Teodoro de Almeida Recreación filosófica o diálogo sobre la filosofía natural

Tarde cuadragésima

De otras enfermedades del Entendimiento
que le vienen de afuera:
donde se trata del Arte Crítica

§. I. De las preocupaciones que nacen de los Sentidos | §. II. De los engaños que las experiencias de la Física pueden ocasionar | §. III. De otro achaque del Entendimiento, que es creer en cualquier autoridad; y primeramente de la autoridad del vulgo | §. IV. De los errores que nos vienen de la autoridad de los doctos | §. V. Del error que nos puede venir de la autoridad de los Testigos | §. VI. Del error que nos puede venir de la autoridad de los Historiadores | §. VII. Del error que nace de la corrupción o mala inteligencia de los libros | §. VIII. De los errores que nacen de la mala inteligencia de los libros

 
§. I.

De las preocupaciones
que nacen de los Sentidos

Teodosio

Venid, Silvio, que hoy habéis de impacientaros mucho; porque no solamente tomo el oficio de Médico, sino también el de Cirujano, y tengo que hacer varias anatomías e incisiones que os podrán doler, por tocaros tal vez en partes muy sensibles y delicadas.

Silvio

Ya estoy bastante acostumbrado a eso: pero ¿qué anatomías son las que decís? Dejémonos de metáforas. ¿Qué materia tenéis hoy preparada para la conversación?

Teodosio

Descubrir el origen de las enfermedades que vienen de afuera a nuestro entendimiento; cuyas raíces principalmente son dos: una que está en nuestro cuerpo, otra fuera de él. Las enfermedades que ayer examinamos, son propias de nuestra mente, la cual yerra y cae unas veces por tenaz y [119] otras por ligera y precipitada a impulsos de las pasiones de cada uno. Hoy trataremos de aquellos achaques que nacen, no del entendimiento, sino del cuerpo, esto es, de los propios sentidos; y también de las enfermedades que tienen su origen en los otros hombres. Y en cuanto a los propios sentidos, ellos son los que más nos engañan y hacen creer mil falsedades, y con gran firmeza, que es lo peor.

Eugenio

Yo estoy asombrado, y no sé de quién fiarme; pues hasta mis propios ojos decís que me engañan, y que me engañan mucho.

Silvio

No dudéis, Eugenio, de lo que Teodosio os dice, porque es cierto que muchas veces no reparamos bien en las mismas cosas que nos parece que vemos y oímos: otras veces estamos muy distantes, y no alcanza allá nuestra vista, y fácilmente nos parece que es hombre lo que en realidad es un bruto que anda paciendo por los campos. En aquello que nos persuaden nuestros ojos, estando sanos y a proporcionada distancia, y haciendo nosotros reflexión, en eso no puede haber engaño; pero en lo que vemos precipitadamente y con poca consideración, o cuando los sentidos están indispuestos, en eso sí que lo puede haber. Vos tenéis un criado, que cuando yo le curaba de la ictericia, me decía, que todo cuanto veía le parecía amarillo. Ved aquí un caso en que los propios ojos siempre mienten.

Teodosio

No solamente en esos casos suelen [120] nuestros sentidos engañarnos. A veces por más reflexiones que hagamos, aun estando los sentidos sanos y en toda su perfección natural, si la advertencia ajena no nos hace suspender el juicio, caemos miserablemente en errores. Probaré lo que digo con ejemplos. Mirad al cielo en una noche clara, reparad bien, y veréis que el cielo parece azul, y que tiene figura de bóveda, y todo eso es engaño, como ya os lo hice manifiesto{1}. Veréis que la Luna es brillante, y más luminosa que las estrellas: que es mayor que ellas, y poco menor que el Sol; y ya visteis que todo era engaño{2}. Veréis que Venus es redondo o de figura de estrella; y es engaño, porque tiene la misma figura que la Luna{3}. Veréis que en las conjunciones es mucho mayor, y se aumenta su luz; y es engaño, pues entonces está más menguado, y semejante a la Luna en el tercer día después de nueva, como ya os mostré evidentemente{4}.

Eugenio

Así es, bien me acuerdo; y también de la razón por qué eso era, y debía ser así.

Teodosio

Todavía más: ¿Quién, a gobernarse por los sentidos, no creerá que el Sol es mucho mayor que cualquier estrella? siendo esto absolutamente incierto; y muy fácil que Sirio, o el que llaman Can mayor, exceda [121] al Sol en tamaño. ¿Quién, si da crédito a sus ojos, no se persuadirá a que el Sol, la Luna y las estrellas están engastadas en esa bóveda azul que nos cubre por todas partes? y sin embargo es un engaño muy grande.

Silvio

Ahí nace el engaño de la enormísima distancia a que están esos objetos.

Teodosio

¿Y quién me determinará cuál es la distancia cierta, a la cual si estuviera el objeto, pueda yo fiarme de mis ojos? Para un espíritu escrupuloso siempre está en pie esta duda. Pero pasemos adelante. Bien cerca de mí está cualquier vidrio pulido, y lo veo muy bien, y lo palpo para que el sentido del tacto confirme el de la vista, y juzgo que es muy liso; y con todo eso es engaño, pues las moscas y otros insectos hallan en él muchas prominencias y concavidades donde se agarran y prenden, teniendo los pies hacia arriba sin caerse; y fuera de eso sé de cierto que los polvos con que se pule el vidrio, forzosamente han de hacer y dejar en él infinitos surcos. Luego ya puedo engañarme en lo que veo con mis ojos, y palpo con mis manos, aun estando los sentidos sanos y perfectos, y los objetos cerca de mí. Más: bien cerca de mí están los granos de la arena; y veo que son redondos, y es engaño, como lo manifiesta el microscopio: bien cerca de mí están vuestras manos, que me parecen muy lisas; y si se miran con cualquier lente convexa, poniéndolas en su foco, se ven más ásperas y toscas que las del más rústico cavador. [122]

Silvio

Ya me habéis dado que reír una tarde con eso.

Teodosio

Bien cerca tengo yo aquel vaso de agua llovediza, la cual veis que está clarísima, y que no tiene nada; y Eugenio vio conmigo esta mañana en ella más de diez mil gusanillos nadando, que los observamos con el microscopio. Bien cerca estamos de las embarcaciones ancladas cuando nos paseamos por el río arriba en el esquife; y cuando él va a la vela y seguido, nadie, si diera crédito a los ojos, dudará que los navíos desarmados corren hacia abajo, siendo eso en realidad engaño e imposible, pues nosotros somos los que vamos hacia arriba. En fin siguiendo el sistema Copernicano (que en el día todos confiesan ser posible, y no tener nada contra la experiencia, como ya os mostré), ¿quién dejaría de persuadirse a que el Sol se movía, y la Tierra estaba quieta? y todo eso en dicho sistema es falso; pues la Tierra es la que se mueve como un gran navío, sin que lo perciban los que desde su nacimiento siempre navegaron en él. No digo yo que suceda así, que ahora no trato de ese punto, sólo digo que si fuera así, como todos hoy convienen en que puede ser, todos, fiándose de los ojos, y hallándolos conformes unos con otros, y viendo que la experiencia de todos los demás hombres confirmaba la suya, creerían que la Tierra estaba quieta; y con todo eso todos se engañarían.

Eugenio

Bien aviados estamos: ¿y quién [123] será capaz de librarse de tantos engaños?

Teodosio

De los otros sentidos aún con más razón podemos desconfiar; porque los ojos son los que suelen tener más crédito: ¿qué engaños no recibimos por los oídos? ¡cuántos a cada paso se engañan con el eco!

Eugenio

A los hombres con los ecos les sucede lo que a los monos con los espejos, los cuales se persuaden a que el objeto les cuadra a aquella parte de donde les viene el sonido, o los rayos de la visión.

Teodosio

Ahí tenéis otro argumento más del engaño de los ojos. Pues de este modo es como podemos examinar la persuasión de los ojos, los cuales en los monos no son más defectuosos que en nosotros; y si ellos se engañan más, es porque en nosotros la razón y experiencia nos desengañan; pero en cuanto a la persuasión de los ojos, en los monos y en nosotros la razón es la misma, y sería igual el engaño que nos causarían, si la experiencia y la razón no nos preservasen o hiciesen cautos.

Eugenio

Pasmado estoy de tanta falsedad en lo que más crédito me llevaba hasta aquí.

Teodosio

Vamos a los demás sentidos. El olfato ¡cuánto no nos engaña, siendo un mismo cuerpo para uno oloroso, y para otro fétido! Lo mismo es del gusto: muchas veces tiene un hombre por suave y bueno un manjar, que otro juzga muy desabrido. Todos hallan faltas en los guisados; pero de los mismos sentidos nacen esos diversos efectos, y se engaña quien los atribuye a los [124] objetos. Vamos al tacto, que es en el que muchos se fían más.

Silvio

Por lo menos Santo Tomás a él apelaba en sus dudas, pretendiendo ver y palpar.

Teodosio

Pues también el tacto nos engaña diez mil veces. Si teniendo la mano fría la metéis en agua tibia, juzgaréis que está caliente; y si metéis la mano más abajo, de suerte que entre el brazo en el agua, ciertamente os parecerá fría.

Eugenio

Esa es la quimera que yo tenía algún día con mis criados cuando me preparaban el agua para el baño: ellos la probaban con la mano, y protestaban que estaba caliente; iba yo a entrarme, y siempre la hallaba fría, y me estremecía todo.

Teodosio

¿Y no atináis con la causa?

Eugenio

Ya me la explicasteis en otra ocasión, diciendo, que como la piel del brazo está siempre defendida con el vestido conserva mayor calor que el del agua tibia, y por eso ha de hallarla fría; y como la mano de ese brazo, porque anda expuesta al aire, suele estar fría, y más fría que el agua tibia, por eso forzosamente la ha de hallar caliente; y aquí está el origen del engaño.

Teodosio

Id ahora, Silvio, y fiaos de vuestro tacto, y decidme si creeréis que el agua está fría y caliente a un mismo tiempo; o decidme cuál de los dos tactos miente, el de vuestra mano, o el de vuestro brazo. Cualquiera de ellos que mienta nos prueba lo que vamos diciendo. Por lo cual, [125] Eugenio, tomad este importante dictamen: Debemos hacer gran reflexión para no engañarnos con nuestros sentidos, aun estando ellos sanos, bien dispuestos, y a distancia competente (proposición veinticuatro). Donde se ve que no apruebo la regla que da Fortunato de Brixia en su Arte Crítica{5} y el gran Vernei{6} y otros: Que todo cuanto los sentidos sanos y bien dispuestos uniformemente nos persuaden, es verdad; porque se falsifica con los ejemplos que dejo alegados, donde no hay milagro alguno, ni cosa que invierta las leyes de la naturaleza. Y hablando absolutamente, aún es más falsa, mirando a lo que sucede en el misterio de la Sagrada Eucaristía, porque todos los sentidos sanos y bien dispuestos uniformemente nos persuaden que allí hay pan y vino; y nos engañan, pues la Fe nos enseña que no hay allí pan ni vino, sino el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo.

Silvio

Pues si eso es así, ¿por qué me habéis quebrado tantas veces la cabeza con vuestras experiencias, que todas no tienen más fiador que el testimonio de los sentidos? [126]

 
§. II.

De los engaños que las experiencias
de la Física pueden ocasionar

Teodosio

Viene a tiempo la réplica, y me alegro de ella para daros la respuesta. No todas las experiencias físicas merecen crédito, y mucho menos tienen aquella seguridad que el entendimiento cuando está deseoso de la verdad, debe procurar en sus juicios. Voy a contaros una historia, que os ha de excitar la risa; pero es verdadera. Cierto Filósofo (uno de los grandes hombres entre los Peripatéticos) entró en la duda de si los cuerpos de diversa gravedad específica caían con igual velocidad; y para salir de ella, fue a tentar la experiencia. La resolución era de alabar; pero ved el grande aparato y exactitud de la experiencia. Toma los primeros cuerpos que encuentra a mano, que eran una pluma y una corteza de pan: llégase a la ventana, que no era muy alta; suéltalo todo a un tiempo, y ve (dice él) que todo llega al suelo también a un tiempo: y sin más examen se retira adentro, siéntase en la silla, y escribe como teorema matemáticamente demostrado, que todos los cuerpos, aunque fuesen de muy diferente gravedad específica, bajaban con igual velocidad. Ahora bien, supongo que os acordáis de las experiencias que visteis en contrario, y que conocéis que esto en el día es como herejía en materia física. [127]

Eugenio

Bien me acuerdo de que quedó sentado entre nosotros lo contrario, y que se comprueba con una experiencia bastante exacta.

Silvio

Y tenemos experiencia contra experiencia. estuviere

Teodosio

Eso no puede ser; porque la verdad no es más que una. Silvio, para que las experiencias no nos engañen, conviene que concurran en ellas cuatro circunstancias, la primera de la persona, la segunda del modo, la tercera del tiempo, y la cuarta de la intención con que se hacen: por cualquiera de estos capítulos nos puede venir error, y quedar autorizado con las experiencias. En cuanto a la primera circunstancia: La experiencia debe hacerse por persona inteligente en la materia: las personas que no lo fueren, no pueden reparar y precaver mil caminos por donde puede entrar el engaño. Un hombre ignorante, o aunque sea muy instruido en otras materias, novicio en esto y sin práctica, reflexión, ni estudio, ¿qué casta de experiencia podrá hacer, si no tuviera mucha cautela y advertencia? Además de eso: Debemos en la experiencia usar de instrumentos exactos y no genéricos e impropios, porque muchas veces de los mismos instrumentos proviene el engaño. ¿Cuántos errores no hemos tenido en la Geografía, que se han enmendado y se van corrigiendo cada día, los cuales por la mayor parte nacieron de que los instrumentos no eran en otros tiempos tan exactos como ahora son? La tercera [128] circunstancia es del tiempo, porque la experiencia física, para que podamos fiarnos en ella, debe ser hecha despacio, y repetida muchas veces: una vez sola podía ser casualidad; pero siendo la experiencia repetida muchas veces, y sucediendo siempre un mismo efecto, mayormente si la hacen diversos hombres inteligentes, y siempre con la debida atención y cautela, ya entonces esto da gran fundamento para tenerla por verdadera.

Silvio

Todo podrá ser así; pero la intención, que es la última circunstancia que pedís, esa la reputo por excusada: sea mi intención la que fuere, siempre la experiencia ha de mostrar la verdad.

Teodosio

Estáis engañado, porque la intención ofusca mucho, y hace ver lo que no hay: es gran desventaja el ir yo a buscar experiencias para probar lo que quiero que ellas acrediten, porque ya el juicio no entra libre; y según el adagio, pensaba el ciego que veía, y pensaba lo que quería, nada hay más fácil de ser engañado que nuestro entendimiento cuando ya está propenso a creer una cosa: quien ya va a caer, con el más leve impulso se precipita. Por eso algunos hombres ingeniosos cayeron en errores extravagantes, como el de decir que en el cielo se podían leer los decretos de la fortuna, usando de los caracteres de las estrellas{7}, y les parecía que [129] leían allá arriba todos cuantos hechos la imaginación quería pintarles. Pero dejemos esta extravagancia, y vamos a las hipótesis de que se vio lleno el mundo en el siglo pasado. Todas cuantas hipótesis se establecían, hallaban apoyo en las experiencias físicas: vino el grande Newton, y manifestó que todo era falso; y el error estaba en que la preocupación de tal suerte hacía ver y aplicar las experiencias, que probaban lo que cada uno quería. Ved aquí, pues, cómo de dos modos nos puede engañar la opinión anticipada: el uno porque no deja el juicio libre para ver bien lo que sucede, examinando como debe ser todas las circunstancias a ver si se engaña: el otro porque se infiere lo que no se debe inferir; de suerte, que por lo común el experimento es verdadero; pero la consecuencia que de él sacamos, no es bien sacada.

