Filosofía en español 
Filosofía en español

A partir de un artículo de Javier Marías

Aranguren como delator franquista

Polémica durante el verano de 1999


Javier Marías, El artículo más iluso. El País, 26 junio 1999
Familia Aranguren, Réplicas. El País, 3 julio 1999
Javier Muguerza, Réplicas. El País, 3 julio 1999
Javier Marías, Con desagrado respondo. El País, 10 julio 1999
Mauro Armiño, Javier Marías, Aranguren y el franquismo. El Siglo, julio 1999
Familia Aranguren, Que el lector juzgue. El País, 17 julio 1999
Javier Muguerza, Por alusiones. El País, 17 julio 1999
Javier Marías, Con hastío respondo. El País, 24 julio 1999
Luis Arias Argüelles-Meres, El dedo en la llaga. LNE, 26 julio
Soledad Puértolas, Tres años después de la muerte de Aranguren. 27 julio
Familia Aranguren, En algo estamos de acuerdo. El País, 31 julio
Javier Muguerza, Con desaliento respondo. El País, 31 julio 1999
El Siglo, Aranguren-Marías, un debate que se amplía. El Siglo, agosto 1999
Francisco Umbral, Bergman. El Mundo, 10 septiembre 1999
Gregorio Morán, Las interferencias de la memoria familiar. 11 septiembre
Gregorio Morán, «Abuelo, ¿tú fuiste un nazi bueno?» 18 septiembre
Elías Díaz, Con Aranguren. El País, 6 octubre 1999


El artículo más iluso

Javier Marías. El País, sábado 26 de junio de 1999, páginas 15-16.

Quizá sea éste uno de los artículos más ilusos que uno pueda escribir hoy en día en una sociedad tan autocomplaciente y autoindulgente como la española actual, y eso que tengo conciencia de haber ya publicado unos cuantos de esa índole –ilusa, quiero decir–. Porque si para algo no está la superficialidad ambiente es para atender, a estas alturas, a asuntos que ni si quiera sé cómo calificar si no es con anticuadas palabras, casi arrumbadas; y desde luego no deseo recurrir a la ya vacua –por estrujada– «ética»: ¿asuntos que atañen a la rectitud? ¿A lo venial y a lo grave? ¿A las conductas? ¿A la dignidad? Sí, todo suena ya trasnochado.

Pero aun así. Porque asimismo reflejan la impunidad ambiente, y eso es más serio. La tendencia a que nada pase tras las calumnias, las difamaciones, las vilezas o las felonías es tan fuerte que parece vano oponerse a esa marea. Pero lo que me llama la atención en los últimos tiempos no es ya el silenciamiento –piadoso o interesado– de los actos indignos y los reprobables dichos, ni su falta de consecuencias, ni su disimulo inmediato, ni su cínica negación por parte de sus autores, sino la manera desnortada o desfachatada –según los casos– de justificarlos; de reconocerlos, para restarles toda importancia o no verlos «tan mal»; de minimizarlos con argumentaciones falsas; de esparcir la idea de que al fin y al cabo todo el mundo se manchó o está manchado, de que nadie puede tirar la primera ni la segunda ni la última piedra.

Por supuesto que el ejemplo perpetuo y máximo es el de los políticos españoles, que se pasan los días justificando sus diversos abusos, exabruptos y tropelías con el ya famoso y pueril «Pues tú más», como si la existencia de los delincuentes fuera un salvoconducto para que delinquiéramos todos. Pero los políticos son a la postre gente tan insustancial y voluble que no vale la pena detenerse mucho en ellos.

Hace poco leí una reseña de una recopilación de artículos. El crítico elogiaba el volumen en su conjunto, si bien no se le escapaba el carácter abiertamente adulatorio de algunas piezas recogidas: «Entre el legitimo entusiasmo juvenil y la coba más descarada», decía, «media un abismo... Y estoy seguro de que hasta el mismo autor se habrá sonrojado al releerlas». Pero quitaba hierro con prontitud: «Comprendo que a tan temprana edad cuesta abrirse camino, y por ello es lógico que no escatimara elogios... a otros escritores coetáneos [supongo que se quería decir 'contemporáneos'; las cursivas son mías]... En fin: pecados veniales de juventud ante los que conviene pasar página disimuladamente.» ¿Qué edad tendrá el ya antiguo y «descarado» cobista?, se preguntaría uno. Si aún podría sonrojarse –aunque no lo hizo–, obviamente no es un muerto, pero ha de ser alguien muy veterano, cuya costumbre de dorar la píldora resulta ya tan remota que no debe tenérsele en cuenta. Pues no. El autor del volumen aún no ha cumplido los treinta, así que esos «pecados veniales de juventud» son por fuerza muy recientes. Lo más asombroso, con serlo mucho, no era eso, sino que a los ojos del crítico apareciera como algo legítimo –por lo menos no censurable, y nada menos que «lógico»– el hecho de que un joven escritor, para «abrirse camino», recurra a «Ia coba más descarada». El problema para aceptar semejante exculpación es que, por desgracia para el cobista y para su comprensivo justificador, otros muchos escritores jóvenes no hicieron ni han hecho ni hacen tal cosa, por muy temprana que fuera o sea su edad. Y aún es más: lo propio de los jóvenes autores ha sido casi siempre –en contra de ese ofensivo adjetivo, lógico– justamente lo contrario, y si de algo han solido pecar ha sido de irreverencia, de rebeldía, de ansias iconoclastas, de irrespetuosidad hacia las figuras contemporáneas que los precedían. La coartada no se sostiene, por ningún lado.

Pero vayamos a cuestiones de mayor trascendencia. Hace unos años, un venerable filósofo ya fallecido contó de viva voz, en una de esas charlas universitarias de verano, que al término de la Guerra Civil, y durante años, sus superiores académicos franquistas «le obligaron» a espiar a sus colegas y a informar de sus «deslealtades» o «desafecciones» al régimen. El filósofo y profesor en cuestión, con su aura izquierdista en los últimos años de su vida, lo relató como una gracieta, como diciendo: «Fíjense qué cosas más chuscas pasaban en la dictadura.» Esto es, reconoció sin sonrojo haberse prestado a esa tarea delatora y no le concedió ninguna importancia. La prensa, entonces, contagiada por el tono casi festivo del conferenciante, o quizá obrando como precursora de esta impunidad ya generalizada e instalada del todo en nuestra sociedad, le rió la gracia y se hizo eco sin el menor escándalo y con idéntica ligereza, «Hay que ver qué cosas». Como si el filósofo hubiera podido ser obligado a algo así en modo alguno. A espiar y chivarse nunca se obliga a nadie, a no ser con chantajes y amenazas que –aunque a veces sea muy difícil– uno siempre puede rechazar o desafiar o arrostrar. En todo caso, el profesor podía haber renunciado a su puesto en la Universidad, y así seguro que nadie lo habría «obligado». Claro que ese filósofo, también por los mismos años cuarenta, era delegado de Tabacalera en su provincia natal (una prebenda mayúscula en aquellos tiempos), y en un libro de 1945 (convenientemente expurgado en los ochenta) hablaba del «triunfal alzamiento», llamaba «aquellos días heroicos» a los de la escabechina y tildaba de «jolgorio plebeyo» el advenimiento de la República. Habría que preguntarse si también fue obligado a escribir todo eso y a ocupar su enjundioso cargo en Tabacalera.

Hace poco le exhumaron un viejo artículo de loas a Franco a un prestigioso columnista que se caracteriza por ser en apariencia muy exigente consigo mismo y sobre todo con los demás. Presume de aguafiestas y de no morderse la lengua, y en efecto no lo hace. Ni siquiera como yo en este escrito, en el que me abstengo de mencionar los nombres, aun a riesgo de parecer nebuloso o medroso (antes prefiero ésas que otras acusaciones posibles). Él no es medroso ni nebuloso, a menudo dice: «Fulano de Tal, lo recuerdo, lo conozco, hizo esto y aquello durante la dictadura o la guerra.» Ahora le han devuelto la moneda, y entre quienes lo han hecho hay un sujeto que fue director del periódico más franquista de todos, Arriba, y presidente de un sindicato vertical de ese régimen, y que a su vez quita importancia a tanta entrega. Lo sorprendente y lamentable es que el columnista hoy expuesto se haya mostrado extraordinariamente autoindulgente a la hora de justificarse. Tras citar él mismo –ahora, ya– párrafos de su desenterrada pieza de 1944 («la figura egregia del Caudillo Franco», «el mensaje recto de destino y enderezador de Historia que José Antonio traía es fecundo y genial en el cerebro y la mano del Generalísimo»), añade [la cursiva, mía]: «Suave para lo que estaba pasando: para su capacidad de crimen: y mi situación. Eso sí, sobreviví. No morí en pie..., no mataron a mi padre: viví de rodillas. Luego, me levanté.» Y en otra ocasión ha agregado: «Lo que deseaba, y deseo, es sobrevivir, y a veces hay que cambiar el gesto para seguir adelante, uno tiene que plegarse a ciertas condiciones y personas.» Sin duda no le faltará razón pero luego iré con eso.

Un ejemplo más, hace sólo semanas. Un muy premiado novelista se dignaba responder en una entrevista a una pregunta sobre su actividad como censor en los años cuarenta. No se limitó a bufar esta vez, contestó: «Me hice censor para poder comer; para tener un mínimo sueldo... Entonces no había una perra para nadie.» Habría que preguntarse en este caso si fue también para poder comer por lo que en 1937, en plena Guerra Civil, se ofreció como delator de sus conocidos madrileños a las autoridades franquistas, o si fue para tener un mínimo sueldo por lo que se dejó condecorar por ese régimen en los años cuarenta, o en los cincuenta «subvencionar» por un dictador suramericano y escribió una novela para él.

Los que hemos nacido después de la Guerra Civil y de la primera y más dura posguerra no tendríamos, en principio, apenas autoridad para juzgar lo que escribieron o hicieron quienes padecieron ambas plagas a edades ya responsables. Ninguno podemos saber a ciencia cierta cómo habríamos obrado en aquellas circunstancias, acaso habríamos incurrido en bajezas mayores, quién sabe. Lo malo para estas personas, lo malo para el filósofo, y el columnista, y el novelista, es lo mismo que es malo para el joven autor del volumen de artículos reseñado, a saber: que hay y hubo otros que no hicieron lo que hicieron ellos, en las mismas circunstancias. Y eso es lo inadmisible: lo ofensivo es que, para justificarse ellos, intenten pasar por buena la idea de que «otra cosa no se podía hacer»; o de que «se pringó todo el mundo»; o de que quien más quien menos se veía «obligado» a actuar en contra de sus convicciones y su voluntad. Luego ellos, al fin y al cabo, son como los demás.

El problema es ése: que no son como los demás. Los hubo infinitamente peores, y mejores que éstos sí son ellos. Pero también los hubo de otra pasta, y a ésos no se los puede ofender. Hubo quien no tuvo un cargo ni un puesto ni trabajo alguno precisamente para que no pudieran «obligarlo» a nada bajo la amenaza de quitárselos; hubo quien no entró en la Universidad porque ni siquiera se le permitió o porque no quiso jurar fidelidad a los principios del Movimiento, como era preceptivo; hubo quien jamás pudo volver a ejercer su profesión, de abogado, de médico, de arquitecto, de periodista; hubo quien no tuvo para comer, ni tan siquiera un mínimo sueldo, y no estuvo dispuesto a censurar y así conseguirlo; y para quien efectiva y literalmente no hubo una perra, y así lo pasó peor que el que se las sacó con argucia; hubo también quien no se puso de rodillas –quizá ni pudo elegir–, ni se plegó a ciertas condiciones y personas, quien no se prestó a escribir ninguna loa a Franco y a su cerebro y su mano, ni siquiera algo «suave», porque le estaba prohibido publicar nada en la prensa; hubo quien se quedó en la cárcel y quien se exilió para no regresar; hubo quien vivió aquí en el llamado «exilio interior», sin levantarse nunca; hubo quien vio cómo mataban a sus familiares. Y hubo quien fue fusilado o asesinado sin más, y ya no pudo seguir adelante ni hacer nada por sobrevivir, ni puede decir ahora nada para explicarse ni justificarse. Eso es lo malo. Que no sólo los hay peores con los que compararse, como parecen pretender estos autoindulgentes de hoy. Por mucho que intenten y les convenga olvidarse, también los hubo mejores. O simplemente –y vuelvo a las palabras en desuso, antiguas– más rectos, o más dignos, o más resistentes, o más orgullosos, o más escépticos, o más asqueados, o más derrotados, no sé: aquéllos a los que no quedaron acaso fuerzas ni ánimo para desear más nada, ni sobrevivir. Que sobreviva su memoria al menos, que no se borre su triste y languideciente o pasada existencia, por incómoda que resulte a los vivos o supervivientes que hacia ese espejo mejor, sin azogue y espectral y resquebrajado, nunca quieren ni se dignan mirar.

Javier Marías es escritor.


Réplicas

Familia Aranguren. El País, sábado 3 de julio de 1999, páginas 13-14.

