión, que hubo mucho que trabajar para hacerlos conocer su error, si ya en algunos, que se negaron al desengaño, no fue menester proceder al castigo.

16. Este caso oí referir a algunos hijos de Valladolid, como tradición constante de aquel Pueblo, y a otros naturales de distintas Provincias, donde se había comunicado la noticia. Nueva, y eficaz prueba de la poca estimación, que merecen las tradiciones populares. El testimonio de Illescas es en esta parte irrefragable. No es este Autor a la verdad de los más exactos: pero en la relación de la muerte de Cazalla, y circunstancias de ella, merece la mayor fe. El dice, que se halló presente, y en un hecho tan público, en que millares de almas podrían redargüirle la mentira, no es creíble que faltase a la verdad. Asegurando, pues, Illescas, y refiriendo con tanta especificación la sincera conversión de Cazalla, es sin duda falsa la voz común de su final obstinación, la cual desvanecida, se falsifican por consiguiente su fanática predicción, y la turbación del Pueblo con la ocasión de soltarse el caballo blanco.}


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo sexto (1734). Texto según la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo sexto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 91-163-169.}