Eugenio

Ponedme algunos ejemplos, que estoy en esa posesión.

Teodosio

Hizo cierto Filósofo o Químico{8} una experiencia, en que determinada mezcla de limadura de hierro con azufre metida debajo de la tierra, al cabo de cierto tiempo se inflamaba, y la hacía temblar: hasta aquí es verdad. Infieren de aquí muchos: luego todas las veces que la tierra tiembla, procede el temblor de semejantes minerales que se mezclan; y esta consecuencia no es buena, porque otras muchas cosas pueden [130] concurrir para hacer temblar la tierra. Pongamos otro ejemplo, que aclarará el asunto. Tiene un Peripatético creído este punto (que es casi dogma en sus escuelas), que la naturaleza tiene horror al vacío, y hace cuatro experiencias sobre la subida del agua en la jeringa y en la bomba &c., y sin la menor duda cree que realmente hay en el mundo este horror del vacío, y que las experiencias cotidianas lo comprueban. En las experiencias no hay duda; pero el error está en la consecuencia que se saca de ellas: debiéndose atribuir, como ya os mostré, al peso del aire, eso que se atribuía al imaginario horror del vacío. Las experiencias físicas, amigo Eugenio, prueban bien una proposición cuando aquellos efectos no pueden proceder de otra cosa sino de la que se apunta, lo cual se conoce fácilmente cuando con madurez se atiende a todas las circunstancias con que se hacen las experiencias.

Silvio

A la verdad confieso que todas esas reflexiones han de ser de suma importancia para la práctica; pero las hallo algo impertinentes. El que se ponga a seguir todos esos dictámenes, muy poco andará hacia delante, teniendo que suspenderse a cada paso.

Teodosio

Para no tropezar y caer siempre fue consejo prudente y preciso caminar despacio, y mirando con reflexión hacia todos lados. Yo no enseño a Eugenio a correr en el camino de las ciencias, lo que quiero enseñarle es a no tropezar: éste es mi intento.

Eugenio

Eso es lo que yo deseo: reducidme, [131] pues, todo eso a alguna máxima que conserve en la memoria, para aprovecharme de ella a su tiempo en las experiencias físicas.

Teodosio

Pues observaréis este dictamen: Las experiencias físicas para merecer crédito, deben ser hechas por personas inteligentes, con instrumentos propios y ánimo desinteresado; y además deben ser repetidas (proposición veinticinco). De todas las cláusulas de este dictamen os di ya razón. Si lo despreciáreis, muchas veces el error os engañará, viniendo cubierto y autorizado con la hermosa capa de las experiencias físicas, como ha sucedido a muchos, cuyo entendimiento padece el achaque de creer de ligero; y en oyendo el nombre de experiencia física, al instante bajan la cabeza, y se someten, creyendo cuanto se les dice como cosa indubitable. Este es achaque, Eugenio mío: usad, pues, de este remedio para preservaros de él.

Eugenio

Como nada aprecio más que la verdad, haré lo posible por resguardarme de esas enfermedades del entendimiento, que hacen trocar la verdad por el error.

 
§. III.

De otro achaque del Entendimiento, que es creer en cualquier autoridad; y primeramente de la autoridad del vulgo

Teodosio

Curada o precavida esta enfermedad del entendimiento, es menester [132] librarle de otra no menos dañosa, que es la nimia deferencia a cualquier autoridad.

Silvio

Los sujetos de índole dócil y sincera son los más propensos a este achaque.

Teodosio

Por eso conviene prevenir a Eugenio; y llevando la materia metódicamente, debemos establecer dos principios, de los cuales se deriva como consecuencia todo lo que en esta materia he de decir: como la autoridad de cualquier persona se funda en que ni esa persona esté engañada en sí, ni nos quiera engañar a nosotros, debemos establecer estas dos máximas fundamentales.

No merece crédito el dicho de persona alguna cuando dudamos si quien lo dijo se engañó (proposición veintiséis).

No merece crédito el dicho de persona alguna cuando dudamos si esa persona nos quiso engañar (proposición veintisiete).

La razón es bien manifiesta; pues sea que la persona se engañe a sí, sea que me quiera engañar a mí, ya es falso lo que me dice; y por consiguiente dudando yo de cualquiera de estas cosas, queda dudosa la verdad.

Eugenio

Estoy en eso, y en eso creo, que todo el mundo está y estuvo siempre.

Teodosio

Puesto esto, vamos a examinar una por una las autoridades que suelen hacernos caer en muchos errores; y en primer lugar venga la del vulgo. Es increíble la fuerza que esta autoridad tiene sobre la gente no cultivada con los estudios. [133]

Silvio

Válense del proloquio: Vox populi vox Dei.

Teodosio

Algunos truecan ese proloquio, y dicen: Vox populi vox diaboli; pero lo cierto es que ni uno ni otro es verdadero generalmente. Cuando todos los de diversas jerarquías, genios y profesiones, &c., concuerdan siempre en decir una misma cosa, regularmente hablando, parece difícil que yerren: por eso dicen unos que esa voz es voz de Dios. Sin embargo, como el pueblo se compone de gente ignorante, tumultuaria y sin prudencia, muchas veces se ve que corre ciegamente tras lo que una vez aprehendió verdadero, y desbarra torpemente: por eso dicen otros que la voz del pueblo es voz del diablo. Las circunstancias son las que nos deben hacer digna o de atención o de desprecio la voz del pueblo. De ordinario la autoridad del vulgo es una de las más fecundas raíces de los errores que traemos desde la niñez. ¿Cuánto no cuesta arrancar del ánimo de un hombre la idea que tiene del hado, de la desgracia, del signo, y de aquel tan celebrado había de ser? Todas estas son unas ideas de errores generales y perniciosísimas, que tenemos en el ánimo únicamente fundadas en la autoridad del vulgo. Siempre oímos hablar de signo, de hado, de desgracia, &c., y creemos firmemente que hay hado y signo, y que por eso cree el vulgo que unos hombres son inesperadamente felices, otros sin remedio desgraciados. [134]

Eugenio

¿Pues qué, negáis vos que hay signo en el mundo?

Teodosio

¿Veis, Silvio, cómo Eugenio estaba persuadido de este engaño común desde su infancia? Eugenio, no hay signo, ni hado, ni desgracia: todo eso son palabras vanas e ideas fingidas y de paganos; lo que hay es solamente la Providencia de Dios, el cual, mirando con suma advertencia y cuidado a todas las criaturas y sus acciones, determina para unos trabajos, y felicidades para otros. Cuando, pues, vemos que a pesar de todas nuestras diligencias u obstáculos va siempre continuando en perseguir a un hombre cierta serie de infelicidades y trabajos, debemos creer que esta es especial providencia del Señor, el cual constantemente va conduciendo la criatura al fin que tiene destinado por los medios que juzgó oportunos; y que perseverando en sus fines y en sus medios, no muda de sistema con nuestros ruegos, ni se deja vencer de nuestras fuerzas y diligencias.

Eugenio

Ahora ya quedo libre de esos yerros, que tuve siempre desde mi niñez.

Teodosio

¿Y qué me diréis de la pésima crianza que los padres acostumbran dar a sus hijos, entregándolos a amas y criados de poco juicio y ninguna instrucción, y a veces también de perversas costumbres? De aquí forzosamente nacen mil errores, de los cuales mientras Dios no nos da especial luz, no solemos dudar, estando firmes en que son verdades ciertas; y si queremos examinar en qué [135] fundamos nuestro asenso, vemos que no tiene más apoyo que el haberlo oído siempre así a nuestra ama y criados con quienes vivimos, que siempre son pueblo y bajo pueblo. Aquí entran los días que llaman aciagos, esto es, propios para desgracias, como muchos dicen que son los viernes; y aquí corresponde también la diferencia del pie derecho al izquierdo, teniendo por mal agüero entrar en una casa con el pie izquierdo. Aquí debemos poner el miedo que tenemos de cosas malas en los lugares oscuros, como si el demonio temiera la luz de la vela, y no pudiese aparecer tanto de día, como de noche. Igualmente debemos contar el error comunísimo de que el corazón adivina: error de que hoy están tenazmente poseídos muchos hombres de juicio.

Silvio

De los que están en esa persuasión soy yo uno; y no me quitaréis eso jamás de la cabeza.

Teodosio

No es aquí el lugar propio de hacerlo; sólo de paso puedo preservar de ese error a Eugenio, cuya instrucción es la que me pertenece.

Eugenio

Y debéis no sólo preservarme, sino curarme; porque si esa es enfermedad de mi juicio, os digo que desde niño me siento con ese achaque.

Teodosio

De la mala crianza de los padres y las amas viene ese mal. Pero decidme: ¿cómo podrá el corazón adivinar si no conoce? y aun tomando el corazón por nuestro ánimo y espíritu, ¿cómo lo que está por venir [136] podrá causar cualquier disposición del ánimo si ni Dios me lo dice, ni el demonio, ni criatura alguna lo sabe para comunicarlo a mi ánimo?

Silvio

Así sale por la razón; pero la experiencia común e infalible es bastante prueba en contrario, sea como fuere.

Teodosio

No puede haber experiencia que tal pruebe: y aquí debemos tener la cautela que poco antes dije de las experiencias físicas. Primeramente esa experiencia es del vulgo, que no sabe reparar en lo que debe: además de eso, siendo ciertas las experiencias que alegan, no saben inferir lo que dicen. Todo el fundamento de esto está en una como cadena de sucesos tristes, que sobrevinieron a cierta melancolía natural que teníamos en el corazón; y cuando se verifica el tal suceso triste todos dicen: ¡Ah, qué bien me adivinaba el corazón! Todos oyen esto, nadie lo contradice, y todos van creyendo sin poner la menor duda. Habiendo ya en nuestro ánimo esta creencia, cualquier suceso funesto que casualmente sobreviene después de alguna tristeza, se atribuye a esta presagiosa noticia del corazón, y quedamos sumamente firmes en que el corazón adivina. Para que este argumento tuviese alguna apariencia de fuerza, era preciso probar que nunca venía aquella melancolía al corazón, sin que después se verificase algún suceso funesto, y esto es falsísimo; pero como nadie hace tanto reparo en la tristeza cuando no se sigue el suceso triste, no hacemos [137] memoria de ello. Pongamos ejemplo: pasáronse en un año 364 días en que no me quebré pierna ni brazo, ni se me saltó ojo, &c. y en un solo día del mismo año me sucedió alguna de estas desgracias: noto puntualmente este día siendo uno solo, y dejo en blanco los 364 en que nada triste me acaeció, ni me ocurrió jamás notar tal cosa. Así es en nuestro caso: si se siguieron cuatro sucesos funestos a alguna natural melancolía, son notados con gran cuidado; y si cuarenta veces tuve melancolía sin que después sucediese algún caso triste, no reparo en eso, ni tal tomo en la boca. ¿Pues no es una inconsecuencia reparar en cuatro sucesos, y no reparar en cuarenta? Fuera de eso, ¿cuántos sucesos tristes vienen después de una grande alegría? Muchos: de manera, que es sentencia del Espíritu Santo, que al fin de la alegría acostumbra venir la tristeza{9}; y con todo eso no basta ver allí claramente que el corazón no adivinó, para quitarle esa falsa posesión, cuando basta uno u otro suceso para darle la ridícula e imposible prerrogativa de adivinar. Esto sólo podría ser por milagro y obra de Dios, y en algunos casos por arte diabólica. Pero el persuadirse de la natural adivinación, es un error sólo disculpable en niños, porque sólo para con ellos tiene autoridad el vulgo.

Eugenio

Veo que tenéis razón; y prácticamente voy conociendo que no basta a una [138] persona no tener jamás duda de una cosa, para que ella sea verdadera.

Teodosio

No conviene hacer esta instrucción muy difusa: por eso no os apunto más ejemplos. Concluyamos, pues, aquí con este oportuno dictamen: No debemos hacer caso alguno del dicho del vulgo (proposición veintiocho). La razón es, porque el vulgo muy fácilmente se puede engañar a sí; y según la máxima que hemos puesto arriba, cuando hay este peligro, no hay autoridad que merezca crédito. Pasemos adelante.

 
§. IV.

De los errores que nos vienen
de la autoridad de los doctos

Eugenio

Es cosa para asombrarse ver cómo por todas partes estamos cercados de enemigos de la verdad, porque los errores del vulgo entran en todo, y desde la niñez acompañan a un hombre que no tiene estudios, hasta que le dejan en la sepultura.

Teodosio

También los que tienen estudios, padecen sus achaques en el entendimiento, de los cuales son causa los mismos estudios. ¿Cuántos errores no he tenido yo en la cabeza fundados en la autoridad de los doctos, y cuántos tengo aún, y tendré hasta el fin de mi vida sin conocerlos? Aquel es dichoso que tiene menos; pues ninguno hay que absolutamente esté libre de este mal. Advierto, pues, desde el principio dos cosas para [139] mayor claridad: la primera, que no hablo sino de la autoridad puramente humana, porque la divina bien podemos estar seguros de que no nos inducirá a error; pues ni Dios como infinitamente Sabio se puede engañar, ni nos puede engañar a nosotros siendo como es infinitamente Bueno. La segunda cosa que advierto es, que yo no desprecio la autoridad humana, porque entonces sería loco rematado; solamente digo que la autoridad humana suele ser ocasión de que creamos muchas cosas sin llamarlas a maduro examen; y por eso admitimos muchos errores, que no admitiríamos si no fuera por la honrada capa de la autoridad humana con que se cubrieron. Estos son como enemigos disfrazados que buscan vestidos de amigos, para que viniendo así cubiertos, puedan entrar en nuestra casa, sin que les pregunten quién son. Digo, pues, Eugenio, que la autoridad puramente humana, ya sea de algún hombre insigne, ya de la común opinión de los doctos, dado que merezca mucha veneración, no debe dispensarnos de examinar cuidadosamente, o por nosotros mismos o por personas inteligentes y desapasionadas, eso que ellos nos dicen, a fin de poder admitirlo por cosa cierta (proposición veintinueve). Observad esta máxima, si queréis errar poco.

Silvio

Con todo eso, amigo Teodosio, si hablamos ingenuamente, todo el mundo condenará de atrevimiento y temeridad el que yo u otro como yo, y aunque sea alguno [140] insigne en la materia, niegue lo que comúnmente dicen los hombres doctos de una profesión. No sólo digo que será atrevimiento el negarlo, sino aun el ponerlo en duda, especialmente si la doctrina está en la posesión de muchos años.