El sábado 26 de junio, El País publicó un artículo de Javier Marías (El artículo más iluso) cuyo argumento se puede sintetizar de la siguiente manera: en situaciones políticamente difíciles (como el régimen dictatorial franquista a la salida de la guerra civil), no todo el mundo reacciona igual. Hay comportamientos éticamente admirables que con frecuencia implican sufrimiento, y hay conductas éticamente reprobables que a menudo conducen al éxito social y al enriquecimiento personal. Y en una sociedad como la nuestra, carente de valores éticos, las segundas conductas son comprendidas y justificadas, cuando no celebradas, mientras que las primeras son ignoradas y relegadas al olvido.

Para ilustrar los comportamientos reprobables, Marías utiliza cuatro casos: la reseña de una recopilación de artículos escritos por un joven autor, el caso de «un prestigioso columnista», el de «un muy premiado novelista» y el de «un venerable filósofo, ya fallecido», incapaz, por tanto, de contestarle, a diferencia de los anteriores. Ninguna de las personas a quienes alude Marías es identificada con nombre y apellidos (pura y simple cobardía, a nuestro juicio), pero por los datos que ofrece no hay duda de que el último se refiere a nuestro padre, el profesor José Luis L. Aranguren. Y como él no puede responder a las muy graves acusaciones formuladas por Marías, lo hacemos nosotros.

En primer lugar, es absolutamente falso que Aranguren, «al término de la guerra civil, y durante años» –como escribe Marías–, ejerciese una labor delatora de colegas y compañeros opuestos al régimen franquista. Es falso sencillamente porque es imposible. Nuestro padre se incorporó a la Universidad española en 1955, cuando obtuvo por oposición la Cátedra de Ética y Sociología de la Universidad de Madrid, información accesible a cualquiera con consultar los datos biográficos fundamentales de José Luis L. Aranguren (o con hacer una llamada a los servicios de documentación de El País). Y desde esa fecha son de sobra conocidas sus dificultades con el régimen, que culminaron con su expulsión de la Universidad en 1965.

¿De dónde ha sacado Marías los datos en que apoya tal acusación? De una supuesta revelación por el propio Aranguren en «una de esas charlas universitarias de verano». Es difícil ser más impreciso: no sabemos cuándo (en qué año) ni dónde (en qué curso universitario, en qué ciudad). No nos dice si lo escuchó él (Marías) directamente o si se lo ha contado alguien. En el primer caso, si lo escuchó él, ¿reaccionó de alguna manera?, ¿debatió con el profesor? o ¿guardó silencio para hacer esta acusación una vez fallecido el supuesto delator? Si se lo ha contado alguien, ¿quién lo escuchó?, ¿es una fuente fiable, o parcial y sesgada?, ¿ha buscado Marías corroboración o confirmación por una segunda fuente, como haría cualquier periodista, máxime si tal información va a ser la única base de una acusación tan seria?, ¿están grabadas las palabras de Aranguren, o se trata de una cita de memoria y de segunda mano? Muchos interrogantes a los que Marías, si puede, debe contestar. En cualquier caso, cuando menos, ya ha demostrado su ignorancia e incompetencia como periodista.

Inmediatamente a continuación de acusar a Aranguren de delator, en el mismo párrafo, Marías escribe que «por los mismos años cuarenta era delegado de Tabacalera en su provincia natal (una prebenda mayúscula en aquellos tiempos)». Al relacionar directamente la representación de la Tabacalera con la tarea delatora, es obvio lo que Marías quiere insidiosamente sugerir: la representación de la Tabacalera era un premio, una recompensa a Aranguren por su actividad delatora de compañeros y colegas; Aranguren se hacía rico («prebenda mayúscula», «enjundioso cargo») mientras otros corrían los riesgos inherentes a la delación. Aquí tampoco se ha preocupado Marías de enterarse de la realidad antes de escribir. La realidad es que la Representación de Tabacalera en Ávila la obtuvieron nuestro abuelo, Isidoro López Jiménez, y su primo César Jiménez Arenas, al 50%, mucho antes de la guerra civil. A la muerte de nuestro abuelo en 1941, su parte fue heredada a partes iguales por sus dos hijos, nuestro padre y nuestro tío Eduardo. En suma, el porcentaje correspondiente a nuestro padre en la representación de la Tabacalera nunca fue superior al 25%. Y fue una porción heredada que producía a nuestro padre un pequeño ingreso; lo de «prebenda mayúscula» y «enjundioso cargo» es pura invención de Marías, necesaria para su argumentación.

Esto es lo que nosotros, los hijos de Aranguren, queremos decir en respuesta al artículo de Javier Marías, independientemente de lo que puedan escribir otras personas que se hayan sentido indignadas por tal escrito. Nosotros no sentimos sino desprecio por la persona que acusa tan falsa y gravemente con razonamientos tan falaces e injuriosos. Eduardo López-Aranguren y sus hermanas y hermanos.


Réplicas

Javier Muguerza. El País, sábado 3 de julio de 1999, páginas 13-14.

En el artículo de Javier Marías aparecido en El País de 26 de junio se desliza una alusión al profesor Aranguren que, pretendiendo ser discreta (pues para nada se menciona su nombre), no merecería otra calificación que la de gravemente insidiosa... si no fuera porque se trata de un puro y simple disparate.

Según el articulista «el venerable filósofo ya fallecido» habría contado en un curso universitario de verano, «con su aura izquierdista de los últimos años de su vida», que «sus superiores académicos franquistas le obligaron al término de la Guerra Civil y durante años, a espiar a sus colegas y a informar de sus deslealtades o desafecciones al régimen». Difícilmente habría podido Aranguren sentirse «obligado» a desempeñar semejante «tarea delatora», habida cuenta de que no tuvo «superiores académicos», franquistas o no, hasta 16 años después de terminada la Guerra Civil; y que, cuando ganó su cátedra en la Universidad de Madrid, en 1955, lucía ya un «aura» quizás no todavía de «desleal» ni «desafecto» al régimen, ni tampoco exactamente de «izquierdista», pero sí de hombre independiente, pionero en la propuesta de superar las consecuencias de aquella contienda y procurar la reconciliación con los intelectuales del exilio, discípulo confeso de filósofos no precisamente bien vistos por esos años (como Unamuno, Ortega y Zubiri) y, para colmo de los colmos, cristiano heterodoxo, si no herético, acusado de criptoprotestante cuando no poco menos que de ateo; a lo que conviene añadir que, desde su estreno como catedrático, fue día tras día convirtiéndose en un incordio, de suerte que en lugar de «espiar» o «delatar» a nadie, sufrió él mismo un constante espionaje y no infrecuentes delaciones. Sin duda fue tal palmarés lo que, por fin, movió al régimen franquista a desposeerle de su cátedra en 1965, a los 10 años justos de haberla obtenido, privándole también con ello de la oportunidad de seguir el consejo de nuestro articulista, para quien «el profesor podía haber renunciado a su puesto en la Universidad» antes que ceder a las innobles y deshonestas imposiciones de las autoridades académicas de la dictadura.

Quiero pensar que Javier Marías ha obrado como lo ha hecho extraviado por la mala información más bien que por la mala intención, y que no estaba en su ánimo ofender con calumnias la memoria del profesor Aranguren. En cuanto a éste, nunca presumió de ser lo que no era y en todo momento reconoció que procedía de un contexto familiar y social, digamos, de derechas. A partir de ahí, podría haberse estancado o incluso involucionar (como hicieron otros colegas de dicha procedencia, y hasta algunos sedicentes de izquierdas) y también podría haber evolucionado, pero dejándose llevar por el oportunismo y en su propio provecho. Por el contrario, su evolución ideológica le reportó buen número de sinsabores y un alto coste profesional y personal. Para cuantos le conocimos bien en aquellos años, la honradez y el coraje que derrochó en la lucha por la libertad y los derechos humanos, dentro o fuera de la Universidad, constituyeron un estímulo que nunca le agradeceremos bastante.

Me imagino que Javier Marías no vería las cosas de manera muy distinta si le hubiera conocido mejor y, por lo que a mí respecta, me ofrezco a mejorar al menos su información en cuanto esté en mi mano hacerlo. Javier Muguerza Las Rozas, Madrid.


Con desagrado respondo

Javier Marías. El País, sábado 10 de julio de 1999, páginas 13-14.

Con desagrado respondo a las dos extensas cartas que el 3 de julio le dirigieron, como sendas réplicas a mi pieza El artículo mas iluso, del 26 de junio, la familia López-Aranguren, por un lado, y don Javier Muguerza, por otro.

Si la de éste era educada (cosa que agradezco), y la de los Aranguren era en cambio agresiva e insultante, ambas coincidían en el propósito de desautorizar («puro y simple disparate», para Muguerza; falsas y graves acusaciones «con razonamientos falaces e injuriosos», para esa familia) lo que yo había comentado respecto del profesor en mi escrito, sin nombrarlo. Y de ahí viene en parte mi desagrado, pues aunque sus hijos e hijas son muy dueños de considerar esa omisión «pura y simple cobardía», lo cierto es que pretendí con ella tener una deferencia, por mínima que fuese, imposible de mantener ahora.

No todo me lo desautorizaban, por cierto. Ni el uno ni los otros me desmentían que Aranguren, «en un libro de 1945», hubiera hablado del «triunfal Alzamiento» o del «jolgorio plebeyo» que acompañó el advenimiento de la República. Y si en eso no mentia, ¿por qué iba a haber mentido en lo demás? Quizá deberían habérselo preguntado los remitentes.

Los hermanos Aranguren me acusaban de haber relacionado «directamente la representación», que su padre tuvo en su provincia natal de Ávila, «de Tabacalera, con la tarea delatora» que, según mi artículo, el profesor habría reconocido, sin concederle importancia, «en una de esas charlas universitarias de verano», hace pocos años. Debo decir que tal relación «directa» la han establecido sólo ellos, no yo, que me limité a preguntarme si también a ocupar ese «enjundioso cargo» se habría visto Aranguren «obligado», como lo había sido, según él, a «espiar a sus colegas y a informar de sus 'deslealtades' al régimen».

Tanto Muguerza como la familia Aranguren aducen que eso es sencillamente imposible, porque el catedrático no fue tal hasta 1955, y yo había dicho: «...al término de la Guerra Civil, y durante años...».

Ese es, en efecto, mi único error. Un error de fechas. Escribí de memoria, recordando con inexactitud la información de Abc y de Diario 16 del 21 de agosto de 1993, con los siguientes y respectivos titulares: «Aranguren: 'El régimen franquista me obligó a informar sobre intelectuales en el exilio'», y «Aranguren fue obligado a colaborar con Franco». En una y otra noticia se ampliaba más o menos de la misma forma (Antonio Astorga, en Abc; Servimedia, en Diario 16; cito del primero): «El filósofo José Luis Aranguren... aseguró que durante la Guerra Civil fue obligado a colaborar con el régimen franquista redactando informes sobre algunos intelectuales españoles en el exilio exterior, entre ellos Xabier Zubiri. ...Aranguren explicó que, tras simular una enfermedad para evitar que los nacionales lo enviaran al frente, fue destinado... a una oficina en la que colaboró, &c. ...Dichos documentos señalaban la posible peligrosidad o no del regreso de algunos intelectuales contrarios a Franco, que... ya se encontraban fuera de España.»

No tengo inconveniente en pedir disculpas por ese error de fechas que, con todo, quizá dejaba al profesor Aranguren en levemente mejor lugar que la cita de ahora, pues si esa clase de «informes» traían graves consecuencias en la postguerra, en plena guerra solían resultar fatales. Es sorprendente, sin embargo, que Javier Muguerza no reconociera en su carta dicho error mío y no se limitara a corregírmelo. Lejos de eso, mi alusión a su maestro no merecía «otra calificación que la de gravemente insidiosa... si no fuera puro y simple disparate». Resulta muy sorprendente porque las ahora citadas declaraciones de Aranguren tuvieron lugar en El Escorial, dentro del curso de la Complutense Herencia y recuperación del exilio filosófico español de 1939, dirigido por... el profesor don Javier Muguerza.

¿Más? Más. El 6 de agosto de 1995, en entrevista a El País, Aranguren reconocía (los subrayados son míos): «Después de la guerra desempeñé por poco tiempo un trabajo que consistía en informar sobre los colaboradores de la República en San Sebastián.» Así que quizá tampoco mentí ni erré, a la postre, al decir «al término de la Guerra Civil».

¿Aún más? Más todavía. El 16 de octubre de 1990, en entrevista a Cambio 16, Aranguren afirmaba (subrayados, también míos): «Lo que nos ocurrió a todos fue que nos hubiera gustado más un régimen que no fuera ni el republicano de Negrín ni el de Franco; pero ¿cuál triunfó? Pues triunfó Francisco Franco, ¿no?, entonces si son éstos los que vencen ¡qué le vamos a hacer! Hay que estar con los que vencen. Es decir, lo que hicimos todos, resignarnos y aceptar.»

