Obras de Aristóteles La gran moral 1 2 Patricio de Azcárate

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La gran moral · libro segundo, capítulo X

De la fortuna

Parece natural después de todo lo que precede hablar también de la fortuna, puesto que tratamos de la felicidad. Se cree muy generalmente que la vida dichosa es la vida afortunada, o por lo menos que no hay vida dichosa sin fortuna. Quizá tengan razón los que así piensan, porque sin los bienes exteriores, de que la fortuna dispone soberanamente, no es posible ser completamente dichoso. Y así será muy bueno hablar de la fortuna y explicar de una manera general qué es el hombre afortunado, bajo qué condiciones lo es, y qué bienes se requieren para serlo.

Se advierte en el primer momento cierto embarazo al abordar materia tan delicada. En efecto, no puede decirse que la fortuna se parezca a la naturaleza{16}, porque esta hace de la misma manera las cosas que produce siempre o por lo menos en los más de los casos. Por lo contrario, la fortuna jamás hace las cosas de [85] la misma manera, sino que las hace sin ningún orden y como mejor cuadra. He aquí por qué se dice que en las cosas de esta clase es en las que tiene lugar el azar o la fortuna. La fortuna no puede confundirse con la inteligencia, ni con la recta razón, porque en estas reina la regularidad no menos que en la naturaleza; las cosas en ellas son eternamente las mismas, mientras que la fortuna y el azar no tienen aquí cabida. Y así, donde reinan más la razón y la inteligencia, allí es donde hay menos azar; y donde aparece más azar, hay menos inteligencia. Pero, ¿la buena fortuna es resultado de la benevolencia o cuidado de los dioses, o es esta una idea falsa? Dios es a nuestros ojos el dispensador soberano que reparte los bienes y los males según se merecen; pero la fortuna y todas las cosas que proceden de la fortuna sólo el azar las reparte; luego si atribuimos a Dios este desorden, le supondremos un mal juez o por lo menos un juez muy poco equitativo, papel que no corresponde a la majestad divina.

Pero fuera de las cosas que acabamos de indicar, no se sabe donde colocar la fortuna; y por consiguiente, debe ser evidentemente alguna de estas cosas. La inteligencia, la razón y la ciencia son a mi juicio absolutamente extrañas a aquella. Por otra parte, no es posible que el cuidado y el favor de Dios sean el origen de la prosperidad y de la fortuna, puesto que muchas veces la obtienen también los malos, y no es probable que Dios se ocupe de los malos con tanta solicitud. Queda sólo la naturaleza, que debe ser a nuestro parecer el origen más probable y más sencillo de la fortuna. La prosperidad y la fortuna consisten en cosas que no dependen de nosotros, de las que no somos dueños, y las cuales no podemos hacer a nuestra voluntad. Jamás se dirá del hombre justo, que como justo ha sido favorecido por la fortuna, como no se dice tampoco del valiente ni del que es virtuoso en cualquier concepto, porque estas son cosas que depende de nosotros el tenerlas o no tenerlas. Pero hay cosas a que podemos aplicar con más propiedad la palabra buena fortuna; y así decimos del hombre que tiene un nacimiento ilustre, y en general del que obtiene bienes que no dependen de él, que le ha favorecido la fortuna. Sin embargo, no es este tampoco el caso en que puede decirse con propiedad que hay favor de la fortuna. Las palabras afortunado y dichoso pueden tomarse en muchos sentidos; por ejemplo, el que ha llegado [86] a ejecutar un hecho bueno, haciendo todo lo contrario de lo que quería, puede pasar por un hombre dichoso, por un hombre favorecido por la fortuna. también puede llamarse dichoso al que, debiendo esperar con razón un daño de lo que hace, le ha resultado sin embargo un provecho. Así que debe entenderse que hay favor de la fortuna cuando se obtiene un bien con el que no se podía razonablemente contar, o que no se experimenta un mal que se debía razonablemente sufrir. Por lo demás, estas palabras, favor de la fortuna, deberán aplicarse más especialmente a la adquisición de un bien, porque obtener un bien es una felicidad en sí misma, mientras que no experimentar un mal sólo es una felicidad indirecta y accidental.

Así, pues, la prosperidad, la fortuna, es en cierta manera una naturaleza privada de razón. El hombre favorecido por la fortuna es el que, sin una razón suficientemente ilustrada, va en busca de los bienes y los encuentra. Su triunfo sólo puede atribuirse a la naturaleza, puesto que la naturaleza es la que ha colocado en nuestra alma esta fuerza ciega que nos lleva, sin la intervención de la razón, hacia todo lo que nos debe producir bien. Si se pregunta a un hombre afortunado: «¿por qué tuvisteis por conveniente hacer lo que habéis hecho?», os responderá: «no lo sé, pero me ha convenido hacerlo.» Esto es lo mismo que sucede a los que están poseídos de entusiasmo, los cuales, animados por el sentimiento que los domina y sin guiarse por la razón, se ven arrastrados a hacer lo que hacen.

Por lo demás, a la fortuna no podemos dar un nombre propio y especial, por más que muchas veces le demos el de causa. Pero la causa es una cosa distinta que el nombre que se le da. En efecto, la causa y aquello de que es causa son cosas muy distintas, y se puede también llamar a la fortuna una causa independientemente de esta fuerza completamente instintiva que nos hace adquirir los bienes que deseamos; por ejemplo, la causa es la que hace que no se sufra un mal en un caso determinado o que se reciba un bien en otro en que no debía esperarse. Y así, la fortuna, la prosperidad, comprendida de esta manera es diferente de la otra en cuanto parece resultar sólo de una inversión de las cosas y que ella es una felicidad indirecta y accidental. Pero si aún se quiere llamar a esto un favor de la fortuna, no se puede negar sin embargo que hay un elemento más especial de felicidad en esta otra fortuna, en la que el [87] individuo lleva en sí mismo el principio de fuerza que le hace adquirir los bienes que él desea.

En resumen, como no hay felicidad sin los bienes exteriores, y estos bienes sólo proceden del favor de la fortuna, como acabamos de decir, es preciso reconocer que la fortuna contribuye por su parte a la felicidad. He aquí lo que teníamos que decir de la fortuna y de la prosperidad.

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{16} Es preciso tener presente para la inteligencia de este capítulo, que en griego la misma palabra expresa la fortuna y el azar, y por lo tanto que estas dos ideas se confunden muchas veces.

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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 2, páginas 84-87