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Moral a Nicómaco · libro tercero, capítulo XI

De la templanza

Hablemos de la templanza después del valor; porque son al parecer las dos virtudes de las partes irracionales del alma.

Hemos dicho que la templanza es el justo medio en todo lo relativo a los placeres; se refiere menos directamente a los dolores, y no es de la misma manera en ambos casos. Por otra parte en los mismos objetos que ella se manifiesta el desarreglo que no tiene límites. Pero por el momento determinemos entre los placeres cuáles son aquellos a que se aplica la templanza más particularmente. Dividamos los placeres en placeres del alma y del cuerpo. Tomemos como ejemplo la ambición y el amor a la ciencia. Sin duda alguna, el que experimenta alguno de estos dos sentimientos, goza vivamente de la cosa que ama; pero su cuerpo no experimenta ninguna pasión, y su alma es más bien la que los percibe. No puede decirse, con relación a los placeres de este género, que un hombre es templado o intemperante; y lo mismo sucede respecto a todos los demás placeres que no son [83] corporales. Y así, los que gustan charlar y referir historias y pasan los días entregados a cosas fútiles, podemos llamarles con razón picoteros, pero no intemperantes, como tampoco a los que se afligen desmesuradamente con motivo de la pérdida de su dinero o de sus amigos.

La templanza se aplica a los placeres del cuerpo, pero no a todos sin excepción; porque a los que gustan de los placeres de la vista y gozan, por ejemplo, con los que producen los colores, las formas y la pintura, jamás se les llama templados ni intemperantes. Sin embargo, podría sostenerse hasta cierto punto, que lo son; porque en los placeres de esta clase se puede gozar con medida o pecar también, ya por exceso, ya por defecto. La misma observación puede hacerse con relación a los placeres del oído. Nunca se ha creído que pudieran llamarse intemperantes a los que gozan con exceso de la música y de las representaciones escénicas, ni tampoco llamar templados a los que gozan de tales objetos hasta donde conviene. Tampoco podrá decirse con relación a los olores, a no ser indirectamente. No diremos que los que gustan del olor de las manzanas, de las rosas o de los perfumes que se queman sean intemperantes en materia de olores; más bien lo diríamos de los que gustan del olor de las esencias y de las viandas, porque los intemperantes gozan con estos olores en cuanto les recuerdan las cosas mismas que desean apasionadamente. también podrán verse otros que, cuando tienen hambre, se complacen sólo con el olor de los alimentos. Gustar de los placeres de este género es propio de un hombre intemperante; porque sólo el intemperante ansía vivamente todos estos objetos de goce. Los animales, distintos que el hombre, no conocen el placer que dan estas emociones sino de una manera indirecta; y así, los perros no tienen placer precisamente en sentir el olor de las liebres; pero sí le tienen muy grande en comerlas; y el olor es el que causa en ellos esta sensación. El león no tiene placer tampoco en oír el mugido del buey; pero tiene un placer en devorarlo; al oír su voz, ha comprendido que el buey estaba cerca; entonces es cuando la voz sola le ha causado placer; a la manera que no se regocija por ver o encontrar a un ciervo o una cabra salvaje»{71}, sino porque va a devorar su presa. [84]

La templanza, según se ve, y la intemperancia se aplican a estos placeres que son comunes igualmente a todos los animales; y por esto se dice, que las pasiones de la intemperancia son indignas del hombre y que son brutales. Los sentidos a que responden estos placeres, son el tacto y el gusto; y aun el gusto desempeña un papel bien limitado o casi nulo; sólo puede servir para juzgar de los sabores. Esto es lo que hacen los catadores de vinos o los cocineros cuando gustan las viandas que preparan; pero ningún placer tienen en practicar esta prueba, o por lo menos no es en ella en la que los intemperantes encuentran su placer, sino que lo hallan en el goce mismo, que se produce mediante el tacto en los placeres de comer y beber, como en los que se llaman placeres de Venus. Así, un glotón célebre, Filoxenes de Erix{72}, deseaba que su garganta fuese más larga que la de una grulla, creyendo con razón que su placer de glotonería dependía sólo del tacto. El tacto, que es el más común de todos los sentidos, es el verdadero asiento de la intemperancia; y por esta razón debe aparecer tanto más reprensible; porque cuando el hombre se entrega a él, no es en tanto que hombre, sino como un animal: Hay, pues, algo de brutal en gozar de estos placeres, y sobre todo en entregarse a ellos exclusivamente. En este caso se pierden los placeres más dignos que puede producir el tacto; quiero decir, los que producen los ejercicios y las fricciones en los gimnasios con el calor vivificante que comunican; porque el tacto, tal como le goza el intemperante, no está en el cuerpo todo entero, sino solamente en ciertas partes del cuerpo muy especiales.

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{71} Son las expresiones de que se sirve Homero, Iliada, canto III, v. XXII, para pintar la alegría de un león que estaba a punto de poder matar el hambre.

{72} Erix era una ciudad de Sicilia; y la cocina siciliana tenía fama en la antigüedad.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 82-84