Era justamente esa actitud niveladora, esa falacia igualadora, lo que yo reprochaba en El artículo más iluso: no las actuaciones más o menos reprobables de unos y otros durante la guerra y la postguerra, sino la actual autoindulgencia de los que en mayor o menor grado estuvieron «con los que vencen», la cual lleva aparejada la máxima ofensa a quienes no estuvieron con esos en modo alguno, ni voluntariamente ni «obligados» por las circunstancias. «Lo que hicimos todos», dijo Aranguren; yo me limité a señalar que precisamente eso no fue así, y que no todos hicieron lo que él, o el «prestigioso columnista» o el «muy premiado novelista» a quienes también aludí, sí hicieron.

Los hijos del profesor, por otra parte, son tan ingenuos o tan desinhibidos en su carta como para alegar que la Representación de Tabacalera en Ávila ya la había obtenido su abuelo y un primo de éste «mucho antes de la Guerra Civil», y que «a la muerte de nuestro abuelo en 1941, su parte fue heredada a partes iguales por... nuestro padre y nuestro tío Eduardo». ¿No se dan cuenta acaso de lo que significa eso? En esas fechas mucha gente era expropiada por el Gobierno de Franco, sus bienes eran confiscados, a muchos se les prohibió volver a ejercer sus profesiones liberales, de médicos, abogados, maestros, periodistas. Que nada menos que la representación de un monopolio estatal como Tabacalera fuera confirmada en 1941 a don José Luis y don Eduardo López-Aranguren indica lo bien vistos que tenían que estar entonces por el régimen franquista (y claro que en aquellos tiempos de hambre general se trataba de una «prebenda mayúscula», como dije), y lo bien que ellos tuvieron que ver a ese régimen.

Tanto como para que el profesor, en su mencionado libro de 1945, también utilizara expresiones como «a poco de terminar victoriosamente nuestra guerra», o escribiese que cuando D'Ors redactaba Decretos al frente de la Jefatura Nacional de Bellas Artes (esto es, en 1939), «nunca las columnas de la Gaceta o el Boletín Oficial han hablado a los españoles con tan solemne y habitual dignidad».

No busquen estas citas en la reedición de ese libro, La filosofía de Eugenio D'Ors, de 1981, porque ahí están convenientemente alteradas o expurgadas. Lo cual contradice la afirmación de Javier Muguerza de que, además de todo, Aranguren «nunca presumió de ser lo que no era». Resultaría quizá más creíble si no hubiera desenterrado sus viejos escritos, para maquillarlos y censurarlos.

Concluyo como empecé, con desagrado. Pero tal vez la familia Aranguren debiera dirigir el «desprecio» que siente por mi persona hacia otra parte, no sé cuál, alguna. Javier Marías. Madrid.


En el nombre del padre
Javier Marías, Aranguren y el franquismo

Mauro Armiño. El Siglo de Europa, nº 375, 19-25 julio 1999, páginas 49-50.

A Francia le ha costado casi 50 años y muchas vestiduras rasgadas entrar en un tema tabú: el de la colaboración de los franceses con los alemanes cuando invadieron ese país durante la II Guerra Mundial: el del colaboracionismo. En España, los pactos políticos que permitieron el paso de la dictadura a la democracia a la muerte de Franco corrieron el velo más espeso sobre el pasado: nadie volvió los ojos sobre los múltiples botines y saqueos de guerra que perpetró el franquismo de aquellas primeras horas, las apropiaciones que la violencia y rebatiña de los vencedores hicieron cambiar de manos, por no hablar de las vidas que en la sangría de fusilamientos y ejecuciones Franco arrebató hasta el término de la segunda guerra. Se legitimaban así las rapacerías de las principales familias del franquismo, que con el honor calderoniano por medio y el tiempo transcurrido han visto bendecidos sus sillones en academias, en consejos de administración de bancos e instituciones, en medios de comunicación... en la superestructura que controla los medios financieros e intelectuales.

Pero la campaña aquella del Spain is different era mucho más que publicidad para turistas: parece ser una orden, una consigna que brota de las cavernas de la historia y que 25 años después nos ofrece el mundo al revés: el novelista Javier Marías, decidido a redimir la historia, desde las páginas de El País denunciaba pasados, connivencias, artículos y contumacias de personas muertas o vivas sin citar un solo nombre.

Era fácil adivinarlos: López Aranguren, Eduardo Haro Tecglen y Camilo José Cela. Los dos primeros pertenecen a la memoria de la resistencia intelectual durante la etapa franquista, mientras el tercero tiene a gala ser como persona lo que fue: pero es de todos conocido que Cela, el escritor vivo que mejor maneja el castellano, es sujeto poco recomendable hasta para tomar café –nada más acabar la tertulia puede hacer un escrito ofreciéndose para delatar a sus tertulianos por sus ideas de izquierda, como ya se ofreció en un periodo en que delaciones de ese tipo podían llevar aparejados fusilamientos–.

También es conocida la animadversión, de largos años, entre ambos novelistas: Cela ninguneó a la generación de narradores jóvenes que surgió poco más o menos al paso de la democracia, y los jóvenes le han devuelto con creces el desprecio.

Pero dejando a un lado el caso de Cela, el artículo de Marías se inscribe en una operación de derribo de varias figuras de la izquierda intelectual que iniciaron hace tiempo varios periodistas de la derecha más dura de los pasados o los actuales años: el antiguo director de Arriba, y presidente de un sindicato vertical, Jaime Campmany, Pablo Sebastián, Jiménez Losantos, &c., que a López Aranguren le descubrieron, basándose en sus propias palabras, haber informado de «deslealtades» o «desafecciones» en aquellos primeros años del régimen... a cambio de «un enjundioso cargo en Tabacalera», &c.

A Eduardo Haro Tecglen la derechorra de los Campmany, Sebastián y Jiménez Losantos le han exhumado un articulo de loa al fundador de la Falange, cuando Haro, muchacho de 16 años al acabar la guerra civil, trabajaba en la redacción de Informaciones, donde tuvo cabida gracias a la red de amistades personales que, en esos años, ayudó a muchos vencidos o familiares a supervivir. El propio Haro viene contando esa etapa en sus obras de memoria o recuerdos, El niño republicano, Hijo del siglo y el reciente El refugio, libro este último precedido por un capítulo irónico (El niño fascista) que recoge los artículos en que Campmany y Losantos, por ejemplo, «denunciaban» a Eduardo Haro: a página seguida viene el relato de esa etapa por Haro. Gentes que como Campmany fueron cómplices del sistema franquista en su mayor dureza acusan a Haro de haber sido, por un momento, como ellos, de haberse vestido la camisa azul: se la endosó en dos ocasiones: una de ellas, para asistir como espectador al juicio de guerra en el que su padre fue condenado a muerte.

Tal vez Marías aspire a la pureza inmarcesible que se consume en la hoguera y, con el tuétano invadido de falangismo, hubiera deseado que el joven Haro acudiese a ese juicio con el uniforme libertario o gritase en medio de la sala: «Abajo la dictadura.» No fue esa la decisión de Haro Tecglen, sino otra por la que ahora los viejos falangistas y el joven novelista pretenden ejecutarle en la picota de la opinión pública: el «prestigioso columnista» hace tiempo que viene repitiendo que eligió la consigna contraria a la que propalaba Dolores lbárruri: frente al «antes morir que vivir de rodillas» de la Pasionaria, Haro Tecglen escoge el «vivir de rodillas para poder levantarse».

Al artículo de Marías han replicado los vivos y los muertos: Aranguren a través de sus hijos y del filósofo Javier Muguerza, Haro Tecglen desde su columna, si no desde sus libros, dando explicaciones que Marías no admite, empeñado en buscar frases eliminadas después en algunos libros, actos y gestos con la pretensión de negar a Aranguren y Haro Tecglen su resistencia a la dictadura y su papel de «hombres de izquierda»: la pesquisa en los libros de Aranguren le ha llevado a verificar que en las reediciones de algunos de sus libros expurgó algunas líneas de elogio a los vencedores. Pero estas denuncias agresivas, duras, buscan algo más que enterrar a Aranguren y a Haro Tecglen en el Valle de los Caídos, al lado del dictador, por cuatro frases, una declaración del propio filósofo («Después de la guerra desempeñé por poco tiempo un trabajo que consistía en informar sobre los colaboradores de la República en San Sebastián»), una camisa azul y cuatro artículos.

¡Ay de los vencidos! La paradoja se perpetúa: la derecha más arriscada que se benefició de un régimen cuyos fusilamientos bendijo arremete contra intelectuales de la izquierda que o bien evolucionaron desde posiciones iniciales de la derecha –Aranguren– o fueron obligados por los mismos que hoy les acusan a vivir de rodillas. Javier Marías –políticamente, una merluza envuelta en un kleenex– habla en nombre de la pureza sin entender cosas que, a una primera ojeada, parecerían la materia primera de un novelista: la resistencia de lo humano en medio de lo inhumano. «La pura impura mezcla que me merma los machimbres», decía Oliverio Girondo, gran poeta argentino cuyas obras acaba de reeditar Círculo de Lectores y que recomiendo encarecidamente: eso, «la pura impura mezcla», pero Marías prefiere la pureza absoluta y el tizón de Torquemada. Mejor dicho, no admite excusas de ningún tipo, y condena así a todos los que en el año 40 levantaban la mano con el saludo fascista –todo españolito que iba al cine tenía que hacerlo–, cantar el caralsol o alistarse en la División Azul.

¿Se libra alguien de esa condena universal? Después de reconocer que los hubo infinitamente peores, Marías defiende a los mejores, a los que también «hubo de otra pasta, y a ésos no se los puede ofender. Hubo quien no tuvo un cargo ni un puesto ni trabajo alguno precisamente para que no pudieran 'obligarlo' a nada bajo la amenaza de quitárselos; hubo quien no entró en la Universidad porque ni siquiera se le permitió o porque no quiso jurar los principios del Movimiento, como era preceptivo (...) hubo también quien no se puso de rodillas (...) quien se quedó en la cárcel y quien se exilió para no regresar (...) hubo quien vio cómo mataban a sus familiares. Y hubo quien fue fusilado o asesinado sin más, y ya no pudo seguir adelante ni hacer nada por sobrevivir, ni puede decir ahora nada para explicarse ni justificarse. Eso es lo malo».

Marías ha elegido, sobre el papel, el apocalipsis, la pureza absoluta, el ofrecimiento del pecho a las balas. Y denuncia la paja en el ojo ajeno quien tiene más de una viga en el propio –Campmany y compañía– y quien, sin decirlo, envuelto en esos «hubo quien» está amparando un nombre: el de su padre, el filósofo Julián Marías. Es conocido el amor, hasta el apasionamiento, del novelista Marías por su padre; digno es de admiración –y no hay segundas intenciones en la frase–, pero aplicando la lupa de Javier Marías a la biografía de Julián Marías parece que el filósofo seguidor de Ortega y Gasset puede salir con mancillas bastante mayores que las denunciadas en otros por su hijo.

Mas ¿a quién le importa Julián Marías? El papel que jugó en la etapa de la dictadura y en la transición no tardará en tener sus analistas, como lo han tenido desde Ortega y Gasset (por Gregorio Morán) al NO-DO. Y su dignidad o su indignidad –como las de los denunciados por su hijo– apenas servirá para unas líneas, porque «la superficialidad ambiente», como escribe Marías, no está para nada. Aunque hay quienes sí están interesados y saben el papel que cada cual ha jugado, jugó y juega, por más que le exhumen tres líneas o 50 de un artículo obligado o de una evolución política que arranca en la derecha para terminar en la izquierda; o por más que crean que sobrevuelan lo humano para descender, del inhumano empíreo en que se han situado, para picotear aquí y allá, y si sacan un ojo a alguien, mejor.


Que el lector juzgue

Familia Aranguren. El País, sábado 17 de julio de 1999, páginas 11-12.

En su Con desagrado respondo (El País, 10 de julio), Javier Marías se ve obligado a reconocer que en su escrito El artículo más iluso (El País, 26 de junio) escribió cosas que no eran ciertas sobre nuestro padre, José Luis L. Aranguren. Para empezar, Marías se justifica diciendo que escribió «de memoria». Grave ligereza y falta de profesionalidad, ciertamente, el acusar públicamente a alguien de delator («tarea delatora» es el término que él emplea) citando «de memoria». Mas sigamos analizando su respuesta.

Marías escribe que su «único error» fue «un error de fechas». ¿Es eso cierto? En respuesta a nuestra exigencia de precisión, Marías cita algunas informaciones aparecidas en diarios españoles en 1993 y 1995. ¿Y qué es lo que encontramos allí? Encontramos a un soldado (sujeto, por tanto, a la disciplina militar, y, además, en tiempo de guerra) en San Sebastián a quien sus superiores militares le ordenan que redacte algunos informes sobre exiliados españoles que han solicitado volver a España, utilizando para ello los datos de que disponen las propias autoridades –¿dónde si no los podría obtener un soldado, y en plena guerra civil? (A propósito, nuestro padre siempre dijo que sus informes fueron sin excepción favorables a los solicitantes, y no hay razón ni información objetiva alguna para dudar de su palabra). Comparemos a este soldado que cumple órdenes redactando unos informes sobre personas que desean regresar a su país con el profesor universitario, sobre quien escribe Marías, que delata a compañeros y colegas sospechosos de oposición al régimen franquista. ¿Es esto un simple «error de fechas»? ¿Es que Marías no ha entendido lo que él mismo cita? No sólo son las fechas distintas; lo realmente importante es que son totalmente diferentes las acciones del acusado, la situación en que se halla y las circunstancias que enmarcan esa actividad. Que el lector juzgue si esto es o no, cuando menos, manipulación tergiversadora de la realidad por parte de Javier Marías.

