Filosofía en español 
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Tomo octavo Discurso primero

Abusos de las disputas verbales

§. I

1. He oído, y leído mil veces (mas ¿quién no lo ha oído, y leído?) que el fin, si no tal, primario de las Disputas Escolásticas, es la indagación de la verdad. Convengo en que para eso se instituyeron las Disputas; mas no es ese por lo común el blanco a que se mira en ellas. Dirélo con voces Escolásticas. Ese es el fin de la obra; mas no del operante. O todos, o casi todos los que van a la Aula, o a impugnar, o a defender, llevan hecho propósito firme de no ceder jamás al contrario, por buenas razones que alegue. Esto se proponen, y esto ejecutan.

2. Ha siglo y medio, que se controvierte en las Aulas con grande ardor, sobre la Física Predeterminación, y Ciencia Media. Y en este siglo y medio jamás sucedió, que algún Jesuita saliese de la Disputa resuelto a abrazar la Física Predeterminación, o algún Tomista a abandonarla. Ha cuatro siglos que lidian los Scotistas con los de las demás Escuelas, sobre el asunto de la Distinción real formal. ¿Cuándo sucedió, que movido de la fuerza de la razón el Scotista, desamparase la opinión afirmativa; o el de la Escuela opuesta, la negativa? Lo propio sucede en todas las demás cuestiones, que dividen Escuelas, y aún en las que no las dividen. Todos, o casi todos van resueltos a no confesar superioridad a la razón contraria. Todos, o casi todos, al bajar de Cátedra, [2] mantienen la opinión que tenían, cuando subieron a ella. ¿Pues qué verdad es ésta, que dicen van a descubrir? Verdaderamente parece, que éste es un modo de hablar puramente Teatral.

3. ¿Pero acaso, aunque los combatientes no cejen jamás de las preconcebidas opiniones, los oyentes, o espectadores del combate harán muchas veces juicio de que la razón está de esta, o de aquella parte, y así para éstos, por lo menos, se descubrirá la verdad? Tampoco esto sucede. Los oyentes capaces, ya tomaron partido, ya se alistaron debajo de estas, o aquellas banderas, y tienen la misma adhesión a la Escuela que siguen, que sus Maestros. ¿Cuándo sucede, o cuándo sucedió, que al acabarse un acto literario, alguno de los oyentes, persuadido de las razones de la Escuela contraria, pasase a alistarse en ella? Nunca llega ese caso, porque aunque vean prevalecer el campeón, que batalla por el partido opuesto, nunca atribuyen la ventaja a la mejor causa, que defiende, sino a la debilidad, rudeza, o alucinación del que sustentaba su partido. Nunca en el contrario reconocen superioridad de armas, sí sólo mayor valentía de brazo.

4. ¿Mas qué? ¿Por eso condeno como inútiles las disputas? En ninguna manera. Hay otros motivos, que las abonan. Es un ejercicio laudable de los que las practican, y un deleite honesto de los que las escuchan. El tratar, y oír tratar frecuentemente materias científicas, infunde cierto hábito de elevación al entendimiento, por el cual está más dispuesto a mirar con desdén los deleites sensibles, y terrestres. Aun prescindiendo de esta razón, cuanto más se engolosinare la atención en aquellos objetos, tanto más se debilitará su afición a éstos, porque la disposición nativa de nuestro espíritu es tal, que, a proporción que se aumenta en él la impresión de un objeto, se mitiga la de otro. Finalmente, el ejercicio de la disputa instruye, y habilita para defender con ventajas los Dogmas de la Religión, e impugnar [3] los errores opuestos a ella. Y este motivo es de suma importancia.

5. Mas por lo que mira a aclarar la verdad en los asuntos, que se controvierten en las Escuelas, es verisimil que ésta se estará siempre escondida en el pozo de Demócrito. Bien lejos de ponerse los conatos, que se jactan para descubrirla, yo me contentaría con que no se pusiesen para obscurecerla. Daño es éste, que he lamentado en las Escuelas desde que empecé a frecuentarlas. No de todos los profesores me quejo; pero sí de muchos, que en vez de iluminar la Aula con la luz de la verdad, parece que no piensan sino en echar polvo en los ojos de los que asisten en ella. A cinco clases podemos reducir a estos, porque no en todos reinan los mismos vicios, aunque hay algunos, que incurren en todos los abusos, de que vamos a tratar.