Teodosio

Convengo con vos en que es atrevimiento; pero hay ciertos atrevimientos loables. El que una sentencia sea proferida por un hombre insigne o por muchos, y creída por muchos años, indicio es de ser verdadera; pero este indicio no es tan fuerte que nos dispense del examen para darle firme asenso. Si el mundo siguiese esa vuestra opinión, bien podría tener la certeza de que acabaría sepultado en innumerables errores, que algún día fueron seguidos por los hombres más eminentes, y en los cuales nadie entonces ponía duda. Hubo algún atrevido que dudó: llamólos a examen, conocióse su falsedad, y fueron desterrados para siempre de la república de los entendidos. Pongamos ejemplos, antes que Eugenio me los pida.

Eugenio

En esa posesión estoy.

Silvio

Ahí viene el pobre Aristóteles sin duda.

Teodosio

Vendrá; pero bien acompañado. Hombres grandes dijeron que no había, ni podía haber Antípodas: creyóse esto mucho tiempo: hubo quien se atreviese a examinar el punto; viose que era un error muy grosero y claro, y ya nadie lo siguió de allí adelante. Hombres grandes dijeron que [141] había región del fuego: que había horror del vacío: que el fuego era leve y ligero: que el aire no pesaba: que los insectos nacían de la simple corrupción. Todo el mundo en esos tiempos creía estas doctrinas sin escrúpulo: hubo quien se atrevió a examinar dichos puntos; conocióse que eran errores, y se desterraron para siempre con harto dolor de vuestro corazón, Silvio. Más: ¿cuántos hombres grandes en la Medicina ha habido en el mundo antes de Harveo? Es cierto que innumerables: con todo ninguno de ellos conoció la circulación de la sangre; lo que sentaban era que tenía flujo y reflujo: vino Harveo, y puso esta verdad tan manifiesta, que en el día nos asombramos de que unos hombres con la circunstancia de profesores no conociesen lo que un niño pudiera conocer, como ya os mostré en su lugar{10}. Id ahora, y creed en la autoridad de los doctos, para no examinar si lo que ellos dicen es así o no.

Silvio

Sólo los Modernos, Eugenio, no están sujetos a errores; supongo que no pecaron en Adán; y no experimentan las miserias a que todos los Antiguos estamos sujetos.

Teodosio

También los Modernos yerran; y también entre ellos muchas veces se lleva el error tras sí el torrente común, y se conserva en esa posesión muchos años hasta que alguno le despoja de ella, y restablece en [142] el trono la desconocida verdad. ¿Qué autoridad no tuvo en las escuelas modernas el gran Descartes? Con sus turbillones, vórtices o remolinos se puede decir que revolvió todo el orbe literario; y casi sin advertirlo la mitad del mundo se halló Cartesiano: vino Newton con otros, y claramente mostró la ceguera de muchos que con la cabeza baja y los ojos cerrados más adoraban que seguían este sistema: y acaso vendrá tiempo en que se conozca que también erraron muchos, que en todo adoran a Newton como oráculo del templo de la verdad; pretendiendo que por especial privilegio no pague a la naturaleza el triste y forzoso tributo que todo hombre paga de estar sujeto a engaño. Lo mismo digo de Leibnitz y de los que vinieren después de nosotros. Pero si queréis, Silvio, la razón por qué en los Antiguos se descubren más errores que en los Modernos, es porque ellos usaron muy poco del Arte crítica, y no examinaban las cosas con tanta diligencia y esmero como se hace hoy, en que para examinar de cierto cualquier punto, no se perdona a gastos, ni fatigas, ni hay quietud hasta lograrlo. Ahora se duda más; entonces había más lisonja, por eso se erraba más. También me ocurre otra razón: por lo mismo que las opiniones son antiguas, hubo más tiempo para que se les perdiese el cariño, y se descubriesen los inconvenientes: puede ser que esas opiniones que ahora son modernísimas, cuando fueren antiguas sean tan despreciadas [143] como en el día lo son las de los primeros Filósofos. Por lo que, amigo mío, el que una opinión sea muy antigua poco aumenta al peso de su autoridad.

Silvio

Esa es una cosa tan extraña, que yo no puedo creerla: a mí me parecía que la antigüedad y posesión en que está una opinión, siempre debía granjearle veneración y crédito.

Teodosio

La antigüedad por sí sola no debe conciliar estimación ni desprecio a las doctrinas: la opinión hoy más antigua algún día fue modernísima; y la que hoy es moderna, algún día ha de ser muy antigua; y con todo una opinión nunca con los años es más ni menos verdadera de lo que siempre fue. Por lo que, ser una opinión muy antigua por sí sola, no debe adquirirle veneración; pues no son estas las canas venerables. Del mismo modo el que una opinión sea moderna no la hace más estimable, antes siendo nimiamente moderna, por lo mismo resulta sospechosa; y esto sucede por dos motivos o razones: una porque toda novedad tiene cierto atractivo, que alegra los ojos, y muchas veces deslumbra: otra porque estando todavía vivos los autores de la opinión puede haber para seguirlos el motivo de la lisonja. Después que se entibia la afición a los autores, entonces nos aficionamos menos a lo que ellos dijeron; y en fin el tiempo aconseja mucho y manifiesta muchos engaños. Así que, Eugenio, grabad en la memoria este dictamen: Quien quisiere [144] conocer la verdad con seguridad, ha de examinar el punto con ánimo indiferente, mirando meramente a los motivos intrínsecos o razones fundamentales de la opinión, y no haciendo caso del número, antigüedad ni cualidad de los autores que la siguen (proposición treinta). Pero advierto, que si no pudiéremos examinar dignamente la certeza de la opinión, atendiendo a los méritos de la causa, podemos fundarnos en la autoridad para dar asenso, no firme, sino dudoso; porque siempre la autoridad de los hombres doctos debe hacer algún peso para que creamos que alguna razón hallaron para seguir aquella opinión. Asimismo el no haberse descubierto en muchos años inconveniente o falsedad en ella, persuade de algún modo que no lo hay; pero todo esto, como he dicho, sólo puede ser motivo para dar asenso tibio y receloso, mas no firme y seguro, y que dispense del examen.

Silvio

Sin embargo cuando vemos que toda una Escuela sigue de tiempos antiquísimos una doctrina, bien puede cualquier hombre juicioso creer firmemente que es verdadera; pues no se puede presumir que él solo tenga más juicio que millares de Doctores, que se hallan a favor de la opinión contraria, seguida de toda una Escuela.

Teodosio

No digáis eso, Silvio mío, pues no hay mayor ocasión de perpetuar los errores que las Escuelas cerradas. Llamo Escuelas cerradas a las que no dan libertad para que cada uno siga lo que en su conciencia [145] entendiere. Doscientos mil Doctores de una Escuela no aciertan más que un solo Doctor; porque como indispensablemente han de decir todos los doscientos mil aquello que dijo el que fue cabeza de la Escuela, si ese acertó, acertaron todos los doscientos mil; pero si él erró, todos los doscientos mil erraron. Persuadirse a que el primero que fue levantado por cabeza de la Escuela, no podía errar, es persuadirse a una cosa que ninguno prudentemente puede creer. Y si me conceden que la cabeza de la Escuela podía errar, entonces tanta autoridad hacen doscientos mil Doctores diciendo lo mismo unos tras otros, como el primero solo, que podía muy fácilmente errar como cualquiera. Ellos no pueden escandalizarse de esto: en el día vemos en mil cuestiones todos los Tomistas a un lado, y todos los Escotistas a otro diciendo lo contrario: uno de estos partidos acertará; pero el otro ciertamente yerra. Y ved ahí doscientos mil Doctores adorando de rodillas un error. Id ahora, y creed en la autoridad de las Escuelas. Es tal la esclavitud que hay en muchas de ellas, que si a alguno le ocurrió duda de lo que es punto de Escuela, debe resistirla como tentación contra la Fe, y echar muy lejos de sí tal pensamiento; porque el caso no es examinar si la cosa es o no es así en realidad, sino solamente si es o no es de la mente de Aristóteles, o de este o de aquel autor. Pero dejemos este punto. Sólo digo, que es una tiranía intolerable obligar a [146] tantos millares de hombres a que sujeten todo su entendimiento a lo que dijo otro hombre, del cual no consta que haya estado exento de la pasión de hombre, que es errar. Erró S. Agustín tantas veces como consta de su libro de las Retractaciones: erraron tantos hombres grandes, ¿y no podrá errar una cabeza de Escuela? Fuera de que cuando están encontradas unas con otras en cualquier punto, como sucede a cada paso, sabemos de cierto que la verdad sólo está de una parte, y que la otra toda junta va errada; y como esta oposición es frecuente, es indubitable que son frecuentísimos los errores que llevan tras sí todos los votos de una numerosísima Escuela. Poned, Eugenio, la consideración en esto, y veréis el peso que debe hacer la autoridad humana, principalmente de los doctores de Escuela.

Eugenio

No pensé que había esa esclavitud de entendimiento fuera de las materias de la Fe: vamos adelante.

Teodosio

Falta dar la razón fundamental de esto. Todo el fundamento por qué podemos creer en lo que nos dicen, se origina de que ni ellos se engañan a sí, ni nos engañan a nosotros, como queda explicado. Ahora bien, todos los hombres, por doctos que sean, tienen peligro de padecer engaño; y cuando entra en ellos el que llaman espíritu de Escuela, observan con tal religión la doctrina del Maestro, que ningún fundamento ni razón basta para hacerles abandonarla. Aunque [147] sea preciso torcer las palabras, y dar sentidos violentos, la doctrina del Maestro nunca, ni de modo alguno se ha de desamparar. Esto ya se ve que es una pasión manifiesta; y toda pasión, como ya os mostré, ocasiona errores, ofuscando el entendimiento; por lo cual a mi entender más fe merecen dos autores buenos, siguiendo libremente una resolución, que toda una Escuela: porque esos autores podían juzgar sin pasión, y todos los de una Escuela juzgan con ella, y dan mucho motivo a sospechar que están preocupados; y siendo así, no merecen tanto crédito como los autores libres, que a lo menos no tienen contra sí la manifiesta sospecha de estar preocupados del espíritu de la Escuela.

Silvio

Si ellos os oyeran os quedarían muy agradecidos.

Teodosio

Si me oyesen en público, se mostrarían escandalizados; pero si me oyesen en particular, los buenos habían de decir que tenía razón; y así lo dicen, porque los que juzgan sin pasión, gimen oprimidos bajo el intolerable yugo de la esclavitud en que viven, sin poder dar un paso fuera del camino de sus Maestros. Ellos mismos se me han quejado varias veces, lamentándose de que para no ser privados de sus Cátedras, y despreciados entre los suyos, se ven precisados a seguir lo contrario de lo que sienten. Si les diesen libertad, serían los progresos en las Escuelas admirables; porque los ingenios principalmente de los Portugueses son [148] grandes, pero la tiranía de las Escuelas les impide la cultura, y los ata de manos y pies. Pero pasemos adelante.

Eugenio

Como ninguno de nosotros está sujeto a la esclavitud, no tenemos que afligirnos.

Teodosio

Pero en todo caso he querido advertir esto; porque es cosa que autoriza mucho cualquier doctrina el que la sigan más de dos mil Doctores, que tantos y más se hallan muchas veces en una Escuela; y como puede ser que esta doctrina sea falsa, tenemos que el error se os podría entrar en casa sin que le conocieseis, pues siendo todo error por su naturaleza vil y despreciable, le hallabais tan respetado, que traía detrás de sí más de dos mil criados nobles que le seguían.

Eugenio

La verdad es, que las circunstancias son tales, que parece quitan toda sospecha de engaño. A no hacerse la reflexión que habéis ponderado, ¿quién había de recelar que más de dos mil hombres doctos se engañasen? Pero ya veo que siendo estos dos mil contra otros dos mil, los cuales en Escuela diferente dicen lo contrario, forzosamente ha de concederse que hay errores que tienen a su favor más de dos mil votos, y votos de hombres doctos.

Teodosio

Los que más sujetos están a esta miseria e infelicidad, son los que aprenden las ciencias en edad tierna. Está un pobre estudiante que comienza a aprender una ciencia hecho (como nosotros decimos) pececillo [149] de San Antonio escuchando a su Maestro, hombre de muchos años y estudios, condecorado con su grado, con Cátedra pública, y gran reputación entre los caballeros y el pueblo. Ved aquí que este Maestro con un tono decisivo da una doctrina diciendo que es cierta, y ensarta una cáfila de nombres, que el pobre estudiante jamás oyó, los cuales juzga que son otros tantos oráculos; y afirma el Maestro que todos aquellos autores dicen aquello mismo. Después advierte de paso que algunos extranjeros dijeron lo contrario fundados en cuatro ridiculeces de sus Matemáticas y marmotas (esto es así como os lo digo); pero que la verdad que siguen todos los hombres doctos, es la que él deja sentada. Ahora decidme por vida vuestra: ¿cómo podrá este pobre estudiantillo tener ni pensamiento de duda de lo que pronuncia un hombre a quien él tiene por un grande oráculo del templo de la verdad? Parécele que si llegase a tener el más leve asomo de duda contra aquella doctrina, ya cometería un delito: conque se va a su casa creyendo firmísimamente lo que le dijo el Maestro, y jamás le ocurre duda; y si vive ochenta años, otros tantos permanece firme en lo que aprendió. Y lo que algunas veces sucede es, que lo que se da por tan cierto, es tan falso como el horror del vacío, la simpatía y antipatía, la generación de los insectos de corrupción, la levedad del aire, &c.

Eugenio

Yo confieso que los pobres discípulos tienen disculpa. [150]

Teodosio

Pero no hallaréis que la tengan los Maestros. Ellos no hacen escrúpulo de engañar a los inocentes: dan por cierto lo que no es cierto, y por indubitable lo que tiene muchas dudas. Esto es delito delante de Dios y de los hombres. Yo no me escandalizo de que yerren, que todos erramos; pero no aten las manos y pies a los pobres discípulos, que estando atados, nunca podrán salir del error: díganles, aquí hay dos opiniones; yo sigo esta, que me parece mejor, por estas razones; y déjenles la libertad y curiosidad de examinar la opinión contraria, cuando no tengan la caridad y paciencia de exponerles con sinceridad sus fundamentos: digo sinceramente, porque no siendo así, más valdrá que no se los expongan.

Silvio

Siempre será más útil darles alguna luz de los fundamentos contrarios, sea como fuere, que dejarlos en ayunas en la materia.

Teodosio

No me conformo con eso. Los fundamentos expuestos por quien sigue la opinión contraria, si éste no lo ejecuta con ánimo sincero, se representan de tal suerte, que parecen muy diversos de lo que son. Los Herejes cuando exponen a los suyos los dogmas de nuestra Fe Católica y los fundamentos de nuestra Religión, los pintan de tal forma, mezclando tales dicharachos y bufonadas, y haciendo tal mofa, que los inocentes que los oyen, hacen concepto de que nosotros somos poco menos bozales que [151] los Gentiles de la América; pero si por fortuna dan con algún libro bueno de los nuestros, y leen en él sinceramente nuestros dogmas, quedan pasmados de la decencia, naturalidad, belleza y uniformidad de la doctrina de la Iglesia, y de la conexión de sus dogmas. Así hacen muchos Maestros con sus discípulos: expónenles con tal desprecio la opinión contraria y sus fundamentos, que los discípulos la reputan por locura rematada.

