Filosofía en español 
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Tomo séptimo Discurso decimosexto

Remedios del Amor

§. I

1. Habiendo explicado en el Discurso pasado la Enfermedad, conviene, que en éste tratemos del Remedio. Dos errores opuestos, muy frecuentes uno, y otro, hallo en esta materia. Los que adolecen gravemente [380] de esta pasión, la juzgan absolutamente incurable con remedios naturales; los que no la padecen, tienen por fácil su curación. Parece que los primeros deben ser creídos, por experimentados; pues gimiendo debajo de tan penosa dolencia, no es creíble, que no hayan tentado la cura. A nadie [381] faltan consejeros, que le prescriban remedios, que se hallan escritos en varios libros de Etica. Pero la experiencia muestra a cada paso, que a estos enfermos se puede aplicar también [382] lo que Sydenhan dijo de otros: Aegri curantur in libris, & moriuntur in lectis.

2. Los segundos por el contrario imaginan, el que amor [383] se quita, cuando se quiere, como con la mano. Esto consiste, en que a bulto se hacen la cuenta, de que siendo la voluntad potencia libre, y el amor acto suyo, ama cuando [384] quiere, y no ama cuando no quiere: proposiciones en un sentido idénticas, y en otros falsísimas. Vengo en que la voluntad pueda suspender el acto de amar, y aun hacer actos [385] contrarios a él; pero sin dificultad, sin repugnancia, sin hacerse una especie de violencia a sí misma? Eso parece, que significa el poner tan pendiente de su arbitrio dejar de amar: [386] y eso niego que suceda. Fuera de que la cuestión no procede tanto del amor actual, cuanto de aquella disposición, o inclinación a amar, originada de la dulce, y atractiva impresión, [387] que hace en el corazón el objeto. Esta inclinación es la que juzgan absolutamente insuperable los amantes. Tan arraigada miran su pasión en el pecho, que en su dictamen [388] es imposible, sin arrancar el pecho, arrancar la pasión: Da amantem & sentiet, quod dico.

3. No pocos de los que son insensibles al amor, o muy [389] tibios en querer, miran el exceso del cariño como hijo de la cortedad de entendimiento. Así desprecian a los que ven muy apasionados, burlándose de ellos, como de unos hombres [390] mentecatos, o medio estúpidos. Pero quisiera yo saber, si tienen por mentecato, o medio estúpido a la Aguila de los Ingenios, al gran Agustino: pues es ciertísimo, que este [391] hombre prodigioso fue de un corazón extremadamente afectuoso, y de una ternura incomparable. Veense en el lib. 4 de sus Confesiones las angustias, y lamentos, que la costó la [392] muerte de un amigo. Apenas en alguno de los más ponderativos Poetas se leen expresiones más vivas de dolor en la pérdida del objeto amado. Dice, entre otras cosas, que [393] aborrecía su propia vida, porque le faltaba la mitad del alma; y que con todo temía la muerte, sólo porque en él no acabase de morirse el amigo. ¡Qué corazón tan tierno [394] aquel, a quien hacía derramar lágrimas, como él mismo testifica en el libro primero de las Confesiones, la tragedia de la enamorada Dido, leída en el cuarto de la Eneida!

4. Quisiera saber si tienen por mentecato, o medio estúpido a un San Bernardo. Léase su Sermón 26 sobre los Cantares, donde lamentando la muerte de su amadísimo hermano Gerardo, prorrumpe en las más dolorosas cláusulas, en los más tiernos gemidos, que en la mayor tragedia puede alentar un corazón desolado. Obra (dice entre otras muchas cosas, quejándose de verse separado de él) obra verdaderamente de la muerte, divorcio horrendo! ¡Porque quién se atrevería a desatar el dulce vínculo de nuestro mucho amor, sino la muerte, enemiga de toda suavidad? Verdaderamente muerte, la cual arrebatando a uno, nos mató a entrambos furiosa. ¿Por ventura, no me cogió a mi también la muerte? Sí, ciertamente, y aún más a mí, que a Gerardo, pues me acarreó una vida más infeliz, que toda muerte. Vivo, sí, más para morir viviendo: ¿y esto se puede llamar vida? ¡Cuánto más benigna fueras conmigo, o austera muerte, si enteramente me privases de la vida! Y más abajo: Siendo los dos un mismo corazón, y una alma misma, la mía, y la suya penetró a un tiempo el cuchillo de la muerte; y dividiéndola en dos partes, colocó la una en el Cielo, dejando la otra en el cieno. ¿Yo, yo, pues, aquella porción mísera, que quedó postrada en el lodo, estoy truncada de la parte mejor del alma, y se me dice, que no llore? ¿Me han arrancado las entrañas, [395] y se me dice, que no sienta? &c. ¿No es éste el punto más alto, adonde puede subir el amor?

5. Quisiera saber, si tienen por mentecato, o medio estúpido, a Angelo Policiano, aquel a quien Erasmo llamó Mente Angélica, y milagro raro de la Naturaleza. Este gran hombre, según refiere Varillas en sus Anécdotas de Florencia, murió de una vehementísima, y justamente torpísima pasión amorosa: tan embelesado en su objeto, que oprimido ya de una grave fiebre, que había encendido en sus venas el amor, se levantó del lecho, tomando un Laud, se puso a acompañar con él una tristísima canción, que había compuesto al motivo de su dolencia, con tan violentos afectos, que al acabar de cantar el segundo verso, expiró. ¿Qué diré del Petrarca, reconocido por el P. Felipe Labbé, y aun por todos, por el Príncipe de su siglo en ingenio, y elocuencia, tan pasado de amor por la bella, y sabia Francesa Laura, que treinta años que vivió, después que la vió, y trató cerca de Aviñón (y los últimos diez ya era muerta), no hizo más que cantar, [396] y gemir por ella? Aunque no honra tanto a la memoria de esta rara mujer el amor de aquel famoso Ingenio, como el obsequio, que a sus cenizas hizo el Rey Francisco Primero, de visitar su sepulcro, y componer un Epitafio Poético, que aun hoy se mira grabado en él. Sería infinito, si hubiese de juntar todos los ejemplares, que hay en prueba, de que una voluntad tiernísima no está reñida con un entendimiento agudísimo. No falta quien pretenda, que la blandura de corazón es prueba de ingenio: y aunque yo no admito ésta por regla general, es cierto, que hombre duro dificultosamente hará conmigo las pruebas de ingenioso. Rudo es Anagrama de Duro: Rudeza de Dureza; y acaso no hay menos consecuencia de uno a otro en los significados, que identidad en las letras.

§. II

6. Volviendo a nuestro propósito, digo, que tengo por igualmente falsas las dos opiniones propuestas. Juzgo absolutamente curable la pasión amorosa. Esto es contra la primera opinión. Contra la segunda afirmo, que su curación es muy difícil. Para lo segundo no es menester más prueba, que la experimental de tantos dolientes, que suspiran por el remedio, y aun consultando muchos, y sabios Médicos, no le encuentran.

7. Por lo que mira a lo primero, desde luego convengo, en que los remedios naturales, que hasta ahora se han discurrido, respecto de las pasiones grandes, son muy poco eficaces, o absolutamente insuficientes. Y si yo no tuviera alguna receta particular contra este mal, que desde luego prometo al Lector, no me metería en el asunto.

8. Nótese, que cuando digo, que los remedios, que hasta ahora se han discurrido, son insuficientes, limito la proposición a los remedios naturales: porque si se habla de auxilio de la divina Gracia, implorado por medio de fervorosas oraciones, y otras obras pías, no hay duda de que éste es remedio, no sólo idóneo, sino infalible. Así de éste se debe usar siempre, y apreciarse infinitamente más que todos los remedios naturales. Mas como yo no hago ahora el papel de Teólogo, sino el de Filósofo, y por otra parte sería [397] ocioso repetir aquí una doctrina, que tantos Varones doctos, y espirituales han escrito con alta discreción, me ceñiré precisamente al examen de los remedios naturales.

9. Supónese, que cuando se inquiere el remedio, se habla del amor, que es enfermedad: esto es, del amor delincuente, porque el amor santo antes es salud; el indiferente ni aprovecha, ni incomoda. Pero advierto, que el amor puede ser delincuente, no sólo por impuro, mas también por nimio. Así San Agustín confesaba a Dios como delito suyo el gran amor, que tenía a aquel amigo, de quien hablamos arriba. Sólo en el amor de Dios no cabe exceso vicioso: cuanto más intenso, tanto mejor. El de la criatura debe contenerse en una esfera muy limitada. Si se enciende mucho es la llama del amor humo de la virtud. Si arrastra, si se apodera del corazón algún bien criado, le roba a la Deidad la víctima más debida. Viene a ser esto erigir un Idolo sobre el Altar, donde únicamente debe recibir cultos el Criador. Pero es verdad, que no mezclándose algo de torpeza, rarísima vez el amor de la criatura viene a ser tan desmedido, que llegue a pecado grave. Así nuestra principal mira será la curación del amor impuro. Veamos qué nos han dicho sobre tan importante asunto nuestros antepasados.

§. III

10. El famoso Médico Lucas Tozzi, tocando este punto en el Tratado de Recto usu sex rerum non naturalium, cita suppresis nominibus algunos Autores, que dictan para la curación del amor los mismos remedios, que comunísimamente se aplican a las fiebres materiales; esto es, purgas, y sangrías; pero éstas tan repetidas, que lleguen a evacuar toda la sangre, que hay en las venas, pretendiendo, que en ella está radicado el mal, y con la sucesiva generación de nueva sangre, sin perder la vida, se extinguirá la pasión. Excogitarunt plerique (dice) universum veterum sanguinem e corpore amantis esse axahuriendum, ut ex novi sanguinis benigniori conditione fascinum rei amatae penitus deleretur, vel si hoc fieri nequeat, esse corpus ejusdem pluries ab atra, & deleteria infectione repurgandum, quam ipsum contraxisse ajunt: in quam rem, & syrupi, & aquae, & electuaria, [398] & pharmaca corrigentia simul, & emundantia ejuscemodi inquinamenta commendatur. Y porque no falte cosa esencial de lo que se aplica a las fiebres corpóreas, prescriben también el uso de los cordiales. Exhilarantes praeterea confectiones (prosigue Tozzi) epithemata cordialia, oblutiones attemperantes, & alia similia, ab iisdem proponuntur.

