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Política · libro tercero, capítulo primero

Del Estado y del ciudadano

Cuando se estudia la naturaleza particular de las diversas clases de gobiernos, la primera cuestión que ocurre es saber qué se entiende por Estado. En el lenguaje común esta palabra es muy equívoca, y el acto que según unos emana del Estado, otros le consideran como el acto de una minoría oligárquica o de un tirano. Sin embargo, el político y el legislador no tienen en cuenta otra cosa que el Estado en todos sus trabajos; y el gobierno no es más que cierta organización impuesta a todos los miembros del Estado. Pero siendo el Estado, así como cualquier otro sistema completo y formado de muchas partes, un agregado de elementos, es absolutamente imprescindible indagar ante todo qué es el ciudadano, puesto que los ciudadanos en más o menos número son los elementos mismos del Estado. Y así sepamos en primer lugar a quién puede darse el nombre de ciudadano y qué es lo que quiere decir, cuestión controvertida muchas veces y sobre la que las opiniones no son unánimes, teniéndose por ciudadano en la democracia uno que muchas veces no lo es en un Estado oligárquico. Descartaremos de la discusión a aquellos ciudadanos, que lo son sólo en virtud de un título accidental, como los que se declaran tales por medio de un decreto. [84]

No depende sólo del domicilio el ser ciudadano, porque aquél lo mismo pertenece a los extranjeros domiciliados y a los esclavos. Tampoco es uno ciudadano por el simple derecho de presentarse ante los tribunales como demandante o como demandado, porque este derecho puede ser conferido por un mero tratado de comercio. El domicilio y el derecho de entablar una acción jurídica pueden, por tanto, tenerlos las personas que no son ciudadanos. A lo más, lo que se hace en algunos Estados es limitar el goce de este derecho respecto de los domiciliados, obligándolos a prestar caución, poniendo así una restricción al derecho que se les concede. Los jóvenes, que no han llegado aún a la edad de la inscripción cívica{63}, y los ancianos que han sido ya borrados de ella, se encuentran en una posición casi análoga: unos y otros son ciertamente ciudadanos, pero no se les puede dar este título en absoluto, debiendo añadirse, respecto de los primeros, que son ciudadanos incompletos, y respecto de los segundos, que son ciudadanos jubilados. Empléese, si se quiere, cualquiera otra expresión; las palabras importan poco, puesto que se concibe sin dificultad cuál es mi pensamiento. Lo que trato de encontrar es la idea absoluta del ciudadano, exenta de todas las imperfecciones que acabamos de señalar. Respecto a los ciudadanos declarados infames y a los desterrados, ocurren las mismas dificultades y procede la misma solución.

El rasgo eminentemente distintivo del verdadero ciudadano es el goce de las funciones de juez y de magistrado. Por otra parte, las magistraturas pueden ser ya temporales, de modo que no puedan ser desempeñadas dos veces por un mismo individuo o limitadas en virtud de cualquiera otra combinación, ya generales y sin límites, como la de juez y la de miembro de la asamblea pública. Quizá se niegue que estas sean verdaderas magistraturas y que confieran poder alguno a los individuos que las desempeñan, pero sería cosa muy singular no reconocer ningún poder precisamente en aquellos que ejercen la soberanía. Por lo demás doy a esto muy poca importancia, porque es más bien cuestión de palabras. El lenguaje no tiene un término único, que nos dé la idea de juez y de miembro de la asamblea pública, y con objeto de precisar esta idea, adopto la palabra magistratura en general, y llamo ciudadanos a todos los que gozan [85] de ella. Esta definición del ciudadano se aplica mejor que ninguna otra a aquellos a quienes se da ordinariamente este nombre.