Eugenio

Mejor sería dejarlos sólo con la noticia de que había otra opinión, que a su tiempo ellos podrán examinarla con sus fundamentos.

Teodosio

Heme detenido en este punto más de lo que quisiera; pero fue porque la autoridad de los doctos es una grandísima puerta por donde entran a nuestro entendimiento innumerables errores disfrazados. Esta autoridad de los Maestros es la que hizo gemir a todo el mundo en los siglos de la barbarie bajo un tiránico poder, que sobre nuestros juicios tenían los errores antiguos. Ahora, pues, en un mal tan nocivo y tan general conviene descubrir hasta las últimas raíces. La razón, amigo, por qué esta autoridad es capa de muchos errores es no solamente por la flaqueza de nuestro juicio, que como de hombres siempre está sujeto a engaños, sino también porque los Maestros cuando llegan a cierto punto de gloria y fama entre los pueblos, no quieren consentir que alguno de los discípulos sobresalga, y [152] venga a disputarles la gloria que ellos gozan. Por eso los Maestros de Filosofía de mi tiempo no consentían que sus discípulos estudiasen Matemática, ni que fuesen a las aulas de experiencias físicas. Por eso los Médicos de vuestro tiempo no querían que los que se aplicaban a la Medicina fuesen a las disecciones públicas que en el Hospital hacía Santuche, y otros después de él; y muchos conoceréis tan ignorantes de la Anatomía, que cualquier muchacho de las Escuelas modernas los deja confundidos, como le sucedió delante de mí a un gran Médico de Cámara, que dijo y porfió que era difícil saber cuántos sístoles y diástoles tenía dentro de un minuto el corazón de cualquier hombre.

Silvio

En tomando el pulso con una mano, y teniendo el reloj en otra, estaba vencida toda esa dificultad.

Teodosio

En el día hay muchos Médicos, cuya instrucción es tan diferente de la de los antiguos, que no puedo explicarlo. Mas volviendo al asunto, no sólo errábamos porque los Profesores públicos estaban engañados en sí, sino también porque querían engañarnos a nosotros, o por lo menos pretendían que fuese o no fuese errada, no saliésemos de su opinión.

Eugenio

Ahí entra la pasión del amor propio, y caemos en la regla general de que donde hay pasión, hay algún error, o grande peligro de que lo haya.

Teodosio

Lo que digo de los Maestros que [153] hablan, lo digo también de los Maestros mudos, quiero decir, de los libros. Una de las cosas que apadrina mucho los errores, y los hace pasar sin el examen de la crítica justa, es haber compuesto sus autores obras muy voluminosas. Quien ve que un autor escribió veinte volúmenes de a folio, forma tal concepto de ese hombre, que le imagina de esfera superior, y exento de la miseria de los otros hombres; y no advierte que bien podía errar en una y muchas cosas, y no obstante esto ser un hombre muy grande, como le sucedió a San Agustín. Si bien reflexionamos cuanto más voluminosas son las obras de cualquier autor, más errores han de contener; y esto por dos razones: la primera, porque hablando mucho más, es natural que más veces se pague el tributo de todos los que hablan: la segunda, porque siendo la vida breve, y las obras muy largas, no podrán sus autores examinarlas y corregirlas tanto como si fuesen muy pequeñas. Amigo Eugenio, obras muy perfectas han de ser precisamente muy pequeñas; de otra suerte no podrán ser muy examinadas y purificadas. ¡Cuánto mayor estimación merece el pequeño volumen de Melchor Cano de Logis Theologicis, que obras muy voluminosas de otros! ¡Cuánto mejores son las pequeñas obras de Menochio y Tirino, que los catorce volúmenes en folio del Abulense! ¡Cuánta más estimación merece el Racionario de Petavio, que los voluminosos Anales de Saliano! Lo mismo se puede decir de [154] otros autores. Y de aquí viene otra preocupación que perjudica a muchos; y viene a ser, que los autores que escriben de todas materias, suben a tal grado de opinión, que se tiene por grande injusticia y delito llamarlos a juicio, para que sus dichos sean examinados en el tribunal de la crítica. Ahora bien, hablando sin pasión, un hombre por lo mismo que se aplica a muchas materias, puede más fácilmente descuidarse en algunas cosas; y sino no será hombre. Por lo que, Eugenio, nunca os dejéis llevar de estas circunstancias para creer, sin primero examinar o por vos mismo, si lo podéis hacer, o por personas que tengan buena crítica, y hablen sin pasión y con inteligencia.

Eugenio

No os fatiguéis, que voy disponiendo mi ánimo para no creer de ligero.

Teodosio

También hay en los autores otra circunstancia con que nos preocupamos, que es su religión o virtud. A la verdad la virtud de un hombre conduce mucho para que le demos crédito, y no dudemos de lo que dice; pues no hay riesgo de que nos engañe maliciosamente; mas su virtud no quita que él esté engañado; y así creyendo ciegamente lo que dice, quedaremos engañados como él. Conviene, pues, hacer reflexión sobre la materia de que se trata; porque materias hay en que más debemos creer a un hereje, que a un Santo Padre. Pongamos ejemplo: en la Medicina ¿no daréis vos, Silvio, más crédito a Boerhaave, aunque es hereje, que a san Ambrosio, que tal vez nunca [155] habrá sabido tomar el pulso? Lo mismo digo de otras Facultades. En la Anatomía, Historia, Filosofía y Poesía, ¡cuánta ventaja llevan muchos Gentiles y Herejes a muchos Católicos! Así que la religión y virtud conducen para que no nos engañen por malicia, pero no para que ellos no estén engañados. En los Santos Padres encontramos cosas pertenecientes a Historia Natural, a Matemática y a otras ciencias, que hoy nos provocan a risa. San Hilario no conoció la Sal de tierra, habiendo de esta especie tanta o más que de la de agua; y fue un hombre doctísimo. Ellos se aplicaban a las Letras Sagradas, y en aquellos tiempos ni tenían maestros, ni libros, ni instrumentos, ni tiempo para muchos de estos estudios, andando como era justo y loable ocupados en los ministerios de su carácter apostólico. Además de eso eran hombres, no eran Ángeles, y así habían de engañarse en algunas cosas. Por eso nunca aleguéis a los Santos Padres para puntos de Historia Natural o Ciencias Naturales: excepto si ellos por otra parte fueron eminentes en esas ciencias; porque entonces constándonos de eso, la ciencia con la virtud es oro sobre azul, y merecen mucho más crédito, porque ni hay peligro de que nos engañen siendo Santos, ni tanto riesgo de que se hayan engañado a sí, siendo doctos e instruidos en esas materias.

Silvio

Hoy estáis muy rígido: a nadie perdonáis.

Teodosio

Si halláis que no llevo razón, [156] enseñadme, que yo prometo ceder a ella si llegare a conocerla. Pero creo que doy razón de lo que digo; y si queréis autoridad, id y leed en este punto a cualquiera que trate del Arte Crítica, y veréis que no traigo doctrina nueva, sacada de mi cabeza.

Eugenio

En el modo con que se porta Silvio, confiesa que tenéis razón.

Teodosio

No obstante, amigos míos, conviene huir de un extremo en que pueden caer los demasiadamente críticos, porque todos los extremos son peligrosos; y si la nimia condescendencia en obsequio de la autoridad es peligrosa, también lo es el espíritu de contradicción. Hay algunos hombres tan soberbios (demos a las cosas el nombre que les corresponde), que siempre están prontos para contradecir todo cuanto los otros dicen; y esto es malo: el espíritu de dudar de todo suele ser bueno, mas ha de dudarse recelando, porque así se averigua la verdad; mas el dudar porfiando y negando atrevidamente, suele ser muy malo; porque así se yerra mucho más; y hay genios tan enemigos de ir por el camino por donde van otros, que siempre echan por vericuetos, y saltan barrancos y derrumbaderos, sin querer tomar el camino, sólo por no ir detrás de los otros que van por él; y ya se ve que estos tales han de precipitarse más acá o más allá, y romperse la cabeza. El modo de caminar seguro es proceder con sinceridad, sin espíritu de lisonja ni de contradicción: no es bueno ni creer de ligero, [157] ni impugnar temerariamente: debemos escuchar, atender, reparar, mirar bien hacia adelante y a los lados; esto es, a las consecuencias y a las circunstancias, y resolver con sosiego; porque siempre oí decir, que más valía acertar despacio, que errar de prisa. Huid, Eugenio mío, de la esclavitud del entendimiento, mas huid también del libertinaje del espíritu: todo es pasión, ya sea adulación y lisonja, ya sea pereza y amor del propio descanso, ya espíritu de singularidad, es no querer poner el pie en pisada ajena: y todo hace errar, según lo que ya os dije hablando de las pasiones: tened cuidado con esto.

Eugenio

La doctrina que hoy me habéis dado, se conforma tanto con la razón, que me parece imposible olvidarme de ella.

 
§. V.

Del error que nos puede venir
de la autoridad de los Testigos

Teodosio

Demos un paso más, y sea hacia materia más frecuente, y no menos importante.

Silvio

La que acabamos de tratar bien importante es, y bastante frecuente.

Teodosio

Todavía nos vemos más veces en la precisión de dar crédito a los testigos, ya sea para los hechos históricos, ya para los casos de derecho, ya para mil ocurrencias familiares que suceden a cada paso; pues [158] nada es más frecuente que fiarnos para cualquier juicio y determinación de lo que dicen los que son testigos, o de vista o de oídas.

Silvio

Ahí todo el crédito depende de la verdad de los testigos. Si son veraces, pocos que sean, hacen grande autoridad: si no lo son, ni muchos hacen autoridad alguna.

Teodosio

Todo el punto está en que los testigos ni estén engañados ellos, ni quieran engañarnos a nosotros: por eso es preciso atender a muchas circunstancias que los Críticos advierten. Iré apuntando las que me ocurrieren. Debemos, pues, atender a cuatro cosas: al número de los testigos, a su cualidad, a la materia en que testifican, y al modo de la deposición.

Silvio

Ahora he de oíros con más gusto; pues quizá vuestra crítica me servirá para cierta demanda que me da bastante que hacer: en ella me oprime un gran número de testigos falsos; y podré dar alguna luz más a mi Abogado para contradecirles o ponerles excepciones.

Teodosio

No os burléis, que puede ser que os sea útil la conversación. Primeramente en lo que toca al número de los testigos guardad esta regla: Todas las veces que los testigos, aunque sean muchos, tuvieron el origen de uno, no se deben reputar por muchos, más por uno sólo (proposición treinta y una). Hízose, por ejemplo, una muerte en determinado sitio: hubo un hombre que dijo y publicó que Fernando había sido el [159] matador: esparcióse esto por toda la Ciudad, y vienen a deponer en juicio veinte o treinta testigos todos sólo de oídas, y dicen que era fama haber sido Fernando el matador. Esto supuesto, conviene examinar si la fama nació sólo de aquel hombre que lo dijo; porque en tal caso todos los treinta testigos no valen más que por uno, siendo indubitable, que si éste fuese malévolo, o estuviese engañado, sería falso el testimonio de todos los demás que se fundaban en él. Yo hallo una costumbre perversa entre muchos que se precian de buenos cristianos: cuando necesitan testigos para cualquier deposición, hacen que alguno cuente el caso delante de otros varios, y después llaman los amigos a juicio para que depongan unánimemente que oyeron aquel dicho. Ellos juran verdad; pero debe averiguarse a quien lo oyeron, y en sabiéndose que todo nació de un solo hombre, se deben reputar por un solo testigo; y no se les debe dar mayor autoridad, que de una persona sola que lo testifique.

Eugenio

Eso es una cosa sumamente conforme a la razón.

Teodosio

Todo el motivo, Eugenio, por qué el número de los testigos aumenta su autoridad, y merece más fe, consiste en que no es tan fácil que mientan siete, v. g. como que mienta uno sólo, ni tampoco es tan fácil que se engañen siete, como que se engañe solamente uno. Pero comunicándose la noticia de un hombre a siete, si el primero estuviere engañado o quisiere mentir, todos [160] los demás se engañarán también, y no dirán verdad, aunque sean personas de gran probidad.

Silvio

Esa circunstancia en conciencia siempre debe examinarse.

Teodosio

En consecuencia de esta doctrina muchos hechos que corrían entre los hombres por cosa indubitable, ya en la opinión de muchos Críticos merecen ponerse en duda. ¿Qué cosa más constante entre los doctos que la famosísima guerra de Troya; y con todo no falta quien dude{11} si hubo o no tal guerra en el mundo; porque todos los infinitos Oradores, Poetas, Historiadores y Filósofos, así Griegos como Latinos que hablan de ella, vienen últimamente a fundarse en la autoridad de Homero o de cierto Siargo, Poeta más antiguo; y éste por ser uno sólo y Poeta, no merece tan firme crédito, que baste a dar un hecho por cosa indubitable. Yo no digo que no la hubo, mas solamente apunto este ejemplo para que veáis cómo puede una cosa falsa llegar a ser testificada por casi todos los autores, cuando todos ellos se fundan en uno sólo.

Silvio

En el Derecho hay un proloquio, que el dicho de uno es dicho de ninguno{12}, esto es que no merece fe. [161]

Teodosio

Con todo, muchas veces es tal el testigo (aun siendo único), que por sí solo hace grande autoridad, y ésta es la segunda circunstancia a que se debe atender, y viene a ser la cualidad del testigo. Por cuanto si el testigo es de vista, hace mucha mayor autoridad, que si es de oídas: como también si es testigo de mayor excepción, o por su probidad y letras, o por su dignidad (proposición treinta y dos). La razón es porque el testigo que es de vista, no es tan fácil que se engañe como siendo de oídas. Tampoco es de presumir que mienta un hombre de bien o de probada santidad. Ahí tenéis el martirio de San Juan Evangelista cuando le metieron en la tinaja de aceite hirviendo, el cual sólo consta por un testigo, que es Tertuliano; y sin embargo ninguno prudentemente puede dudar de él.

Silvio

Pero a veces cuanto más buenos son los hombres, tanto más fácilmente se les engaña.

Teodosio

Cuando yo doy preferencia a los buenos, es en lo que ellos atestiguan de propia ciencia diciendo, que lo vieron o que lo saben de cierto, o que lo oyeron a tal o tal persona fidedigna; de suerte, que no demos más valor a su deposición, que a lo que ellos testifican sobre su palabra, porque en eso no es fácil que haya engaño. Pero cuando ellos estriban en la autoridad de otros, entonces ya puede haber engaño por más virtuosos que sean, porque su probidad no los exime del engaño ajeno. [162]

Eugenio

También conduce mucho el que un hombre sea docto, porque éste sabe lo que dice.