§. II

6. Los primeros son aquellos, que disputan con demasiado ardor. Hay quienes se encienden tanto, aun cuando se controvierten cosas de levísimo momento, como si peligrase en el combate su honor, su vida, y su conciencia. Hunden la Aula a gritos, afligen todas sus junturas con violentas contorsiones, vomitan llamas por los ojos. Poco les falta para hacer pedazos Cátedra, y barandilla con los furiosos golpes de pies, y manos: ¿Qué se sigue de aquí? Que furor, itaque mente praecipitant; que llegan a tal extremo, que ya no sólo los asistentes no los entienden, mas ni aún ellos se entienden a sí mismos. ¿Conviene esto a la gravedad de los profesores? ¿Corresponde a la circunspección, y modestia, propias de gente literata?

7. Sin duda, que en cualquier Ciencia es violentísimo este modo de disputar; pero mucho más que en otras, en la excelsa, y serena majestad de la Sagrada Teología. Así lo sintió el Nazianzeno, el cual en aquella Oración, cuyo asunto es, de moderatione in disputationibus [4] servada, toda muy a nuestro intento, dijo, que la mayor excelencia de la Teología es ser Ciencia pacífica: ¿Quidnam in nostra Doctrina praestantissimum est? Pax. Y añade al punto, que la paz en la disputa, no sólo es nobilísima, sino utilísima: Adam etiam, utilissimum. La utilidad es notoria, porque la serenidad de ánimo es importantísima para discurrir con acierto, y explicarse con claridad. Así los disputantes adelantan más, y los oyentes perciben mejor. Como al contrario, el fuego de la colora confunde el discurso, y atropella la explicación. Es llama impura, que en vez de alumbrar la Aula, la llena de humo.

8. No es esto condenar aquella enérgica viveza, que como calor nativo de la disputa, da aliento a la razón; sino aquel feroz tumultuante estrépito, más propio de brutos, que se irritan, que de hombres, que razonan, y que a los que no han visto otras veces semejantes lides, pone en miedo de que lleguen a las manos, como Juan Barclayo dice le sucedió con dos profesores, cuya ardiente contienda pinta festivamente en la primera parte de su Satyricón: Tam acriter coeperunt contendere, ut res meo judicio ad manus, pugnamque spectaret. Siendo yo oyente en Salamanca, sucedió, que un Catedrático de Prima, por el excesivo fuego con que tomó el argumento, se fatigó tanto, que, quedando casi totalmente inmóvil, fue menester una silla de manos para conducirle a su casa.

9. Estas iras comunmente, no sólo son viciosas por sí mismas, mas también por el principio de donde nacen: porque ¿quién las inspira, sino un espíritu de emulación, y de vanagloria, un desordenado deseo de prevalecer sobre el contrario, una ardiente ambición del aplauso, que entre la ignorante multitud, logra el que hace mayor estrépito en la Aula? A los genios inmoderados, la ansia de lucir los hace arder. Dejo aparte la mala disposición, que tal vez persevera en los ánimos, como efecto del fervoroso anhelo, con que los contendientes [5] recíprocamente aspiran a lograr en el Público superiores estimaciones. Ya se vio por estos celos llegar a la indignidad de apedrearse públicamente en la calle dos insignes Profesores, respetados por su sabiduría en toda Italia, y Autores uno, y otro de muy estimables Escritos. Refiere el caso el famoso Guido Pancirola en el lib. 2. de Claris Legum interpretibus, cap. 127. ¡Monstruoso desorden en unos hombres sabios! Tantae ne animis caelestibus irae? Como quiera que tan destemplados furores sean muy raros, es cierto, que el estrépito tumultuante de la disputa, el cual es bien ordinario, es un abuso, que, por las razones insinuadas arriba, perjudica mucho a la enseñanza pública.

§. III

10. El segundo abuso, que se da mucho la mano con el primero, es herirse los disputantes con dicterios. En las tempestades de la cólera, pocas veces suena tan inocente el trueno de la voz, que no le acompañe el rayo de la injuria. Es dificultosísimo en los que se encienden demasiado, regir de tal modo las palabras, que no se suelte una, o otra ofensiva. El fuego de la ira también en esto se parece al fuego material, que comunmente es denigrativo de la materia, en que se ceba. Es ésta sin duda una intolerable torpeza en hombres doctos, o que hacen representación de tales.