Sin embargo, es preciso no perder de vista, que en toda serie de objetos, en que éstos son específicamente desemejantes puede suceder que sea uno primero, otro segundo, y así sucesivamente, y que, a pesar de eso, no exista entre ellos ninguna relación de comunidad por su naturaleza esencial, o bien que esta relación sea sólo indirecta. En igual forma, las constituciones se nos presentan diversas en sus especies, éstas en último lugar, aquéllas en el primero; puesto que es imprescindible colocar las constituciones falseadas y corrompidas detrás de las que han conservado toda su pureza. Más adelante diré lo que entiendo por constitución corrompida. Entonces el ciudadano varía necesariamente de una constitución a otra, y el ciudadano, tal como le hemos definido, es principalmente el ciudadano de la democracia. Esto no quiere decir, que no pueda ser ciudadano en cualquier otro régimen, pero no lo será necesariamente. En algunas constituciones no se da cabida al pueblo; en lugar de una asamblea pública encontramos un senado, y las funciones de los jueces se atribuyen a cuerpos especiales, como sucede en Lacedemonia, donde los éforos se reparten todos los negocios civiles, donde los gerontes conocen en lo relativo a homicidios, y donde otras causas pueden pasar a diferentes tribunales; y como en Cartago, donde algunos magistrados tienen el privilegio exclusivo de entender en todos los juicios.

Nuestra definición de ciudadano debe por lo tanto modificarse en este sentido. Fuera de la democracia, no existe el derecho común ilimitado de ser miembro de la asamblea pública y juez. Por lo contrario, los poderes son completamente especiales; porque se puede extender a todas las clases de ciudadanos o limitar a algunas de ellas la facultad de deliberar sobre los negocios del Estado y de entender en los juicios; y esta misma facultad puede aplicarse a todos los asuntos o limitarse a algunos. Luego evidentemente es ciudadano el individuo que puede tener en la asamblea pública y en el tribunal voz deliberante, cualquiera que sea por otra parte el Estado de que es miembro; y por Estado entiendo positivamente una masa de hombres de este género, que posee todo lo preciso para satisfacer las necesidades de la existencia.

En el lenguaje actual, ciudadano es el individuo nacido de [86] padre ciudadano y de madre ciudadana, no bastando una sola de estas condiciones. Algunos son más exigentes, y quieren que tengan este requisito dos y tres ascendientes, y aún más. Pero de esta definición, que se cree tan sencilla como republicana, nace otra dificultad: la de saber si este tercero o cuarto ascendiente es ciudadano. Así Gorgias de Leoncio{64}, ya por no saber qué decir o ya por burla, pretendía que los ciudadanos de Larisa eran fabricados por operarios, que no tenían otro oficio que este, y que fabricaban larisios como un alfarero hace pucheros. Para nosotros la cuestión habría sido muy sencilla: serían ciudadanos, si gozaban de los derechos enunciados en nuestra definición; porque haber nacido de un padre ciudadano y de una madre ciudadana es una condición que no se puede razonablemente exigir a los primeros habitantes, a los fundadores de la ciudad.

Con más razón podría ponerse en duda el derecho de aquellos que han sido declarados ciudadanos a consecuencia de una revolución, como hizo Clístenes después de la expulsión de los tiranos de Atenas, introduciendo de tropel en las tribus a los extranjeros y a los esclavos domiciliados. Respecto de estos la verdadera cuestión está en saber, no si son ciudadanos, sino si lo son justa o injustamente. Es cierto que aun en este concepto podría preguntarse si uno es ciudadano cuando lo es injustamente, equivaliendo en este caso la injusticia a un verdadero error. Pero se puede responder, que vemos todos los días ciudadanos injustamente elevados al ejercicio de las funciones públicas, y no por eso son menos magistrados a nuestros ojos, por más que no lo sean justamente. El ciudadano para nosotros es un individuo revestido de cierto poder, y basta por tanto gozar de este poder para ser ciudadano, como ya hemos dicho, y en este concepto los ciudadanos hechos tales por Clístenes lo fueron positivamente.

