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Moral a Nicómaco · libro cuarto, capítulo III

De la magnanimidad

La magnanimidad o grandeza de alma, como su nombre lo indica, sólo se aplica a las grandes cosas; pero sepamos, ante todo, qué cosas son estas. Por lo demás, podemos indiferentemente estudiar la cualidad misma o el individuo que la posee.

El magnánimo parece ser el hombre que se siente digno de las cosas más grandes, y lo es en efecto; porque él que tiene esta alta estimación de sí mismo sin merecerla es un insensato; y un corazón conforme a la virtud no es insensato ni irracional. El magnánimo es, pues, lo que se acaba de decir. El que tiene poco valor personal y lo reconoce él mismo, no pretendiendo sino las cosas que están a su alcance, puede ser muy bien un hombre entendido y modesto, pero nunca un corazón magnánimo. La magnanimidad supone siempre lo grande, como la belleza, que sólo se encuentra en un cuerpo grande{82}; porque los hombres pequeños pueden ser elegantes y bien hechos, pero no bellos.

El que tiene de sí mismo una alta idea que no merece, es un hombre vano, por más que no tenga siempre la vanidad de estimarse a sí mismo más que vale. El que se estima menos que vale es una alma pequeña, si teniendo un gran mérito o un mérito mediano, y si se quiere un escaso mérito, se coloca él mismo por bajo de su verdadero valor. Si uno teniendo un gran mérito, se desprecia a sí mismo, entonces, sobre todo, pone en evidencia la pequeñez de su alma, porque, ¿obraría de otro modo, si no fuera capaz de hacer cosas más importantes? El magnánimo está en un extremo con relación a su grandeza misma; pero ocupa el justo medio, porque es como debe de ser; se estima en su justo valor, mientras que los demás, por lo contrario, pecan por exceso o por defecto.

Si uno, por tanto, se reconoce con un gran mérito que es real y verdadero, y, sobre todo, si se reconoce con el más alto [101] grado de mérito, no debe tener más mira que una; que es la siguiente: debiendo consistir la justa recompensa del mérito en bienes exteriores, el mayor de todos estos bienes debe ser a nuestros ojos el que atribuimos a los dioses; el mismo que por encima de todos los demás ambicionan los hombres revestidos de las más altas dignidades, y que es también la recompensa de las acciones más brillantes; este bien no es otro que el honor. El honor sin contradicción es el más grande de los bienes exteriores al hombre. Y así el magnánimo deberá ocuparse exclusivamente en su conducta de lo que puede procurar el honor o ser causa de deshonor, sin que por otra parte esta preocupación salga nunca de sus justos límites. Y ciertamente no sin razón los corazones magnánimos miran con respeto al honor, puesto que los grandes lo ambicionan sobre todo y le miran como su más digna recompensa.

La pequeñez de alma peca por defecto, y deja al que la experimenta por bajo de sí mismo y por bajo de ese noble sentimiento que sostiene al magnánimo. En cuanto al hombre vanidoso, peca por exceso a causa de la opinión exagerada que tiene de su propio mérito; en lo cual nunca supera al magnánimo.

Puesto que el magnánimo es digno de los mayores honores, es preciso también que sea el más perfecto de los hombres. Cuando se tiene más mérito, se tiene derecho a una buena parte de aquellos; y el mejor de los hombres tiene derecho a la mejor parte de los mismos. Así es necesario que el hombre verdaderamente magnánimo esté lleno de virtud; y cuanto hay de grande en las virtudes de cada género debe poseerlo. Jamás estará bien en el magnánimo temblar o huir, así como nunca se rebajará a hacer daño. ¿Cómo podría cometer acciones vergonzosas un hombre a cuyos ojos nada se presenta que no sea grande? Si se mira de cerca, se verá que en cualquiera caso caería en un profundo ridículo la magnanimidad, si no fuera acompañada por la virtud. Tampoco sería digna de honor, si recayese en un vicioso; porque el honor es el precio de la virtud, y sólo es debido a los corazones virtuosos.

Y así la magnanimidad debe mirarse como el ornamento de todas las demás virtudes. Ella las acrecienta y no puede existir sin ellas; y la dificultad que ofrece el ser magnánimo con toda verdad consiste en que no es posible serlo sin una virtud completa. [102]

Pero lo repito: aunque el magnánimo se preocupe principalmente con todo lo que puede ser causa de honor y de deshonor, deberá gozar con la mayor moderación de los más grandes honores y lo mismo de los que dispensan los hombres de bien. Los mirará como una propiedad que le pertenece, por más que los estime en menos que lo que le corresponde; porque no hay honores que basten para recompensar nunca una perfecta virtud. Sin embargo, los aceptará, puesto que después de todo los hombres de bien no pueden dispensarle nada más grande. Pero el magnánimo desdeñará profundamente el honor que le dispense el vulgo y que vaya unido a cosas menudas; porque no es digno de él semejante honor; y el mismo desdén debe manifestar para con los insultos, puesto que jamás pueden ser justos tratándose de él.