{(a) 1. Aunque hemos despreciado como inútiles las evacuaciones médicas para el efecto de curar la pasión amorosa, la equidad pide que no disimulemos algunos sucesos, que después hemos leído, y pueden hacer alguna fuerza por la opinión contraria. Monsieur de Segrais en sus Anécdotas, refiere dos de este género, que son los siguientes.

2. Aquel gran guerrero de la Francia, el Príncipe de Condé, estaba apasionadísimo por una señorita (Madamusela de Vigean). Sucedió, que en una enfermedad peligrosa, que padeció, le sangraron tantas veces, que apenas le dejaron gota de sangre. Esta era la moda curativa, o la furia exterminativa de los Médicos Franceses en aquel tiempo. Al fin, el Príncipe sanó, y no se acordó más de la Madamusela. A los que se le manifestaban admirados de esta mudanza, decía, que sin duda su amor todo estaba en la sangre, pues a proporción que se la habían ido quitando, el amor se le había ido desvaneciendo.

3. El segundo caso, que refiere Monsieur de Segrais, por las extrañas circunstancias, que dieron ocasión a la cura de la pasión del enamorado, más parece aventura de novela, que suceso real. Ciertamente el caso es digno de llegar a la noticia de todos, para que se vea cuánto ciega, y a qué precipicios trae esta pasión loca, que el mundo llama amor.

4. Un Caballero Alemán, enamorado de una señora muy principal la significó su pasión, que fue más bien escuchada, que debiera. Resolvióse la señora a darle la ocupación de mayordomo de su casa, para tenerle en ella sin escándalo. El afecto de parte de la señora no fue de mucha duración. Pasado algún tiempo, tuvo la ligereza de prendarse de otro sujeto en el mismo grado, que lo estaba antes de su mayordomo. Este, no pudiendo sufrirlo, dio quejas tan ásperas a la señora, que ella irritada, le arrojó de su casa, con prohibición de ponerse jamás en su presencia. El desdichado amante estaba tan perdido, y tan intolerable de la ausencia, que a pocos días se entró por la casa de la señora, y penetrando hasta su gabinete, se arrojó a sus pies, suplicándola le perdonase, y restituyese a su gracia. La señora con ira, y desprecio, le mandó que se retirase. Aquí entra lo singular de la historia. El pobre traspasado de dolor, la protestó serle imposible obedecerla en aquella parte: añadiendo, que más querría morir a sus manos, que apartarse de su presencia; y al decir esto, desenvainando la espada, que traía al lado, se la presentó para que dispusiese de su vida. ¡Portentosa transmutación de amor en odio! ¿Mas de qué extremos no es capaz un corazón, que sin rienda se abandona al ímpetu de sus pasiones? La señora, tomando la espada, y arrojándose furiosa, le dio dos grandes estocadas; y, aunque no se siguió a ellas la muerte, no pudo convalecer sino después de una larguísima curación, de lo que fue el principal motivo la mucha sangre, que vertió por las heridas; porque parece, que después de recibirlas, se tardó considerablemente en acudir a atajarla. El Conde de Harcourt, a quien el Caballero debió especial cuidado en su curación, testificó a Monsieur de Segrais, que después de sano, miró siempre con tanta indiferencia a la señora, como si nunca la hubiese amado.

5. En el segundo Tomo de las Memorias eruditas de D. Juan Martínez Salafranca se refieren otros dos casos al mismo propósito, citando, como testigo de ellos, al Illmo. y sapientísimo Huet; bien que en el segundo, sólo a un sudor copioso se atribuyó la terminación crítica, tanto de la enfermedad de la alma, como de la del cuerpo.

6. Sin embargo, me inclino a que no se evacuó en aquellos casos con las evacuaciones médicas la pasión amorosa. Lo más verosímil es, que entregada el alma totalmente por tiempo considerable al gravísimo cuidado, que ocasiona el riesgo de la vida en una aguda enfermedad, desatendiéndose entretanto el objeto de la pasión, viene a desvanecerse ésta enteramente. Tal vez se deberá la cura de esta dolencia únicamente a la Divina Gracia, obtenida por las diligencias cristianas, que se ejecutan en las enfermedades peligrosas.}.

11. El citado Autor se burla de estos Recetantes, y con mucha razón. Con la sangre nueva subsiste la misma textura de las fibras del cerebro, y del corazón, por consiguiente [399] la misma impresión del objeto en uno, y otro, que con la antigua. Ni la nueva para el efecto es de distinta condición, que la extraída, porque una, y otra siguen la condición individual del sujeto. ¿Y quién no ve, que si la renovación de sangre fuese medio para extinguir la pasión, ésta se curaría en breve tiempo, sin recurrir a la lanceta? Es evidente, que en el espacio de un año se renueva, no una, sino muchas veces, toda la sangre. ¿De dónde lo sé?, me preguntarán algunos. Respondo, que lo infiero claramente de la necesidad diaria de la nutrición. ¿De qué proviene la indigencia diaria de nutrirnos, sino de la diaria consumpción de la sangre? Hipócrates dijo, que nadie, sin comer, ni beber, podía vivir de siete días arriba; y es cierto, [400] que muy poco más se podrá alargar la vida, careciendo de todo nutrimento, exceptuando casos, y temperamentos extraordinarios: de lo que con evidencia se infiere, que en ese espacio de tiempo se consume tanta porción de sangre, ya en la transpiración, ya en la nutrición de los miembros, que faltará la precisa para sustentar la vida, si con el alimento no se forma nuevo quilo, y con nuevo quilo nueva sangre. Pregunto ahora: ¿cuántas veces se le renovaría toda la sangre al Petrarca, en los treinta años que vivió, después que conoció a la bella Laura? El amor sin embargo vivió en él mientras él vivió, sin que la estación fría de la senectud, minorase su ardor, como él mismo testificó, cuando dijo, que se le iba mudando el cabello (esto es, de negro a blanco), sin poder mudar su obstinada pasión,

Que vó cangiando il pelo
Ne cangiar posso l'ostinata voglia.

12. Lo propio digo de purgantes, y cordiales. El amor no reside en la flema, en la melancolía, en la cólera, o algún otro humor extraíble, por catárticos, diuréticos, o sudoríficos. Así se ve, que esta llama prende en toda especie de temperamentos, ya bien, ya mal condicionados. Convengo en que los genios muy alegres son los menos aptos para concebir grandes pasiones. ¿Pero qué genio pasó jamás de triste a muy alegre con el uso de cordiales? Estos, dado que sean remedios, son unos remedios pasajeros, cuyo efecto dura pocas horas. No hay cordial tan activo como el vino generoso. ¿Será el vino remedio de amor? Confortará, es verdad, el corazón, y le desahogará del peso, con que le oprime una pasión grande; mas ya se sabe, que la alegría, que infunde el vino, se termina a una, o dos horas, con que estará precisado el enamorado, para remediarse, a repetir ocho veces cada día, o los tragos, o las confecciones cardiacas. Esto, sin entrar en cuenta el riesgo, de que lo que aquieta el corazón, pase la inquietud a otra entraña.

§. IV

13. Despreciados, pues, estos físicos sueños, pasemos a aquellos remedios, que se hallan más autorizados, [401] y logran aceptación entre los hombres cordatos. El primero es la ausencia del objeto amado:

Manat Amor tectus, si non ab amante recedas:
Utile finitimis abstinuisse locis:

dijo Ovidio, muy práctico en estas materias: y Propercio, que no lo era mucho menos, pues en muchas de sus composiciones no respiraba, sino las llamas que encendía en su pecho su decantada Cynthia:

Unum erit auxilium mutatis, Cynthia, terris:
Quantum oculis animo, tam procul ibit Amor.

14. Creo que este remedio es bonísimo en los principios del mal: también en las pasiones tibias, aunque sean algo inveteradas: finalmente, aunque la pasión, ni sea tibia, ni recién nacida, aprovechará a genios inconstantes, porque éstos, de donde apartan los sentidos, apartan toda el alma. Mas si la pasión fuere muy fuerte, y el corazón también lo fuere, hay poco que fiar de este expediente. Apártase el cuerpo, y se queda el alma, o aunque se vaya el alma, va con ella el amor: por eso oportunamente comparó el gran Poeta un corazón penetrado de la pasión amorosa a la Cierva herida, que por más que huya, lleva siempre clavada la flecha, que le disparó el Cazador: Haeret lateri laetatis arundo. Propercio, aunque tan decisivamente recomendó la ausencia por eficacísimo remedio del amor, parece que usó de ella, sin que le sirviese de cosa. El, por lo menos, en el lugar mismo, que alegamos arriba, habla de su viaje a Atenas, como cosa ya resuelta, y emprendida a este fin:

Magnum iter, ad doctas proficisci cogor Athenas,
Ut me longa gravi solvat Amore via.

Si ejecutó el viaje, no le aprovechó el remedio, pues en el lib. 4 de sus Elegías vemos una, en que habla de Cynthia, ya muerta, con expresiones que le declaran aún apasionado. Ni se piense, que Cynthia era una hermosura puramente ideal, o fingida, para dar materia a versos amatorios. Fue mentido el nombre, no el sujeto. Su verdadero nombre fue Hostilia, según dice Apuleyo: y Propercio, que ardía por ella, la sacó en sus Poesías disfrazada con el [402] nombre de Cynthia, por ocultar el objeto de su pasión.

15. Tiene también este remedio el defecto, de que para los más es impracticable. Son pocos los que pueden mudar de País por largo tiempo: y si la ausencia es corta, más enciende el amor, que le apaga.

§. V

16. El segundo es lidiar contra la pasión a los principios. Este también es precepto de Ovidio: Principiis obsta. Pero no advirtió (¡grave omisión!) cómo, o con qué armas se debe combatir. Yo digo, que en primer lugar, evitando la vista, y trato de la persona de que empiezas a prendarte. En segundo, contemplando el riesgo a que te pones, las malas consecuencias, que a tu conciencia, a tu honra, a tu hacienda, a tu quietud puede acarrear tu pasión. En tercero, frecuentando la conversación de sujetos prudentes, y serios, en que comprehendo la lectura de Autores graves, y modestos, aunque sean profanos. Bueno es todo esto; pero mayor asunto emprendemos, que es curar la pasión ya radicada. Para remediar el mal en los principios no es menester mucha medicina.