Acerca de la conexión entre la actividad delatora de Aranguren y la representación de Tabacalera –económicamente muy provechosa, según Marías–, responde que somos nosotros, y no él, quienes hemos establecido esa relación directa en nuestra réplica anterior. Como aquí la cuestión se reduce a leer e interpretar unos textos, nuestra única reacción es sugerir al lector todavía interesado en este tema que relea ambos, el primero de Marías y nuestra contestación (El País, 3 de julio), y decida por su cuenta.

Queremos subrayar que la fuente original de los datos supuestamente tan comprometedores que Marías maneja en respuesta a nuestra crítica de imprecisión es el propio Aranguren. Aquí no ha habido investigación periodística por parte de Marías ni de ningún periodista; estos últimos se han limitado a reproducir, con mayor o menor exactitud, las palabras de Aranguren en conversaciones o entrevistas. Muestran estas palabras a un hombre que voluntaria y públicamente, con toda honestidad y transparencia, cuenta acontecimientos de su vida, lo que ha hecho y por qué lo ha hecho, cómo y por qué han cambiado y evolucionado sus ideas y actitudes políticas, aun a riesgo de que lo que dice sea distorsionado. Por mucho que se esfuerce Marías, ahora o en el futuro, en echar borrones sobre el nombre de nuestro padre, la realidad es que son innumerables las personas de toda clase, condición y origen territorial que sienten un profundo respeto cuando no una gran admiración por Aranguren y por lo que ha significado y representado en la sociedad española en el último tercio de este siglo.

Son ya dos los escritos de una y otra parte sobre la conducta de Aranguren que Marías ha hallado tan reprobable. Pensamos que el lector tiene suficiente información para juzgar tal comportamiento, y también, de paso, la conducta e intenciones de Javier Marías. No deseamos, pues, continuar esta discusión, a la que nos hemos visto forzados porque Marías ha preferido esperar a que nuestro padre hubiera muerto para censurar su comportamiento. Pero, naturalmente, nos reservamos el derecho a una nueva respuesta si así lo requiere una nueva carta de Marías que El País decida publicar. Eduardo López-Aranguren y sus hermanos y hermanas. Pozuelo de Alarcón, Madrid.


Por alusiones

Javier Muguerza. El País, sábado 17 de julio de 1999, páginas 11-12.

Como a Javier Marías (El País, 10 de julio), también a mí me resulta desagradable seguir dándole vueltas al asunto de sus ataques al profesor Aranguren, pero de nuevo, al igual que él, no tengo más remedio que responder a las alusiones que me hace en nuestro cruce de réplicas y contrarréplicas.

Tras leer la suya, me mantengo en mi afirmación de que la acusación inicial de Marías según la cual Aranguren habría declarado: «Al término de la guerra civil, y durante años, sus superiores académicos franquistas le obligaron a espiar a sus colegas y a informar de sus deslealtades o desafecciones al régimen», es un solemne disparate. Javier Marías reconoce ahora su equivocación, pero pretende minimizarla y reducirla a un simple «error de fechas», toda vez que «Aranguren no accedió a la Universidad hasta 1955» (es decir, 16 años después de concluida la guerra), y añado yo, por mi cuenta, a nadie que conozca su trayectoria desde entonces se le ocurriría acusarle de haber sido un «delator». En vista de lo cual, Marías retrotrae las actividades de «espionaje» e «información» de Aranguren a la ciudad de San Sebastián en plena guerra, y se muestra «sorprendido» de que yo las ignore «porque las declaraciones de Aranguren admitiéndolas tuvieron lugar en El Escorial, dentro de un curso de la Complutense dirigido por... el profesor Javier Muguerza».

Vayamos por partes. En el curso de verano de la Universidad Complutense que dirigí en 1993 bajo el título Herencia y recuperación del exilio filosófico español de 1939, Aranguren dijo en público aproximadamente algo del siguiente tenor (no conservo grabación de sus palabras, pero tengo hoy por hoy buena memoria y confío en que muchas de las personas que asistieron al curso las recuerden a su vez): «Cuando fui

trasladado desde el frente de Aragón a San Sebastián, se me destinó, como soldado que era, a una oficina militar de la retaguardia en la que se expedían salvoconductos de entrada en la llamada zona nacional a quienes solicitaban volver a España desde el extranjero. Entre los expedientes que pasaron entonces por mis manos, se encontraba la solicitud de mi antiguo profesor Xavier Zubiri. Aunque mi protagonismo fue mínimo, pues no pasaba de ser un soldado raso, tuve ocasión de hacer saber a mis superiores que se trataba de un filósofo eminente, y me hago la ilusión de haber ayudado de este modo a facilitar en alguna medida su retorno.» Ni más ni menos.

No salgo de mi asombro al comprobar cómo semejante declaración ha podido dar lugar a todo este revuelo. Desde luego, su contenido no coincide sino muy vagamente con el de las entrevistas aparecidas en la prensa de ese año, o de años posteriores, que Marías aduce en su última carta. Aranguren, desgraciadamente, tenía por costumbre no rectificar otras inexactitudes que las incluidas en textos que llevasen su firma, y ni siquiera sabemos si llegaría a leer las entrevistas de marras. Pero si Marías disponía del dossier que airea ahora, y la cuestión le apasionaba tanto como parece dar a entender, se me ocurre que podría haberse dirigido pública o privadamente al propio Aranguren, mientras vivía, con el fin de constatar la veracidad del mismo. Por lo que a mí respecta, no creo que ningún periodista haya tergiversado intencionadamente las declaraciones de Aranguren, pero no sería extraño que éstas hubieran dado lugar a malentendidos. Y pese a que nadie se atrevía a decírselo por temor a herirle, los cercanos al Aranguren de esa década, familiares o amigos, nos sentíamos a menudo sobresaltados por su locuacidad y veíamos con tristeza cómo en él se alternaban momentos de extraordinaria lucidez con otros en los que literalmente se le iba la cabeza, lo que le llevaba a confundir fechas y acontecimientos. No sé si sería mucho pedir que Marías reservase al menos parte de la indulgencia que prodiga a los errores en que él incurre para aplicarla a los de un anciano de más de 80 años que no estaba ya en la plenitud de sus facultades.

Por lo demás, Aranguren no participaba por casualidad en mi curso de verano de 1993, sino que estaba allí con más merecimiento que ningún otro de los intervinientes, puesto que había sido el primero en proclamar, en un sonado artículo de fecha tan temprana como 1953, la necesidad de una reconciliación con nuestros intelectuales del exilio, que por aquel entonces representaban la Anti-España para el régimen franquista. Ese Aranguren era el mismo que en 1945, en su libro sobre D'Ors que Marías cita, hablaba del «triunfal Alzamiento» de julio del 36 o del «jolgorio plebeyo» que acompañó el advenimiento de la República. Pero había empezado a comprender que la dictadura del general Franco basaba su supervivencia en la perpetuación de la división entre los españoles, y eso es lo que le llevaría, andando el tiempo, a oponerse y luchar contra la dictadura. Para muchos antifranquistas, entre los que me cuento, esa oposición y esa lucha comportaban invariablemente la reivindicación de una reconciliación nacional (una reivindicación en la que coincidieron, entre otras, voces tan diferentes como las de don Juan de Borbón, el Partido Comunista en la clandestinidad o ciertos sectores de la Iglesia, y a las que se sumaron las de no pocas personas que, procedentes del propio régimen, acabarían contribuyendo a hacer posible nuestra todavía insuficiente transición a una España democrática). ¿De veras piensa Marías que se puede pasar por alto la contribución de Aranguren a dicha empresa? Antes de «expurgar» aquellas expresiones en la reedición del citado libro sobre D'Ors en 1981, Aranguren las había ya «purgado» sobradamente con la pérdida de su cátedra y su expulsión de la Universidad, consumando su reconciliación con el exilio al convertirse él mismo en un exiliado más. Lamento que haya quienes, ellos sabrán con qué derecho, se consideran autorizados a prolongar su purgatorio y, de pasada, la división entre los españoles que el franquismo procuró perpetuar con tanto ahínco.

Pero no quisiera concluir sin invitar de buena fe a Javier Marías a recapacitar sobre la falta de sentido de discusiones como ésta.

Como alguna vez se ha dicho, en una guerra civil no hay nunca vencedores, ni siquiera vencedores morales, puesto que en ella todos pierden, perdemos, de un modo u otro. Reconocer tal cosa no es incurrir en ninguna falacia igualadora, y lo que sería de desear que nos igualase es precisamente la voluntad de enterrar esa fatídica discordia que hasta hoy mismo, como vemos, continúa dividiéndonos. Javier Muguerza. Las Rozas. Madrid.


Con hastío respondo

Javier Marías. El País, sábado 24 de julio de 1999, páginas 9-10.

Con hastío respondo a la nueva tanda de extenuantes cartas que me han dedicado la familia Aranguren y don Javier Muguerza, el 17 de julio, como réplica a mi réplica del 10 de este mes.

Flaco favor, a mi juicio, están haciendo al profesor Aranguren sus hijos y su discípulo, respectivamente. Yo escribí una pieza, El artículo más iluso (26 de junio), en la que ni siquiera lo mencioné. Hablaba de ciertas actitudes autoindulgentes comunes hoy –y también dañinas– en nuestro país, y, sin nombres –insisto–, presentaba cuatro o cinco casos como ejemplos ilustrativos de esas actitudes. De haber querido señalar al profesor Aranguren, no habría dicho que fue «delegado de Tabacalera en su provincia natal», como hice, sino «en Ávila»; no habría hablado de «un venerable filósofo», sino de «un catedrático de Ética»; no me habría referido a «un libro de 1945», sino a «un estudio sobre D'Ors», por ejemplo. Y la misma reducción de datos identificatorios apliqué a los otros casos.

Es obvio que para los hijos y el discípulo, Aranguren resultó identificable, pese a todo. No lo resultó, sin embargo, para la mayoría de los lectores, y la prueba es que, antes de las cartas de aquéllos, fueron numerosísimas las personas que, con curiosidad sana o malsana, me preguntaron, sobre todo, por la identidad del filósofo aludido.

Con un incomprensible afán de protagonismo, los Aranguren y Muguerza revelaron el 3 de julio esa identidad, y, tachándome de despreciable, falso, cobarde, falaz, injurioso, insidioso y qué no, me obligaron a buscar las «pruebas documentales» de mis comentarios previos. Lo hice con desagrado y sin más remedio, y me cupo al menos el alivio de poder satisfacer sus demandas sin echar mano de ningún relato ni opinión de terceros, sino tan sólo con citas del propio Aranguren en 1945, 1981, 1990, 1993 y 1995.

Podría aportar más citas, entre ellas alguna de Eduardo López-Aranguren –principal firmante de las cartas familiares–, o del profesor entrevistado por el mismísimo Muguerza (citas no demostrativas, pero sí muy significativas). Resultaría inútil. Los Aranguren y Muguerza serían capaces de desautorizarse a sí mismo o de acusar de tergiversación a los impresores, visto que no han tenido reparo –ya que a mí no pudieron desmentirme– en desautorizar a su propio padre y maestro, respectivamente. (Además de confundir y mezclar, unos y otro –hay que imaginar por tanto que intencionadamente–, las citas y fechas que yo proporcioné con toda precisión el 10 de julio.) A los unos no les resulta válida como «fuente original de datos» lo dicho por su padre, y el otro arguye que en la década de los noventa al profesor, a veces, «se le iba literalmente la cabeza».

Así que lo que Aranguren declarara públicamente ahora resulta que no cuenta, o que no cuenta lo que a sus supuestos defensores no conviene que cuente. Fácil y cómodo, pero inadmisible expediente, que implica en todo caso el descrédito de su protegido. Quizá no sea yo precisamente quien «echa borrones» sobre su nombre. Tal vez sean más bien sus paladines.

No tengo nada en particular contra Aranguren (un ejemplo ente varios), ni contra sus vástagos –bueno, empiezo a tener una pésima idea–, ni contra Muguerza. Lo que resulta en verdad grave es que, a un año de que se cumplan veinticinco de la muerte de Franco, todavía no se pueda hablar de lo que pasó durante y después de la guerra, sin que a uno le lluevan los anatemas. Son gente como la familia Aranguren y Muguerza quienes, con su negación irracional de hechos ingratos, su aplauso a las biografías ficticias o maquilladas que tanto han abundado aquí desde la transición, su empecinamiento en seguir metiendo bajo la alfombra cuanto pueda ser molesto para sus intereses o sus cuentos de hadas, perpetúan la falta de salud moral que aqueja a España y a su vida pública desde hace tiempo.

