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Moral a Nicómaco · libro cuarto, capítulo II

De la magnificencia

Como continuación natural de lo que precede, debemos tratar de la magnificencia. Esta virtud evidentemente es una de las que hacen relación al empleo de las riquezas; sólo que no se extiende como la liberalidad a todos los actos, sin excepción, que conciernen a las riquezas; sino que sólo se aplica a aquellos cuyo gasto es de consideración. En estos casos excepcionales supera a la liberalidad en grandeza; porque, como su mismo nombre lo indica, es un gasto hecho a tiempo en una ocasión excepcional. Por lo demás, la idea de grandeza es siempre relativa; y el gasto no es el mismo, por ejemplo, para el que equipa galeras, que para el que dirige una simple Teoría{77}. En cuanto a la oportunidad, se refiere a la vez al individuo, al objeto y a los medios. El que en pequeñas cosas o en cosas medianas gasta como conviene a su dignidad, no merece por esto el nombre de magnífico, lo mismo que el que puede decir con el poeta:

«He tenido muchas veces compasión de la miseria errante{78}».

El magnífico es el que sabe gastar a punto en cosas grandes. Es liberal también; pero el liberal no es necesariamente magnífico.

Relativamente a esta disposición, el defecto se llama miseria y pequeñez; el exceso se llama fausto grosero, suntuosidad sin gusto. Estos calificativos pueden aplicarse a todos estos gastos, no porque sean excesivos respecto de las cosas que así lo exigen, sino porque se hacen para brillar en ocasiones dadas y de una manera que debería evitarse. Pero más adelante hablaremos de nuevo de estos pormenores. [97]

Puede decirse que el magnífico es un hombre reflexivo y sagaz, puesto que es capaz de ver lo que conviene en cada ocasión y de hacer grandes gastos con toda la mesura necesaria. Como ya dijimos al principio, una cualidad se determina por los actos que ella produce y por las cosas a que se aplica. Los gastos del magnífico son a la vez grandes y convenientes; y los resultados que produce deben ser igualmente lo uno y lo otro; porque de este modo el gasto, no sólo será de consideración, sino que corresponderá al fin que uno se propone. La obra debe ser digna del gasto, y el gasto debe ser digno de la obra y, si cabe, superarle.

Sólo en vista del bien y de lo bello debe el hombre magnífico hacer estos grandes gastos; porque esta preocupación del bien es un carácter común a todas las virtudes. Añado que los hace con gusto y con cierta noble facilidad; porque mirar muy de cerca las cosas es en general un signo de pequeñez; y el magnífico sólo se fija en lo mejor y más conveniente y posible, sin curarse del precio de las cosas, ni de las rebajas que en el mismo sería posible obtener. Lo repito: el hombre magnífico debe ser necesariamente liberal; porque el hombre verdaderamente liberal sabe gastar lo que es preciso y cuando es preciso; y en estas ocasiones lo grande es lo propio del magnífico. Puede decirse, que es la grandeza de la liberalidad, que se ejercita bajo las mismas condiciones; y hasta con un gasto igual el magnífico sabrá hacer cosas más nobles y más grandes. El valor de la materia que se emplea y el de la obra que con ella se ejecuta no son idénticos. Y así, la materia puede ser la más preciosa y cara de todas, el oro, por ejemplo; pero el mérito de la obra consiste en su magnitud, en su belleza{79}, porque la contemplación de las cualidades que la distingue nos causa admiración. Por estos motivos la magnificencia es admirable; y el mérito de la obra consiste en una magnificencia ampliamente desenvuelta.

Entre los grandes gastos, hay algunos que tenemos más particularmente por honrosos como, por ejemplo, las ofrendas solemnes que se consagran a los dioses, las construcciones piadosas, los sacrificios. Tenemos en la misma estimación todos los [98] gastos que se refieren al culto de la divinidad, y todos aquellos que con la noble ambición de servir al público emprenden los simples particulares, que creen deber emplear a veces su fortuna en el esplendor de las funciones escénicas, en el equipo de las galeras del Estado, o en los gastos de las fiestas populares. Pero siempre, como queda dicho, debe considerarse en el que hace estos grandes gastos quién es y cuál es la fortuna con que cuenta para permitirse hacerlos. Es preciso, que en todo esto haya una entera proporcionalidad; la cual debe encontrarse no sólo en los gastos de la obra que se ha hecho, sino también en la persona que la hace. Y así, el pobre no puede ser nunca magnífico; porque no tiene los recursos que exigen tan grandes gastos; y si lo intentará, sería un insensato, sería obrar contra la verdadera conveniencia y contra el deber, mientras que es preciso tener en cuenta aquella y este para obrar segura la virtud. Estos gastos espléndidos sólo están bien en los que de largo tiempo disfrutan una gran fortuna, ya haya sido adquirida por ellos mismos, ya por sus antepasados, o por una asociación de que formen parte. Sólo cuadran a los de alto nacimiento, a personajes cubiertos de gloria, en una palabra, a todos los que ocupan una posición a la que van unidas la grandeza y la dignidad.