§. VI

17. El tercer remedio es ocupar mucho la atención en otras cosas, aplicarse a varios negocios, que llamen fuertemente el cuidado, y tengan el ánimo en casi continua agitación. También es receta de Ovidio, que en orden a la cura de este mal llenó tanto el asunto, que hasta ahora nadie añadió cosa de momento a lo que él dejó escrito. Este remedio parece que ha de ser eficacísimo, porque la limitación del corazón humano, no permite ordinariamente hospedarse en él dos cuidados muy intensos, los cuales por lo común se han como las formas substanciales, que la introducción de una en el sujeto, es expulsión de la precedente: mas si se mira con atenta reflexión, se hallará defectuoso por varios capítulos.

18. Lo primero, se han visto, y creo se ven hoy, varios sujetos, que con manejar grandes, e importantísimos negocios, mantuvieron firme su fervorosa pasión. Ejemplos famosos son Marco Antonio, que disputando [403] a Augusto el gobierno del Orbe, no desistía de idolatrar a su Cleopatra: y Enrico el Grande, que ocupado en tantos gravísimos cuidados Políticos, y Militares, como pedía la ardua pretensión de la Monarquía Francesa, siempre con todo tenía entregada más de la mitad del alma a esta, o aquella hermosura.

19. Lo segundo, no todos, aunque quieran, pueden ocuparse en negocios, que interesen mucho su atención. Muchos, y aun los más están constituidos en tal estado, que les es preciso continuar siempre una misma serie de vida, sin meterse en empeños extraordinarios, los cuales les ocasionarían grandes incomodidades, y arruinarían todas sus conveniencias.

20. Lo tercero, este remedio sólo podrá aprovechar en pasiones tibias, que son las que menos necesitan de remedio, o que le tienen fácil en el albedrío de cada uno. Porque pongamos a un hombre tan intensamente enamorado, que esté dispuesto a sacrificar la hacienda, la honra, la salud, y aun exponer el alma por su pasión. Propónganle a éste, que se emplee en negocios tan importantes, que le distraigan de su amoroso cuidado, porque en eso consiste su cura. Digo, que en tales circunstancias lo que se le propone es una quimera. La razón es clara, porque respecto de quien prefiere su pasión a todos los demás intereses, no puede ocurrir negocio tan importante, que le distraiga de ella. En el logro de ella concibe su mayor interés, y la suprema importancia. Siempre arrastrará más su atención lo que prácticamente considera más importante: luego estando en aquella disposición, no puede ocurrir cosa, que llame más su cuidado, que su pasión.

21. Más: Yo creo, que rarísimo, constituido en aquellos términos, se sujetará a esta especie de cura, porque es muy violenta. ¿Qué cosa más opuesta a su inclinación, que abandonar un cuidado, que tiene, respecto de voluntad, el supremo atractivo, por el cuidado de otras cosas, que desprecia, o estima en poco? Así será menester otro remedio, para que acepte ese remedio: y el que lo aceptare, se puede dar por cierto, que ya está medio curado. Pero doy que, [404] aun estando muy fuerte su pasión, se esfuerce a aplicarse a otros negocios. ¿Qué le sucederá? Que no logrará el intento de desviar el alma del objeto, que le apasiona: ¿porque, cómo el menor atractivo ha de tener más fuerza, que el mayor para arrastrarle? ¿Cómo el menor peso ha de inclinar la balanza hacia su lado? Así después de forcejar algún tiempo, dejar al uso del remedio como inútil.

22. ¿Quieres ver dos pruebas prácticas de lo que voy razonando? Velas aquí. El Autor del libro intitulado: Anales de la Corte, y de París de los años de 1697, y 1698, refiere, que habiéndose declarado el Príncipe de Conti pretendiente a la Corona de Polonia, apadrinado para el logro por el gran poder de la Francia, tomó con suma tibieza tan importante negociación. ¿Y por qué? ¿Faltábale por ventura actividad, o ambición? Nada de eso; sino que, si pasase a Polonia, era preciso dejar en París una Señora, a quien amaba con extremo. El Autor de las Memorias concernientes al Reinado de Carlos IV, Duque de Lorena, refiere, que estando este Príncipe en Bruselas, se apasionó furiosamente por la hija de un Burgo-Maestre de aquella Villa. La madre, que era una matrona muy seria, la guardaba con suma vigilancia, de modo, que al Duque, por más que lo solicitó, le fue imposible hablar ni una palabras a solas a la Doncella. Finalmente, habiendo concurrido en un festín la Madre, la Hija, y el Duque, con otras personas principales del Pueblo, como la pasión del Duque era notoria a todos, por modo de chanza se empezó a hablar de ella, y el Duque tomó de aquí ocasión para poner a todos los del concurso por intercesores con la madre, para que dentro del mismo salón, y a los ojos de todos le permitiese hablar, algo apartado, pocas palabras en secreto con la hija. Rehusándolo siempre la madre, propuso el Duque la condición de hablarla no más que el tiempo, que pudiese sufrir un ascua encendida, apretada en la mano. Sobre un pacto tan áspero, y de tan difícil ejecución, instaron todos tanto, que la madre convino en él, persuadida a que apenas tomaría la ascua en la mano, cuando se la haría arrojar el dolor, y la conversación se acabaría, al abrir los labios para empezarla. Apartóse, pues, el Duque [405] con la doncella: tomó la ascua en la mano: dio principio al coloquio, y fue prosiguiendo en él algún tiempo, con admiración de todos, hasta que la celosa madre, no pudiendo sufrirlo, acudió a estorbarlo. En efecto, halló la brasa ya enteramente apagada, a costa del intensísimo dolor, que sufrió el Duque, apretándola en la mano para extinguirla. Véase ahora, si la ansia de una Corona, si el dolor de la adustión no divierten el cuidado, ni entibian el ardor de una pasión amorosa, ¿cuánto menos se puede esperar de otras solicitudes, sin comparación menos graves? Confieso, que pasiones tan grandes no ocurren a cada paso; pero tampoco pueden aplicarse a las que son menores, sino en casos muy extraordinarios, tan activos remedios.

§. VII

23. El cuarto es hacer la más viva, y continuada reflexión, que se pueda, sobre los defectos de la persona amada. Ciertamente no se hallará alguna, que no los tenga. Son tantas las partes de que se debe componer un todo absolutamente perfecto, que la concurrencia de todas en un sujeto es caso metafísico. Ovidio añade a este precepto la ingeniosa advertencia de procurar con estudio, que esos defectos incurran frecuentemente a los ojos del amante: como si tiene malos dientes, provocarla muchas veces a risa: si es desairada en danzar, solicitarla a que dance: si tiene mala voz, que cante, &c. finalmente quiere, que a la ficción ayude algo la realidad: v.g. si en el color declina algo a morena, imagínela el amante negra; pequeña, si no es muy alta: muy alta, sino es pequeña; rústica, si es sencilla: falaz, si es cortesana, &c.

24. ¡Oh qué bien suenan estos preceptos, colocados en los versos elegantes de aquel Poeta! Pero, ¡oh qué desnudos de eficacia se encuentran en la práctica! Creo, que ningún apasionado hay, ni hubo jamás, deseoso de su curación, que no echase mano del remedio de considerar los defectos de la persona amada. Este auxilio es el que ocurre el primero a todos; pero apenas sirve a alguno, salvo que la pasión sea débil, o los defectos enormes: y aun sobre [406] eso es menester, que no se hayan descubierto a los principios, porque quien con el conocido contrapeso de esos defectos empezó a amar mucho, proseguirá en amar, por más que piense en ellos. O por mejor decir, quien en el nacimiento de su pasión no tuvo los defectos por contrapeso equivalente de las perfecciones, ¿por qué principio variará el juicio después? Por pensar mucho en ello; ¿qué premisa nueva le ocurrirá, de donde infiera, que el objeto es igualmente, o más aborrecible por sus imperfecciones, que amable por sus prendas? Repita enhorabuena cuanto quiera la inspección de unos dientes medio podridos. ¿Qué importa, si al mismo tiempo le están fascinando el alma unos ojos brillantes? Sería menester, para lograr algún efecto, apartar primero fuera de tiro de pistola los ojos de los dientes, y que esta separación durase siempre. De nada servirá aplicar el bálsamo a la llaga, si al mismo tiempo está el acero renovando la herida.

25. Lo de ayudar la realidad con la ficción es una impertinencia, que extraño mucho haya cabido en el claro entendimiento de Ovidio. Querer que un hombre finja, y luego crea lo que finge, es querer una quimera. ¿Cómo ha de tener por realidad, lo que sabe que es ficción propia? Pero pretender esto de un amante: en orden a defectos de la persona amada, es un empeño el más extravagante, que puede venir a la imaginación. La credulidad de los amantes está enteramente enderezada al lado opuesto: quiero decir, son fáciles a creer en el objeto amado perfecciones, que no hay; o las que hay, creerlas mayores de lo que son. Para los defectos por el contrario: apenas viéndolos, los creen; por lo menos los minoran en su imaginación cuanto pueden. Es propio del amor abultar las perfecciones; del odio engrandecer los defectos. Querer, pues, que un amante abulte los defectos, creyendo por ejemplo, que la trigueña es negra, que la que tiene un dedo menos de la estatura justa, es enana, ¿qué otra cosa es, sino pretender, que enteramente se trastorne la naturaleza de los afectos?

26. Otras dos recetas da el famoso Médico del amor, que no son otra cosa más que dos borrones de sus escritos. [407] El primero es la redundante saciedad del apetito. ¡Remedio torpísimo! Mas lo peor es, que es torpísimo, y no es remedio. ¿Por ventura el hidrópico, que bebe una vez, no sólo toda el agua que apetece, pero aun mayor cantidad, extinguirá para siempre su sed? La saciedad de hoy causará tedio mañana?

27. La segunda es procurar prendarse de otro objeto; pero esto es curar una llaga con otra. Es medio para conmutar la enfermedad, no para granjear la salud. ¿Y dado que lo fuese, es fácil esa conmutación? El enfermo, de quien se recabare la translación del cariño a otra parte, no está muy enfermo; pero supongamos el doliente, reducido a usar de este remedio, y que ya designa nuevo ídolo a sus cultos: o le imagina superior en mérito al primero, o igual: o inferior. Si inferior, no podrá inclinar la balanza del corazón a su lado, porque está gravando al brazo opuesto mayor peso. Si igual, se conciliará igual pasión a la antecedente: ¿qué adelantamos, pues le dejamos igualmente enfermo? Si superior, encenderá fiebre más intensa & fient novissima hominis illius pejora prioribus. Bello remedio es el que aumenta la enfermedad.