Una puntualización última: por cuarta vez, con todas las letras o implícitamente, se me ha llamado «cobarde» en estas páginas (una, contribución espontánea del señor Haro Tecglen). Ahora, los Aranguren insisten en que «Marías ha preferido esperar a que nuestro padre hubiera muerto para censurar su comportamiento». Ni siquiera son veraces en eso, podrían ellos documentarse un poco: que consulten mi artículo «Nada importa» incluido en mi libro Pasiones pasadas (Alfaguara). Es de 1988, y, salvo posible desmentido de sus hijos y su discípulo, el profesor Aranguren estaba por entonces vivo, y siguió viviendo otros seis años.

A diferencia de su familia, que anuncia su tercera carta «ante una nueva de Marías que El País decida publicar», yo anuncio que no replicaré más. No voy a seguir discutiendo con quienes no quieren escuchar ni leer ni pensar. Y si pertenecen a la multitudinaria clase de españoles que se toman al pie de la letra lo de «tener la última palabra» –es decir, sólo en sentido ordinal–, creyendo que eso equivale a tener razón, en lo que a mí respecta pueden soltarla tranquilamente en la seguridad de que no les responderé ya más. Pues por mucho que sean ellos quienes la tengan y digan, no por eso van a asistirlos, en este caso, la verdad ni la razón. Javier Marías. Madrid.


El dedo en la llaga

Luis Arias Argüelles-Meres. La Nueva España, lunes 26 julio 1999, pág. 23.

Javier Marías acaba de abrir una polémica, intelectualmente saludable, con un artículo a propósito de José Luis López Aranguren. No voy a entrar en los aspectos más agrios del asunto, porque no dispongo de la documentación necesaria para contrastar lo que sostiene tan celebrado novelista en torno a la supuesta condición de delator de quien fue uno de los profesores universitarios más conocidos entre los intelectuales represaliados por el régimen franquista. Intentaré simplemente hacer algunas consideraciones básicas para nuestra desnutrida memoria histórica.

Aranguren pertenece a una generación muy controvertida sobre la que urge un estudio a fondo y sin actitudes pusilánimes. A su favor, hay que decir que no esperó que llegase la muerte del dictador para oponerse al régimen. En eso, su caso es equiparable al de Dionisio Ridruejo, quien en los años 40 tuvo el suficiente valor no sólo para distanciarse del régimen más o menos discretamente, sino también para que pudiesen publicarse en España las poesías de Machado sin la guillotina de la censura. Suponiendo que sean ciertas las aseveraciones de Marías, Aranguren no queda descalificado por haber sido más ó menos partidario de la dictadura en su juventud y en su ambiente familiar, si, andando el tiempo, rectificó y luchó por las libertades en nuestro país. Tal cambio de actitud está avalada por los hechos.

Lo que echo en falta es una revisión crítica y rigurosa acerca de la obra de Aranguren, entre otras cosas; porque desde mi punto de vista fue excesivamente alabada. No es un escritor brillante, ni tampoco estamos ante un teórico de la ética o de la sociología cuya obra haya dejado aportaciones importantes. Cuando tuvo lugar su muerte, consideré que no andaba muy errado Bueno al pretender dejar las cosas más o menos en su sitio. No habíamos perdido a un pensador original. La historia de la filosofía puede prescindir perfectamente de los libros de Aranguren. Sé que esto que digo provocará desacuerdos, pero aún no he visto a nadie que pueda argumentar con solidez la importancia filosófica de los libros que escribió este catedrático que con admirable entereza quiso y supo oponerse al franquismo, mientras que otros, mucho más revolucionarios y «sistemáticos» jamás sufrieron persecución alguna.

Tampoco concedo importancia a una de sus más polémicas intervenciones, estando cerca el final de su vida, cuando se manifestó en términos ambiguos, por no decir complacientes, con el terrorismo de Estado, es decir, con el GAL. Su lucha por las libertades no podía quedar empañada por un patinazo senil.

En cualquier caso, Marías pone el dedo en la llaga. Hace falta rigor y seriedad. Aranguren es digno de admiración por su lucha contra el franquismo. Pero eso no le convierte, como gran parte de «la intelectualidad» pretendió, en un pensador brillante. Sobre su obra hacen falta criterios más sosegados y más justos.

Al mismo tiempo, alguien tendría que ocuparse de estudiar otras «trayectorias», como la de Laín Entralgo, a quien muchos definen como «maestro». Para semejante cometido habría que empezar por datos tan simples como la fecha de publicación de un libro muy alabado por Cela, de título inequívoco, «Descargo de conciencia». Sin olvidarnos tampoco de Tierno Galván, cuya obra escrita no va tan lejos como el propio don Enrique y sus seguidores quisieran.

Aprovechando la espita abierta por Marías, tal vez no estaría de más conocer las relaciones que tuvieron con el franquismo personajes de muy merecido prestigio intelectual. Pongamos al afamado lingüista Antonio Tovar y al propio Cela. Y así sucesivamente, llegando a nuestro más acá más inmediato «en el tiempo y en el espacio» ¿A que sí?


Tres años después de la muerte de Aranguren

Soledad Puértolas. El País, martes 27 de julio de 1999.

José Luis López Aranguren murió el 17 de abril de 1996. Hacía, creo, un par de años que no le veía y, por lo que supe, la muerte no le ahorró sufrimientos. Pero yo siempre le conocí alegre y lleno de vida. Cuando murió me dije que debía saldar una deuda que tenía con él, pero, por diversas razones, lo he ido aplazando y es ahora, cuando su nombre ha saltado a los periódicos, envuelto en un halo de polémica, cuando aquel compromiso íntimo que adquirí con él reclama sus derechos.

En octubre de 1971 llegué a la Universidad de California de Santa Bárbara y, aunque mi marido tenía una beca bastante honrosa, para que yo me matriculara en la universidad se necesitaba una buena suma de dinero, que desde luego no teníamos, por lo que los primeros días nos pasamos yendo de aquí allá en el campus universitario, tratando de conseguir una matrícula gratuita para mí y alguna clase de trabajo. Las cosas se arreglaron de forma casi mágica. En el departamento de español y portugués, donde ejercían labor docente Arturo Serrano-Plaja, José Luis L. Aranguren y Jorge de Sena, entre otros, me pusieron todo tipo de facilidades y conseguí la beca para la matrícula, y conseguí un puesto como profesora de Lengua española. Por primera vez, estudiaba literatura -y literatura hispánica, precisamente en Estados Unidos-, ya que desde los 14 años me había hecho mucha ilusión creer lo que alguna vez me habían dicho sobre mi capacidad para las matemáticas, error que, a fin de cuentas, ya ha dejado de pesarme, pero que retrasó muchas lecturas de importancia, a la vez que, eso es verdad, me hizo acercarme a la literatura de una forma caótica e intuitiva que en realidad ya tampoco me pesa.

El caso fue que en el departamento de español me encontré con dos profesores diametralmente distintos entre sí, Arturo Serrano-Plaja y José Luis L. Aranguren. Las clases de Serrano-Plaja eran intensas, apasionadas. Pero con los alumnos era distante. El trato personal que yo tuve con él mientras estuve en California fue mínimo pero definitivo. Fue él quien me aconsejó con una convicción que no pude discutir que me dedicara de lleno a la literatura, en lugar de extraviarme por senderos lingüísticos que yo, con mi viejo vicio matemático y racional, había medio emprendido. Por lo demás, ya por carta, yo de regreso en Madrid, fue mi asesor literario, si puede decirse así. Gracias a él, me tomé en serio la sintaxis, pues si bien me dijo en una ocasión con toda solemnidad que yo era escritora, inmediatamente añadió que, antes de nada, tenía que aprender a escribir.

Murió Serrano-Plaja y tuve la oportunidad de escribir un texto sobre él en un libro que la editorial Taurus dedicó a su obra y a su vida, bajo la dirección de José Luis Cano. Poco después, Aranguren me llamó y me felicitó por el texto. Le había emocionado. Aranguren también me había llamado cuando publiqué mi primera novela y me había felicitado con vehemencia. De hecho, mi relación con Aranguren había sido, desde el principio, muy distinta a mi relación con Serrano-Plaja. Sus clases eran muy informales. Aranguren nos empujaba a hablar, a opinar. La materia, la literatura española contemporánea, era una excusa para establecer debates que él avivaba con su característica ironía. A Aranguren le encantaba hablar con los estudiantes, dentro y fuera de las aulas. Acudía a nuestras casas en los partys de fin de semana y parecía feliz de encontrarse entre nosotros. Se diría que aún esperaba aprender algo de la juventud, que quería comprenderla y conocerla más. Le gustaba bromear, pero siempre con jovialidad. Jamás escuché de él una palabra ácida en contra de alguien. Todo lo contrario. Si hay algo de aquellas conversaciones que se me destaque en el recuerdo era la imperiosa tendencia de Aranguren a rescatar siempre algo bueno de los demás. Su mirada curiosa, después de la broma, nos devolvía una gran benignidad, una profunda generosidad.

De regreso a Madrid, lo vi en alguna cena nostálgica del tiempo californiano. Ya en el entorno madrileño, menos dulce que el californiano, la actitud de Aranguren aún llamaba más la atención. Nunca le oí expresar una queja contra nadie, mantenía ese talante generoso y abierto que nunca le abandonó y que en muchas ocasiones ha sido para mí un punto de referencia. Cuando escribí mi primera novela, se la envié y él la envió a su vez a un par de editoriales. También envió a algunas revistas artículos míos que, en su opinión, deberían publicarse. No tuvimos éxito, y tanto la novela como los artículos fueron devueltos.

Años más tarde, TVE quiso dedicar a Aranguren un capítulo de un programa del tipo Ésta es su vida, y Pilar, una de las hijas de Aranguren, me preguntó si yo quería participar como representante, quizá, de aquella época californiana de la que Aranguren siempre hablaba con entusiasmo. El programa, que, por cierto, creo que no se llegó a emitir, se grabó en Barcelona y, de vuelta a un Madrid de calor aplastante, Pilar, que había dejado el coche en el aeropuerto, insistió en llevarnos a todos a nuestras casas. Primero dejamos a Sonsoles. Luego, a Aranguren, en su modesto chalet de Aravaca. Nos bajamos y nos despedimos de él, pero él no quiso entrar en casa. Permaneció junto a la cancela. Me dijo Pilar: Siempre hace lo mismo, no entra en casa hasta que el coche dobla la calle. Efectivamente, así fue. Justo antes de tomar la curva, las dos volvimos la cabeza. Allí estaba Aranguren, de pie, junto a la cancela. Sonreía y movía la mano en un gesto de adiós. Y ésa fue, creo yo, la última vez que le vi.

Desde que me llamó para felicitarme por el artículo que yo había escrito sobre Serrano-Plaja, adquirí el compromiso íntimo de escribir algo sobre él, porque han sido muchas las cosas que me enseñó, aun cuando él jamás se hubiera atribuido esa virtud, la de enseñar, y casi ninguna otra. No se consideraba un hombre irreprochable y en eso residía su grandeza. Se creía débil y lleno de limitaciones, no se sentía el modelo de nada. Era magnánimo con las debilidades y errores de los demás y evitaba los juicios personales. Era cristiano y, quizá por eso, se sintiera siempre culpable y pecador. Cuando dejaba caer un comentario sobre la culpa y el perdón, yo no podía evitar mirar la pequeña medalla de oro que pendía de una delgada cadena que siempre llevaba al cuello.

Lo conocí como profesor de Literatura, por lo que propiamente no puedo llamarme discípula suya, sino alumna, y alumna de una materia en la que él no era especialista ni presumía de serlo. Pero era un excelente lector y un extraordinario provocador de discusiones. Pero lo que me enseñó está por encima de los debates que se establecían sobre los textos que leíamos en sus clases. Si algo me gustaría decir que aprendí de él es una benignidad esencial hacia las debilidades y errores de los otros, a aceptarlos como parte de la compleja y difícil vida, a remitirlos a la parte más íntima de las personas, esa parte que los otros nunca pueden conocer del todo y por tanto tampoco se puede juzgar con rigidez. Lo cual no significa de ningún modo ausencia de principios. Todo lo contrario. Esa actitud de comprensión, de saberse débil y limitado, era su ética, y no juzgar a los demás con arrogancia y superioridad formaba también parte de ella. Y la raíz de esta misma ética fue lo que le hizo evolucionar y comprometerse con los movimientos que, en plenos años sesenta, reclamaban la apertura del régimen franquista hacia la democracia, lo que le valió ser apartado de la cátedra y la implícita declaración de persona non grata, honor que, según sé, sólo compartió con los profesores Enrique Tierno Galván y Agustín García Calvo.