Tal es, pues, el carácter principal del magnífico; y en los gastos de este género, lo repito, consiste en general la magnificencia; gastos que son a la vez de mucha consideración y altamente honrosos. Entre los gastos privados se pueden colocar en la misma clase los que se hacen una sola vez en la vida: por ejemplo, en las bodas o en ocasiones análogas; o cuando una ciudad entera o los dignatarios que la gobiernan se preocupan por algún acontecimiento notable: por ejemplo, la recepción o la partida de ilustres extranjeros, los presentes que se hacen o que se reciben en estas extraordinarias circunstancias. Porque el magnífico no hace estos enormes gastos para sí mismo, sino en obsequio del público, y los donativos de este género tienen cierta semejanza con las santas ofrendas que se hacen a los dioses.

El magnífico sabe igualmente construir para sí una casa que corresponda a su fortuna; porque este es un lujo que está muy en su lugar. Si conviene gastar mucho, en nada tanto como en cosas durables, puesto que son las más bellas. En cada una por otra parte es preciso tener en cuenta la oportunidad; porque [99] unas mismas cosas no pueden convenir a la vez a los dioses y a los hombres, ni están bien en un templo o sobre un sepulcro. Cada gasto que se hace puede ser grande en su género, y el más magnífico es el que es grande en lo grande: por ejemplo, en este orden de gastos de que hablamos{80}.

Pero lo grande en el objeto difiere de lo grande en el gasto; y así al hacer un agasajo a un niño, la más hermosa pelota, el más precioso tímbalo pueden tener toda la magnificencia posible, y su valor no ser nada, ni exigir ningún sacrificio. He aquí por qué es muy propio del hombre magnífico hacer siempre las cosas en grande en el género en que las hace; esta es una ventaja que no es fácil superar, y que está siempre en proporción con el importe del gasto.

Tal es el hombre magnífico. Pero el hombre sin gusto, que peca en esta materia por exceso, es el fastuoso que gasta sin límites, sin oportunidad, como he dicho anteriormente. Disipa enormemente el dinero en pequeños gastos e intenta brillar sin el menor gusto. Si recibe a gentes que pagan su escote, los tratará con el aparato de una boda; o en las comedias que él dirija, colocará tapices de púrpura para los actores a la entrada de la escena, como hacen los Megarianos{81}. Y cometerá todas estas locuras, no tanto por amor a lo bello, como por hacer alarde de su fortuna y hacerse admirar, según él se imagina. En una palabra, gasta poco cuando debería gastar mucho; y mucho, cuando debería gastar muy poco.

En cuanto al hombre mezquino, peca por defecto en todos conceptos; y después de haber gastado enormemente, hará que las cosas pierdan por una miserable pequeñez toda su elevación y toda su belleza. En todo lo que hace, aplaza sin cesar el gasto; intenta gastar lo menos que puede; se queja de todo lo que gasta; y cree siempre hacer más que lo que se necesita. Disposiciones morales de este género constituyen ciertamente vicios; y, sin embargo, no bastan para deshonrar a un hombre, porque no dañan a tercero, y no son absolutamente degradantes.

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{77} Diputación que las ciudades de Grecia enviaban a Delos y Delfos para ofrecer sacrificios a los dioses adorados en estas ciudades.

{78} Odisea, cap. XVII, v. 420.

{79} Es probable que Aristóteles pensara en Pericles que reunía estas condiciones.

{80} En los gastos públicos y solemnes para atender a las necesidades del Estado y del culto.

{81} Este lujo de los Megarianos pasó la categoría de proverbio en la antigüedad.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 96-99