En cuanto a la cuestión de justicia o de injusticia, se relaciona con la que habíamos suscitado en primer término: ¿tal acto ha emanado del Estado o no ha emanado? Este punto es dudoso en muchos casos. Y así, cuando la democracia sucede a la oligarquía o a la tiranía, muchos creen que se deben dejar de [87] cumplir los tratados existentes, contraídos, según dicen, no por el Estado, sino por el tirano. No hay necesidad de citar otros muchos razonamientos del mismo género, fundados todos en el principio de que el gobierno no ha sido otra cosa que un hecho de violencia sin ninguna relación con la utilidad general. Si la democracia por su parte ha contraído compromisos, sus actos son tan actos del Estado como los de la oligarquía y de la tiranía. Aquí la verdadera dificultad consiste en determinar en qué casos se debe sostener que el Estado es el mismo, y en cuáles que no es el mismo, sino que ha cambiado por completo. Se mira muy superficialmente la cuestión cuando nos fijamos sólo en el lugar y en los individuos, porque puede suceder que el Estado tenga su capital aislada y sus miembros diseminados, residiendo unos en un paraje y otros en otro. La cuestión considerada de este modo sería de fácil solución, y las diversas acepciones de la palabra ciudad bastan sin dificultad para resolverla. ¿Mas cómo se reconocerá la identidad de la ciudad, cuando el mismo lugar subsiste ocupado constantemente por los habitantes? No son las murallas las que constituyen esta unidad; porque sería posible cerrar con una muralla continua todo el Peloponeso. Hemos conocido ciudades de dimensiones tan vastas, que parecían más bien una nación que una ciudad; por ejemplo, Babilonia{65}, uno de cuyos barrios no supo que la había tomado el enemigo hasta tres días después. Por lo demás, en otra parte tendremos ocasión de tratar con provecho esta cuestión; la extensión de la ciudad es una cosa que el hombre político no debe despreciar, así como debe informarse de las ventajas de que haya una sola ciudad o muchas en el Estado.

Pero admitamos que el mismo lugar continúa siendo habitado por los mismos individuos. Entonces ¿es posible sostener, en tanto que la raza de los habitantes sea la misma, que el Estado es idéntico, a pesar de la continua alternativa de muertes y de nacimientos, lo mismo que se reconoce la identidad de los ríos y de las fuentes por más que sus ondas se renueven y corran perpetuamente? ¿O más bien debe decirse que sólo los hombres subsisten y que el Estado cambia? Si el Estado es [88] efectivamente una especie de asociación; si es una asociación de ciudadanos que obedecen a una misma constitución, mudando esta constitución y modificándose en su forma, se sigue necesariamente, al parecer, que el Estado no queda idéntico; es como el coro que, al tener lugar sucesivamente en la comedia y en la tragedia, cambia para nosotros, por más que se componga de los mismos cantores. Esta observación se aplica igualmente a toda asociación, a todo sistema que se supone cambiado cuando la especie de combinación cambia también; sucede lo que con la armonía, en la que los mismos sonidos pueden dar lugar, ya al tono dórico, ya al tono frigio. Si esto es cierto, a la constitución es a la que debe atenderse para resolver sobre la identidad del Estado. Puede suceder por otra parte, que reciba una denominación diferente, subsistiendo los mismos individuos que le componen, o que conserve su primera denominación a pesar del cambio radical de sus individuos.

Cuestión distinta es la de averiguar si conviene, a seguida de una revolución, cumplir los compromisos contraídos o romperlos.

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{63} El registro público que llevaban en Atenas los lexiarcas.

{64} Gorgias de Leoncio, sofista contemporáneo de Pericles, y cuyo nombre lleva uno de los diálogos de Platón.

{65} Diodoro (lib. II, pág. 95) supone que Babilonia tenía trescientos sesenta estadios en redondo, o sean catorce leguas.


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  Patricio de Azcárate · Obras de Aristóteles
Madrid 1873, tomo 3, páginas 83-88