11. No digo yo, que se oigan en las Aulas injurias, que inmediata, y expresamente toquen en las personas. Esto, o rarísima vez, o ninguna sucede. ¿Pero qué importa? Se oyen frecuentemente desprecios de la doctrina, y estos de resulta caen sobre la persona. El que defiende, desdeña como fútil el argumento. El que arguye trata de absurda la solución. A cada paso se dicen, que extrañan mucho tal, o tal proposición, como opuesta a la doctrina comunísima. ¿Estas, y otras expresiones semejantes no significan a los oyentes, que el sujeto, a quien se refieren, es un hombre desnudo de ingenio, y doctrina? [6]

12. Lo peor es que comunmente se usa de ellas, cuando son más intempestivas, y más opuestas a la razón. El que arguye, nunca con más conato vilipendia la solución, que cuando ésta, por muy oportuna, le corta el argumento. El que defiende, nunca más ultraja, como despropositado el argumento, que cuando éste le estrecha, aprieta, y estruja. Sidonio Apolinar dice de un amigo suyo, que entonces se certficaba de ser vencedor en la disputa, cuando veía desbocarse irritado el contrario: Tunc demum credit sibi cessisse collegam, cum fidem fecerit victoriae suae bilis aliena {(a): Lib. 3. epist. 2.}. El que no puede dar al argumento solución oportuna, procura desacreditarle entre los oyentes con el desprecio. Cubre su flaqueza con el manto de la osadía; y vencido en la realidad, se ostenta triunfante en la apariencia. Este modo de proceder, si el concurso se compusiese sólo de Doctos, le duplicaría la confusión, añadiéndole a la nota de ignorante, la ignominia de insolente. Pero el mal es, que las Aulas se llenan de principiantes en las Facultades, entre quienes la inmodestia más atrevida logra los Victores de una Ciencia consumada.

13. Fuera de este modo descubierto de improperar, hay otro ladino, y solapado, más seguro para el ofensor, y más dañino al ofendido. Este es el de insultar por señas. Una risita falsa a su tiempo, arrugar fastidiosamente la frente, escuchar con un gesto burlón lo que se le propone, volver los ojos al auditorio, como mirando la extravagancia, responder con un afectado descuido, como que no merece más atención el argumento, arrojar hacia el contrario una, u otra miradura con aire de socarronería, simular un descanso tan ajeno de toda solicitud en la Cátedra, como si estuviese reposando en el lecho, y otros artificios semejantes; ¿qué significan al auditorio sino una superioridad grande sobre [7] el otro contendiente ¿Qué le dan a entender, sino que éste es un pobre idiota, que no acierta con cosa, y más merece lástima, que respuesta? ¡O cuántos ignorantes se sirven de estas maulas, para encubrir a otros, tanto, o más ignorantes que ellos, su rudeza! ¿Qué es esto, sino suplir el esfuerzo con la alevosía, o, como decía el Griego Lysandro, la piel del León con la de la Zorra? Industria vulgar, artificio vil, propio de espíritus de la ínfima clase.

§. IV

14. El tercer abuso es la falta de explicación. Este defecto, aunque menos voluntario, no es menos nocivo. En él se incide frecuentísimamente. Muchas alteraciones porfiadísimas se cortarían felizmente sólo con explicar recíprocamente el arguyente, y el sustentante la significación, que dan a los términos. Es el caso, que muchísimas veces uno da a una voz cierta significación, y otro otra diferente; y uno le da significación más lata, otro más estrecha; uno más general, otro más particular. Entrambos dicen verdad, y entrambos se impugnan acerbísimamente, escandalizándose cada uno de lo que dice el otro. Entrambos dicen verdad, porque cualquiera de las dos proposiciones, en el sentido en que toma los términos el que la profiere, es verdadera. Con todo se van multiplicando silogismos sobre silogismos, y todos dan en vacío, porque en la realidad están acordes, y sólo en el sonido niega el uno lo que afirma el otro.

15. Esta confusión ocurre no menos en las disputas de conversaciones particulares, que en las de los Actos públicos. Digo lo que he experimentado innumerables veces. Y puedo asegurar, que muchísimas controversias de conversación, que no tenían traza de terminarse jamás, he tronchado con dos palabras de explicación de alguna voz. Es facilísimo conocer cuándo nace de este principio la disputa; porque las pruebas, de que usan [8] uno, y otro contendiente, o la prueba, que da el uno, y solución, que da el otro, muestran claramente, que hablan en diverso sentido, y aún manifiestan el sentido, en que habla cada uno.