Pero si el magnánimo, como ya he dicho, se fija principalmente en el honor, deberá por lo mismo moderarse en todo lo relativo a riquezas y poder; en una palabra, en todo lo relativo a la fortuna favorable o adversa, cualquiera que sea la forma en que se presente. No manifestará en los triunfos una alegría excesiva; ni en los reveses un exceso de abatimiento. Tampoco mostrará sentimientos exagerados respecto al honor, no obstante ser a sus ojos la más importante de las cosas, puesto que el poder con sus recursos infinitos y la riqueza deben buscarse sólo teniendo en cuenta el honor que ellas procuran, y que los que poseen estas ventajas se proponen principalmente alcanzar con ellas este honor. Pero el alma grande para quien los honores son poca cosa, se inquieta aún menos de todo lo demás; y he aquí por qué los magnánimos parecen muchas veces desdeñosos y altaneros.

Sin embargo, puede decirse que las ventajas de una posición grande y próspera contribuyen igualmente a desenvolver la magnanimidad. Un nacimiento ilustre, el poder, la opulencia, están rodeados de honores y de consideración; porque estas condiciones son raras y superiores en la vida; y todo lo que en sentido de bien muestra una superioridad parece más especialmente digno de honor. Por esto las ventajas de este género hacen algunas veces a los hombres más magnánimos, porque ya son objeto de distinción para todos los que les rodean. Pero, a decir verdad, el hombre de bien es el único digno de honor y de estimación. Es verdad que cuando se reúnen las dos cosas, la virtud y la [103] fortuna, se obtiene con más seguridad la consideración; pero los que poseen estos bienes sin poseer la virtud, no pueden creerse ellos mismos a gran altura y sería un error tenerlos por magnánimos; porque no hay honor y magnanimidad sin una virtud perfecta. Los hombres malos, cuando tienen todos los bienes de este género, se hacen orgullosos e insolentes; porque sin la virtud no es fácil mantenerse en la prosperidad con la conveniente moderación. Incapaz el hombre malo de soportarla prudentemente y creyéndose superior a todos los demás, los desprecia y se permite todos los caprichos que el azar le inspira; parodia al magnánimo sin tener con él la menor semejanza; le imita en todo lo que puede; y como no se conduce según la virtud, llega a desdeñar locamente y sin razón la conducta de los demás. Mas el desdén que se advierte en el magnánimo siempre aparece justificado, porque juzga la verdad de las cosas, mientras que el vulgo lo hace sólo a la ventura.

El magnánimo no tiene gusto en despreciar los pequeños peligros; ni busca tampoco los peligros ordinarios, porque son muy pocas las cosas que su alma estima. En cambio arrostra los peligros reales y grandes, y en semejantes ocasiones hace sin titubear el sacrificio de su vida, porque esta no tiene a sus ojos tanto valor que se la deba conservar a todo trance. Siendo capaz de hacer el bien a los demás, se avergüenza del bien que los demás puedan hacerle, porque hay superioridad en el primer caso e inferioridad en el segundo. Por consiguiente da más que recibe, pues de esta manera el que le haya hecho un servicio, le deberá algo a su vez y le quedará obligado. Y así los magnánimos recuerdan más bien a aquellos a quienes han favorecido que no a aquellos de quienes han recibido ellos algún beneficio, porque el obligado siempre está por bajo del bienhechor, y el magnánimo aspira siempre a la superioridad. Se complace con el recuerdo de los unos, y sufre con pesar el recuerdo de los otros. He aquí por qué Tetis{83} se guarda bien de recordar al por menor a Júpiter los servicios que le había hecho; lo mismo que los lacedemonios al acudir a los atenienses, sólo les hablaron de los que habían recibido ya de ellos muchas veces.