28. Finalmente, un remedio muy vulgarizado, no sólo en conversaciones, mas aun en Autores de máximas morales, pero remedio únicamente para los individuos de nuestro sexo, es considerar los vicios, ya físicos, ya morales del otro. ¡Oh, en cuántos libros se encuentran sangrientas declamaciones contra las pobres mujeres, propuestas a este fin! Ya se dice, que son animales imperfectos, asquerosos, vasos de inmundicia: ya que son engañosas, inconstantes, pérfidas, malignas. Mas todo esto no es otra cosa, que hacer mucho ruido, disparando al aire. Hagan de mí lo que quisieren, si entre millones de hombres, muy apasionados por mujeres, me dieren uno solo, que se haya curado con esas consideraciones. No hay quien, para amar, o aborrecer, no escuche en primer lugar el informe de sus sentidos. Predíquenle cuanto quisieren, que es animal imperfecto la mujer, al que está apasionado por alguna, que entretanto que en la que él ama, vea un rostro hermoso, [408] oiga una voz dulce, experimente un genio amable, se reirá de los prediques, y del mismo Predicador: y aun dirá acaso (no sin algún fundamento), que los animales imperfectos son los tontos, que traen a cada paso en la boca tales simplezas. Lo que yo puedo decir, porque lo he observado, es, que por lo común los que frecuentemente inculcan semejantes invectivas contra las mujeres, son los que apenas aciertan a apartarse jamás de ellas, unos jóvenes charlatanes, y bufones, sin juicio, sin entendimiento, sin modestia, que en todos tiempos, y lugares, con los ojos, con las voces, con los ademanes, están publicando su desordenada inclinación al otro sexo. Hacen lo que Séneca, que predicaba mucho contra las riquezas, y no cesaba de acumularlas.

29. Pero los que con buen celo (que hay muchos sin duda) representan a los hombres estos males de las mujeres, no advierten la falta de caridad en que incurren. Si esa consideración para los hombres es triaca, para las hembras será veneno. Quiero decir: Si la consideración de que la mujer es animal imperfecto, y vaso de inmundicia, entibia al hombre, respecto de la mujer, como esta reflexión envuelve la otra, de que el hombre es un animal perfecto, y limpio, representada a la mujer, la entenderá respecto del hombre: Contrariorum eadem est ratio. Con que esto viene a ser, quitar la llama, que está abrasando una casa, y aplicarla al incendio de la vecina. Pero bien mirado, por esta parte yo los absuelvo de todo escrúpulo. Ojalá curasen a los hombres, que con eso sólo quedarían por la mayor parte curadas las mujeres. La lascivia es un mal contagioso, que casi siempre tiene su origen en nuestro sexo. Acaso los que con buen celo proponen a los hombres aquellas consideraciones, tienen previsto esto mismo, y por eso aplican la medicina sólo a la causa del mal. La lástima es, que la receta de nada sirve.

§. VIII

30. Vista ya la ineficacia, o inutilidad de todos los remedios, que hasta ahora se han discurrido para [409] la fiebre del amor, resta que propongamos el de nuestra invención. Oh cuántos Lectores me parece oigo, que al llegar aquí, me insultan con aquello de Horacio.

Quia dignum tanto feret hic promissor hiatu?

31. Sin embargo constantemente afirmo, que mi remedio es sin comparación mejor, que todos los que hasta ahora se han recetado, porque tiene las siguientes calidades: La primera, que es aplicable a todo género de personas, en todos tiempos, y en cualesquiera circunstancias. La segunda, que todos, sin exceptuar alguno, tienen en su casa, y a su arbitrio los ingredientes de que se compone. La tercera, que su uso nada difícil es, ni penoso. La cuarta, y principal, que aunque no a todos cure perfectamente, ningún enfermo habrá, a quien no alivie algo; lo que apenas la medicina de los cuerpos podrá asegurar con verdad de ninguno de sus más decantados específicos. Vamos al caso.

32. La experiencia muestra a todo el mundo, que para las pasiones del alma la imaginación viva del objeto hace el propio efecto, que el objeto mismo presente. El pusilánime se conmueve, y tiembla al imaginar vivamente un objeto terrible, y espantoso: el enamorado, no sólo cuando tiene a la vista la hermosura, que le prendó; mas también cuando piensa con alguna intensión en ella, siente en el corazón aquella conmoción propia del amor. Esto viene de que la imaginación hace en las fibras del cerebro aquella misma impresión, que hace el objeto: o ya dependa esto de cierta conexión natural, que hay entre tales, o cuales actos del alma con tales, o tales movimientos del cuerpo; o ya de que el Autor de la Naturaleza voluntariamente unió el alma con el cuerpo, debajo de la ley de sucederse tales movimientos del cuerpo a tales actos del alma, y al contrario: de modo que esto no provenga de alguna exigencia natural del cuerpo, o del alma, sino del mero querer del Criador. Esto segundo pretenden muchos modernos: y si no es más verdadero, que lo primero, es por lo menos más inteligible.

33. Creo, que en algunas pasiones, aun en la presencia del objeto, es la imaginación quien da todo el impulso a las fibras del cerebro, o sólo mueve el objeto las fibras del cerebro [410] por medio de la imaginación. Cuando a uno con voz nada fuerte, ni terrible, se le dice una injuria, que le irrita, y conmueve la ira, no es creíble, que la material articulación, y sonido de las palabras, mediante la impresión, que hace en el órgano del oído, derive a las fibras del cerebro aquel movimiento de que pende la ira. Si fuese así se irritaría el que las oye, que entendiese su significado, que no: lo cual no sucede, sino que sólo se irrita, cuando entiende el significado de las palabras: luego es porque el objeto da impulso a las fibras del cerebro, sólo mediante el concepto, que hace el alma de la injuria; esto es, que el alma con la representación de la ofensa tiene una especie de agitación, la cual induce tal movimiento en las fibras del cerebro.

34. De este influjo, que tiene la imaginación en el cerebro, viene la mayor parte del mal, que nos causan nuestras pasiones, y principalmente del que causa la pasión amorosa. Si el amor sólo se encendiese a la presencia del objeto, sería una dolencia de cortísima duración: una llama momentánea como de relámpago, pues sólo con cerrar los ojos, o volverlos a otra parte, se disiparía: y cuando la pasión fuese tan violenta, que aun apartar la vista por un instante se hiciese durísimo, en la primera precisa separación de la presencia del objeto estaría remediado todo; pues desvanecida entonces la pasión, sería fácil formar, y mantener el propósito de no presentarse jamás a la causa de ella. Pero la lástima es, que en nuestra memoria queda depositado el daño: cada recuerdo es una centella, que prende fuego en el alma: nuestra imaginación es nuestro enemigo: y enemigo tal, que a tiempos concede treguas, mas nunca paces estables.

§. IX

35. Conocida la causa del mal, ¿dónde acudiremos por el remedio? A la misma causa del mal. La imaginación, que es quien hace, o conserva la llaga, ha de curar la herida. La propia botica de donde sale el veneno, nos ha de ministrar la triaca.

36. Supuesto que la imaginación de los objetos, que [411] tienen actividad para mover las fibras del cerebro, y mediante ese movimiento excitar las pasiones, hace el propio efecto, que los mismos objetos: se puede turbar, corregir, o mitigar el movimiento, que da a las fibras del cerebro la imaginación de un objeto, que excita tal pasión, con la imaginación de otro objeto, que excite otra pasión diferente. Si cotejamos los objetos presentes, es cierto que la presencia del objeto concitativo de una pasión, borra, obscurece, o templa la impresión, que hace la presencia del objeto concitativo de otra pasión diferente. La razón es, porque da movimiento diverso a las fibras del cerebro, y este movimiento diverso, en caso que no extinga el primero, no puede menos de turbarle, o hacerle más remiso: por consiguiente, del cerebro al corazón no se derivará la misma conmoción que antes, sino otra diferente.

{(a) Si el salto de Leucadia, tan famoso entre los antiguos para curar la pasión amorosa, tenía la eficacia, que ellos le atribuían, es para mí cierto, que ésta dependía del mismo principio, de donde en el número citado, y siguientes deducimos el modo de curar esta dolencia; conviene a saber, la fuerza, que tiene un objeto terrible, presentado a la imaginación, para extinguir en el cerebro, y por consiguiente en el corazón, los movimientos, que excita el objeto del amor. Por ser el salto de Leucadia, como remedio del amor, uno de los asuntos más curiosos, que ocurren en la antigua Historia, y tener aquí lugar oportuno; creo que no se me desestimará el que dé noticia de él, tratándole críticamente con alguna extensión; pues aunque éste ciertamente nada conducirá para la curación de los enamorados, servirá a la curiosidad, y erudición de los lectores.

Disertación sobre el salto de Leucadia

§. I

1. Es Leucadia una Isla del mar Jonio, de cincuenta millas de circuito, colocada enfrente del Istmo, que divide la Acaya del Peloponeso. Retiene aún, con poca, o ninguna corrupción entre los modernos Griegos, el nombre de Leucadia, que la daban los antiguos; bien que nuestros Geógrafos más comúnmente la apellidan Santa Maura, derivando a toda la Isla el nombre, que es propio de su Ciudad capital. Termínase Leucadia por la parte de Mediodía en un promontorio, compuesto de escarpadas rocas, que se avanza sobre el mar a una gran altura; y éste es el sitio donde hallaban su remedio los míseros amantes, que padeciendo la infelicidad de no ser correspondidos, ni podían sufrir, ni extinguir de otro modo el fuego, que les devoraba las entrañas. El remedio consistía en arrojarse de aquella eminencia sobre las ondas; a lo que se dio, ya el nombre del salto de Leucadia, ya el salto de los enamorados. Ya se ve que esto era peligrosísimo, siendo lo más natural costar la vida el arrojo, mayormente cuando los Escritores nos pintan elevadísima aquella cumbre. Pero se usaba de la precaución de tener cercado de barcos el sitio donde había de caer el que se precipitaba, para acudir a salvarle, en caso que no llegase ya al agua muerto, o muriese del golpe.

2. Un rito supersticioso, que se practicaba en aquella Isla, da motivo para conjeturar, que la precaución dicha no era la única de que se usaba, para salvar la vida de los enamorados, que venían a curarse. Todos los años, en un día determinado, arrojaban de aquella cumbre un delincuente, lo que observaban como un sacrificio expiatorio, a fin de precaverse de los males, de que estaban amenazados. Pero al mismo tiempo se hacía lo posible porque no pereciese, porque no sólo le esperaban barcos abajo para socorrerle, mas prendían de su cuerpo muchas plumas, y aun aves vivas para que la caída fuese lenta. Digo que se hace verosímil, que con los enamorados, que voluntariamente venían a arrojarse, se practicase lo mismo. Es verdad que éstos usaban de otra precaución singular. Había sobre el promontorio un famoso Templo de Apolo, de que hace mención Virgilio en el tercero de la Eneida.