Lo recuerdo de pie, junto a la cancela del pequeño jardín que rodeaba su casa, con la mano levantada, agitándose en el aire, sonriéndonos, deseándonos felicidad. No quería entrar en la casa hasta que el coche desapareciera de su vista. Se quería quedar allí, aprovechar hasta el último momento, acompañarnos hasta ese segundo en que el coche dobló la esquina y él dejó de vernos. ¿Por qué hacía eso?, me he estado preguntando estos días. Quizá quería decirnos que él seguiría allí, a nuestro alcance, junto a la cancela, que nos esperaría siempre, que nos recibiría siempre, que nunca nos daría la espalda. Ojalá que esa enseñanza haya penetrado en mí, porque me gustaría ser, no como aquellos que cultivan la parte más ruin y mezquina de su ser y se complacen en señalar en público los defectos y errores ajenos con dedo inquisidor y tono prepotente, sino como aquellos que, según hacía Aranguren, se ejercitan en la generosidad y, en caso de tener que decir públicamente algo sobre alguien, siempre saben rescatar alguna virtud.


En algo estamos de acuerdo

Familia Aranguren. El País, sábado 31 de julio de 1999, páginas 11-12.

En su artículo original (El País, 26 de junio), y en lo que se refiere a nuestro padre, Javier Marías hacía básicamente una afirmación y una insinuación:

1. En la universidad, Aranguren había actuado como delator de colegas desleales u opuestos al régimen franquista. Está ya más que probado que esta acusación es falsa (El País, 3 y 17 de julio), aunque Marías, persona de soberbio carácter, se niegue a reconocerlo.

2. Aranguren había sido recompensado por el régimen con la representación de Tabacalera en Ávila, representación con la que se había estado enriqueciendo. También hemos demostrado lo tremendamente equivocado que estaba Marías en este aspecto (El País, 17 de julio).

Deseamos que quede claro que nosotros nunca hemos negado la pertenencia del profesor Aranguren a una familia de derechas, hecho, por otra parte, reconocido por él mismo en multitud de escritos y conferencias. Lo que negamos tajantemente es que dicha pertenencia haya tenido la más mínima influencia en acontecimientos generales o particulares ocurridos durante la guerra o la posguerra civil española. Y lo que afirmamos, también tajantemente, es que la revolución ideológica operada en nuestro padre a partir de 1939, al igual que en otros intelectuales en las mismas circunstancias, fue honrada, valiente y poco rentable.

En algo estamos de acuerdo con Javier Marías. Al igual que él, prometemos no redactar ninguna otra contestación, sea a propósito de nuestro padre o de cualquier otra persona que pueda ser objeto de las diatribas que, desde su bien ganada y reconocida autoridad moral, pueda lanzar en el futuro. José Luis López-Aranguren y sus hermanas y hermanos. Alcobendas, Madrid.


Con desaliento respondo

Javier Muguerza. El País, sábado 31 de julio de 1999, páginas 11-12.

Con desaliento respondo a la que promete ser última carta de don Javier Marías (El País, 24 de julio) con ésta, que también querría que fuese la última por mi parte. Aunque Marías parece creer que la ilusión de mi vida se halla puesta en protagonizar un culebrón veraniego como el que nos traemos entre manos, en nuestra ya enojosa correspondencia no me ha movido el menor «afán de protagonismo» ni tampoco he intervenido en ella para nada como «discípulo» de Aranguren (quien nunca pretendió crear escuela ni, por tanto, tener discípulos), sino sencillamente como amigo suyo, un amigo alarmado ante las gravísimas insinuaciones sobre su conducta que en un principio atribuí a la desinformación de Javier Marías, pero que finalmente él mismo reconoce que formaban parte de un malicioso jueguecito de adivinanzas: «Ha llevado a numerosísimas personas a preguntarme, con curiosidad sana o malsana, por la identidad del filósofo aludido.» Mi opinión sobre los que practican esta clase de juegos con el buen nombre de personas difuntas prefiero callármela, para que el señor Marías no diga que le insulto, le ofendo o le falto al respeto, cosa de la que en ningún momento podrá quejarse de que haya hecho en mis cartas anteriores.

Marías renuncia ahora a «la última palabra», pero quiere tener, en cambio, nada menos que «la razón». Veamos. Por lo que se refiere a nuestra discusión, Marías comenzó sosteniendo que Aranguren había sido, desde la guerra civil y durante años, un «delator» de sus colegas en la universidad. Creo haberle demostrado que se trataba de una acusación disparatada y carente de todo fundamento. Abandonando, pues, su primera acusación, Marías se refugió en otra no menos disparatada e infundada; a saber, la de que Aranguren había confesado ser un «espía» en una oficina militar de San Sebastián en plena guerra, confesión supuestamente hecha en un curso de verano dirigido por mí en la Universidad Complutense. Naturalmente, se trataba de nuevo de un infundio, y así se lo hice ver. Por último, Marías proclama que ya es hora, a los casi 25 años de la muerte de Franco, de que «se pueda hablar de lo que pasó durante y después de la guerra sin que le lluevan a uno los anatemas». Por descontado que sí, pero siempre que uno no se invente la historia, ni para hacer de ella un cuento de hadas ni para convertirla en una sarta de patrañas difamatorias. No sé el valor que los historiadores concederán a «pruebas documentales» como las entrevistas de prensa concedidas por Aranguren en la década de los noventa, que Marías insiste en aducir en su última carta. Pero hasta al más profano en la materia se le alcanza que tales entrevistas, si no han sido debidamente supervisadas por el interesado, pueden contener errores. Por lo demás, no veo por qué la observación de que algunos de dichos errores pudieran deberse al Aranguren de esta década, cuya memoria y otras facultades le fallaban en ocasiones por desgracia, tendría que «echar un borrón» sobre su figura. Que ocurra aquello es algo tan doloroso como natural y, no hay que decirlo, ni Marías ni yo estamos a salvo de que nos pase un día.

La entrevista a Aranguren, de la que soy autor, citada por Marías, fue supervisada por el entrevistado no menos de tres veces, y ni siquiera así descarto que en ella haya errores, suyos o míos. Se encuentra en el Retrato de José Luis L. Aranguren que compusimos conjuntamente Eduardo López-Aranguren, José María Valverde y yo para el Círculo de Lectores en 1993: Aranguren se retrata en esa entrevista sin el menor ánimo de hacer hagiografía de sí mismo, presentándose como alguien que, excesivamente sumiso en sus comienzos, se inició luego en el aprendizaje de la insumisión y acabó transformado en maestro de insumisos (que es lo que fue, sin proponérselo, en la universidad o fuera de ella desde los años cincuenta en adelante). Con los inevitables defectos de un entrevistador aficionado que está lejos de dominar el género, intenté en mi entrevista recoger lo que Aranguren creía ser y quería ser, que a grandes rasgos coincide con lo que para muchos, yo entre ellos, era realmente.

Nunca he sido partidario de «negar irracionalmente hechos ingratos», «aplaudir biografías ficticias o maquilladas» o «meter bajo la alfombra cuanto pueda resultar molesto», todo lo cual, en efecto, podría contribuir a «perpetuar la falta de salud moral que aqueja a España y a su vida pública desde hace tiempo»; si bien no tanto, miren ustedes por dónde, como la calumnia, que lo viene haciendo desde tiempo inmemorial.

¿Tiene o no la razón Javier Marías? Para empezar, «la» razón no existe, sino que sólo existen «razones» mejores o peores, y las que aporta en su última carta no pasan de ser, para decirlo con un refrán popular, «las tres razones de Marías: una vana y dos vacías». Por lo mismo que acaba de decirse, la razón no «se tiene», sino a lo sumo «se ejercita». Eso es lo que modestamente quise hacer en este cruce de cartas, tratando de hacerme cargo de los «argumentos» ajenos, si los había, y tratando a mi vez de «argumentar», esto es, de «dar razón» de mis propios puntos de vista. Inútil tarea con quien se niega a darse a razones y se limita, como lamentablemente hace Javier Marías en su última carta, a insultar, ofender y faltar al respeto a sus interlocutores.

De ahí el desaliento con que respondo y pongo por mi parte punto final a esta controversia. Dada la época del año en la que nos encontramos, el desaliento parece, en cualquier caso, preferible al acaloramiento. De modo que feliz verano, y aquí paz y después gloria. Javier Muguerza. Las Rozas, Madrid.


Aranguren-Marías, un debate que se amplía

El Siglo de Europa, nº 377, especial agosto 1999, página 29.

La polémica entre Javier Marías y los herederos de José Luis López Aranguren, en la que el primero denunciaba presuntas colaboraciones del filósofo fallecido con el régimen de Franco (ver El Siglo, números 375 y 376), ha provocado un sinfín de réplicas y contrarréplicas. Parecía que, en estos días, el intercambio de acusaciones y desmentidos se había zanjado, después de una última respuesta de Marías, en la que daba por cerrada la polémica. En esta carta al diario El País, el escritor apuntaba que «no replicaré más», si bien unas líneas antes se reafirmaba en lo publicado sobre Aranguren y las informaciones que al parecer facilitó a las autoridades de la dictadura de Franco, a cambio, asegura Marías, de un puesto en Tabacalera. Sin embargo, este tema en general, el de recordar antiguos pecados de juventud de intelectuales de reconocida trayectoria de izquierdas, como el propio Aranguren o Eduardo Haro Tecglen, no se ha apagado del todo. La periodista y escritora Soledad Puértolas, en otro artículo publicado en el mismo diario glosando la figura de Aranguren, señalaba, en clara referencia a Marías, que no le gustaría ser «como aquellos que cultivan la parte más ruin y mezquina de su ser y se complacen en señalar en público los defectos y errores ajenos con dedo inquisidor y tono prepotente».


Los placeres y los días: Bergman

Francisco Umbral. El Mundo, viernes 10 de septiembre de 1999.

Las confesiones tardías de I. Bergman sobre su deslumbramiento fascista de juventud vienen ya a formar cadena con las de Heidegger y otros. Todos insisten en una belleza viril y nueva, en una emoción estética que les cegó. La explicación es muy poco racional y, mayormente, cabe preguntarse por qué a unos sí y a otros no.

¿Por qué a Bergman sí y a Bertolt Brech no? ¿Por qué a Heidegger sí a Adorno no? &c. Todas eran mentes lúcidas. Unos vieron clara la proa de la Historia y otros no la vieron o no quisieron verla: el fascismo como brazo armado del capitalismo y engaño demagógico de las masas. Los «jóvenes filósofos franceses», desde una democracia obvia, no han ocultado su admiración estética y humana por la vida y la muerte -sobre todo la muerte- de Drieu la Rochelle, Céline, Montherlant, Claudel, &c. En cambio los surrealistas optaron en seguida por la revolución marxista, de clara voluntad proletaria, incluso contra los principios irracionales del surrealismo. Y, viniendo a la Resistencia francesa, hasta Sartre es sospechoso de haber estado antes con Petain, la «espada limpia» al servicio de los nazis, como se adjetivaba en la prensa falangista española. Spencer Tracy, en su papel de juez en la película sobre Nüremberg, dice irónicamente: «Estoy llegando a la conclusión de que en Alemania no hubo nunca un solo nazi.»

En España, José Antonio Primo de Rivera sólo consiguió fundar un partido de señoritos. Los fascismos del mundo se presentaban como redentores del proletariado, vía alternativa al «eslavismo», mito del superhombre, Nietzsche y Wagner, todo eso.

En nuestro país, intelectuales y obreros veían en Franco al salvador de la religión católica, afrentada por una República agnóstica, atea o revolucionaria, según. El nacionalcatolicismo tiene y ha tenido en España una fuerza como en ningún otro país. El nazismo era panteísta. El pueblo italiano se burlaba y se burla un poco del Vaticano, porque lo tiene demasiado cerca y conoce sus astucias y protocolos. Pero la Historia de España la ha hecho en buena medida la religión, el catolicismo. Toda la eclosión imperial española se reviste de catolicismo, desde Isabel a las revoluciones cantonalistas: Sabino Arana, hombre de rosario. Los intelectuales españoles de la generación de la guerra civil tienen una disculpa muy válida histórica y personalmente: no están tanto con Franco como con el hombre que viene a restaurar los altares malheridos, los santos profanados y las huesas de monjas. Catolicismo y cultura van muy incardinados lo uno en lo otro, para el intelectual español, desde Quevedo a Aranguren, con quien hablé mucho en su último verano, y se expresaba más en católico que en «cristiano», que había sido su palabra preferida como marginal.

Nuestros intelectuales quedarían así explicados y redimidos. En cuanto a los Bergman y Heidegger, está claro que Hitler les fascinó, como Napoleón a Goethe y Stendhal. Es el viejo deslumbramiento del hombre sedente por el hombre de acción. Bergman lo confiesa como confesaría un amor suicida de juventud.


Sabatinas intempestivas

Las interferencias de la memoria familiar

Gregorio Morán. La Vanguardia, sábado 11 de septiembre de 1999.

Calanda tiene un alcalde del PP que se ha negado a colocar una placa dedicada a los vecinos que pasaron por Mauthausen.

Los veranos suelen ser pródigos en desgracias y escasos en noticias. Lo cual, dicho así, parece una paradoja, pero no lo es. Cuando muchos periodistas veranean se reduce el flujo de información, de donde cabría sacar conclusiones sobre lo mucho que tiene que ver el gremio periodístico en la creación de la noticia. Ocurre entonces que aparecen las informaciones más curiosas, sobre todo de medicina y ciencia en general. No hay proyecto científico o hipótesis de laboratorio que no tenga su lugar en la prensa veraniega. En el argot gremial se denomina «echar mano de la nevera», allí donde se conservan tantos productos congelados.