Teodosio

Conforme fuere la materia: si es materia que pida instrucción especial, debe atenderse principalmente a la ciencia: si fuere materia que no pida especial noticia y estudio, se ha de atender a la virtud. Pongamos ejemplo: murió un siervo de Dios, y después de muerto quedó flexible o de rodillas, o hubo ésta o aquella circunstancia extraordinaria: deponen de todas ellas varios testigos: digo ahora que en cuanto a si la postura, la efusión de sangre, el calor, la incorrupción &c. es natural debe preferirse un testigo docto en Física y Medicina aunque sea un hereje; pero en lo que toca al simple hecho que todos presenciaron, debe ser antepuesto el testigo más grave, verídico y prudente, el cual merece mas crédito porque se supone que mira mejor lo que dice. Por tanto, Eugenio, guardad esta regla perteneciente a la materia de la cuestión: Debemos atender a la materia, a la cualidad y circunstancias del hecho para poder por ellas calcular o valuar el número y cualidad de los testigos (proposición treinta y tres); y ésta es la tercera circunstancia que yo había dicho que debemos observar; conviene a saber, a que pertenece la materia.

Eugenio

No se me olvidará.

Teodosio

La cuarta circunstancia es el modo con que se da la declaración: a veces el [163] modo de declarar desde luego da a conocer o la verdad o la falsedad del ánimo. El Santo Daniel inspirado de Dios de este modo conoció la falsedad de los dos testigos, por cuya deposición iba la inocente Susana a ser apedreada: llamó a cada uno separadamente, y examinándolos sobre el lugar del delito que decían haber visto, halló que no concordaban, y por este medio quedó manifiesta su falsedad{13}. Otras veces por la turbación de los testigos o encarecimiento de sus palabras se conoce su pasión, y por la pasión se viene a conocer lo poco que vale su autoridad; pues conforme a lo que queda dicho, donde hay pasión hay engaño regularmente hablando, o en todo, o a lo menos en parte. Observad, pues, esta cuarta regla que dan los Críticos: No se debe atender solamente a las palabras, sino también al modo y a todas las circunstancias con que el hecho se refiere (proposición treinta y cuatro).

Eugenio

Todas esas reglas conservaré en la memoria con facilidad, porque se ajustan mucho con la razón.

Silvio

Los Ministros que hacen pesquisa de los delitos, tienen en estos dictámenes buenas reglas para sentenciar con acierto. [164]

 
§. VI.

Del error que nos puede venir
de la autoridad de los Historiadores

Teodosio

Los dictámenes que quedan expuestos, tienen una aplicación amplísima, y siempre muy útil, porque siempre importa mucho conocer la verdad. Pero la materia a que con más general interés se deben aplicar, es a la Historia: aquí os digo yo que es precisa indispensablemente toda la crítica; porque están llenos los libros de infinitas mentiras, y a veces tan vulgarizadas y tan apadrinadas, que sólo por milagro dejará el entendimiento de abrazar muchos errores, si no usare de una prudente, pero al mismo tiempo rigurosa crítica. Los Historiadores, Eugenio, son como unos testigos que deponen de aquel hecho, o por ciencia propia o refiriéndose a otros; y de ellos se debe entender todo lo que yo dije en general de los testigos; pero ahora juntaré las mejores reflexiones que he hallado en los que tratan de esta materia, pertenecientes a los libros de Historia, para que se pueda distinguir la verdad de la mentira.

Eugenio

Si habláis de fábulas y novelas, no os canséis, porque de cierto tiempo a esta parte me enfadan indeciblemente esos libros infames; y juzgo tan perdido el tiempo que se emplea en esa lección, como el que se gasta en hablar con locos. [165]

Teodosio

No hablo de ésos; hablo de los Historiadores serios, que también en éstos hay muchas mentiras: unas que nacen de su entendimiento, dejándose ellos persuadir del error: otras que nacen de su voluntad, engañándonos maliciosamente. En orden al crédito que debemos dar a los autores, nos mandan los Críticos observar varias circunstancias, y dan varias leyes. Yo las iré explicando: tomadlas bien de memoria. Primera: A los Poetas se les debe muy poco crédito: alguno más a los Oradores; y aún más a los simples Historiadores (proposición treinta y cinco). La razón es, porque en los Poetas la ficción propia de la Poesía siempre mezcla la verdad con la mentira; y por eso si el hecho no nos consta por otra parte, queda muy dudoso, a lo menos en las circunstancias; pues no sabemos si ésta o aquella circunstancia fue cosa verdadera o es mera ficción para adorno del poema. Esto, como dije poco antes, debilita bastante el testimonio de Homero, celebérrimo Poeta Griego, sobre la guerra de Troya; y no falta quien diga que todo es pura ficción; así como la guerra de las Ranas, que se atribuye al mismo Homero{14}. ¿Cuántas mentiras no mezcla con la verdad nuestro Camoens en su poema épico sobre la expedición de Gama a las Indias? Ningún hombre prudente puede tener por cierta cualquiera de las circunstancias que él allí refiere; pues sabemos [166] que como Poeta había de fingir mucho.

Eugenio

Por lo menos las apariciones de Venus, los concilios de los Dioses &c. son mentir bien a las claras.

Teodosio

Y también por cierto muy excusadas, especialmente cuando mezcla esas fábulas con las verdades reveladas de nuestra Religión; por lo cual le censuran severamente los hombres más doctos. Mas eso no es de ahora. Falta dar la razón por qué los Oradores merecen más fe que los Poetas; pero nunca un crédito ilimitado y total, mayormente los Panegiristas. Los Oradores si se dejan llevar mucho de su fantasía y entusiasmo, como tienen su parentesco con los Poetas, también fingen y pintan, y también se les debe hacer alguna rebaja en lo que cuentan, porque acostumbran exagerar las cosas que hacen a su intento. Especialmente en los panegíricos de hombres vivos, y que están presentes, debe haber grande cautela, porque ahí es indispensable la lisonja, que no es otra cosa que mentira, si le hemos de dar su propio nombre. ¿Quién ha de creer prudentemente que es verdad todo cuanto dice Plinio en el pasmoso y preciosísimo elogio de Trajano? ¿Quién no se persuadirá a que Cicerón realzaba con su floridísima elocuencia lo que decía de Pompeyo? Toda pasión miente, o por lo menos se inclina mucho hacia la mentira; y la lisonja e igualmente el odio son pasiones poderosas. No era ciertamente Verres tan malo como Cicerón le pinta, ni Demóstenes tal [167] como le figura Esquines su enemigo cuando intentó privarle de la corona de oro, que el Senado le pretendía dar; ni finalmente el mismo Esquines era tan malo como le hizo Demóstenes, defendiéndose extemporáneamente de lo que le acusaba Esquines. Pero con todo eso siempre merecen los Oradores mucho más crédito que los Poetas, porque no tienen tanta libertad para fingir; y la ficción que se les permite tiene límites muy estrechos. Donde se ve que con razón se escandalizan las hombres de juicio, viendo mentir en los panegíricos a muchos Oradores sagrados, que son ministros de la verdad y oráculos del Espíritu Santo, los cuales no tienen disculpa alguna para la lisonja de sus héroes, pues alaban a hombres muertos, cuyas almas ciertamente nada se pagan de las mentiras.

Eugenio

Sin haber yo hecho sobre eso reflexión tan juiciosa como vos podéis hacer, sólo por esa razón última me escandalizaba de oírlos; pero vamos adelante.

Teodosio

La segunda regla es que el Historiador si no es hombre de juicio maduro y prudente, ni cita personas inteligentes en la materia del hecho, merece poca fe (proposición treinta y seis). La razón viene a ser, porque no teniendo capacidad proporcionada al encargo que toma, muy fácilmente se engaña él, y por consiguiente nos engaña también a nosotros: si es crédulo da por ciertas las cosas sin examinarlas, y se fía fácilmente de cualquier noticia que halle, ya [168] sea tradición del vulgo, ya testimonio de autores poco exactos. Por eso si el Historiador está bien instruido en la materia del hecho, por ser ella propia de su profesión merece mucho mas crédito, porque se supone en él más capacidad para examinar las circunstancias de ese hecho. Este es el punto principal, examinar bien lo que se escribe, y esta es una de las circunstancias que hace muy estimable la Crónica de los Dominicos, compuesta por el grande Fr. Luis de Sousa, porque fue muy prudente y bastantemente exacto en los documentos en que se fundó para formar el cuerpo de aquella historia. Por el contrario, otros muchos Historiadores Eclesiásticos tienen sus obras llenas de mentiras, porque escribieron cuanto hallaron sin la menor averiguación ni examen. Si no fuera materia odiosa, os apuntaría algunos, que traen mentiras intolerables. Este defecto es trascendente a todas las naciones, a todas las materias y a todas las edades. ¿Cuántas mentiras no se hallan en Aldrobando y en Atanasio Kirker? ¿Qué patrañas no refiere Aulo Gelio en sus Noches Áticas, sin embargo de haberlas sacado de autores Griegos antiquísimos? ¿Qué embustes no encontramos en innumerables Itinerarios y Viajes que se han publicado? Por eso, amigo Eugenio, cuando entrareis a leer alguna historia, conviene primero, si puede ser, examinar el concepto que entre los literatos tiene su autor; y cuando no halléis noticia de ello, por ser muy moderno o poco [169] conocido, id haciendo reflexión en la misma historia, y lo vendréis a conocer.

Silvio

En los hechos más importantes deben siempre los historiadores señalar los documentos en que se fundan, para que nuestro asenso no quede solamente sobre su palabra.

Teodosio

Algunos no están por esa ley de la Historia: dicen que deben examinar bien los documentos, mas no citarlos en el cuerpo de la historia, sino darla a los lectores limpia y corriente: vamos adelante. La tercera regla es esta: Los autores contemporáneos y domésticos merecen mucho más crédito que los extraños, o muy distantes en el tiempo; y cuanto más distantes fueren, tanto menos fe merecen, excepto si alegan testigos contemporáneos o próximos a aquellas edades y lugares (proposición treinta y siete). Esta regla debe tomarse estribando sobre las precedentes, esto es, suponiendo en uno y en otro autor capacidad y prudencia. Siendo así, debe preferirse el contemporáneo y doméstico, porque este equivale a testigo de vista. Fuera de que es más fácil que se introduzca la mentira con el trascurso del tiempo y la distancia de los lugares; porque pasando el hecho de boca en boca, ya se quitan, ya se añaden circunstancias, que totalmente corrompen la verdad; y también se da lugar a que maliciosamente se invente y esparza por el vulgo ignorante y crédulo alguna mentira. Por esta razón los mejores Críticos tienen en el día [170] declaradas por fabulosas innumerables historias, que en los siglos pasados corrían por ciertas, porque examinando los Historiadores, hallan que ni ellos vieron los hechos por ser antiquísimos, ni alegan testigos próximos a aquellas edades, que pudiesen o de vista o por memoria reciente haber adquirido la noticia de esos sucesos. Por este principio (exceptuando la Sagrada Escritura) ninguna fe merecen las Historias que tenemos de las cosas antes del Diluvio, porque las tradiciones de los Egipcios, de los Cartagineses y de los Rabinos, no teniendo, como no tienen, monumentos próximos a aquellas edades, que las apoyen, más son fábulas de Poetas, que historias serias. Y hablando de los nuestros, ¿quién podrá contener la risa leyendo la vida de Adán, la de San Josef, las antigüedades de Evora y otros libros que corren entre el vulgo? ¿Quién fue a reconocer los archivos de aquellos próximos tiempos tan remotos en que de nada se guardaba memoria, para leer sus manuscritos, y sacar de ellos esas noticias? ¿Quién descubrió medallas de aquellos tiempos, o pinturas e inscripciones en las piedras, que son los monumentos de la historia? Por eso, fuera de lo que consta de la Escritura, todo lo que se dice de Adán, es materia de risa: lo mismo a proporción digo de otros asuntos.

Silvio

Con todo eso viendo yo muchos de esos libros escritos por hombres doctos, y a veces con autoridades de Santos Padres, no me atrevo a dar sus noticias por [171] falsas, especialmente si son libros antiguos.

Teodosio

Por muy antiguos que sean los libros, son modernísimos respecto de los sucesos que contienen; y así la nimia distancia de los tiempos da lugar a que se esparza alguna falsa tradición entre los que vivían en el tiempo de los Escritores. Además, la autoridad de los Santos Padres no basta cuando ellos fueron muchos siglos posteriores, y no alegan fundamento suficiente: bien podían ser muy Santos, bien podían ser muy doctos y de admirable sabiduría en las Letras Sagradas, que era su propia profesión, y no tener bastante crítica. Fuera de que si la materia no era propia de su sagrado ministerio, se fundaban en la voz del vulgo, o en algún otro libro que hallaban, de cuya autoridad no se detenían a hacer examen; y sobre su fe decían lo que les hacía al caso. Un hombre que va escribiendo, y toca en alguna materia de que no es profesor, no tiene reparo en valerse de lo que halló en Plinio en su Historia Natural, o en Aristóteles en la Historia de los Animales, o en Mr. Colone en su Historia Natural, o en el Padre Atanasio Kirker o en otros muchos. Ahora bien, ya sabemos que estos autores traen muchas patrañas, sin embargo estas no se deben imputar a quien inocentemente se vale de ellos, usando de esta o de aquella noticia, que le sirve para su reflexión juiciosa. Nada, pues, debe perder de la estimación que le es debida un autor, aunque sea un Santo Padre, que se vale de la tradición [172] popular o noticia fabulosa que tenía por verdadera, usando de ella para ilustrar lo que va escribiendo. Por tanto su virtud ni su literatura por sí solas no pueden dar valor a los hechos o demasiado distantes o muy antiguos. Yo hallaba donaire en el dicho de cierto caballero Portugués, que había estado por Embajador en la Persia. Este cuando alguno le contaba una noticia que a él le parecía fabulosa, se despicaba de este modo: Mire Vm. que le contaré noticias de Persia, como amenazándole con que le daría noticias de países tan remotos, que el otro no pudiese conocer su falsedad.

Eugenio

No hay cosa mas fácil que mentir en lo que sucedió muchos años ha, o se refiere a regiones muy remotas, y quizá desconocidas.

Teodosio

Ahí tenéis la razón por qué es temeridad dar crédito a tales noticias, cuando no se alegan testigos próximos a aquellos tiempos y lugares. Por eso los buenos Historiadores de la antigüedad sólo se fundan en las medallas antiquísimas, tal vez ya medio consumidas del tiempo, o también en pinturas de aquellas edades, en inscripciones de lápidas sepulcrales, o en las de las pirámides antiguas: y de aquí nace la estimación que los literatos hacen de estas piezas, que el vulgo desprecia por verlas feas, viejas y carcomidas de los años. Mas en esto mismo se conoce a veces su gran valor por la antigüedad que supone; y por ella son de grande autoridad para testificar [173] hechos muy antiguos, que de otro modo quedarían desconocidos o inciertos. Vamos a las otras reglas que faltan. El Escritor que tiene la costumbre de mentir, no merece crédito: el que fuere apasionado a favor de lo que refiere, o pusiere demasiado esmero en adornar su estilo, merece que se le haga alguna rebaja en lo que refiere (proposición treinta y ocho). En fuerza de esta regla ningún crédito se debe dar a Mahoma cuando cuenta sus milagros, ni a otros autores, que aquí no nombro, por no granjear enemigos.

Eugenio

¿Y de dónde nos puede constar a nosotros que este o aquel autor es mentiroso?

Teodosio

Puede constar de su vida notoriamente perversa, como a veces sucede; y también de los mismos hechos que refiere por ser inverisímiles o traer circunstancias repugnantes.