Mox, & Leucatae nimbosa cacumina montis,
Et formidatus nautis aperitur Apollo.

A este Templo acudían primero devotos con sacrificios los que iban a curarse con el tremendo salto, implorando la protección de la Deidad, que se veneraba en él, para evitar que fuese mortal la caída. Pero la confianza, que tuviesen en su patrocinio, no sería tanta, que les hiciese despreciar esta otra diligencia.

3. Los mismos Escritores, que dan estas noticias, refieren varios casos, ya faustos, ya infelices, de amantes que fueron a buscar en aquel precipicio su remedio. De unos, que perdieron la vida; de otros, que se salvaron; pero sentando como cierto, que los que se libraron de la muerte, se libran también del amor. Hubo experiencias en uno, y otro sexo; pero en el femenino todas infelices. Cuéntanse entre los hombres Deucalion, marido de Pirra; Fobo, hijo de Foceo; el Poeta Nicóstrato, amante de Tettigidea; otro Poeta, llamado Charino, abrasado en una abominable pasión por el Eunuco Eros, Copero de Antíoco Eupator, Rey de Siria: un cierto Macés natural de Buthrota, de quien se refiere la insigne singularidad, que habiendo recaído diferentes veces en la dolencia amorosa, no sé si con el mismo, o con diferentes objetos, cuatro veces dio el salto, y todas cuatro logró la mejoría deseada. De las mujeres se cuentan entre otras dos famosísimas en la antigüedad, la sabia Safo, y Artemisa, Reina de Caria. Esta es en suma la historia del famoso salto de Leucadia. Reflexionémosla ahora con algo de cuidado, porque la materia es muy digna de crítica.

§. II

4. Monsieur Hardion, de la Academia Real de Inscripciones, y Bellas Letras, a quien en parte debo estas noticias, no pone duda alguna en los hechos referidos. Paréceme (dice) que no se puede dudar de la verdad de los hechos; porque fuera de que son testificados por un gran número de Autores, el remedio no se mantendría mucho tiempo en crédito, si no hubiese curado a persona alguna; y la experiencia era muy costosa, para que nadie se arrojase a ella sin fundar su esperanza sobre algunos ejemplares incontestables. Pero yo hallo mucho que dudar en lo que se le representa indubitable a Monsieur Hardion.

5. Lo primero, siendo tan enorme la altura del peñasco (pues aunque ésta no se determina con medida señalada, convienen los Autores en que es tanta, que la cumbre está comúnmente escondida entre las nubes, o lo que coincide, cubierta de nieblas), se hace increíble, que el salto dejase jamás de ser mortal, aunque fuese bien pertrechado de aves, y plumas el que se precipitaba; y las aves es manifiesto, que serían totalmente inútiles, porque desde el principio del descenso, el cuerpo precipitado, que las arrastraba consigo, las cortaría el impulso, y dejaría ineptas al vuelo, de modo, que ni aun podrían jugar las alas aquello, que era menester para retardar algo el movimiento hacia abajo. Fuera de que es natural, que aturdidas se dejasen caer, como si fuesen cadáveres.

§. III

6. Lo segundo, los Autores que se citan, no son tantos, ni tales, por más que Monsieur Hardion ostente su multitud, que puedan obligarnos al asenso en hechos de esta naturaleza. Cita Monsieur Hardion los mismos, que había citado antes Monsieur Bayle en su Diccionario Crítico, v. Leucade: y todos, sacando fuera los Poetas, que no hacen fe, y los que se fundan únicamente en el testimonio de los Poetas, no pasan de dos, y éstos hablan de distintos casos.

§. IV

7. Lo tercero, algunos de los hechos carecen de verosimilitud. Determinamos dos, el de Deucalion, y el de Artemisa. De Deucalion se dice, que fue a curar con el salto de Leucadia, no algún amor impuro, sino el lícito, que tenía a su esposa Pirra; el cual, aunque permitido, por ser vehementísimo le inquietaba, y afligía, y que en efecto logró la curación, que deseaba. Mucha credulidad ha menester esta noticia. Un amor tan ardiente, tan activo, de condición, digámoslo así, dolorífera, y maligna, que desasosiega, y aflige al que lo padece, hasta el grado de exponerse a un remedio peligrosísimo para mitigarle, es incompatible en la posesión conyugal. Dando, que ese estado permita algunas violentas accesiones de la fiebre amorosa, los derechos, que da el mismo estado, es natural, y aun necesario, que las mitiguen. Todo el mundo entiende, que el estado conyugal tanto es más feliz, cuanto es mayor el amor de los consortes. ¿No es quimera, que el amor por grande, haga a alguno tan infeliz, que busque su curación en un remedio, que le arriesga la vida?

§. V

8. El suceso de Artemisa pide algo de excursión histórica. Hubo dos Artemisas, entrambas Reinas de Caria, y entrambas famosas. La primera, por su insigne valor, e igual conducta en las empresas bélicas, de que dimos alguna noticia en el primer Tomo, Discurso XVI, núm. 35. La segunda, por el tierno amor, que conservó en la viudez a su difunto esposo Mausolo, y por la fábrica de aquel sumptuoso sepulcro, llamado Mausoleo, que le erigió para inmortalizar en él la memoria de su amor, y que fue celebrado como una de las siete Maravillas del mundo.

9. Algunos Autores han confundido una Artemisa con otra, aunque hubo más de un siglo de distancia entre las dos. Entre ellos podemos contar a Plinio, que en el libro 25, cap. 7, dice, que Artemisa, mujer de Mausolo, dio su nombre a la hierba, que hoy llamamos así, y antes de aquella Reina se llamaba Partenis; lo que no puede ser, porque Hipócrates, que floreció antes de Artemisa, mujer de Mausolo, hace mención de la hierba Artemisa con este nombre. Con que si alguna de las dos Reinas de Caria dio su nombre a la hierba, fue sin duda la primera. También en orden al hecho del salto de Leucadia, las confunde José Scalígero, y otros, que le siguen, atribuyéndolo a la segunda; lo que sobre no tener fundamento en algún Escritor antiguo, se opone manifiestamente a lo que todas las historias unánimemente afirman del fino, y constante amor de aquella Reina a su esposo vivo, y muerto, como vamos a mostrar inmediatamente.

10. El suceso, que dio motivo a Artemisa, para exponer su vida en el salto de Leucadia, se refiere de este modo. Enamoróse esta Reina, en el estado de viuda, de un hermoso mancebo, llamado Dardano, el cual nunca quiso resolverse a corresponderla; por lo que ella, irritada, sorprendiéndole una vez dormido, le arrancó los ojos. La satisfacción de su ira no lo fue de su amor. Arrepintióse luego de su inhumanidad, y la llama del amor se encendió en su pecho más furiosa que nunca. Buscó en la consulta de un Oráculo el remedio, y fuela respondido, que se precipitase de la roca de Leucadia. Hízolo, y perdió el amor; pero juntamente la vida. Véase cómo puede adaptarse este suceso a la segunda Artemisa, de quien concordes los Historiadores afirman, que dos años que sobrevivió a su esposo, no hizo más que gemir su muerte, y trabajar en el magnífico monumento, que hemos dicho, para eternizar su memoria: añadiendo algunos, que no satisfecha con esto su pasión, habiendo reducido a cenizas el cadáver, dio pasto a su fineza, tragándoselas poco a poco: extremo el más singular a que puede llegar un tierno amor.

11. Sólo puede, pues, atribuirse a la primera Artemisa el caso del amor de Dardano con sus funestas resultas. A la verdad, esta aventura, ni en todo desdice, ni en todo es conforme al carácter de aquella Reina. Es impropia de ella, por lo que tiene de amorosa no desdice, por lo que tiene de trágica. Fue Artemisa Princesa de gran espíritu, en extremo osada, astuta, y ambiciosa, guerra ilustre, y afortunada, mujer de cabeza, y manos. Dijo, a mi parecer, bien un crítico moderno de gran nombre, que rarísima vez mujeres, que se dedican a altos cuidados, son trabajadas por la parte del amor. Yo añado, que mucho menos, si el genio las conduce a ellos. En efecto, en orden a esto es fácil notar en las Historias una gran diferencia entre uno, y otro sexo. A cada paso se encuentran en ellas hombres de genio bélico, y político, empeñados en grandes proyectos, muy activos en la prosecución de designios ambiciosos, y con todo, de un temperamento muy expuesto a pasiones amorosas. Al contrario entre las mujeres, muy rara se encontrará de espíritu sublime, y heroico, que padeciese indignas fragilidades. Aunque la razón física de esta diferencia no es muy oculta; ¿para qué detenernos ahora en explicarla? Empero como esta regla admite excepciones, el capítulo del alto corazón de Artemisa no basta por sí solo para condenar como fabuloso su ciego afecto al joven Dardano.

12. Mas al paso que esta fragilidad es algo extraña en una mujer de aquel espíritu, se debe confesar, que es muy natural una venganza cruel, viéndose despreciada. Una Reina feroz, y altiva, ¿de qué rabia, de qué furor no es capaz contra quien ultraja su vanidad, desestimando su amor? Así, supuesta su pasión, y la inutilidad de sus diligencias para vencer a Dardano, era muy natural la cruel venganza de arrancarle los ojos. También era natural, ejecutada la venganza, el arrepentimiento, y envuelta en el mismo arrepentimiento nueva accesión violentísima de la amorosa fiebre: de modo, que conspirados el dolor, y el amor contra el corazón de la Reina infeliz, le despedazasen míseramente.

13. Es así, que hasta aquí vemos un suceso en parte impropio, en parte natural en el sujeto de quien se refiere; mas de ningún modo repugnante: de modo, que si la posibilidad por sí sola bastase para el asenso, teníamos lo necesario para dar crédito a la Historia. Mas como la crítica, demás de la posibilidad, debe contemplar la verosimilitud de los hechos, y la fuerza de los testimonios, que acreditan su existencia, por estos dos principios hemos de decidir la cuestión.