De este verano, por su singularidad periodística, yo me quedaría con un par de cosas de fuste. Una es la búsqueda del último lazarillo que ayudó a Jorge Luis Borges a cruzar semáforos y otra, la aviesa polémica sobre nuestra posguerra civil. Siento una aversión biológica, pero muy razonada, hacia el Borges personaje y un aprecio muy limitado hacia su obra, en la que considero que hay un puñado de ideas magníficas y otro puñado de relatos soberbios, en especial, por aquello que tienen de sugerentes. Nada más, lo cual no es poco. Su poesía, sin entrar en detalle, me parece gélida y vacua. Es opinión que mantengo desde mediados los años setenta y por tanto reiterada. Su conversión en estrella me causa pasmo, especialmente porque se trata de un autor minoritario que irremediablemente evoca en mi memoria el éxito de ventas que tuvo una de las últimas obras del metafísico Xavier Zubiri, «Inteligencia sentiente», creo recordar que se titulaba; lamento las imprecisiones de este artículo, pero me encuentro en un lugar sin nada a mano que no sean hierba, patatas, cebollas y tomates.

No obstante llevo preparando este artículo durante el agobiante agosto por el otro asunto. Nuestra posguerra civil. Un texto publicado por el novelista Javier Marías a finales de junio con el título premonitorio de «El artículo más iluso», a propósito del olvido y la desvergüenza de nuestra intelectualidad durante los primeros años de la dictadura, generó una de esas polémicas raciales en las que al final ocurre como en las discusiones de taberna, el que grita el último cree quedarse con la razón. El colofón no premeditado lo puso el historiador británico Hugh Thomas, al declarar en lugar tan idóneo para la memoria imperial como El Escorial, que por más que cada vez se siente más de derechas, y no es precisamente un converso a lo Vargas Llosa, sino un veterano del conservadurismo, no obstante cada vez entiende menos la actitud de los vencedores en la Guerra Civil. No puede explicarse, dice textualmente, la ausencia de arrepentimiento y perdón de los franquistas, su intolerancia hacia los vencidos. Javier Marías, que me parece el novelista más interesante de su generación, trata de adoptar en sus artículos periodísticos cierto aire a lo Thomas Mann, que quizá le vaya muy bien a su carácter y a sus pretensiones, pero que en este país da lo mismo, porque ni existe tradición de cultura hanseática ni él procede de la aristocracia económica y cultural ni mucho menos hay restos del individualismo y la ambición que caracterizaron a la cultura protestante en aquel Hamburgo de comienzos de siglo. Aquí, al final, toda polémica se dirime escogiendo entre el estilo de Cela o el de Delibes, el resto son pendejadas. Javier Marías, hijo del tenaz ensayista Julián Marías, planteaba en su artículo un a modo de contraste entre los sufrimientos de su padre, permanentemente marginado por los poderes intelectuales de posguerra, frente a la desvergüenza inaudita de unos caballeros que con un galante «descargo de conciencia» creen haber cumplido con su responsabilidad histórica en aquel régimen inicuo. Suscribo íntegramente la indignación ética de Javier Marías, por más que ese estilo elusivo, a lo Mann, sea una pretenciosidad, me temo que heredada, ¡ay!, por línea paterna. Amén de ser un error de eficacia intelectual, y de bulto, porque al escribir sin citar nombres, pero con la pretensión de que el lector identifique a las personas, consigue que quien no esté en el secreto no se entere y quien está en él se dé por aludido. Exactamente lo que ocurrió. (Recientemente, se refirió a mí y a mi libro sobre Ortega y el franquismo con el calificativo de «retorcido autor y retorcido libro», si no me falla la memoria. Está en su derecho, faltaría más, y no afecta para nada a mi respeto como escritor y como intelectual. Una nadería, teniendo en cuenta que su padre, don Julián, y los amigos de su padre, han llegado a sostener que libros así deberían prohibirse ¡por una censura creada al efecto!)

Dicho sea sin ánimo de ofender, aquí a cualquier muchacho reciclado presuntamente en Oxford o Yale, cuando se trata de «las cosas de la familia» frotas un poco y se aprecia el polvo de la dehesa, lo carpetovetónico. Porque la verdad es que si somos precisos con el pasado y justos con los protagonistas, como es nuestro deber, resulta una flagrante inexactitud empezar con eso de que «mi padre fue un modelo y el tuyo no», sin entrar en lo que tiene de mal gusto educacional. No digamos ya el «tu padre fue más deshonesto que el mío», de tan claras resonancias infantiles.

La actitud de Javier Marías en defensa de su padre, sobre quien escribió hace ya tiempo un emotivo artículo, inolvidable, me parece fuera de lugar en lo que tiene de comparativo. Entre otras cosas, porque la biografía de don Julián no es precisamente un canon sobre el que las jóvenes generaciones deban detenerse a meditar; es la de un profesor de Filosofía católico y conservador con ambiciones políticas, en la que se pueden distinguir dos etapas, una primera de aislamiento en el seno del nacionalcatolicismo, y una segunda, a partir de ser apadrinado por las instituciones culturales y políticas de Estados Unidos, que podríamos calificar de modo benévolo como la aventura fallida de un hombre con más medios que talento para utilizarlos.

Ahora bien, lo que alcanza lo patético es el gesto de los hijos del profesor Aranguren al señalar la impecable trayectoria de su padre. Me cuesta trabajo creerlo, porque recuerdo a quien conocí bien entrados los sesenta y tenía ella muy diferente concepto respecto a su padre; pero, en fin, todos cambiamos y la mayoría lo hacemos para empeorar. El asunto me confunde, porque tiene algo de revisión generacional que va bastante más allá, me temo, que la defensa de unos hijos ante el padre afectado en su honor. Ya cuando surgió en Cataluña una polémica, esa sí que retorcida y aviesa, a propósito de los testigos de cargo contra Carrasco i Formiguera, el asunto tenía, en mi opinión, muy otra naturaleza, pero, no obstante, me dejó una profunda desazón. No me atreví entonces a escribir ni una línea. En primer lugar, porque la tendenciosidad de una realizadora de televisión convertía a un Trías y a un Ribas, padres, en los ejecutores del líder democristiano, con evidente malevolencia y olvido de otras responsabilidades. Pero al tiempo, no estoy de acuerdo en que nuestra exigencia como intelectuales tenga que hacer una excepción al tratarse de un asunto de familia. Entre las reflexiones, por llamarlo de alguna manera, por las que siento un desprecio largo y bien fundado es aquella tan repetida, y siempre de manera elogiosa, de Albert Camus, en la que decía que entre la justicia y su madre siempre escogería a su madre. Con todos mis respetos para Camus, que son muchos y fundados, esta es una idea digna de Al Capone y quizás una de las pocas reflexiones a cuyo corpus teórico la mafia ha sabido dar una amplia base empírica.

El azar, el siniestro azar, ha venido a poner una nota de inquietante actualidad cuando esta misma semana hemos tenido noticia de que Calanda, pueblo famoso por sus tambores y sus Buñueles, resulta que tiene un alcalde del Partido Popular que se ha negado a colocar una placa dedicada a los 17 vecinos exiliados que pasaron por el campo de exterminio de Mauthausen.

Con todos mis respetos por los tambores y los Buñueles, 17 calandeses en Mauthausen es un honor que merece bastante más que una calle, no digamos ya una placa. Pero lo más llamativo, al menos para mí, es el argumento del alcalde. La placa puede instalarse en el cementerio porque de otro modo abriría viejas heridas. Entendámonos y expliquémoslo claramente. Durante cuarenta años, exactos, cuarenta, no existieron otros mártires que los suyos, e incluso criminales de guerra fueron homenajeados como modelos de conducta. Y ahora resulta que una exiliada pretende que la memoria de su padre y de los dieciséis compañeros de campo de Mauthausen tengan un pequeño recordartorio y eso provoca abrir viejas heridas.

Nos encontramos, pues, con la pregunta trascendental que imagino nadie quiere escuchar en la familia, pero que es muy sencilla de representar. Lo difícil es encontrar la respuesta. La nieta se acerca al veterano el día de su onomástica, le coge la mano cariñosamente y le pregunta: ¿verdad, abuelito, que tú fuiste un nazi bueno?

Próximo sábado: «Abuelo, ¿tú fuiste un nazi bueno?»


Sabatinas intempestivas

«Abuelo, ¿tú fuiste un nazi bueno?»

Gregorio Morán. La Vanguardia, sábado 18 de septiembre de 1999.

La idea del falangismo liberal es una patraña inventada cuando los falangistas habían dejado atrás a José Antonio.

Se cuenta una historia que es tan verosímil que parece como si alguien se la hubiera inventado, porque la realidad nunca es tan evidente. En una de esas reuniones de jurados para los racimos de premios que otorga en Oviedo la Fundación Príncipe de Asturias, se encontraron don Pedro Laín Entralgo y don José Luis Pinillos, ilustres profesores eméritos y ambos de paralelo pasado.

Don Pedro Laín desempeñó importantes funciones en los primeros años del franquismo, exactamente hasta 1956, mientras que José Luis Pinillos, de carrera mucho más modesta en cuanto a las tareas del Estado, ejerció alguna influencia en los años nacionalcatólicos tras su paso como voluntario de la División Azul, a la que sirvió en tareas de combate junto al ejército del III Reich.

Como en el encuentro de ambos, después de años de no verse, había varia gente de menor edad y saliera a relucir la guerra y la posguerra, el franquismo y el posfranquismo, y como Pinillos no ocultara, por evidente, su participación en la Segunda Guerra Mundial en el lado de Hitler, en un momento determinado don Pedro Laín se dirigió a él y le dijo: «¿Y por qué te metiste en la División Azul, José Luis?» Pinillos entre atónito e indignado, se le quedó mirando y ante todos los presentes, con irritación incontenida le replicó: «Joder, Pedro, ¿y tú me lo preguntas? Fui porque tú decías que había que ir.»

Aquí está el drama de la memoria; nadie quiere asumir ese pasado. Desde que en 1956 lo mejor, todo hay que decirlo, de la generación falangista inicia su despegue definitivo de la dictadura y asume la democracia como objetivo, el pasado anterior a ese 1956 se convirtió en una especie de agujero negro en el que cada vez era más difícil entrar y en el que toda iluminación constituía de algún modo hacerles el juego a quienes aún seguían, y siguieron, pegaditos al régimen hasta el día siguiente de la muerte del dictador.

Pero Franco murió y de pronto aquello que no había sido sino un gesto de reconciliación frente al adversario común se convirtió en una especie de trágala histórico. La honestidad, cuando no el valor, demostrado a partir de 1956 borró algo que era imprescindible para entender no sólo el régimen del general Franco, que por tanto no era sólo del general Franco sino de quienes habían ganado la guerra, sino algo tan obvio como nuestro propio pasado. Nuestra generación, la que nace en los años cuarenta, es incomprensible sin echar luz sobre aquellos años; ni nosotros mismos entenderíamos las opciones que tomamos, ni nuestra trayectoria intelectual, personal y política, sin iluminar el período que llega hasta los albores de los años sesenta.

Y se da la paradoja, cosa muy común en la historia, preñada de paradojas, que aquellos que ayudaron de manera total, con una entrega sin fisuras a la consolidación del poder personal de Franco y por tanto a su dictadura, serían con el tiempo agentes decisorios en el camino que llevó a la transición y a la democracia.

En otras palabras, que muchos de quienes edificaron el régimen lucharon luego, y denodadamente, por derribarlo. Bastaría con citar personaje para mí tan poco simpático como Rafael Calvo Serer, en las áreas del Opus Dei, y ponerle como ejemplo.

Cito a Calvo Serer porque lo frecuente es hacerlo sobre el área falangista, donde las evoluciones fueron tan meticulosamente edificadas que tal parece como si del falangismo a la democracia parlamentaria hubiera un pequeño paso, un nudo en la memoria, que bastara siluetearlo con la tijera para dejarlo fuera.

La idea del falangismo liberal es una patraña inventada cuando los falangistas habían dejado atrás a José Antonio Primo de Rivera y empezaban a pensar que las urnas no sólo servían para romperlas y para celebrar referéndum. El equipo que dirigía la revista «Escorial» era un grupo de partidarios del nazismo, como se puede comprobar con la lectura de sus editoriales de los primeros años cuarenta. Una publicación con un notable cartel de colaboradores, muchos de los cuales hallaban en ella la tapadera inexcusable para aquellos tiempos de paseos y fusilamientos al amanecer. Pero el filonazismo indiscutible del grupo que capitaneaba Ramón Serrano Suñer, ministro del Interior ¡en 1938-41!, amén de Asuntos Exteriores hasta el 42, cuyas figuras más prometedoras eran Dionisio Ridruejo, Laín Entralgo y Antonio Tovar, tenía en todos, incluso en el más laico que era Tovar, un único óbice, el del profundo sentimiento religioso que caracterizó a todas las variantes del fascismo en España, con escasas excepciones, como Ledesma Ramos.