Eugenio

De los autores mentirosos ya sé que debo hacer poco caso; pero también encargáis que se use de cautela con los apasionados.

Teodosio

Sí, porque los autores apasionados en aquellos puntos que lisonjean su pasión, no merecen que les demos crédito enteramente, a causa de que la pasión ciega y la ceguera hace errar. ¿Quién ha de creer a los Castellanos cuando hablan contra los Portugueses?{*}: ¿quién a los Ingleses hablando [174] contra los Franceses, ni a estos cuando hablaren contra aquellos? ¿Qué fe merecen los Herejes en lo que dicen contra los Católicos Romanos? ¿Quién dará crédito a lo que los autores de una Escuela escriben por vilipendio de los de la contraria? Tengo mucha experiencia de lo que voy a decir. Casi todos aumentan poco o mucho. Ya en los tiempos antiguos los Romanos se burlaban de los Griegos por la mucha soberbia y pasión con que se anteponían a las demás Naciones del mundo, y por esta razón no daban crédito a lo que decían en alabanza suya y menosprecio de los otros.

Silvio

A ese propósito os contaré un caso gracioso, que sucedió el Domingo pasado que fui a comer con nuestro amigo el Comendador. Tomó él casualmente un libro de historia, y dio con una noticia, que nos provocó a risa a todos los presentes. Decía el autor (y era de vuestros Franceses) que el Cardenal de Richelieu, para debilitar las fuerzas de España, había dado el Reino de Portugal al Duque de Braganza, que después se llamó D. Juan IV. Cuando esto oímos, no pudimos contener la risa; y nos admiramos de que sabiendo hasta los niños de la calle la historia de nuestra restauración, este autor la ignorase: y con todo eso no [175] era Castellano, ni escribía contra los Ingleses; para que podamos decir que la pasión le cegó.

Teodosio

Ya sé qué autor es ese: es el Abate Langlet du Fresnoy, el mayor hombre en la Historia que conocemos, por lo menos el que más que todos se esmeró en dar método para saberla. Pero cególe su pasión: no digo pasión de ira, sino pasión de amor excesivo de la gloria de su Nación; y quiso dar a su Richelieu la gloria (que no sería pequeña) de poder dar un Reino a quien quisiese. Amigo Silvio, mis Franceses, como vos los llamáis, también son hombres como los otros, y están sujetos a los mismos achaques: tienen sus pasiones, y también encarecen mucho sus cosas.

Silvio

¡Gracias a Dios, que os he oído hablar sin pasión! Ahora os doy crédito.

Teodosio

Pero el amor de la verdad me obliga a decir que de ordinario no exageran tanto como los Españoles.{**}

Eugenio

¿Y qué es lo que tenéis contra los que escriben historias en estilo nimiamente aliñado; que me parece que también hablasteis de ellos en la regla que me habéis dado para que me precava?

Teodosio

Digo que el excesivo cuidado que el Historiador pone en adornar el estilo de su historia, le hace de algún modo [176] sospechoso, no en la sustancia, sino en las circunstancias de los hechos. ¿Habéis estado alguna vez, Eugenio, en Santo Domingo de Bemfica?

Eugenio

Sí he estado, y muchas veces; porque tengo allí un amigo íntimo.

Teodosio

Pues mañana por la mañana os mostraré en el grande Fr. Luis de Sousa la descripción de ese Convento, y veréis una cosa hermosísima que va encantando al paso que se va leyendo. El que se dejare llevar de esa descripción, formará una admirable idea de su fábrica, como a mí me sucedió antes de haberlo visto: en fin tan grande fue el deseo que concebí de ver aquel edificio, cuanto mi desconsuelo después que lo vi. El autor es cierto que no falta en cosa alguna a la verdad; pero de tal suerte la adorna y afeita, que verdaderamente engaña, haciendo formar a todos idea muy diversa de la realidad. Una fuente que tiene un sátiro, está descrita de tal modo, que el pensamiento concibe idea de una cosa extraordinariamente bella, y de esta descripción nace un gran deseo de ir a verla; pero no encuentra más que una figurilla de barro con hechura de sátiro, metida en un ridículo nicho de piedra bastante tosca, y no muy aseada. Cuando la leyereis, habéis de echar a reír, recreándoos no obstante en ver la fuerza de la elegancia de aquel excelente Historiador, que así sabe adornar y engrandecer sin mentir. Lo mismo digo de nuestro Jacinto Freire en la vida de D. Juan de [177] Castro; y lo mismo se puede decir de todos los panegíricos buenos, en los cuales quien quiere acertar de lleno con el blanco de la verdad, debe bajar un poco la puntería, porque la pólvora sube mucho, especialmente en los grandes ingenios.

Eugenio

Ahora ya veo la razón por qué los Historiadores que adornan mucho su estilo, merecen algo menos fe en lo que toca a las circunstancias del hecho.

Teodosio

Por conclusión de esta materia os había de dar algunas otras reglas, que comúnmente se hallan en los que tratan de este Arte de la Crítica; mas no quiero que su multiplicidad os cause confusión, y en una sola resumiré lo que hallo en diversas: Para dar crédito a cualquier historia, debemos por una parte pesar la cualidad del hecho y su dificultad; y por otra el número y cualidad de los testigos, atendiendo a su prudencia, al tiempo y distancia del lugar en que escribieron, al modo de referir y pasión del ánimo que muestran, y a la conformidad de todas las circunstancias y testigos entre sí; y hacia donde pesare la balanza indiferente, hacia allí debe inclinarse nuestro juicio (proposición treinta y nueve).

Eugenio

En esa regla incluís todas las cuatro que me habéis dado acerca de los testigos, y las cuatro que me dais tocante a los Historiadores. Queda en mi memoria, y me serviré de ella.

Teodosio

En el día los Modernos usan [178] bastantemente de la Crítica; y haciendo justicia a los Historiadores más antiguos, nos excusan bastante trabajo, mostrándonos claramente ya la prudente diligencia de los mismos en examinar los hechos de la Historia, ya la ligereza con que afirman las cosas, sin más fundamento que el confuso rumor del vulgo.

 
§. VII.

Del error que nace de la corrupción
o mala inteligencia de los libros

Silvio

Con efecto en estos tiempos bien en su punto está la Crítica, y no sé si diga que demasiado refinada.

Teodosio

El exceso en esta materia nunca puede ser muy perjudicial, la falta sí. Pero todavía, amigo Eugenio, tenemos que precaver otro peligro y origen de grandes errores, el cual viene a ser la corrupción de los libros y su mala inteligencia. ¿Qué importa que un Historiador tenga todas las buenas calidades, que puedan hacerle digno de fe, si su libro está corrompido, o yo no entiendo bien lo que él dice?

Silvio

En eso tenéis mucha razón, porque es bastante común leer muchos el mismo texto del Historiador o cualquier otro libro, y quedar con muy diversas opiniones, dándole cada uno diversa inteligencia.

Teodosio

Lo primero, por lo que mira a la corrupción, puede ésta tener muchos principios, de lo cual trata excelentemente el [179] Arte Crítica de Juan Le Clerc{15}, que son aquellos libritos que hoy habéis visto sobre mi mesa, donde leí esta materia para refrescar la memoria. Y hablando de los libros antiguos, sería una gran maravilla que hubiese llegado a nuestras manos alguno que no esté corrompido en muchas partes. Como sólo por los años de 1447 (si no me engaño) tuvo los primeros principios el arte de imprimir, todos los libros que hasta entonces se habían publicado, eran manuscritos; y en ese trabajo se ocupaban principalmente los Monjes de aquellos tiempos, hombres que no podían ser muy peritos en todas las materias que trasladaban. De aquí nacía que habían de escribir muchos yerros por falta de inteligencia, además de aquellos en que hasta los más instruidos caen por descuido. Los que dan papeles a copiar, saben bien por propia experiencia cuán desfigurados quedan cuando caen en manos de un copiante que no entiende la materia.

Eugenio

Yo he padecido infinito con la copia de varios papeles curiosos, de que quería hacer una colección, porque todas vienen erradas, y algunas son absolutamente indignas de conservarse.

Teodosio

Añádese que el ser las letras antiguas, los pergaminos viejos, y estar a veces rasgados y carcomidos, como también el estar [180] escritos en diferente lengua de la que los copiantes hablaban, todas son circunstancias, que indispensablemente harían errar. Por otra parte la prisa en los escribientes, la ignorancia o la inadvertencia en los que dictaban, y su pronunciación poco clara y distinta, era otra fuente de muchas equivocaciones. Fuera de eso, muchas veces sucedía que los copiantes viendo al margen de los libros algunos apuntamientos o advertencias, que cada uno hacía en los libros de su uso, imaginaban que eran olvido y enmienda del que lo había escrito, y temerariamente los metían en el cuerpo del libro. Otras veces se ponía una palabra en lugar de otra, porque se tenía por sinónima, no siéndolo en realidad, y teniendo diversa fuerza y energía. Otras veces una palabra que estaba en abreviatura, si no se entendía bien, la trasladaban sin darle su valor; y ya esto hacía a la oración mudar de sentido. También se encuentran a veces caracteres por antiguos muy diferentes de los que se usan; y el que traslada, los confunde y trueca; lo que también sucede al que copia inscripciones de sepulcros y pirámides, porque los canteros ignorantes y groseros las grabaron de tal modo, que causan gran confusión a quien las lee, de todo lo cual se originan muchos yerros; de suerte, que si se confrontan muchas copias de un mismo libro antiguo, nunca se hallará que perfectamente concuerde una con otra.

Silvio

Yo soy aficionado a leer todas las [181] inscripciones que encuentro en las sepulturas, pirámides o fuentes; y a veces ni atrás, ni adelante puedo formar concepto de las palabras, estando aún bastante vivas las letras.

Teodosio

En los libros antiquísimos se hallan las palabras sin puntos, ni comas, y aun sin separación de los vocablos, lo cual causaba gran dificultad en la lectura; y esto se halla no solo en los Griegos y Hebreos antiguos antes del tiempo de los Masoretas, sino también en los Latinos.

Silvio

En estos he hallado muchas inscripciones antiguas bien al contrario, siempre separadas las palabras con puntos, como nosotros hacemos ahora al fin de cada oración.

Teodosio

Así lo hacían los antiguos, y siempre usaban de caracteres mayúsculos: después tomaron los de los Longobardos, más semejantes a los de hoy; y esta mudanza se halla también en los libros griegos y en los hebreos, como largamente lo trata el Padre Mabillon{16}.

Eugenio

No os canséis tanto en hacerme enumeración de los muchos principios de donde pueden originarse yerros en los libros manuscritos, porque yo discurriendo por lo que en el día veo en los papeles, que leo manuscritos, infiero la confusión que traerá consigo la antigüedad.

Teodosio

Añadid ahora otra causa de otros mayores errores, que nacieron de la [182] temeridad de los Críticos. Muchos que se entrometieron a corregir las erratas, que traían los libros, y las oraciones que hallaban sin sentido, pusieron lo que mejor les pareció; y muchas veces sería cosa muy diversa de lo que sus autores quisieron decir, y dijeron con efecto. A veces sería mejor que dejasen la laguna sin llenar, o la errata, aunque fuese un despropósito, que enmendarla mal; porque el que fuese leyendo, si encontrase algún yerro grande, o algún blanco en medio de lo escrito, luego conocería que allí había engaño o falta, y se quedaría sin saber lo que el autor dijo, mas no quedaría engañado. Pero estando el libro mal enmendado, el que lee, como va de buena fe, piensa que el autor dijo lo que ciertamente no dijo: ¿y quién duda que este engaño es muy perjudicial? Y si hubo pasión o interés en depravar de industria el texto, como era muy fácil que lo hubiese, ¿quién podrá conocer después el engaño?

Eugenio

Pero nosotros al presente estamos libres de esas confusiones, porque todos los libros de que usamos son impresos.

Teodosio

Así es; mas si hablamos de los libros compuestos antes de introducirse este arte de imprimir, que son innumerables, todos fueron impresos sobre la fe de los que les sirvieron de originales, y todos los yerros que esta copia tuviese, se transfundieron en la impresión. Este es el trabajo que hoy tienen los buenos Críticos, cotejando las impresiones con los manuscritos más [183] antiguos, que se conservan en las mejores librerías, para corregir de este modo innumerables errores. Los Padres de la Congregación de San Mauro han trabajado mucho en esta materia, y han hecho un gran servicio a la Iglesia, reformando las impresiones de muchos Santos Padres. Por estas razones, Silvio, ningún hombre prudente en el día se atreve a afirmar de cierto el verdadero sentir de Aristóteles; porque sus obras tuvieron tales contratiempos desde que él las escribió hasta que se tradujeron e imprimieron, que si el mismo Aristóteles hoy resucitase y leyese sus libros, no se entendería con ellos.

Silvio

Que es harto lamentable desgracia.

Teodosio

Bien me parece esa reflexión; pero yendo a nuestro asunto, en los libros más modernos menos errores hay, porque los Impresores se sirvieron de los originales del propio autor que son más correctos. Pero ¿qué erratas no traen aun las mejores impresiones? Esto supuesto, Eugenio, tomad este dictamen general: No debemos creer luego confiadamente que todo lo que vemos impreso con el nombre de un autor, fue dicho por él; conviene certificarnos de que en eso hubo un prudente examen (proposición cuarenta). Para que veáis cuánto importa observar bien esta máxima, quiero, además de lo que está dicho, alegaros algunos ejemplos, que os han de hacer más prudente y cauto. Primeramente, en lo que toca a los autores Gentiles, como por ser [184] algunos de ellos de gran fama, eran sus libros muy buscados y pagados a buen precio, falsamente se publicaban en su nombre muchas obras de otros ingenios, y así corrieron muchos siglos. En los Escritores Eclesiásticos sucedió haber andado mucho tiempo mezclados entre los libros verdaderos muchos apócrifos. San Gerónimo a cada paso está haciendo mención de ellos, algunos publicados en nombre de San Pedro, otros en nombre de San Clemente su discípulo, o de San Bernabé, y de otros. No faltó quien se atreviese a publicar un Evangelio en nombre de Santo Tomás, y algunas Cartas con el título de San Pablo. Al mismo San Gerónimo hicieron también esta injuria, atribuyéndole escritos extraños; y también la hicieron a San Gregorio, a San Atanasio, a Orígenes y a otros muchos.

Eugenio

Bien aviados estamos: ¿pues quién se ha de fiar de los libros, si hasta debajo de nombres tan sagrados se miente tan sacrílegamente?

Teodosio

Yo os daré las reglas, por las cuales los mejores Críticos han llegado a descubrir esas falsedades.

Silvio

Esas quiero yo oír con atención, porque son de mucha importancia.

Teodosio

La primera es ésta: Si confrontando cualquier libro con los ejemplares antiguos, los hallamos discordes, debemos seguir estos (proposición cuarenta y una). La razón es, porque más fe se debe a aquel ejemplar, que es más cercano al tiempo del [185] Escritor; pues sólo en la suposición de que aquella obra es hecha por él, le damos tanta fe como a sus palabras; y bien se ve que cuanto más antiguo es algún ejemplar, y más llegado al tiempo del Escritor, más fácil es que se conserve pura su doctrina, y más exenta de corrupción. Esto se entiende no habiendo razón especial para despreciar el tal ejemplar por alguna circunstancia, como puede suceder.