§. V

16. El cuarto abuso es argúir sofísticamente. Los Sofistas hacen un papel tan odioso en las Aulas, como en los Tribunales los tramposos. Entre los antiguos Sabios eran tenidos por los truhanes de la Escuela. Luciano los llamó Monos de los Filósofos. Y yo les doy el nombre de Titereteros de las Aulas. Una, y otra son Artes de ilusiones, y trampantojos. Platon (in Euthydemo) dice, que la aplicación a los Sofismas es un estudio vilísimo, y ridículos los que se ejercitan en él: Studium hoc vilissimum est, & qui in eo versantur, ridiculi. Poco antes había dicho (sentencia digna de Platon) que es cosa más vergonzosa concluir a otro con sofismas, que ser concluido de otro con ellos. En las guerras de Minerva, como en las de Marte, menos deslucido sale el que es vencido, peleando sin engaño, que el que vence, usando de alevosía. ¿La máxima Dolus an virtus, quis in hoste requirat? si es mal vista del honor en la campaña, con no menor razón debe ser aborrecida en la Escuela.

17. Es el Sofisma derechamente opuesto al intento de la disputa. El fin de la disputa es aclarar la verdad: el del Sofisma, oscurecerla: luego debiera desterrarse para siempre de la Aula, no sólo como un huésped indigno, y violentamente intruso en ella; más aún como un alevoso enemigo de la verdadera Sabiduría. ¿Y qué diré de los Sofistas? Que sería razón los castigasen como a monederos falsos de la Dialéctica, ya que no con suplicio de sangre, pues no le admite la benignidad de la República Literaria, por lo menos con la afrenta pública del común desprecio.

18. Estoy bien con la máxima, que han practicado [9] algunos, de no dar a los Sofismas otra respuesta, que la de un gracejo irrisorio. Un Sofista le probaba a Diogenes que no era hombre, con este argumento: Lo que yo soy, no lo eres tú: yo soy hombre: luego tú no eres hombre. Respondióle Diogenes: Empieza el silogismo por mí, y sacarás una conclusión verdadera. Motejo agudo; porque para empezar por Diogenes el silogismo, era preciso que el Sofista lo formase así: Lo que tú eres, no lo soy yo: tú eres hombre: luego yo no soy hombre. Otro Sofista le probaba al mismo Diogenes, que tenía armada la frente con aquel Sofisma famoso entre los Antiguos, y que aun hoy sirve de diversión a los muchachos, a quien por su materia dieron el nombre de Cornuto: Quod non perdidisti, habes; sed non perdidisti cornua: ergo cornua habes. A lo que Diogenes, tocándose la frente, respondió: En verdad que yo no los encuentro. De Diodoro, famoso Sofista, refiere Sexto Empírico, que solía probar, que no había movimiento, con este dilema: Si algún cuerpo se mueve, o se mueve en el lugar en que está, o en el lugar en que no está; ni se mueve en el lugar en que está, pues esto es estar, y no moverse; ni en el que no está, pues ningún cuerpo puede hacer cosa en el lugar en que no está: luego ningún cuerpo se mueve. Había molido con este enredo, entre otros muchos al Médico Herophilo. Sucediendo algún tiempo después, que por cierto accidente se le dislocase un hueso a Diodoro, acudió a Herophilo, para que se lo restituyese a su lugar. Halló Herophilo la suya; en vez de curarle, le probó con su mismo argumento, que el hueso no se había dislocado diciendo: O el hueso al dislocarse se movió en el lugar en que estaba, o en el que no estaba, &c. Por consiguiente se volviese a su casa, pues siendo su enfermedad imaginaria, no necesitaba de cura; aunque al fin con ruegos obtuvo Diodoro, que el Médico aplicase la mano a la obra. De Diogenes también se cuenta, que probándole otro con cierto argumento de Zenón, que no había movimiento, no le dio otra respuesta, que empezar a pasearse por la sala, y decirle: Creo a mis ojos, y no a tus inepcias. [10]

19. Acaso es más oportuna esta respuesta, que las sutilezas, que Aristóteles {(a): Lib. 6. Physic. pac. 9.} empleó en disolver todas las cavilaciones de Zenón sobre el movimiento. Son los Sofismas unos nudos, como el Gordiano, mejores para cortados, que para desatados. Desátalos el estudio, córtalos el desprecio. Aquello es más difícil, esto más útil: porque los Sofistas, viendo que se trabaja en deshacer sus enredos, haciendo gala de la dificultad, que en ello se encuentra, toman más aire para proseguir en ellos; y al contrario, cesarían en ese fútil ejercicio, corridos de ver que no se les daba otra respuesta, que la irrisión.