Obviamente el grupo de filonazis abandona ciertas de sus componentes ideológicas a partir del verano de 1944 y la inminente derrota de Hitler, ni más ni menos lo que hizo el general Franco, pero su actitud es no sólo de fidelidad al régimen sino que constituyen uno de sus más fieles e inquebrantables soportes. Es el momento álguido del nacionalcatolicismo y ahí es donde se incorporan gentes como José Luis López Aranguren y el joven José María Valverde, cuyos textos, actitudes y compromisos son genuina y netamente franquistas, como no podían ser otra cosa si ambos deseaban hacer carrera académica como así ocurrió.

Aranguren se introduce en los medios intelectuales gracias a un concurso organizado por la Junta Restauradora del Misterio de Elche, promotora de un premio sobre Eugenio d'Ors, en el que participará con un librito de circunstancias redactado, según confesión propia, en dos meses, que fue posteriormente afeitado hasta alcanzar lo que hoy denominaríamos políticamente correcto, «La filosofía de Eugenio d'Ors». Con la ayuda de un perplejo D'Ors que le consiente conocer a dos fascistas tan notorios como Sánchez Mazas y Mourlane Michelena –a los que homenajeará en patéticos artículos del «Arriba»– y entrando en contacto con el grupo Escorial, formará equipo generacional con Rosales, Vivanco, Panero y Valverde, todos ya treintañeros –menos el jovencísimo Valverde–, formadores e ideólogos del Instituto de Cultura Hispánica, en cuya revista, «Cuadernos Hispanoamericanos», desarrollaría buena parte de su obra entonces. Ahí empezó la fulgurante carrera intelectual de Aranguren, sin duda el más brillante de los pensadores católicos de posguerra, una época poco fecunda, todo hay que decirlo. Consiguió cátedra en Madrid, gracias evidentemente a los desvelos de su íntimo amigo y rector de la universidad, Pedro Laín Entralgo, tras algunas irregularidades tan de la época como que Aranguren había hecho estudios de Derecho y no de Filosofía; alegó que de resultas de los destrozos de los archivos universitarios durante la guerra se había perdido su expediente de licenciado en Letras. Le dieron Ética, como podían haberle dado Estética o la Cocina de Occidente –a D'Ors le dieron «Ciencia de la Cultura»– con el aditamento curioso de añadir a la Ética la Sociología, ambas vacantes por razones que harían interminable este artículo. Los vástagos de Aranguren señalan, cosa que confieso que desconocía, que el profesor de Ética era el responsable de la Tabacalera en Ávila. Vamos, que tenía el monopolio de tabacos en la ciudad de Santa Teresa y Santayana, allí donde celebraban con escrupulosidad nacionalcatólica los ejercicios espirituales, año tras año. Pero dicen en su descargo que lo del Estanco General de Ávila no fue concesión de Franco, ni de haber estado con los vencedores de la guerra civil, que fue por herencia de su abuelo ¡del año 41!

No se esfuercen. Dionisio Ridruejo y el profesor Pinillos no fueron a Rusia a escribir sobre los amaneceres en la taigá, sino a combatir por el nazismo. Cuando el eminente Buenaventura Bassegoda escribía en 1942, en la revista barcelonesa «Destino», su defensa de la arquitectura aria que representaban Hitler y su albacea Speer, frente a la miserable arquitectura judía de Gropius, sería porque lo creía.

Cuando Eugenio d'Ors atacaba al teólogo alemán Romano Guardini por sus críticas al nazismo, sería porque lo pensaba. Cuando la portada de «Destino» del verano de 1940 señalaba «el valor paradigmático de los admirables soldados del Tercer Reich» y unos años más tarde se apuntaba «la rapacidad y afán de dominio» del judaísmo internacional, sería porque estaban de acuerdo. Cuando el delicado Álvaro Cunqueiro se felicitaba en el verano de 1940 por la destrucción inminente de Inglaterra, añadía que prefería que la «quemaran», porque «siempre he dicho que había diez razones para quemar Inglaterra». Y así sucesivamente en el terrible panorama de aquellos años de canallas.

¿O es que la gente se cree que el franquismo era una cosa y sus empleados otra?

Porque no es fácil vivir del sueldo de un Estado totalitario y no ser cómplice. No basta con no sentirse cómplice, hace falta que te dejen, y como mínimo hasta 1956 no era fácil. Luego tampoco, y por eso fueron tan escasos los que se portaron dignamente, como Aranguren, Valverde y Dionisio Ridruejo. Pero no hay más remedio que explicarle a la nieta que no tiene razón. Que lo sentimos mucho, pero que más lo sintieron las víctimas. No hubo nazis buenos.


Con Aranguren

Elías Díaz. El País, miércoles 6 de octubre de 1999.

Cuando en 1939 terminaba la guerra civil, semanas después, Aranguren cumplía los treinta años. Había estado en el bando de los vencedores en destinos que, también por razones de salud, le permitieron no disparar un solo tiro a lo largo de ella. Procedía de una familia y de un contexto social que él mismo calificaba más bien como de derechas, con buen nivel económico y moderadamente conservador. En todo ese tiempo y hasta bien avanzados los años cuarenta, con un talante mucho más propenso al estudio, a la lectura, a su dedicación a la tarea intelectual y muy poco o nada a la política, no se inicia en él lo que luego será un progresivo cuestionamiento de los postulados de fondo del régimen dictatorial impuesto en nuestro país como resultado de aquella guerra.

Estos son, y fueron, hechos ¿de colaboración? sobradamente conocidos desde siempre. Ni él lo ocultó nunca, imposible hacerlo, ni sus mejores discípulos lo han tomado complacientemente como algo menor o como algo casi irrelevante en su biografía: al contrario, las críticas implícitas o explícitas eran por ello firmes y frecuentes. Estuve muchísimas veces con (cerca de) Aranguren, en cursos de verano y de invierno, y jamás le oí hablar de aquel tiempo suyo con propósitos de autoexculpación moral ni tampoco, menos aún, habiendo tantas muertes por medio, como algo trivial o de intrascendente recordación. Sin pretender formar bandos a propósito de él, en la polémica de estos últimos meses estoy, para qué ocultarlo, con (a favor de) Aranguren.

Los que, con voluntaristas esperanzas democráticas, éramos jóvenes estudiantes universitarios en los años cincuenta, y luego jóvenes profesores en los sesenta, estimábamos de entre los intelectuales que tenían voz aquí, en el interior, la obra, los escritos y las palabras, de gentes de la generación anterior como Laín, Marías, Aranguren, Tierno, Maravall, Ruiz Giménez, Tovar, Ridruejo, Vicens Vives y otros más de esa, a la vez, plural y común significación. La mayor parte de ellos, no todos, eran todavía adictos, incluso adalides, del régimen. Apreciarles, leerles y conocerles, para nada evitaba disentir de ellos, y discutir con ellos, contribuyendo así incluso a su propia liberación. Por supuesto que los filósofos y científicos sociales del pasado y del exilio español, junto a otras aportaciones foráneas (existencialismo, analítica, dialéctica), más lo que uno mismo iba empezando a cavilar, eran, con las grandes limitaciones derivadas de la situación dictatorial, el eficaz fermento y fundamento para esas fructíferas coincidencias y discrepancias.

Se habían publicado en esos tiempos, de Julián Marías, desde Historia de la Filosofía, ya en 1941, a Ensayos de teoría y Ensayos de convivencia (ambos en 1955). De Laín Entralgo, España como problema (1949) o La espera y la esperanza (1957). De Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia (1952), El protestantismo y la moral (1954) o su Ética (1958). De Tierno Galván, El tacitismo en las doctrinas políticas del siglo de oro español (1948), Sociología y situación (1955) o La realidad como resultado (1956). De Tovar, la Vida de Sócrates (1947), o de Dionisio Ridruejo, la recopilación En algunas ocasiones. Crónicas y comentarios 1943-1956, editados conjuntamente ya en 1960. No son más que una pequeña muestra de obras que, recuerdo, me (nos) fueron muy útiles, así como también otras de historiadores y sociólogos o de poetas, novelistas y dramaturgos.

A pesar de todo, a pesar de la dictadura, no todo era igual en la España de aquellos años: diferenciarlo, sin fundir ni confundir las cosas y las personas, es –me parece– una obligación, moral y científica, de quien estudie y quiera hoy comprender bien todo aquello. Leer esos u otros similares libros abría perspectivas, incitaba a la crítica, reconciliaba con la inteligencia, la cultura y el trabajo intelectual: en definitiva, contribuía positivamente a la necesaria reconstrucción de la razón. Aranguren sería, en ese contexto, uno de los de mayor y más intensa influencia, también como inspirador de la filosofía ética contemporánea en lengua española. Tal actitud, partiendo de esas iniciales revisiones, iba de hecho a conducirles en el tiempo, desde los años sesenta de modo más explícito (alguno, por ejemplo, Tierno, lo había estado desde el principio) a evidentes compromisos sociales y políticos en favor de la libertad y la democracia.

El régimen, la dictadura, sus jerarcas, ministros y corifeos, es obvio, no veían con buenos ojos ni habrían de tolerar, faltaría más, semejante traición. Tenía que quedar ante todos rotundamente proclamado y denunciado que muchos de estos intelectuales, ideólogos se les llamaba, eran los antiguos camaradas, de la camisa azul y el brazo en alto, los antiguos franquistas oportunistamente disfrazados de nuevos liberales. La consigna «de aquí no sale nadie, aquí no se salva nadie» era a todas luces el aniquilador objetivo de la publicación oficiosa de los servicios de información que, sin fecha y en forma anónima pero simulando burdamente un panfleto de la oposición, invadió, creo que fue en 1966, despachos, aulas, agencias de prensa y salas de redacción. Bajo el título precisamente de Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político, se arremetía con saña y rencor, en casi un centenar y medio de páginas, contra Ridruejo, Laín, Montero Díaz, Maravall, Tovar y, por supuesto, Aranguren, quien paradójicamente acababa de ser expulsado de la Universidad en 1965, se supone que por liberal, junto a García Calvo y Tierno Galván. En tal florilegio antológico están, pues, disponibles, los peores textos, artículos y discursos, de todos ellos en sus épocas de más o menos directa colaboración con la dictadura. Lo que al régimen le interesaba era tenerles intimidados por su pasado de totalitarios y amigos del caudillo; pero lo que realmente le enfurecía es que ahora fueran liberales y demócratas.

Viejas historias, sin duda. Pero no hay en verdad alternativa entre olvidar o asumir nuestro pasado si se quiere realmente superarlo y que el presente y el futuro se construyan desde el conocimiento y no la ignorancia, desde la libertad y la madurez crítica y autocrítica, no desde la inquisición, la ocultación o la distorsión.

De todos modos, otra cosa diferente a la ciencia, pero no forzosamente antitética, es la necesaria prudencia política y jurídica. La memoria siempre es fragmentaria y selectiva, lo cual implica ya valorar, cosa que inevitable y legítimamente todos hacemos. Pero hay, creo, que procurar que no cuenten sólo los malos fragmentos, estos también, o la selección negativa de unos u otros. Y, sobre todo, que el fragmento tenga conciencia de que lo es, de que es parte de algo más complejo y plural. Una vez más, es necesario recuperar la perspectiva de abierta y plural totalidad: la trayectoria entera de una persona, alegada y, con razón en los últimos debates sobre Bobbio o Aranguren.

No, pues, hagiografías acríticas de nadie, tampoco en este caso de Aranguren. No las necesita. Pero sí constatar y advertir, no es más que eso, que en los tiempos que corren esa fragmentación discriminatoria se puede estar hoy ejerciendo, me parece, con mucha mayor insistencia y contumacia en unas direcciones que en otras, más bien regresivas, lo cual también es selectivo y expresión de su sentido en el mundo actual. Así, por ejemplo, en nuestro país, lo que de Franco se viene resaltando con énfasis es su opción por un cierto desarrollismo capitalista o la institucionalización del Estado (negación del Estado de Derecho), cuando no, por increíble que parezca, su indirecto y solapado diseño de la transición o la vieja falacia de su acción salvifica de Occidente frente al comunismo. Paralelamente, de los hispánicos fascistas, totalitarios y antidemócratas de toda la vida, y de todo el ciclo histórico de la dictadura, ya se sabe lo que son y, por lo tanto, parece pensarse, no vale la pena ocuparse de ellos, como si aquellas iniquidades se hubiesen producido y mantenido por sí solas, sin sustentos doctrinales y beneficios económicos de nadie. Por su parte, los tecnócratas franquistas están ya casi glorificados con el retorno actual del integrismo religioso y del economicismo cientificista. Y así sucesivamente... Lo mejor que se puede pensar de esta negativa situación, descartemos lo peor (el mezquino encono personal o el vulgar oportunismo político), es que todo deriva en definitiva, de que la izquierda es y debe ser siempre mucho más autocrítica.

Elías Díaz es catedrático de Filosofía Jurídica y Política en la Universidad Autónoma de Madrid.