Silvio

Eso es bastante conforme a razón.

Teodosio

Segunda regla: Si lo que dicen los Antiguos de cualquier obra, concuerda con lo que vemos en ella, debemos tenerla por genuina y sana: si no concuerda, debe reputarse por sospechosa, o en todo o en parte (proposición cuarenta y dos).

Silvio

Esa regla tiene la misma razón que la pasada; y se saca de ella, porque es de creer que más conocimiento tuviesen de las obras los Antiguos, que fueron más cercanos al tiempo del Escritor, que nosotros que vivimos tan distantes de esos tiempos.

Teodosio

Tercera regla: La obra de que ninguna mención hallamos en el siglo de su autor, ni en los inmediatos, debe tenerse por sospechosa, si no hubiere alguna razón fuerte en contrario (proposición cuarenta y tres). La razón es, porque no es verosímil que esa obra (siendo de tal autor) quedase tan escondida, que ninguno en aquel siglo o en los inmediatos tuviese noticia de ella, y tampoco es muy creíble que teniendo [186] noticia de ella, no hablasen por algún incidente de dicha obra. Sin embargo, como este argumento es de los que llaman negativos, no tiene tanta fuerza, que no pueda haber falencia en él; y con efecto todos dan por genuinas las obras de Fedro y Quinto Curcio, no obstante ser autores de quienes no encontramos la menor noticia en los siglos próximos al tiempo en que escribieron; pero se halla en ellos tal pureza de latinidad, y tal elegancia, que ningún prudente duda de que ellos escribieron en aquella edad; y ni Fedro (como acertadamente juzga Vernei con otros Críticos) podía ser posterior a Tiberio, ni Quinto Curcio a Vespasiano. Por eso en esta regla hemos puesto aquella excepción que queda dicha.

Silvio

Y con razón.

Teodosio

Vaya la cuarta regla: Aquellos libros o lugares de ellos, de que los Antiguos dudaron, o que negaron, sólo en fuerza de gravísimas razones se pueden admitir (proposición cuarenta y cuatro). La razón es bien clara; porque regularmente hablando, mejor noticia habían de tener los Antiguos que nosotros de aquellos libros que ya en su tiempo estaban escritos. Con todo eso puede suceder que en los tiempos sucesivos se descubriese algún otro autor hasta entonces ignorado, como por ejemplo Fedro o Quinto Curcio, y de su testimonio o de alguna inscripción nuevamente desenterrada, como a cada paso está sucediendo, se dedujese bastante fundamento para [187] dar por legítimo ese lugar o libro de que los Antiguos dudaron.

Silvio

Pero no habiendo esa razón, debemos prudentemente arrimarnos a los Antiguos.

Teodosio

La quinta regla que dan es esta: Si en el libro se hallan sentencias opuestas entre sí, debe sospecharse que está corrompido, excepto si fuere cosa de muy poca importancia, o si el autor hablare sólo como quien se refiere a la opinión de otros, o mostrare que se retracta (proposición cuarenta y cinco). La razón es, porque no es creíble que un hombre de juicio diga cosas encontradas, a no ser que el asunto sea tan leve y de tan poco momento, que se suponga que el autor se olvidó o no reparó en lo que tenía dicho. También puede suceder que acordándose bien de lo que había dicho, y considerando mejor el punto, mudase de parecer. San Agustín hizo esto muchas veces, y lo practican todos los que aman la sinceridad. Otros nunca hablan según su propio dictamen, sino solamente según la opinión común, y a veces sólo por modo de disputa, y no como quien declara su sentir. Así lo hace muchas veces Cicerón y Quintiliano.

Silvio

También en Hipócrates se halla alguna contrariedad; y dicen sus Comentadores que es por ese motivo que decís.

Teodosio

La sexta regla es esta: El libro en que se hace mención de sucesos, de personas o de controversias posteriores al [188] Escritor, como también si usa de palabras y estilo que en su tiempo no había, bien se ve que es apócrifo en el todo o en parte (proposición cuarenta y seis). Porque el autor no había de hablar de lo que en su tiempo no había, ni como en su tiempo todavía no se hablaba. Esta regla es de mucha utilidad, y por ella se conoce ser apócrifos o estar corrompidos muchos libros. Por esta razón niegan los mejores Críticos que sea de San Atanasio el Símbolo que se le atribuye; pues vemos que en él se hace mención de muchas herejías, que nacieron mucho después, como son la de Nestorio y Eutiques posteriores al Santo; pero esto es de profesión ajena.

Silvio

Eso dejémoslo a los Teólogos.

Teodosio

Ellos son los que más necesidad tienen de estas reglas, porque en las materias eclesiásticas es mucho más perjudicial la ficción y mezcla de sentencias y obras falsas y espurias con los legítimos partos de los autores ilustrados por el Espíritu Santo. En otras materias no es tan nociva. La séptima regla es esta: Si el libro está lleno de disparates, mentiras y cosas indignas, no puede ser de hombre docto y serio, aunque traiga su nombre, a lo menos está muy viciado y corrompido (proposición cuarenta y siete). En fuerza de esta regla, cuya razón es notoria, está decidido que muchos libros no son de aquellos Escritores, con cuyo nombre se honraban. Con título de San Agustín andaban (entre muchas obras que él [189] nunca hizo ni pudo hacer) unos Sermones a los Monjes del Yermo, y hoy se niega que sean del Santo, porque en ellos se decían cosas indignas y mentirosas, como por ejemplo, que siendo Obispo de Hipona habían ido a Etiopía, y visto allí por sus ojos centauros y hombres con un ojo solo, y otras patrañas de que todos en el día se ríen. En otros también usa el autor, sea quien fuere, de un juego de palabras tan ridículo, que se conoce claramente que no podía ser de un Prelado serio, santo y docto como San Agustín lo era.

Silvio

¡Que ni aun los Santos de ese carácter estén libres de falsos testimonios! ¡Cosa lamentable!

Teodosio

La regla octava es: Si el estilo es totalmente diverso del de aquel siglo, o del que el Escritor usa en otras obras ciertamente suyas, debe tenerse la obra por sospechosa: como también si el estilo es totalmente semejante al de otro autor, deberá la obra atribuirse a éste, a no ser que haya razón fuerte en contrario (proposición cuarenta y ocho). La razón es, porque cada Escritor tiene su peculiar estilo, que es como el carácter de su ánimo; y así como por las facciones del rostro conocemos las personas, del mismo modo son conocidos los Escritores por el carácter del estilo. Pero advierto que debe haber cautela en el uso de esta regla; porque así como con la edad mudamos mucho en las facciones de la cara, así también mudamos en el modo de decir, [190] especialmente si las obras se componen en diversos tiempos. Y aunque de ordinario el espíritu dominante del estilo siempre se da a conocer en cada autor, con todo eso es cierto que con la edad, estudio y gusto se muda a veces de tal forma el estilo, que nosotros mismos extrañamos las obras que hicimos en la edad más fogosa y menos madura. También a veces sucede que uno imita tanto el estilo de otro, que se confunde con él, de lo cual tenemos ejemplo y comparación: ejemplo en un discípulo de S. Bernardo, llamado Nicolás, que totalmente le bebió el estilo: comparación porque también se encuentran hermanos mellizos, y tan parecidos, que todos los extraños los truecan y confunden. Esta advertencia es de un hombre de grande autoridad en la república de las letras, cual es la de Mabillon{17}.

Silvio

Convengo en eso; pero así como es caso rarísimo hallar en los semblantes esa casi total semejanza, así también es muy difícil encontrarla en los estilos.

Teodosio

Resumiendo ahora, Eugenio, lo que llevo dicho acerca de los libros genuinos, os daré dos señales ciertas para conocerlos: cualquiera de por sí es bastante para conocer que el libro es genuino; pero hallándose ambas juntas, hacen un argumento muy fuerte. La primera señal, o (como la llaman) nota de los libros genuinos es ésta: Si hubiere manuscritos dignos de estimación o [191] próximos a la edad del Escritor, que traigan su nombre: si el estilo, máximas y opiniones son las mismas que el autor muestra en otras obras suyas: si los Escritores próximos a aquella edad atribuyen esa obra al mismo autor; y no se encuentra en ella nada que sea contrario a la historia de aquella edad o indigna del autor; seguramente y sin el menor recelo se le puede atribuir el libro (proposición cuarenta y nueve). Esta regla es del gran Mabillon{18}, y ya está bastante explicada en lo que queda dicho de las señales de los libros apócrifos y viciados. La segunda señal o nota es ésta: Si hay una tradición perpetua desde los tiempos próximos al Escritor, que concuerda con el libro, debe tenérsele por genuino (proposición cincuenta). Esta regla es de San Agustín, que la establece fuertemente arguyendo contra Fausto, acérrimo hereje Maniqueo. Tomad de memoria la fuerza y forma de su argumento, porque hallo en él especial energía y viveza, como cosa de este gran Doctor; y con poca diferencia dice así{19}: «Yo no sé qué hacer con vosotros, viendo que la maldad os tiene tan sordos contra los testimonios de las divinas Escrituras, que cuanto de ellas se saca contra vosotros, tenéis atrevimiento para afirmar que no lo dijo el Apóstol, sino que lo escribió bajo el nombre de [192] éste no sé qué falsario. Tan a las claras es ajena de la doctrina de Cristo esa diabólica doctrina que enseñáis, que por ninguna parte podéis defenderla como cristiana sin decir que son falsas las Escrituras de los Apóstoles. ¡Ah miserables enemigos de vuestra alma! ¿Qué escritos tendrán jamás algún peso de autoridad, si los de los Evangelistas y de los Apóstoles carecen de ella? ? ¿Cuál será el libro de cuyo autor estemos seguros, si es incierto si son de los Apóstoles las Escrituras, que la Iglesia propagada por ellos y declarada con tanta sublimidad por todas las naciones, afirma ser de los mismos Apóstoles, y tiene como suyas? ¿Y queréis que sea cierto que los Apóstoles escribieron lo que alegan unos herejes enemigos de esta Iglesia, escrito y atribuido a aquellos por autores que existieron mucho tiempo después? ¡Cuántos ejemplos tenemos en las letras profanas de autores verdaderos, bajo cuyos nombres se divulgaron en los tiempos sucesivos obras ajenas, las cuales habiéndose conocido la suposición, ya porque no correspondían a las que incontestablemente eran de aquellos, ya porque no parecieron en el tiempo en que escribieron los autores a quienes se atribuían, ni merecieron que ellos o sus íntimos amigos las trasmitiesen y encomendasen a la posteridad, fueron repudiadas y dadas por espurias! Ahí tenemos a Hipócrates (por omitir a otros) [193] médico celebérrimo, con cuyo nombre salieron algunos libros, que los Médicos jamás admitieron, sin que les aprovechase tal cual semejanza en palabras y sentencias con los que indubitablemente eran de Hipócrates, porque cotejados con ellos se hallaron muy inferiores, y porque no corrieron por suyos desde el tiempo en que se publicaron los demás escritos de aquel autor. Y esos libros, por comparación con los cuales son descartados los otros como supositicios, ¿por dónde consta que son de Hipócrates, sino porque desde el mismo tiempo de Hipócrates hasta el presente (y lo mismo será en lo venidero) los ha ido recomendando por tales una constante tradición; de manera, que al que lo negase, nadie se dignaría ni siquiera de refutarle, y aún el dudar de ello sería calificado de locura o fatuidad? Los libros de Platón, Aristóteles, Cicerón, Varron, y otros autores de esta clase, ¿por dónde saben los hombres que son de ellos, sino por la misma sucesiva y continua contestación de los tiempos? En las letras eclesiásticas sucede lo mismo. Muchos escribieron diversas obras no a la verdad con autoridad canónica, sino con el fin de aprovechar a otros, o de aprender de ellos. ¿Por dónde se sabe, pues, de qué autor es cada obra, sino porque en el tiempo en que cada uno escribió comunicó sus escritos a los que pudo, por cuyo medio los divulgó, y de allí propagándose la [194] noticia de unos en otros, y extendiéndose y confirmándose más y más cada día, llegó hasta nuestros tiempos; de forma, que si nos preguntan de qué autor es tal libro, no titubeamos ni nos detenemos un punto en dar la respuesta? Pero ¿qué necesidad hay de alegar cosas antiguas? Estos mismos escritos que tenemos entre las manos, si algún tiempo después de nuestros días negare alguno que aquellos son de Fausto, y estos míos, ¿por dónde se le podrá convencer, sino porque los que ahora tienen noticia de ellos, la trasladarán aún a los que vendrán de aquí a mucho tiempo por una continuada sucesión de unos a otros? Y siendo esto así, ¿quién a no ser que esté pervertido por la sugestión y malicia de los demonios engañadores, será tan furiosamente ciego, que diga que la Iglesia de los Apóstoles, una tan fiel y numerosa congregación de hermanos, no pudo conseguir el trasladar fielmente a la posteridad los escritos de aquellos, habiéndose conservado sus sillas por una certísima y no interrumpida sucesión hasta los Obispos que hay en el día, siendo esta una cosa que con tanta facilidad se verifica en los escritos de cualesquier hombre ya fuera de la Iglesia, ya dentro de ella misma?» Hasta aquí es el argumento de San Agustín, el cual en el original tiene mucha más energía que en esta traducción.

Silvio

En la traducción siempre se pierde algo de la fuerza y energía del original. [195]

Teodosio

Pero volviendo a nuestro asunto, bien veis que el Santo da por prueba innegable de la verdad de los escritos evangélicos y apostólicos, la tradición continuada y sucesiva desde aquellos primeros tiempos hasta los nuestros.

Silvio

Sólo tengo contra eso una cosa que me causa alguna duda; y viene a ser, que esos mismos escritos que los Modernos Críticos dan hoy por apócrifos, parece que gozaban de esa posesión fundada en la misma tradición continuada; y no obstante vemos ahora que no eran legítimos escritos de los autores a quienes antecedentemente los atribuía la continuada tradición.

Teodosio

Estáis engañado, amigo. Esos escritos apócrifos se conoce que lo son, porque la voz común que los atribuía a éste o al otro Escritor, no venía de aquellos primeros tiempos próximos a sus autores, que si viniese desde entonces, no los darían los Críticos por apócrifos y falsos. Lo que estos hicieron fue ir cavando hasta dar con la raíz de la tradición; y hallándola falsa y viciada, dieron toda la tradición por nula. Ved aquí para qué es el inmenso trabajo de ir a desenterrar ediciones antiquísimas, pergaminos viejos, letras góticas y muy antiguas: cotejar ejemplares de los más antiguos archivos de la Iglesia, para examinar no la rama, sino las raíces más profundas de la tradición. El gran Pedro Daniel Huet en su Demostración Evangélica sienta varios axiomas, y en el primero añade a esta autoridad [196] de San Agustín una paridad que hace bastante fuerza: Si esto no basta (dice) para dar por legítimos los escritos sagrados, quisiera yo que los que esto niegan me dijeran con qué prueban que les pertenecen los bienes hereditarios de sus casas: por cierto que ni los títulos que conservan en sus casas, ni las escrituras públicas de los archivos deben hacer más fe que la historia; antes menos, porque los que guardan estos títulos y escrituras son unos pocos hombres, y a veces personas de poca consideración, y los guardas que conservan los títulos y escrituras de la historia es el mundo entero.