14. Digo, pues, que el suceso, comprehendidas todas sus circunstancias, es poco, o nada verosímil; y más parece aventura de novela, que de historia. Ya hemos visto, que desdice mucho del espíritu de aquella Reina haberse dejado dominar despóticamente de una pasión indigna. La constante resistencia de Dardano está muy cerca de totalmente increíble. Doy que para él no tuviese atractivo el amor de una Reina victoriosa, y feliz. Doy que las lágrimas, los ruegos, las promesas, las dádivas no tuviesen fuerza para vencerle, aunque ésta ya es demasiada virtud para un Gentil. ¿Pero cómo es creíble, que resistiese a las amenazas, las cuales, sin duda, precedieron a la sangrienta ejecución? ¿Tampoco estimaría, o su vida, o sus ojos? Ultimamente, la resolución, y mucho más la acción de precipitarse, aunque fuese dictado por un oráculo, halla una resistencia tan fuerte de la naturaleza, que de nadie debe creerse sin gravísimo fundamento.

15. ¿Pero qué fundamento hay para creer un complejo de circunstancias tan irregulares, y extraordinarias? El más débil del mundo. Toda esta historia estriba únicamente en la fe de un Autor, y Autor poco conocido; pues no han quedado de él más escritos, que unos pequeños retazos, que insertó el Patriarca Focio en su Biblioteca, en uno de los cuales se contiene la historia de que tratamos. Llamábase éste Ptolomeo de Efestion: esto es, hijo de Efestion. Todos los que escribieron tan raro suceso, de éste lo trasladaron, porque a éste únicamente citan. Un Autor solo, aun cuando se hallase muy calificado, sería corto fiador para asunto tan difícil. ¿Qué diremos de un Autor osbcuro? Suidas hace memoria de él, y dice, que vivió en los tiempos de Trajano, y Adriano; esto es, seiscientos años, poco más, o menos, después de Artemisa. Añádese esta circunstancia para prueba de la poca fe, que merece en sucesos tan anteriores a él.

§. VI

16. El cuarto fundamento, que tenemos para condenar como apócrifo lo que se dice del salto de Leucadia, es la mezcla, que esta narración tiene con las fábulas, y quimeras del Gentilismo. El mismo Ptolomeo de Efestion refiere, como ahora diremos, el principio por donde se supo, que la roca de Leucadia tenía virtud curativa del amor. Luego que Venus supo la muerte de su querido Adonis, puso todo su cuidado en buscar el cadáver, pensando lograr un gran consuelo en el desahogo de bañarle con sus lágrimas. Hallóle en un Templo de la Isla de Chipre; pero la vista del cadáver, bien lejos de aliviarla, avivó más su amor, y por consiguiente su dolor. En esta aflicción se le propuso el expediente de consultar a Apolo, como Dios de la Medicina. Este, conduciéndola a la eminencia del promontorio de Leucadia, la aseguró, que como se precipitase de ella, convalecería perfectamente de su dolencia. Obedeció la Diosa, y logró la sanidad deseada. Admirada de tan prodigioso efecto, le preguntó a Apolo, ¿de dónde sabía, que aquella roca tenía virtud tan peregrina? A lo que Apolo la respondió, que el primero que la había experimentado, y descubierto, era Júpiter, el cual, fatigado de la extremada pasión, que tenía por Juno, y buscando remedio para ella, el único que había encontrado, era sentarse sobre la cumbre de aquella roca. ¡Qué extravagancias por tantos caminos ridículas!

§. VII

17. Finalmente me parece no debo omitir, que aunque la tragedia de la docta Safo, que es una de las amantes infelices a quienes se atribuye el salto de Leucadia, se halla repetida en tantos libros; todos los Autores, que la refieren, a lo que he podido colegir, bebieron esta noticia en Menandro. ¿Y quién fue Menandro? Un poeta Cómico Ateniense. Dicho que fue Poeta, está entendido qué grado de fe merece. Que la insigne Poetisa Safo fue de un temperamento extremamente amoroso; que se hizo tan infame por su vida impúdica, como famosa por su delicado ingenio; que fue amante, y un tiempo amada de Faon; que éste, después fastidiado de ella, se ausentó de Lesbos de donde eran naturales uno, y otro, a Sicilia, por no perder sus importunidades; que ella, impelida del impuro fuego, en que ardía, le siguió a Sicilia, pero sólo para experimentar nuevos desdenes: todo esto se lee en varios Autores antiguos. Pero que, agitada siempre del amatorio furor, se resolviese a buscar remedio a él, precipitándose de la eminencia del promontorio de Leucadia, sólo se halla en una comedia de Menandro, de que conservó Estrabón un fragmento, donde se lee esta aventura.

18. Paréceme que lo que hemos razonado sobre el asunto, prueba suficientemente, que es harto dudoso lo que refieren los Autores antiguos, y modernos del salto de Leucadia; y que Monsieur Hardion tuvo poco, o ningún motivo, para dar por constantes aquellos hechos.

§. VIII

19. Tratada la cuestión del salto de Leucadia en cuanto a lo histórico, resta en la misma materia otra cuestión, que es puramente filosófica. Esta es, si en caso de haberse practicado aquel salto por algunos amantes, que tuviesen la felicidad de salvar la vida, tendrían también la dicha de curarse del amor. Los que asienten a la verdad de aquellos hechos, dan también por decidida esta cuestión segunda, porque la historia de ellos incluye uno, y otro; esto es, que hubo varios amantes, que buscaron aquel remedio, y que los que quedaron vivos, le experimentaron eficaz; mas a lo segundo parece que asienten debajo del supuesto de que la curación no fue natural, sino obrada por el demonio, para autorizar, y promover el culto de la mentida Deidad de Apolo, que se veneraba en el Templo inmediato a la roca, y a quien procuraban antes propiciar con ruegos, y sacrificios los que se resolvían a la experiencia de tan violento remedio. Pero yo afirmo, que supuesto salvarse la vida en el salto, era natural la curación; y no sería menester intervención alguna del demonio, para que el remedio fuese eficaz.

20. Para prueba de esta aserción, revóquese a la memoria lo que hemos escrito en los §§. 9, y 10 de este Discurso sobre los Remedios del Amor. La doctrina, que dimos en aquella parte, es la propia para explicar el fenómeno moral, de que tratamos ahora. Pongamos que fuese verdadero el caso de Safo, en cuanto a precipitarse de la roca Leucadiana: y añadamos la suposición de que sobreviviese al riesgo; ¿qué sucedería después, cuando le viniese su adorado Faon a la memoria? Que infaliblemente vendría con él el recuerdo del salto de Leucadia; porque estos dos objetos, en virtud de lo precedido, había contraído cierta liga mental, o conexión objetiva, de modo que al presentarse el primero a la imaginación, era necesario presentarse el segundo. ¿Y qué efecto haría la presencia del segundo? Borrar enteramente, o impedir la impresión, que era capaz de producir la del primero, agitando con impulso opuesto las fibras del cerebro. Aun cuando hubiese lugar a que el recuerdo de Faon excitase algún movimiento de ternura, al punto el recuerdo del salto terrible excitaría otro de horror, y de espanto, y éste destruiría aquél, como una onda rompe el ímpetu de otra onda. La grandeza del peligro, en que se había visto, haría al tiempo de recordarle, una impresión tan viva en la imaginación de Safo, como si de nuevo se hallase en la punta de la roca, en el movimiento de arrojarse al piélago. Al que ha pasado por algún riesgo de muy enorme magnitud, suele la imaginación, al hacer memoria de él, representarle, no como pasado, sino como existente. ¡Cuántas veces al que se libró del naufragio a fuerza de brazos, se le representa, que aún está actualmente lidiando con las ondas! Por la profunda sigilación, que hizo el peligro en el cerebro, la viveza de la imagen es tal, que al volver los ojos a ella, a pesar de la contraria persuasión del entendimiento, se figura tener presente el original. De aquí es natural originarse una conmoción tumultuante en el cerebro, y corazón, poderosa para disipar otro cualquier afecto.

§. IX

21. Esta es la doctrina, que hemos dado en los §§. citados, y que tiene su natural aplicación al caso del salto de Leucadia, en orden a que fuese remedio del amor. Pero reflexionando más la materia, hallo que en algunos sujetos, no sólo por el medio señalado podría serlo, mas también por otro, y acaso más eficaz.

22. Cualquier objeto, que haga una muy grande, y muy viva impresión en el ánimo de horror, de espanto, de miedo, es capaz de inducir alguna nueva disposición habitual, y constante en el sujeto, en virtud de la cual se mude también habitual, y constantemente su índole, inclinación, o genio. Esta nueva disposición puede ser respectiva al temperamento, consista éste en lo que quisiere, o sólo a la constitución del cerebro; y de cualquiera de los dos modos que sea, puede causar una gran mutación en la vida mortal. Del primer modo, por la famosa máxima: Mores sequuntur temperamentum. Del segundo modo, porque variada la textura, y constitución del cerebro, ya no hacen en él la misma impresión, que antes los objetos.

23. De una, y otra mutación, por la causa dicha, hay bastantes ejemplos. En las historias leemos de algunos sujetos, que por un gran susto se encanecieron enteramente en el espacio de una noche; lo que no pudo ser sin una notable alteración en el temperamento. Asimismo se sabe de muchos, que por haber padecido algún gran terror, quedaron el resto de su vida, o totalmente, o medio fatuos, lo que arguye una insigne variedad en la constitución del cerebro.

24. Acaso estos dos principios vendrán a coincidir en uno mismo, pues por la gran dependencia, que toda la máquina animada tiene del cerebro, cualquier gran alteración de esta parte príncipe ocasionará otras en varias partes de este todo. Y sin duda, que la inmediata acción del objeto terrífico sólo se ejerce en el cerebro, y sólo, mediante ésta, puede extenderse influjo al corazón, o a otras partes. Bástanos, pues, para el asunto, explicar cómo aquella operación por sí sola puede inducir una mutación considerable en inclinaciones, pasiones, o afectos.

25. Un objeto muy terrífico es preciso que haga una gran, y violenta impresión en el cerebro. Es fácil entender, que esta impresión sea a veces tan fuerte, que induzca alguna alteración permanente, en esta entraña, o varíe algo en su constitución nativa, o ya rompiendo algunas fibras, o laxándolas, o corrugándolas, o inmutando de varias maneras la textura de la substancia medular, &c. Como cuando una parte exterior del cuerpo recibe un golpe, si el golpe es pequeño, aunque padece algún desorden la parte, fácilmente se enmienda, y por sí misma recobra su natural constitución; mas si el golpe, o la herida es grande, resulta en la estructura de la parte algún desorden, o vicio permanente; lo mismo debemos concebir, que sucede en aquellas conmociones, que recibe el cerebro por la acción de los objetos. Si la conmoción es leve, sólo causa una alteración transitoria; pero puede ser la conmoción tan grande, que de ella resulte alguna inversión habitual, y permanente.