También es propio del carácter del magnánimo no recurrir a [104] nadie, o por lo menos no hacerlo sin pena; servir a los demás por lo contrario con todo empeño; manifestarse grande y altivo para con los que están constituidos en dignidad y viven en la prosperidad; y mostrarse benévolo para con los de mediana condición. Es difícil y a la par honroso sobrepujar a los unos, mientras que es muy fácil dominar a los otros. La altanería misma y el orgullo con los grandes no cuadra mal a un hombre bien nacido, mientras que con la gente menuda es una especie de mal gusto, lo mismo que lo es el abusar de su fuerza contra los débiles. El magnánimo no va a los sitios donde tiene a honra ir el vulgo, ni a los puntos donde ocupen otros el primer rango. Gusta bastante de la indolencia y de la lentitud, fuera de las ocasiones en que hay que conquistar un gran honor o intentar alguna rara empresa. El magnánimo hace pocas cosas, pero las que hace son siempre grandes y dignas de renombre. Es también una necesidad, consecuencia de su carácter, hacer públicos sus odios y sus amistades; sólo el que tiene miedo se oculta; y en cuanto a él, como atiende más a la verdad que a la opinión, habla y obra francamente a la faz de todo el mundo, que es lo propio de un alma altiva y desdeñosa. Es también completamente sincero; y su franqueza se muestra en el desdén con que se expresa frecuentemente. Apasionado por la verdad, la dice siempre, salvo cuando emplea la ironía, medio de que se sirve muchas veces para con el vulgo.

Tampoco puede vivir con otro como no sea un amigo; porque vivir con el que no lo sea es una especie de servidumbre; y he aquí por qué todos los aduladores tienen un carácter servil, y la gente menuda, en general, es aduladora. El magnánimo es también poco inclinado a la admiración; porque nada es grande a sus ojos. No siente resentimiento por el mal que se le haga; porque acordarse de lo pasado no es propio de un alma grande, sobre todo cuando el recuerdo recae sobre el mal recibido, y es más digno olvidarlo. No le gusta tampoco hablar con los demás porque nada tiene que decir ni de sí mismo, ni de otros. Se ocupa tan poco en oír alabanzas en su obsequio como en criticar a los demás; como no prodiga elogios, tampoco le gusta hablar mal ni aun de sus enemigos, como no sea a veces para decirlo cara a cara. Jamás se le oirá quejarse, ni descender a pedir suplicante las cosas que le hagan falta o que sean de poco interés. Ocuparse de estas miserias sólo puede hacerlo un hombre que quiera darlas [105] un gran valor. lejos de esto, va el magnánimo tras las cosas bellas y sin fruto, más bien que de las útiles y fructuosas; porque este gusto cuadra mejor a un corazón independiente que se basta a sí mismo. El porte del magnánimo tiene algo de pausado; su voz es grave; su palabra sentada. Cuando sólo se siente interés por un pequeño número de cosas, no se manifiesta apuro ni impaciencia; porque el alma que no encuentra nada grande en este mundo, no muestra ardor por nada. La vivacidad del lenguaje y el apresuramiento en las acciones atestiguan en general sentimientos de cierto orden, que el corazón del magnánimo no experimenta.

Tal es, pues, el magnánimo{84}.

El que peca por defecto en esta materia, tiene un alma sin grandeza, un alma pequeña; y el que, por lo contrario, peca por exceso es un vanidoso. No puede decirse precisamente que sean estos hombres viciosos, porque ningún mal hacen, y son más bien hombres que se engañan. Así el que tiene un alma sin grandeza, aunque merece cierta consideración, se priva él mismo de las cosas de que sería digno. Su defecto parece consistir en no querer ser digno de las ventajas que le son debidas, y en desconocerse a sí mismo; porque de otra manera desearía las cosas a que es acreedor, puesto que es digno de ellas y son bienes verdaderos. Por lo demás, los hombres de este carácter no por eso están privados de sentido; son más bien gentes indolentes; y esta opinión falsa que tienen de su propio mérito, parece hacerles menos buenos de lo que son. Se desea siempre aquello de que se cree uno digno; pero ellos se abstienen de hacer generosos esfuerzos y bellas acciones, porque no se creen dignos de intentarlas; y, por consiguiente, se estiman indignos de los bienes exteriores que son su recompensa. Los vanidosos, por su parte, ponen en descubierto cuán necios son y cómo se desconocen a sí mismos; aspiran a las cosas más altas, como si fuesen dignos de ellas; y su incapacidad no tarda en desenmascararlos; se ocupan con el mayor esmero de sus vestidos, de su apostura y de todas estas frivolidades; quieren hacer brillar a los ojos de todo el mundo su prosperidad; y hablan de ella como si pudiera producirles un gran honor. [106]

Por lo demás, la pequeñez de alma es más opuesta a la magnanimidad que la necedad vanidosa, y es a la vez más frecuente y más reprensible. En resumen, la magnanimidad sólo busca el honor en grande, como hemos dicho más arriba.

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{82} Aristóteles se apresura a justificar con un ejemplo este aserto, que a primera vista parece extraño.

{83} Iliada, cap. I, v. 503 y siguientes. Añadimos «al por menor» porque en Homero Tetis recuerda a Júpiter los servicios que le hizo en otro tiempo, pero sin citar ninguno de una manera especial.

{84} El retrato del magnánimo puede mirársele como uno de los más preciosos trozos que ha escrito Aristóteles.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 1, páginas 100-106