Eugenio

Tenéis razón: ese argumento es fortísimo.

Teodosio

Ahora bien, supuesto lo dicho, ya tenéis bastante luz para preservaros en algún modo de innumerables errores en que la mayor parte de los hombres ha caído, originados de la corrupción de los libros. Todavía falta cerrar otra puerta grande por donde también suele entrar en nuestro entendimiento un sin número de errores. Vamos a cerrarla, si la conferencia no os molesta por ser larga.

Silvio

Aun yo me siento con deseo de tratar de esa materia, porque la hallo importantísima; cuanto más Eugenio, para quien nunca las conferencias son largas.

Eugenio

Por cierto que habéis dicho la verdad pura. [197]

 
§. VIII.

De los errores que nacen de la mala inteligencia de los libros

Teodosio

Pues siendo así, voy continuando. ¿Qué importa, Eugenio mío, que los libros estén correctos, y que sean verdaderamente de los Escritores, a quienes se atribuyen, si nosotros no los entendemos bien, ni penetramos todo su sentido? Ved aquí, pues, la puerta grande que yo decía de muchos errores, y para eso da la Crítica sus leyes, y hay un arte especial que llaman Hermenéutica.

Silvio

A veces sobre lugares al parecer bastante claros hay infinitas dudas, y de unas mismas palabras saca cada uno sentidos muy diversos.

Teodosio

Varias reglas dan los Críticos, que yo apuntaré de paso, porque Eugenio por ahora se contenta con una noticia más ligera y breve. De presente os daré luz que os alumbre, pero que no os ciegue ni deslumbre, porque siendo la primera luz en esta materia no debe ser fuerte. Cuando os fuere preciso, podréis estudiar más a fondo cualquiera de estas materias, que aquí se tocan de paso.

Eugenio

Enseñadme cómo lo juzgaréis más a propósito.

Teodosio

La primera regla es: El que quiera entender bien a cualquier Escritor, [198] debe leerle en la lengua en que él escribió, y entenderla bien (proposición cincuenta y una).

Silvio

¿Pues no basta leer las traducciones siendo buenas?

Teodosio

¿Y qué tan fácil es hallar una traducción buena y perfecta? En este particular no digo todo lo que siento por no escandalizaros los oídos: si vosotros os pusiereis a traducir algún libro, conoceréis prácticamente la suma dificultad, que tiene una traducción perfecta. No siempre hay palabras, que perfectamente correspondan a otras palabras: además de eso los idiotismos y modos de hablar de cada lengua, son diversísimos; las frases, la energía, los adagios, los énfasis son incapaces de traducirse perfectamente. Ved aquí de dónde dimana gran parte de la dificultad que hay en entender la Sagrada Escritura, cuando no sabemos el Griego y el Hebreo; y por eso en las buenas traducciones que tenemos, encontramos lugares que nos son oscurísimos, a los cuales no sabemos dar sentido que nos satisfaga. Lo mismo sucede en todas las demás obras. Huid, pues, de traducciones cuanto pudiereis, porque es dificultosísimo hallar fielmente el mismo pensamiento del autor trasladado con la misma gracia con que él lo expresó. Yo he visto traducciones indignas, las cuales a un mismo tiempo hacen grave injuria a los autores, y son el descrédito de los traductores. En los libros de Matemática, Filosofía y otras ciencias no es tan difícil [199] la traducción; pero en las obras de Oratoria y Poesía donde no está el punto solamente en lo que se dice, sino en el modo con que se dice, tiene mucha más dificultad; y si se hace perfecta, tiene en mi opinión mucho más mérito, que la obra del propio autor.

Eugenio

A veces aún los que somos de la misma nación ignoramos el verdadero sentido de algunas frases de otra provincia diversa de aquella en que nos hemos criado: basta hacer cualquier pequeña salida fuera de la provincia para hallar términos nuevos, que no entendemos si no nos los explican.

Teodosio

Decís bien: id ahora a entender perfectamente el libro de un autor no solo de diversa provincia, sino de reino y lengua extraña, fiándoos de traducciones hechas sabe Dios cómo. Esta es la causa de que sea tan difícil la perfecta inteligencia de los libros Sagrados, porque fueron escritos en Hebreo y Griego.

Silvio

¿Pues de qué medio nos hemos de valer, si no sabemos esas lenguas, ni tenemos tiempo ni comodidad para aprenderlas?

Teodosio

El que tuviere edad a propósito, y hubiere de seguir la carrera de las letras, no tiene disculpa para no aprender a lo menos el Griego, ya que logramos la dicha de tener un Príncipe que nos facilita esos estudios. Pero suponiendo que la edad y ocupaciones no lo permitan, debemos siempre acudir para la verdadera inteligencia a aquellos de quienes nos consta que saben bien la lengua en que el autor escribió, y no contentarnos [200] con cualquier interpretación, sea de quien fuere.

Silvio

Eso de ese modo ya es más fácil.

Teodosio

A esta primera regla hacen algunos un prudente aditamento, siguiendo a Cicerón{20}; y dicen, que da mucha luz, y a veces es preciso para la perfecta inteligencia de algunos pasajes el saber la vida, genio y costumbres del autor y las de su nación. La razón es manifiesta, porque del genio y costumbres del autor se puede inferir bien el sentido en que habló. A unas mismas palabras da diferente sentido un varón santo, todo inflamado en el amor de Dios, que un hombre perdido, entregado a los vicios. Diverso fondo se debe sospechar en un hombre astuto, que en uno sencillo: otro sentido da un profesor de ciencia, que un ignorante a las mismas palabras que uno y otro profieren; por consiguiente las costumbres y el genio dan mucha luz para entender algunos lugares. Del mismo modo se discurre de las costumbres de la nación del autor o de su Escuela; pues las frases son tan diversas como los países, y de las costumbres de las naciones depende la diversa inteligencia de las frases.

Eugenio

Nunca creí yo que se requería tanto para entender un libro, además de saber la lengua en que estaba escrito.

Silvio

A veces ni todas aquellas diligencias [201] bastan para alcanzar el verdadero sentido de algunos lugares oscuros.

Teodosio

La segunda regla da más luz, y es: No se deben tomar las palabras desnudas y separadas del contexto y sistema del Escritor, sino que se debe atender a todo el sistema y principios de que el Escritor se vale (proposición cincuenta y dos). Esta regla redime de una pésima reputación a muchos Escritores, porque algunos espíritus turbulentos tomando sus palabras y sentencias divididas de todo el contexto de la obra, sentencian a los autores sin piedad ni justicia. ¿Qué injurias no han padecido el gran Newton, Descartes, Wolfio y Leibnitz por habérseles leído sin esta precaución? Pero tengo por cierto que quien los leyere con atención, si no los siguiere, que eso es arbitrario, siempre formará de ellos otro concepto más honorífico. De esta regla nace como corolario otro aditamento, que viene a ser: No debemos interpretar el sentido del autor, arreglándonos a nuestras opiniones, sino a las de él, ni yendo ya de propósito suponiendo que sigue o que impugna nuestro partido, sino que hemos de entrar en el examen de su opinión con una total indiferencia (proposición cincuenta y tres). Porque de otra suerte nuestra preocupación nos engañará. Contra este dictamen peca casi todo el mundo, principalmente los que están adictos a alguna Escuela: todos hallan lo que quieren en las palabras del Maestro a quien interpretan. Acuérdome de [202] que un profesor de Filosofía aquí en la corte (era de los Peripatéticos) decía que nunca había abierto a Aristóteles, que no hubiese hallado fácilmente con qué probar las opiniones que quería establecer.

Silvio

Ese era defecto de la persona, y no nacía de ser Peripatético.

Teodosio

Ni yo lo digo por eso: donde este defecto es más común, y más perjudicial y abominable es en la inteligencia de los libros sagrados. Los Predicadores ¿qué violencia no hacían a la Santa Escritura? Hácenla decir cosas, que nunca el Espíritu Santo dijo ni podía decir; y lo más intolerable es que este sacrílego abuso se practica pública e impunemente, y aun a veces fue recibido con aplauso. Llegué a oír cierto Predicador de los que llaman buenos, el cual todo cuanto quería, hallaba en los libros Santos, que quien mejor predicaba, más mentía. Este hombre blasfemo, que se servía del oráculo del Espíritu Santo para instrumento de la mentira, estaba en la persuasión de que predicar bien, es decir cosas nuevas e impensadas, que exciten la admiración de los oyentes. Sea el Señor bendito, que ya veo en nuestra Corte casi desterrada esta peste.

Eugenio

Muchacho era yo, y bien poco escrupuloso, y con todo eso no gustaba de esos Sermones que decís.

Teodosio

Todos esos hombres pecaban en la inteligencia de los libros Sagrados, porque tomaban les palabras santas separadas del [203] contexto, y a veces las truncaban maliciosamente. Otros las explicaban por la opinión particular de sus fantasías. ¡Válgame Dios, cuánta aflicción me causa! Dejemos eso.

Eugenio

No os alteréis: id continuando con las reglas para la buena inteligencia de cualquier Escritor.

Teodosio

La tercera regla es esta: Las palabras del autor deben tomarse en el sentido mas obvio y literal, excepto si ese sentido fuere absurdo o contra las reglas precedentes (proposición cincuenta y cuatro). La razón es, porque todo hombre habla comúnmente en el sentido natural y obvio: y si es hombre serio, cuando habla por énfasis, o ironía o figura, siempre lo da a entender en el contexto, o se colige de las circunstancias. Y también si el sentido natural es claramente absurdo, eso mismo es indicio más que suficiente para que conozcamos que habló en sentido metafórico o por ironía. Contra esta regla pecan muchos Herejes, los cuales a las palabras claras de la Sagrada Escritura, que contienen expresamente los dogmas de la Fe Católica Romana, dan inteligencia figurada y metafórica. Esto hacen los Calvinistas, negando la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía; siendo así que el Señor expresamente dijo: Este es mi Cuerpo; y añadió que era el cuerpo que había de ser crucificado.

Silvio

Tal fue también la interpretación de Clenomanes, si mal no me acuerdo, cuando ajustadas treguas con los Griegos por [204] algunos días, antes que estos se acabasen los acometió una noche; y hallándolos descuidados, los desbarató, dando después la ridícula disculpa de que él había hecho treguas por tantos días, y no por las noches, y que así no había faltado a la palabra.

Eugenio

Esa es cosa indigna de un hombre serio.

Teodosio

Decís bien: ¿y por qué si no porque todo el mundo había de creer que él hablaba, como hablan los otros hombres, dando a aquellas palabras el sentido ordinario, tomando por veinte días veinte círculos perfectos del Sol, cada uno en el espacio de veinte y cuatro horas?

Silvio

De este dictamen bien clara es la razón.

Teodosio

Añado otra regla, que es la cuarta: Cuando en el Escritor se hallan opiniones opuestas, debe mirarse si de intento mudó de parecer; y siendo así, debemos seguir el último; pero si no se conoce ánimo expreso de haber mudado de opinión, hemos de ver adónde habló de la materia más de propósito, y este lugar debe preferirse a aquellos donde habló de paso; de suerte, que comparando entre sí todos los lugares en que habló de la materia, deben ser preferidos los más claros, los más de propósito o más repetidos; y los más bien fundados (proposición cincuenta y cinco). De todo esto es clara la razón; porque un hombre no dice cosas encontradas, sino o porque muda de opinión, y [205] entonces debe seguirse la última, o por descuido, y este no se presume donde el autor trata el asunto más de propósito; ni tampoco cuando lo repite muchas veces, ni cuando se funda en razones que él admite, y no solamente toca como ajenas; y por consiguiente debe presumirse que en estos lugares expuso seriamente su pensamiento.

Silvio

Pero a veces nada de esto basta, por ser muy oscuro el sentido del Escritor, lo cual especialmente sucede en las leyes, según lo oigo decir a algunos Ministros.

Teodosio

Para eso se da otra regla, que es la quinta; y viene a ser: Cuando el sentido es dudoso u oscuro, debe interpretarse por conjetura, y ésta debe fundarse sobre tres cosas, que son la materia, las circunstancias y el fin (proposición cincuenta y seis). En las leyes este es el mejor modo de conocer la mente o intención del Legislador, cuando las palabras son ambiguas, y el sentido está dudoso. Para explicar menudamente este punto, era preciso hacer sobre él una disertación particular; pero basta haberos dado unas semillas de la verdad, de las cuales os podéis servir en la práctica, cuando os fuere preciso, cultivándolas para que os rindan fruto. Ahora por conclusión de la materia y de la conferencia de hoy os digo, que en lo que toca a la perfecta inteligencia de la Sagrada Escritura, especialmente en los dogmas de Fe, debemos con toda sumisión sujetar el juicio a nuestra Santa Madre la Iglesia, a quien [206] sabemos que Jesucristo con palabras claras, sinceras y repetidas prometió una perfecta asistencia del Espíritu Santo, para que no caiga en error. Y vamos a hablar con un vecino, que llegó de Inglaterra, cuando estábamos para comenzar la conferencia, y pide la buena política que le vayamos a visitar, y saber de él algunas novedades.

Silvio

Vamos, que bastante dilatada fue su ausencia.

Eugenio

Yo no le conozco; pero aprecio esta ocasión de conocerle.

Notas

{1} Recreación filosófica, tomo VI.

{2} Ibidem.

{3} Ibidem.

{4} Ibidem.

{5} Número 338.

{6} In Logic. pag. mihi 200.

{7} Véase a Orígenes, Plotino, Reuclino, Pico Mirandulano, Enrique Cornelio Agripa, Blas Vignerio y Atanasio Kirker.

{8} Lemery.

{9} Extrema gaudii luctus occupat. Prov. 14, 13.

{10} Recreación filosófica, tomo IV. Tarde XXI, § I.

{11} Véase el Genuense en la Lógica donde cita de los Modernos a Cristiano Adán, Gerardo Groesio, Struvio y Juan Baptista Vico: además de Dion Crisóstomo y Metrodoro, que entre los Antiguos pusieron este punto en gran duda.

{12} Dictum unius dictum nullius.

{13} Daniel, cap. 13.

{14} Genuense en su Lógica, I. 4, cap. 2, §12.

{*} No es extraño que se explique así el Autor siendo Portugués; pero no deja de serlo el que [174] precisamente lo haga cuando está tratando del poco crédito que merecen los que escriben con pasión. Pudiera muy bien haber omitido este primer ejemplo.

{**} Eso tiene mucha gracia; que un Portugués en punto de encarecer sus cosas, tache de exageradores y ponderativos a los Españoles.

{15} Arte Crítica, part. 3, sec. 1. P. Lamy de la Congregación del Oratorio de Francia en su Aparato de la Biblia, I. 2, y en Dupin.

{16} De Re diplomática, I. 5.

{17} De Studiis Monasticis, p.2, c. 13.

{18} En el mismo cap. 13.

{19} Lib. 33, contra Faust. cap. 6.

{20} Cicerón de Invention, lib. 2, c. 4, Grotio, Puffendorf y otros.


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Teodoro de Almeida • Recreación filosófica
Madrid 1787, tomo 7, páginas 118-206.