20. Esto se debe limitar a los Sofismas, que evidentemente son tales. De esta clase son todos aquellos argumentos, que intentan probar una cosa evidentemente falsa, como el que no hay en el mundo movimiento. ¿Qué necesidad hay de formalizarse sobre disolver un Sofisma formado sobre este asunto? ¿Aunque Zenón amontonase un millón de Sofismas indisolubles, para probar la quietud de todos los cuerpos, habría quien diese asenso a la conclusión? Déjesele, pues, cabilar a su gusto, y el Filósofo no gaste en esas impertinencias el tiempo, que ha menester para estudios más útiles.

21. Mas como en las Aulas rara, o ninguna vez se proponen Sofismas contra verdades evidentes, y aunque se propusiesen, siempre quedaría desairado el que, respondiendo sólo con el desprecio, tácitamente confesase su inhabilidad para desatar el nudo; en el Discurso siguiente daremos una instrucción general para disolver, o todos, o la mayor parte de los Sofismas.

§. VI

22. El quinto, y último abuso, o defecto, que hallamos en las disputas verbales, es la establecida precisión de conceder, o negar todas las proposiciones de que consta el argumento. Este defecto (si lo es) general [11], pues todos lo practican así. Pero entiendo, que muchos que lo practican, acaso los más, no lo hacen por dictamen de que eso sea lo más conveniente, sino por la casi inevitable necesidad, en que los pone la costumbre establecida. Ocurren muchas veces en el argumento proposiciones, de cuya verdad, o falsedad no hace concepto determinado el que defiende. Parece ser contra razón, que entonces conceda, ni niegue. ¿Por qué ha de conceder lo que ignora si es verdadero, o negar lo que no sabe si es falso? ¿Pues qué expediente tomará? No decir concedo ni nego, sino dudo. Esto manda la santa ley de la veracidad. En el caso propuesto, ni asiente, ni disiente positivamente: Luego concediendo, o negando, falta a la verdad; porque conceder la proposición, es expresar que asiente a ella; y negar, es manifestar que disiente positivamente. Sólo diciendo que duda, se conformarán las palabras con lo que tiene en la mente. Ni por eso se empantanará el argumento (que es el inconveniente, que se me podría objetar) porque al arguyente incumbe probar la verdad de su proposición, cuando duda de ella el que defiende, del mismo modo que si la negase. Así respecto de la obligación del arguyente, lo mismo es decir el que defiende, dubito de majori, que decir nego majorem. Si sucediere, que el arguyente pruebe la verdad de su proposición, podrá entonces el que defiende concederla sin desaire suyo; pues esto so es retratarse, sino determinarse en un asunto, en que antes estaba indeciso.

23. Diráseme acaso, que el inconveniente de faltar a la verdad, se evita con las fórmulas de admitto, permitto, omitto, transeat, pues estas voces no explican asenso, ni disenso. Respondo lo primero, que dado caso, que se evite con esas fórmulas el inconveniente de faltar a la verdad; subsiste otro harto grave. Muchas veces esas proposiciones, de cuya verdad, o falsedad se duda, aunque tengan conexión mediata con la contradictoria de la conclusión, que se defiende, no descubren esa conexión a [12] primera vista; de suerte, que el que defiende, no sólo duda de la verdad de la proposición, mas también de su conexión, o inconexión con la sentencia contradictoria de la suya. ¿Qué hará en este caso? ¿usar del admitto? Caerá en el inconveniente de que el que arguye, descubra con prueba clara la conexión, que se le ocultaba; en cuyo caso tanto le perjudicará el haber admitido la proposición, como haberla concedido.

24. Respondo lo segundo, que el inconveniente de faltar a la verdad, examinando el fondo de las cosas, tampoco se salva. El que admite una proposición, y niega el consiguiente, niega formalmente la conexión de aquella con éste: Luego si duda de la conexión, niega positivamente, u disiente positivamente con las palabras a una cosa, de que duda con la mente. ¿Es esto conformarse lo que dice con lo que siente?

25. Puede ser, que estos reparos míos a muchos parezcan nimiamente escrupulosos. Yo realmente en materia de veracidad soy delicado. Ni se me esconde, que las voces niego, y concedo, por el uso de la Escuela, se han extraído algo de su natural, u ordinaria significación, de modo, que respecto de los Facultativos, ya no sólo significan un asenso cierto, y firme, o a la afirmativa, o a la negativa, mas también un asenso sólo probable. Mas sea lo que se fuere de esto, lo que no tiene duda es, que las disputas serán más limpias, más claras, y más útiles para los oyentes, proponiendo lo cierto como cierto, y lo probable como probable, y lo dudoso como dudoso.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo octavo (1739). Texto según la edición de Madrid 1779 (por D. Pedro Marí, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo octavo (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 1-12.}