26. Supuesta esta nueva, y preternatural disposición del cerebro, también es fácil de entender cómo de ella puede resultar alguna habitual mudanza en las pasiones, o afectos del sujeto. Ya algunos objetos no harán en él la misma impresión, que antes hacían; porque variada la disposición del paso, aunque el agente sea el mismo, suele no obrar en él el mismo efecto; y alterada la constitución del móvil, no producir en él la causa motriz el mismo movimiento. Así puede desplacerle lo que antes le placía; atemorizarle lo que antes no le atemorizaba, &c. y quedar de este modo en una variación permanente, en orden a algunas cosas, la índole, o genio del sujeto.

27. Un caso, que ahora me ocurre, será oportuno para persuadir a los lectores menos perspicaces la verdad de la Filosofía, que acabamos de proponer. Estando el año de 1675 resueltos a batirse, por la parte del Rhin, los dos ejércitos Imperial, y Francés, aquél mandado por el General Montecuculi, y éste por el famoso Mariscal de Turena, fue el de Turena, acompañado de Monsieur de San Hilario, Teniente General de la Artillería, a reconocer una altura, donde quería colocar una batería. Estando en ella llegó el momento fatal de aquel gran Héroe. Una bala de Artillería, disparada del campo enemigo, llevando primero un brazo a Monsieur de S. Hilario, dio en el estómago del Mariscal de Turena, y acabó con su gloriosa vida. Larrey, que refiere este suceso, advierte juntamente, como cosa muy notable, una gran mudanza, que aquella fatalidad produjo en el genio de Monsieur de S. Hilario. Era este Oficial de genio feroz, y cruel, como lo había manifestado en las ocasiones, que habían ocurrido. Pero desde aquel momento en adelante (porque tuvo la dicha de curarse, y vivir después mucho tiempo) mostró siempre una índole mansa, y apacible. ¿Quién produjo en él esta mudanza? Aquel objeto terrible, la impensada, digo, y repentina muerte de Turena. Una circunstancia, que añade el mismo Historiador, muestra, que no el dolor de la pérdida del brazo propio, sino la fatalidad del General, hizo en su cerebro aquella gran impresión, que era menester para mudar su genio. Estaba con el de S. Hilario un hijo suyo, al cual viendo el padre llorar por el destrozo del brazo, con ánimo verdaderamente heroico, aunque al mismo tiempo altamente condolido, le dijo: No llores por mí, hijo mío: llora la muerte de este gran hombre; cuya pérdida no podrá jamás repararse. Un Héroe ilustre con tantas victorias, impensada, y repentinamente destrozado a sus ojos con el impulso violento de una bala de Artillería, fue un objeto sumamente terrible, y espantoso para aquel Oficial. Era una tragedia grande, para la que no estaba preparado en alguna manera el ánimo. Así, incurriendo de golpe en el cerebro, era natural conmoverle extraordinariamente, y mediante la conmoción alterar su textura: de modo, que ya en adelante algunos objetos no hiciesen las mismas impresiones, ni ocasionasen las mismas ideas. De aquí, el no lisonjearle al de S. Hilario, después del trágico suceso, la venganza feroz, y despiadada, en que antes se complacía. Acaso en otras muchas cosas se mudaría su ingenio, y padecería mudanza en otros afectos, aunque el Autor, que citamos, u otro alguno no lo hayan notado.

28. Si alguno quisiere filosofar de otro modo sobre este, y otros fenómenos semejantes, por mí tiene libre el campo; pues como se me salve la máxima de que los objetos terribles, y espantosos tienen eficacia para transmutar algunas pasiones, o afectos, tengo lo que he menester para mi intento; hágase dicha transmutación de esta, o aquella manera.

29. Así concluyo, que el salto de Leucadia pudo curar a los amantes infelices de los dos modos dichos. Confieso, que no todos se curarían del segundo modo; pero en los que la lograsen, sería la curación radical, y más segura.}

37. Pongo el ejemplo en un enamorado (pues éste es el enfermo, cuya curación solicitamos), el cual a la vista del objeto, que le arrastra, está sintiendo la violencia de la [413] pasión que le domina. Sucede, que en este estado le sorprende el estampido de un formidable trueno, o que de golpe le dan una funestísima noticia, o que inesperadamente [414] ve acercarse un enemigo suyo con la espada desenvainada en la mano. Es cierto, que cualquiera de estos objetos dará un movimiento a las fibras de su cerebro, [415] que baraje, turbe, o enteramente disipe el movimiento, que les daba el objeto amado: de que resultará necesariamente, que propagándose por los nervios [416] aquel movimiento al corazón, sucederá en éste la pasión del pavor a la del amor.

38. Ni se piense, que esto se hace por la mera distracción [417] del ánimo de un objeto a otro: pues es cierto, que aun cesando la presencia del objeto terrible, y volviendo la consideración al amable, se experimenta, que por algún [418] rato no tiene esta fuerza para mover las fibras del cerebro, como las movía antes: y es, que aún dura el movimiento, o impresión, que hizo el terrible: esto por regla general, [419] de que aun apartado el motor del móvil, permanece en éste el impulso, que le dio el motor, y tanto mayor, o de más duraciones la permanencia, cuanto mayor es la fuerza con [420] que fue impelido. Así el enamorado, que en el mayor ardor de su pasión ve caer a corta distancia un rayo, por algún espacio de tiempo después de disipado el espantoso meteoro [421] no sentirá en el pecho el menor vestigio de la pasión amorosa.

39. Quiero, pues, que la imaginación de un objeto [422] haga con la imaginación de otro objeto, lo que hace la presencia de uno con la presencia de otro: esto es, que la imaginación de un objeto, o terrible, o irritante, o melancólico, temple, o extinga la impresión, que hace en el sujeto apasionado el objeto amable. El objeto, contrapesante del amable cada uno le debe elegir, echando mano de aquel, que considera la propia índole, le haga más fuerza. En el de genio tímido hará mayor impresión el terrible: en el colérico el irritante: en el triste el melancólico: y aun dentro de la misma especie se ha de arreglar la elección al genio, porque aun dentro de la misma especie, a otro conmueve más un objeto, a otro otro. En mí propio hallo un ejemplo bien sensible de esta diferencia. He notado, que entre todas las especies de muerte violenta, la que comúnmente da más horror, es aquella en que es ejecutor el fuego; pero a mí me conmueve, y horroriza más cuando pienso en ello, la de precipicio. De aquí viene, que, aunque no soy de genio pusilánime, cuando hago viaje por tierras ásperas, y desiguales, en cualquier paso un poco estrecho, y pendiente, me apeo: y no andaría ni aun a gatas, por una cornisa de media vara de ancho, aunque me pusiesen en ella la Tiara.

40. No basta lo dicho. Falta mucho que advertir sobre la materia. Este contrapeso de un objeto con otro, o de una imaginación con otra, pide cierto determinado manejo, [423] para que se logre el efecto pretendido. Por eficaz que sea el remedio, si se yerra la aplicación, aprovechará poco, o nada. Es menester, digo, disponer las cosas de modo, que el objeto, pongo por ejemplo, terrible sorprenda de golpe a la imaginación, o la imaginación de él sorprenda de golpe al sujeto siempre, y en el mismo momento, que la dirige al objeto amado. Sin esa circunstancia servirá el remedio de poco, por tres razones: la primera, porque muchas veces embebida el alma en la comtemplación del objeto amado, ni pensará en el remedio, ni aun le ocurrirá, que necesita de él. La segunda, porque tal vez, aunque piense en él, no le querrá buscar; porque los enamorados son unos enfermos, que no pocas veces se lisonjean de la propia dolencia, y la miran con ojos tan gratos, que aunque capaces de admitir la curación, rehúsan hacer diligencias por conseguirla. Así es menester, que por excusarles buscar el remedio, el mismo remedio los busque a ellos. La tercera, porque la imaginación de un objeto terrible, siendo buscada con estudio, no tiene tanta fuerza, ni hace tan viva impresión, como cogiendo improvisamente al sujeto. La misma diligencia con que se busca, es prevención, que dispone al alma para resistirla.

§. X

41. ¿Mas cómo conseguiremos, que el objeto terrible incurra en la imaginación de golpe, sin premeditación alguna en el mismo momento, y siempre que se piensa en el objeto amado? Parece que propongo un arbitrio imposible, a lo menos extremamente difícil; no sino muy fácil. Con alguna diligencia a los principios, y diligencia nada costosa, se logrará después para siempre sin diligencia alguna la concurrencia de un objeto con otro.

42. Es cierto, que el ejercicio de juntar dos ideas en la mente, o dos objetos en la imaginación engendra entre ellos cierta especie de vínculo mental, por el cual después no se puede pensar en uno, sin que al mismo momento ocurra al pensamiento el otro. Tal vez un acto solo hace este efecto. Así experimentamos, no pocas veces, que por haber visto a dos sujetos en tal determinado sitio, [424] siempre que después pensamos en uno, ocurre al pensamiento el otro, y siempre que pensamos en ellos, pensamos en el sitio, donde los vimos: como también pensando en el sitio, pensamos en ellos, enlazándose estas tres ideas de modo, que ya no está en nuestra mano, ni es posible separarlas, antes cualquiera de ellas, que se presente, en el mismo punto de tiempo, trae consigo las otras dos.

43. Lo que ha de hacer, pues, el enfermo de amor, que quiere curarse, es lo primero, elegir un objeto, o terrible, o lastimoso, o de otra especie, aquel que ha experimentado más apto a conmover su ánimo, o que más altamente le conmueve. Lo segundo ejercitarse algo en enlazar la idea de éste, con la del objeto amado: la cual se hace, llevando algunas veces el pensamiento de aquél a éste; y esto hará a su arbitrio, siempre que quiera. No será menester repetir mucho este ejercicio. Con diez, o doce veces, que lo haga, acaso con tres, o cuatro, y aun es posible, que con una sola, se liguen, respecto de su mente, las dos ideas, de modo, que ya le sea imposible pensar jamás en el objeto amado, sin que al momento ocurra a su imaginación el lastimoso, o terrible.

44. He dicho, que cada uno, según su experiencia, ha de elegir el objeto contrapesante, porque no cabe en esto otra regla, o dirección. Es objeto terribilísimo para uno, el que no tiene terribilidad alguna para otro. Hay quien se desmaya al ver ejecutar en otro una sangría, y verá sin alteración sensible hacerse cenizas una Ciudad. Hay quien no puede sufrir, que se le hable de la aparición de un difunto, y acometerá intrépido a su enemigo en la campaña.

45. En mi propia persona he tenido una experiencia notable de esta desigualdad. En lo poco que he visto de Historia (que poco basta para esto) he leído muchas muertes lastimosísimas, destrozos horrendos, tragedias extremamente lamentables; pero nada hizo tanta impresión en mi ánimo, ni de lástima, ni de horror, como un suceso del siglo presente, trágico, y lastimoso a la verdad: pero mucho menos que otros innumerables, que he leído. El año de 1703, un Soldado Prusiano, que profesaba el Luteranismo, [425] y estaba de guarnición en la Ciudad de Utrech, haciendo triste, y profunda reflexión sobre varios delitos, que había cometido, y resuelto a purgarlos, dio en el extraño, y bárbaro pensamiento de expiarlos todos por medio de una cruel, y voluntaria muerte. Dio parte de su resolución a otro Soldado, íntimo amigo suyo, rogándole con las más fervorosas instancias, que fuese instrumento de ella. Proponíale, que con un hacha le fuese cortando poco a poco sobre un cepo manos, y brazos, pies, piernas, y muslos, de modo que en cada miembro se hiciesen, con varios golpes, varias divisiones. No sólo se negó el amigo a la ejecución, mas procuró apartarle del sangriento designio. Pero aquel desdichado repitió tanto, y con tanta eficacia los ruegos; que al fin el amigo condescendió, y se hizo ejecutor de la tragedia, en la forma misma, que se le había propuesto. Sin duda que el verdugo no era mucho menos bárbaro, que el reo. Fue cosa admirable, que el infeliz inmolado fue poniendo sucesivamente sobre el cepo, a los repetidos golpes del hacha, primero la mano, después el brazo, luego la otra mano, tras de ésta el brazo correspondiente, a que se siguió en la misma conformidad el destrozo de pies, y piernas. Fueron sorprendidos por gente, que llegó, el Sacerdote, y víctima de Satanás sobre el fin del sacrificio: y el matador fue ahorcado luego por orden de su Jefe. Refiere el caso el Autor Anónimo de la Clef du Cabinet al año notado.

46. Esta tragedia, digo, hizo tal impresión en mi espíritu, que por más de tres meses me inquietó notablemente su memoria: y puedo asegurar, que en todo este espacio de tiempo no hubo noche alguna, que excitándome la especie al entrar en la cama, no me retardase más de lo ordinario el sueño. Un afecto medio entre lástima, y horror, o compuesto de uno, y otro, me imprimía en el pecho cierta especie de aflicción, que me dificultaba el sosiego. ¿Qué tenía yo con el Soldado Prusiano? Enemigo mío era por Religión, y por Política. ¿Qué perdía yo, ni perdía el mundo en la pérdida de él? Era un hombre ordinario, de [426] quien no se dice cosa, que le hiciese estimable, y sólo conocido por su barbarie. La especie de su muerte, aunque atroz, no tanto como otras muchas, que hallamos en las historias: a que se añade, que algunas de éstas son mucho más aptas a mover la compasión, por la circunstancia de haber caído en sujetos de ilustre mérito, y conocida inocencia. ¿Qué importa? Es tal la constitución de mi ánimo, o tal la estructura de mi cerebro, que aquella tragedia menor es más apta para excitar en mí grandes sentimientos, que otras mucho mayores. No hay hombre alguno, que no tenga alguna particularidad, en esta materia: porque ninguno hay, cuyo cerebro no se distinga algo en la estructura de todos los demás. Así es preciso, que cada uno, según la experiencia que tiene, elija el objeto, que puede hacer mayor impresión, y mediante ella, corregir, templar, o extinguir la que hace el objeto amado.

§. XI

47. Este es general el remedio, que propongo contra la enfermedad de amor; pero para hacerle más eficaz, es preciso añadir algunas advertencias.

48. La primera es, que en igualdad se prefiera el objeto visto, a aquel de quien sólo se tiene noticia por relación. Una muerte repentina vista, tiene mucho mayor actividad para conmover el ánimo, repetida a la memoria, que otra muerte repentina, de quien se tiene noticia por oídas. Un rayo, que hayas visto caer a tus pies, aun sin daño tuyo, ni de nadie, hará mayor impresión en tu cerebro, que otro de quien te refirieron, que había hecho un gran estrago.

49. La segunda, que entre los objetos vistos elijas con preferencia aquellos, cuya terribilidad miraba derechamente a tu persona. Si te viste en algún riesgo grande de la vida, será éste un objeto muy apto para conmoverte. Será equivalente a éste aquel, cuya terribilidad se ejercite en persona de tu íntimo afecto, pues para el caso es lo mismo. La conversión del famoso, y ejemplar Abad de la Trapa, Armando Bouthillier de la Rance, se debió, según Monsieur de S. Evremont, a un funesto espectáculo, presentado a sus [427] ojos en la persona de la bella Duquesa de Mombazon, quien él idolatraba. Sucedió, que muerta esta señora, quiso Armando dar triste paso a su amor con la inspección de su cadáver, antes que le escondiesen en el féretro. Subió al cuarto donde estaba depositado, el cual halló sin un alma, que le acompañase. ¡Gran desengaño para los que saben, que viviendo aquella Señora, hervían de asistentes los umbrales de su casa! Pero no fue esto lo que más hirió el ánimo del Abad Rancé, sino que halló el cadáver degollado, y separaba la cabeza del resto. Informóse de la causa, y supo, que no había habido otra, sino que el féretro encargado había salido tan corto, que no cabía en él el cuerpo a la larga; y por excusar el embarazo de hacer otro más capaz, echaron los domésticos por el atajo de separar la cabeza del cuerpo, para que así se pudiese acomodar. ¡Oh Idolos del mundo! ¡Oh hermosuras celebradas! En esto paran vuestras adoraciones. Aquél fue el momento crítico, en que el Abad Rancé pasó de una vida muy profana a la ejemplarísima, que después observó hasta el último aliento. Yo me imagino, y es naturalísimo, que aquel triste, funesto, horroroso espectáculo por todo el resto de su vida se presentaría a la imaginación del Abad Rancé, siempre que pensase en los placeres, y vanidades del mundo, y que éste sería un eficacísimo retractivo para no retroceder a la vida antecedente. Por lo menos no se puede negar, que tan terrible, y lastimoso objeto era aptísimo para hacer en su cerebro una impresión tan fuerte, que extinguiese la que podían hacer en él todas las pompas, y placeres del mundo.

50. La tercera, que el apasionado no use sólo de un objeto contrapesante, sino de muchos, y diferentes, haciendo con el estudio expresado arriba, que todos se vayan presentando a la imaginación, al punto que piensa en el objeto amado. Esto por tres razones. La primera, porque muchos tienen más fuerza que uno: Plura collecta juvant, quae singula non possunt. La segunda, porque según la varia disposición del sujeto, una vez hace mayor impresión un [428] objeto, otra vez otro. La tercera, porque aun prescindiendo de la impresión, que hacen, aprovecha dividir la atención entre muchos objetos, pues de este modo toca menos parte de ella al que causa la pasión.

51. La cuarta advertencia es, que si el mal fuere muy contumaz, de tiempo a tiempo se remuden los objetos, substituyendo unos a otros. La razón es, porque el mismo objeto, al principio hace una fuerte impresión, deja de hacerla, siendo muy repetido: Ab assuetis non fit passio. El remedio, que se aplica todos los días con el tiempo deja de ser remedio. Aun a los objetos reales, y existentes, que más miedo nos ponen, desarma la costumbre de su terror. El que al principio se estremece al oír el disparo de una pistola, continuando algunos años la guerra, oye, sin conmoverse, el pavoroso estruendo de la artillería. ¿Cuánto más perderán de su fuerza los que sólo son imaginados?

52. La quinta, que no se omitan aquellos objetos, que tienen relación disuasiva hacia la pasión del amor, y aun éstos será acaso conveniente traerse en primer lugar a la imaginación, habituándola de modo, que al momento, que empiezas a pensar en el objeto amado, se traslade el pensamiento a la deshonra, a la pérdida de la salud, de la hacienda, y del alma, que puede acarrearte tu pasión. Esta contemplación se puede esforzar con imágenes concernientes a lo mismo, las más terríficas que puedes proponerte: como que la tierra se abre debajo de tus pies, y por el boquerón ves las llamas del Infierno, y en torbellinos de humo llega a tus narices la horrenda hediondez de sus azufres: que te hallas en el lecho cerca de las últimas boqueadas, manando podredumbre de todos tus miembros, que ves una alma condenada, cual la habrás visto pintada alguna vez, hecha pasto de fuego, y de culebras, sapos, y otras sabandijas, a quienes muerde rabiosa, y desesperada, tanto como es mordida de ellas mismas: que tienes presente a tu Salvador Jesucristo, amenazándote con una espada desenvainada en la mano: que le ves sentado en el Trono, [429] que erigirá en el Valle de Josafat, con un semblante terribilísimo, en ademán de fulminar contra los prescritos aquella sentencia, que no admite apelación, &c. A este modo se pueden discurrir otras imágenes terribles, y juntamente disuasivas de la pasión, aunque no será preciso usar de todas a un tiempo; antes será mejor reservar parte de ellas para mudar, cuando sea necesario.

53. Dije que acaso será más conveniente colocar antes los objetos, que por su naturaleza son disuasivos de la pasión, que los que son puramente terribles, porque no se puede dar regla fija en esto. Tal vez los que son juntamente terribles, y disuasivos, harán todo el efecto, que se desea, sin llegar a los que son puramente terribles: tal vez convendrá que éstos precedan, para que templando la impresión, que hace el objeto amado, hallen los otros algo quebrantado el enemigo, con que será fácil ganar completa la victoria.

54. Reconvéngote, Lector apasionado, sobre que bien enterado de los preceptos, que acabas de leer, te apliques a observarlos todos con exactitud, y diligencia; sobre todo, el capital de habituar la imaginación, de modo, que siempre que pienses en el objeto amado, vuele el pensamiento, aunque tú no quieras, a los terribles. Yo sé, que el remedio es eficaz: si para ti no lo fuere, dejará de serlo por tu omisión, o tibieza en aplicarle: en cuyo caso, abominando tu desidia, me quejaré de ella con aquella expresión dolorosa de Jeremías: Curavimus Babylonem, & non est sanata.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo séptimo (1736). Texto según la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo séptimo (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 379-429.}